Yo no sé, dice Aguilar, esta tragedia empieza a tomar visos de melodrama. Hasta la tía Sofi, tan aplomada, a veces habla como en telenovela y suelta frases de Doctora Corazón. Y qué decir de Agustina, que parece sacada de las páginas de Jane Eyre, y qué decir de mí, sobre todo de mí, que vivo con esta angustia y esta lloradera y esta manera de no entender nada, y de no tener identidad, sobre todo eso, siento que la enfermedad de mi mujer avasalla mi identidad, que soy un hombre al que vaciaron por dentro para rellenarlo luego, como a un almohadón, de preocupación por Agustina, de amor por Agustina, de ansiedad frente a Agustina, de rencor con Agustina. La locura es un compendio de cosas desagradables, por ejemplo es pedante, es odiosa y es tortuosa. Tiene un componente de irrealidad grande y tal vez por eso es teatral, y además estoy por creer que se caracteriza por la pérdida del sentido del humor, y que por eso resulta tan melodramática. Hoy le llevaba yo un sánduche de queso a Agustina, que en todo el día no ha querido levantarse de la cama. Se lo preparé con mantequilla, derretido en la waflera como a ella le gusta, y estaba a punto de entrar al dormitorio cuando alcancé a escuchar que la tía Sofi le pedía perdón, le decía algo así como ¿Podrás perdonarme, Agustina?, y le insistía, Podrás perdonarme por lo que hice. Así que la tía Sofi tiene su pasado y su pecado, pensé; ya sabía yo que aquí había gato encerrado y que detrás de esa familia se cocinaba un Peyton Place de mucho cuidado. Por fin voy a enterarme de algo, pensó Aguilar, y sin ser notado esperó detrás de la puerta a que el diálogo empezara, pero pasaban los minutos y Agustina seguía muda, ni otorgaba el perdón ni lo negaba, y entonces la tía Sofi desistió, el sánduche se enfrió y Aguilar regresó a la cocina a recalentarlo. De vuelta a la alcoba encontré a Agustina adormilada y a Sofi mirando el noticiero, y digo bien, mirando, porque había suprimido el volumen del televisor y se contentaba con las imágenes, que de contento no tenían nada, y sacudí un poquito a mi mujer por el hombro para que comiera pero sólo logré que me dijera sin mirarme que odia los sánduches de queso, y ante eso la tía Sofi se sintió en la obligación de mediar, como hace siempre, Perdona a tu mujer, muchacho, ella lo que tiene es dolor y lo disfraza de indiferencia, y Aguilar, mientras masticaba el sánduche rechazado, Sí, yo perdono a mi mujer, tía Sofi, pero dígame, y a usted, ¿quién tiene que perdonarla? ¿Estabas escuchando?, me preguntó, quiso saber si de verdad quería que me contara y siguió hablando sin esperar respuestas, Te lo cuento por el bien de esta niña, porque hace parte de mi aporte involuntario a su tragedia, se trata de algo que yo hice y que a ella le causó mucho daño, Mejor bajemos, tía Sofi, le dije tomándola por el brazo, dejemos a Agustina aquí dormida y conversemos en la sala, Si no pongo un rato los pies en alto se me van a estallar, dijo ella sentándose en el sofá, y Aguilar la ayudó a colocar las piernas sobre una pila de cojines. Saqué una botella de Ron Viejo de Caldas, dice Aguilar, me pareció que podía facilitar una conversación que prometía no ser fácil, así que ahí estábamos, cada uno con su trago en la mano, Aguilar en la mecedora de mimbre y la tía Sofi en el sofá con los pies en alto, ¿musiquita?, preguntó él para animarla y puso Celina y Reutilio. Fue una de esas cosas, me dijo la tía Sofi como para arrancar a hablar pero después se frenó, se quedó callada un buen cuarto de hora, como gozando del alivio en los pies sin zapatos, como saboreando sorbo a sorbo el Viejo de Caldas y dejándose llevar por ese bálsamo que es el son cubano, y yo la dejaba estar, cuenta Aguilar, bien que se merecía esa mujer un rato de reposo. Entonces ella se rió con una risa de alguna manera liviana, una risa que iba en contravía del relato duro que había anunciado y que yo estaba esperando, y me pidió que escuchara lo que estaba cantando Celina, Óyela, ella te lo explica todo, devuelve la canción que acaba de sonar, y yo hice lo que me pedía y Celina arrancó a cantar esa parte de Caballo Viejo que dice Cuando el amor llega así de esta manera uno no tiene la culpa, quererse no tiene horario ni fecha en el calendario cuando las ganas se juntan. Así que se juntaron las ganas, tía Sofi, y usted no tuvo la culpa, Así es, Aguilar, se juntaron las ganas y nadie tuvo la culpa, Nadie tiene nunca la culpa de nada, tía Sofi, pero échese otro ron y centrémonos en el asunto del perdón, dígame por qué le pedía perdón a Agustina, Le pedía perdón por unas fotos que acabaron con la familia. Cuenta Aguilar que según lo que le contó la tía Sofi, su hermana Eugenia y el marido de ella, Carlos Vicente Londoño, la invitaron a vivir con ellos cuando se mudaron al norte, A una casa que era enorme, me dijo la tía Sofi, bueno, que todavía es porque ahí sigue viviendo Eugenia con su hijo Joaco y la familia de él, ese Joaco es un muchacho, cómo te lo describiría, para mí distante, un hombre que ha triunfado en la vida pero que habita en un mundo que no es el mío, un señoritingo que pisa fino como diría mi madre, pero tiene un mérito innegable y es que siempre se ha hecho cargo de Eugenia, y te digo, Aguilar, que ésa es una labor de titanes, pero ahí está el lado bueno de mi sobrino Joaco, no todo podía ser pérdida, no sabes con cuánta paciencia y delicadeza trata a la madre. Mi hermana Eugenia, tan bella ella, porque créeme fue una preciosidad, pero siempre ha andado perdida en una como ausencia, Cuerpo sin alma ciudad sin gente, le decía Carlos Vicente cuando la miraba, sobre todo en el comedor, a la hora de la cena, ella sentada en la cabecera bajo la lluvia de retazos de arco iris que caían desde las arañas del techo, perfecta en sus perfiles como un camafeo, e igual de quieta. Igual de pétrea. En cambio yo no era delicada, Aguilar, yo no era perfecta, y a diferencia de Eugenia, tan esbelta, yo había heredado este empaque alemán que me ves ahora, desde joven he sido grande y pesada, como mi padre. Pero yo estaba viva por dentro. La casa era de ella, el marido era de ella, los niños eran hijos suyos. Yo en cambio era un parásito, una arrimada, una tía soltera a la que había que acoger porque se había quedado sin lugar en esta vida, y todo lo que tenía en esa casa lo tenía de prestado. Así era por fuera, pero las cosas por dentro se daban más bien a la inversa. La solitaria era Eugenia, la silenciosa, la siempre bien comportada y mejor arreglada, la incapaz de amar sin sufrir, la que se alimentaba de apariencias, y los vacíos de afecto que ella iba dejando yo los iba llenando; era yo, y no ella, la que atendía en la cama a su esposo como una esposa y la que amaba a sus hijos como una madre, la que hacía con ellos las tareas y los llevaba al parque y los cuidaba cuando estaban enfermos, la que se ocupaba del mercado y de supervisar el oficio doméstico, que si por Eugenia fuera todos los días habríamos comido lo mismo, y no porque no supiera, si es una estupenda cocinera, sino por pura ausencia de alegría, porque deja que las sirvientas se las arreglen solas y ella jamás se mete a la cocina, digamos que en términos generales por falta de bríos al levantarse cada día por la mañana. Carlos Vicente Londoño era un buen tipo, a su manera convencional y aburridonga era un tipo bueno, divinamente bien vestido como dicen aquí en Bogotá, siempre de traje oscuro, siempre recién afeitado y pulcrísimo, muy necesitado de afecto, de alguien que lo hiciera reír un poco, ciertamente no era el más brillante de los hombres, con decirte que sus grandes diversiones eran la filatelia y la revista Playboy. Su tragedia era su hijo menor, el Bichi, un niño inteligente, imaginativo, dulce, buen estudiante, todo lo que se puede esperar de un hijo y más, pero con una cierta tendencia hacia lo femenino que el padre no podía aceptar y que lo hacía sufrir lo que no está escrito, vivía convencido de que en sus manos estaba la posibilidad y la obligación de corregir el defecto y enderezar al muchacho, siempre que yo intentaba ponerle el tema, Carlos Vicente perdía la compostura y no tenía empacho en decirme que con qué derecho opinaba si yo no era la madre. Para colmo el niño era de una belleza irresistible, si tu Agustina es linda, Aguilar, el Bichi lo es todavía más, y en ese entonces irradiaba una especie de luz angelical que lo dejaba a uno perplejo, pero eso no hacía sino agravar las cosas para su padre. Eugenia tenía una costumbre, y era que todos los años se iba una semana con sus tres hijos para Disneylandia, en la Florida, y me invitaba pero yo me negaba con cualquier pretexto, claro, no podía confesarle que yo a mi Mickey Mouse lo tenía en casa. Esa semana era para mí la más importante del año; no sabes, Aguilar, lo bien que la pasábamos con Carlos Vicente, sin tener que aparentar ni esconder nada porque la propia Eugenia aprovechaba para darles las vacaciones obligatorias a las sirvientas, así no se le iban por Navidad y Año Nuevo que era cuando más las necesitaba, ¿tú le cocinas a Carlos Vicente, Sofi?, me preguntaba mientras hacía las maletas, y yo Claro que sí, vete tranquila que yo me ocupo de eso, ¡y vaya si me ocupaba! Salíamos a bailar en las casetas populares o íbamos a ver películas mexicanas, siempre en el centro o en el sur de la ciudad, por esos barrios obreros donde ni de milagro se asoma la gente conocida que puede llevar el chisme, tú sabes que del norte al sur de Bogotá hay más distancia que de aquí a Miami, si hubieras visto a Carlos Vicente, tan figurín de sociedad que parecía que se hubiera tragado un paraguas, pues en el anonimato del sur aflojaba, se volvía simpático con la gente, bailaba como una pirinola en los bares perratas, nos encantaba ir al Cisne, a La Teja Corrida, al Salomé, al Goce Pagano, buscábamos a Alci Acosta y a Olimpo Cárdenas donde se estuvieran presentando y allá íbamos a escucharlos, borrachitos y enamorados hasta la madrugada, la vida no nos regalaba sino una semana al año pero te juro, Aguilar, que nosotros sabíamos aprovecharla. Pues fue en una de esas ausencias de Eugenia y los niños cuando descubrimos lo divertido que podía ser lo de las fotos. Yo le conocía a Carlos Vicente su afición por las conejas de Playboy y le tomaba el pelo, qué clase de bichos son los hombres, le decía, que prefieren las mujeres de papel a las de carne y hueso, y como él era excelente fotógrafo se le ocurrió pedirme que lo dejara retratarme desnuda y yo encantada, que junto a la chimenea, indicaba él, pues venga, que bajando las escaleras, que sobre la alfombra, que péinate así, que ponte esto, que quítate todo, te juro, Aguilar, que jamás vi a Carlos Vicente tan entusiasmado, me tomaba cinco o seis rollos que mandaba revelar no sé dónde, en cualquier caso lejos del barrio, y luego nos gustaba celebrar las mejores, nos burlábamos de las malas, en otras yo aparecía demasiado gorda y le tapaba los ojos para que no las viera. Increíble, la interrumpe Aguilar, apuesto a que esa colección de fotos no la pegaban en el álbum familiar al lado de las primeras comuniones, Calla, Aguilar, deja que acabe de contarte antes de que me arrepienta, un día o dos antes del regreso de los viajeros nos despedíamos de todo eso y lo quemábamos en la chimenea, pero de vez en cuando había alguna que a él le gustaba mucho y me decía, Esta foto no la quemo por nada del mundo porque es una obra de arte y te ves divina, No seas terco, Carlos Vicente, que después es para problemas, No te preocupes, Sofi, me tranquilizaba, que la guardo entre la caja fuerte de mi oficina y esa clave no la sabe nadie. Aguilar se para a cambiar el disco y a servir otra ronda de Viejos de Caldas y en ese momento aparece en la puerta de la sala Agustina con la misma sudadera sucia que no ha querido cambiarse desde el episodio oscuro, con esa expresión embrujada de quien espera algo muy grande pero que no ha de ocurrir en este mundo que compartimos, y nos muestra el par de peroles que sostiene en las manos. ¡Ay, Jesús!, suspira la tía Sofi bajando resignadamente los pies de los cojines, esta niña va a empezar otra vez con el jaleo del agua.
La abuela Blanca y el abuelo Portulinus se apartan del viejo mirto y caminan hacia el río. Portulinus avanza con dificultad por entre el tejido espeso de verdores demasiado intensos, quisiera taparse los poros y los agujeros del cuerpo para que no se le cuele esa vaharada de olor vegetal, va aturdido de calor y de humedad y se detiene a rascarse los tobillos hinchados de piquetes de zancudo, Aguanta un poco, Nicolás, le dice Blanca, ya casi llegamos, cuando metas los pies en el agua te sentirás mejor, Es cierto, ya puedo escuchar el río, dice él con alivio porque ha empezado a llegar hasta sus oídos un redentor rodar de catarata, ya está cerca el caudal de agua limpia que se revienta contra las rocas del despeñadero. ¡Es el Rin!, exclama Portulinus con una emoción apenas contenida y su esposa lo corrige, Es el río Dulce, cariño, estamos en Sasaima, En Sasaima, claro, repite él y emite una risita frágil a manera de disculpa, Claro que sí, Blanca mía, tienes razón como siempre, éste es el río Dulce. Antes de saltar hacia el vacío, el agua se detiene mansamente en un pozo abrazado por piedras lisas y negras, la pareja se sienta sobre una de esas piedras y Blanca le ayuda a Nicolás a arremangarse el pantalón y a quitarse los botines y las medias, y él, ahora más sereno, deja que la amable frescura del agua le suba por los pies, le recorra el cuerpo y le sede el cerebro, Qué bueno, Blanquita, qué bueno es mirar cómo corre el agua, y ella le comenta que está preocupada por la gripa crónica que tiene Nicasio, el mayordomo, Tisis ha de ser, opina Portulinus, Tisis no, Nicolás, calla esa boca, Dios nos proteja de la tuberculosis, es sólo gripa, el problema es que es crónica, Las gripas crónicas se llaman tuberculosis, dice Nicolás, Eso será en alemán, se ríe ella, Me gustas cuando ríes, te ves tan bonita, entonces ella le cuenta, A la familia Uribe Bechara le encantó el bambuco que les compusiste para el matrimonio de su hija Eloísa, ¿les gustó?, pregunta él, yo pensé que se iban a molestar por esa parte que habla del amor que se desangra gota a gota, Y por qué les iba a molestar, si esa parte es muy bonita, Sí, pero olvidas que el padre del novio murió de hemofilia, ¡ay, Nicolás!, qué obsesión tienes hoy con las enfermedades. Ven acá, Blanca paloma mía, deja que te abrace y miremos juntos la inocencia con que el agua se detiene en el pozo antes de precipitarse, Ahí tienes letra para otro bambuco, se burla ella y así siguen conversando de las cosas que día tras día van conformando la vida, de cuántos huevos están poniendo las gallinas, de la tardanza de las lluvias grandes, de la pasión por los pájaros de su hija Eugenia y la afición por el baile de su hija Sofía, y el lenguaje de él va fluyendo sin dificultad ni alteración del sentido hasta que Blanca comprueba que el río, que lo arrulla y lo calma, lo ha adormecido, El Rin, dice Portulinus desde la duermevela y sonríe entrecerrando los ojos, El Rin no, querido mío, el río Dulce, Deja, mujer, que vuelen mis recuerdos, ¿a quién pueden hacerle daño?, el río Rin, el río Recknitz, el Regen, el Rhein, repite él pronunciando despacio para saborear la sonoridad de cada sílaba, y no menciona al Putumayo ni al Amazonas ni al Apaporis, que también son sonoros pero que son reales y de este hemisferio, sino al Danubio, al Donau y al Eder, que están muy lejos si es que están en algún lado, así que Blanca comprende que ha llegado el momento de regresar a casa, le seca los pies con su falda, le echa saliva con el dedo en los piquetes de zancudo para que no le escuezan, le calza de nuevo los botines amarrándole bien los cordones para que no se los vaya pisando por el camino, lo toma de la mano y lo aleja de allí, porque sabe que debe impedir que los sueños de Portulinus echen a correr tras los sonidos del agua. En una de las páginas de su diario, la abuela Blanca habría de escribir, «como anda cansado y nervioso por el exceso de trabajo, a Nicolás lo tranquiliza ver correr el agua del río, pero si la escena se prolonga demasiado, se empieza a exaltar y debemos alejarnos de allí cuanto antes». Lo que la abuela omite en su diario es que cuando el abuelo repite los nombres de los ríos de su patria, el Aisch, el Aller y el Altmuh, el Warnow, el Warta y el Weser, lo hace en riguroso orden alfabético. Cosas de loco. Manías que habrían de llevarlo a la tumba. Es decir, manierismos o reiteraciones que le ayudan a desconectarse de lo real, o al menos de lo que es real para alguien como Blanca. El Saale, el Sree, el Sude y el Tauber, reza Nicolás como si fuera letanía, y en su interior empieza a resonar un rumor que viene de otro lado y que se lo va llevando. Ese mismo día, al regresar el matrimonio a casa después del paseo a ese río que para Blanca es el Dulce y que en cambio para Portulinus es el listado entero de los ríos de Alemania, Eugenia, la menor de sus hijas, taciturna criatura, hermosa y pálida y en flor de pubertad, les comunicó la noticia de que durante su ausencia había venido buscando a padre, a pie desde Anapoima, un muchacho que deseaba tomar lecciones de piano, y si Portulinus le preguntó entonces a su hija menor ¿Qué muchacho?, fue más por mera deferencia hacia ella, Eugenia la tristonga, Eugenia la obnubilada, la siempre en otra cosa, y el hambre que a esa hora lo acosaba lo llevó a interesarse más por el olor a pernil que salía del horno que por conocer la respuesta de su hija sobre quién era aquel muchacho que había venido a preguntarlo, respuesta que sería vaga según se sabía de antemano, porque vagos eran todos los decires de esa hija, y en cuanto a Blanca, la madre, se supo por lo que después habría de escribir en su diario que a todas éstas se hallaba ya en la cocina, ocupándose del pernil asado e ignorante de aquel diálogo. Contrariamente a lo esperado, Eugenia le respondió a su padre con una viveza inusual en ella, Un muchacho rubio y bonito, con un morral a la espalda. Portulinus, afable y hospitalario siempre y cuando no estuviera raro —¿y además cómo no ser afable con un muchacho rubio y bonito que llega cansado después de un viaje a pie desde Anapoima?—, preguntó si la hija había invitado a aquel visitante a entrar, si le había ofrecido al menos una limonada, pero no, el muchacho no había aceptado nada; sólo había anunciado que si el profesor de piano no estaba, entonces volvería mañana. No siendo otro el asunto, la familia se sentó a la mesa en compañía de Nicasio, el mayordomo de la gripa perenne, de la esposa de éste y de un par de comerciantes de Sasaima, y fue servido el pernil de cerdo con papas criollas y verduras al vapor. Portulinus estuvo aterrizado y encantador y a cada uno de los presentes le hizo un minucioso interrogatorio sobre el estado de su salud, y en medio de la conversación bulliciosa y del ajetreo de bandejas y jarras que iban y venían a lo largo de la mesa, la niña Eugenia contó, sin que le prestaran atención, que el muchacho rubio traía entre el morral unos soldaditos de plomo. Me permitió jugar con ellos mientras esperaba a que ustedes llegaran, les dijo Eugenia pero no la escucharon, y los ordenamos en triple fila por el corredor y él silbaba marchas marciales y decía que habíamos montado un gran desfile militar, además me dijo que esos soldados eran sólo unos cuantos que había traído consigo por ser sus favoritos, pero que en casa, en Anapoima, había dejado muchísimos más.
¿Quién está afuera, madre?, pregunta Agustina, ¿quién está afuera, Aminta? Habla de su primera casa, la de antes de que la familia se mudara al norte, la casa blanca y verde del barrio Teusaquillo, sobre la Avenida Caracas, y afuera hay alguien y no quieren decirle quién es. El bus del colegio pasa a recogerme temprano por la mañana, hace sonar la bocina y la tía Sofi se ríe y dice Ese pobre bus muge como una vaca enferma. ¿Dónde están mis cuadernos, Aminta, dónde están mis lápices? Pero no me dejan salir, no quieren abrir el portón, miran a través de la mirilla entornada, algún día tenía que suceder que hasta Aminta tuviera miedo de algo. ¡Señor leprosito, hágase a un ladito para que pase la niña!, grita la tía Sofi, que todavía no vive con nosotros pero que es la única que sabe solucionar las cosas, A un ladito, por favor don leprosito. Suéltame, tía Sofi, que me voy para el colegio, pero ella me retiene con su abrazo, me tapa la cabeza con su suéter de orlón blanco, ese que tenía perlas falsas en vez de botones, y así salimos a la calle rapidito, para que yo no vea. ¿Para que no vea qué? ¿Para que no vea a quién?, pero ya no está por aquí la tía Sofi para responderme. Pues para que no vea al leprosito, me dice Aminta, ¿quién es, acaso? Un pobre enfermito. ¿Y por qué no puedo verlo? Su mamá dice que no debe verlo, porque se impresiona. Es muy horrendo el pobre, blanquiñoso como un muerto, con la piel podrida y un olor a cementerio que le sale de la boca. Mi cabeza ha logrado escapársele al suéter de la tía Sofi y mis ojos lo han visto, un poco, o sueñan con él en la noche, es un bulto sucio y sostiene en la mano un trozo de cartón con un letrero. Son letras mal escritas, como de niño que todavía no aprende, letras de pobre: mi madre dice que los pobres son analfabetos. Eso es sucio, niña, ¿qué cosa es sucia? Ya sé la respuesta, es sucio todo lo que viene de la calle. Pero yo quiero verlo, tengo que verlo, el leproso ha escrito algo para que yo lo lea. ¿Qué dice ahí, Aminta? ¿Qué dice ahí, madre? ¿Alguien puede leerme lo que está escrito en su cartón sucio? Que le den limosna porque viene de Agua de Dios, eso me responden pero no les creo. ¿Qué es Agua de Dios? Apúrate, Agustina, que te deja el bus, Que me deje, yo quiero saber qué es Agua de Dios, Ahora móntate al bus y después te explico, Explícame ya mismo, Agua de Dios es el lazareto donde mantienen encerrados a los enfermos de lepra para que no se vengan a la ciudad a contagiar a la gente. Entonces por qué está aquí, por qué vino a pararse frente a la puerta de mi casa, no mi casa de ahora sino la de antes, ¿se escapó de Agua de Dios para venir a buscarme? Ahora sé que mi padre coloca trancas y candados en la noche para que no se nos cuele el contagio de Agua de Dios con sus carnes blancas y hediondas que se caen a pedazos. Dime Aminta, cómo es, a qué huele su olor, ¿quién dice que tiene la muerte pintada en la cara? Yo quiero saber qué ven las cuencas vacías de sus ojos, ¿se le vuelven de cera los ojos y se le derriten? Dice Aminta que los ojos se le deshacen en pus, ¡calla, loca, no digas esas cosas! Mami, Aminta me mete miedo con el leproso, te van a echar, ¿oíste, Aminta?, por embustera; mi mami dijo que te iba a echar del trabajo si seguías asustando a los niños. Ya no tengo que preguntárselo a nadie porque ya lo sé: tengo el Poder y tengo el Conocimiento, pero aún me falta la Palabra. Creen que no entiendo pero sí entiendo; le conozco la cara a eso que es horrible y que espera en lo oscuro, al otro lado de la puerta, quieto bajo la lluvia porque se escapó de donde lo tenían encerrado, y que espía con sus ojos vacíos hacia el interior de nuestra casa iluminada. ¡Apaga las luces, Aminta!, pero ella no me hace caso. Nuestra casa de antes, aquella blanca y verde de la Avenida Caracas donde nacimos mis dos hermanos y yo; estoy hablando de los tiempos de antes. Después de que mi padre cierra los postigos yo voy tapando con el dedo, uno por uno, todos los agujeros que hay en ellos, porque mi madre dice que lo que sucede en las familias es privado, que nadie tiene por qué andar metiendo las narices en lo de uno, que los trapos sucios se lavan en casa. Frente al Leproso mis poderes son pequeños y se van apagando como una llamita que ya no alumbra casi nada. ¿Acaso sabe él que al final va a salir victorioso? ¿Acaso sabe que un día mi padre se va a largar y ya no va a estar aquí para cerrar con llave? La hora del leproso es la de nuestro abandono, Ay, padre, dame la mano y vamos a cerrar las puertas, que si escapó de Agua de Dios es porque ya sabe. ¡Señor leprosito, hágase a un ladito para que pase la niña! No me gusta, Aminta, no me gusta que la tía Sofi grite tan fuerte esa palabra, la niña, porque ésa soy yo, y si él aprende a nombrarme me contamina, se vuelve dueño de mi nombre y se me cuela adentro, llega hasta el fondo de mi cabeza y ahí hace su cueva y se queda a vivir para siempre, en un nido de pánico. En el fondo de mi cabeza vive un pánico que se llama Lepra, que se llama Lazareto, que se llama Agua de Dios, y que tiene el don de ir cambiando de nombres. A veces, cuando hablo en Lengua, mi pánico se llama La Mano de mi Padre, y a medida que voy creciendo me voy dando cuenta de que hay otros acosos. Los agujeritos que atraviesan los postigos de mi casa son redondos, astillados en los bordes, como ojos con pestañas sobre la cara verde de la madera. ¿Qué son esos agujeritos, madre? ¿Qué son esos agujeritos, padre? Siempre me responden No es nada, No es nada. O sea que los postigos tienen agujeros y ya está, es lo propio de ellos, como tener ojos las personas. Una noche, durante la ronda de las llaves a la hora de nona, mi padre me confiesa que han sido los francotiradores del Nueve de Abril. Yo comprendo sus palabras: los francotiradores del Nueve de Abril han abierto esos agujeros en los postigos de nuestra casa. ¿Y con qué los abrieron, padre?, Con sus disparos, ¿dispararon contra nosotros?, No, contra la gente, me dice, pero no añade una palabra más. ¿Contra cuál gente, padre? La gente, la gente, las cosas son como son y no hay para qué estar hablando de ellas. ¿Y tuvimos miedo?, le pregunto entonces y él me responde que yo no había nacido cuando sucedió eso. Va creciendo el número de los seres dañinos contra los que debemos protegernos, los leprosos de Agua de Dios, los francotiradores del Nueve de Abril, los estudiantes con la cabeza rota y llena de sangre, y sobre todo la chusma enguerrillada que se tomó Sasaima ¿y que mató al abuelo Portulinus, madre? ¿Al abuelo Portulinus lo mató la chusma? No, el abuelo Portulinus abandonó a la abuela Blanca y regresó solo a Alemania. Hay otros acosos que mi miedo va reconociendo porque no sabe quedarse quieto; mi miedo es un animal en crecimiento que exige alimentación y que se va tragando todo, empezando por la hermana y la madre de Ben-Hur, que se vuelven leprosas y van por ahí muertas de la vergüenza y escondiéndose de la mirada de las gentes en un patio abandonado donde las hojas son barridas por el viento. Y también Mesala, el enemigo de Ben-Hur, al que le pasan por encima a galope tendido los cascos de los caballos y las ruedas de los carros durante una carrera de aurigas, dejándolo convertido en el peor guiñapo sanguinolento que uno pueda imaginar. La sala de cine estaba casi vacía durante el matiné y yo no me atrevía ni a moverme en la butaca, era Aminta quien me acompañaba, creo, porque esa tarde mi madre estaba enferma, Deja en paz a tu madre que está deprimida, decía la tía Sofi que todavía no vivía con nosotros, y yo veo a Mesala convertido en guiñapo y a esas dos mujeres de piel blanquecina y reventada en ampollas que se cubren con mantos y con harapos. Aminta me dice No se asuste, niña, ésas son cosas de la Biblia. Pero es que yo le temo a la Biblia, me parece un libro pavoroso; mi madre, que es piadosa, ha puesto una en cada dormitorio pero yo por las noches saco la mía y la dejo encerrada en el garaje, porque sus páginas están llenas de leprosos. Por mucho que esas dos mujeres se tapen, las delata el hedor de sus llagas y por eso se refugian en el patio abandonado de esa casa que antes fue de ellas, cuando estaban sanas, y que fue lujosa. También mi vieja casa del barrio Teusaquillo tenía un patio en el que hoy no vive nadie, y yo le pregunto a mi padre si en ese patio las hojas secas se estarán arremolinando. Mi madre dice que hasta nuestra casa nueva no va a llegar la chusma amotinada que viene del sur, pero sé que sí puede llegar porque yo la traigo en el recuerdo, o en el sueño, y todos los sueños vienen de muy atrás, de tiempos de la Biblia. La tía Sofi fue a protestar al colegio, No le lean esas cosas a la niña porque no las entiende y ya tiene la cabeza atiborrada de burradas, así les dijo y yo lo repito porque me suena bonito, con muchas erres, me río cuando lo recuerdo porque reconozco que es cierto, desde pequeña he sido una que vive así como dijo la tía Sofi, con la cabeza atiborrada de burradas. En el colegio le dijeron que era la formación espiritual y que en clase de religión era obligatorio leer esas cosas. No te preocupes, mami, yo sé que a nuestra casa no van a poder entrar, ése es el mensaje que todas las noches me transmite la mano idolatrada de mi padre. ¿Y si mi padre se larga? Cuando se largue va a empezar el gran pánico. A la mañana grito para que Aminta me traiga el desayuno a la cama, en la bandeja de plata, como le ha enseñado mi madre. Jugo de naranja, leche caliente con Milo, pandeyucas, huevo tibio; Aminta me trae cosas que son buenas. Pero trae también la noticia: Ese señor ha estado parado toda la noche frente a la casa, esperando. No me mientas, Aminta, ¿acaso viste el hueco horrendo que tiene en vez de boca? ¿Viste sus brazos en carne viva? Dime, Aminta, dime qué dice su letrero, cómo voy a defenderme de él si no entiendo su mensaje. Creo haber soñado con su voz podrida que entraba por mi ventana para decirme Yo soy enfermo del mal de Lázaro. ¿Quién era Lázaro, madre? Leonorita Zafrané, la profesora que hace la vigilancia en los recorridos del bus del colegio, jura que también ella ha visto al leproso parado frente a mi casa. También a ella le pregunto qué está escrito en su cartón pero tampoco sabe y en cambio me reprocha, Eres injusta con la madre y con la hermana de Ben-Hur, me dice, porque al final a ellas Cristo Redentor les hizo el milagro de la sanación. ¿Entonces ya no se arrastran en las noches por entre las hojas secas del patio? No, ya no. ¿Ya no se esconden en el patio de mi vieja casa de Teusaquillo? No, eso nunca, eso te lo inventaste tú, que inventas demasiadas cosas. Gracias, Leonorita Zafrané, muchas gracias por sacarme esa burrada de la cabeza, mi problema, Leonorita, es que tengo la cabeza atiborrada de burradas. Esta tarde vamos mi madre, el Bichi y yo en nuestro Oldsmobil amarillo con capota negra, ella manejando y nosotros dos sentados en el asiento trasero. Nos gusta montar en el Oldsmobil porque sus ventanas de vidrios polarizados se abren y se cierran con sólo apretar un swichecito automático, y porque huele a nuevo. Está recién comprado, es último modelo. Hay mucho tráfico, el trancón de autos no nos deja avanzar y entonces mi madre se vuelve rara, habla mucho y muy rápido. Hace calor, mami, déjame abrir la ventana, pero ella no me deja. ¿Por los raponeros? Sí, por los raponeros. El otro día a mi tía Sofi un raponero le arrancó de un tirón su cadena de oro y le lastimó el cuello, La cadena es lo de menos, le dijo mi padre cuando se enteró de lo que había pasado, a eso se le encuentra reemplazo, Pero de la cadena llevaba colgada la medalla del Santo Ángel que fue de mi madre, protestó la tía Sofi que sólo estaba de visita porque todavía no vivía con nosotros, Pues te vamos a regalar una idéntica, le aseguró mi padre, Ni te sueñes, lo contradijo mi madre, esa medalla era una morrocota antigua, dónde vamos a conseguir otra como ésa, No importa, dijo mi padre, por ahora lo urgente es que se haga ver de un médico porque le dejaron un rasguñón feo y se le puede infectar. En el cuello de la tía Sofi quedaron pintadas dos de las uñas del raponero, todavía tiene las marcas y mi papi le dice que es el mordisco de Drácula, en cambio ya no tiene su Santo Ángel ni su cadena de oro y hoy no viene con nosotros en el Oldsmobil, pero de todos modos llevamos las ventanas bien cerradas a pesar del calor, por si acaso. Es que me mareo, mamá, si no entra el aire, Pues aunque estés mareada no abras la ventana. El Oldsmobil queda atrapado en un nudo ciego de coches que no pueden echar ni para atrás ni para adelante. Mi madre revisa una vez más si los seguros de las puertas están puestos; ya lo ha hecho varias veces pero vuelve a hacerlo. ¿Estás enojada, madre?, le pregunto porque cuando el Bichi y yo hacemos ruido se irrita, pero dice que no, que no es eso, y ordena que nos pasemos para el asiento de adelante, al lado de ella. Tápense los ojos, niños; con las dos manos tápense bien los ojos y prométanme que no miran, pase lo que pase. Nosotros obedecemos. Ella nos sujeta con toda la fuerza de su brazo derecho mientras maneja el timón con el izquierdo; no nos deja levantar la cabeza y nosotros no podemos ver lo que sucede afuera. Pero podemos escuchar los gritos en la calle, los gritos que se acercan, y sabemos aunque no la veamos que hay gente que pasa junto al auto gritando. ¿Qué pasa, madre? Nada, no pasa nada, dicen sus palabras pero su voz dice todo lo contrario. Ahora nos ha ordenado permanecer abajo, acurrucados contra el piso del carro, donde se ponen los pies, y aquí sólo puedo ver los cuadros de la falda escocesa de ella, los pedales, los tapetes que son grises, una moneda caída, alguna basura, los zapatos del Bichi que son rojos y casi redondos de tan pequeñitos, como unas rueditas. El zapato de mi madre tiene el tacón muy alto y aprieta un pedal y luego el otro y otra vez el primero, acelera y frena, acelera y frena y yo escucho el latir de su corazón, el tictac de mi propio pavor y unas palabritas que va diciendo el Bichi, que va contento aquí abajo jugando con la moneda que encontró debajo de la silla. Yo lo abrazo muy fuerte, Sigue jugando, Bichi Bichito, que no te va a pasar nada, mis poderes me dicen que estás a salvo, y le juego con la moneda para que se distraiga, pero sé que están pasando cosas. ¿Qué pasa, madre? No pasa nada. ¿Entonces podemos salir ya y sentarnos en el asiento? No, quédense allá abajo. Mi madre quiere protegernos, de algo, de alguien, me doy cuenta de eso, sé que alrededor de nosotros ocurren cosas que ella puede ver, y yo no. Son los leprosos, ¿no es cierto, madre? Cómo se te ocurre, valiente disparate. ¿Se escaparon de Agua de Dios y ya están acá? Mi madre me ordena que no diga tonterías porque asusto a mi hermanito. ¡Pero si ya está asustado y está llorando! Yo sé que han sido los leprosos aunque más tarde, ya en casa, ya por la noche cuando todo ha pasado, mi padre me repite mil veces que lo de hoy por la calle ha sido una protesta de los estudiantes contra el gobierno. No importa lo que me digan, yo no les creo, y al otro día mi padre me muestra las fotos de la revuelta estudiantil que publicaron los diarios, pero ni por ésas le creo. Mi padre intenta explicarme que mi madre no quería que mi hermanito y yo nos impresionáramos y que por eso ha impedido que viéramos a los estudiantes que pasaban corriendo y sangrando por entre los automóviles con las cabezas rotas a culatazos. Pero yo sé que no es así, sé que los leprosos han llegado por fin. Miles de leprosos han abandonado Agua de Dios y han invadido a Bogotá, Santa Mano de mi Padre, protégeme de la invasión de los leprosos. Aunque sé que no hay que fiarse demasiado de esa Mano.
Aguilar a duras penas logra pegar el frenazo para no atropellar al mendigo que de buenas a primeras sale de la lluvia y se le atraviesa a su camioneta, Pero qué mierda hace este loco suicida, por poco lo mato y el corazón me patea del sobresalto pero según parece a él toda la escena le importa un bledo, simplemente hace parte de su rutina y de los gajes de su oficio, y sin que yo sepa a qué hora ya está metiendo por mi ventanilla una mano mendicante, Dame para un cafecito, hermano, que el frío está berriondo, me tutea como si dos segundos atrás yo no hubiera estado a punto de cargármelo con el auto, y parece muy satisfecho él, digamos que hasta orgulloso de haber logrado su cometido pragmático y premeditado de detenerme a la brava para poder pedirme una limosna: aquí estás otra vez, demencia, vieja conocida, zorra jodida, reconozco tus métodos camaleónicos, te alimentas de la normalidad y la utilizas para tus propios fines, o te le asemejas tanto que la suplantas. Cuando mi hijo Toño tenía siete años me preguntó una vez, ¿cierto, papá, que uno es loco por dentro? Ahora que le doy vueltas a su pregunta, recuerdo un detalle del día en que conocí a Agustina. Quiero decir personalmente, porque en ese tiempo era conocida por todo el país como la vidente que acababa de localizar mediante telepatía a un joven excursionista colombiano que andaba extraviado desde hacía días en Alaska, y que como tenía la característica de ser el hijo del entonces ministro de Minas, había acaparado día tras día la atención de la prensa mientras duró la misión de su rescate, que fue coordinada a dos bandas entre un grupo de marines allá en los hielos perpetuos y ¡oh!, quién si no Agustina Londoño acá en Santa Fe de Bogotá, dando pistas parapsicológicas, clavando los alfileres de su intuición en un mapa de las regiones árticas y emitiendo pálpitos paranormales desde el propio despacho del ministro de Minas. Como al muchacho refundido al final lo encontraron, todo el país, empezando por el gabinete ministerial en pleno, ardió en fervor patriótico como si hubiéramos clasificado para la Copa América y la prensa no dudó en atribuirle la totalidad del éxito al poder visionario de Agustina, minimizando tanto los designios de Dios como los esfuerzos de los marines, que fueron a fin de cuentas quienes lo rescataron vaya a saber de qué iglú, alud, glaciar o inconveniente boreal. Pocos días después del desenlace, que fue para Agustina algo así como un magna cum laude en ciencias adivinatorias, me la presentaron a la salida de un cineclub. Sólo me dijeron Ella es Agustina y yo, que no até cabos con la historia aquella de Alaska, sólo vi a una Agustina cualquiera, eso sí muy bella, que hablaba hasta por los codos asegurando que era extraordinaria la película que acabábamos de ver y que a mí me había parecido pésima, y lo primero que pensé, antes de que me aclararan de qué Agustina se trataba, fue Qué muchacha tan linda pero tan loca. Y sin embargo la palabra loca en ese momento no tuvo para mí resonancias negativas. En los días que siguieron pude ir constatando que Agustina era dulce y era divertida y que, según la patología descubierta por mi hijo Toño, era loca por dentro; Agustina, toda de negro, andaba vestida medio de maja, medio de bruja con mantillas de encaje, minifaldas asombrosamente cortas y guantes recortados que dejaban al aire sus largos dedos de blancura gótica; Agustina se ganaba la vida leyendo el tarot, adivinando la suerte, echando el I Ching y apostando al chance y a la lotería, o eso decía pero en realidad se mantenía de la renta mensual que le pasaba su familia; Agustina tenía el pelo muy largo y era medio hippy y era medio libre; Agustina fumaba marihuana y viajaba cada primavera con su familia a París y odiaba la política y aturdía a quienes la admirábamos con un perfume bárbaro y audaz que se llama Opium; Agustina vivía sola y en su apartamento no tenía muebles sino velas, cojines y mandalas trazados en el piso; recogía gatos callejeros y era una mezcla inquietante de huérfana abandonada e hija de papi, de niña bien y nieta de Woodstock. Mientras que yo, un profesor de clase media, dieciséis años mayor que ella, era marxista de vieja data y militante de hueso colorado y por tanto desdeñaba la locura chic en sus versiones tipo ¡Ay, qué locura!, No seamos locos o Hicimos la cosa más loca, y me sentía incómodo con lo que dio en llamarse el realismo mágico, por entonces tan en boga, porque me consideraba al margen de la superchería y de la mentalidad milagrera de nuestro medio, y de las cuales Agustina aparecía como exponente de lujo. Y sin embargo bastó con que ella me hiciera reír, porque era aguda y era irreverente; bastó con que me tomara la mano entre las suyas para leerme las líneas de la palma y me preguntara por qué me azotaba tanto si yo era un bacán y un tipo chévere, queriendo decir con eso que por qué me tomaba las cosas tan a pecho. Bastó con que me llamara viejo porque fumaba Pielrrojas, porque usaba argolla matrimonial y hablaba de lucha de clases; bastó con que me puyara con que no había proleto —ésa fue la palabra que usó— que no dijera, como yo, cabello en vez de pelo y rostro en vez de cara y que no usara pantalones como los que yo llevaba puestos, de fibra sintética, color chocolate y bota campana. No eran propiamente color chocolate ni tenían bota campana, pero había dado en el blanco con lo de la fibra sintética y es inclemente cuando encuentra una fisura por donde filtrar su burleteo. Bastó con que al soltarme la mano me la dejara impregnada de ese olor penetrante y sensual que yo, que no sé nada de drogas, creí que era el de la marihuana y que cuando se lo dije se volviera a burlar y me aclarara que no era marihuana sino un perfume que se llama Opium, y bastó también con que unos meses después, cuando fui a comprarle un frasco de Opium para llevárselo de regalo, me enterara de que un perfume francés costaba lo que yo me ganaba en la quincena. Bastó con que empezara a decirme Aguilar a secas, borrándome el nombre de un plumazo y dejándome reducido al apellido, pero sobre todo bastó con que una mañana soleada, en el Parque de la Independencia, así no más, sin previo aviso, se inclinara a amarrarme un zapato que llevaba suelto. Estábamos ambos sentados en un banco y yo trataba sin éxito de darle piso real a uno de sus tantos proyectos empecinados y enseguida olvidados, una autobiografía que me había pedido que la ayudara a escribir, y en ésas ella vio que mi zapato estaba suelto, se inclinó y me lo amarró, y cuando le pregunté si una niña de Opium no se desdora al atarle los cordones a un proleto de fibra sintética, me contestó con un mohín, Fue pura demagogia. Pero no, no había sido demagogia y por eso me enamoré; tampoco había sido pleitesía ni sometimiento sino ademán amable y no premeditado de quien ve un zapato desamarrado y se agacha a amarrarlo, sea de quien sea el pie que lo calza. Cuando le comenté a Marta Elena, la madre de mis hijos, de quien ya por entonces andaba separado, que me había prendado de una niña linda porque se había agachado a amarrarme el cordón del zapato, ella me sorprendió al responderme Qué cristiano eres pese a todo. Otra me hubiera tachado de machista pero Marta Elena me conoce bien y sabe que por ahí no va el asunto, a ella no se le escapa el efecto subliminar y fulminante que sobre mí surten los obispos que les lavan los pies a los ancianos, los santos que les ceden su abrigo a los mendigos, las monjas que les dedican sus días a los enfermos, los que dan la vida por algo o por alguien: ese tipo de gesto excesivo o exaltado que hoy día resulta tan anacrónico. Así que bastó con eso, y con su asombrosa belleza, para que yo pensara de Agustina qué loca tan linda y me enamorara de ella perdidamente y hasta el día de hoy, sin sospechar siquiera que la locura, que no era eso que Agustina tenía entonces sino que es esto que tiene ahora, no es para nada linda sino que es pánica y es horrenda.
Cómo te dijera, muñeca Agustina, el Midas busca las palabras para explicarle y pone una cara que no le cuadra, cara como de dolida ensoñación, o de sueños que se han quebrado como platos, déjame hacerte una pregunta, Agustina bonita, ¿tú crees que existe esa maricada que los gringos llaman un winner?, pues si existe, ése soy yo, un ganador nato, un talento natural en el oficio del triunfo, qué mejor testigo de eso que tú, que has salido perdedora de todas las partidas que hemos jugado el uno contra el otro, y sin embargo mírame aquí, mordiendo el polvo de la derrota. La cosa es que a mí la visita del Misterio me dejó muy mal sabor, no me preguntes por qué, si había venido a ofrecerme el negocio del siglo y yo jamás he sido supersticioso porque para eso te tengo a ti, tan linda y tan brujilda, pero tan pronto el Midas McAlister abrió la puerta y vio allí parado a ese pajarraco de mal agüero, ardiendo en fiebre de basuco y corrompiendo el aire con su aliento de chupacadáveres, a él, el rey Midas, el golden boy, el superstar de la sabana, lo invadió de arriba abajo una piquiña incómoda, una sensación de que todo invitaba al mal genio en esa ocasión perversa, Y sobra informarte, Agustina cuchi-cuchi, que a la Araña no se le paró esa noche, primer intento fallido tal como era de prever, crónica de un fracaso anunciado, y la verdad, yo ya quería que dejáramos el jueguito de ese tamaño, pagar mi apuesta desafortunada y decirle a la Araña Ya estuvo suave, viejo Araña, no jodamos más con esa vaina, resígnate a hacer dinero porque las artes amatorias ya te abandonaron, a esas alturas del jolgorio el Midas arrastraba el ánimo por el piso y eso que acababan de ofrecerle un negocio increíble, y sin embargo lo único que sentía era malestar y empalago y ganas locas de irse a la cama, Ganas de irme solito a mi cama a hundirme en un sueño tranquilo y subterráneo con la luz bien apagada y herméticamente cerrados los blinds, blackout absoluto contra el ataque del sol en la mañana, pero el bueno de la Araña, que no se pillaba la razón de mi bajonazo, gimoteaba convencido de que la culpa era suya y no paraba de pedirme perdón por el fracaso, No todo está perdido, Midas my boy, me reconfortaba con un entusiasmo patético y sin fundamento, Te fallé al final pero te juro que estuvimos a milímetros de lograrlo, me insistía el bendito Araña y no lograba sino atizarme la depre, Hubiéramos ganado la apuesta, me aseguraba, si esas dos criaturas que me trajiste no hubieran sido tan desganadas y tan haraganas, la próxima vez tráeme unas hembras de verdad, unas panochas ardientes, no más muñequitas de porcelana que eso me la deja fría. Pero viejo Araña, reviraba el Midas, si te traje a las muchachas tal como las solicitaste, bilingües y modositas y alimentadas con sushi, No del todo, Midas my boy, creo que entre tú y yo hubo bache generacional y vacío de comunicación, se te escapó el detalle de que a los hombres de mi edad nos gustan las hembras contundentes y calientes y me enchufaste un par de anoréxicas de esas que hay que conservar en el freezer, no paraba la Araña de improvisar disculpas para disimular su vergüenza, A los hombres como yo nos gustan papandujas y madurongas, y tú, Miditas, hijo, me saliste con un par de crías desnutridas y desamparadas que estaban buenas para adoptarlas pero no para fornicárselas. No te preocupes viejo Araña que ya nos sonreirán tiempos mejores, así le decía yo, que cuando me conviene puedo ser el hijueputa más lambeculos del mundo, y al mismo tiempo disimulaba la mala leche para no jorobar tamaño business que teníamos pendiente, No te vayas todavía, Arañita, viejo man, deja que yo despache para sus casas al Joaco y al paraco Ayerbe y tú quédate en mi oficina con el Silver un cuartico de hora más, que les tengo razón de Escobar, y cuando les conté la meganoticia a la Araña y al Silver, omitiendo detalles alevosos como que el Patrón los llamaba respectivamente el Tullido y el Informante, a ambos les entró la silenciosa y se quedaron pasmados en sus sillas, quiero decir que al principio como que no les sonó la vaina, les dio por preguntar y por enredarse en dudas, que por qué ahora Pablo nos pide efectivo si siempre nos ha recibido cheques, que por qué nos está buscando otra vez si ha transcurrido tan poco tiempo desde el último cruce, y era fundamentada su reticencia, mi niña Agustina, porque Escobar siempre deja pasar más de seis meses antes de buscarte de nuevo, no por nada él es el Patrón y sabe cómo tiene que rotar a su personal beneficiario, eso me lo sabía yo de memoria y no entiendo cómo lo olvidé, parece que la codicia se las lleva bien con el Alzheimer, lo peor es que el asunto me olió mal desde el principio, pero era tan suculento el botín que opté por desactivar la alarma. A la Araña y al Silver tampoco les sonó del todo así que medio se rascaron la cabeza, medio protestaron con cualquier pretexto, digamos que se quejaron de la dificultad de conseguir tanto billete en rama de la noche a la mañana, actuaban haz de cuenta como quien se gana el premio gordo de la lotería y rezonga porque no sabe qué va a hacer con tanta plata, pero al rato ya se habían sacudido de encima cualquier prevención o prejuicio y se sacaban del bolsillo el Mont Blanc y la libretica Hermes para jalarle a las cuentas, que si consignamos en tal, que si invertimos en cual, y por ahí derecho nos fuimos entregando todos al entusiasmo, y es que al fin y al cabo ganarse ochocientos millones de un solo jalón es cosa que no te sucede a diario. Pero puntuales, mis amores, recuerden que la condición de Pablo es que el dinero esté vivito y coleando y aquí en mi mano a más tardar pasado mañana, les advertí yo al momento de la despedida, ahí en la acera frente al Aerobic’s, ya cerca de las dos de la madrugada, y antes de abordar cada cual su nave nos agarramos a los picos y a los abrazos como si fuéramos colegiales en el día del grado, hermanados los tres en la dulzura del oro cercano. Al otro día el Midas, tal como había previsto, amaneció sin ánimos para levantarse y con la sensación de haber tenido un mal sueño, Soñé que me montaban una persecuta tenaz, una vaina así bien paranoica, no te puedo especificar bien porque fue una pesadilla borrosa, mi reina Agustina, borrosa pero tan fea que me hizo amanecer convaleciente, si es que se puede llamar amanecer eso de abrir los ojos cuando ya el sol va por la mitad del cielo, se me pegaban las cobijas y nada que me soltaban y yo sin saber si se trataba de una gripa de esas asiáticas que quería tomarme por asalto, o si era trastorno por el dineral que me iba a caer encima, o simplemente cagazo de salir mal parado de toda esa historia, o a lo mejor un revoltijo de esas tres cosas; lo cierto es que sólo quería invernar, quiero decir que ni para pararme a orinar me daban las fuerzas, porque sabía que fuera de la cama me iba a ver baboso y ridículo como un miserable caracol sin su concha. Y cuando eso me pasa no me creerás pero me da por pensar en ti, Agustina bonita, y eso viniendo de parte mía debes tomarlo como una declaración de amor berracamente impresionante porque nunca he sido hombre dedicado a cultivar recuerdos, lo pasado siempre se borra de mi disco duro, lo que no es el momento para mí es tierra de olvido, claro que dirás que de qué te han servido en la vida mis declaraciones de amor si en la práctica me comporto como un cerdo, y sin embargo es verdad que pienso en ti cuando estoy solo en mi dormitorio, que es como decir mi templo, y es verdad también que para el caspa que soy, no hay avemaría que valga aparte de tu recuerdo. Por eso a veces me pongo a meditar sobre lo que hubieran podido ser tu vida y la mía si no fueran esto que son, y ese pensamiento me envuelve en la modorra y me va hundiendo en la flojera y ahí sí que menos quiero saber del mundo que se extiende más allá de mi dormitorio, que a fin de cuentas viene siendo mi único reino, muñeca Agustina, tú lo visitaste en tu noche espantosa, después de que armaste el bochinche y que desataste el tierrero que dio al traste con todo, pero estabas tan loquita que no debes ni acordarte, y no creas que te culpo, Agustina vida mía, esa familia tuya siempre ha sido un manicomio, lo que pasa es que a ti se te nota demasiado mientras que tu madre y tu hermano Joaco lo disimulan divinamente, es increíble con cuánta sanfasón cabalga Joaco sobre la locura sin dejar que lo tumbe, como si fuera uno de sus nobles caballos de polo, y en cambio a ti, Agustina chiquita, la locura te lleva de sacudón en sacudón y de porrazo en porrazo, como en rodeo tejano. Pero te estaba hablando de mi dormitorio, porque si el mundo de afuera me quedó grande, en cambio tendrías que verme entre las cuatro paredes de mi cuarto, hasta yo mismo me asombro al comprobar que mi voluntad se extiende por esas ocho esquinas sin trabas ni contratiempos, cuando estoy ahí dentro, con pie firme en mi terreno, parecería que hasta el tiempo se estira o se encoge a mi antojo. Te mostré, Agustina, pero no lo viste, el gran estilo con que todo lo enciendo y lo apago con sólo oprimir un botón de ese juguetico tan sumamente bonito que es el control remoto, me fumo un cachito de marihuana y sostengo mi control remoto como si fuera bastón de mando, desde la cama amortiguo las luces y regulo la temperatura ambiente, pongo a tronar mi equipo Bose, abro y cierro cortinas, preparo café como por arte de magia, enciendo la chimenea con fuego instantáneo, preparo el baño turco o el jacuzzi para desinfectarme en borbotones de agua y cocinarme al vapor hasta quedar libre de polvo y paja, y luego me doy una pasadita por esa ducha especialmente diseñada para mí con múltiples chorros tan poderosos que servirían para apagar incendios pero que esa noche no sirvieron a la hora de calmarte a ti, mi bella niña histericoide, aunque te apliqué alternativamente el agua helada y la recontracaliente. Todo es limpísimo en mi habitación, muñeca Agustina, no sabes cuánta limpieza puede comprar el dinero, y más aún si tu madre es una santa como lo es la mía y como lo es toda madre de clase media, una santa que sabe tararear los jingles de detergentes que salen en la tele y que recoge tu ropa sucia y te la devuelve impecable al día siguiente, lavada y planchada y organizada en rimeros perfectos entre tu clóset. El resto de mi apartamento no me interesa y por eso no intenté mostrártelo siquiera, es inmenso y aburrido y lo he declarado parte de las vastas desolaciones exteriores, deber ser por eso que en la sala aún no he puesto muebles y en el comedor, que compré para doce comensales, no me he sentado a comer ni la primera vez, porque hacerlo solo me produce nostalgia y la idea de tener que invitar a los otros once me da soponcio, pero lo más patético de todo es la terraza, que en el centro de sus ochenta metros cuadrados tiene un parasol de rayas rojas y blancas que hasta ahora no ha protegido del sol a nadie, y alrededor seis palmeras enanas sembradas en macetas que por mí bien pueden crecer hasta el cielo porque me da igual, creo que en esa terraza playera con vista al asfalto no he puesto nunca el pie, o tal vez sí, una sola vez, el día en que visité el apartamento para comprarlo. La sala, el estudio, el comedor grande y el pequeño, la terraza, la cocina, todo eso queda del lado de allá de mis fronteras, para mí la patria es mi dormitorio y la réplica del vientre materno es esa cama king size en la que me acuesto con hembritas lindas a las que ni siquiera les pregunto el nombre, precisamente entre esa cama dormitaba yo la mañana siguiente del encuentro con Misterio cuando a eso de las diez sonó el teléfono y me despertó dejándome sentado de un golpe, a mí, que había tomado la decisión inquebrantable de quedarme haciendo pereza entre las sábanas hasta la una de la tarde, levantarme a trotar y luego pegarme un baño de media hora redonda, desayunar con granola y jugo de zanahoria y salir hecho un tigre a conseguir el dinero para Pablo. Pero sonó el teléfono y era la voz de la Araña que le soltaba un Vente ya para mi oficina que te tengo que contar un chisme, Hombre, Arañita, dime la vaina por entre el tubo que no estoy de humor para levantarme, pero la Araña con su mejor tono de ministro sin cartera le hizo saber que el asunto era privado y prioritario y el Midas salió volando a su encuentro, renunciando al jogging y a la granola y a la ducha eterna por temor a que hubiera algún impedimento para conseguirle la plata a Pablo, y cuando el Midas llegó, la Araña le sirvió un whisky, lo metió a una sala de juntas donde no había gente y ahí solos los dos, sentados al extremo de la mesa kilométrica, se le arrimó como para susurrarle al oído algún secreto, el Midas de verdad creyó que la Araña le iba a decir que no le jalaba al asunto con Pablo y se echó a temblar, esa posibilidad lo aterraba más que nada en el mundo, primero porque la apetencia de esa ganancia espléndida ya había hecho nido en su pecho y segundo por miedo a la revancha, porque es bien sabido que el Patrón no admite un no por respuesta. ¿Sabes cuándo fue?, le preguntó la Araña insuflándole entre la oreja su aliento espeso y el Midas, despistado, Cuándo fue qué cosa, Pues cuándo fue que estuve a punto de lograrlo, De lograr qué cosa, Arañita querido, no prolongues el suspenso, Pues qué va a ser, dormilón atolondrado, te pregunto si sabes cuándo estuve a punto de lograr una erección anoche. Y yo no podía creer que el tipo me hubiera sacado de la cama y obligado a ir hasta allá por semejante cretinada, así que le dije Claro que lo sé, viejo podrido, casi se te para cuando supiste todo lo que te ibas a ganar con Escobar, Estoy hablando en serio, Midas my boy, ¿sabes cuándo fue? El día de san Blando que no tiene cuándo, hubiera querido responderle el Midas pero en cambio se armó de paciencia y le preguntó en plan cómplice, A ver, viejito querido, confiésame cuándo fue. Entonces la Araña le contó que esa noche había tenido un amago de erección cada vez que una de las chiquitas le hacía maldades a la otra, ¿quieres decir cuando le daba las nalgadas y eso? Sí, eso, cuando le hacía así y así con el rejito ese, lástima que fuera de mentirijillas, y la Araña le comunicó al Midas que para el segundo intento de Operación Lázaro quería que se especializaran en ese ladito rudo, pero esta vez en serio, sin tanto teatro y sin tanto juguete. ¿Debo entender entonces que quieres que te consiga una masoquista profesional, de esas de cueros negros y cadenas y tal? Debes entender lo que te dé la gana, Miditas, hijo; yo te doy la orientación general y tú te ocupas de los detalles, lo único que te aclaro es que desde anoche se me han despertado unas ganas locas de ver una hembrita que sufra en serio. De acuerdo, dije yo por seguirle la corriente, pero para mis adentros, niña Agustina, tomé la decisión de montar la sesión en privado, sin tener de testigos a Joaco, ni a Ayerbe ni al gringo, para que no se enteraran del nuevo fracaso. Porque no era cosa de quemar así el segundo cartucho, que a fin de cuentas sería el penúltimo, y si bien el Midas había casado aquella apuesta a sabiendas de que iba al muere y sólo por divertirlos un rato, en el fondo tener que perder le emberriondaba el genio, Es que Agustina, nena, apuesta es apuesta y al final no quieres perderla por estúpida que sea. Tú me miras de frentolín con esos ojazos negros que tienes, Agustina bonita, y piensas que si le seguí la idea a la Araña no fue por ganar la apuesta, sino más bien por obsecuencia. ¿Por qué no le canté a la Araña la verdad, por qué no le dije que su pobre pájaro no se le iba a parar ni con grúa y que además el jueguito ese ya no le hacía gracia a nadie? ¿Estás pensando que fue por la misma razón de siempre y que si una y otra vez le hago caso a la Araña es porque soy incapaz de romper el hechizo que sobre mí ejercen él y todos los old-moneys? ¿Porque aunque trate de disimularlo mi admiración por ellos es superior a mi orgullo, y por eso tarde o temprano acabo haciéndoles de payaso? Si me sueltas a bocajarro ese rollo moralista, Agustina chiquita, si me dices que mi peor pecado es la obsecuencia, con el dolor de mi alma tendré que aceptarlo porque es estrictamente cierto; hay algo que ellos tienen y yo no podré tener aunque me saque una hernia de tanto hacer fuerza, algo que también tienes tú y no te das cuenta, princesa Agustina, o te das cuenta pero eres suficientemente loca como para desdeñarlo, y es un abuelo que heredó una hacienda y un bisabuelo que trajo los primeros tranvías y unos diamantes que fueron de la tía abuela y una biblioteca en francés que fue del tatarabuelo y un ropón de bautismo bordado en batista y guardado entre papel de seda durante cuatro generaciones hasta el día en que tu madre lo saca del baúl y lo lleva donde las monjas carmelitas a que le quiten las manchas del tiempo y lo paren con almidón porque te toca el turno y también a ti te lo van a poner, para bautizarte. ¿Entiendes, Agustina? ¿Alcanzas a entender el malestar de tripas y las debilidades de carácter que a un tipo como yo le impone no tener nada de eso, y saber que esa carencia suya no la olvidan nunca aquéllos, los de ropón almidonado por las monjas carmelitas? Ponle atención al síndrome. Así te hayas ganado el Nobel de literatura como García Márquez, o seas el hombre más rico del planeta como Pablo Escobar, o llegues de primero en el rally París-Dakar o seas un tenor de todo el carajo en la ópera de Milán, en este país no eres nadie comparado con uno de los de ropón almidonado. ¿Acaso crees que tu familia aprecia a un hombre como tu marido, el bueno del Aguilar, que lo ha dejado todo, incluyendo su carrera, por andar lidiándote la chifladura? Pero si tu familia ni siquiera registra a Aguilar, mi reina Agustina, decir que tu madre lo odia es hacerle a él un favor, porque la verdad es que tu madre ni lo ve siquiera, y a la hora de la verdad tampoco lo ves tú, no hay nada que hacer, así se sacrifique y se santifique por ti, Aguilar será siempre invisible porque le faltó ropón. ¿Y yo?, pues otro tanto mi reina, ante mí se arrodillan y me la maman porque si no fuera por mí estarían quebrados, con sus haciendas que no producen y sus pendentifs de diamantes que no se atreven a sacar de la caja fuerte por temor a los ladrones y sus ropones bordados que apestan a alcanfor. Pero eso no quiere decir que me vean. Me la maman, pero no me ven. El Midas le dice a Agustina que le va a ahorrar los detalles del capítulo siguiente de Operación Lázaro porque fue un asunto sórdido, que basta con asegurarle que en esa segunda fase de la apuesta no se esforzó en absoluto, nada de primores ni de sutilezas, simplemente buscó en el periódico un anuncio sadomasoquista, agarró el teléfono y contrató a una cabaretera que por golpe de ingenio se hacía llamar Dolores y que tenía montado con su chulo un numerito a domicilio de tortura moderada, le negoció la tarifa, le fijó fecha y se desentendió. En la noche señalada llegó al Aerobic’s Center la Dolores con su verdugo, sus aperos y sus instrumentos de castigo y la cosa era deplorable, mi linda Agustina, como de circo de pueblo, ella una mujer rutinaria y sin inspiración, lo que se llama una burócrata del tormento, y él un saltimbanqui de pelo engominado y traje de gala color vino tinto, te juro princesa que lo único que yo sentía al verlos era desolación, así que el Midas cumplió con encenderles todas las luces del gimnasio, los dejó allá abajo haciendo su performance ante la Araña y esos dos escoltas, el Paco Malo y el Chupo, que lo siguen como malas sombras, se subió a su oficina, tomó la calculadora y se puso a echar cifras porque ya por entonces hacía un par de días le habían mandado todo el dinero a Escobar a través de Misterio y estaban esperando a que se les cumpliera el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Te dije que la mujer aquella del show S&M se llamaba Dolores, retén en mente ese nombre, Agustina bonita, porque la mala estrella de la Dolores nos está jodiendo con su luz negra.
Sucedió al sexto mes del único embarazo de Agustina, dice Aguilar refiriéndose en realidad a su único embarazo con él, porque antes ya había tenido otro y ese primero había terminado en aborto voluntario, ella misma se lo contó y de paso le soltó el nombre de un Midas McAlister que había sido su compañero de cama; ese nombre, Midas McAlister, se le quedó grabado en la memoria a Aguilar porque no era la primera vez que se lo oía mencionar a su mujer, pero además porque el sujeto sonaba también por otros lados, a lo mejor las páginas sociales de El Tiempo pero sobre todo en las habladurías que lo señalaban como lavador de dólares. Pero a lo que íbamos, retoma el hilo Aguilar, la cosa es que llevábamos cinco meses esperando al niño cuando los médicos nos comunicaron que era probable que lo perdiéramos debido a una preeclampsia. A partir de ese momento Agustina se volvió a dedicar de lleno, como hacía cuando la conocí, a esa retorcida modalidad del conocimiento que tanto fastidio y desconfianza me produce y que consiste en andar interpretando la realidad por el envés y no por el haz, o sea en guiarse no por las señales evidentes y nítidas que le llegan sino por una serie de guiños secretos y manifestaciones encubiertas, que escoge al azar y a los cuales les concede, sin embargo, no sólo poder de revelación, sino además de decisión sobre los acontecimientos de su vida. Los médicos nos dijeron que sólo una quietud casi absoluta podría, eventualmente, hacer que el embarazo transcurriera bien y que se salvara el niño, y mi Agustina, que se aferraba a la criatura con todas sus fuerzas, optó por permanecer día y noche inactiva entre la cama, casi petrificada, temerosa de cualquier movimiento que precipitara la pérdida, y fue entonces cuando empezó a fijarse en los pliegues que se forman en las sábanas. Espera, Aguilar, no te muevas, me pedía al despertar, quédate quieto un momento, que quiero ver cómo amanecieron las sábanas. Al principio Aguilar no entendía nada y se limitaba a observar cómo ella pasaba los dedos por los pliegues y las arrugas del tendido, con inmenso cuidado para no alterarlos, Dice el mensaje que todo saldrá bien y que cuando el niño nazca le voy a poner Carlos en honor a mi hermanito menor, me comunicaba aliviada, y se sumía en una especie de letargo del que yo no lograba arrancarla ni con el desayuno, que todos los días le llevaba a la cama porque me daba cuenta de que eso la reconfortaba. ¿Qué mensaje, Agustina? ¿De qué mensaje me hablas? Del que quedó escrito anoche aquí, en las sábanas. Por Dios, Agustina, ¡qué pueden saber las sábanas! Ellas saben mucho de nosotros, Aguilar, ¿acaso no han estado durante toda la noche absorbiendo nuestros sueños y nuestros humores? No hay que preocuparse, Aguilar, las sábanas dicen que el niño está bien por ahora. Pero las sábanas no siempre nos traían noticias alentadoras, y empezó a suceder cada vez con mayor frecuencia que tras estudiar ese mapa inexistente que ella veía dibujado en la cama, Agustina se echara a llorar, desconsolada. La criatura está sufriendo, me decía entre sollozos y en medio de una crisis de angustia que yo no hallaba cómo calmar, ni echando mano a los exámenes de laboratorio, que indicaban estabilidad, ni recurriendo a la opinión favorable de los médicos, ni apelando al sentido común. Como si se tratara del dictamen de un juez despiadado, los pliegues de las sábanas determinaban el destino nuestro y el de nuestro hijo, y no había poder humano que hiciera reflexionar a Agustina sobre lo irracional que era todo aquello. Para desgracia nuestra, de nada valieron ni los esfuerzos de los médicos, ni la heroica dedicación de Agustina. Perdimos el bebé y eso no hizo sino comprobar el don adivinatorio de las sábanas y consolidar su tiranía sobre nosotros. Pero eso no sucedió inmediatamente. Por el contrario, un par de semanas después de la pérdida, Agustina, que no volvió a mencionar el asunto y que parecía repuesta de cuerpo y alma, se dedicó con bríos a un negocio de exportación de telas estampadas con técnica de batik. Fue una época gozosa en la que el apartamento se convirtió en una fábrica a pleno vapor, y yo me tropezaba con los bastidores, con los rollos de algodón de Bali, con los baldes llenos de aceites vegetales. No podíamos cocinar porque la estufa era el lugar destinado a calentar la cera, así que nos las arreglábamos con sánduches y ensaladas o con pollo asado que pedíamos al Kokorico de la esquina, y para poder bañarnos teníamos que retirar de la ducha metros de tela que escurrían índigo y cochinilla y no sé qué más tinturas orgánicas, y recuerdo con particular horror una masa pegotuda y amarilla que Agustina llamaba kunyit; el famoso kunyit se quedaba pegado en todo, en las suelas de los zapatos, en las tesis de mis estudiantes, en los tapetes, sobre todo en los tapetes, cuando el kunyit atacaba a un tapete, había que darlo por muerto. Esa del batik ha sido una de nuestras mejores épocas. Porque tú andabas radiante, Agustina, inventando diseños y ensayando mezclas de colores; te pintabas un punto rojo en la frente, te envolvías en saris, en sarongs, en pashminas y en pareos y escuchábamos todo el santo día discos de Garbarek, de Soeur Marie Keyrouz y de Ravi Shankar, ¿te acuerdas, Agustina, de Paksi?, la tal Paksi, esa vendedora de artesanías de Java que parecía boyacense pero que se decía nacida en Jogykarta, esa que se ofreció como maestra en la técnica y que después no hallábamos cómo sacarla de casa. Pero a finales de ese año el negocio de batik empezó a hacer agua. Agustina, que había invertido una fortuna en materiales y que no había logrado exportar nada, empezó a entristecerse y a caer en la inactividad, y arrastraba por los suelos un ánimo que no le daba ni para deshacerse de la parafernalia de aquella industria doméstica que seguía invadiendo nuestro espacio, ahora convertida en basura y en lamentable testigo de una derrota. No te preocupes, Agustina mía, que pretender competir con los indonesios en batik era como si ellos quisieran monopolizar la producción de nuestro ajiaco, trataba yo de consolarla restándole importancia al descalabro pero no había nada que hacer, la melancolía seguía tirándola hacia abajo, en picada. Fue entonces cuando Agustina volvió a hablarme del mandato de las sábanas, que esta vez le indicaban que había llegado la hora de buscar un segundo embarazo. Yo le reviré exasperado que me importaba un cuerno lo que dijeran las sábanas, si tú lo deseas, si estás dispuesta a correr otra vez los riesgos, entonces cuenta conmigo y lo intentamos de nuevo, pero te advierto que estoy harto de toda esta historia, que no acepto que hasta para acostarte conmigo tengas que consultarle a las sábanas, o la ouija, o a los santos, pero claro, Agustina no hacía caso, Agustina nunca ha hecho caso, no oía mis reclamos y seguía esperando que de alguna parte le llegaran mensajes e indicaciones sobre cómo actuar y pensar. Era como si hubiera perdido la capacidad de tener una opinión propia, y se dejaba paralizar por el miedo a tomar por sí misma cualquier determinación. Lo único que atinaba a decir era El médico dice…, las sábanas indican…, según el horóscopo…, anoche tú me dijiste…, como tú te niegas…, mi madre opina…, la señora que me echa las cartas… Agustina parecía una autómata, y se aferraba a opiniones ajenas y a señales caprichosas que nos hundían hasta el cuello en un lodazal de indecisiones. Y sin embargo, aquello todavía no era la locura. Y si lo era, se estaba apenas anunciando.
Algunas cosas escapan al control de mi Visión, dice Agustina, porque son más fuertes que mi don de los ojos y ni siquiera las fotos secretas de la tía Sofi tienen poder suficiente para controlarlas, y de todas esas cosas, la sangre es la que más me inquieta. Se refiere a la Sangre Derramada, que la toma por sorpresa y la derrota cada vez que se escapa de donde debe estar, o sea de la parte de adentro de la gente. Cuando va obedeciendo el recorrido de sus circuitos ocultos, la sangre no me preocupa porque es invisible, no tiene olor y no arma escándalo con el torrente de sus muchísimos glóbulos blancos y rojos. Se diría que Dios la creó tranquila y secreta pero eso no es cierto; la sangre, como la leche hervida, siempre está esperando una oportunidad para derramarse y cuando empieza ya no quiere detenerse. Ven, Bichi Bichito, niño pequeñito, ven que te voy a cortar esas uñas que tienes renegras de andar jugando con tierra, y el Bichi, confiado, le extiende la mano a su hermana Agustina; es tan dulce la mano de mi hermano pequeño, es tan bello mi niño con sus rizos negros y es tan indefenso, nos sentamos los dos sobre la cama, con mi mano izquierda sujeto bien la suya y con la derecha sostengo el cortaúñas y él, mientras tanto, con la que le queda libre juega a juntar motas de las que se forman en la colcha de lana, mientras yo le corto las uñas el Bichi está pensando en otra cosa, o quizá no está pensando en nada, como todavía es tan pequeño su pensamiento está lleno de motas así que se olvida de su propia mano mientras Agustina, que es apenas mayor, le corta de un clic la uña del meñique, un poquito de uña que salta y cae al suelo y que es la cosa más diminuta que existe en el planeta, si el propio Bichi es mínimo, cómo será la uña de su dedo meñique. Dice Agustina: creo que por entonces todavía no sabía hablar el hermanito mío. Quédate quieto, bebé, no te muevas tanto, este dedo se llama anular porque aquí es donde se usa el anillo, hago sonar otro clic y salta por el aire ese nuevo filito de luna creciente, Ya van dos uñas, Bichito, no nos quedan sino tres y si no te mueves vamos a acabar muy pronto, este dedo más grande es el del corazón, no sé por qué lo llamarán así, quédate quieto que no me dejas hacer, vuelve a sonar el clic y la primera cosa inesperada es que esta última pizca de uña no brinca en el aire sino que cae redondita y blanda sobre mi falda, la segunda cosa, pero no enseguida sino después del paso de un silencio grande, es el inexplicable alarido que pega el niño Bichi como porque sí, fuera de toda proporción y sin retirar su mano que sigue atrapada entre las mías, su manita todavía regalada y expuesta como si ese grito no tuviera nada que ver con ella, y sólo al rato, pero muy al rato, cuando ya el grito del Bichi se hace intermitente y se convierte en llanto, sólo entonces los ojos de Agustina ven, por primera vez desde que se abrieron al mundo, cómo va saliendo eso que es tibio y rojo y que mancha la colcha, ya el Bichi ha liberado su mano y se la lleva a la cara que también le queda pegajosa y manchada, Déjame ver, Bichi, por favor, trato de mirarle el dedo para comprender qué pasa pero se me nubla la cabeza porque estoy temblando, el miedo me quita los poderes y me asaltan tantas voces que no comprendo ninguna, la peor de las voces, la que más me paraliza, es la que me repite que he lastimado al Bichi, que le he hecho daño, al igual que mi padre, Perdóname, Bichito, te lo suplico, y él me muestra su mano roja de sangre y sus ojos están llenos de lágrimas, Cállate, mi amor, cállate mi niño, si gritas así no me dejas ver nada. A mi mente, que ha empezado a funcionar muy lento, llega una voz pequeña que me revela que esa uña blanda que acabo de cortar no es uña sino que es el pedacito de yema que ahora le falta a su dedo, Yo te lo arreglo, Bichito mi amor, pero no llores así que me van a castigar por haberte hecho daño, y el Bichi trata de no llorar, todavía se queja pero ya muy quedo, es increíble cómo empata su dedo con la yema que ha quedado suelta, se volverían a pegar si no fuera por esta sangre que sigue saliendo, porque esto es la Sangre, Bichi Bichito, esto se llama la Sangre Derramada y ya está llegando a mis oídos la Voz Mayor, la que me advierte Tu hermanito va a morir porque toda la sangre que tiene por dentro se le va a salir por la punta del dedo, entonces ya no me importa que me castiguen ni que el Bichi grite y salgo corriendo a llamar a mi madre porque ante todo no quiero que el Bichi se muera, y según creo recordar lloré toda esa noche y unas manchas de color marrón que quedaron en la colcha fueron testimonio del mal que le hice, y cuando mi hermano Bichi y yo ya éramos más grandes, él seguía un poco mocho del dedo porque la yema nunca le volvió a crecer, le faltaba la puntica del dedo del corazón y todavía debe faltarle, cada vez que pienso en eso lloro, empiezo a llorar y no puedo parar de sólo pensar que de cualquiera hubieras esperado un daño pero no de mí, dondequiera que estés, Bichi, hermanito, qué no daría yo porque no te doliera esa herida que te hice. Después de eso el hilo de sangre volvió a esconderse y a correr por dentro, a la espera de una nueva oportunidad para confundirme y para nublarme el don de los ojos. La Cabrera era un barrio moderno, protegido por calles privadas y celadores envueltos en ruanas que se apostaban durante las veinticuatro horas en garitas con vidrios blindados enfrente de cada casa, y a los niños nunca nos dejaban solos porque ahí estaban para cuidarnos mi madre o Aminta o cualquiera de las otras mujeres del servicio doméstico, o si no la tía Sofi, que ya se había mudado a vivir con nosotros, pero una tarde Aminta se voló a escondidas a ver a su novio y no sabe Agustina qué pasó con los demás adultos pero ella y sus dos hermanos se quedaron solos y alguien timbró a la puerta, No abras, Agustina, no abras, Bichito; nos tenían prohibido abrir la puerta pero me asomé por la ventana y vi que era el celador de los vecinos, tenía puesta su ruana de lana de chivo negro y desde afuera me hizo entender que sólo quería un vaso de agua, Mira, Joaco, es un vigilante y sólo quiere agua, y corrí hasta la cocina a traérsela y abrí la puerta para dársela y él tomó dos sorbos pero la tercera vez que quiso llevarse el vaso a la boca se le cayó al piso y se hizo añicos, luego se recostó un poco contra la pared y se fue escurriendo, debió sentir calor porque se quitó la ruana sin decir una palabra y entonces ya estaba caído en el suelo abrazado a su ruana, el Bichi salió a ver qué pasaba y se paró a mi lado y al rato el señor celador desde el suelo me pidió que por favor le diera más agua, y ya había empezado a suceder aquello: la Sangre se le iba saliendo despacio, abriéndose camino fuera de su cuerpo, y una voz le dijo a Agustina que sólo el agua podría controlar la voluntad de la Sangre que se Derrama, El celador me dijo que le diera agua y yo comprendí sus palabras, me estaba enseñando que no moriría si le daba agua así que corrí a la cocina a traerle otro vaso, Qué haces, le gritó el Joaco y ella, Le traigo más agua porque tiene sed, Qué sed va a tener, si se está muriendo, ¿no ves que lo hirieron y se está muriendo? Pero sí tenía sed, trató de incorporarse y estiró la mano hacia mí, hacia el vaso que yo le entregaba, sus dedos rozaron los míos que todavía guardan el recuerdo de ese roce, pero no agarró el vaso sino que se escurrió de nuevo como de medio lado, despacito también él, igual que su sangre que ya era un gran charco oscuro sobre el mármol blanco de la entrada de mi casa, la punta de los zapatos del Bichi llegaba hasta el borde del charco y yo lo empujé hacia atrás con mi brazo, No toques esa sangre, le dije, pero el Bichi no me obedeció, ¿acaso creíste, hermano, que la sangre era ese día como las aguas del Éstige y que tocarla nos haría invulnerables? Después siguió una tarde muy larga, al principio soleada y cada vez menos hasta que el aire se puso de color violeta y a cada cosa le nació una sombra precisa, como cortada con tijera, y de la montaña empezó a bajar el frío pero yo no lo sentía porque estaba parada a orillas de la sangre de ese hombre, sin poder quitarle los ojos de encima ni moverme, mis ojos muy abiertos y cada vez más penetrantes, como estatua de sal porque la visión de la sangre paraliza mis poderes y me atrapa, ya el Bichi no estaba conmigo ni tampoco el Joaco y hasta el propio celador parecía haberse ido, de él tal vez no quedaban frente a mí sino su cuerpo, su ruana negra y su sangre pero yo seguía ahí, sin moverme, convocada por aquello que estaba sucediendo y que era la muerte de un hombre, por primera vez en mi vida la muerte de un hombre, y en algún momento de esa larga tarde llegaron en una patrulla de la policía dos señores de bata gris, uno de ellos se puso guantes de caucho, se acuclilló frente a ese muerto que ya era como mío de tantas horas que me había pasado mirándolo, o acompañándolo tal vez si es que acaso él se percataba de mi compañía, ya yo conocía de memoria su bigotico ralo y la mirada perdida del ojo que le quedó abierto y los dos zapatos que se le cayeron dejando a la vista sus pies encogidos entre los calcetines como dos caracoles que se retraen al perder la concha, Más adelante en la vida he podido comprobar que es una especie de ley que los muertos pierdan los zapatos. Agustina pensaba, Este muerto es mío porque sólo yo lo acompaño en su muerte, sólo yo estoy aquí con los ojos fijos en sus calcetines que son de color marrón con punticos blancos, y me sorprendo al comprobar que también los muertos usan calcetines; Agustina asegura que en ese momento pensó que los varones se dividen en dos, de un lado los que usan calcetines negros o gris charcoal, como su padre, y del otro lado los demás, que usan calcetines más o menos marrones con punticos claros. El hombre de los guantes de caucho trató de mover al muerto pero él no se dejó, como si prefiriera seguir abrazado a su ruana en esa posición incómoda, entonces el de la bata se puso a buscarle en los bolsillos y encontró un radiecito de pilas que todavía sonaba, con poco volumen pero sonaba, seguía soltando música y propagandas y torrentes de palabras como si el celador todavía pudiera escucharlas y Agustina pensó: El radio es lo único que queda vivo de este hombre. De otro bolsillo le sacaron cuatro monedas y un peine pequeño que el de los guantes metió entre una bolsa de plástico junto con el radio, que ya había apagado para que no siguiera sonando, y luego el otro que estaba con él también se puso guantes, estiró los dedos índice y del corazón de la mano derecha y encogió los otros tres como hacen los curas cuando le echan desde el altar una bendición a los fieles, lo va a bendecir para que no se vaya al infierno, pensé, pero no, no era eso, con los dos dedos de la bendición lo que hizo fue buscarle las heridas a mi muerto, una por una fue metiendo los dos dedos entre ellas mientras decía Arma blanca, axila izquierda, seis centímetros de profundidad; arma blanca, cuatro centímetros, espacio intercostal derecho entre séptima y octava, así fue contando rotos en el cuerpo tendido mientras una mujer de azul que vino con ellos anotaba en su libreta hasta que llegaron a nueve y dijeron: Nueve heridas de arma blanca, una le interesó el hígado. Los dos hombres y la mujer se movían, iban a la patrulla y volvían, pisaban la sangre del celador y dejaban las huellas de los zapatos pintadas en rojo sobre el mármol de la entrada, hasta que mi padre y mi madre regresaron a casa al mismo tiempo pero en distintos autos y armaron un tremendo escándalo, Agustina podía escuchar sus palabras pero no las comprendía, Que cómo así, que los niños no pueden ver eso, Joaco, Agustina, Bichi, se van enseguida cada cual para su cuarto, Cómo es posible que no estén ni Aminta ni Sofi y qué irresponsabilidad es ésta. Padre, fueron nueve heridas de arma blanca, Madre, fueron nueve heridas de arma blanca, nosotros tratábamos de contarles lo del radiecito y lo del vaso de agua pero ellos no querían escucharnos, Padre, qué quiere decir le interesó el hígado, Madre, dónde queda el hígado, pero mi padre cerró con doble llave la puerta de casa con nosotros adentro y mi muerto quedó afuera, nunca supe cómo se llamaba y no dejo de preguntarme si el agua que le di también se le habrá escapado por los rotos del cuerpo. Ya he dicho que antes de suceder, las cosas me envían tres llamadas, y la Tercera Llamada de la Sangre sonó en mis oídos en la piscina de Gai Repos, en Sasaima, y resonó en la cara de reproche que puso mi madre, cuántas veces no habré visto su cara que se descompone por cosas que yo hago o que digo o por cosas que a mí me pasan, ¡cara de tanto disgusto!, y esta vez fue porque la Sangre Derramada salía de mí, corría entre mis piernas y manchaba mi traje de baño, y mi madre con su gran belleza y su cara de espanto, tan delgada y pálida en su vestido blanco de verano, me tomó por el brazo y me dijo Tienes que salirte ya de la piscina, y quiso envolverme en una toalla pero yo, que estaba jugando ladrones y policías con mis primos y con mis hermanos, yo que era un ladrón sólo me afanaba porque no me atraparan, Suéltame, madre, que me apresan si no salto al agua, el agua es el refugio de los ladrones, madre, soy un ladrón y acaso no ves que me van a atrapar. Pero ella no me soltaba, me apretaba el brazo con tanta fuerza que me lastimaba, Te vino, Agustina, me dijo, te vino, pero yo no sabía qué me había venido, Tápate con la toalla y éntrate conmigo ya mismo a la casa, pero yo tiré la toalla y zafé mi brazo de la mano de mi madre y me tiré al agua y ahí fue cuando la vi, saliendo de mí misma sin permiso de nadie y tiñendo de aguasangre la piscina, Ésta es la Tercera Llamada, pensé, y no sé bien qué pasó después, sólo recuerdo que al final, ya dentro de la casa, la tía Sofi me dio un Kotex, yo ya los conocía porque los robábamos del baño de mi madre y los usábamos como colchones en los canastos de los pollitos vivos y teñidos con anilina que nos regalaban en las primeras comuniones, pollitos de plumas verdes, pollitos lilas, rosados o azules que duraban pocos días y había que enterrarlos, mi padre decía que al teñirlos les habían hecho una maldad porque los envenenaba el colorante. Ponte esto en los pantis, me dijo la tía Sofi dándome el Kotex, Ven, te enseño cómo, pero Agustina lloraba y no quería hacerlo, le parecía horrible que la sangre se le saliera por ese lado y le manchara la ropa y que su madre la mirara con cara de reproche, como se mira a quien hace algo sucio, a quien Ensucia-con-su-sangre. Luego la tía Sofi dijo Pobre mi niña, tan chiquita y ya le vino la regla, y como afuera mis primos y mis hermanos gritaban llamándome para que regresara al juego de ladrones y policías, yo me sequé las lágrimas y le dije a mi madre Voy a contarles a ellos lo que me pasó y ya vuelvo, y centellearon los ojos de mi madre y de su boca salió la Prohibición: No, Agustina, esas cosas no se cuentan. ¿Qué cosas no se cuentan, madre? Esas cosas, entiéndelo, las cosas íntimas, y entonces fue ella quien se asomó por la ventana y les dijo a mis primos y a mis hermanos Agustina no va a salir ahora porque prefiere quedarse aquí con nosotras jugando una partida de naipes, Qué partida de naipes, madre, aquí nadie está jugando naipes y a mí no me gustan los naipes, yo quiero seguir jugando ladrones y policías, pero mi madre no me dio permiso porque dijo que el sol aumentaba la hemorragia, así dijo, la hemorragia, y era la primera vez que yo escuchaba esa palabra, y cuando entró el Bichi a preguntar qué me pasaba mi madre le dijo que no me pasaba nada, que simplemente quería jugar a los naipes. Ahí fue cuando entendí por tercera vez que mi don de los ojos es débil frente a la potencia de la Sangre, y que La Hemorragia es incontenible y es inconfesable.