Quién sabe qué dirán las gentes de Sasaima cuando ven a Nicolás Portulinus sentado en el café, en una esquina apartada, con una bufanda de lana entorchada al cuello pese al calor y la mirada fija en ninguna parte. ¿Pero hay acaso un café en la campesina y lluviosa Sasaima, remota población de montaña? Desde luego que no, aquel café sólo espejea de los recuerdos que un extranjero ha traído de otro continente; tienda de grano será más bien, o cantina, heladería en el mejor de los casos, y quienes allí entran deben decir al verlo Es el señor alemán, o Es el señor profesor, y lo dejan solo con su botella de cerveza en la mano dando por descontado que así, raros y desencontrados, son todos los alemanes, o al menos todos los músicos nacidos en ese país. Porque se toma poco a poco su cerveza, abotagado entre su bufanda de lana, hasta que Blanca viene por él y se lo lleva, indignada con quienes dudan de su cordura y empecinada contra toda evidencia en no reconocer ante los demás su desmoronamiento. Pero pese a la porfía de ella, día a día se va haciendo más evidente esa rareza que cuando Portulinus calla es un destello ambiguo en el ojo, es un malestar de manos hinchadas que dejan la huella de su humedad sobre la superficie de la mesa, es un aire de andar sumido en mundos que no comparte con nadie, es un peinado que no corresponde, como de persona que tras dormir la siesta olvida pasarse el cepillo por la cabeza, es un nerviosismo de pájaro en los movimientos. Y es un cierto pánico que le sale de adentro y que se va esparciendo, como leve contagio. Pero más que todo lo anterior, la locura de Portulinus es dolor. Es el inmenso dolor que en él habita. Ahora, tanto tiempo después, sobre la chimenea de la residencia de Eugenia, la menor de sus hijas, están enmarcadas y expuestas dos fotografías del abuelo Portulinus, una tomada a los veintinueve años y la otra a los treinta y nueve, lo cual permite establecer un antes y después como de anuncio de cirugía plástica o de producto para adelgazar, sólo que en este caso en vez de mejoría hay pura pérdida y la contraposición revela cómo, en el lapso de diez años, tomó posesión del músico un ritmo biológico abominable que debía estar hermanado con la creciente perturbación de su espíritu. Antes: aspecto amable y seductor, bucles que encuentran la manera de organizarse suavemente alrededor de la cara, mirada que escruta sin dejar de ser soñadora, vida interior intensa pero aún equilibrada. Después: cara fofa y sufrida como de señora fofa y sufrida de cincuenta años, rasgos refundidos, mirada oscura y confusa, párpados abultados de señora feísima que ha llorado mucho, bucles sin brillo y aplastados de mala manera contra la oreja izquierda. Antes todo está por ganar y después todo está perdido; se registra un daño irreversible en el ánimo, es decir, un efecto venenoso en las emanaciones del alma.

Día tras día a partir del episodio oscuro, Aguilar se parquea un rato frente al hotel Wellington, a suficiente distancia de la puerta principal para que los porteros no recelen la presencia de su camioneta destartalada, y observa por el espejo retrovisor el movimiento de gentes que entran y salen con o sin maletas, el revuelo de guardaespaldas alrededor de algún personaje que se baja de un Mercedes blindado, el resquemor de los extranjeros que se le miden a la calle bogotana, las reverencias que a diestra y siniestra reparte un botones vestido de mariscal, el regateo de un vendedor ambulante de caramelos, los pasos rápidos de una mujer que atraviesa la calle, en fin, los gestos naturales, predecibles, de todos aquellos que pueden considerarse habitantes del territorio de la razón, Qué suerte que tienen, carajo, piensa Aguilar, y se pregunta si serán conscientes de su enorme privilegio. Confiesa que no sabe bien qué es lo que espera allí parqueado en la puerta de ese hotel, ¿que regrese el amante de Agustina, que yo lo reconozca, me abalance sobre él y le rompa la cara? Supone que no. ¿Que me le abalance y le exija explicaciones sobre lo que le sucedió a mi mujer, sobre el daño que le hizo a mi mujer? Tal vez. Pero la verdad es que no creo que ese hombre vaya a aparecer por aquí, y además en el fondo ni siquiera creo que sea el amante de ella, a fin de cuentas lo único que hizo, que me conste, fue abrir una puerta; quién me asegura que no era el conserje. Así que espío vaguedades, vigilo con esperanza pueril y difusa, como si el tiempo pudiera dar marcha atrás, dice, y yo lograra evitar que el episodio oscuro aconteciera, porque repasar una y otra vez lo vivido se ha vuelto mi tormento primordial, repasarlo para diseñarlo en nuevos términos, para imaginar caminos diferentes al ya recorrido, para desviar retrospectivamente el cauce de las cosas e impedir que desemboquen en este punto de dolor extremo al que Agustina y yo hemos llegado. A veces Aguilar traspasa las puertas del hotel, verifica que no esté de turno en la recepción el hombre mayor, de gafas, que lo atendió el domingo que vino a recogerla, se sienta en una de las mesas del lobby y pide un té con leche que un mesero le sirve en juego de plata y luego le cobra a un precio desmedido. Permanezco al acecho en ese lugar, dice, en medio de los afanes de la gente, esperando el momento propicio para acercarme a alguno de los empleados de la recepción a preguntar por el registro de huéspedes de aquel fin de semana; si me lo dejaran ver, especula, al menos tendría una lista de nombres y tras alguno de esos nombres habría una persona que podría decirme lo que necesito saber, pero desde luego no se atreve a pedirla porque no se la darían, lo mandarían a la porra por andar averiguando lo que no le importa, Sí me importa, les gritaría, es lo único que me importa en esta vida, pero con más razón llamarían a Seguridad, mirándolo como a secuestrador en potencia. Aunque de pronto no. Entre los empleados del turno nocturno ha distinguido a una muchacha muy desparpajada; Aguilar lo nota en su actitud de mujer que se gana la vida a brazo partido, en su manera de mirar directo a los ojos, en su falda diez centímetros más corta que la de sus compañeras, en el gesto vigoroso con que su mano de uñas esmaltadas echa hacia atrás la melena crespa. Tiene toda la pinta de estar dispuesta a saltarse las imposiciones laborales de su hotel y a jugarse el puesto a cambio de nada, a cambio de ayudar a un necesitado, de hecho ya debe tener al administrador disgustado con esa minifalda discotequera y ese peinado irreglamentario, y todo sólo porque sí, porque ella parece ser así, fuerte y solidaria y acostumbrada a hacer lo que le da la gana, Este país está lleno de personas así, dice Aguilar, y yo he aprendido a reconocerlas al rompe. Pero qué tal que no sea cierto; temo pifiarme con ella y al final no me animo a preguntarle nada, claro que el impedimento principal no es tanto ése como la convicción de que en cuanto regrese al escenario de los hechos, éstos se van a repetir en una especie de replay insoportable, quiero decir que lo que más me frena es la sospecha de que los sucesos siguen palpitando en el lugar donde ocurrieron, y tengo miedo de salirles al encuentro. Mañana sí, me digo mientras me alejo del Wellington, mañana volveré, esperaré a que la Desparpajada termine su turno, la invitaré a un café lejos del hotel, lejos de la mirada del supervisor, y le haré un interrogatorio.

Claro que el Midas McAlister no creyó ni mierda cuando la Araña le dijo que apostara con confianza porque el pájaro no lo tenía muerto del todo; si el Midas casó la apuesta pese a todo fue porque en el fondo no le importaba perder, o al menos eso le dice a Agustina, total el dinero que me tumbaran se los descontaría del billetal que a través de mí les enviaba Pablo Escobar y ellos ni cuenta se darían siquiera, qué cuenta se iban a dar, si aplaudían con las orejas por la forma delirante en que se estaban enriqueciendo, al mejor estilo higiénico, sin ensuciarse las manos con negocios turbios ni incurrir en pecado ni mover un solo dedo, porque les bastaba con sentarse a esperar a que el dinero sucio les cayera del cielo, previamente lavado, blanqueado y pasado por desinfectante. ¿O es que acaso tú creías, reina mía, que las cosas eran de otro modo? ¿Acaso no sabías de dónde sacaban los dólares tu hermano Joaco y tu papá y todos sus amigotes, y tantos otros de Las Lomas Polo y de la sociedad de Bogotá y de Medellín, para abrir esas cuentas suculentas en las Bahamas, en Panamá, en Suiza y en cuanto paraíso fiscal, como si fueran jet set internacional? Por qué crees que tu familia me recibía en su casa como a un sultán, le pregunta el Midas a Agustina, por qué desempolvaban para mí el cristal de Baccarat y los cubiertos Christofle, y me servían mousses y patés y blinis preparados por las propias manecitas de tu señora mamá, a pesar de que yo te había dejado embarazada y que ni a las malas había accedido a casarme contigo, como exigía tu papá. ¿Por qué crees que pese a todo me recibían como a un sultán, pasando por encima de tu rabia y de tu humillación? Pues porque hasta la langosta que me servían en el plato la pagaban gracias a mí; no pongas esa cara de sorpresa, muñeca bonita, no me hagas reír, no me vengas a decir que ese pequeño enigma no lo habías resuelto aún, porque en qué quedan entonces tus poderes de adivinación. El negocio que el Midas manejaba era incruento y suculento y no tenía nada que ver con el Aerobic’s Center, que no era más que fachada. Para que te quites de una buena vez la venda de los ojos, Agustina, te voy a simplificar en dos palabras la movida chueca para que la veas en Technicolor y gran angular. La Araña, el Silver, Joaco y otros tantos le daban al Midas, en cheque de viles pesos colombianos, cada uno una suma equis que él le hacía llegar a Escobar, y cuando Escobar coronaba su embarque de coca en los USA, les devolvía su inversión de nuevo a través del Midas, pero ¡oh magia, magia!, esta vez venía en dólares y con una ganancia espectacular, del tres por uno, del cuatro por uno y hasta del cinco por uno, según el santo capricho de san Escobar. Así ellos, sin entrar en pleitos con la justicia ni desdorarse ante la sociedad, se convertían en orondos e invisibles inversionistas del narcotráfico y engordaban a reventar sus cuentas en el exterior; Escobar quedaba satisfecho porque lograba blanquear fortuna y el Midas tampoco se quejaba, porque se guardaba una tajada de consideración. La vaina implicaba riesgos, claro está, y para medírsele había que tener sangre fría, porque si el embarque no coronaba, Pablo ni siquiera reintegraba la inversión. El trato del cinco por uno hacía que a los old-moneys se les escurrieran las babas, pero tenía su contrafómeque como todo en esta vida, y era que no había derecho al pataleo, es decir que los olímpicos inversionistas no podían protestar ni decir esta boca es mía en caso de que el dinero se les demorara o no les llegara jamás. Para no mencionar que en cualquier momento cualquiera se podía morir, según el derecho que san Escobar se otorga sobre las vidas de los que se enriquecen a expensas suyas, no sé si me entiendes, muñeca brava, yo sé que las finanzas no son tu fuerte; lo que te quiero decir es que en el instante en que te metes al bolsillo un dólar que venga de Pablo, automáticamente pasas a ser ficha suya, te conviertes en mequetrefe de su propiedad. A todas éstas ya te imaginas quién era el que se jugaba el pellejo en tierra de gringos, allá tocándoles los testículos a los bravucones de la DEA, pues nadie menos que este pecho, el Midas McAlister, aquí tu servidor. Tan pronto Pablo le mandaba aviso de que ya estaba cocinado el pastel, el Midas viajaba a Miami, se instalaba en un hotel discretongo de Coconut Grove, esperaba a que le llegaran las maletas repletas con los billetes que provenían de la venta callejera de la droga, se guardaba lo suyo y el resto se los consignaba a los impolutos inversionistas de Bogotá. Misión cumplida, el Midas volvía a casita, y ya está.

Mañana, mañana sí lo haré, se decía Aguilar a sí mismo todos los días, sentado en el lobby del hotel Wellington, mientras se tomaba un té que encontraba absurdamente caro. Hasta que se atrevió. El viernes pasado entré al Wellington hacia las nueve de la noche, dice, sabiendo que en la recepción encontraría a la Desparpajada de las uñas larguísimas y la melena embravecida. Allí estaba ella en efecto, muy ejecutiva y muy eficiente y muy improvisando idiomas según la nacionalidad de cada huésped extranjero, así que me le acerqué poniendo mi mejor cara para que no se notara al rompe que no soy más que un pobre diablo muerto de angustia porque se le enloqueció la mujer que ama, y le dije con mi mejor voz de VIP que venía a hacer una reservación para una pareja de amigos que quería venir a pasar unos días en Bogotá, ¡stop!, error, cometí el primer error, nadie viene a Bogotá porque quiere, aquí sólo llegan los que no tienen más remedio, Bueno, continué, vienen a Bogotá estos amigos y me pidieron que les hiciera la reservación, Desde luego, señor, no hay ningún problema, Bueno, sí, señorita, hay un pequeño problema y es que me pidieron que le echara una vuelta a la habitación antes de darle el visto bueno, y ahí me pareció que ella empezaba a mirarme con ojos de policía, ¿sería policía, como todos los recepcionistas de todos los hoteles del mundo? Bueno, es que mis amigos ya estuvieron una vez aquí, en este hotel, hace unos meses, Stop, estaba dando más explicaciones de las necesarias, Bueno, es que mis amigos desean volver a la misma habitación que ocuparon la vez pasada porque les gustó el jardín que se ve desde la ventana. Ella me preguntó entonces de qué habitación se trataba, La 413, le respondí y me sentí un poco enfermo al pronunciar ese número tan estrechamente asociado a mi desdicha, No le puedo mostrar la 413 porque está ocupada en el momento, señor, dijo ella revisando la pantalla y arreglándoselas para golpear las teclas acertadas en el computador pese a sus uñas kilométricas, eran un prodigio digno de los récords Guinness estas diez uñas, cada una de ellas perfectamente pintada a franjas de esmalte rojo, blanco y azul, como una minibandera de Francia, observó Aguilar y se preguntó si aquella decoración se la haría ella misma, las uñas de la izquierda con la mano derecha, ¿y las de la derecha con la mano izquierda?, debía ser ambidextra esta muchacha para lograr semejante proeza, y enseguida sus pensamientos volaron hacia las bellas uñas ovaladas de Agustina, siempre cortas y jamás pintadas, y hacia el estuche de nácar que fue de su abuela Blanca y donde guarda las limas, las pinzas, las barritas de naranjo y demás utensilios para hacerse la manicure, Agustina pronuncia la palabra en francés y Aguilar al escucharla se frunce y le cae encima, Existe la palabra en español y es casi idéntica, Agustina, entre nosotros se dice manicura, fíjate qué fácil, en estas tierras nos hacemos la manicura y no la manicure, con la ventaja de que no tenemos que esforzarnos tanto pronunciando. Aguilar, que se apoya sobre el mostrador de la recepción del hotel Wellington, suda del remordimiento cuando se percata de la brusquedad con que le censura a Agustina sus amaneramientos de niña rica, Qué desagradable soy con ella a veces, reconoce con dolor; afortunadamente Agustina se pasa por la faja mis comentarios agrios y sigue en lo suyo como si nada, y no sólo vuelve a pronunciar manicure otras diez veces sino que además asegura con la mayor naturalidad que la barrita para hacer que asome la luna de la uña debe ser de palo de naranjo, qué típico de Agustina decir hacer que asome la luna de la uña en vez de removerse la cutícula, como dice todo el mundo; mi mujer es capaz de vivir en una casa de pobres como la mía, donde sólo comemos costillas porque para lomo no nos alcanza, y al mismo tiempo considerar imprescindibles objetos tan rebuscados como las tales barritas de naranjo, hace justamente un año, cuando Aguilar viajó invitado por una universidad alemana a un simposio sobre el poeta León de Greiff, se gastó casi todo el dinero extra que llevaba comprando en un duty-free del aeropuerto de Francfort las cremas de belleza marca Clinique que Agustina le había encargado, Porque Marta Elena, mi primera mujer, siempre se las arregló con las cremas Ponds que se consiguen en cualquier droguería, pero no, Agustina, como toda su gente, tiene esa maña horrible de desdeñar sistemáticamente los productos nacionales y de estar dispuesta a pagar lo que sea por vainas de afuera que aquí no se consiguen, y los pensamientos se detienen ahora en la cara de ella, que siempre le ha parecido asombrosamente hermosa, y en sus ojos oscuros que ya no lo miran, Por eso me he vuelto invisible, desde que Agustina no me ve, me he vuelto el hombre invisible, especula Aguilar hasta que se percata de que la Desparpajada le está hablando, Pero si quiere le puedo mostrar la 416 que es prácticamente la misma cosa, la voz lo hace regresar abruptamente y le cuesta entender dónde está y quién le dirige la palabra, ¿señor?, insiste ella, le digo que si quiere le puedo mostrar la 416. La 416, claro, muchas gracias, señorita, siempre y cuando la 416 también dé sobre el jardín de las acacias. También, sí señor, dará sobre un ángulo diferente pero supongo que se alcanzarán a ver las acacias, dígame cuando estarían llegando sus amigos, Aguilar improvisa una fecha que ella anota, No hay problema, confirman las banderitas de Francia sobre el teclado, para entonces ya estará disponible la 413 y le aseguro que esas acacias no se habrán movido de allí, Mis amigos son gente que se fija en esos detalles, le dice Aguilar con una risita tonta para salirle al paso a su ironía, Por supuesto, señor, el cliente tiene la palabra. La Desparpajada me toma por sorpresa al preguntarme a boca de jarro cómo me llamo y le respondo que Sergio Stepansky, como el alter ego del poeta León de Greiff, que es lo primero que me viene a la cabeza, no sé bien por qué no he querido revelarle mi nombre a esta mujer en la que había decidido confiar, Sígame, señor Stepansky, más que pedirme me ordena así que camino detrás de ella hacia el piso cuarto. Volvía al lugar de los hechos para revivir, para obtener alguna información, para recordar, para vomitar, para aliviarme, para torturarme, no podría precisar para qué, para agarrarme de algo. Mi conmoción crecía a cada paso y empecé a respirar agitadamente, tanto que la Desparpajada me preguntó si estaba bien, No es nada, respondí, he fumado demasiado y las escaleras me dejan sin resuello, pero como habíamos subido en ascensor me hizo saber con una de sus miradas que se percataba de que yo era un bicho raro, y sin embargo me dijo educadamente Sí, el cigarrillo es cosa seria. Ella caminaba delante de mí y aunque yo llevaba una especie de muerte entre pecho y espalda, no pude dejar de mirarle las piernas; era realmente bonita esta trigueña que me iba enumerando las ventajas del hotel, los méritos que lo hacían acreedor a cada una de las cinco estrellas que alumbran su logo, si esta señorita supiera que me voy muriendo, pensaba Aguilar mientras ella seguía elogiando el restaurante italiano, las habitaciones recién remodeladas, el gimnasio con servicio de entrenadores profesionales, el bar del último piso abierto las veinticuatro horas, y yo rebobinando mi agonía, fue por este mismo corredor que parece interminable, este mismo tapete que amortigua mis pisadas, la puerta que se abrió entonces se vuelve a abrir ahora, el hombre alto y moreno que ese día me recibió en la 413 parecía más trasnochado que preocupado, retengo clara noción de su estatura y de su color de piel pero no logro detallar el resto de su figura, se me desdibuja en la memoria o quizá nunca llegué a mirarle la cara, tampoco oí su voz porque cuando le pregunté por Agustina se limitó a dejarme entrar sin decir una palabra, así que no pude comprobar si era suya la voz masculina que encontré grabada en el contestador de mi casa al regresar de Ibagué, esa voz que me advertía que debía recoger a Agustina en este hotel. El hombre me abrió la puerta y debió irse enseguida porque ya no estaba un momento después, cuando lo busqué desesperadamente para averiguar qué le había ocurrido a mi mujer. No bien traspaso la puerta, me parece volver a ver a Agustina arrinconada en el suelo y mirando absorta por la ventana hacia las acacias, suena el radioteléfono que la Desparpajada trae en la mano y ella contesta, habla un poco con alguien y luego le dice a Aguilar, Disculpe si lo dejo solo un momento, señor Stepansky, pero me requieren abajo, no se preocupe que enseguida regreso, lo tranquiliza porque sospecha que algo le pasa pero Aguilar, que tiene la cabeza en otra cosa, no acaba de comprender qué es lo que le están diciendo, Mire usted mismo la habitación si quiere, añade la Desparpajada, aquí está el clóset y aquí dentro la cajilla de seguridad, aquí está el baño, la televisión se prende así, ya vuelvo, discúlpeme un segundo, señor Stepansky. Aquel día, allá en su rincón, mi mujer retiró los ojos de las acacias, todo sucedía tan lentamente que me daba la impresión de que un instante definido y único enmarcaba cada uno de sus movimientos, luego giró la cabeza, al verme pareció volver a la vida y su rostro se suavizó como si de repente lo hubiera bañado un infinito alivio, se levantó, vino hacia mí como quien regresa a lo suyo después de un siglo de ausencia, Ya estás aquí, me dijo y yo la abracé con mucha fuerza, la sentí apretarse contra mí y supe que estábamos salvados, aún no sabía de qué pero estábamos salvados, Ya pasó todo, Agustina, por grave que haya sido ya pasó, vámonos a casa, amor mío, le susurré al oído pero sentí que de repente todo su cuerpo se tensionaba y repelía al mío, si en un primer momento me buscó, luego se apartó bruscamente de mí, si antes me reconoció, un instante después no sabía quién era yo o no quería saberlo, sus gestos se volvieron teatrales y sobreactuados, me observaba profundamente disgustada, quizá no era a mí a quien esperaba, es el pensamiento que ahora atraviesa mi mente como un estilete, Yo con usted no voy a ninguna parte, me advirtió y su voz resonó falsa como la de un mal actor que recitara un parlamento de memoria, me dio la espalda y regresó a su rincón, se desplomó de nuevo sobre la alfombra como una muñeca rota y volvió a quedar absorta en el movimiento que el viento le imprimía a las ramas de las acacias.

¿Entonces de verdad crees, le pregunta el Midas McAlister a Agustina, que tu noble familia todavía vive de las bondades de la herencia agraria? Pues bájate de esa novela romántica, muñeca decimonónica, porque las haciendas productivas de tu abuelo Londoño hoy no son más que paisaje, así que aterriza en este siglo XX y arrodíllate ante Su Majestad el rey don Pablo, soberano de las tres Américas y enriquecido hasta el absurdo gracias a la gloriosa War on Drugs de los gringos, dueño y señor de este pecho y también de tu hermano como antes lo fue de tu padre, ¿o acaso no cachas que en las muchísimas hectáreas que heredó Joaco hoy sólo florecen los caballos de polo, las villas de recreo y los atardeceres con arreboles, porque el billete contante y sonante le llega, dulcemente y por debajito, de los chanchullos con el gobierno y de las lavanderías de Pablo? ¿Y crees que Pablo recurre a tu hermano, a la Araña, a todos nosotros, porque de veras tiene necesidad del dinero nuestro? Al principio tal vez pero después ya no, corazón mío, por supuesto que no; si lo sigue haciendo es para controlarnos, esa movida se la inventó para arrodillar a la oligarquía de este país, así me lo dejó entender él mismo, con una sola frase, la primera de las dos veces que lo he visto en persona. Me había hecho viajar a Medellín en un vuelo comercial y esperar en un hotel del centro a que sus hombres vinieran a recogerme, me llevaran a un aeropuerto clandestino y de ahí hasta Nápoles en su avioneta particular, una Cessna Titan 404 piloteada por un gringo veterano del Vietnam. ¿Nápoles? Nápoles es el caprichoso nombre que le puso Pablo a una de sus muchas haciendas, una que queda en el corazón de la selva y que tiene tres piscinas olímpicas y pistas de motocross y un zoológico paradisíaco con elefantes, camellos, flamencos y toda suerte de bichos, porque ahí donde lo ves, Pablo es Greenpeace y deportista y de izquierda y defensor de los animales y todo eso. Cuando me lo presentaron me decepcionó, yo que iba preparado para conocer al Capo di tutti Capi y lo que veo es un gordazo de bigotito con una mota negra en la cabeza que no se deja peinar y una panza reverenda que se le derrama por encima del cinturón. Eran las doce del día, hacía un calor espantoso y yo, que estaba agotado de tanto viaje y tanta tensión, caigo allá de buenas a primeras en medio de una orgía de lo más destemplada, Pablo y sus sicarios flotando en humo de marihuana y apercollando a unas garotas de lentejuelas y plumas que acababan de importar en otra avioneta directamente de Rio de Janeiro, y como si el calor que hacía fuera poca cosa, las garotas esas nos bailaban la samba en las narices, nos echaban encima sus encantos y no nos dejaban conversar, y yo ahí, sudando a mares y atrapado en ese carnaval de los cojones cuando lo único que quería era aclarar rapidito los términos del negocio para poder largarme de una buena vez. Pero Pablo, muy atento, casi que tímido, preguntaba si el amigo Midas no querría otro traguito de whisky, que si un porrito de Santa Marta Golden, que si un trocito de chivo a la brasa, que si una garota para divertirme un rato, y yo No, muchísimas gracias, don Pablo, qué lástima pero es que estoy de afán, qué pena con usted pero quisiera regresar lo más pronto posible a Bogotá, mientras me decía para mis adentros que lo único que me faltaba en esta perra vida era trabarme y emborracharme en medio de ese calor infernal y hartarme de chivo y de garota en compañía de esa pandilla de criminales en camiseta, Dios mío, que no me adivinen los malos pensamientos, pensaba, porque me cocinan a la brasa a mí también. Y entonces Pablo se quita a las garotas de encima, me llama a un ladito y antes de despedirse me dice una frase, una sola frase que me abrió los ojos de una vez y para siempre, Qué pobres son los ricos de este país, amigo Midas, qué pobres son los ricos de este país. ¿Entiendes las implicaciones que eso tiene, Agustina chiquita? Es el tipo de cosa que quien ha nacido pobre nunca llega a comprender, y resulta que aparece este gordo con su inteligencia monstruosa, se la pilla al vuelo y por eso es él quien va ganando la partida, muñeca bonita, de eso no te quepa duda; él, nacido en el tugurio, criado en la miseria, siempre apabullado por la infinita riqueza y el poder absoluto de los que por generaciones se han llamado ricos, de pronto va y descubre el gran secreto, el que tenía prohibido descubrir, y es que a estas alturas de su corta vida ya es cien veces más rico que cualquiera de los ricos de este país y que si se le antoja los puede poner a comer de su mano y echárselos al bolsillo. Esta oligarquía nuestra todavía anda convencida de que maneja a Escobar cuando sucede exactamente al revés; para la Araña Salazar, para tu señor padre, para el vivo de tu hermano, Pablo Escobar no es más que un plebeyo que ante ellos se quita el sombrero; cometen el mismo error que cometí yo, mi princesa Agustina, y es un error suicida: la verdad es que el gordazo ya nos comió a todos crudos, y es por eso que tiene la barriga tan inflada. ¿Y yo? Yo fui como quien dice el mesero de Escobar: le serví a mis amigos en bandeja, de postre me encimé yo mismo y luego le facilité el Alka-Seltzer para que hiciera la digestión.

Si Agustina me hablara, suspira Aguilar, si yo pudiera penetrar en su cabeza, que se ha vuelto para mí espacio vedado. Tratando de que suelte prenda saco el álbum con las fotografías que conserva de cuando era niña y me pongo a repasarlas sin prisa, sin demostrar demasiado interés, deteniéndome como al acaso en los personajes de su familia que creo identificar. Esta señora alta y delgada que debe ser Eugenia, su madre, me sorprende porque no parece tan bruja como me la imaginaba, al contrario, en cualquier caso más que bruja parece una Blancanieves por el pelo tan negro, la boca tan roja y la piel tan blanca, Mira Agustina, le dice Aguilar, mira cómo te pareces a tu madre, pero Agustina ni caso le hace. De este muchachito presumido que sale aquí disfrazado de beisbolista no se puede esperar nada bueno; moreno y mayor que Agustina, debe ser su hermano Joaco, muy pendiente siempre de exhibir ante la cámara alguna proeza, como alzar un objeto pesado o clavarse en la piscina de cabeza. Este otro niño más pequeño, carapálida y ojos de azabache, igual a la madre, igual a la hermana, debe ser el menor, Carlos Vicente, a quien llaman el Bichi, y parece recién rescatado de un orfelinato. Aquí se ve todo el grupo familiar sentado en medialuna y sonriéndole al fotógrafo, ¿y esta guapetona que cruza tan buena pierna?, avemaría, pero si es la tía Sofi, qué bien que estaba hace unos años la tía Sofi. ¿Y Londoño, el padre de Agustina, el jeque del clan? Por ningún lado aparece, a menos que sea él quien toma las fotos, desde luego alguien tuvo que tomarlas, todo indica que Londoño orquesta la farsa pero no actúa en ella. Hay otras gentes, abundan los gestos amables, los juegos de pelota, las celebraciones colectivas en escenarios confortables, los rituales predecibles de una felicidad de cajón, happy birthday to you, marcha triunfal de Aída, amigos siempre amigos, muy pronto junto al fuego, Réquiem de Mozart, el día que tú naciste nacieron todas las flores, todo el repertorio de una vida que va cumpliendo organizadamente sus ciclos, como si lo hiciera a propósito para que el fotógrafo pudiera captarla y pegarla ordenadita en los álbumes. Y de vez en cuando, nunca en el centro, aparece la niña que fue Agustina, mirando hacia la cámara con aprensión, como si no se sintiera del todo cobijada por el aura de aquel bienestar, como si no perteneciera cabalmente a aquel grupo humano. Lo que yo buscaba al sacar el álbum, dice Aguilar, era captar su atención, devolverla a un pasado que la estremeciera y la hiciera romper el aislamiento; quería arrancarle una pista, o al menos un comentario, algo que me indicara un punto de partida. Pero ella pasa los ojos sobre su propia gente como si no la viera, como si no la conociera, como si le estuvieran mostrando fotos del personal de planta del almacén Sears o de un periódico francés de hace dos años. Por primera vez siento que algo me liga a las gentes de su familia, y es lo insignificantes que somos ante los ojos de ella; insignificantes por cuanto no significamos, no emitimos signos, Agustina no es susceptible a las señales que provienen de nosotros. Cuando Aguilar devuelve las fotografías a su lugar en la repisa, piensa que lo único que ha logrado comprobar con su triste test de laboratorio es que el delirio carece de memoria, que se reproduce por partenogénesis, se entorcha en sí mismo y prescinde del afecto, pero sobre todo que carece de memoria. Busca entonces otras pistas, nuevos hilos conductores, y se pregunta por ejemplo qué revelación podrá obtenerse de un crucigrama, qué combinación de palabras que sea fundamental, o qué clave que te permita comprender algo que te concierne de vida o muerte y que un momento antes te importaba un cuerno. Porque en estos días de locura Agustina ha desarrollado afición por los crucigramas y Para mi sorpresa, dice Aguilar, el domingo se levantó temprano y dijo que quería leer el periódico, cosa que no ha hecho nunca en su vida porque es uno de esos seres a quienes lo que ocurre en el mundo exterior no les incumbe, pero el domingo se levantó temprano y Aguilar se levantó con ella albergando una esperanza, a fin de cuentas era domingo, que siempre ha sido día de tregua y de encuentro entre ellos, Yo diría más, añade Aguilar, yo diría que estaba casi convencido de que precisamente por ser domingo la crisis de Agustina iba a cejar, o como mínimo a amainar, en cualquier caso estaba predispuesto a interpretar hasta la más leve señal como síntoma de la esperada mejoría. La observó ponerse una sudadera sobre la piyama y luego, por petición expresa de ella, bajaron los dos a la droguería a comprar la edición dominical de El Tiempo, al regresar Agustina se metió de nuevo en la cama sin quitarse la sudadera y Ése fue el primer revés para mi esperanza porque yo no veía la hora de recuperar su cuerpo desnudo, su presencia de muchacha que un domingo por la mañana se muestra generosa con su cuerpo desnudo; que no se quitara la sudadera para meterse bajo las cobijas podía ser entendido como una advertencia, algo así como si me estuviera diciendo que llevaba puesta una coraza, y no se dedicó a leer el periódico que acabábamos de traer sino a completar las líneas horizontales y verticales del crucigrama con un interés que desde hacía días no demostraba por nada, salvo sus ceremonias con agua. Aguilar recalca lo de la coraza porque antes del episodio oscuro lo que hacían en la mañana del domingo era el amor, y según él lo hacían con un fervor admirable, como si se desquitaran del sexo a la carrera que entre semana le imponían a él los madrugones al empezar el día y el agotamiento al terminarlo, Los domingos hacíamos el amor desde que nos despertábamos hasta que nos arrinconaba el hambre, entonces bajábamos a comer lo que encontráramos en la nevera y volvíamos a subir para seguir en lo mismo, luego dormíamos o leíamos un rato y nos abrazábamos de nuevo, a veces ella quería que bailáramos y lo hacíamos cada vez más lenta y estrechamente hasta que terminábamos de nuevo en la cama, no sé, dice Aguilar, era como si el domingo realmente fuera un día bendito y ningún mal pudiera permearlo, por eso me levanté esa mañana lleno de esperanza, y en efecto Agustina volvió a recurrir a mí, después de días de indiferencia glacial volvió a buscar mi compañía aunque por lo pronto no fuera para besarme sino para que le dijera qué provincia española empieza por Gui, termina en a y tiene nueve letras, de todas maneras eso fue para mí como un regalo, el solo hecho de que me reconociera y me dirigiera la palabra ya era un cambio de la tierra al cielo, Dime, Aguilar, cómo se llama la glándula salival situada detrás del maxilar inferior, me hacía preguntas por el estilo que me obligaban a rebuscar en mi cabeza y en el diccionario enciclopédico esa respuesta acertada que me significara la aprobación por parte suya, la sonrisa que por un instante borrara de su cara esa expresión sin afecto que ahora la marca como una cicatriz, y me permitiera confirmar que alguna vez amé, que seguía amando, que podré volver a amar a esa persona apertrechada entre su sudadera que se metió en mi cama a resolver un crucigrama y que estuvo todo el día en ésas con un fanatismo obsesivo que fue minando mi esperanza, ya por la tarde Aguilar había comprobado que si le preguntaba ¿Cómo me llamo?, ella no sabía responderle, pero que en cambio se mostraba rápida para adivinar cuál tribu del antiguo Yucatán tiene seis letras y empieza por It. Temo que si pudiera entrar en la cabeza de ella como en una casa de muñecas, dice Aguilar, y pasear por el comprimido espacio de los diversos cuartos, lo primero que vería, en la sala principal, sería cirios del tamaño de fósforos, encendidos en torno a un pequeño ataúd que contendría mi propio cadáver, yo muerto, yo olvidado, yo muñeco desteñido y rígido y tamaño Barbie en la casa toda color rosa de la Barbie, o mejor dicho tamaño Ken, que es el insignificante compañero de la Barbie; un Ken ridículo y abandonado en su diminuta salita color verde musgo, él mismo de color verde musgo también, porque ya lleva rato difunto. Pero de nuevo a Aguilar lo traicionó la cabeza, de nuevo sangró por la herida, Quítate esa sudadera y hagamos el amor, le dijo a Agustina con un impresentable tonito imperativo sin duda nacido del rencor de que con él no quisiera y en cambio sí con ese hombre del hotel. Ella tiró lejos el crucigrama, salió de la alcoba y cuando fui a buscarla estaba otra vez trajinando con tiestos llenos de agua y no quiso volver a hablarme, ni a mirarme, pese a que traté por todos los medios de deshacer mi error e interesarla de nuevo en el crucigrama, Mira, Agustina, quién iba a creerlo, esta palabra por p que nos falta aquí es palimpsesto, fíjate, cuadra perfectamente, pero Agustina ya no quiso saber nada de mí ni del crucigrama ni de este puto mundo. ¿Será por culpa mía que se está enloqueciendo? ¿O será su locura la que me contagia?

He adquirido otro poder, dice la niña Agustina, uno que me sacude tan fuerte que me deja medio muerta, un poder que se traga todas mis fuerzas; mirando hacia atrás, dice, creo que en eso se me fue la infancia, en hacer fuerza y acumular poder para impedir que mi padre se fuera de casa. Ayer, hoy, muchas veces, casi siempre lo oye pelear con su madre y amenazarla con las mismas palabras, que si tal cosa me largo, que si tal otra me largo, y ante todo Agustina no quiere que su padre se largue porque cuando está aquí y está alegre es lo mejor del mundo y no hay nada, nada en esta vida como su risa, como su limpio olor a Roger & Gallet y sus camisas inglesas de rayitas azules y blancas; a veces, cuando la casa está oscura, miro a mi padre y me parece que brilla, que despide un halo de limpieza, de elegancia y de buen olor, me gusta cuando me pide que me suene o que me limpie algún resto de comida que me ha quedado en los labios, porque entonces me pasa su pañuelo blanco entrapado en agua de colonia Roger & Gallet. He visto cómo el papá de Maricrís Cortés la sienta sobre sus rodillas y me arrimo al mío esperando que haga lo mismo pero no lo hace, tal vez si se lo pido pero no me atrevo porque no es muy el estilo de mi padre eso de estar sentándose a los hijos en las rodillas o andar repartiendo besos y abrazos, pero toco el paño gris de su pantalón, que es así de suave por ser puro cashmere según dice mi madre, y que en realidad no es gris sino charcoal porque los colores con que viste mi padre sólo en inglés tienen nombre, y yo lo idolatro aunque a mí mucha atención no me presta porque sus favoritos son Joaco, para mimarlo, y el Bichi para atormentarlo, y porque tiene que trabajar todo el día y cuando está aquí se ocupa de su filatelia, pero Agustina, que poco a poco ha ido aprendiendo a tener paciencia, espera a que le llegue el turno, que siempre le llega a las nueve en punto, a la hora que ella llama de nona, o sea el momento de prepararnos para pasar la noche protegidos contra los ladrones cerrando todas las puertas y todas las ventanas y mi padre me dice, Tina, ¿vamos a echar llave?, es la única vez que me llama Tina y no Agustina y ésa es para mí la señal, a partir de ese instante y por un rato todo cambia porque él y yo nos metemos en un mundo que no compartimos con nadie, me da su llavero pesado que va sonando como un cencerro, me toma de la mano y vamos recorriendo los dos pisos de la casa empezando por el de arriba, entramos a los cuartos aunque estén a oscuras y como estoy con él no me da miedo, la luz que despide mi padre llega hasta los rincones y dispersa el miedo, él y yo vamos callados, no nos gusta hablar mientras desempeñamos el sagrado oficio de ajustar con tranca los postigos de las ventanas y de echar en las puertas cerrojo y candado, me refiero a mi casa de antes, la del barrio Teusaquillo, porque después vendría la de La Cabrera, donde nunca hubo hora de nona porque es una construcción moderna que se cierra sola y porque ya por entonces mi padre no me llamaba Tina ni me daba su llavero, porque su cabeza andaba totalmente en otra cosa. Pero ésta es la casa de la Avenida Caracas en el barrio Teusaquillo y Agustina se sabe de memoria qué llave es de dónde, la Yale dorada con la muesca arriba para la puerta que da de la cocina al patio, la que tiene grabado un conejo para la verja de atrás, la cuadradita que dice Flexon para el otro candado, para el portón que da a la calle las dos más largas, Agustina, que no necesita mirarlas porque con el solo tacto las sabe reconocer, las tiene listas para pasárselas al padre antes de que se las pida, tan pronto estire la mano, y siente que la felicidad la inunda cuando él le dice Bravo, Tina, ésa es, no te confundes nunca, ni yo mismo soy tan ducho; Cuando me celebra así pienso que a lo mejor sí me admira aunque no me lo esté diciendo todo el tiempo, y vuelvo a saber que valió esperar hasta la hora de nona, que pase lo que pase durante esa noche y el día siguiente yo sólo tengo que esperar a que vuelvan a ser las nueve, cuando mi padre dice Vamos Tina y la niebla se despeja, porque también esta noche le dará a Agustina su mano morena y grande de venas bien marcadas, la argolla de matrimonio en el dedo anular y en la muñeca ese Rolex que cuando él murió le entregaron a ella y que ella empezó a usar en su propia muñeca aunque le quedaba enorme y le colgaba como una pulsera, adónde habrá ido a parar ese reloj que fue del padre y ahora es de ella, perdido el reloj, perdida la mano, demasiado vivo el recuerdo y metido siempre entre las narices el olor, el idolatrado olor a limpio del padre. Agustina añora esa casa grande y cálida, bien protegida e iluminada y Con todos nosotros resguardados adentro mientras que la calle oscura quedaba afuera, del otro lado, alejada de nosotros como si no existiera ni pudiera hacernos daño con su acechanza; esa calle de la que llegan malas noticias de gente que matan, de pobres sin casa, de una guerra que salió del Caquetá, del Valle y de la zona cafetera y que ya va llegando con sus degollados, que a Sasaima ya llegó y por eso no hemos vuelto a Gai Repos, de ladrones que rondan y sobre todo de esquinas en las que se arrodillan los leprosos a pedir limosna, porque si a algo le temía yo, si a algo le temo, es a los leprosos porque se les caen los pedazos del cuerpo sin que se den cuenta siquiera. Pero el padre cierra bien la casa y la hija le dice sin palabras Tú eres el poder, tú eres el poder verdadero y ante ti yo me doblego, y centra toda su atención en pasarle la llave que corresponde porque teme que si falla se va a romper el encanto y él ya no le dirá Tina ni le agarrará la mano. Durante ese recorrido de cada noche, dice Agustina, yo desdeño a cualquiera que pueda molestar a mi padre y lo obligue a dejarnos, así sea mi madre que lo aburre, o el pobre Bichito que tanto fastidio le produce, o sobre todo ella, la tía Sofi, que es la principal amenaza, por culpa de la tía Sofi se van a separar mi padre y mi madre y nosotros los niños vamos a quedar a merced de los terrores de afuera. ¿O es acaso la tía Sofi quien retiene a mi padre en esta casa? ¿También a ella la visitan los poderes, sobre todo cuando se desnuda?

¿Cómo puedo trabajar, Blanca paloma mía, le decía el abuelo Portulinus a la abuela, si me hielan la sangre los muertos, si me revelan sus tristezas con golpecitos insistentes en la mesa? Descuida, Nicolás, deja que yo me interponga entre los muertos y tú para que no se te acerquen. Porque las inclinaciones diarias de Portulinus, o por mejor decir sus obsesiones, giraban en torno a una proliferación de rompecabezas y de acertijos que él se imponía descifrar bajo presión de vida o muerte, como eran, por ejemplo, las órdenes que los espíritus mandan a través de algo que él llamaba la tabla de las letras, o sus imperceptibles toques en los vidrios, por no hablar del entrevero de palabras que se establece en los crucigramas, los mensajes escondidos tras las notas de sus propias composiciones, las voces que hablan en secreto, o el contenido de la página de un libro abierto al azar, o la oculta lógica de los pliegues que se forman en las sábanas durante una noche de insomnio, o la significativa manera como los pañuelos se amontonan dentro del cajón de los pañuelos, o peor aún, del hecho inquietante de que un pañuelo aparezca, por decir algo, en el cajón de las medias. Cierto día, al levantarse, Portulinus encontró una sola pantufla al lado de la cama y experimentó un estremecimiento de terror ante las tretas que contra él podía estar preparando, desde su escondite, la pantufla prófuga. Tienes que encontrarla, le ordenó a Blanca en un tono de voz que ella encontró francamente siniestro. Tienes que encontrarla, mujer, porque está al acecho. ¿Quién, Nicolás? ¿Quién está al acecho? Y él exacerbado, estallando en rabia, ¡pues la jodida pantufla! ¡Jodida mujer! ¡Te ordeno que me encuentres la otra pantufla antes de que sea demasiado tarde! Ante eventualidades como ésta, Blanca solía comportarse con el aire despreocupado y la seguridad convencional de una esposa que considera normal la propensión a la simetría —toda pantufla debe ir acompañada por su compañera, según dictan las leyes compensatorias— y tal vez su conducta tenía justificación, ya que bien podía tratarse tan sólo del berrinche de un marido que no quería andar por la casa con un pie calzado y el otro descalzo, aspiración elemental y comprensible en cualquier hombre y con más razón en un músico temperamental y de evidente talento como era Portulinus; en cualquier caso nadie dudaría de la cordura de Federico Chopin si le pidiera a George Sand que le ayudara a encontrar la otra pantufla, más bien por el contrario, orate estaría si anduviese medio descalzo por los pasillos de ese caserón mallorquino cruzado por todos los vientos, que sin duda tenía gélidos pisos de mármol o de baldosa, ciertamente dañinos para un enfermo febril que se levanta con el único fin de pasar al cuarto de baño, tan tembloroso y exangüe que no es sensato imaginárselo saltando en pata de gallo, menos aún si no es al baño adonde se dirige sino que se abalanza sobre el piano, porque en medio de la fiebre le acaba de ser revelado un nuevo Nocturno. Y lo que era válido para el gran Chopin, ¿por qué no iba a serlo para Nicolás Portulinus, compositor de bambucos y pasillos en la población colombiana de Sasaima? Siguiéndole el ritmo a este raciocinio, se comprende un poco mejor cómo, pese a todo, el realismo doméstico de Blanca a veces le servía a su marido de puente hacia la cotidianidad, o mitigador del envite frenético, porque aunque por vías antagónicas —las del uno enfermas y las de la otra reconocidamente sanas— ambos terminaban deseando que reapareciera la pantufla, si bien llama la atención que siempre fuera ella, y nunca él, quien concretara el operativo pidiéndole a la mucama que subiera a la habitación y que con una escoba la rescatara de debajo de la cama.

Ya no más. Aguilar no aguanta más. No logra contenerse, sabe que es la mayor estupidez que puede cometer y sin embargo va derecho y la comete: al llegar a casa le pregunta a Agustina quién es el hombre que estaba con ella en el cuarto del hotel. Gesticulando como un galán de película mexicana le exijo explicaciones, le armo un escándalo de celos, a ella, que tiene semejante boroló en la cabeza, que llora por cualquier cosa, que se defiende atacando como una fiera, que no sabe dónde está parada. Y como no me responde sigo insistiéndole sin piedad, sospecho que inclusive zarandeándola un poco, ¿así que no recuerdas? Te lo voy a recordar entonces, le digo y hago sonar la voz masculina que encontré grabada al regresar de Ibagué; tercer y último mensaje (pero primero en orden de aparición ante quien desgraba, porque en este contestador antediluviano el tiempo queda registrado al revés), muy altanero el hablante, ¿no hay nadie ahí? ¿Dónde coños puedo llamar, entonces? Segundo mensaje, misma voz, que ya empieza a impacientarse, ¿hay alguien ahí? Es sobre Agustina Londoño, urgente, a ver si la pueden recoger en el hotel Wellington porque no está bien. Mensaje inicial, misma voz, en ese primer momento todavía neutra, Llamo para pedir que recojan a Agustina Londoño en el hotel Wellington, en la carrera 13 entre 85 y 86, ella no está bien. De verdad no sé qué necesidad tengo de empeorar las cosas y alterar a Agustina haciéndola escuchar esto, debe ser que me están derrotando los nervios, trata de justificarse Aguilar, o la urgencia de saber qué fue lo que pasó durante mi ausencia, o el cansancio de todas estas noches en blanco, o deben ser los celos, más que todo los celos, qué vaina tan perversa son los celos. Sabes, Agustina, ese domingo me hice mil preguntas después de escuchar las grabaciones, mientras volaba en la camioneta hacia el Wellington a recogerte, como por qué, si te había pasado algo, me estaban llamando de un hotel y no de un hospital, o ¿tan mal estará que no puede avisarme ella misma? ¿Y por qué quien llama no se identifica? Si es una trampa qué clase de trampa será; te habrían atropellado, te habrían secuestrado, te habrías caído, un hueso partido, una pelea con tu madre, una bala perdida, un atraco, pero entonces por qué me mandan a un hotel. Otro hubiera sospechado que su mujer se recluyó en un cuarto de hotel para suicidarse pero Aguilar no barajó esa posibilidad, Te aseguro Agustina que eso ni lo pensé siquiera, porque sé que el suicidio no forma parte de tu extenso repertorio. ¿Sabes cuántas preguntas puede hacerse una persona a lo largo de las sesenta cuadras que se estiran desde nuestro apartamento hasta ese hotel? Por lo menos cuatro por cuadra, o sea 240 preguntas, todas inconducentes y disparatadas. Pero entre todas ellas había una pregunta reina, una duda más pertinaz que las demás, y era si tú me querrías, Agustina, si me seguirías queriendo pese a eso que te había sucedido y que yo aún no sabía qué era. Aguilar aprieta una vez más el repeat del contestador y Agustina, que durante toda la escena ha permanecido muda, se zafa de su puño que la retiene agarrándola por la muñeca, entra a la cocina, trae de allá una jarra llena de agua y la vierte entera sobre el sofá. Hay que enfriar, dice, es malo lo caliente, lo que está caliente duele.

Pero volvamos a lo nuestro, le dice el Midas McAlister a Agustina, volvamos a la apuesta que quedó casada ese jueves en L’Esplanade. Quedamos tan disparados con el asunto que durante toda la semana no hablamos de nada más, telefonazo va, telefonazo viene, a carcajada limpia por cuenta de la Araña y de su lánguido pipí. Yo hacía los preparativos para el primer round, que quedó fijado para la noche del viernes de la semana siguiente a partir de las nueve, y ellos se dejaban caer por el Aerobic’s o me pegaban un timbrazo para que los mantuviera al tanto. Para referirnos al tema sin dar boleta empezamos a llamarlo Operación Lázaro, por aquello de la resurrección. A todas éstas y por otro lado le llega al Midas al Aerobic’s Center un trío de gordas alharaquientas que se bajan de una nave deportiva de un sorprendente color verde limón, tres rubionas teñidas con saña como para borrar cualquier rastro de pigmentación, cocos de oro que les dicen, no sé si me hago entender, te estoy hablando de una trinidad deprimente, mi linda Agustina, de tres nenorras de muy mal ver. Vienen enfundadas en ropa indebida, mallas imitación leopardo, sneakers de plataforma y ese tipo de horror, rebosantes todas tres de entusiasmo con la idea de bajar kilos por docenas y jurando por Dios que están preparadas psicológicamente para empezar a alzar pesas, a darle al spinning, a cumplir rigurosamente con la dieta de la piña, a practicar el yoga y todo lo que las pongan a hacer, viniendo tres veces por semana o más si es necesario para recuperar la silueta, porque así dijeron, la silueta, qué palabra como de otra generación. ¿Que si stepping? Huy sí, qué rico, en eso me inscribo yo, ¿y rumba aeróbica? Huy sí, qué emoción, en eso también, a cuanta cosa se le iban apuntando y cuando ya estaban en confianza porque me habían confesado su peso y su edad, mejor dicho cuando ya eran como de la casa, me abrazan y me sueltan de frente la noticia de que son primas políticas de Pablo y que fue personalmente la esposa de Pablo, prima hermana de ellas, quien les recomendó mi gimnasio, y yo, mosqueado, les pregunto De cuál Pablo me están hablando, Pues cuál Pablo va a ser, el único Pablo, Pablo Escobar. Un momento, egregias damas, les digo con maña para que no me noten el disgusto soberano, adónde creen que van, yo tengo que cuidar el estatus de este establecimiento y a ustedes la demasiada plata se les nota al rompe, les digo por disimular, por no soltarles en la cara que sólo a unas narcozorras como ellas se les ocurre plantarse pestañas postizas para hacer spinning, que a las llantas congénitas no hay jogging que las derrote y que los conejos monumentales, el culo plano y las piernas cortas denotan un deplorable origen social. La cosa es que las despaché, ¿me comprendes, muñeca Agustina, si te digo que debo mantener ojo avizor para que no se me vaya a pique el nivel de la clientela? Y claro, dejar que entraran tres mafiosudas de esa calaña, para colmo comadres de Escobar, significaba quemar el local, que a fin de cuentas no es sino fachada para el dinero en grande que proviene del lavado, así que puse a las cocos de oro de patitas en la calle, Váyanse mis amores con la competencia, al Spa 92 o al Superfigure de la 15 con 103, que allá las adelgazan más y mejor, les recomendé confiando en que Pablo, que ante todo es negociante, iba a estar de acuerdo con mi elemental medida de precaución. Y según parece me equivoqué. Me falló la psicología y la cagué de cabo a rabo, porque antes que negociante don Pablo me resultó hombre de honor. Pero eso es anécdota aparte, Agustina bonita; sólo retenla allá, en un rincón de tu cabecita loca, porque después va a entrar a jugar un papel. Por ahora olvídate de esas tres mujeres tal como en su momento me olvidé yo, que las vi partir sumamente ofendidas, calle abajo en su descapotable color verde limón, y que no bien doblaron la esquina, desaparecieron tanto de mi vista como de mi memoria.

A veces a Agustina le nace por dentro la rabia contra el Bichi y lo regaña igual que su padre, No hables como niña, le grita y enseguida se arrepiente, pero es que no soporta la idea de que su padre se vaya de casa a causa de tantas cosas que le agrian el genio, yo detesto que mi padre utilice contra mi hermanito su mano potente, dice Agustina, yo siento punzadas en la boca del estómago y ganas de vomitar cuando veo que mi padre va convirtiendo al Bichi en un niño cada día más triste y más apocado. Pero es que tampoco resisto la idea de que mi padre se vaya de casa, A ver, nena, nena, no se deje pegar, conteste, defiéndase, pégueme más duro usted a mí, le dice con sorna mi papá al Bichi mientras lo acorrala a cachetaditas, como retándolo, y yo ¡sí, Bichito, dale!, ¡dale, Carlos Vicente Junior, defiéndete con cojones!, qué ganas de que por fin contestes con toda la furia de tus testículos y de tus hormonas y que le revientes a mi padre esas narices grandes que tiene, que le rompas aunque sea un poquito la boca a ver si por fin se da por satisfecho y se siente orgulloso de ti y a gusto con todos nosotros, pero el Bicho es débil, le falla a la hermana cuando ella más lo necesita, sólo sabe aguantar y aguantar hasta que ya no da más y entonces se sube a su cuarto a berrear, como una nena. Ahí es cuando todo mi odio se vuelca contra mi padre y quiero gritarle a la cara que es una bestia, un animal asqueroso, un verdugo, que es un cobarde que maltrata a un niño, pero a fin de cuentas no le digo nada porque los poderes huyen en desbandada y el pánico se apodera de mí, y entonces pienso que tal vez a mi madre le suceda lo mismo, que soporta lo que sea con tal de que mi papi no la deje. Pero nuestra ceremonia es otra cosa, durante nuestra ceremonia secreta el Bichi y yo, y sobre todo yo, nos volvemos todopoderosos más allá de todo control, es el momento supremo de nuestro mandato y arbitrio. El ritual de nuestra victoria. Nos encaramamos en el armario, sacamos las fotos de la ranura entre la pared y la viga y las ponemos sobre mi cama, primero así no más, como caigan, mientras arreglamos todo lo demás, con la televisión prendida a alto volumen para que nadie sospeche. El Bichi me espera sin calzoncillos mientras que yo, sin pantis y con las cosquillas esas, bajo por la escalera del servicio hasta la alacena y me robo una de esas servilletas de lino que según dice mi madre fueron de mi abuela Blanca, la esposa del alemán. Son unas servilletas anchas, almidonadas, que la madre pone en el comedor grande cuando vienen invitados a cenar, y que tienen iniciales antiguas bordadas en una esquina. Durante esa parte de la ceremonia, Agustina debe empeñarse con sumo cuidado porque la falda del uniforme es corta y plisada y si se mueve mucho las sirvientas se van a dar cuenta de que debajo no lleva nada; Por el robo de la servilleta me puedo ganar un regaño que sería lo de menos, lo grave es que a mi madre le soplen que ando sin pantis, porque es capaz de matarme por eso. Traigo del baño un platón lleno de agua y ya de vuelta en mi cuarto cerramos bien la puerta, encendemos las velas y apagamos la luz, y con el agua del platón hacemos las abluciones, que quiere decir que nos lavamos bien la cara y las manos hasta dejarlas libres de pecado, y luego Agustina dobla la servilleta de la abuela Blanca en forma de triángulo, hace que el hermano pequeño se acueste sobre la cama y levante las piernas, le coloca la servilleta por debajo como si fuera un pañal, le echa talco Johnson y lo frota bien como si fuera su bebé y luego le acomoda el pañal, que sujeta con un gancho de nodriza. Lo que sigue es vestirnos con los ropajes, siempre los mismos, el mío una vieja levantadora de mi madre de velours color vino tinto y sobre los hombros la mantilla negra de ir a misa que fue de mi abuela; lo tuyo, Bichito, es el pañal y sobre el pañal un kimono negro de flores blancas y amarillas de un Halloween en el que me disfrazaron de japonesa, hubiéramos querido pintarnos la cara pero no lo hacemos por temor a que después los rastros de pintura nos delaten. Para ponerse los ropajes, Agustina y su hermano se paran de espaldas el uno al otro y no se miran hasta quedar listos, y entonces empieza lo de las fotos que es lo más importante, el centro de todo, la Última Llamada, porque ésos son los ases de nuestro poder, bastos, copas, oros, espadas: las cartas de nuestra verdad. Tú y yo sabemos bien que esas fotos son más peligrosas que una bomba atómica, capaces de destruir a mi padre y de acabar su matrimonio con mi madre y de hacer estallar nuestra casa y aun toda La Cabrera si así se nos antoja, por eso antes de ponerlas en orden encima de la tela negra debemos hacer, siempre, el juramento: pronunciar las Palabras. ¿Juras que nunca vas a revelar nuestro secreto?, te pregunto en voz baja pero solemne y tú, Bichi, entrecerrando los ojos dices sí, lo juro. ¿Juras que a nadie, bajo ninguna circunstancia o por ningún motivo, le vas a mostrar estas fotos que hemos encontrado y que son sólo nuestras? Sí, lo juro. ¿Juras que aunque te maten no las mostrarás ni le confesarás a nadie que las tenemos? Sí, lo juro. ¿Sabes que son peligrosas, que son un arma mortal? Sí, lo sé. ¿Juras por lo más sagrado que nadie se va a enterar jamás de nuestra ceremonia, ni de nada de lo que en ella pasa? Sí, lo juro. Luego tú me tomas a mí idéntico juramento, iguales preguntas e iguales respuestas, y empezamos a mirar las fotos una por una y a colocarlas en su debido lugar sobre la cama, la tía Sofi con la camisa abierta, la tía Sofi desnuda sobre la silla reclinomática del estudio de mi papi, la tía Sofi sentada sobre el escritorio con tacones altos y medias de seda, la tía Sofi recostada de espaldas y mostrándole a la cámara las nalgas, la tía Sofi mostrando las tetas mientras mira a la cámara con una sonrisa tímida e inclina la cabeza de una manera anticuada, la tía Sofi en sostén y pantis y la que preferimos tú y yo, la que siempre colocamos más alta, sobre el promontorio de la almohada: la tía Sofi con joyas, peinada de moño y vestida con un traje largo, negro y muy elegante pero que le deja una teta tapada y a la vista la otra, y ni tú ni yo podemos quitar los ojos de esa cosa enorme que la tía Sofi se deja por fuera a propósito y con toda la intención de que nuestro padre se enamore de ella y abandone a mi madre, o sea a su propia hermana, que no tiene las tetas poderosas como ella.

Pero ¿cómo puedo componer, dulce Blanca mía, le pregunta Portulinus a su esposa, si los vivos tampoco me dan tregua? Descansa, Nicolás, tiéndete aquí junto a mí, sobre la hierba, bajo las ramas de nuestro mirto, y permite que el buen sol te caliente los huesos. Entonces él recomienza la retahíla del apremio, ¿has dicho nuestro mirto, el árbol nuestro?, en un idéntico bis que se desenvuelve hasta la trémula frase final, ¿nosotros dos?, y aún por tercera vez trata de cerciorarse para aplacar la ansiedad pero en ese punto ella, que en el fondo sabe que ya no habrá alivio, se apresura a decir basta. Ya basta, Nicolás, que me fatigas, le pide, alerta a frenar ritmos y reiteraciones que abran en él las puertas del desvarío, aunque quisiera decirle ya basta, Nicolás, que me enloqueces, pero sabe que no hay que mencionar la soga en casa del ahorcado. Y es que pese a su juventud Blanca es de piedra y sobre esa piedra él construye su vida, mi fortaleza en lo alto, le dice, o mi castillo fortificado, o en alemán mi starkes Mädchen, y así lo confirma ella cada vez que puede, según consta en las páginas de su diario: «Siento que mi coraje es suficiente para lo que pueda venir, y tratándose de mi amado Nicolás, puede venir cualquier cosa. Pero yo vivo sólo para él y siempre le brindaré mi amor y mi apoyo, pase lo que pase». Blanca es starkes Mädchen pero hay una cosa que la hace tambalear y esa cosa es la palabra que maltrata y acorrala, y más aún si sale de los labios de su marido, carnosos y cálidos, rojo clavel calenturiento, tan propenso a la revelación como al disparate. Siempre creí que las dificultades que por épocas tenía Nicolás para expresarse en castellano le venían por el hecho de ser extranjero, les confesó Blanca a sus dos hijas, Sofi y Eugenia, cuando éstas fueron adultas, Hasta que descubrí, porque me lo contó una prima suya que pasó por Colombia de regreso hacia Alemania y que bajó hasta Sasaima a visitarlo, que también en su propia lengua natal a veces era coherente y otras veces tartajoso y confuso. Por esa misma señora vine a saber que de niño, en su natal Kaub, Nicolás tuvo serias dificultades para aprender a hablar, y que tartamudeaba a duras penas y eso en su mejor momento, ya que por lo regular se refugiaba en un silencio obstinado donde sólo a sus melodías interiores les daba cabida, hasta el punto de que a los cuatro años de edad su señor padre, temiendo sordera o atrofia cerebral, lo llevó hasta una ciudad vecina para hacerlo examinar por un especialista en asuntos del lenguaje, con el resultado de que le fue confirmado lo que ya sabía de sobra, que el pequeño Nicolás, talentoso y precoz para el piano, era lerdo y negado a la hora de hablar, y porfiado más allá de las amenazas paternas y aun del castigo físico cuando se emperraba en cerrar el pico y en taparse los oídos para desentenderse de la voz humana, aun de la suya propia, como si lo lastimara, o se le colara hasta la nuez del cráneo para estallarle por dentro. Así que tanto en la madurez como en la infancia Nicolás Portulinus tenía una relación dificultosa con las palabras que explica esos profundos silencios suyos que se fueron haciendo cada vez más prolongados, Si te hablo demasiado, Blanca, vida mía, el amor por ti se me vuelve incierto y se me escapa. Por eso compensaba componiendo para ella tonaditas infantiles de letra sencilla que la complacían y la hacían pensar que su marido a veces parecía un niño; ella, que sí era niña, veía a su viejo marido como un niño dulce, distante y callado. Pero otras veces a Nicolás le daba por hablar torrencialmente y enganchaba en mal castellano una frase con otra formando trenes equívocos y vertiginosos, y entonces Blanca sentía temor y trataba de escampar, bajo un hermetismo de paraguas negro, de esa lluvia de sílabas que le anegaban el alma. A trancones y arrastrando demasiado las erres él le jura amor eterno, la acorrala con promesas de felicidad, la asusta con expresiones de celos e interrogatorios sin fin. La ahoga en el verbo: Ya basta, Nicolás, no resisto una palabra más, suplica ella en un susurro y así logra que a aquel mirto regrese el silencio pacificador. La amabilidad del mediodía vuelve a extenderse en torno a ellos y las piezas sueltas del universo encajan en su lugar, sin forcejeos ni resabios. Y en este punto de sus vidas se encuentran ahora que descansan bajo el mirto, o al menos eso cree Blanca, porque en cuanto a Portulinus, Portulinus anda a la deriva, muy cerca y a la vez muy lejos. Portulinus piensa: Blanca está al acecho. Si los inmensos ojos de Blanca no lo escrutaran él podría hacer su memento, pero ella, que vigila, le impide navegar a sus anchas por el mar de sus cavilaciones. En lengua alemana y para sus adentros, Portulinus ruega que Blanca deje libre el espacio que él necesita para moverse y que no acapare el aire que él quisiera respirar, que no se adueñe de todas sus dudas ni pretenda amaestrar sus pensamientos, y es que Portulinus está y no está con Blanca bajo aquel mirto durante el mediodía plácido de Sasaima, porque dentro de él cada cosa ha comenzado a duplicar y a triplicar su propio significado. El aire en torno suyo se ha cargado de ofuscamiento y se ha vuelto espeso; lo que su cabeza sueña se va apoderando poco a poco de lo que está allá afuera, y en medio de la naturaleza radiante y verde del trópico aparecen ante él, pálidas y nocturnales, unas ruinas griegas que nada tienen que ver con el estar aquí ni con el ser ahora, y que son las mismas ruinas griegas con las que soñara la noche anterior, y la otra y la otra, remontándose en un continuo delirio hasta las brumas de su adolescencia. ¿Qué estoy haciendo yo en medio de estas ruinas ominosas, desde cuándo se desdibujan los colores, por qué me pierdo en borrones de sangre, de quién es toda esta sangre que resbala por la fría lisura del mármol y por qué está herido aquel muchacho, qué hace entre las ruinas y por qué sangra, si es intocable y etéreo, si se llama Farax y sólo en mis noches existe, si este Farax, dulce y herido, habita desde siempre en el registro de mi memoria? Blanca sospecha que tras la aparente calma de Nicolás se están agitando sentimientos terribles y sus ojos se vuelven inmensos para escrutarlo, se vuelven intensos para impedirle el escape, le piden que por favor, por lo que más quiera, pronuncie palabras que sean sensatas y comedidas, que se abstenga de las demasiadas palabras y de las que tienen mil significados en vez de uno solo, como Dios manda. Háblame de cosas y no de fantasmas, le ruega Blanca a su marido, sin entender que él merodea por unas ruinas donde cosas y fantasmas son la misma cosa. ¿Me amas, dulce Blanca mía?, le pregunta Portulinus y ella le asegura que sí, Ya te dije que sí, que te amo hasta el sufrimiento, se lo asegura muchas veces sin entender que lo que a él le inquieta es otra duda. Él quisiera, él necesita, pedirle que se aleje un poco: Apártate, mujer, déjame que sueñe solo, no menciones este árbol que está aquí y este sol que calienta ahora, no me aprisiones, te lo ruego, de este lado de acá, porque mi alma ya alzó el vuelo hacia la otra parte. Eso es lo que quisiera decirle pero le suplica todo lo contrario, que también es cierto: No te alejes, Blanca mía, que sin ti no soy nadie. Y no es la cabeza reseca y reloca de Portulinus la única que se disocia; es sobre todo la propia realidad, con el ambiguo peso de su doble carga.

Dice Aguilar: intento meter el brazo entre el lodazal de la locura para rescatar a Agustina del fondo, porque sólo mi mano puede jalarla hacia afuera e impedir que se ahogue. Eso es lo que debo hacer. O quizá no, quizá lo acertado sea precisamente lo contrario, dejarla quieta, permitirle que vaya saliendo ella sola. He amado mucho a Agustina; desde que la conozco la he protegido de su familia, de su pasado, de su propia estructura mental. ¿La he apartado de sí misma? ¿Me odia por eso, y ésa es la razón por la cual ahora ni se encuentra ni me encuentra? Pretendo librarla de su tormento interior al precio que sea, negándome a aceptar la posibilidad de que en este momento para ella sea mejor su adentro que su afuera; que tras los muros de su delirio, Agustina celebre fiestas. Aguilar llega al apartamento y lo encuentra tan silencioso que hasta los pensamientos se oyen volar. Sentada frente a la ventana, Agustina mira hacia afuera con un aire tan perdido que parece existir allá, en ese punto de fuga hacia donde dirige la mirada, y no entre esas cuatro paredes que los encierran. Aguilar la mira y recuerda una frase hecha que de golpe cobra significado: la bella indiferencia de las histéricas. Agustina está callada e indiferente, como casi siempre en estos días en que se ha ido deshaciendo del lenguaje como quien se quita un adorno superfluo. La tía Sofi le cuenta a Aguilar que horas atrás la acompañó a lavarse el pelo con champú de manzanilla y que luego, al ver con cuánta tranquilidad se lo secaba con cepillo y secador, la dejó un momento sola mientras trajinaba un poco en la cocina. Minutos después echó de menos el ruido del secador, subió para ver qué pasaba y se la encontró sentada donde está ahora, alelada, inmóvil como una estatua, con el pelo a medio secar. Dice Sofi que eso debió ser hacia las cinco de la tarde, y que desde entonces ni se ha movido ni ha abierto la boca. Aguilar le suplica una y otra vez a Agustina que le diga algo, una palabra siquiera, pero es inútil; entonces me siento a su lado, la imito en eso de atontarse mirando hacia el vacío y al cabo de un rato ella abre la boca y me muestra su lengua: la tiene horriblemente lastimada, en carne viva, como si se la hubiera quemado. Al ver aquello me sale de la garganta una especie de aullido que hace que la tía Sofi se alarme y acuda. Aparentando tranquilidad —no sé de dónde saca tanto aplomo esta señora— examina detenidamente la ulcerada lengua de Agustina, dice que la panela rallada es lo único que sirve para sanar las heridas en el interior de la boca y trae un poco en un plato. Agustina saca su lengua malherida y se deja poner la panela con docilidad de animalito apaleado, pero por mucho que le pregunto cómo se hizo semejante barbaridad, no explica nada. La tía Sofi se disculpa ante mí por lo que llama su imperdonable descuido, Es que si la hubieras visto en el baño unos minutos antes haciéndose el blower como si nada, me explica, como si arreglarse el pelo fuera la cosa más natural, como si esta noche saliera a cenar o al cine, como si no estuviera enferma ni tramara martirizarse a sí misma tan pronto yo volteara la espalda… Interrumpo en seco a la tía Sofi porque una duda funesta me cruza por la mente: ¿Agustina habrá mascado vidrio? ¡Por Dios! ¿Habrá comido vidrio y estará rota también por dentro? No, asegura la tía Sofi, serénate, Aguilar; la lengua está muy fea pero no está cortada, no sangra, parece más bien quemada. Pero ¿con qué? ¿Con qué pudo quemarse de esa manera brutal? No puedo más. Necesito esconderme en el baño, a llorar un rato. A llorar sin parar durante un día, dos, tres. Desde que se lastimó la lengua, Agustina ni puede hablar ni puede probar bocado, así que su único alimento ha sido el Pedyalite, un suero fisiológico que se les da a los niños deshidratados. Pero hoy ni siquiera eso acepta. Con un vaso de suero en la mano, Sofi le ruega que se tome un sorbo pero Agustina hace de cuenta que no la escucha y ante la excesiva insistencia, aparta el vaso con un gesto brusco, luego se me acerca y bregando a pronunciar las palabras pese a su lengua hinchada, me dice Este Pedyalite amarillo no me gusta, Aguilar, quiero ese rosado que viene con sabor a cereza. No me hagas reír, Agustina, le digo, y es verdad que me estoy riendo como no me reía desde el domingo en que empezó todo esto, y pese al horror y al sobresalto que me ha producido la incomprensible manera como se ha dañado la lengua, me sigo riendo, a solas, mientras camino hasta la farmacia a comprarle el suero rosado con sabor a cereza, y es que en ciertos momentos excepcionales, a veces en medio de las peores crisis, la normalidad parece apiadarse de nosotros y nos hace breves visitas. El martes pasado, por ejemplo, Agustina y Aguilar, después de sobrevivir a un par de días atroces, tuvieron un rato de calma. Fue sólo un rato, cuenta Aguilar, pero fue bendito. Hacia las siete de la noche yo ya había terminado de hacer los repartos del día y entré al apartamento con el alma en la boca y sin saber cómo iba a encontrarla a mi llegada, y muy para mi sorpresa no me recibió ni la indiferencia de sus rezos ni la iracundia de sus ataques, sino un tibio olor a comida que empañaba los vidrios de la cocina. Y en medio de aquel olor, una Agustina de expresión juvenil y despreocupada preparaba una sopa sobre la estufa y me decía, como si nada, Es una sopita de verduras, Aguilar, a ver si te gusta. Sólo esa frase, que desde el martes me repito como si fuera un mantra, es una sopita de verduras, a ver si te gusta. Dice Aguilar que cuando la escuchó se quedó ahí parado, paralizado por la sorpresa, sin atreverse a mover por temor a que se esfumara esa cotidianidad prodigiosa y limpia de angustia que volvía a visitar su casa por primera vez después de tantos días; sin abrazar a Agustina por temor a merecer su rechazo y al mismo tiempo temiendo que se le destemplara el ánimo si no la abrazaba; sin contarle de su rutina con los repartos del día para evitar que saliera el tema de la señora de Quinta Camacho, una persona amable que vive sola con su cocker spaniel y que todos los meses llama para encargarle un bulto de Purina, y con quien Aguilar jamás ha cruzado algo distinto de un gracias, por parte de ella, cuando le entrega el pedido y otro gracias por parte de él cuando la señora le entrega el dinero, y que sin embargo, dice Aguilar que no sabe cómo, se fue convirtiendo para Agustina en fuente de sospechas sobre mi fidelidad conyugal; todo esto antes del episodio oscuro, claro está, me refiero a escenas de celos y a peleas tontas que hasta hace poco formaban parte de nuestra vida de pareja y que a mí me aburrían a morir, y que sin embargo ahora añoro. Así que el martes, cuando encontré a Agustina preparándome una sopa de verduras me quedé parado en medio de la cocina sin hacer nada, reteniendo en la mano el paquete de Almacenes Only con la media pantalón en tono velvet black que la tía Sofi me pidió por el beeper, como alimentándome de esa calma prodigiosa que en cualquier momento habría de acabarse para no regresar hasta quién sabe cuándo, y fue la propia Agustina quien primero habló para preguntarme que si estaba cansado por qué no me daba un baño mientras ella terminaba de cocinar, y me lo dijo en el mismo tono de no hay problema que solía tener antes de que todo esto empezara. Subí a ducharme tal como me había indicado y me quedé esperando en la habitación, en silencio y temblando de expectativa, hasta que ella me llamó; me llamó por mi nombre, es decir por mi apellido, con un grito que casi se podría decir alegre. Ya está la sopa, Aguilar, gritó ella desde la cocina y Aguilar bajó despacio, escalón por escalón para no romper el hechizo, ella sirvió tres platos, uno para él, otro para Sofi y otro para ella misma, los puso sobre la mesa con pan francés caliente, se sentaron y comieron en silencio. Pero fue un silencio sin reproches ni tensiones, un silencio reposado y benigno que me hizo creer que estábamos superando la crisis, que ya debíamos estar casi al otro lado, que Agustina se estaba curando de lo que fuera que le había dado, y un poco más tarde ella se metió en la cama a mi lado, entreveró sus piernas con las mías, prendió el televisor y dijo Qué bueno, están dando El Chinche, hace mucho no lo veo, y empezó a reírse del gracejo de alguno de los personajes y yo me reía también, con cautela, atento a cualquier señal, a cualquier cambio, recordando que hace unos meses me habría incomodado que me interrumpiera la lectura prendiendo el televisor, no se lo hubiera dicho pero ciertamente me habría incomodado, más aún si se trataba de un programa tonto como El Chinche, y pensar que ese mismísimo gesto que antes me molestaba ahora me devolvía a la vida, como si la vida no necesitara ser más que eso, como si con los chistes del Chinche bastara, y como ella seguía tranquila me sorprendí a mí mismo dispuesto a arrodillarme para ofrecer acción de gracias, y lo hubiera hecho si hubiera sabido a cuál dios se le debía el milagro. Agustina miraba el televisor y Aguilar, que la miraba a ella, comprobaba que su cara volvía a ser familiar y volvía a ser bella, como si por fin se disipara la mala niebla. Pero cuando se acabó El Chinche y Aguilar le preguntó si quería que apagara ya el televisor, sintió que ella volvía a mirarlo con expresión vacía y supo que aquella tregua había llegado a su fin. Y es que el rostro de mi mujer ha cambiado desde que está enferma, para utilizar una expresión que en estos días le he oído atribuirse a sí misma. Añoro su mirada burletera de niña echada a perder, esa que tanto me perturbó la primera vez que la vi, a la salida del cineclub, y que me llevó a soltarle una frase muy de proleto que de no haber sido ingenuo no habría pronunciado, Tienes unos ojos enormes de niño famélico, le dije dándole pie para que ironizara durante una semana entera, pero a fin de cuentas la frase no era tan desacertada y por momentos vuelve a tenerlos, vuelve a tener ojos de niño famélico, pero sólo por momentos, porque cuando me mira sin verme siento que ya no le quedan pestañas, ni retina, ni iris, ni párpados, y que en cambio sólo le queda el hambre; un hambre feroz que no puede ser saciada. A Agustina, mi bella Agustina, la envuelve un brillo frío que es la marca de la distancia, la puerta blindada de ese delirio que ni la deja salir ni me permite entrar. Ahora tiene un gesto permanente como de pelo en el plato, un rictus que es al mismo tiempo de sorpresa y de asco; el reverso de una sonrisa, el aleteo de un desengaño. Y yo me pregunto hasta cuándo.

Mi madre se arregla porque esta noche va a salir con mi padre, dice Agustina, tal vez irán al cine o a alguna fiesta. Ella está contenta y yo la acompaño en el baño, por la radio suena una canción que me parece muy linda, mi madre se sabe la letra y yo la admiro por eso, porque canta a tono con la voz que sale de la radio, delante de mi padre no lo hace nunca porque él se burla y le dice que tiene oído de latonero, además mi padre opina que escuchar la radio es una costumbre de gente inculta. Agachada sobre el aguamanil, la madre de Agustina se está lavando la melena negra y su única hija, que soy yo, Agustina, la ayudo a enjuagarse con un cazo de agua tibia, sobre la cabeza inclinada de mi madre vierto el agua y veo cómo corre por su nuca arrastrando hacia el sifón los restos de espuma, mi madre, alta y delgada, sólo lleva puesta una combinación de nylon color uva con encaje, lo recuerdo con claridad, dice Agustina, porque debe ser una de las únicas veces en la vida que mi madre y yo hemos conversado. Madre, le pregunto, por qué las niñas no usamos combinación de nylon, Las niñas usan crinolinas, me dice, para lucir las faldas bien esponjadas. Ahora Eugenia, la madre, se ha puesto rulos por toda la cabeza y se los seca con el secador mientras su hija la mira, No, no miro directamente a mi madre, sólo el reflejo de mi madre en el espejo, la acompaño en el baño porque me gusta ver cómo sobre la combinación color uva se pone su vestido de paño verde, muy entallado porque es una mujer esbelta, Madre, yo no quiero usar más esa crinolina que me esponja las faldas, a mí me gustan los vestidos entallados como este verde que te has puesto para salir con mi padre, Eso será de grande, cuando salgas con muchachos, Con muchachos no, piensa Agustina, yo voy a salir con mi padre, Por ahora debes usar los tuyos, sigue diciéndole Eugenia, tus vestidos bordados en smock y con mucho vuelo en la falda, mira a tu compañera Maricrís Cortés, se ve preciosa con esos que le cose su tía Yoya. Dime, madre, qué quiere decir tu nombre, Ya te lo he dicho mil veces, Vuelve a decírmelo, Eugenia quiere decir de bella raza, Y qué quiere decir Agustina, Quiere decir venerable, ¿venerable?, hubiera preferido llamarme Eugenia. Mi madre se pinta los labios de rojo brillante y dice que cuando yo cumpla los quince va a dejar que me los pinte también, pero de rosa perlado, a ella no le gusta que las jóvenes se pinten la boca de rojo, dice que los padres no deberían permitírselo, que para eso está el rosa perlado, más delicado y discreto. Mi madre se echa perfume detrás de las orejas y en las muñecas pero por la parte de adentro, por donde corren unas venitas que esparcen el aroma por todo el cuerpo, me dice que ella sólo usa Chanel No. 5 que es el que siempre le regala mi padre de cumpleaños y me lo echa a mí también, un poquito en las muñecas y detrás de las orejas, que es donde perdura. Le pregunto si cuando cumpla los quince me va a dejar usar Chanel No. 5 y dice que no, que para las jovencitas lo mejor es pura agua de rosas porque los olores fuertes las hacen ver viejas. Cuando se le seca el perfume se abrocha al cuello su collar de perlas, pero antes no; me advierte que sobre las perlas no debe caer perfume, porque las mata. ¿Acaso están vivas? Sí, vienen vivas del mar y las mantienes vivas con la sal de tu cuerpo, ¿y el olor del perfume las mata? Las mata el alcohol que contiene el perfume, tonta. Suena el teléfono y mi madre suelta el secador para ir a contestar, tal vez sea mi padre que la llama a recordarle que van a salir esta noche, mi madre le baja el volumen a la radio para que le llegue nítida su voz y corre a avisarle que ya le falta poco, que ya está prácticamente lista, desde el baño Agustina escucha que discuten por el teléfono y sabe que se están peleando. ¿Ya no van a salir, y ella no se pondrá su vestido verde? ¿De nada valieron las perlas, ni los rulos, ni ese perfume que se echó para nada, para nadie? La madre sigue en el dormitorio y el secador ha quedado al alcance de Agustina sobre el mueble del baño, ella lo enciende y deja que el aire caliente le caiga en la cara. En un mechón mojado me hago un rulo, como mi madre, luego me lo seco y apago el secador porque su ruido no me deja escuchar las palabras de rabia que se dicen, la voz llorosa de mi madre, observo el interior de ese tubo por donde sale el aire y veo que adentro tiene un espiral de alambre. Lo enciendo de nuevo y veo que el espiral se pone al rojo vivo, como un caramelo. Siento deseos de tocar ese alambre tan rojo con la punta de la lengua. Mi lengua quiere tocarlo, muy rojo, muy rojo, mi lengua se acerca, mi lengua lo toca.

Llegó por fin el viernes del carisellazo, le cuenta el Midas McAlister a Agustina, el día de echar la moneda al aire para ver si salía erección o fracaso, bueno, en realidad sería el primer intento de tres, y como la Araña había dejado bien claro que si algo lo conmovía en esta vida era una parejita de hembras, blanquitas ellas pero corrompidas, virginales y areperas, de buena familia y de malos modales, el Midas, que ya tenía armado el tinglado, lo llamó muerto de la risa esa mañana, Todo al pelo para esta noche, viejillo pillo, y la Araña al otro lado del teléfono, trabucando las palabras muy azarado porque debía tener cerca a su señora esposa, Qué hubo Miditas, hijo, en qué va ese business que tenemos pendiente, y yo haciéndome el pendejo y cantándole esa canción arrabalera que dice Dama, dama de alta cuna y de baja cama, no te imaginas, Agustina preciosa, la conmoción de ese hombre, como quien dice esa noche iba a ver su hombría puesta en bandeja, su honra o su humillación a la vista de todos, y todavía por teléfono se atrevía a fanfarronear, Éntrale sin miedo al trato, Midas my boy, que últimamente ando con unos bríos muy arrechos y no te defraudo, y el Midas, como para darle confianza, Cool, viejo Araña, tú full frescura, que las dos inversionistas que te conseguí te paran ese negocio en un santiamén. Las nueve de la noche era la hora fijada para la función y el lugar el Aerobic’s ya cerrado y vacío, arriba en mi oficina el Rony Silver, tu hermano Joaco, el paraco Ayerbe y yo, camuflados detrás del falso espejo como en palco de honor, mientras abajo se inauguraba el circo con el numerito de las dos bailarinas sobre la tarima y el payaso quieto en su silla de ruedas, la Araña todo risas nerviosas y ruegos a Dios como niño de primera comunión, y al frente suyo el par de muñecas empeloticas y haciéndole al mece-mece y al besuqueo con música disco y spot lights, muy boniticas ellas y esforzándose a fondo, como se dice dando lo mejor de sí, porque el Midas les había negociado al triple o nada, triple si entusiasmaban al cliente, nada si no lo lograban. Todo a pedir de boca, cinco estrellas, top ten, no había detalle que no fuera perfecto y sin embargo, Agustina consentida, la verdad es que de entrada empezó a verse que la cosa iba al muere. La Araña se retorcía de la cintura para arriba pero su piso de abajo seguía deshabitado; viendo que aquello no funcionaba, las dos chiquitas aceleraron el contoneo y exageraron el toqueteo, pero nada; ya se habían quitado toda la ropa y nada, ya habían mostrado hasta las amígdalas y nada, cómo será que allá detrás de nuestro espejo hasta nosotros tres, los de funcionamiento masculino pleno, después del furor del primer cuarto de hora perdimos el interés y pasamos a hablar de política, y Silver, que esa noche estaba simpático, comunicativo que llaman, nos contó que en la embajada norteamericana, donde trabaja, tienen un aparato que detecta explosiones y que sólo durante el martes pasado en Bogotá estallaron sesenta y tres bombas, Ah, gringos huevones, dije yo, necesitan aparatos para detectar unos bombazos que nos proyectan a todos contra el techo, Pablo Escobar está de mal humor, dijo tu hermano Joaco, tanta bomba se debe a que el Partido Liberal lo acaba de expulsar por narco de las listas electorales para el Senado, Al hombre no le gusta el título de Rey de la Coca, dijo Silver, prefiere el de Padre de la Patria, No le falta razón, suena más democrático, Suena, pero es la misma vaina, A ver, hombre Silver, decinos qué más detectas con tu aparato detector de explosiones allá en la embajada, este verraco espía debe informarle al Pentágono hasta cuántos pedos se tira el presidente de Colombia, y estábamos en la chacota, muñeca Agustina, riéndonos de la sangrienta parodia nacional, cuando en ésas alguien timbra afuera, Quién podrá ser a estas horas, Nadie, dijo el Midas, no abrimos y ya está, pero quienquiera que fuera no compartía la misma opinión, cansado de timbrar sin resultados se prendió a la bocina del auto como para despertar a todo el vecindario, te imaginas, Agustina, un barrio residencial y justo frente al Aerobic’s algún demente decidía reventar la quietud de la noche con tan descarada alharaca, y a la Araña, hasta ese momento muy colaboradora y esforzada, se le fue a la mierda el buen humor, Díganle a ese hijueputa que suspenda la serenata, gritaba, que con ese ruidajo no se le para ni a Dios, pero el de la bocina ya estaba otra vez en la puerta y le daba de patadas como si quisiera echarla abajo, Ya vengo, les dijo el Midas a los otros y volando en adrenalina bajó las escaleras de dos zancadas, resuelto a poner en su sitio al impertinente, y cuando abrí, muñeca Agustina, me quedé helado cuando vi que era ni más ni menos que Misterio, el bandido que me servía de enlace con Pablo Escobar, con quien jamás de los jamases me citaba en el Aerobic’s sino de auto a auto en las afueras de Bogotá, en el estacionamiento de los Jardines del Recuerdo, qué mejor escenario que un cementerio para encontrarme con ese cadáver ambulante que es el tal Misterio. Menos mal me abrió, McAlister, me dijo con su indefectible tono de velada amenaza, traigo órdenes de don Pablo de entregarle este mensaje, Hombre Misterio, viejo amigo, perdóname la demora, estábamos aquí en una fiestica privada con unos amigos y yo qué me iba a imaginar que fueras vos, No se imagine nada, sólo abra bien las orejas porque le traigo una noticia grande, mejor dicho una deferencia que quiere tener con usted el Patrón, Claro que sí, Misterio, si querés hablamos aquí afuerita, o mejor entre tu Mazda para no aguantar frío, le sugirió el Midas haciendo malabares para que el infeliz no se le colara al Aerobic’s y los socios distinguidos no constataran la calaña de hampones con los que se pactaba el lavado, mejor que vieran sólo el milagro y se ahorraran el santo, porque eso sí te digo, Agustina mi reina, ese Misterio bonito no era, misterio pero de los dolorosos, con los ojos inyectados en basuco, la pinta esquelética, el aliento de tumba y el pelo grasiento. Hombre, Misterio, qué te trae por acá, le fue diciendo el Midas mientras entraba en su auto, pero me dio mala espina, Agustina bonita, te juro que me metí a ese Mazda como quien baja al cadalso y que si lo hice fue sólo por evitar el encontronazo entre esa rata canequera que es Misterio y esas ratas de salón que son mis amigos bogotanos, Soltá pues la noticia, hombre Misterio, Nada, que le traigo una razón del Patrón, Y cuál será, Pide don Pablo que usted le consiga doscientos millones en rama para pasado mañana, ¿doscientos millones?, Ya me oyó, doscientos, que se los devuelve dentro de quince días al cinco por uno, ¿cinco por uno?, repetí yo, ¿usted se cree eco?, le reviró Misterio con esa suprema irritación nerviosa que caracteriza a los basuqueros consumados, Pues vaya, vaya, qué generosidad la de Pablo, lo calmaba el Midas mientras mentalmente calculaba que una ganancia tan grande compensaba de sobra este ratico frondio que estaba pasando, ¿y eso?, le preguntó a Misterio para no dejarse ver las ganas, ¿será que el gran Pablo anda con problemas de liquidez? Usted sabe cómo está la cosa, son tiempos de persecución, y el Midas pensó que Pablo, que últimamente tenía al Bloque de Búsqueda, a la DEA y al Cartel de Cali pisándole los talones, ya no debía andar con garotas en su hacienda Nápoles, sino encaletado en algún escondite con la pálida encima y la huesuda detrás, Y cómo me los devolvería Pablo si se puede saber, le preguntó a Misterio, Que los paga en monitos, eso fue lo que mandó decir, Monitos son money orders, mi vida Agustina, en la jerga del lavado les dicen así, Pues con el mayor gusto mi querido Misterio, lo peliagudo es que doscientos millones en cash no se consiguen de la noche a la mañana, Pues usted verá, McAlister, esto es como las lentejas, las tomas o las dejas, yo vuelvo de hoy en quince con los monitos entre el bolsillo y usted verá si tiene los pesos o no los tiene, ah, y la última cosa, el Patrón quiere que en este trato sólo entren usted, el informante y el tullido, dijo Misterio y se perdió en la noche haciendo chirrear llantas y dejando en el aire su estela malsana, y yo me quedé ahí parado un buen rato con tamaña inquietud en el alma, cómo diablos conseguir semejante platal si sólo podía recurrir a la Araña y a Silverstein, porque ya habrás comprendido, Agustina bonita, que a esos dos se refería Pablo Escobar cuando hablaba del tullido y del informante. ¿Que si Pablo sabía que Rony Silver trabajaba para la DEA?, pues claro que lo sabía, por eso mismo se relamía cada vez que podía untarle la mano, si fue el propio Pablo quien me dijo, cuando empezamos a entrar en acuerdos, que buscara al gringo y lo comprometiera, Esos de la DEA ganan por punta y punta, se había reído Escobar, por eso cuando caen, revientan el doble de feo.