XXV

Cuando salí empezaba a amanecer. También hacía bastante frío, aunque me resultó agradable, porque estaba sudando mucho.

No sabía adonde diablos ir. No quería ir a un hotel y gastar todo el dinero de Phoebe. Así que, al fin, fui caminando hasta Lexington y tomé el subterráneo hacia la estación Gran Central. Tenía depositadas las valijas allí y pensé dormir un rato en la sala de espera, donde están todos los bancos. Así que eso fue lo que hice. Al principio no me fue del todo mal, porque había poca gente y pude estirar los pies sobre el banco. Pero ni siquiera me gusta recordarlo. No era lindo. No lo intenten nunca. En serio. Es algo deprimente.

No dormí más que hasta eso de las nueve, porque empezaron a entrar en la sala de espera como un millón de personas y me vi obligado a poner los pies en el suelo. Nunca puedo dormir bien si tengo que poner los pies en el suelo. De modo que me senté. Seguía con el dolor de cabeza. Hasta me había empeorado. Y creo que me sentía más deprimido que nunca.

Aunque no quería, empecé a pensar en el señor Antolini y me pregunté qué iría a decirle a su esposa cuando viese que yo no había dormido allí ni nada. Sin embargo aquella parte no me preocupó demasiado, porque sabía que el profesor era un tipo muy vivo, que no tendría ninguna dificultad en encontrar una respuesta conveniente. Muy bien podía decirle a su esposa que yo me había ido a casa o algo así. Esa parte no me preocupaba. Lo que sí me preocupaba bastante es haberme despertado encontrándolo acariciándome la cabeza. Me pregunté si no estaría equivocado al pensar que el señor Antolini me estaba haciendo una insinuación de invertido. Tal vez al pobre hombre sólo le gustaba acariciar la cabeza de los tipos dormidos sin ninguna mala intención. ¿Cómo es posible estar bien seguro de una cosa así? Hasta empecé a preguntarme si no había hecho mal en no retirar las valijas y volver a casa del profesor como le había prometido. Quiero decir que empecé a pensar que, aun en el caso de que fuera un homosexual, el señor Antolini se había portado muy bien conmigo. Pensé que no le había importado nada que lo despertara a una hora tan intempestiva y que me ofreció su casa en seguida. Y en todas las molestias que se tomó para aconsejarme que tratara de encontrar el tamaño de mi mente y todo, y cómo fue el único que se acercó a aquel muchacho, James Castle, de que les hablé, cuando estaba muerto. Pensé en todas esas cosas. Y cuanto más pensaba en ellas, más deprimido me sentía. Quiero decir que empecé a pensar que tal vez debía haber regresado a casa del señor Antolini. A lo mejor sólo me palmeó la cabeza porque me apreciaba. Cuanto más pensaba en todo aquello, más triste y deprimido me ponía. Y lo que empeoraba todavía las cosas era que tenía los ojos más irritados que el demonio. Me ardían por la falta de sueño.

Además, estaba algo resfriado y no llevaba encima ni un cochino pañuelo. Guardaba algunos en una valija, pero no tenía ganas de retirarla del depósito y abrirla en público y todo.

Alguien había dejado abandonada una revista en el banco contiguo, así que empecé a hojearla pensando que me haría olvidar, al menos por un rato, al señor Antolini y un millón de otras cosas. Pero el maldito artículo que comencé a leer me hizo sentir mucho peor. Trataba de las hormonas. Describía el aspecto que uno debe tener si le funcionan bien las hormonas y encontré que mi aspecto era muy diferente. Yo me parecía, exactamente, al tipo del artículo con hormonas deficientes. Así que comencé a preocuparme por mis hormonas. Luego leí otro artículo acerca de cómo uno puede saber si tiene cáncer o no. Decía que si uno tiene llagas en la boca que no se curan pronto, es señal de que, probablemente está enfermo de cáncer. Yo ya hacía «dos semanas» que tenía una irritación dentro del labio. Así que pensé que debía tener cáncer. Aquélla sí que era una revista alegre. Por fin, dejé de leer y salí a dar un paseo. Pensé que iba a morir antes de dos meses, porque tenía cáncer. De verdad. Hasta estaba seguro de ello. Y la perspectiva no me alegraba mucho.

Parecía que iba a llover, pero igual salí de paseo. Pensé que tenía que desayunarme. No sentía nada de apetito, pero igual pensé que era necesario que comiera algo. Quiero decir, algo con algunas vitaminas. Así que me dirigí hacia el este, donde están los restaurantes más baratos, porque no quería gastar mucho.

Mientras caminaba pasé al lado de dos tipos que estaban descargando de un camión un gran árbol de Navidad. Uno de ellos le decía al otro:

—¡Levanta más al mal parido! ¡Levántalo, por Cristo!.

¡Linda manera de hablar de un árbol de Navidad! Pero, de cierta manera horrible, la cosa no carecía de gracia y empecé a reírme. Fue lo peor que pude haber hecho, pues en cuanto me empecé a reír pensé que iba a vomitar. De verdad. En realidad, hasta empecé a hacerlo, pero me pasó. Todavía no sé por qué. Quiero decir que no había comido nada indigesto y, por lo general, tengo el estómago bastante fuerte. Bueno, conseguí reponerme, y pensé que tal vez me sentiría mejor si comiera algo. Así que entré en un restaurante muy modesto y pedí café con buñuelos. Sólo que no comí los buñuelos. No podía tragarlos bien, La cosa es que cuando uno está muy deprimido por algún motivo, le resulta muy difícil tragar algo. Sin embargo, el mozo fue muy amable. Volvió a llevarse los buñuelos sin cobrármelos. Sólo bebí el café. Luego abandoné el restaurante y, empecé a caminar hacia la Quinta Avenida.

Era lunes, la Navidad estaba muy próxima y todas las tiendas se hallaban abiertas. Así que no resultaba desagradable caminar por la Quinta Avenida. El ambiente era bastante navideño. En todas las esquinas se veía a Santa Claus tocando campanillas y las chicas del Ejército de Salvación, esas que no usan lápiz labial ni nada, también tocaban campanillas. Yo trataba de descubrir a las dos monjas que había conocido el día anterior tomando el desayuno, pero no las vi. Sabía que no iba a verlas, porque me dijeron que habían venido a Nueva York para ser maestras, pero igual las buscaba con la vista. Bueno, de repente, todo me pareció muy navideño. Un millón de niños pequeños andaban por el centro con sus madres, ascendían a ómnibus y los dejaban, y entraban y salían de las tiendas. Hubiese deseado que Phoebe estuviera allí. Ya no es lo suficientemente pequeña para quedarse extasiada en la sección juguetería, pero le gusta corretear y mirar a la gente. En la penúltima Navidad la llevé de compras conmigo. Se divirtió muchísimo. Creo que fue en Bloomingdale. Fuimos a la sección zapatería y fingimos que Phoebe quería un par de bolitas para la lluvia, de esas que tienen como un millón de ojales para abrochar. Casi volvimos loco al pobre vendedor. Phoebe se probó como veinte pares, y el pobre tipo no tuvo más remedio que atarle, todas las veces, una bota hasta arriba. Comprendo que no estaba bien, pero Phoebe se mataba de risa.

Por fin, compramos un par de mocasines que hicimos cargar en cuenta. Sin embargo, el vendedor fue muy amable. Creo que se dio cuenta de que estábamos de broma, porque Phoebe siempre se echa a reír.

Bueno, anduve caminando por la Quinta Avenida sin corbata ni nada. Luego, de repente, empezó a pasarme algo verdaderamente impresionante. Cada vez que llegaba al final de una cuadra y bajaba el maldito cordón, tenía la sensación de que no iba a llegar al otro lado de la calle. Pensaba que iba a empezar a hundirme, hundirme, hundirme, y que nadie volvería a verme. Me llevé un susto que ni siquiera pueden imaginarse. Empecé a sudar como un degenerado y se me empapó la camisa, la ropa interior y todo. Luego comencé a nacer otra cosa. Cada vez que llegaba al final de una cuadra fingía hablar con mi hermano Allie. Le decía: «Allie, no me dejes desaparecer. Allie, no me dejes desaparecer. Allie, no me dejes desaparecer. Por favor, Allie.» Y luego, cuando llegaba al otro lado de la calle sin desaparecer, le daba las gracias. Y la cosa volvía a empezar de nuevo en cuanto llegaba a la próxima esquina. Pero seguía caminando. Creo que temía detenerme, aunque si quieren que les confiese la verdad, no lo recuerdo bien. Sé que no me detuve hasta que pasé el zoológico y todo. Luego me senté en un banco. No lograba normalizar la respiración y todavía estaba sudando como un degenerado. Creo que debo haber estado sentado allí alrededor de una hora. Al fin decidí irme de Nueva York. Decidí no regresar a casa nunca ni volver más a ningún colegio. Decidí ver a Phoebe para despedirme de ella y devolverle el dinero de Navidad que me había prestado, y luego dirigirme al oeste deteniendo autos en la carretera. Pensé ir al túnel Holland para detener a un automovilista y pedirle que me llevara y luego a otro, a otro y a otro, y en pocos días, me encontraría en pleno oeste lindo y soleado. Allí, donde nadie me conocía, conseguiría un empleo. Pensé que tal vez conseguiría un empleo en alguna estación de servicio, para echar nafta y aceite a los automóviles de la gente. Sin embargo no me importaba la clase de trabajo que fuese. Con tal de no conocer a nadie y de que nadie me conociera. Pensé fingir que era sordomudo. Así no tendría que mantener ninguna estúpida e inútil conversación con nadie. Si alguien quería decirme algo no tendría más remedio que escribirlo en un trozo de papel y mostrármelo. Después de un tiempo se aburrirían de hacerlo, y ya no me vería obligado a mantener conversaciones durante el resto de mi vida. Todos creerían que era un pobre degenerado sordomudo y me dejarían tranquilo. Me permitirían echar nafta y aceite en sus estúpidos autos y me pagarían un sueldo por hacerlo, y con ese dinero construiría una cabaña en alguna parte para pasar en ella el resto de mi vida. La levantaría al borde de los bosques, pero no en su interior, porque querría que fuese muy soleada todo el tiempo. Me haría yo mismo la comida y, más tarde, si deseaba casarme, conocería a una hermosa chica también sordomuda y la desposaría. Vendría a vivir conmigo a la cabaña y cuando quisiera decirme algo, tendría que escribirlo en un cochino pedazo de papel, como todo el mundo. Si teníamos hijos los esconderíamos en alguna parte. Podríamos comprarles un montón de libros y enseñarles nosotros a leer y escribir.

Me puse muy excitado pensando en todas esas cosas, de verdad. Sabía que la parte de fingir que era sordomudo era una locura, pero de todos modos me gustaba pensar en ella. Pero de verdad decidí irme al oeste y todo. Lo único que quería era despedirme de Phoebe. Así que, de pronto, eché a correr como un loco por la calle y fui a una papelería, donde compré papel y lápiz. Pensé escribirle a Phoebe una nota indicándole el lugar donde debíamos encontrarnos, para despedirme de ella y devolverle el dinero de Navidad. Luego llevaría la nota a la escuela y conseguiría que alguien de la oficina del director se la entregara a Phoebe. Pero sólo guardé el lápiz y el papel en el bolsillo y empecé a caminar lo más aprisa posible hacia la escuela: estaba demasiado excitado para escribir la nota en la papelería. Caminaba muy aprisa, porque deseaba que Phoebe recibiera la nota antes de ir a casa para almorzar y ya no me quedaba mucho tiempo.

Sabía, naturalmente, dónde estaba la escuela, porque estudié en ella cuando era chico. Cuando llegué me sentí raro. No estaba seguro de recordar cómo era la escuela por dentro, pero no se me había olvidado. Estaba exactamente lo mismo que cuando yo iba. Tenía el mismo gran patio interior, que siempre estaba un poco oscuro, con las lámparas rodeadas de una jaulita de alambre para protegerlas de los pelotazos. También seguían pintados en el suelo los mismos círculos blancos que servían para algunos juegos. Y seguían ahí los mismos arcos de baloncesto, sin redes… sólo las tablas y los aros.

No se veía a nadie, probablemente, porque todos los alumnos estaban en clase y no había llegado todavía la hora de almorzar. No vi más que a un niño pequeño, un niño negro, camino al cuarto de baño. Del bolsillo trasero del pantalón le salía uno de esos pases de madera, igual a los que nos entregaban a nosotros para indicar que teníamos permiso para ir al cuarto de baño.

Estaba sudando todavía, aunque ya no tanto. Me dirigí a la escalera, tomé asiento en el primer escalón y saqué del bolsillo el papel y el lápiz que había comprado. La escalera olía igual que en mis tiempos. Como si alguien acabara de orinar en ella. Las escaleras de las escuelas, todas huelen así. De todos modos me senté y escribí esta nota:

Querida Phoebe:

«Como ya no puedo esperar hasta el miércoles, es posible que parta hacia el oeste esta misma tarde.

Te esperaré a las doce y cuarto en la puerta del Museo de Arte para despedirme y devolverte el dinero de Navidad que me prestaste. No gasté mucho.»

Cariños

HOLDEN

La escuela quedaba muy cerca del museo, y ella tenía que pasar por allí, de todas maneras, para ir a comer, así que podría encontrarme sin ningún trastorno.

Luego subí la escalera camino de la oficina del director para entregarle la nota a cualquiera que se ofreciera a llevarla al aula de Phoebe. La doblé como diez veces para que nadie la abriera. En las malditas escuelas no se puede confiar en nadie. Pero me parecía que siendo, como era, hermano de Phoebe, no se opondrían a entregarle a ella la nota.

Con todo, mientras subía las escaleras volví de pronto a sentir ganas de vomitar. Pero fue una falsa alarma. Me senté un segundo y en seguida me sentí mejor. Pero mientras estaba sentado vi algo que me volvió loco. Alguien había escrito en la pared «Te jodo».

Estuve a punto de volverme loco. Pensé cómo Phoebe y todos los otros pequeños lo verían, y cómo se preguntarían qué quería decir hasta que, por fin, algún chiquillo indecente se lo explicaría, y cómo todos se pondrían a pensar, y hasta estarían preocupados por aquello durante un par de días. Sentía ganas de matar al que lo hubiese escrito. Me imaginé que debía haber sido algún vago pervertido que se introdujo furtivamente en la escuela a altas horas de la noche para orinar o algo así, y luego lo escribió en la pared. Me imaginaba a mí mismo sorprendiéndolo y destrozándole la cabeza contra los escalones de piedra hasta dejarlo muerto y ensangrentado. Pero también sabía que, llegado el caso, no iba a tener agallas suficientes para hacerlo. Estaba seguro. Eso me deprimió todavía más. Apenas tuve el valor suficiente para borrarlo de la pared con la mano, si quieren que les confiese la verdad. Temía que algún maestro me sorprendiera borrándolo y pensase que yo lo había escrito. Pero, por fin, lo borré de todos modos. Luego me dirigí a la oficina del director.

El director no estaba, al parecer, pero me atendió una anciana como de cien años que estaba frente a una máquina de escribir. Le dije que era hermano de Phoebe Caulfield, alumna de 4B-1, y le rogué que hiciera el favor de hacer llegar la nota a Phoebe. Le dije que era muy importante, porque mi madre estaba enferma y no podía preparar el almuerzo, así que Phoebe debía encontrarse conmigo para luego ir a comer a un restaurante. La anciana me atendió con suma amabilidad. Tomó la nota y llamó a otra señora que estaba en la oficina contigua, y está última fue a entregarle la nota a Phoebe. Luego, la anciana que tenía alrededor de cien años y yo conversamos un momento. Era muy simpática y le conté cómo todos mis hermanos y yo habíamos ido a esa misma escuela. Me preguntó a qué colegio iba ahora; le contesté que a Pencey y me dijo que tenía entendido que Pencey era un excelente colegio. Aun de haberlo deseado no hubiese tenido la fuerza suficiente para sacarla de su error. Además, si creía que Pencey era un colegio muy bueno, allá ella. ¡Cómo va uno a tratar de meterle algo nuevo en la cabeza a una persona que tiene alrededor de cien años! Después de un rato me fui. Fue curioso. Me gritó «¡Buena suerte!», lo mismo que el viejo Spencer cuando abandoné Pencey. Dios mío, cómo detesto que alguien me grite «¡Buena suerte!» cuando me voy de algún sitio. Es deprimente. Bajé por otra escalera y vi otro «Te jodo» en la pared. Traté de borrarlo con la mano otra vez, pero estaba tallado con un cuchillo o algún obj eto cortante. Imposible hacerlo desaparecer. De todas maneras, era trabajo inútil. Aun disponiendo de un millón de años para hacerlo sería imposible borrar la mitad de las inscripciones «Te jodo» que hay en el mundo.

Miré el reloj del patio de recreo y eran sólo las doce menos veinte, así que tenía mucho tiempo por delante antes de encontrarme con Phoebe. Pero igual me dirigí directamente al museo. No tenía ningún otro lado adonde ir. Pensé que podría entrar en una cabina telefónica para despedirme de Jane Gallagher, antes de iniciar mi viaje al oeste, pero no estaba de humor. Además, todavía no tenía la seguridad de que Jane hubiese llegado a casa para pasar las vacaciones. Así que me dirigí al museo y esperé.

Mientras esperaba en el interior del museo se me acercaron dos niñitos y me preguntaron si sabía dónde estaban las momias. Uno de los chicos, el que me habló, tenía abiertos los pantalones. Se lo hice notar. Así que se los abrochó en el mismo lugar, mientras conversaba conmigo… ni siquiera se molestó en ocultarse detrás de alguna columna ni nada. Aquello me mató. Me hubiese echado a reír, pero no lo hice, pues temí que volvieran a darme ganas de vomitar.

—¿Dónde están las momias, maestro? — repitió el pequeño—. ¿Sabe dónde están?

Traté de divertirme un rato con ellos. / —¿Las momias? ¿Y qué son las momias? —le pregunté al pequeño.

—Las momias… los_ tipos muertos. Esas que entierran en las tumbas y todo.

—¿Cómo es que ustedes dos no están en la escuela?

—Hoy no hay escuela —contestó el chico que llevaba la voz cantante.

Estaba seguro de que el pequeño degenerado me estaba mintiendo, pero como no tenía nada mejor que hacer hasta que llegara Phoebe, los ayudé a encontrar el lugar donde estaban las momias. En un tiempo sabía perfectamente dónde se hallaban, pero hacía años que no visitaba el museo.

—¿A ustedes dos les interesan mucho las momias?

—Sí.

—¿Tu amigo puede hablar?

—No es amigo. Es mi hermano.

—¿Puede hablar? —Miré al que no pronunciaba una palabra—. ¿No sabes hablar? —le pregunté.

—Sé hablar; pero no tengo ganas.

Por fin encontramos el emplazamiento de las momias y entramos.

—¿Sabes cómo enterraban los egipcios a sus muertos? — le pregunté al chico que me había dirigido la palabra en primer término.

—No.

—Pues deberías saberlo. Es muy interesante. Les envolvían la cara con telas tratadas con una sustancia química secreta. Así podían permanecer enterrados en sus tumbas durante miles de años sin que la cara se les descompusiese ni nada. Nadie sabe hacerlo excepto los egipcios. Ni siquiera la ciencia moderna.

Para llegar donde estaban las momias había que bajar por una especie de salón estrecho, que tenía, a uno de los lados piedras traídas de las tumbas de los faraones y todo. Era bastante impresionante y resultaba evidente que los dos personajes que me acompañaban no las tenían todas consigo. No se separaban de mí y el que apenas hablaba, me agarraba, prácticamente, el brazo.

—Vamos — dijo dirigiéndose a su hermano —. Ya las vi. Vamos, oye.

Se dio vuelta y huyó.

—Es un cobardón —dijo el otro—. ¡Adiós! —y se escapó también.

Entonces me quedé solo en la tumba. En cierto modo me gustaba. Estaba tan agradable y tranquila. Luego, de pronto, nunca adivinarán lo que vi en la pared. Otro «Te jodo». Estaba escrito con lápiz colorado o algo por el estilo, justo debajo de la parte de vidrio de la pared, bajo las piedras.

Eso es lo malo, no se puede encontrar un lugar agradable y tranquilo, porque no lo hay. Tal vez crean que lo hay, pero una vez que estén allí, en cuanto se descuiden, alguien escribirá «Te jodo». Hagan la prueba. Creo que si alguna vez me muero y me entierran en un cementerio con una lápida y todo, que diga «Holden Caulfield» y los años en que nací y morí, debajo de todo escribirán: «Te jodo». Estoy segurísimo.

Después que salí del lugar donde estaban las momias me vi obligado a ir al baño. Si quieren que les confiese la verdad, tenía diarrea. El episodio de la diarrea no me hubiese importado mayormente, pero me sucedió otra cosa. Cuando salía del baño y antes de llegar a la puerta, me desmayé. Tuve suerte, es decir, muy bien pude haberme matado contra el piso, pero caí de costado. Pero luego que recobré el conocimiento me sentí mejor. Me dolía el brazo sobre el que caí, pero ya no me sentía tan mareado.

Para entonces eran alrededor de las doce y diez, así que fui a la puerta a esperar a Phoebe. Pensé que era la última vez que la vería. Quiero decir, a ella y a todos mis parientes. Pensé que tal vez volvería a verlos alguna vez, pero no antes de que pasaran muchos años. Se me ocurrió que podría volver a casa cuando tuviera alrededor de treinta y cinco años, si alguien se enfermaba y deseaba verme antes de morir; pero eso sería lo único que me haría abandonar mi cabaña. Hasta traté de imaginarme cómo sería la escena cuando regresara. Sabía que mi madre se iba a poner más nerviosa que el demonio y que se echaría a llorar y me rogaría que me quedara en casa y no volviera a mi cabaña, pero no le haría caso. Entonces trataría de que se calmara, me dirigiría al otro extremo del living y sacaría de la caja un cigarrillo que encendería con frialdad glacial. Les diría a todos que podían ir a visitarme cuando se les antojara, pero no insistiría ni nada. Pero le permitiría a Phoebe que viniese a visitarme por el verano y durante las vacaciones de Navidad y Pascua. Y también le permitiría a D. B. venir a visitarme durante un tiempo, si deseaba un lugar tranquilo y hermoso para escribir; pero en mi cabaña no podría escribir películas, solamente cuentos y libros, implantaría la regla de que nadie podía hacer nada falso mientras estuviera en mi cabaña. Si alguien trataba de hacer algo falso no le permitiría quedarse.

De pronto miré el reloj: era la una menos veinticinco. Empecé a temer que tal vez la anciana de la escuela le hubiese dicho a la otra señora que no le entregara la nota a Phoebe. Empecé a temer que le hubiese ordenado que la quemara o algo por el estilo. De verdad me asusté mucho. Sentía muchos deseos de ver a Phoebe antes de partir. Además, tenía en mi poder todo su dinero de Navidad.

Por fin la vi. La vi a través de la parte de vidrio de la puerta. La vi porque tenía puesta mi absurda gorra de caza… gorra que era visible a diez kilómetros de distancia.

Empecé a bajar los escalones de piedra para ir a su encuentro. Pero no podía comprender para qué traía Phoebe aquella gran valija. Estaba cruzando la Quinta Avenida, arrastrando la condenada valija. Apenas podía con ella. Cuando me acerqué vi que era mi valija vieja, la que usaba cuando iba a Wnooton. No comprendía lo que mi hermanita estaba haciendo con ella.

—¡Hola! —me dijo Phoebe cuando se acercó. Estaba sin aliento, debido al esfuerzo que tenía que hacer para llevar la valija.

—Creí que a lo mejor no venías —le dije—. ¿Qué demonios traes en la valija? No necesito nada. Voy a marcharme con lo puesto. Ni siquiera pienso llevar las valijas que tengo depositadas en la estación. ¿Qué diablos traes ahí?

—Mi ropa —contestó dejando la valija en el suelo—. Me voy contigo. ¿Me dejarás? ¿No es cierto?

—¿Qué? — dije. Estuve a punto de caerme de espaldas al oír aquello. Lo juro por Dios. Me sentía un poco mareado y creí que iba a volver a desmayarme.

—Bajé por el ascensor de atrás para que no me viera Charlene. La valija no es muy pesada. No traigo en ella más que dos vestidos, los mocasines, ropa interior, medias y otras cositas. Levántala. No pesa nada. Levántala aunque no sea más que una vez… ¿Puedo ir contigo, Holden? «Por favor».

—No. Cállate.

Pensé que iba a volver a desmayarme. No quería hablarle con tanta rudeza, pero me pareció que iba a perder de nuevo el sentido.

—¿Por qué no puedo? «Por favor», Holden, no haré nada, solamente iré contigo. Ni siquiera llevaré mi ropa si tú no quieres. .. llevaré únicamente mi…

—No llevarás nada, porque no vendrás. Me iré solo. Así que cállate de una vez.

—Por favor, Holden. Déjame ir. Seré muy, muy, muy… Ni siquiera…

—No vendrás. Y ahora haz el favor de callarte. Dame esa valija — dije. Le quité la valija. Hasta estuve a punto de pegarle. Durante un instante me pareció que iba a pegarle. De verdad.

Phoebe empezó a llorar.

—Creí que tenías que trabajar en una obra de teatro de la escuela y todo. Creí que tenías que hacer el papel de Benedict Arnold —le dije. Se lo dije de muy mal modo—. ¿Qué es lo que andas buscando? ¿No tomar parte en la obra? ¡Por el amor de Dios!

Estas palabras la hicieron llorar más todavía. Estaba contento. De repente deseé que Phoebe llorase hasta que, prácticamente, se le cayeran los ojos. Creo que le tenía rabia, sobre todo porque no podría tomar parte en la pieza si se venía conmigo.

—Ven — le dije. Empecé a subir de nuevo los escalones del museo. Pensé que lo mejor era depositar la absurda valija que Phoebe había traído en el depósito y volver a retirarla a las tres, después de la escuela. Sabía que ella no podía llevarla a la escuela.

—Vamos, ven — dije.

Sin embargo, no subió los escalones detrás de mí. No quería acompañarme. No obstante, fui al depósito, dejé la valija y luego volví a bajar. Phoebe estaba todavía inmóvil en la acera, pero me dio la espalda cuando me acerqué. Es una cosa que suele hacer con frecuencia.

—No pienso irme a ninguna parte. Cambié de idea. Así que cállate y deja de llorar de una vez —dije.

Lo gracioso era que ella ya no lloraba cuando se lo dije. Pero se lo dije igual.

—Vamos, ven. Te acompañaré a la escuela. Vamos. Llegarás tarde.

Pero no me contestó ni nada. Traté de tomarla de la mano, pero no me lo permitió. Cada vez que me acercaba se daba vuelta.

—¿Almorzaste? ¿Almorzaste ya? —le pregunté.

No me contestó. Lo único que hizo fue quitarse la gorra de caza, la que yo le había regalado, y tirármela a la cara. Luego volvió a darme la espalda. Aquello casi me mató, pero no dije una sola palabra. Me limité a recoger la gorra y guardarla en el bolsillo del abrigo.

—Vamos, ven. Te acompañaré a la escuela —dije.

—No pienso volver a la escuela.

Cuando me dijo eso no supe qué contestarle. Permanecí indeciso un par de minutos.

—«Tienes» que volver a la escuela. Quieres trabajar en esa obra, ¿verdad? Quieres hacer el papel de Benedic Arnold, ¿no es cierto?

—No.

—Claro que quieres. Bueno, ahora ven conmigo —dije—. En primer lugar, ya te dije que no pienso irme a ninguna parte. Volveré a casa. Volveré a casa en cuanto te deje en el colegio. Iré primero a la estación a retirar las valijas, y luego pienso ir directamente…

—He dicho que no volveré a la escuela. Tú puedes hacer lo que te dé la gana, pero yo no volveré a la escuela — me dijo—. Así que cállate.

Era la primera vez que me decía que me callase y me pareció terrible. Me causó peor efecto que si Phoebe hubiese pronunciado una mala palabra. Además, todavía no me miraba y cada vez que intentaba ponerle la mano en el hombro o algo parecido, no me lo permitía.

—¿Oye, quieres que vayamos a dar un paseo? —le pregunté—. ¿Quieres que vayamos al zoológico? Si te llevo a dar un paseo en vez de obligarte a volver a la escuela, ¿te dejarás de todas estas tonterías?

Como no me contestó nada se lo dije de nuevo.

—Si te permito hacerte la rabona esta tarde y te llevo a dar un paseo, ¿te dejarás de todas estas tonterías? ¿Volverás mañana a la escuela como una buena chica?

—Puede que sí y puede que no —repuso. Luego echó a correr como una flecha a través de la calle, sin mirar siquiera si venía algún auto. A veces se pone como loca.

Sin embargo no la seguí. Sabía que vendría detrás de mí, así que empecé a caminar hacia el zoológico por el lado del parque mientras ella se puso en marcha por el otro lado de la calle. Continuaba fingiendo no mirarme, pero estaba seguro de que lo hacía con el rabillo del ojo. Bueno, caminamos en esa forma todo el trayecto hasta el zoológico. Lo único que me preocupó fue la aparición de un ómnibus con imperial, pues me impidió verla durante unos instantes. Pero cuando llegamos al zoológico le grité:

—¡Phoebe! ¡Voy a entrar al zoológico! ¡Ven conmigo!

No me miró, pero estaba seguro de que me había oído, y cuando empecé a bajar los escalones del zoológico me di vuelta y vi que ella estaba cruzando la calle, para seguirme y todo.

No había mucha gente en el zoológico, porque el día era bastante malo, pero se veían algunas personas alrededor de la piscina de los leones marinos y todo. Me disponía a seguir, pero Phoebe se detuvo, como si tuviera interés en ver cómo comían los leones marinos — un tipo les estaba arrojando pescados —, así que me detuve. Pensé que era una buena oportunidad para hacer las paces con ella. Me acerqué a ella y le coloqué las manos sobre los hombros, pero dobló las rodillas y se zafó. Permaneció allí mientras les daban de comer a los leones marinos y yo continué detrás de ella. No volví a ponerle las manos sobre los hombros ni nada, porque si lo hubiese hecho estoy seguro de que me hubiera pegado.

Los chicos son graciosos. Con ellos hay que tener mucho cuidado con lo que se hace.

Cuando nos alejamos de la piscina de los leones marinos, Phoebe no caminaba todavía a mi lado, pero no iba muy lejos. Caminaba por un lado de la acera mientras yo lo hacía por el otro. No era gran cosa, pero sí mejor que si lo hiciera a un kilómetro de distancia, como antes. Fuimos un rato a ver los osos que están sobre una lomita, pero no había mucho que ver. Únicamente el oso polar estaba afuera. El otro, el pardo, estaba metido en su maldita cueva y no quería salir. Sólo se le veía la cola. Había un chico a mi lado con un sombrero de vaquero prácticamente metido hasta las orejas, que le decía continuamente a su padre.

—Oblígalo a salir, padre. Oblígalo a salir.

Miré a Phoebe, pero no se reía. Ya saben cómo son los chicos cuando están enojados con uno.

No se ríen ni nada.

Después que nos apartamos de los osos, abandonamos el zoológico y cruzamos una callejuela del parque, y luego penetramos en uno de esos pequeños túneles que siempre huelen como si alguien acabara de orinar. Era camino del tiovivo. Phoebe todavía no me hablaba ni nada, pero ya caminaba a mi lado. Quise tomarla del cinturón de la chaqueta, pero no me lo permitió. Me dijo:

—Hazme el favor de tener las manos quietas.

Seguía enojada conmigo. Pero ya no tanto como antes. De todos modos nos íbamos acercando al tiovivo y ya se oía la música que siempre toca. Estaba tocando «¡Oh, Marie!» Tocaba la misma pieza que cuando yo era pequeño, hace más de cincuenta años. Lo lindo que tienen los tiovivos es que siempre tocan las mismas piezas.

—Creí que el tiovivo estaba cerrado en invierno — me dijo Phoebe. Era prácticamente la primera vez que me dirigía la palabra. Debía haber olvidado, probablemente, que estaba enojada conmigo.

—Debe ser porque estamos en Navidad — dije.

No volvió a decir nada. Debió recordar que estaba enojada conmigo.

—¿Quieres dar una vuelta en el tiovivo? —le pregunté. Sabía que, probablemente, querría hacerlo. Cuando era muy pequeñita y Allie, D. B. y yo la llevábamos al parque, estaba loca con el tiovivo. Era imposible hacerla salir del condenado aparato.

—Soy demasiado grande — me dijo. Creí que no iba a contestarme siquiera, pero me equivoqué.

—No, no lo eres. ¿Por qué no vas? Te esperaré aquí. ¿Por qué no vas? —le dije. Habíamos llegado al tiovivo. Había algunos niños en él, la mayor parte muy pequeños y algunos padres esperándolos afuera, sentados en los bancos. Fui a la ventanilla donde vendían los boletos y saqué uno para Phoebe. Luego se lo entregué.

—Toma — le dije —. Espera un momento…, voy a darte también el resto de tu dinero.

Me dispuse a devolverle el dinero que me había prestado.

—Guárdalo. Guárdamelo —dijo. Luego agregó apresuradamente—: Por favor.

Es deprimente que alguien le diga a uno «por favor». Quiero decir, si se trata de alguien como Phoebe. Aquello me deprimió de una manera tremenda. Pero volví a guardar el dinero en el bolsillo.

—¿No vas a acompañarme? —me preguntó. Me estaba mirando de una manera extraña. Era evidente que ya no estaba enojada conmigo.

—Tal vez lo haga la próxima vuelta. Ahora me conformaré con mirarte — dije —. ¿Tienes el boleto?

—Sí.

—Bueno, anda entonces… Te esperaré en este banco.

Me senté en aquel banco y ella fue y entró en el tiovivo. Dio una vuelta alrededor. Luego se sentó en un gran caballo castaño, viejo y baqueteado. El tiovivo empezó a girar, y la miré dar vueltas y más vueltas. Había solamente cinco o seis niños más y el tiovivo tocaba «Hay humo en tus ojos». Lo tocaba de una manera muy sincopada y curiosa. Todos los niños, incluso Phoebe, trataban de agarrar la sortija dorada, y yo medio temía que se fuese a caer del condenado caballo, pero no hice ni dije nada. Cuando los niños quieren agarrar la sortija dorada, hay que dejarlos y no decirles nada. Si se caen que se caigan, pero es malo decirles algo.

Cuando terminó la vuelta Phoebe abandonó el caballo y se acercó.

—Esta vez tienes que acompañarme —dijo.

—No, me contentaré con mirarte. Creo que voy a contentarme con mirarte —dije. Le di plata—. Toma. Saca más boletos.

Aceptó el dinero.

—Ya no estoy enojada contigo —dijo.

—Lo sé. Apúrate… va a empezar otra vuelta.

Entonces, sorpresivamente, me dio un beso. Luego estiró la mano y dijo:

—Está lloviendo. Está empezando a llover.

—Lo sé.

Luego hizo algo que casi me mató. Metió la mano en el bolsillo de mi abrigo, sacó mi gorra de caza roja y me la puso en la cabeza.

—¿No la quieres? — le pregunté.

—La quiero, pero puedes ponértela un ratito.

—Bueno, ahora apúrate. Vas a perder la vuelta. No vas a encontrar tu caballo ni nada.

Sin embargo, continuó a mi lado.

—¿Hablaste en serio? ¿Es cierto que no piensas irte a ninguna parte? ¿De veras vas a ir a casa después? — me preguntó.

—Sí —contesté. Y era verdad. No le estaba mintiendo. De verdad me fui a casa después.

—Ahora, apúrate —dij e—. Va a empezar la vuelta.

Echó a correr, sacó un boleto, y llegó al condenado tiovivo justo a tiempo. Luego dio una vuelta alrededor hasta que encontró su caballo. Se subió a él. Me saludó con la mano y le devolví el saludo en la misma forma.

¡Cómo empezó a llover! A baldes. Los padres y todo el mundo corrieron a guarecerse bajo el techo del tiovivo, para no calarse hasta los huesos ni nada, pero yo continué largo rato en el banco. Me mojé mucho, sobre todo el cuello y los pantalones. La gorra de caza me protegió bastante, en cierta forma, pero igual me calé. Sin embargo, no me importaba. De pronto sentí una felicidad tan grande al ver cómo giraba y giraba Phoebe. Estuve en un tris de ponerme a gritar. Si quieren que les confiese la verdad, en mi vida me había sentido más feliz. No sé por qué. Es que Phoebe estaba tan linda girando y girando con su chaquetita azul y todo. Dios mío, cómo me hubiese gustado que ustedes hubiesen estado allí.