XXIV

El matrimonio Antolini vive en un departamento muy elegante situado en Sutton Place, con dos escalones para bajar al living, bar y todo. Estuve allí algunas veces, porque después que abandoné Elkton Hills, el señor Antolini vino a cenar a casa con frecuencia para ver cómo me iba. Entonces todavía no estaba casado. Luego, cuando se casó, yo solía jugar al tenis con él y la señora Antolini, con cierta frecuencia, en el West Side Tennis Club, Forest Hills, Long Island. La señora Antolini era de allí. Estaba cargada de plata. Era como sesenta años más vieja que el señor Antolini, pero al parecer se llevaban muy bien. Eran ambos muy intelectuales, en especial el señor Antolini, aunque éste, cuando estaba con uno, resultaba más ocurrente que intelectual, en lo que se parecía bastante a mi hermano D. B. La señora Antolini era más bien seria. Estaba bastante enferma de asma. Ambos leían todos los cuentos de D. B., y cuando D. B. se fue a Hollywood, el señor Antolini le telefoneó para pedirle que no lo hiciera. Pero aunque el señor Antolini le dijo a D. B. que una persona que escribía tan bien como él no tenía nada que hacer en Hollywood, D. B. se fue lo mismo.

Hubiese ido caminando a casa del señor Antolini, pues no quería gastar del dinero de Navidad de Phoebe más de lo absolutamente necesario, pero cuando salí, no me sentía bien. Estaba algo mareado. De modo que tomé un taxi. No quería tomarlo, pero lo hice. Y me costó un trabajo tremendo encontrarlo.

El señor Antolini vino a abrirme la puerta cuando toqué el timbre, después que el degenerado del ascensorista consintió, por fin, en subirme. El señor Antolini estaba con bata y zapatillas y tenía un whisky con hielo y soda en la mano. Era un tipo muy refinado y fuerte bebedor.

—¡Hola, Holden! —me dijo—. Dios mío, has crecido otro medio metro. Me encanta verte.

—¿Cómo está usted, señor Antolini? ¿Y cómo sigue su esposa?

—Perfectamente. Dame el abrigo —Me quitó el abrigo y fue a colgarlo—. Esperaba verte con un recién nacido en los brazos. Sin tener adonde ir. Y con las pestañas cubiertas de nieve.

A veces es muy ocurrente. Se dio vuelta y gritó en dirección a la cocina.

—¡Lillian! ¿Llegará alguna vez ese café? —La esposa de Antolini se llamaba Lillian.

—Ya va a estar —gritó la señora—. ¿Es Holden? ¡Hola, Holden!

—¿Cómo le va, señora?

En aquella casa siempre había que estar gritando, porque ambos esposos nunca estaban en la misma habitación al mismo tiempo. Resultaba algo raro.

—Siéntate, Holden — dijo el señor Antolini. Era evidente que ya estaba bastante adobado. El aspecto de la estancia indicaba que acababan de celebrar una fiesta. Estaba todo lleno de vasos y de platitos con maníes.

—Perdona el aspecto que tiene esto — dijo el dueño de casa—. Hemos recibido algunos amigos de mi esposa que viven en Buffalo… En realidad, unos verdaderos búfalos.

Me eché a reír y la señora Antolini gritó algo en la cocina, pero no pude oírla.

—¿Qué dijo? —le pregunté al señor Antolini.

—Dijo que no vayas a mirarla cuando venga con el café. Acaba de levantarse de la cama. Toma un cigarrillo. ¿Fumas ahora?

—Gracias —le dije. Tomé un cigarrillo de la caja que me ofrecía —. Sólo de vez en cuando. Soy un fumador muy moderado.

—Lo creo —dijo. Me dio fuego con el gran encendedor de sobremesa —. ¿Así que Pencey y tú han dejado de ser uno? —Siempre decía las cosas de ese modo. A veces me resultaba muy divertido, pero otras, no. Es que exageraba un poquito. No quiero decir que no fuese ocurrente, lo era, pero a veces le ataca a uno los nervios que alguien esté diciendo continuamente cosas como, «¿Así que Pencey y tú han dejado de ser uno?» También D. B., en ocasiones, abusa de esa manera de expresarse.

—¿Qué te pasó? — me preguntó el señor Antolini —. ¿Cómo te fue en inglés? Si te aplazaron en inglés te pondré en la calle, pequeño campeón de escribir composiciones.

—Oh, aprobé inglés sin dificultad. Sin embargo, era casi todo literatura. No escribí más que un par de composiciones en todo el curso. Pero me aplazaron en expresión oral. En ese colegio tienen una materia llamada expresión oral. En ésa quedé aplazado. —¿Por qué?

—A decir verdad no lo sé.

No tenía ganas de entrar en detalles acerca de aquello. Me sentía algo mareado y, de pronto, me había empezado a doler terriblemente la cabeza. Pero era evidente que el señor Antolini estaba muy interesado, de manera que le conté un poquito del asunto.

—En esa materia todos los alumnos tienen que ponerse de pie y decir un discurso. Ya sabe usted. Improvisado y todo eso. Y si alguno se sale del asunto hay que gritarle «¡digresión!», lo antes posible. Eso me volvía loco. Me pusieron una F. —¿Por qué?

—Oh, no lo sé. Eso de la digresión me atacaba los nervios. Lo malo que tengo es que me gusta que alguien se salga del tema. Me resulta mucho más interesante y todo.

—¿No te agrada que alguien se ciña al asunto cuando te está contando algo?

—Sí, claro, me gusta que la gente se ciña al asunto. Pero me desagrada que se ciña «demasiado» al asunto. No sé, creo que no me gusta que alguien se ciña al asunto todo el tiempo. Los muchachos que sacaban las mejores notas en expresión oral eran los que se ceñían al asunto todo el tiempo, no tengo más remedio que admitirlo. Pero había un muchacho llamado Richard Kinsella. Solía salirse con frecuencia de la cuestión y siempre le estaban gritando «¡digresión!». Era algo terrible, porque, en primer lugar, Kinsella era un tipo muy nervioso y le temblaban los labios cuando se levantaba a decir un discurso, y casi resultaba imposible oírle, si uno estaba sentado en los bancos posteriores de la clase. Sin embargo, cuando los labios dejaban de temblarle, me gustaban sus discursos mucho más que los de ningún otro. No obstante, resultó prácticamente aplazado. Le pusieron una D, porque continuamente le estaban gritando «¡digresión!». Por ejemplo, dijo un discurso sobre una granja que su padre tenía en Ver-mont. Mientras hablaba le estuvieron gritando «¡digresión!» continuamente y el señor Vinson, que era el profesor, le puso una F, porque omitió decir qué plantas y animales había en la granja. Kinsella comenzó hablando de todo eso y luego, de pronto, empezó a referirse a una carta que su madre recibió de un tío de él, y cómo su tío fue atacado de parálisis infantil cuando tenía cuarenta y dos años, y cómo su tío no quería que nadie fuese a visitarlo al hospital porque tenía puesto un aparato. Admito que todo eso no tenía mucho que ver con la granja, pero era «lindo». Es lindo que alguien le hable a uno de algún tío. Sobre todo, cuando empieza por la granja de su padre y luego le interesa más un tío enfermo. Quiero decir que me parece una porquería gritarle «¡digresión!» cuando el orador está todo entusiasmado. .. No sé. Me resulta difícil de explicar.

Tampoco sentía mayores deseos de hacerlo. Me había atacado de pronto un tremendo dolor de cabeza. Le pedí a Dios que la señora Antolini viniese de una vez con el café. Que alguien diga que el café está listo, cuando no es verdad, es otra de las cosas que me pone furioso.

—Holden… Permíteme que te haga ahora una pregunta ligeramente pedagógica. ¿No te parece que hay un tiempo y lugar adecuado para cada cosa? ¿No te parece que si alguien empieza a hablar de la granja de su padre debe ceñirse al tema y sólo después referirse a los aparatos ortopédicos de su tío? ¿Y en caso de que el aparato de su tío le resultara un tema tan atrayente, por qué no lo eligió para el discurso en vez de la granj a del padre?

No tenía ninguna gana de pensar ni de contestar. Me dolía mucho la cabeza y me sentía mal. Si quieren que les confiese la verdad, hasta me dolía el estómago.

—No sé. Tal vez. Podría haber tomado como tema el aparato del tío en vez de la granja del padre, si le interesaba más. Pero la mayoría de las veces uno no sabe bien lo que le interesa más, hasta que empieza a conversar de algo que no le interesa mayormente. Quiero decir que, a veces, es imposible evitarlo. Me parece que debe dejarse a alguien tranquilo cuando está todo excitado contando algo interesante. Me gusta que la gente se excite al contar algo. Me parece lindo. Usted no sabe quién era ese señor Vinson. El y su condenada clase eran capaces de volverlo a uno loco a veces. Quiero decir que siempre le estaba repitiendo a uno que unificara y simplificara. Y hay cosas que uno, sencillamente, es incapaz de hacer. Quiero decir que yo apenas puedo simplificar y unificar algo, sólo porque alguien me lo mande. Usted no conoce a ese señor Vinson. Era muy inteligente y todo, pero resultaba evidente que le faltaba cabeza.

—Señores, por fin llegó el café — dijo la señora Antolini. Entró portadora de una bandeja con café, masas y demás—. No vayas a mirarme, Holden. Estoy hecha un susto.

—Hola, señora —dije. Empecé a levantarme y todo, pero el señor Antolini me agarró de la chaqueta y me obligó a sentarme de nuevo. La señora estaba toda llena de esos rizadores de hierro y no tenía los labios pintados ni nada. No parecía muy hermosa que digamos. La encontré bastante vieja.

—Dejaré esto aquí, para que se sirvan.

Colocó la bandeja sobre la mesita, empujando hacia un costado los vasos sucios.

—¿Cómo está tu mamá, Holden?

—Muy bien, gracias. Hace algún tiempo que no la veo, pero la última…

—Querido, si Holden necesita algo, todo está en el placard. En el estante de arriba. Yo voy a acostarme. Estoy verdaderamente agotada — dijo la señora. Y, en verdad, lo parecía—. ¿Podrán hacer la cama los dos solos, muchachos?

—Nos ocuparemos de todo. Tú corre a la cama —dijo el señor Antolini. Le dio un beso a su esposa y ella, después de despedirse de mí, se fue a su dormitorio. Siempre andaban besándose en público.

Tomé media taza de café y comí la mitad de una masa seca que estaba más dura que una piedra. El señor Antolini no tomó más que otro vaso de whisky con soda. Con mucho whisky y poca soda. Si no se cuida es posible que, con el tiempo, llegue a convertirse en un alcohólico.

—Almorcé con tu padre hace un par de semanas — me dijo de repente—. ¿Lo sabías?

—No.

—Como es natural, comprenderás que tienes a tu padre sumamente preocupado.

—Sé que está preocupado por mí.

—Me parece que, antes de telefonearme, acababa de recibir una carta bastante fuerte del rector de Pencey, en la que le decía que tú no hacías ningún esfuerzo para aprender; que te ibas de las clases; que asistías a todas las clases sin ninguna preparación; que…

—No me fui de ninguna clase. No nos permitían hacerlo. Hubo un par de ellas a las que no asistí de vez en cuando, como esa expresión oral de que le hablé, pero no me retiré de ninguna.

No tenía ninguna gana de hablar de todo aquello. Después de tomar el café sentía el estómago un poco mejor, pero seguía doliéndome horriblemente la cabeza.

El señor Antolini encendió otro cigarrillo. Fumaba como un murciélago. Luego dijo:

—Para serte franco, no sé qué diablo decirte, Holden.

—Lo sé. Soy un tipo con el que resulta difícil conversar. Lo comprendo.

—Tengo la sensación de que te diriges hacia una caída terrible… Pero, honestamente, no sé de qué clase. ¿Me escuchas?

—Sí.

Era evidente que estaba tratando de concentrarse y todo.

—Puede ser que a los treinta años, estés sentado en algún bar mirando con odio a todos los que entren con aspecto de haber jugado al fútbol en el colegio. También es posible que adquieras suficiente cultura y educación para odiar a la gente que dice «estaba delante tuyo». O, a lo mejor, terminas en una oficina arrojándole bolitas de papel a la mecanógrafa más cercana. No sé. ¿Te das cuenta adonde quiero ir a parar?

—Sí, claro. —Y era verdad—. Pero usted se equivoca en eso de los odios, señor Antolini; quiero decir, en eso de odiar a los jugadores de fútbol y demás. Odio a muy poca gente. Odio a algunos durante un tiempo, como me pasó con ese Stradlater que conocí en Pencey y ese otro, Robert Ackley. Admito que los odié durante un tiempo, pero no me dura mucho. Si pasaba una temporadita sin verlos, si no entraban en mi dormitorio o si dejaba de verlos en el comedor durante un par de comidas, hasta los echaba de menos. Aunque le parezca extraño, hasta los echaba de menos.

El señor Antolini estuvo un rato sin decir nada. Se levantó para echar en el vaso otro trozo de hielo y volvió a sentarse. Era evidente que estaba pensando. Yo le pedía a Dios que continuara la conversación al día siguiente, en vez de seguirla en aquel momento, pero el hombre se hallaba muy excitado. A la mayoría de la gente se le ocurre ponerse a discutir cuando uno menos ganas tiene de hacerlo.

—Bueno. Escúchame un minuto… Puede que ahora no consiga expresarme tan memorablemente como me gustaría, pero dentro de un día o dos te escribiré una carta. Entonces es posible que lo comprendas todo. Pero, de todos modos, escúchame ahora un momento.

Comenzó a concentrarse de nuevo. Luego dijo:

—Esa caída a la que creo te diriges, es una caída especial, horrible. Al que cae no le es permitido sentir ni oír que toca el fondo. Continúa cayendo y cayendo. Se trata de una caída reservada para hombres que en un momento u otro de sus vidas buscaban algo que su medio no podía darles. O al menos que ellos creían que su medio no podía darles. Así que dejaron de buscar. En realidad, dejaron de buscar casi antes de empezar. ¿Me sigues?

—Sí, señor.

—¿De verdad?

—Sí.

Se levantó para llenar de nuevo el vaso. Luego volvió a sentarse. Permaneció largo rato sin decir nada.

—No deseo asustarte, pero te veo muriendo, noblemente, de una manera u otra, por alguna causa insignificante. — Me miró de una manera extraña —. Si escribo algo para ti, ¿me prometes leerlo con cuidado? ¿Y conservarlo?

—Sí. No faltaba más —dije. Y cumplí lo prometido. Todavía guardo el papel que me dio.

Se dirigió al escritorio, situado al otro extremo de la habitación y sin sentarse, escribió algo en un trozo de papel. Luego volvió a sentarse con el papel en la mano.

—Aunque parezca extraño no fue escrito por ningún poeta. Lo escribió un psicoanalista llamado Wilnelm Stekel. He aquí lo que… ¿Me sigues?

—Sí, señor.

—He aquí lo que dijo Stekel: «Lo que distingue al hombre inmaturo es que desea morir noblemente por una causa, mientras lo que distingue al hombre maduro es que desea vivir humildemente para una causa.»

Se inclinó hacia mí y me lo entregó. Lo leí, y después de darle las gracias lo guardé en el bolsillo. Era muy amable al tomarse tantas molestias por mí. De verdad. Lo malo era que yo, en aquel momento, no tenía ninguna gana de concentrarme. De repente empecé a sentirme terriblemente cansado.

Sin embargo, saltaba a la vista que él no estaba fatigado. Tengo la impresión de que estaba bastante mareado

—Creo que uno de estos días, Holden, no vas a tener más remedio que descubrir adonde quieres ir.

Y luego deberás dirigirte hacia allí; pero inmediatamente. Ya no puedes perder ni un solo minuto.

Asentí con un movimiento de cabeza, porque me estaba mirando muy fijo y todo; pero reconozco que no me hallaba muy seguro de lo que quería decirme. Me sentía demasiado cansado.

—Lamento decírtelo, pero creo que en cuanto tengas una idea más o menos aproximada del camino que quieres seguir, lo primero que deberás hacer será aplicarte en el colegio. Tienes que comprender que, aunque no te guste, eres un estudiante. Estás enamorado del conocimiento. Y creo que hallarás, en cuanto pases a todos los señores Vineses y sus composiciones orales…

—Los señores Vinsons —corregí. Se refería a todos los señores Vinsons, no Vineses. Sin embargo, comprendo que hice mal en interrumpirlo.

—Bueno… Los señores Vinsons. Una vez que pases todos los señores Vinsons, empezarás a acercarte cada vez más, si de veras lo deseas y te esfuerzas, a la clase de información que será muy, pero muy cara a tu corazón. Entre otras cosas, descubrirás que no eres la primera persona que se sintió confundida, asustada y hasta enferma, por la conducta humana. En cuanto a eso no estás solo y te sentirás excitado y estimulado al comprobarlo. Muchos, muchísimos hombres, se sintieron tan confundidos moral y espiritualmente como tú lo estás ahora. Por fortuna muchos han dejado testimonio escrito de sus dificultades. Si lo deseas… podrás aprender de ellos. Y tal vez, algún día, si tienes algo que ofrecer, es posible que alguien aprenda algo de ti. Se trata de un hermoso arreglo recíproco. Y no es únicamente educación. Es historia. Es poesía.

Se detuvo y bebió un gran sorbo. Luego empezó de nuevo. Estaba verdaderamente entusiasmado. Me sentía contento de no haber intentado interrumpirlo ni nada.

—No estoy tratando de decirte que sólo los hombres ilustrados y eruditos son capaces de hacer contribuciones valiosas al mundo. No es así. Pero sí digo, que los hombres educados y eruditos si, para empezar, son brillantes y creadores — lo .que, por desdicha, no es frecuente—, suelen dejar documentos más valiosos que los hombres que son «solamente» brillantes y creadores. Tienden a expresarse con más claridad y, por lo general, tienen pasión para seguir sus pensamientos hasta el fin. Y, lo que todavía es más importante, nueve de cada diez veces, tienen mucha más humildad que los pensadores no eruditos. ¿Puedes seguir mi razonamiento?

—Sí, señor.

De nuevo volvió a quedarse mudo largo rato. No sé si les habrá ocurrido alguna vez a ustedes, pero resulta duro esperar que alguien diga algo, cuando se ve que hace esfuerzos para pensar. Yo trataba de no bostezar. No era que estuviese aburrido, de verdad no lo estaba, pero, de pronto, me vino una profunda somnolencia.

—Y otra cosa más hará por ti una educación académica. Te dará una idea acerca del tamaño de la mente que tienes. De lo que está de acuerdo con ella y de lo que no le conviene. Después de un tiempo tendrás una idea acerca de qué pensamientos particulares debe usar tu mente. Y te ahorrará una cantidad de tiempo, perdido en probar ideas que no son adecuadas para ti. Conocerás las verdaderas medidas de tu mente y podrás vestirla de acuerdo con ellas.

Luego, de repente, bostecé. ¡Reconozco que estuve hecho un degenerado grosero, pero no pude ev itarlo!

Sin embargo, el señor Antolini no hizo más que echarse a reír.

—Ven —dijo levantándose—. Te prepararé la cama.

Lo seguí hasta el placard y él trató de bajar algunas sábanas y frazadas, pero no pudo hacerlo con el vaso en la mano. Así que bebió el contenido, puso el vaso en el suelo y luego bajó la ropa. Lo ayudé a llevarla hasta la cama. Hicimos la cama entre los dos. El señor Antolini no parecía muy hábil para esos menesteres. No estiró la ropa ni nada. Sin embargo, no me importó nada. Me sentía tan cansado que hubiese dormido de pie.

—¿Cómo están tus mujeres?

—Ahí andan.

Sé que estaba resultando un pésimo interlocutor, pero no tenía gana de hablar.

—¿Cómo está Sally?

Conocía a Sally Hayes. Se la había presentado una vez.

—Está bien. Salí con ella esta misma tarde — ¡Me parecía que ya habían pasado veinte años! —. Ya no tenemos mucho en común.

—Es una chica muy linda. ¿Y aquella otra? La que vivía en Maine, ¿esa de la que me hablaste una vez?

—Oh… Jane Gallagher. Está bien. Pienso darle mañana un golpe de teléfono.

Habíamos terminado de hacer la cama.

—Es toda tuya —dijo el señor Antolini—. ¡No sé qué vas hacer con esas piernas tan largas!

—No se preocupe. Estoy acostumbrado a camas cortas. Muchísimas gracias, señor. Esta noche usted y su señora me han salvado la vida.

—Ya sabes dónde está el cuarto de baño. Si necesitas algo no tienes más que gritar. Me quedaré un rato en la cocina… ¿Crees que te molestará la luz?

—De ninguna manera. Muchísimas gracias.

—Bueno. Buenas noches, buen mozo.

—Buenas noches, señor. Muchísimas gracias.

El señor Antolini se dirigió a la cocina y yo fui al cuarto de baño donde me desvestí y todo. No pude limpiarme los dientes, porque no tenía cepillo. Tampoco tenía pijama y al señor Antolini se le olvidó prestarme uno. Así que volví al living, apagué la lamparita que estaba cerca del sofá y luego me metí en la cama en calzoncillos. Era demasiado corta para mí, pero aquella noche estaba tan cansado que lo mismo hubiese podido dormir de pie. Permanecí despierto un par de segundos pensando en las cosas que acababa de decirme el señor Antolini. Sobre eso de encontrar el tamaño de mi mente y todo. En realidad, era un tipo muy inteligente. Pero no podía mantener los ojos abiertos y me dormí.

Luego ocurrió algo. Ni siquiera me gusta hablar de ello.

Me desperté de pronto. No se qué hora era ni nada, pero me desperté. Sentí algo en la cabeza, como la mano de algún tipo. Qué susto me llevé. ¿Saben lo que era? Era la mano del señor Antolini. Se hallaba sentado al lado del sofá, en la oscuridad y todo, y me estaba palmeando o acariciando la cabeza. Debo haber pegado un salto de cien metros.

—¿Qué demonios está haciendo? — le pregunté.

—¡Nada! Estoy aquí sentado, admirando… —¿Qué demonios está haciendo? —repetí. No sabía qué decir. Estaba más turbado que el diablo.

—¿Qué te parece si bajas la voz? Sólo estoy aquí sentado …

—Bueno, tengo que irme —dije. ¡Qué nervioso estaba! Empecé a ponerme los pantalones en la oscuridad. Casi no podía ponérmelos de lo nervioso que estaba. Creo que conozco más pervertidos, en colegios y sitios así, que nadie, y siempre se les ocurre actuar cuando estoy presente.

—¿Adonde tienes que ir? —me preguntó el señor Antolini. Trataba de parecer frío e indiferente, pero puedo asegurarles que no estaba nada frío. Les doy mi palabra.

—Dejé las valijas en la estación. Creo que será mejor que vaya a buscarlas. Tengo todas mis cosas en ellas.

—Seguirán estando allí por la mañana. Vuelve a la cama. Yo también voy a acostarme. ¿Qué te pasa?

—No me pasa nada. Resulta que tengo todo el dinero y mis efectos personales en una de las valijas. Volveré en seguida. Tomaré un taxi y regresaré en seguida — dije —. La cosa es que el dinero no es mío. Es de mi madre y no quiero que…

—No seas ridículo, Holden. Acuéstate. Yo también me voy a la cama. El dinero estará sano y salvo por la mañana…

—No, en serio. Tengo que irme. De verdad. —Ya casi había terminado de vestirme, pero no podía encontrar la corbata. Me puse la chaqueta sin ella. Ahora el señor Antolini se hallaba sentado en un sillón un poco apartado, observándome. Estaba oscuro y no podía verlo muy bien, pero estaba seguro de que me observaba. También seguía bebiendo. Tenía el vaso en la mano.

—Eres un chico muy raro.

—Lo sé —dije. Ni siquiera busqué mucho la corbata. De manera que me fui sin ella.

—Adiós, señor — dije —. Y muchísimas gracias. De verdad.

Me siguió cuando me dirigí a la puerta de entrada y cuando llamé al ascensor permaneció en el umbral.

Lo único que dijo fue repetir eso de que yo era «un chico muy raro». Esperó en la puerta hasta que vino el condenado ascensor. En mi perra vida esperé con más ansia un ascensor. Lo juro.

No sabía de qué demonio hablar mientras esperaba el ascensor, así que dije:

—Voy a empezar a leer algunos libros buenos. De verdad.

Quiero decir que sentía la necesidad de decir algo. Era una situación muy embarazosa.

—Bueno, retira tus valijas y vuelve en seguida. Dejaré la puerta sin pasador.

—Muchas gracias — dije —. Adiós. Al fin había llegado el ascensor. Lo tomé y bajé. Estaba temblando como loco. Y sudando. Cuando me sucede alguna cosa semejante comienzo a sudar como un degenerado. Cosas así me ocurrieron como veinte veces desde que era pequeño. Es algo que no puedo soportar.