XXII

Cuando volví ya se había quitado la almohada de la cabeza, pero no quería mirarme, aunque estaba acostada de espaldas. Cuando volví a sentarme al borde de la cama, se dio vuelta hacia el otro lado. Me estaba condenando al más completo ostracismo. Lo mismo hizo el equipo de esgrima de Pencey cuando dejé olvidados los floretes en el subterráneo.

—¿Cómo está Hazel Weatherfield? —le pregunté. —¿Escribiste algún cuento nuevo sobre ella? Tengo el que me mandaste en la valija. En la estación. Me pareció muy bueno.

—Padre va a «matarte».

Cuando se le mete una cosa en la cabeza es difícil sacársela.

—No, no me matará. Volverá a darme una buena reprimenda y luego me mandará al colegio militar. Eso es todo lo que me hará. Y, en primer lugar, pienso largarme de aquí. Lo más probable es que me vaya a esa estancia de Colorado de que ya te hablé.

—No me hagas reír. Ni siquiera sabes montar a caballo.

—¿Quién no sabe? Claro que sé. Además, eso te lo enseñan en menos de dos minutos — dije —. Y deja de una vez de hurgarte eso. — Estaba manoseando el trozo de tira emplástica que le cubría el codo.

—¿Quién te cortó el pelo? — le pregunté. Acababa de notar que alguien se lo había cortado de una manera estúpida. Demasiado corto.

—Eso no te importa —me contestó—. Me imagino que te habrán vuelto a aplazar otra vez en todas las materias — dijo en tono de reproche. En cierto modo resulta bastante gracioso. Aunque sólo es una niñita a veces parece una condenada maestra de escuela.

—No, no me aplazaron en todas. Aprobé inglés.

Luego, de repente, se me ocurrió darle un pellizco en la cola. Se había puesto de costado y la tenía al aire. Apenas tiene cola. No la pellizqué con fuerza, pero ella trató de golpearme la mano, aunque sin conseguirlo.

Luego, de repente, me preguntó:

—¿Por qué lo hiciste? — Quería decir por qué me había hecho expulsar otra vez. La forma en que me lo dijo me entristeció.

—Por Dios, Phoebe, no me lo preguntes. Estoy aburrido de que toda la gente me pregunte lo mismo. Hay mil motivos. Era uno de los peores colegios que he frecuentado. Estaba lleno de farsantes y de miserables. En mi vida he visto tantos tipos despreciables juntos. Por ejemplo: si estábamos reunidos en la habitación de alguno y algún tipo sencillo y poco importante quería entrar, no se lo permitían. Todos cerraban siempre la puerta cuando alguien deseaba entrar. Y, además, tenían una cochina fraternidad secreta a la que me uní por cobardía. Había un muchacho sencillo y lleno de granos, Robert Acldey, que deseaba formar parte de esa fraternidad. Pero no lo dejaban. Sencillamente, porque era modesto, aburridor y estaba cubierto de granos. Me disgusta hablar de ello. Era un colegio repelente. Te doy mi palabra.

Phoebe no dijo nada, aunque me había escuchado con la mayor atención. Mirándole la nuca, podía asegurar que estaba escuchando. Siempre escucha cuando se le dice algo. Y lo más curioso es que la mayoría de las veces, sabe lo que van a decirle. De verdad. Continué hablando de Pencey. Me había dado por ahí.

—Aun el par de profesores «buenos» que había en la facultad, eran también unos farsantes. Por ejemplo, ahí estaba el viejo Spencer. Su esposa siempre nos estaba invitando a tomar chocolate caliente, y ambos eran, verdaderamente, buenas personas. Pero tendrías que haber visto al viejo Spencer cuando Thurmer, el rector, entró en la clase de historia y se sentó en uno de los bancos del fondo. Thurmer siempre estaba entrando en las clases y sentándose en uno de los bancos del fondo. Como si estuviera allí de incógnito o algo parecido. Después de permanecer un rato en silencio empezó a interrumpir al viejo Spencer para decir un montón de chistes de pésimo gusto. El viejo Spencer casi se moría de risa, celebrándole los chistes, como si Thurmer fuera un príncipe o algo por el estilo.

—Me parece que exageras.

—Te j uro que te hubiesen dado ganas de vomitar — dije —. Luego vino el Día de los Veteranos. Tienen el Día de los Veteranos, en que todos los puntos que se recibieron en Pencey hacia el año 1776, vienen a pasearse por el colegio con sus esposas, hijos y todo el mundo. Tendrías que haber visto a un viejo de unos cincuenta años. Llamó a la puerta de nuestra habitación y nos preguntó si le permitiríamos usar el baño. El baño quedara al extremo del pasillo, y no sé por qué demonio se le ocurrió pedirnos permiso a nosotros. ¿Sabes lo que dijo? Dijo que quería ver si sus iniciales estaban todavía en la puerta del baño. Había grabado sus cochinas, estúpidas y tristes iniciales en la puerta del baño, hacía ya unos noventa años y deseaba saber si seguían todavía allí. Así que mi compañero de cuarto y yo lo acompañamos al baño y todo, y esperamos mientras miraba si sus iniciales estaban en la puerta. Mientras tanto, no dejó de hablar con nosotros, diciéndonos que los días más felices de su vida eran los que había pasado en Pencey y hasta nos dio un montón de consejos para el futuro y todo. ¡Cómo me deprimió aquel tipo! No quiero decir que fuese mala persona… no lo era. Pero no es necesario ser mala persona para deprimir a alguien, hasta se puede ser bueno y hacerlo. Lo único que basta para deprimir a alguien es darle una cantidad de consejos falsos mientras buscas tus iniciales en la puerta de algún baño…; eso es lo único que basta. No sé. Tal vez aquel tipo no me hubiese producido tan mala impresión de no haber jadeado tanto. El hombre estaba casi sin aliento de sólo haber subido la escalera, y durante todo el tiempo que estuvo buscando sus iniciales respiró con fuerza, abriendo mucho las fosas nasales, mientras nos decía, a Stradlater y a mí, que tratáramos de sacar el mayor provecho de nuestra permanencia en Pencey. ¡Dios mío, Phoebe! No puedo explicártelo. No me gustaba nada, pero lo que se dice nada, todo lo que ocurría en Pencey. De verdad no puedo explicártelo.

Entonces Phoebe dijo algo, pero no alcancé a oírla.

Tenía la boca apretada contra la almohada y no logré oírla.

—¿Qué dices? — le pregunté —. Quita la boca de ahí. Así no puedo oírte.

—A ti no te gusta nunca nada de lo que ocurre en ninguna parte.

Me puse todavía más deprimido cuando me dijo eso.

—Hay cosas que me gustan. ¡Claro que hay cosas que me gustan! ¿Por qué dices eso? ¿Por qué demonios dice eso?

—Porque es verdad. No te gusta ningún colegio. Hay «millones» de cosas que no te gustan.

—No es cierto. Estás equivocada. Estás completamente equivocada. ¿Por qué demonios me dices eso?

—le dije. Cómo me estaba deprimiendo.

—Porque es la pura verdad. A ver, ¿nómbrame una cosa?

—¿Una cosa? ¿Una cosa que me guste? Está bien.

Lo malo era que no podía concentrarme mucho. A veces resulta casi imposible concentrarse.

—¿Quieres decir una cosa que me guste mucho? —le pregunté.

Sin embargo no me contestó. Me miraba desde el otro lado de la cama. Estaba como a mil kilómetros de distancia.

—Vamos, contéstame — le dije —. ¿Te refieres a una cosa que me guste mucho o que simplemente me guste?

—Que te guste mucho.

—Bueno — dije.

Pero lo malo era que no podía concentrarme. En lo único que conseguía pensar era en aquellas dos pobres monjas que andaban por ahí recolectando fondos en una vieja y destrozada canastita de mimbre. Especialmente en la de los anteojos con montura de hierro. Y en un muchacho que conocí en Elkton Hills. En Elkton Hills había un chico llamado James Castle, que no quiso retirar algo que dijo de

Phil Stabile, un compañero muy engreído. James Castle lo llamó una vez un tipo muy engreído y uno de los soplones amigos de Stabile se lo contó a éste. Entonces Stabile, y otros seis sucios degenerados, se metieron en el cuarto de James Castle, cerraron la puerta con llave y trataron de hacerle retirar sus palabras, pero no lo lograron. De modo que cayeron sobre él. Ni siquiera voy a decirte lo que le hicieron, porque es demasiado repulsivo, pero Castle no aflojó. Tendrías que haberlo visto. Era un tipo flaco, de aspecto enclenque, y unas muñecas como lápices. Por fin, en vez de retirar las palabras que había dicho, saltó por la ventana. Yo estaba en la ducha y alcancé a oír el ruido sordo que hizo al golpear contra el suelo. Pero creí que habría caído cualquier cosa por la ventana, un aparato de radio, un escritorio o algo semejante, nunca un muchacho. Luego oí carreras en el pasillo y la escalera, de modo que me puse la salida de baño y bajé también, y allí estaba tendido James Castle sobre los escalones de piedra. Estaba muerto, y aunque sus dientes y su sangre estaba esparcidos por el suelo, nadie se acercaba a él. Tenía puesta una tricota de cuello alto que yo le había prestado. Lo único que les hicieron a los tipos que estaban en la habitación con él fue expulsarlos. Ni siquiera los mandaron a la cárcel.

Sin embargo, eso era en lo único que podía pensar. En las dos monjas que encontré tomando el desayuno, y en James Castle, el chico que conocí en Elkton Hills. Y lo más curioso es que, a decir verdad, apenas si conocía a James Castle. Era uno de esos tipos muy tranquilos. Estaba en mi clase de matemáticas, pero se sentaba al otro lado del aula y casi nunca se levantaba a decir la lección, ni iba al encerado. Hay muchos tipos en el colegio que raras veces se levantan a recitar o van al encerado. Creo que la única vez que hablé con él fue cuando me pidió prestada la tricota de cuello alto. En esa oportunidad mi sorpresa fue tan grande que estuve a punto de caer muerto. Recuerdo que me estaba lavando los dientes en el baño cuando me pidió prestada la tricota. Me dijo que iba a venir a buscarlo un primo para llevarlo a dar una vuelta en auto. Ni siquiera sabía que Castle se había dado cuenta de que yo tenía una tricota de cuello alto. Lo único que sabía es que su nombre figuraba siempre en la lista justo antes del mío. Cabel R., Cabel W., Castle, Caulfield…; lo recuerdo todavía. Si quieren que les confiese la verdad, estuve a punto de negarle la tricota. Sólo porque lo conocía poco.

—¿Qué? —le pregunté a Phoebe. Acababa de decirme algo, pero no logré oírla.

—Ni siquiera puedes pensar en una cosa. —Sí puedo. Sí puedo. —Pues hazlo entonces.

—Me gusta Allie —dije—, Y también me gusta lo que hago en este mismo momento. Estar aquí, sentado contigo, conversando y pensando en…

—Allie está muerto. ¡Siempre estás diciendo eso! Si alguien está muerto y en el cielo, entonces ya no…

—Sé que está muerto, ¿Crees acaso que no lo sé? Pero, ¿no puedo seguir queriéndolo? Por el amor de Dios, uno no puede dejar de querer a alguien sólo porque haya muerto… sobre todo si era mil veces mejor que la gente viva que uno conoce.

Phoebe no dijo nada. Cuando no encuentra una respuesta oportuna nunca dice una condenada palabra. —Bueno, me gusta estar aquí contigo charlando y. . . —Eso, en realidad, no es nada.

—Es algo. Claro que lo es. ¿Por qué diablos no iba a serlo? La gente nunca cree que nada pueda ser realmente algo. Es una cosa que me enferma.

—Bueno. Nómbrame alguna otra cosa. Dime algo que te gustaría ser. Como hombre de ciencia, abogado o algo así.

—No podría ser un hombre de ciencia. No tengo aptitud para las ciencias.

—Bueno, abogado, como papá.

—No tengo nada contra los abogados, pero es una carrera que no me llama. Quiero decir que los abogados me gustan si andan todo el tiempo salvando vidas de inocentes. Pero lo malo es que la mayoría se dedican a otras cosas. Lo único que hacen la mayoría de los abogados que conozco, es ganar un montón de plata, jugar al golf y al bridge, comprar autos, beber Martinis y darse importancia. Y además: aunque uno se dedicara a salvar vidas y todo eso, ¿cómo va a saber si lo hace porque de veras desea salvar vidas inocentes, o porque quiere ser uno de esos abogados famosos a quienes todo el mundo palmea la espalda y felicita en los tribunales cuando termina un juicio, como sucede en las cochinas películas? ¿Cómo puede saber uno que no está haciendo el farsante? Lo malo es que no puede saberlo.

No estoy muy seguro de que Phoebe hubiese entendido bien lo que trataba de explicarle. Quiero decir que no es más que una niñita. Pero, por lo menos, me escuchaba. Si por lo menos alguien lo escucha a uno, no está tan mal.

—Padre va a matarte. Va a matarte.

Sin embargo, no la escuchaba. Estaba pensando en otra cosa… en una locura.

—¿Sabes lo que me gustaría ser? —dije—. ¿Quieres saber lo que me gustaría ser? Es decir, ¿si pudiera elegir?

—¿Qué?

—Sabes esa canción, «Si un cuerpo agarrase a otro atravesando el centeno». Me gustaría…

—¡Es «Si un cuerpo encontrase a otro atravesando el centeno»! —me corrigió Phoebe—. Se trata de un poema de Robert Burns.

—Ya sé que es un poema de Robert Burns.

Phoebe tenía razón. Es «Si un cuerpo encontrase a otro atravesando el centeno». Pero en ese entonces yo no lo sabía.

—Creí que era «Si un cuerpo agarrase a otro» — dije—. Bueno, de todos modos me imagino a muchos niños pequeños jugando en un gran campo de centeno y todo. Miles de niños y nadie allí para cuidarlos, nadie grande, eso es, excepto yo. Y yo estoy al borde de un profundo precipicio. Mi misión es agarrar a todo niño que vaya a caer en el precipicio. Quiero decir, si algún niño echa a correr y no mira por dónde va, tengo que hacerme presente y agarrarlo. Eso es lo que haría todo el día. Sería el encargado de agarrar a los niños en el centeno. Sé que es una locura; pero es lo único que verdaderamente me gustaría ser. Reconozco que es una locura.

Phoebe permaneció largo rato sin decir nada. Luego, cuando al fin abrió la boca, fue para repetir:

—Papá va a matarte.

—Si lo hiciera no me importaría nada — dije. Me levanté de la cama, porque quería telefonearle al señor Antolini, que fue mi profesor de inglés en el colegio de Elkton Hills. Ahora el señor Antolini vivía en Nueva York. Enseñaba inglés en la N.Y. U.

—Tengo que hablar por teléfono — le dije a Phoebe—. Volveré en seguida. No vayas a dormirte —no quería que se fuera a quedar dormida mientras yo estaba en el living. Sabía que no iba a hacerlo, pero se lo dije de todas maneras para tener la seguridad. Mientras me dirigía a la puerta Phoebe dijo: —¡Holden! Yo me di vuelta. Estaba sentada en la cama. Me pareció muy linda.

—Phyllis Margulies me está dando lecciones de cómo eructar —dijo—. Escucha.

Escuché y oí «algo» pero no mucho. —Muy bien — dije. Luego abandoné la habitación y llamé a mi antiguo profesor, el señor Antolini.