XX

Permanecí allí sentado emborrachándome y esperando que apareciesen Tina y Janine, pero al parecer no estaban. Salió a tocar el piano un tipo con el cabello muy ondeado y aspecto de maricón, y luego apareció una chica llamada Valencia y se puso a cantar. No era nada del otro mundo, pero, de todos modos, mejor que Tina y Janine y, por lo menos, cantaba canciones agradables. El piano estaba al lado del bar y Valencia se hallaba prácticamente a mi lado. Empecé a dirigirle miraditas, pero ella hizo como que no me veía. Es probable que, normalmente, no lo hubiese hecho, pero me estaba poniendo más borracho que el demonio. Cuando terminó de cantar abandonó el salón con tanta prisa que ni siquiera tuve tiempo de invitarla a una copa, así que llamé al maitre. Le pedí que le preguntara a Valencia si quería acompañarme a tomar una copa. Me dijo que lo haría, pero lo más probable es que no le haya dado el mensaje. La gente nunca da los mensajes, por mucho que uno se lo pida.

Bueno, me quedé sentado en aquel bar hasta cerca de la una, emborrachándome como un degenerado. Apenas podía ver bien. Pero tuve mucho cuidado de no armar ningún alboroto. No quería llamar la atención y que alguien me preguntara la edad. Pero la verdad que apenas veía. Cuando me puse verdaderamente borracho empecé de nuevo con aquella estupidez de la bala en el estómago. Era el único tipo que había en el bar que tenía una bala en las entrañas. Por debajo del saco había puesto la mano sobre el estómago para que no saliera la sangre y lo ensuciara todo. No deseaba que nadie se diera cuenta de que estaba herido. Quería ocultar el hecho de que era un degenerado herido. Al fin se me ocurrió darle a Jane un golpe de teléfono para comprobar si ya estaba en su casa. De modo que pagué la cuenta. Luego abandoné el bar y me dirigí al lugar donde estaban los teléfonos. Continuaba con la mano sobre el vientre para que no goteara la sangre. Estaba borracho perdido.

Pero una vez adentro de la cabina telefónica se me pasaron las ganas de telefonearle a Jane. Creo que era porque estaba demasiado borracho. Entonces le telefoneé a Sally Hayes.

Tuve que marcar más de veinte veces para poder comunicarme. Qué ciego estaba.

—Hola — dije cuando alguien contestó el cochino teléfono. Estaba tan bebido que lo dije casi gritando.

—¿Quién es? —contestó una voz de mujer con tono glacial.

—Soy yo. Holden Caulfield. ¿Quiere hacerme el favor de comunicarme con Sally?

—Sally está durmiendo. Habla la abuela. ¿Cómo se le ocurre llamar a estas horas, Holden? ¿Sabe qué hora es?

—Sí. Quiero hablar con Sally. Se trata de algo muy importante. Comuníqueme con ella.

—Sally está durmiendo, jovencito. Llámela mañana. Buenas noches.

—¡Despiértela! ¡Por favor, despiértela! No sea mala. Luego oí una voz diferente.

—Holden, soy yo. —Era Sally—. ¿Qué ocurrencia es ésta?

—¿Sally? ¿Eres tú?

—Sí. No grites tanto. ¿Estás borracho? —Sí. Escucha. Haz el favor de escuchar. Iré a verte para la Nochebuena. ¿Estás conforme? Te ayudaré a adornar el condenado árbol. ¿De acuerdo? ¿Estás conforme, Sally?

—Sí. Estás borracho. Ahora ve a acostarte. ¿Por dónde andas? ¿Quién te acompaña?

—Sally. Iré a ayudarte a adornar el árbol de Navidad. ¿De acuerdo? ¿Estás conforme?

—Sí. Pero ahora ve a acostarte. ¿Dónde estás? ¿Quién te acompaña?

—Nadie. Estoy solo, mi alma —Dios mío, qué borracho estaba. Continuaba aún apretándome con la mano los intestinos—. Me liquidaron. La pandilla de Rocky me liquidó. ¿Lo sabías? ¿Sabías eso, Sally?

—No te oigo bien. Ahora ve a acostarte. Tengo que dejarte. Llámame mañana.

—¡Oye, Sally! ¿Quieres que te adorne el árbol de Navidad? ¿Quieres? Dime que sí.

—Sí. Buenas noches. Ve a casa y acuéstate.

Y me colgó.

—Buenas noches. Buenas noches, Sally querida. Sally preciosa —dije.

¿Comprenden ahora lo borracho que estaba? Entonces también colgué. Pensé que lo más probable era que Sally acabara de volver a casa después de haber salido con algún admirador. Hasta me la imaginé en alguna parte con los Lunts y aquel punto de Andover. Todos ellos estaban nadando en una maldita tetera y diciéndose cosas sofisticadas tratando de hacerse los encantadores. Me arrepentí de haberle hablado. Cuando bebo demasiado me porto como un verdadero loco.

Todavía me quedé un rato en la condenada cabina telefónica. Me agarraba al aparato como para no caer. Pero, para serles franco, reconozco que no me sentía demasiado bien. Pero al fin salí de allí y me dirigí al cuarto de baño tambaleándome como un tarado, y llené uno de los lavabos con agua fría. Luego metí adentro la cabeza hasta las orejas. Ni siquiera me tomé el trabajo de secarme ni nada. La dejé que goteara. Luego me dirigí a un radiador que estaba al lado de la ventana y me senté encima. Estaba calentito y agradable. Sentí cierta sensación de bienestar, porque estaba temblando como un degenerado. Es curioso. Cuando bebo demasiado siempre me pongo a temblar.

Como no tenía nada mejor que hacer permanecí sentado en el radiador y empecé a contar los cuadraditos blancos del piso. Me estaba empapando. Litros de agua me corrían por el cuello, mojándome la camisa y la corbata, pero a mí no me importaba. Luego, muy pronto, el que acompañaba al piano a Valencia, un tipo de cabello ondulado con una pinta de maricón bárbara, entró a peinarse los ricitos de oro. Mientras se peinaba iniciamos una especie de conversación, aunque hay que reconocer que el punto no era nada amable.

—¿Va a ver a Valencia cuando regrese al bar? —le pregunté.

—Es muy probable —repuso. Al parecer era un degenerado ocurrente. No hago más que tropezar con degenerados ocurrentes.

—Escuche. Déle saludos de mi parte. ¿Quiere hacerme el favor de preguntarle si el mozo le dio mi mensaje?

—¿Por qué no se va a casa, Mac? ¿Cuántos años tiene?

—Ochenta y seis. No se olvide de darle saludos de mi parte. ¿De acuerdo?

—¿Por qué no se va a casa, Mac?

—Porque no tengo gana. Qué bien toca el piano — le dije. Trataba de adularlo. Si quieren que les confiese la verdad, el tipo tocaba el piano asquerosamente —. Tendría que ir a la radio — le dije —. ¡ Un tipo tan bien parecido como usted! ¿No necesita un empresario?

—Mac, ¿por qué no vuelve a casa como un buen chico? Vuelva a casa y métase en el sobre.

—No tengo casa. En serio, ¿no necesita un empresario?

Ni siquiera me contestó. Se marchó sin más trámite. Había terminado de peinarse y alisarse el cabello, así que se fue. Lo mismito que Stradlater. Todos esos tipos buenos mozos son lo mismo. En cuanto terminan de peinarse lo dejan a uno plantado.

Cuando por fin me levanté del radiador para ir al guardarropa estaba llorando y todo. No sé por qué, pero lloraba. Creo que tal vez sería porque me estaba sintiendo tan solo y abandonado. Luego, cuando llegué al guardarropa, no podía encontrar el condenado número. Sin embargo, la encargada fue muy amable conmigo. Me entregó el abrigo de todos modos. Y también, mi disco «La pequeña Shirley Beans». Le di un dólar por ser tan atenta, pero de ninguna manera quiso aceptarlo. Insistió en que volviera a casa y me acostara. Traté de que aceptara salir conmigo una vez terminado el trabajo, pero no quiso. Me contestó que tenía edad suficiente para ser mi madre. Le mostré mi cabello gris y le dije que tenía cuarenta y dos años, claro que en broma. Pero en general fue muy amable. Le mostré mi sorra de caza colorada que le gustó mucho. Hasta me la hizo poner antes de salir, porque todavía tenía el pelo muy mojado. Era una buena chica.

Cuando salí ya no me sentía tan borracho, pero hacía mucho frío y los dientes empezaron a castañetearme más que el demonio. No podía evitarlo. Caminé hacia Madison Avenue y me dispuse a esperar un ómnibus, porque ya me estaba quedando algo escaso de dinero y tenía que empezar a economizar en taxis y esas cosas. Pero no tenía muchas ganas de tomar un cochino ómnibus. Y además, ni siquiera sabía adonde ir. De modo que empecé a caminar por el parque. Se me ocurrió ir hasta la laguna, para ver lo que estaban haciendo los patos, si se encontraban o no allí. La laguna no quedaba lejos y, además, no tenía ningún sitio especial adonde ir, ni siquiera sabía aún dónde iba a dormir. No me sentía mayormente cansado; pero estaba más triste y deprimido que el demonio.

Luego, en cuanto entré en el parque, sucedió algo terrible. Se me cayó el disco de Phoebe. Se rompió en cincuenta pedazos. Estaba dentro de un sobre grueso y todo, pero igual se rompió. Tuve un disgusto tan terrible que estuve a punto de echarme a llorar, pero me limité a sacar del sobre los pedazos del disco y guardarlos en el bolsillo. Ya no servían para nada, pero no quería tirarlos. Luego me interné en el parque. Qué oscuro estaba.

He vivido toda la vida en Nueva York y conozco el Central Park como la palma de la mano, porque cuando era niño me pasaba allí todo el tiempo, patinando y andando en bicicleta, pero aquella noche me costó un trabajo bárbaro encontrar la laguna. Sabía perfectamente dónde estaba, pero igual, no podía encontrarla. Creo que debía estar mucho más borracho de lo que pensaba. Mientras caminaba se fue poniendo cada vez más oscuro e impresionante. Mientras estuve allí no pude ver una sola persona. De lo que estoy contento. De haber tropezado con alguien, lo más probable es que hubiese dado un salto de un kilómetro. Por fin encontré la lagunita. Allí estaba, helada en parte. Pero no vi ningún pato por los alrededores. Recorrí toda la cochina orilla de la laguna, y hasta estuve a punto de caer al agua, pero no logré ver un solo pato. Pensé que si había algunos patos por allí, tendrían que estar durmiendo cerca de la orilla, ocultos en el pasto. Por eso estuve a punto de caer al agua. Pero no pude encontrar ninguno.

Por fin me senté en un banco donde no estaba tan oscuro. Todavía temblaba como un degenerado, y la parte de atrás del cabello, aunque tenía puesta la gorra de caza, se me había cubierto de trozos de hielo. Aquello me preocupó. Pensé que, probablemente, iba a pescar una pulmonía mortal. Hasta empecé a imaginarme un millón de imbéciles que venían a mi funeral y todo. Mi abuelo de Detroit, que no hace más que leer en alta voz los números de las calles cuando uno viaja en ómnibus con él, y mis tías — tengo como cincuenta tías— y todos mis cochinos primos. Cuando murió Allie vino toda la estúpida manga de ellos. Tengo una estúpida tía con halitosis que, según me contó D. B., no hacía más que repetir que Allie parecía muy «tranquilo» de cuerpo presente. Yo no estaba. Me hallaba todavía en el hospital. Tuve que ir al hospital Y todo, después que me lastimé la mano. Bueno, de todas maneras, temía pescar una pulmonía con todos aquellos trocitos de hielo en el cabello y morir. Mis padres me daban mucha pena. Sobre todo mi madre, porque todavía no se repuso de la pérdida de Allie. Me la imaginaba sin saber qué hacer con mis trajes y equipo de atletismo. Lo único bueno es que sabía que mi madre de ninguna manera iba a permitirle a Phoebe asistir al funeral, porque era una nena pequeña. Luego pensé en todo el montón de ellos enterrándome en el condenado cementerio y poniendo una lápida con mi nombre y todo. Dejándome rodeado de muertos. Cuando uno muere sí que lo arreglan. Tengo la esperanza de que cuando muera alguien tenga suficiente sentido común para arrojarme al río o algo así. Cualquier cosa antes que ser enterrado en un maldito cementerio, y que la gente venga los domingos a ponerle a uno un cochino ramo de flores sobre el estómago. ¿A quién puede importarle las flores una vez que está muerto? A nadie.

Cuando hace buen tiempo mis padres van, con bastante frecuencia, a dejar un ramo de flores sobre la tumba de Allie. Los acompañé un par de veces, pero luego dejé de ir. En primer lugar no es ningún placer para mí verlo enterrado en ese absurdo cementerio, rodeado de tipos muertos, lápidas y todo eso. No me pareció tan mal cuando había sol, pero dos veces, «dos veces», estábamos allí cuando empezó a llover. Fue horrible. Llovía sobre su lápida y sobre la hierba que le cubría el estómago. Llovía por todas partes. Todos los que estaban allí de visita echaron a correr como exhalaciones a refugiarse en sus autos. Eso fue lo que casi estuvo a punto de volverme loco. Todos los visitantes podían entrar en sus autos y prender la radio y todo y luego ir a comer a cualquier sitio agradable…, todos, excepto Allie. No podía tolerarlo. Sé que sólo su cuerpo está en el cementerio, que su alma voló al cielo y todas esas tonterías, pero, de todas maneras, no puedo tolerarlo. Me gustaría que no estuviera enterrado allí. Si lo hubiesen conocido, comprenderían lo que quiero decir. Cuando hace sol no está del todo mal, pero el sol sale solamente cuando le da la gana.

Después de un rato, para apartar de la mente la idea de que iba a pescar una pulmonía, saqué la plata que tenía y traté de contarla a la mala luz de un farol del alumbrado público. No me quedaban más que tres billetes de un dólar, cinco monedas de veinticinco centavos y una de diez. Había gastado una verdadera fortuna desde que abandoné Pencey. Entonces me acerqué a la laguna y fui arrojando todas las monedas, haciéndolas rebotar contra la parte helada. No sé por qué lo hice, pero lo hice. Debió ser para tratar de apartar de la mente la idea de que iba a pescar una pulmonía y morir. Sin embargo, no me ocurrió nada de eso.

Empecé a pensar lo que sentiría Phoebe si yo pescara una pulmonía y muriera. Comprendo que era algo muy infantil, pero no podía evitarlo. Phoebe se disgustaría muchísimo, si me ocurriera una cosa semejante. Me quiere una barbaridad. Quiero decir que me tiene mucho cariño. De verdad. Bueno, la cosa es que no conseguía apartar esa idea de la mente, así que pensé que lo mejor era que fuese a casa para ver a Phoebe, por si me moría. Tenía la llave de la puerta y todo, y pensé que podría entrar furtivamente en el departamento, sin hacer ruido ni nada y charlar un rato con mi hermanita. Lo único que me preocupaba era la puerta de entrada. Cruje como una degenerada. Se trata de una casa de departamentos muy vieja y el administrador es un degenerado perezoso, de manera que todo cruje y chirría. Temía que mis padres pudieran sorprenderme en el momento dé Aentrar. Pero decidí hacer la prueba de todos modos.

Así que me fui del parque y me encaminé a casa. Hice todo el trayecto caminando. No quedaba lejos y ya no me sentía borracho ni cansado. Hacía mucho frío y no se veía ni un alma en ninguna parte.