XIX

Por si no viven en Nueva York les diré que el «Wicker Bar» está en un hotel lujoso: el «Seton Hotel». Solía frecuentarlo mucho, pero ya no lo hago. Fui dejando de ir gradualmente. Es uno de esos lugares considerados muy sofisticados, donde van a exhibirse todos los farsantes y simuladores. Solían tener dos francesitas llamadas Tina y Janine, que cantaban y tocaban el piano alrededor de tres veces cada noche. Una de ellas tocaba el piano deplorablemente, y la otra cantaba, y la mayoría de las canciones eran o muy picantes o en francés. Janine, que era la que cantaba, siempre hablaba por el condenado micrófono antes de cantar. «Esta canción relata la historia de una francesita que viene a una gran ciudad, como Nueva York, y se enamora de un muchacho de Brooklyn. Espero que les agrade.» Luego, cuando terminaba de hablar y hacerse la simpática, cantaba cualquier canción estúpida, mitad en francés y mitad en inglés, y volvía locos de alegría a todos los farsantes del público. Si uno se quedaba sentado allí un rato y tenía oportunidad de comprobar cómo aplaudían aquellos tarados terminaba por odiar a todo el mundo, lo juro. El encargado del bar era otra porquería. Un snob formidable. Si uno no era un tipo muy poderoso o una celebridad, ni siquiera se tomaba la molestia de dirigirle la palabra. Pero si uno era poderoso o una celebridad, entonces el hombre se ponía verdaderamente nauseabundo. Se levantaba y decía con su sonrisa más encantadora, como si fuera el tipo más amable del mundo. «¿Cómo está Connecticut?» o «¿Cómo está Florida?». Era un sitio terrible, fuera de bromas. Gradualmente, dejé de frecuentarlo del todo.

Cuando llegué era bastante temprano, de modo que me senté en el bar y tomé un par de copas antes de que apareciera Luce. Cuando las pedí me puse de pie, para que pudieran ver bien mi alta estatura y no fueran a pensar que era un cochino menor. Luego empecé a mirar a la clientela. Un tipo que estaba cerca le decía a su compañera que le encontraba unas manos muy aristocráticas. Aquello me mató.

El otro extremo del bar estaba lleno de maricones. No tenían mucho aspecto de invertidos, quiero decir, que no llevaban el cabello demasiado largo ni nada, pero, de todas maneras, se veía a la legua que eran maricones. Por fin apareció Luce. El bueno de Luce. Qué tipo. Cuando yo estaba en Whooton era mi consejero escolar. Sin embargo, lo único que hizo fue dar unas conferencias sobre asuntos sexuales a altas horas de la noche, cuando había una cantidad de alumnos en la habitación. Sabía una barbaridad de esas cosas, especialmente de pervertidos. Siempre nos hablaba de una cantidad de tipos rastreros que tenían relaciones con ovejas y de otros que andan por ahí con calzones de mujer cosidos en el forro del sombrero. Y de invertidos y lesbianas. Luce se conocía a todos los invertidos y lesbianas de los Estados Unidos. No había más que mencionar a cualquiera, a «cualquiera», y Luce decía en seguida si era maricón o no. A veces costaba trabajo creer que fuesen maricones y lesbianas las personas que él decía, actores de cine y gente así. Algunos que según Luce eran maricones, hasta estaban casados, ¡por el amor de Dios! Uno le preguntaba: «¿Así que Joe Blow es maricón? Joe Blow, ¿ese grandote fornido que siempre hace papeles de pistolero y vaquero?» Y Luce contestaba. «Efectivamente». Siempre estaba diciendo «efectivamente». Lo decía sin importarle que el tipo estuviese casado o no. Aseguraba que la mitad de los tipos del mundo eran invertidos sin siquiera saberlo. Afirmaba que si uno tenía las características necesarias podía volverse maricón de la noche a la mañana. Solía asustarnos bárbaramente con esas cosas. Yo temía convertirme en invertido o algo así. Y lo más curioso del caso es que me parecía que el bueno de Luce era, en el fondo, un poco amariconado. Cuando íbamos por el pasillo solía tirarnos un manotón, y siempre que iba al baño dejaba abierta la puerta para poder hablar con uno. Considero que esas cosas son unas mariconadas. En los colegios que frecuenté tuve ocasión de conocer a varios invertidos de verdad, y continuamente andaban haciendo cosas parecidas. Por eso tuve siempre mis dudas respecto a Luce. No obstante era un tipo muy inteligente. De verdad.

Nunca decía hola ni nada al encontrarse con uno. Lo único que dijo en cuanto se sentó fue que no podía quedarse más que algunos minutos. Aseguraba que tenía una cita. Luego pidió un Martini seco. Le ordenó al encargado del bar que se lo hiciera muy seco y sin aceituna.

—Oye, te tengo reservado un maricón —le dije—. Está al extremo del bar. No vayas a mirar ahora.

—Muy gracioso. Sigues siendo el mismo Caulfield de siempre. ¿Cuándo vas a tener un poco de seriedad?

Lo aburría mucho. Lo reconozco. Pero en cambio él me divertía. Era uno de esos tipos que me resultaban la mar de entretenidos.

—¿Cómo anda tu vida sexual? — le pregunté. Luce detestaba que le hicieran preguntas de ese tipo. —Tranquilízate.

—Estoy tranquilo. ¿Qué tal por Columbia? ¿Te gusta? — Claro que me gusta. Si no me gustara no habría ido a esa universidad.

—¿En qué piensas graduarte? ¿En pervertidos? — Se lo pregunté en broma.

—¿Estás tratando de hacerte el gracioso? —No, fue una broma — dije —. Oye, Luce. Tú eres intelectual. Necesito que me aconsejes. Estoy en un terrible. .. Gruñó.

—Escucha, Caulfield. Si quieres beber una copa y conversar un poco tranquilamente… —Bueno, bueno. Tranquilízate.

Era evidente que no tenía gana de discutir conmigo nada serio. Eso es lo malo de los intelectuales. Nunca quieren discutir nada serio a no ser que tengan ganas. Así que me puse a conversar con él de temas de carácter general.

—En serio, ¿cómo anda tu vida sexual? —le pregunté—. ¿Sigues teniendo relaciones con aquella misma chica de Whooton? Aquella del tremendo… — ¡Dios santo, no! — dijo. —¿Cómo es eso? ¿Qué fue de ella? —No tengo la menor idea. Y ya que me lo preguntaste diré que a estas horas debe ser ya la Puta de New Hampshire.

—Eso no está bien. Si fue lo bastante decente para mantener relaciones sexuales contigo tanto tiempo, al menos no deberías hablar de ella de ese modo.

—¡Dios mío! ¿Es que ésta va a ser una de tus conversaciones típicas? Quiero que me lo digas en seguida.

—No, tranquilízate; pero, de todos modos, no me parece bien. Si fue lo suficiente decente para dejarte. ..

—¿Piensas seguir esta horrible discusión?

No contesté nada. Temía que se levantara y me dejara plantado; por eso me callé la boca. Lo único que hice fue pedir otra copa. Tenía ganas de emborracharme asquerosamente.

—¿Con quién andas ahora? —le pregunté—. ¿No querrías decírmelo?

—Con nadie que conozcas.

—Sí, pero ¿con quién? A lo mejor la conozco.

—Con una escultora, ya que eres tan curioso.

—¿Sí? ¿De veras? ¿Qué edad tiene?

—Nunca se lo pregunté, ¡por el amor de Dios!

—Bueno, ¿qué edad aparenta?

—Unos cuarenta años.

—¿Unos cuarenta años? ¿Tantos? ¿Y eso te gusta? — le hacía esas preguntas porque Luce era un entendido en asuntos sexuales. Era uno de los pocos tipos que yo conocía que sabía de esas cosas. Había perdido su virginidad a los catorce años en Nantucket. De ver—Si es eso lo que quieres preguntarme te aseguro que me gustan las mujeres maduras.

—¿Sí? ¿Y por qué? ¿De verdad son mejores para esas cosas?

—Escucha. Y quiero que me entiendas bien. Esta noche me niego a contestar cualquier pregunta tipo Caulfield. ¿Cuándo vas a tener un poco de formalidad?

Durante un rato no dije nada. Me quedé callado. Luego Luce pidió otro Martini y le dijo al encargado del bar que se lo hiciera mucho más seco.

—Oye. ¿Cuánto tiempo hace que andas con esa escultora? —le pregunté. Estaba sumamente interesado—.

¿La conocías cuando todavía estudiabas en Whooton?

—Imposible. Hace unos meses que ha llegado.

—¿De veras? ¿De dónde es?

—Resulta que es de Shangai.

—¿En serio? ¿Es china, por el amor de Dios?

—Creo que resulta obvio.

—¿De veras? ¿Y te gusta que sea china?

—Me parece que también es obvio.

—¿Por qué? Me gustaría saberlo, me gustaría muchísimo saberlo.

—Resulta, sencillamente, que encuentro la filosofía oriental más satisfactoria que la occidental.

—¿De veras? ¿Qué quieres decir con «filosofía»? ¿Te refieres a las relaciones sexuales y todo eso? ¿Te parece que son mejores en China? ¿Qué quieres decir?

—No necesariamente en China, por el amor de Dios. He dicho en Oriente. ¿Piensas continuar esta conversación insubstancial?

—Escucha, te estoy hablando en serio — le dije —, Fuera de bromas. ¿Por qué esas cosas son mejores en Oriente?

—Es demasiado complicado para discutirlo ahora — dijo Luce —. Resulta que los orientales consideran el sexo como una experiencia física y espiritual a la vez. Si crees que voy a.. .

—¡También yo! También yo considero que es una experiencia física y espiritual. De veras. Pero depende de la persona con quien lo haga. Si salgo con alguna que ni siquiera…

—No hables tan alto, por el amor de Dios, Caulfield. Si no puedes bajar la voz será mejor que…

—Está bien, pero escucha —dije. Me estaba excitando y reconozco que hablaba un poco alto. Algunas veces, cuando me excito, suelo levantar algo la voz.

—Esto es lo que quiero expresar —dije—. Sé que el sexo debe ser físico, espiritual y, si se quiere, hasta artístico. Pero quiero decir que uno no puede tener relaciones sexuales con cualquiera sin discriminación, y hacer que resulten así. ¿Te parece que es posible? —¿Te importaría que dejásemos el tema?

—Bueno, pero escucha. Por ejemplo, tú y esa china. ¿Qué tienen de tan admirable?

—¡Te dije que basta!

Comprendo que me estaba poniendo demasiado personal. Pero ésa era una de las cosas de Luce que me fastidiaban. Cuando estábamos en Whooton, Luce le hacía a uno describir, con lujo de detalles, las cosas más personales, pero si le hacían a él alguna pregunta de ese género se enojaba más que el demonio.

Los intelectuales detestan sostener conversaciones intelectuales, a no ser que sean ellos los que lleven la voz cantante. Siempre quieren que uno se calle cuando ellos se callan y que uno vuelva a su habitación cuando ellos vuelven a la suya. Cuando estábamos en Whooton, Luce detestaba que después de habernos dado una conferencia sobre temas sexuales, permaneciésemos un rato en su habitación hablando entre nosotros. Quería que todos se retirasen a sus habitaciones y se callaran después que dejaba de hacerse el importante. Creo que debía temer que alguien fuese a decir alguna cosa más ingeniosa que las de él. En realidad me resultaba divertido.

—A lo mejor me voy a China. Tengo una vida sexual tan deplorable.

—Naturalmente. Tu mente no maduró aún.

—Así es. De verdad. ¿Sabes lo malo que tengo? Nunca consigo excitarme sexualmente con una chica a la que no quiero mucho. Es decir, para excitarme necesito quererla mucho. Si no, medio pierdo el condenado deseo por ella y todo. Mi vida sexual es verdaderamente horrible.

—No me extraña. Ya te dije la otra vez lo que necesitabas.

—¿Te refieres a eso de que vaya al psicoanalista y todo? — le pregunté. Es lo que me había dicho que yo tenía que hacer. Su padre era psicoanalista.

—Eso es cosa tuya, por el amor de Dios. Lo que puedes hacer de tu vida no es asunto mío.

Permanecí un rato sin decir nada. Estaba pensando.

—Supongamos que fuera a ver a tu padre para que me psicoanalizara —dije—. ¿Qué me haría? Eso, ¿qué me haría?

—No te haría nada. Se limitaría a conversar contigo, por el amor de Dios. En primer lugar, te ayudaría a descubrir las características de tu mente.

—¿Las qué?

—Las características de tu mente. Tu mente… Escucha, no voy a darte ahora un curso elemental de psicoanálisis. Si tienes interés llama a mi padre y pídele hora. Si no, déjalo. Te aseguro que me tiene completamente sin cuidado.

Le puse una mano sobre el hombro. Cómo me divertía.

—Eres un degenerado muy cordial —le dije—, ¿Lo sabías?

Miró el reloj de pulsera.

—Tengo que marcharme —dijo mientras se levantaba —. Fue un placer conversar contigo.

Llamó al encargado del bar y le pidió la cuenta.

—Oye — le dije justo antes de que se marchara —. ¿Te psicoanalizó alguna vez tu padre?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada. ¿Lo hizo?

—No exactamente. Me ayudó a adaptarme hasta cierto punto, pero no tuvo necesidad de analizarme a fondo. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada. Simple curiosidad.

—Bueno. Trata de conservar la calma — me aconsejó. Había dado la propina y ya se disponía a marcharse.

—Toma otra copa conmigo —le rogué—. Por favor. Me siento más solo que el demonio. De verdad.

Sin embargo dijo que no podía. Me aseguró que ya se le había hecho tarde y se fue.

El bueno de Luce. Era, estrictamente, como una patada en el trasero, pero tenía excelente vocabulario. Cuando yo estaba en Whooton, Luce era el alumno que tenía el vocabulario más amplio de todo el colegio. Nos hicieron una prueba al respecto.