Cuando abandoné la pista de patinaje tenía apetito, así que entré en un bar, comí un sandwich de queso, bebí un buen vaso de leche malteada y luego entré en una cabina telefónica. Pensé que podía volver a llamar a casa de Jane para ver si ya había llegado. Digo, que como tenía toda la tarde libre para llamarla, y si estaba ya en casa, llevarla a bailar a alguna parte. Desde que la conocía nunca había bailado con ella ni nada de eso. Sin embargo tuve ocasión de verla bailar una vez. Me pareció muy buena bailarina. Fue en el baile celebrado en el club con motivo de las fiestas del 4 de Julio. En ese entonces todavía no la conocía bien, y me pareció indiscreto ir a sacarla estando acompañada por otro.
Estaba con ese tipo terrible, Al Pike, que estudiaba en Choate. Yo no lo conocía mucho, pero siempre andaba por la piscina. Usaba uno de esos pantaloncitos ajustados de látex y no hacía más que tirarse del trampolín alto. No hacía más que un cochino medio salto mortal durante todo el santo día. Era lo único que sabía hacer, pero se creía una gran cosa. Era un tipo todo músculos sin pizca de cerebro. De cualquier modo, Al Pike era el compañero de Jane aquella noche. No podía comprenderlo. Juro que no podía comprenderlo. Cuando Jane y yo empezamos a salir le pregunté cómo podía dejarse acompañar por un degenerado exhibicionista como Al Pike. Jane me contestó que Al no era ningún exhibicionista. Me dijo que el muchacho tenía un complejo de inferioridad. Me pareció que Jane, en cierto modo, le tenía lástima y que no fingía. Lo decía completamente en serio. Es curioso lo que pasa siempre con las chicas. Cada vez que uno les menciona un tipo que es un degenerado auténtico, muy mezquino, vanidoso y demás, dicen que tiene un complejo de inferioridad. Es posible que así sea, pero en mi opinión ello no impide que el tipo siga siendo un degenerado. ¡Oh, las chicas! Es imposible saber lo que va a ocurrírseles pensar. Una vez concerté una cita entre la compañera de habitación de Roberta Walsh y un amigo mío. Se llamaba Rob Robinson y tenía, de verdad, un complejo de inferioridad. Era evidente que estaba avergonzado de sus padres porque hablaban mal y carecían de fortuna. Pero no era ningún degenerado ni cosa semejante. Era un buen tipo. Sin embargo, a la compañera de cuarto de Roberta Walsh no le gustó nada. Le contó a Roberta que era un engreído, y el motivo fue que al pobre muchacho se le ocurrió mencionar que era capitán del equipo de debates. ¡Una cosita como ésa le hizo pensar a la compañera de Roberta que era engreído! Lo malo que tienen las chicas es que si un muchacho les gusta, por más gran degenerado que sea, dicen que tiene un complejo de inferioridad, y si no les gusta por excelente persona que sea y aunque tenga un formidable complejo de inferioridad, aseguran que es engreído. Hasta las chicas más inteligentes lo hacen.
Bueno, volví a llamar a casa de Jane, pero nadie contestó, de manera que no tuve más remedio que colgar. Luego me vi obligado a mirar mi libretita de direcciones, para ver si encontraba alguna chica disponible con quien pasar la tarde. Pero lo malo es que mi libreta de direcciones sólo tiene anotados tres números. El de Jane, el del señor Antolini que fue mi profesor en Elkton Hills y el de la oficina de mi padre. Siempre me olvido de anotar en ella los números de teléfono que me da la gente. Así que terminé llamando a Cari Luce. Se recibió en Whooton después que yo me fui de allí. Tenía tres años más que yo y era un tipo que no me resultaba muy simpático, pero era muy intelectual, tenía el cociente de inteligencia más alto de Whooton y se me ocurrió que tal vez podría invitarlo a cenar en cualquier parte para sostener una conversación de tipo intelectual. A veces resultaba verdaderamente instructivo. De modo que lo llamé. Ahora estudiaba en Columbia, pero se encontraba en Nueva York y sabía que estaría en casa. Cuando atendió el teléfono me dijo que no podría acompañarme a cenar, pero que podríamos encontramos a las diez en el «Wicker Bar» para tomar una copa. Me pareció que estaba bastante sorprendido de oírme.
En una ocasión le había llamado culón farsante.
Como tenía que matar bastante tiempo hasta las diez, pensé en ir a ver una película al «Radio City». Era, probablemente, lo peor que podría haber hecho, pero quedaba cerca y, además, no se me ocurría ninguna otra cosa.
Entré durante el número vivo. Los Rockettes estaban todos en fila agarrados por la cintura. El público aplaudía como loco y un tipo que estaba sentado detrás de mí no dejaba de repetirle a su mujer:
—¿Sabes lo que es eso? Precisión.
Me mató. Luego, después de los Rockettes, salió a escena un tipo con smoking y patines de ruedas y comenzó a patinar bajo una cantidad de mesitas mientras hacía chistes. Era un excelente patinador y todo; pero yo no lograba disfrutar del espectáculo, porque me lo imaginaba practicando para llegar a convertirse en el tipo que patina en el escenario. Lo encontraba estúpido. Debía ser porque seguramente no estaba de humor. Luego, cuando terminó el patinador, apareció el espectáculo de Navidad que dan todos los años en el «Radio City». De los palcos y de todas partes empiezan a salir ángeles y tipos llevando crucifijos y otros ornamentos religiosos, y todos ellos, que suman miles, cantan como locos, «Venid todos los fieles». Dicen que es algo muy religioso y bonito, pero ¡por el amor de Dios! no veo qué puede tener de religioso ni de bonito ver una manada de actores llevando crucifijos por todo un escenario. Cuando terminaron y comenzaron a retirarse de nuevo por los palcos, se veía a la legua que iban muy apurados a encender un cigarrillo o algo así. El año anterior lo había visto con Sally, la que todo el tiempo estuvo repitiéndome que los trajes eran preciosos. Yo dije que si Jesucristo lo hubiese visto probablemente habría vomitado. Sally dijo que yo era un ateo sacrilego. Y es muy probable que lo sea. Lo que con seguridad le hubiese gustado a Jesucristo es el tipo de la orquesta que toca el tambor. Vengo observando a ese hombre desde que cumplí los ocho años. Mi hermano Allie y yo, aunque estuviésemos con nuestros padres y todo, solíamos abandonar nuestros asientos para acercarnos y poder verlo mejor. Es el mejor tambor que haya visto en mi vida. Sólo interviene un par de veces en toda la pieza, pero nunca parece aburrido. Luego, cuando toca el tambor, lo hace tan precisa y dulcemente, con el rostro contraído por la nerviosidad… Una vez que fuimos a Washington con mi padre, Allie le mandó una postal a ese músico, pero apostaría a que no la recibió. En realidad no sabíamos bien la dirección.
Terminado el espectáculo de Navidad empezó la condenada película. Era tan pútrida que no podía apartar los ojos de la pantalla. Trataba de un inglés llamado Alee no sé qué, que va a la guerra, y en el hospital pierde la memoria y todo. Sale del hospital con un bastón y cojeando bárbaramente. Así recorre todo Londres sin saber quién es. En realidad, es un duque, pero lo ignora. Luego, en un ómnibus, conoce a una chica simpática, sincera y de su casa. A ella se le vuela el condenado sombrero y él se lo recoge. Luego suben a casa de él, se sientan, y empiezan a conversar de Charles Dickens. Es el autor favorito de ambos y todo. El lleva un ejemplar de «Oliver Twist» y ella otro. Me daban ganas de vomitar. Bueno, se enamoran a primera vista, porque a los dos les gusta tanto Charles Dickens, y él ayuda a la chica a dirigir la editorial propiedad de ella. A la chica no le va muy bien en los negocios, porque tiene un hermano borracho que le gasta todo el dinero. El hermano es un amargado, porque fue médico durante la guerra y ahora no puede seguir ejerciendo la profesión — tiene los nervios demasiado tensos —, de manera que se pasa todo el tiempo bebiendo, aunque es muy ocurrente y todo. Bueno, Alee escribe un libro y la chica se lo publica y ambos ganan una pila de plata. Ya se disponen a casarse, cuando aparece otra chica llamada Marcia. Marcia era novia de Alee antes de que él perdiese la memoria y lo reconoce al verlo en una librería autografiando libros.
Le dice a Alee que, en realidad, es un duque, pero él no lo cree. Alee tampoco quiere ir a visitar a su madre, que es más ciega que un murciélago. Pero la otra chica, la hogareña, lo hace ir. Es una chica muy noble y todo. Entonces Alee va a ver a su madre. Pero no recobra la memoria ni cuando el gran danés le salta encima, ni cuando su madre le pasa los dedos por la cara y le trae el osito con que solía jugar cuando era niño. Pero un día, unos chicos que están jugando al cricket le pegan con la bocha en la cabeza. Entonces recobra la condenada memoria, va a su casa y le da a su madre un beso en la frente y todo. Empieza a vivir de nuevo como duque y olvida por completo a la chica de su casa y la editorial. Bueno, les contaría el resto del argumento, pero es posible que me diesen ganas de vomitar. Y no crean que lo haya estropeado al relatarlo, porque, en realidad, no tenía nada estropeable. Bueno, la cosa termina con la boda de Alee y la chica de su casa, mientras el hermano borracho consigue dominar los nervios y opera a la madre de Alee devolviéndole la vista; el borracho y Marcia se enamoran. Termina con todos sentados a una larga mesa, muertos de risa, porque el gran danés entra con un montón de cachorros. Y supongo que todos se imaginaban que era macho o algo por el estilo.
Lo que me llamó la atención fue que la señora que estaba sentada a mi lado no cesó de llorar durante toda la condenada película. Cuando más falsa y artificiosa se volvía, más lloraba. Se podría pensar que lo hacía porque era muy bondadosa, pero yo estaba sentado a su lado y sé que no lo era. Tenía con ella un niño pequeño que estaba más aburrido que el demonio y quería ir al baño; pero no lo llevaba. Le repetía que estuviese quieto y se portara bien. Era tan bondadosa como un cochino lobo. Nueve de cada diez personas de esas que lloran en el cine hasta arrancarse los ojos al ver una película falsa y sentimentaloide, son, en el fondo, unas degeneradas. Lo digo muy en serio.
Cuando terminó la película me fui caminando al «Wicker Bar» donde tenía que encontrarme con Cari Luce y durante el trayecto se me ocurrió pensar en la guerra. Todas esas películas de guerra siempre me producen el mismo efecto. Si me viese obligado a ir a la guerra creo que no podría resistirlo. De verdad. La cosa sería tolerable si se limitaran a pegarle a uno un tiro en seguida, pero hay que permanecer en el ejército demasiado tiempo. Eso es muy malo. Mi hermano D.B. estuvo en el ejército cuatro largos años. También intervino en la guerra, desembarcó el día D y todo; pero creo, sinceramente, que D.B. detestaba el ejército mucho más que la guerra. Yo, en esa época, era casi un niño, pero recuerdo que cuando solía venir a casa con licencia y todo, lo único que en realidad hacía era estar tendido en la cama todo el tiempo. Casi nunca entraba en el living. Luego, cuando se fue a ultramar y tomó parte activa en la guerra y todo, resultó ileso y no se vio obligado a matar a nadie. Lo único que tuvo que hacer fue manejar el auto de un general. Nos confesó a Allie y a mí que de haberse visto obligado a disparar alguna vez contra alguien, sabía en qué dirección lo habría hecho. Dijo, que, prácticamente, el ejército estaba lleno de tipos tan degenerados como los nazis. Recuerdo que Allie le preguntó una vez si no le parecía que haber tomado parte en la guerra le había venido bien, porque, como era escritor, debía haberle proporcionado muchos temas. Entonces le mandó a Allie que fuera a buscar su guante de béisbol y le preguntó quién era mejor poeta de guerra, si Rupert Brooke o Emily Dickinson. Allie contestó que Emily Dickinson. Yo no sé mucho de esas cosas, porque no suelo leer poesía, pero no creo que me sentiría loco de contento si tuviese que estar en el ejército todo el tiempo con una manga de degenerados como Stradlater, Ackley y Maurice, marchando con ellos y todo. Una vez pasé una semana con los boy scouts, y no podía tolerar tener que mirarle la nuca al tipo que marchaba delante de mí. No dejan de repetir que hay que mirar la nuca del tipo de adelante. Juro que si hay otra guerra, será mejor que me pongan frente a un pelotón de fusilamiento. No protestaré. Lo que me intriga de D. B. es que, aunque odia tanto la guerra, me hizo leer el verano pasado el libro titulado Adiós a las armas. Me dijo que era formidable. Eso es lo que no alcanzo a comprender. En él hay un personaje llamado teniente Henry que es tenido por una buena persona. No veo cómo D. B. puede odiar tanto el ejército y la guerra y, sin embargo, gustarle un farsante como ése. Por ejemplo, no comprendo cómo puede agradarle un libro falso como ése y también el de Ring Lardner, o el otro que tanto lo enloquece, El gran Gatsby. D. B. se enojó cuando se lo hice notar y me dijo que yo era demasiado joven para apreciarlo. Pero no lo creo así. Le contesté que me gustaba Ring Lardner y El gran Gatsby. El bueno de Gatsby. Me mataba. Bueno, en cierto modo me alegra que hayan inventado la bomba atómica. Si alguna vez hay otra guerra, pienso sentarme encima de ella. Me ofreceré como voluntario para hacerlo, lo juro por Dios.