Cuando llegué era algo temprano así que me senté en un sillón que estaba cerca del reloj del vestíbulo y empecé a mirar a las chicas. La mayoría de los colegios habían iniciado ya las vacaciones de Navidad, así que se veían por allí, sentadas y de pie, más de un millón de chicas que esperaban a sus acompañantes. Chicas con las piernas cruzadas, chicas con las piernas sin cruzar, chicas que parecían buenas, chicas que seguramente resultarían unas arpías si uno las conociera bien. En verdad, era un lindo espectáculo. Pero en cierto modo, también resultaba algo deprimente, porque uno se ponía a pensar qué iría a ser de todas ellas. Quiero decir, cuando salieran del colegio y la universidad. Algunas de ellas seguramente se casarían con tipos brutos y aburridos. Con tipos que sólo hablan de los kilómetros que hacen sus cochinos autos con un litro de nafta. Tipos que se ponen infantiles y se enojan más que el demonio cuando les ganan al golf o hasta a cualquier juego tan estúpido como el ping-pong. Tipos que son sumamente mezquinos y miserables. Tipos que nunca leen libros. Tipos que resultan más pesados que si fueran de plomo… Pero hay que tener cuidado. Quiero decir, para asegurar que un tipo es un aburrido. Yo no consigo comprender a los tipos aburridos. De verdad. Cuando estaba en Elkton Hills viví, durante más o menos dos meses, con un muchacho llamado Harris Macklin. Era muy inteligente y todo, pero me resultaba uno de los tipos más aburridos que había conocido en mi vida. Tenía una voz muy estridente y, prácticamente, nunca dejaba de hablar. Nunca cesaba de hablar y lo más terrible era que, en primer lugar, nunca, ni por casualidad, decía nada que uno tuviese ganas de oír. Pero tenía una habilidad. El degenerado silbaba como un ruiseñor. A lo mejor estaba haciendo la cama, o colgando algo en el placard, siempre estaba colgando cosas en el placard, aquello me volvía loco, y mientras lo hacía, se ponía a silbar, si es que no empezaba a hablar con su voz de raspador. Hasta era capaz de silbar música clásica, pero la mayoría de las veces silbaba jazz. Podía tomar algo muy sincopado, como por ejemplo «Tin Roof Blues» y silbarlo con la mayor facilidad, mientras colgaba algo en el placard. Aquello me mataba. Como es natural, nunca le dije que silbaba de una manera formidable. Quiero decir que uno no puede acercarse a alguien para decirle «eres un silbador formidable». Pero fui compañero de cuarto de él durante casi dos meses, aunque me aburrió hasta volverme medio loco, solamente porque era un silbador tan estupendo, el mej or que he oído en mi vida. Así que reconozco que no soy muy entendido en tipos aburridos. Tal vez uno no debería lamentar demasiado ver casarse una chica excelente con alguno de esos tipos aburridos. La mayoría de ellos no hacen daño a nadie y es posible que, en secreto, sean unos silbadores colosales, o algo así. ¿Quién demonios puede saberlo? Yo no, por lo menos. Por fin Sally empezó a subir la escalera y me dirigí a su encuentro. Estaba formidable. De verdad. Llevaba un tapado negro y una especie de boina también negra. Casi nunca usaba sombrero, pero la boina le sentaba muy bien. Lo más gracioso es que, en cuanto la vi, sentí ganas de casarme con ella. Estoy loco de remate. Ni siquiera me gustaba mucho, y, sin embargo, de pronto sentí como si estuviera enamorado de ella y quisiera desposarla. Juro a Dios que estoy loco. Lo admito.
—¡Holden! —exclamó—. ¡Qué maravilla! Hace siglos que no nos veíamos.
Tenía una de esas voces muy altas que resultan un poco embarazosas en presencia de extraños. Se lo toleraba porque era muy linda, pero me daba cien patadas en el trasero.
—Encantado de verte — le dije. Y era sincero —. ¿Cómo estás?
—Maravillosamente. ¿Llegué tarde? Le dije que no, pero, en realidad, se había retrasado diez minutos. Sin embargo no me importaba. Todo eso que sacan siempre en las caricaturas del «Saturday Evening Post» mostrando tipos que esperan furiosos en las esquinas a sus demoradas amigas son puras tonterías. Si una chica está preciosa cuando se encuentra con uno, ¿qué importa que llegue tarde? Nada.
—Será mejor que nos apresuremos — dije —. La función empieza a las dos y media.
Comenzamos a bajar la escalera hacia el lugar donde estaban estacionados los taxis.
—¿Qué vamos a ver? —preguntó.
—No sé. A los Lunts. No pude conseguir entradas para otra cosa mejor.
—¡Los Lunts! ¡Qué maravilla!
Ya les dije que Sally iba a volverse loca cuando le dijera que íbamos a ver a los Lunts.
Mientras nos dirigíamos al teatro jugueteamos un poquito en el auto. Ella al principio no quería, porque tenía los labios pintados y todo, pero yo me había puesto más seductor que el demonio y no le quedaba otra alternativa. Dos veces que el taxi frenó de golpe estuve a punto de caer del asiento. Juro que esos condenados choferes ni siquiera miran por dónde van. Luego, para que vean lo loco que soy, cuando salimos de un gran abrazo, le dije que estaba enamorado de ella. Desde luego, era una mentira, pero la cosa es que en el momento en que lo dije lo hice en serio. Estoy loco. Juro a Dios que lo estoy.
—Oh, querido, también yo te amo — dijo Sally. Luego, sin hacer la menor pausa, agregó—: Prométeme que te dejarás crecer el pelo. Es de mal gusto llevarlo tan corto. ¡Y tienes un cabello tan hermoso!
La pieza no era tan mala como algunas que tuve ocasión de ver. Sin embargo no valía gran cosa. Trataba de unos quinientos años de la vida de una única pareja. Empezaba cuando eran jóvenes y todo y los padres de la chica se oponen a que se case con el muchacho, pero ella lo desposa de todas maneras. Luego se van haciendo cada vez más viejos. El marido va a la guerra y la mujer tiene un hermano que es un bonachón. La obra no consiguió despertar mi interés. Quiero decir que no me interesó mucho cuando algún miembro de la familia moría ni nada. Eran sólo una manga de actores. Los esposos formaban una anciana pareja simpática y ocurrente también, pero no lograban despertar mi interés. En primer lugar, se pasaban toda la condenada función bebiendo té o algo parecido. Cada vez que se los veía, algún mucamo les estaba sirviendo té. Además, como todo el mundo entraba y salía continuamente uno se mareaba de ver gente sentarse y volver a ponerse de pie. Alfred Lunt y Lynn Fontanne formaban la pareja de ancianos y estaban muy bien, pero no me gustaron mucho. Sin embargo, diré que eran diferentes. No actuaban como personas y tampoco lo hacían como actores. Me resulta difícil de explicar. Se comportaban como si hubieran sabido que eran unas celebridades y todo. Quiero decir que eran buenos, pero «demasiado» buenos. Cuando uno de ellos terminaba de hablar, el otro de inmediato decía algo muy aprisa. Trataban de parecerse a la gente vulgar que se interrumpe cuando habla. Lo malo era que se parecían demasiado a la gente que habla y se interrumpe. Actuaban un poquito lo mismo que el negro Ernie tocaba el piano en su club. Si uno hace algo «demasiado» bien, después de un rato, si no pone mucho cuidado, empieza a notársele. Y entonces ya comienza a no ser tan bueno. De todos modos, eran los únicos actores de la pieza — desde luego, me refiero a los Lunts—, que demostraban tener cerebro. No me queda más remedio que admitirlo.
Cuando terminó el primer acto, salimos a fumar un cigarrillo igual que el resto del público. ¡Qué escena! Todos fumaban como murciélagos y hacían comentarios de la obra en voz alta, para demostrar lo agudos e ingeniosos que eran. Cierto actor de cine idiota, estaba cerca de nosotros fumando un cigarrillo. No sé cómo se llama, pero en las películas de guerra siempre hace el papel de un tipo que se acobarda cuando llega el momento de abandonar la trinchera y atacar. Estaba con una rubia estupenda y ambos trataban de hacerse los indiferentes como si no supieran que la gente no les quitaba los ojos de encima. Ambos parecían más modestos que el demonio. La cosa me hizo mucha gracia. Sally no hablaba mucho, excepto para ponderar a los Lunts, porque estaba muy ocupada en exhibirse. Luego, de pronto, vio en el otro extremo del vestíbulo a un punto que conocía. Un tipo con un traje de franela muy oscuro y uno de esos chalecos a cuadros. Estrictamente universitario. Estaba cerca de la pared, fumando y, al parecer, muerto de aburrimiento. Sally no dejaba de repetir:
—Conozco a ese muchacho de alguna parte. Siempre conocía algún muchacho en todas partes donde la llevaba. Lo repitió tanto que le dije aburrido:
—¿Si tanto lo conoces, por qué no te acercas a él y le das un beso del alma? Te lo agradecerá, probablemente.
Cuando le dije eso se enojó. Sin embargo, el tipo la vio por fin y se acercó a saludarla. Tendrían que haber visto la escena. Habrían pensado que hacía lo menos veinte años que no se veían y que ambos se habían bañado juntos en la misma bañera cuando eran pequeños. Resultaba nauseabundo. Y lo peor era que probablemente no se habían visto más que una vez en alguna fiesta de mala muerte. Por fin, cuando se cansaron de decir vaciedades, Sally me lo presentó. Se llamaba George algo, ni siquiera me acuerdo, y estudiaba en Andover. Un tipo muy, pero muy importante. ¡Tendrían que haberlo visto cuando Sally le preguntó si le había gustado la pieza! Era uno de esos farsantes que necesitan hacerse espacio antes de contestar alguna pregunta. Dio un paso atrás y le pisó el pie a una señora que estaba detrás de él. Probablemente le quebró todos los dedos del pie. Dijo que la comedia en sí no era ninguna obra de arte, pero que los Lunts, desde luego, trabajaban como los mismísimos ángeles. Ángeles. ¡Por el amor de Dios, «ángeles»! Aquello me mató. Entonces él y Sally comenzaron a conversar de sus relaciones. Era la conversación más falsa y sofisticada que haya escuchado en mi vida. Ambos pensaban en lugares lo más ligero que podían, luego pensaban en alguien que vivía cerca de allí y mencionaban su nombre. Cuando terminó el entreacto tenía ganas de vomitar. De verdad. Y luego, cuando finalizó el segundo acto continuaron con su aburrida conversación. Siguieron mencionando más lugares y personas que vivían en ellos. Y lo peor era que el punto tenía una de esas voces de universitario farsante, una de esas voces de niño bien fatigado. Parecía una chica. El degenerado, al parecer, no vacilaba en soplarme la dama. Hasta pensé que iba a meterse en el taxímetro con nosotros cuando terminó la función, porque nos acompañó más de dos cuadras, pero, según nos dijo, tenía que encontrarse con una manga de individuos «refinados» como él para tomar el cóctel. Ya me los imaginaba sentados en algún bar, con sus condenados chalecos a cuadros, criticando piezas de teatro, libros y mujeres con sus voces cansadas de snobs. Esos tipos de verdad me matan.
Cuando llegó el momento de subir al taxi, después de haber tenido que escuchar a aquel degenerado de Andover lo menos diez horas, casi le había tomado odio a Sally. Estaba decidido a llevarla de nuevo a su casa, de verdad, pero me dijo:
—¡Acaba de ocurrírseme una idea maravillosa! —Continuamente se le ocurrían ideas maravillosas —. Escucha — dijo —. ¿A qué hora tienes que estar en casa para cenar? Quiero decir, ¿estás apurado o algo así? ¿Tienes que volver a casa a una hora especial?
—No. No tengo que estar en casa a ninguna hora especial. — En mi vida había dicho una verdad mayor —. ¿Por qué?
—¡Entonces vayamos a patinar sobre hielo al Radio City!
Esas eran las famosas ideas que siempre se le ocurrían.
—¿A patinar sobre hielo al Radio City? ¿Ahora?
—Sólo durante una hora. ¿Es que no quieres ir? Si no quieres ir…
—No dije que no quería ir. Iremos si así lo deseas.
—¿Lo dices con franqueza? No lo hagas solamente por complacerme. Total, me da casi lo mismo.
Se veía a la legua que estaba mintiendo.
—Podré alquilar una de esas faldas tan monas para patinar —continuó Sally—. Jeannette Cultz lo hizo la semana pasada.
Por eso tenía tanto interés en ir. Quería verse con una de esas faldas que apenas tapan la cola.
De modo que fuimos y después de darnos los patines le entregaron a Sally la famosa falda. Tengo que admitir que le sentaba maravillosamente. Y no vayan a creer que ella no se daba cuenta. Marchaba siempre delante de mí para que yo pudiera ver bien qué lindo traserito tenía. Y lo tenia lindísimo, no me queda más remedio que admitirlo.
Lo más gracioso del caso es que ambos éramos los peores patinadores de toda la pista. Los peores. Y eso que los había deplorables. A Sally se le doblaban tanto los tobillos que casi le tocaban el suelo. No solamente le daban un aspecto ridículo, sino también debían doler-le más que el demonio. Al menos los míos me dolían. En realidad me estaban matando. Debíamos tener un aspecto regio. Y lo peor de todo es que había por lo menos doscientos mirones, que no tenían mejor cosa que hacer que pasarse las horas viendo cómo se caía la gente. —¿No quieres que ocupemos una mesa en el interior para tomar algo? —le dije al fin.
—Es la idea más maravillosa que tuviste en todo el día — contestó. Era evidente que se estaba matando. De verdad me daba lástima.
Nos quitamos los condenados patines y entramos en aquel bar donde uno puede tomar algo y ver a los patinadores con sólo las medias puestas. En cuanto nos sentamos Sally se sacó los guantes y entonces le ofrecí un cigarrillo. Sally no parecía muy feliz. Se acercó el mozo y pedí una Coca Cola para ella —no tomaba bebidas alcohólicas — y un whisky con soda para mí, pero el degenerado no me lo quiso traer, de modo que le encargué otra Coca Cola. Luego comencé a encender fósforos. Es algo que suelo hacer con frecuencia cuando estoy en cierto estado de ánimo. Los dejaba arder hasta que ya no podía sostenerlos más y luego los arrojaba al cenicero. Es un hábito nervioso.
Luego, inesperadamente, Sally me preguntó: —Mira. Tengo que saberlo. ¿Vas a venir a ayudarme a preparar el árbol de Navidad para la Nochebuena? Tengo que saberlo.
Estaba un poco agresiva, sin duda por el dolor que le causaron los tobillos cuando patinó.
—Ya te escribí que sí. Me lo preguntaste como veinte veces. Claro que voy a ir.
—Es que tengo que saberlo — insistió. Comenzó a mirarlo todo a su alrededor.
De pronto, dejé de encender fósforos y me incliné hacia ella sobre la mesa. Tenía varios tópicos en la cabeza.
—Oye, Sally —le dije.
—¿Qué? —repuso distraída. Estaba mirando a otra chica que se encontraba al otro lado del salón.
—¿Nunca te sentiste harta? —le pregunté—. Quiero decir, ¿nunca tuviste la sensación de que todo se iba a echar a perder si no hacías algo para evitarlo? Quiero decir, ¿te gusta ir al colegio y todo eso?
—Es un aburrimiento terrible.
—Pero ¿detestas el colegio? Sé que es un aburrimiento terrible, pero ¿lo «detestas»? Eso es lo que deseo saber.
—Bueno, en realidad no lo «detesto». Uno siempre tiene que…
—Pues yo lo odio. Y cómo lo odio —dije—. Pero no es eso solamente. Lo aborrezco todo. Detesto vivir en Nueva York. Detesto los taxímetros y los ómnibus de la Madison Avenue, con los guardas que no hacen más que gritar «un pasito más adelante»; detesto que me presenten cochinos farsantes que llaman ángeles a los Lunts, y subir y bajar en ascensores cuando lo único que uno quiere es salir cuanto antes, y los tipos que no nacen más que probarle a uno los pantalones en Brooks y la gente que siempre…
—Haz el favor de no gritarme — dijo Sally, lo que era muy gracioso, porque yo no estaba gritando.
—Por ejemplo, tomemos los automóviles — dije con voz sumamente tranquila —. La mayoría de la gente tiene locura por los automóviles. Les preocupa que puedan tener el menor rasguño y no hacen más que hablar de los kilómetros que dan por cada litro de nafta, y si tienen un coche completamente nuevo, ya están pensando cambiarlo por otro. Ni siquiera me gustan los autos viejos. Es decir, ni siquiera me interesan. Prefiero un condenado caballo. Al menos un caballo es «humano» ¡por el amor de Dios! Al menos un caballo… —No sé de qué me estás hablando —dijo Sally—. Saltas de un tema a… — ¿Sabes una cosa? Tú eres, probablemente, la única razón de que esté ahora en Nueva York o en alguna parte. De no ser por ti, probablemente estaría en los quintos infiernos. En los bosques o algo por el estilo. Eres, prácticamente, el único motivo de mi presencia aquí.
—¡Qué cariñoso! —dijo. Pero era evidente que estaba deseando que yo cambiara de conversación.
—Alguna vez tendrías que ir a un colegio de varones. De verdad te convendría ir. Están llenos de farsantes y lo único que haces es estudiar para ser lo suficiente vivo para poder comprar algún día un condenado Cadillac, y tienes que fingir que te importa mucho que el equipo de fútbol pierda, y lo único que haces es hablar de mujeres, licores y asuntos sexuales todo el santo día, y todo el mundo forma parte de esas cochinas barritas. Los integrantes del equipo de baloncesto forman una barra, los católicos otra, los intelectuales se unen y los tipos que juegan al bridge, también. Hasta los tipos que pertenecen al condenado «Book-of-The-Month Club» se unen. Si deseas tener una conversación un poco inteligen…
—Escucha — dijo Sally —. Hay enormidad de muchachos que sacan del colegio mucho más que «eso».
—¡Estoy de acuerdo! ¡Reconozco que algunos lo hacen! Pero lo que acabo de decirte es lo que «yo» saco del colegio. ¿Comprendes? Yo casi nunca saco nada de nada. No estoy bien. En realidad me siento como el diablo.
—Evidentemente.
De repente se me ocurrió una idea:
—Mira —dije—. Acaba de ocurrírseme. ¿Qué te parecería si nos fuésemos de aquí? Quiero decir, de Nueva York. Conozco un tipo en Greenwich Village que me prestaría su auto un par de semanas. En una época íbamos al mismo colegio y todavía me debe diez dólares. Mañana temprano podríamos ir a Massachusetts y Ver-mont. Es una región hermosísima. De verdad.
Mientras más pensaba en ello más excitado me ponía, hasta que en cierto momento le agarré la mano a Sally. Qué idiota era:
—Te lo digo en serio. Tengo ciento ochenta dólares en el banco. En cuanto abran podría retirarlos y luego buscar el auto de ese tipo. Te hablo en serio. Viviríamos en campamentos de chozas hasta que se nos acabe el dinero. Luego, cuando se nos acabe el dinero, buscaría trabajo y podríamos vivir en algún lugar cerca de un arroyo, y, más tarde, nos casaríamos o algo así. Durante el invierno hacharía leña y todo. ¡Qué bien lo pasaríamos! ¿Qué me dices? ¡Habla! ¿Qué me dices? ¿Vendrías conmigo? ¡Por favor!
—No es posible hacer algo semejante así como así — dijo Sally. Parecía más enojada que el demonio.
—¿Por qué no? ¿Por qué demonios no?
—Haz el favor de no volver a gritarme — dijo. Lo que era una tontería, porque no le estaba gritando ni nada parecido.
—¿Por qué no? ¿Por qué?
—Sencillamente porque no se puede. En primer lugar, ambos no somos más que unos niños. ¿Y no te detuviste ni un momento a pensar qué haríamos si cuando se te acabara el dinero, no encontrases trabajo? Nos moriríamos de hambre. Todo esto es tan fantástico que ni siquiera…
—No es fantástico. Conseguiría trabajo. No te preocupes por eso. No tienes que preocuparte por eso. ¿Qué te pasa? ¿Es que no quieres venir conmigo? Si no quieres acompañarme puedes decirlo de una vez.
—No es eso. Eso no tiene nada que ver —repuso Sally. En cierto modo estaba empezando a odiarla—. Tendremos una eternidad para hacer esas cosas, todas esas cosas. Quiero decir, después que salgas de la universidad y todo, si es que nos casamos. Tendremos millones de sitios maravillosos adonde ir. Tú ahora sólo…
—No, no los tendremos. No tendremos millones de sitios maravillosos adonde ir. Sería completamente distinto — dije. De nuevo empezaba a sentirme más deprimido que el demonio.
—¿Qué dices? — me preguntó —. No te oigo. Unas veces me gritas, otras hablas tan bajo que…
—Dije que no, que no íbamos a tener lugares maravillosos adonde ir, cuando yo saliera de la universidad. Abre bien los oídos. Sería completamente distinto. Tendríamos que bajar en ascensores cargados de valijas y demás. Tendríamos que telefonearle a todo el mundo para despedirnos y escribirles postales desde los hoteles. Yo estaría trabajando en alguna oficina y ganando un montón de plata. Iría al trabajo en taxis y en ómnibus de Madison Avenue, leería diarios, jugaría al bridge todo el tiempo e iría al cine para ver una infinidad de películas cortas y noticieros. Noticieros. ¡Dios todopoderoso! Siempre hay alguna aburrida carrera de caballos, alguna señora que rompe una botella de champaña contra un barco y algún chimpancé con pan-taloncitos y todo que anda en una maldita bicicleta. Ni remotamente sería lo mismo. No ves lo que quiero decir.
—¡Tal vez no lo veo! Es posible que tú no lo veas tampoco — dijo Sally. Para entonces ambos nos odiábamos cordialmente. Resultaba evidente que era imposible tratar de sostener una conversación medianamente inteligente con ella. Estaba muy arrepentido de haber iniciado aquello.
—Ven, salgamos de una vez de aquí — dije —. Si quieres que te confiese la verdad, me estás resultando como un puntapié en el trasero.
Cuando se lo dije saltó hasta el techo. Sé que no debí habérselo dicho de ninguna manera, pero me estaba deprimiendo más que el demonio. Por lo general, nunca les digo a las chicas groserías semejantes. Repito: Sally botó hasta el techo. Le pedí disculpas como loco, pero no quiso aceptármelas. Hasta empezó a llorar. Lo que me asustó un poco, pues temí que cuando llegara a casa le fuese a contar al padre que la había llamado un puntapié en el trasero. Su padre era uno de esos degenerados grandotes y de pocas palabras; y no me tenía ninguna simpatía. Una vez le dijo a Sally que yo era demasiado estrepitoso.
—En serio. Lo siento muchísimo.
—Lo siento, lo siento. Me resulta muy gracioso — dijo Sally.
Todavía estaba medio llorando y, de repente, me sentí verdaderamente arrepentido y le dije.
—Ven. Te llevaré a casa.
—Puedo ir muy bien sola, muchas gracias. Si crees que voy a permitirte que me acompañes a casa estás loco de remate. Ningún muchacho se atrevió a decirme en la vida una cosa semejante.
Pensándolo bien todo aquello resultaba gracioso en cierta forma, y de pronto hice algo que reconozco no debía haber hecho. Me reí. Y mi risa es de esas estúpidas y sonoras. Quiero decir que de hallarme sentado detrás de mí mismo viendo una película, probablemente protestaría. Sally se puso más furiosa que nunca.
Continué un rato allí, pidiéndole disculpas y tratando de conseguir que me perdonara, pero no lo conseguí. Me dijo que me fuera de una vez y que hiciera el favor de dejarla tranquila. Así que terminé por retirarme. Entré a buscar los zapatos y demás cosas y me fui sin ella. No debí hacerlo, pero en ese momento estaba ya harto de Sally.
Si quieren que les confiese la verdad ni siquiera sé por qué inicié aquella conversación con ella. Me refiero a lo de ir a Massachusetts y Vermont y todo lo demás. Aunque ella hubiese querido ir, probablemente no la habría llevado. Hubiera sido peor que ir solo. Pero lo terrible es que cuando se lo pedí fue en «serio». Eso es lo terrible del asunto. Juro a Dios que estoy más loco que una cabra.