Cuando terminé de desayunarme eran sólo las doce y como no tenía que encontrarme con Sally hasta las dos inicié un largo paseo. No podía dejar de pensar en aquellas dos monjas. Pensaba en la baqueteada canastita en la que iban recolectando el dinero cuando no estaban enseñando en la escuela. Trataba de imaginarme a mi madre, o mi tía, o la loca de la madre de Sally Hayes, de pie frente a una gran tienda, pidiendo dinero para los pobres con una cestita deteriorada en la mano. La cosa era difícil de imaginar. No tanto a mi madre, sino a las otras dos. Mi tía es bastante caritativa, trabaja mucho para la Cruz Roja y todo, pero se viste muy bien, y cuando hace algún acto caritativo, siempre está muy elegante y con los labios pintados. No podía figurármela haciendo algo por caridad, si tuviera que usar ropa negra y los labios sin pintar mientras lo hacía. Y la madre de Sally Hayes. ¡Dios mío! La única forma en que iría con una canastita recolectando dinero sería si todo el mundo, al hacer una contribución, le besara el trasero. Si se limitaran a dejar la limosna en la cestita y luego se alejaran, ignorándola, abandonaría antes de una hora. Se aburriría. Entregaría la canastita y se iría a almorzar a cualquier sitio elegante. Por eso me gustaban aquellas monjas. En primer lugar, se veía que nunca iban a almorzar a ningún lugar elegante. Me daba tanta pena pensar que nunca iban a comer a ningún sitio elegante ni nada. Comprendía que no tenía importancia, pero, de todos modos, me entristecía.
Empecé a caminar hacia Broadway, porque hacía años que no iba por allí. Además, buscaba una tienda de discos que estuviera abierta los domingos. Había un disco que quería comprarle a Phoebe, llamado «La pequeña Shirley Beans». Era un disco muy difícil de encontrar. Trataba de una niñita que no quería salir de casa porque le faltaban dos dientes de adelante y le daba vergüenza. Lo oí en Pencey.
Lo tenía un compañero y traté de comprárselo, porque sabía que volvería loca a Phoebe, pero no me lo quiso vender. Era un disco formidable y muy viejo, grabado por una chica negra, Estelle Fletcher, hace alrededor de veinte años. Lo canta muy estilo prostíbulo y no suena nada a merengue. Si lo cantara una chica blanca, resultaría más «mono» que el demonio, pero Estelle Fletcher sabía muy bien lo que hacía y el disco era uno de los mejores que tuve ocasión de escuchar en mi vida. Pensé que podría comprarlo en alguna tienda que estuviese abierta los domingos y luego llevarlo al parque. Era domingo, y Phoebe solía patinar en el parque los domingos con bastante frecuencia. Además, sabía muy bien los lugares que frecuentaba mi hermanita.
No hacía tanto frío como el día anterior, pero todavía no había salido el sol y no resultaba agradable caminar. Pero había algo lindo. Una familia que se veía que acababa de salir de alguna iglesia, caminaba delante de mí… padre, madre y un niño de unos seis años. Tenían aspecto de pobres. El padre llevaba uno de esos sombreros gris perla, que los pobres usan cuando quieren parecer elegantes. Los padres caminaban hablando entre sí, sin prestarle ninguna atención al pequeño. El chico era encantador. Caminaba por la calle, en vez de hacerlo por la vereda, pero bien pegado al cordón. Trataba de caminar en línea recta, como suelen hacerlo los niños, y mientras avanzaba no dejaba de cantar y tararear. Me acerqué para tratar de oír lo que cantaba. Cantaba la canción: «Si un cuerpo agarrase a otro atravesando el centeno.» Además tenía muy linda voz. Los autos pasaban zumbando a su lado, los frenos chirriaban, sus padres no le prestaban ninguna atención, y él continuaba caminando pegado al cordón y cantando: «Si un cuerpo agarrase a otro atravesando el centeno.» Aquello hizo que me sintiera mejor. Hizo que ya no me sintiera tan deprimido.
En Broadway había un mundo de gente. Era domingo y sólo alrededor de las doce, pero, de todos modos, la aglomeración resultaba desagradable. Todo el mundo se dirigía al cine: al «Paramount» o al «Astor» o al «Strand» o al «Capitol» o cualquiera de esos locales de locura. Lo que todavía empeoraba las cosas era que todo el mundo iba vestido de punta en blanco, porque era domingo. Pero lo más desagradable era que se veía que todos querían ir al cine. Era algo que no podía soportar. Comprendo que alguien vaya al cine, porque no tiene nada mejor que hacer, pero que alguien quiera ir y hasta apresure el paso para llegar antes, es algo que me deprime más que el demonio. Especialmente si veo gente formando esas colas de más de una cuadra de largo, esperando con una terrible paciencia para sacar entradas y todo. De repente sentí unas ganas locas de salir de una vez del maldito Broadway. Y tuve suerte. La primera tienda que visité tenía un ejemplar de «La pequeña Shirley Beans». Me cobraron cinco dólares por él, porque era tan difícil de conseguir, pero no me importó. De repente me sentí muy feliz. Estaba deseando llegar al parque para ver si estaba Phoebe y poder entregarle el disco.
Cuando salía de la tienda de discos, pasé frente a una droguería y entré. Pensé telefonearle a Jane para ver si ya había empezado las vacaciones. Así que entré en la cabina telefónica y la llamé. Lo malo fue que su madre contestó el teléfono y tuve que colgar. No estaba de humor para entablar una larga conversación con ella. De todos modos, no me seduce nada hablar por teléfono con las madres de mis amigas. Sin embargo debí haberle preguntado, por lo menos, si Jane ya había llegado. No creo que el esfuerzo me hubiese matado. Pero lo cierto es que no estaba de humor.
Todavía tenía que sacar las entradas para el teatro, así que compré un diario y miré qué obras daban. Como era domingo sólo funcionaban tres teatros. Así que saqué dos entradas de orquesta para «Conozco a mi amor». Se trataba de una función de beneficio o algo por el estilo. No tenía muchas ganas de verla, pero sabía que a Sally, la reina de las farsantes, empezaría a caérsele la baba cuando le dijera que había sacado entradas para esa pieza, porque en ella trabajaban los Lunts. Le gustaban las obras muy sofisticadas, con los Lunts en el reparto y todo. A mí no. Si quieren que les sea franco el teatro no me gusta mayormente. No es tan malo como el cine, desde luego, pero tampoco nada del otro mundo. En primer lugar detesto a los actores. Nunca actúan como personas. Se limitan a pensar que lo hacen. Algunos de los mejores sí actúan como gente, pero en una forma leve, que resulta divertido observar. Y cuando un actor es bueno de verdad, resulta evidente que «sabe» que lo es, lo que lo echa todo a perder. Por ejemplo, tomemos a Sir Laurence Olivier. Lo vi en «Hamlet». D. B. nos llevó a Phoebe y a mí a verlo el año pasado. El ya lo había visto y por la forma en que lo ponderó durante el almuerzo yo también tenía unas ganas bárbaras de ver lo. Pero no disfruté gran cosa. No consigo descubrir qué es lo que tiene de tan maravilloso Sir Laurence Olivier, eso es todo. Tiene una voz formidable y una pinta bárbara y resulta agradable verlo cuando camina o se bate en duelo, pero en nada se parecía al Hamlet cuya personalidad me explicó D. B. Tenía más el aspecto de un condenado general que de un tipo triste y medio chiflado. La mejor parte de toda la película es cuando el hermano de Ofelia, el que tiene un duelo con Hamlet casi al final, se marchaba de casa y su padre le daba una cantidad de consejos. Mientras el padre le daba una cantidad de consejos, Ofelia jugueteaba con su hermano sacándole el puñal de la vaina y haciéndole bromas, mientras éste se esforzaba en aparentar interés por las macanas que le estaba diciendo el padre. Eso era lindo. Reconozco que me entusiasmó. Pero no hay muchas cosas de esas en la película. Lo único que le gustó a Phoebe fue cuando Hamlet le acariciaba la cabeza al perro. Lo encontraba gracioso y lindo y así era, efectivamente. Creo que lo mejor será que lea la obra. Lo malo es que siempre tengo que leer yo mismo esas cosas. Si las representa un actor, apenas lo escucho. Me preocupa que en el momento menos pensado vaya a hacer algo falso.
Después de sacar las entradas tomé un auto para ir al parque. Debí haber tomado el subterráneo o algo parecido, porque me estaba quedando algo escaso de dinero, pero quería alejarme de Broadway lo antes posible.
El parque estaba desagradable. No hacía mucho frío, pero el sol no había salido aún y parecía que lo único que había en el parque eran excrementos de perro, salivazos y puchos arrojados por viejos. Además, daba la impresión de que todos los bancos estaban mojados. Todo aquello me deprimía, y sin ningún motivo aparente, mientras caminaba, se me ponía, a veces, carne de gallina. En nada se notaba que se acercaban las fiestas de Navidad. En realidad no parecía que se acercase nada. Pero de todos modos seguí caminando hacia el Malí, porque es el lugar que suele frecuentar Phoebe cuando va al parque. Le gusta patinar en las inmediaciones del quiosco de la banda. Es curioso. En ese mismo lugar me gustaba patinar cuando era pequeño.
Sin embargo, cuando llegué no pude ver a Phoebe por ninguna parte. Había algunos chicos por allí, patinando y todo, pero no estaba Phoebe. Sin embargo vi una nena que tendría su edad, sentada, sola, en un banco, ajustándose un patín. Pensé que a lo mejor conocía a Phoebe y podría darme noticias de ella, así que me acerqué y le pregunté.
—¿No conoces, por casualidad, a Phoebe Caulfield?
—¿A quién? —me preguntó. Lo único que llevaba puesto eran unos pantalones azules de vaquero y alrededor de veinte sweaters. Se veía que se los hacía la madre, porque estaban más apelotonados que el demonio.
—A Phoebe Caulfield. Vive en la Calle 71. Está en cuarto grado y estudia en…
—¿Conoces a Phoebe?
—Sí, soy su hermano. ¿No sabes dónde está?
—¿Está en la clase de la señorita Callón, no es cierto? — preguntó la nena.
—No sé bien. Sí, creo que sí.
—Entonces, lo más probable es que esté en el museo. Nosotros fuimos el sábado pasado —me dijo la nena.
—¿En qué museo? — le pregunté.
Se encogió de hombros y repuso:
—No sé. En el museo.
—Ya sé, ¿pero en qué museo? ¿En el que están los indios o en el que están los cuadros?
—En el que están los indios.
—Muchas gracias —le dije. Me puse de pie y ya me disponía a irme cuando recordé que era domingo—. Hoy es domingo — le dije a la nena.
—Oh, entonces no está —repuso la pequeña mirándome muy seria.
Estaba haciendo unos esfuerzos bárbaros para atarse el patín. Como no llevaba guantes ni nada, tenía las manos muy coloradas de frío. La ayudé. Hacía años que no tenía un patín en las manos. Sin embargo no me resultó nada extraño. Si dentro de cincuenta años me pusieran en la mano, en plena oscuridad, una llave de ajustar patines, en seguida sabría lo que era. Me dio las gracias y todo cuando terminé de ajustárselo. Era una nenita muy amable y bien educada. Dios mío, me encanta que los chicos sean amables y bien educados cuando uno les ajusta un patín o les hace un pequeño favor por el estilo. La mayoría lo son. De verdad. Le pregunté si quería tomar un chocolate caliente o algo así en mi compañía, pero me dijo que no y me dio las gracias. Me dijo que tenía que encontrarse con una amiguita. Aquello me mató.
Aunque era domingo y Phoebe no iba a estar allí con su clase ni nada, me dirigí hacia el Museo de Historia
Natural a través del parque. Sabía que era el museo a que se refería la nena del patín. Aquel asunto del museo lo conocía tan bien como la palma de la mano. Phoebe iba a la misma escuela a que iba yo cuando era chico, y nos llevaban al museo con mucha frecuencia. Teníamos una maestra, la señorita Aigletinger, que nos llevaba al condenado museo casi todos los sábados. Unas veces mirábamos los animales y otras las cosas hechas por los indios en otros tiempos. Alfarería, cestos de paja y cosas por el estilo. Me siento muy feliz cada vez que lo recuerdo. Aún ahora recuerdo que después de contemplar las cosas de los indios solíamos ir al gran auditorio a ver alguna película. Cristóbal Colón. Siempre nos estaban mostrando a Colón descubriendo América. El bueno de Colón trabajaba como un negro para conseguir que Fernando e Isabel le prestaran el dinero para comprar las carabelas, y luego los marineros se le amotinaban y todo. A nadie le importaba mayormente el viejo Colón, pero uno siempre tenía cantidad de caramelos y pastillas de goma y dentro del auditorio olía muy bien. Siempre olía como si estuviera lloviendo afuera, aunque no fuese así, y uno se encontrase en el único lugar del mundo seco y agradable. Adoraba aquel condenado museo. Recuerdo que era necesario pasar por la sala india para llegar al auditorio. Era un salón muy, pero muy largo y no nos permitían hablar allí en voz alta. La maestra iba delante seguida por la clase. Los chicos marchábamos en fila doble y uno tenía un compañero. La mayoría de las veces mi compañera era una nena llamada Gertrude Levine. Siempre quería agarrarlo a uno de la mano y tenía la mano sudada o pegajosa. El piso era todo de piedra, y si uno llevaba algunas bolitas en la mano y las dejaba caer, rebotaban como locas en el suelo haciendo un ruido bárbaro y la maestra nos obligaba a detenernos y venía a ver qué demonios ocurría. Sin embargo, la señorita Aigletinger nunca se enojaba. Luego pasábamos al lado de la larguísima canoa de guerra india, casi tan larga como tres Cadillacs puestos en filas, que tenía veinte indios adentro, algunos remando y otros solamente sentados con aspecto de malos, todos ellos con los rostros cubiertos con pintura de guerra. En la popa de la canoa había un tipo muy impresionante, que llevaba una careta. Era el médico brujo. Me daba carne de gallina, pero de todas maneras me gustaba. Y otra cosa, si uno tocaba algo al pasar, alguno de los cuidadores decía: «No toquen nada, niños», pero siempre lo decía con amabilidad, no como un cochino guarda ni nada. Luego pasábamos cerca de una jaula de cristal, con indios adentro frotando palos para hacer fuego y una india tejiendo una manta. La india que tejía la manta estaba algo inclinada y se le podían ver los pechos y todo. La mayoría solíamos echarle una buena ojeada, incluso las niñas, porque todavía eran pequeñas y no tenían los pechos mayores que los nuestros. Luego, justo antes de llegar a la puerta del auditorio, había un esquimal. Estaba sentado, pescando en un agujero abierto en un lago helado. Tenía dos pescados cerca del agujero que ya había pescado. Aquel museo estaba lleno de jaulas de vidrio. Había todavía más en el piso de arriba, con ciervos que bebían en las aguadas y aves que volaban hacia el sur para pasar el invierno. Las aves más próximas estaban todas embalsamadas y colgaban de alambres, y las más lejanas, sólo pintadas en la pared; pero parecía que todas estuvieran volando hacia el sur y si uno volvía la cabeza y las miraba medio dado vuelta, parecía que todavía estaban más apuradas para volar hacia el sur. Sin embargo, lo mejor que tenía el museo era que todas las cosas estaban siempre en el mismo sitio. Nada se movía. Uno podría entrar allí cien mil veces y el esquimal acabaría de pescar sus dos pescados, las aves seguirían volando hacia el sur y los ciervos continuarían bebiendo en la aguada, con sus hermosas cornamentas y sus gráciles patas delgadas y la india de los pechos desnudos estaría tejiendo la misma manta. Nada sería diferente. Lo único diferente sería uno. No porque fuese más viejo ni nada de eso. Uno sería, simplemente, diferente, y eso es todo. Por ejemplo, en aquella ocasión uno tendría puesto el sobretodo. O la compañera de fila de la otra vez tendría escarlatina y ahora lo acompañaba a uno otra niña. O, a lo mejor, estaría a cargo de la clase alguna suplente, en vez de la señorita Aigletinger. O uno habría oído a sus padres tener una gran pelea en el cuarto de baño. O uno, en la calle, habría pasado al lado de uno de esos charquitos que tienen adentro un arco iris de gasolina. Bueno, quiero decir, que uno sería diferente en cierta forma… Me resulta difícil explicar lo que quiero decir. Y aunque pudiera explicarlo, no sé si estaría de humor para hacerlo.
Mientras caminaba saqué la gorra de caza del bolsillo y me la puse. Sabía que no iba a tropezar con ningún conocido y afuera estaba bastante húmedo. Mientras caminaba me imaginaba a Phoebe yendo al museo los sábados, como solía hacerlo yo. Pensaba que ella vería las mismas cosas que yo solía ver y cómo sería diferente cada vez que las viese. Pensar en todo aquello no me deprimía exactamente; pero tampoco me alegraba mucho que digamos. Hay cosas que deberían quedar siempre como están. Habría que meterlas en una de esas grandes jaulas de vidrio y dejarlas. Sé que es algo imposible, pero lamento que lo sea. Bueno, mientras caminaba, iba pensando en todas esas cosas.
Al pasar frente a los juegos infantiles me detuve un momento para ver a dos niños muy pequeños que estaban sobre uno de esos columpios de sube y baja. Uno de ellos tiraba a gordo y puse la mano sobre la tabla del lado del niño más delgado, para tratar de equilibrar el peso, pero se veía que mi intervención les desagradaba, de modo que seguí mi camino.
Luego ocurrió algo gracioso. Cuando llegué frente al museo, de repente sentí que no habría entrado en él ni por un millón de dólares. Sencillamente ya no me atraía, a pesar de que había atravesado todo el condenado parque para llegar hasta allí. De haber estado Phoebe adentro, probablemente habría entrado, pero no estaba. Así que tomé un taxi para ir al Baltimore. No tenía ganas de ir. Pero me había citado con Sally y no podía dejarla plantada.