No dormí mucho, porque creo que sólo eran alrededor de las diez cuando desperté. En cuanto fumé un cigarrillo sentí bastante apetito. Lo último sólido que había ingerido fueron los dos bifes hamburgueses que comí en Agerstown, en compañía de Brossard y Ack-ley, cuando fuimos al cine. Me parecía que hacía ya cincuenta años que no probaba bocado. Tenía el teléfono al lado y estuve a punto de llamar para que me subieran el desayuno, pero temía que me lo enviaran con Maurice. Si creen que me estaba muriendo por volver a verlo, están locos de remate. Así que permanecí acostado un rato y encendí otro cigarrillo. Pensé en llamar a Jane, para ver si ya había llegado, pero me sentía sin ánimo para ello.
Entonces llamé a Sally Hayes. Iba al colegio Mary A. Woodruff y yo sabía que ya estaba en casa, porque había recibido una carta de ella hacía un par de semanas. No estaba loco por ella ni mucho menos, pero la conocía desde hacía años. En mi estupidez, solía considerarla muy inteligente. El motivo era que Sally sabía muchísimo de obras de teatro, literatura y esas cosas. Si alguien sabe mucho de esas cosas se tarda bastante en descubrir si es estúpido o no. En el caso de Sally yo tardé años. Creo que me hubiese dado cuenta mucho antes si no hubiéramos andado abrazándonos tanto. Lo malo que tengo es que siempre pienso que las chicas que acaricio son inteligentes. En realidad son cosas que no tienen nada que ver, pero igual lo pienso.
Bueno, la cosa fue que le telefoneé. Primero me contestó la mucama. Luego el padre. Luego se puso ella al aparato.
—¿Sally? — le dije.
—Sí…, ¿con quién hablo? — me preguntó. Era una pequeña farsante. Yo acababa de decirle a su padre quién era.
—Holden Caulfield. ¿Cómo estás?
—¡Holden! ¡Muy bien! ¿Y tú?
—Perfectamente. Escucha. ¿Cómo te va? Quiero decir, ¿cómo te va en el colegio?
—Bien — dijo —. Ya sabes.
—Bueno, escucha. Quería saber si estabas ocupada hoy. Es domingo, pero los domingos siempre hay dos o tres matinés. Beneficios y cosas por el estilo. ¿Te gustaría ir?
—Me encantaría. ¡Qué grande!
«Grande». Si hay una palabra que detesto es grande. Suena tan a falso. Durante un segundo tuve la tentación de decirle que olvidara lo de la matinée. Pero seguimos hablando un rato. Es decir, habló ella. Me resultaba imposible intercalar una sola palabra. Primero me habló de un tipo que estudiaba en Harvard, debía estar en primer año, pero claro, de eso no me dijo una palabra, que andaba loco por ella. La llamaba por teléfono noche y día. ¡Noche y día! Eso me mató. Luego me habló de otro tipo, un cadete de West Point que también se bebía los vientos por ella. Un candidato formidable. Le dije que me esperase bajo el reloj de Baltmore a las dos de la tarde y que no llegara tarde, porque la función empezaría, probablemente, a las dos y media. Luego colgué. Me daba cien patadas en el trasero, pero era muy bonita.
Después de arreglar la cita con Sally me levanté de la cama, me vestí e hice la valija. Sin embargo, antes de marcharme, eché una ojeada por la ventana para ver cómo se portaban los pervertidos, pero todos tenían las persianas bajas. Al parecer, por la mañana eran unos dechados de pudor. Luego bajé en el ascensor y pedí la cuenta. No vi al amigo Maurice por ninguna parte. Aunque, como es natural, no me rompí el cuello ni mucho menos buscando a aquel degenerado. Tomé un taxi fuera del hotel, pero no tenía la más remota idea del lugar adonde me dirigiría. En realidad no tenía adonde ir. Era sólo domingo y no podía ir a casa hasta el miércoles. .. o, todo lo más, el martes. Tampoco tenía ganas de irme a otro hotel a que terminaran de romperme el alma. Así que le dije al chofer que me llevara a la Gran Central Station. Quedaba cerca del Baltimore, donde tenía que encontrar más tarde a Sally y pensé que podía depositar las valijas en una de esas cajas fuertes cuya llave le entregan a uno y luego desayunar. Estaba algo hambriento. Mientras iba en taxi saqué la billetera y conté el dinero. No recuerdo exactamente lo que me quedaba, pero no era ninguna fortuna. Había gastado el rescate de un rey en un par de cochinas semanas. De verdad. En el fondo soy un tremendo derrochador. Y lo que no gasto, lo pierdo. La mayoría de las veces olvido el cambio en restaurantes, clubes nocturnos y lugares semejantes. Este defecto que tengo enloquece a mis padres. No los culpo. Sin embargo, mi padre es bastante rico.
No sé lo que gana, conmigo no habla nunca de esos asuntos, pero me imagino que mucho. Es abogado de una gran empresa. Los que ejercen esa profesión ganan el dinero a paladas. También me doy cuenta de que está en muy buena posición, porque siempre anda invirtiendo dinero en obras teatrales de Broadway. Sin embargo, siempre resultan un verdadero fracaso y mi madre se vuelve loca cuando lo hace. Mi madre no anda muy bien de salud desde que murió mi hermano Allie. Es muy nerviosa. Por eso yo lamentaba tanto que se enterase de que me habían vuelto a expulsar.
Después de meter las valijas en una de esas cajas fuertes de la estación, me dirigí a un bar pequeño para desayunarme. Por tratarse de mí tomé un desayuno bastante abundante. . . jugo de naranja, panceta con huevos y café con tostadas. Por lo general sólo bebo un vaso de jugo de naranja. Como muy poco. De verdad. Por eso estoy tan flaco. El médico me recomendó una dieta de esas que hay que comer muchos almidones y grasas, para aumentar de peso, y todo, pero nunca le hice caso. Cuando estoy fuera de casa en alguna parte lo único que como es un sandwich de queso y una leche malteada. No es gran cosa, pero parece que la leche malteada tiene una cantidad bárbara de vitaminas. H. V. Caulfield. Holden Vitamina Caulfield.
Mientras comía los huevos, dos monjas con valijas y todo —me imagino que irían a cambiar de convento y estarían esperando un tren — se sentaron a mi lado en el mostrador. Parecía que no sabían qué demonio hacer con las valijas, así que les di una mano. Eran de esas valijas muy baratas, que no son de cuero auténtico ni nada. Sé que no es importante, pero detesto que alguien use valijas baratas. Sé que debe producir un efecto terrible que lo diga, pero de sólo mirarlas puedo llegar a odiar a alguien que usa valijas baratas. Una vez me ocurrió algo. Cuando estudiaba en Elkton Hills fui compañero de pieza, durante un tiempo, de Dick Slagle, que tenía unas valijas muy baratas. Solía guardarlas debajo de la cama, para que nadie las viera al lado de las mías. Aquello me deprimía enormemente, y me daban ganas de tirar las mías o algo parecido o hasta cambiárselas por las de él. Las mías habían sido compradas en Mark Cross, eran de cuero legítimo y creo que costaron bastante. Pero fue algo gracioso. Les contaré lo que ocurrió. Terminé por meter también mis valijas debajo de la cama, para que Slagle no se formara un complejo de inferioridad. Pero verán lo que hizo. Al día siguiente del que metí mis valijas debajo de la cama, las sacó y volvió a colocarlas a la vista. Tardé bastante en descubrir por qué lo hizo. Lo hizo porque quería que la gente creyese que mis valijas eran suyas. De verdad. En ese aspecto era un tipo de lo más curioso. Por ejemplo, siempre estaba haciendo comentarios irónicos acerca de mis valijas. Repetía que eran demasiado nuevas y de aspecto burgués. Esa era su favorita condenada palabra. Debió haberla leído u oído en alguna parte. Todo lo que yo tenía era más burgués que el demonio. Hasta mi estilográfica era burguesa. Me la pedía prestada continuamente, pero de todos modos era burguesa. Sólo fuimos compañeros de habitación unos dos meses. Luego los dos pedimos que nos cambiaran de cuarto. Y lo peor fue que, en cierto modo, lo eché de menos, porque tenía un espléndido sentido del humor y a veces nos divertíamos como locos. No me sorprendería que también él hubiese lamentado mi ausencia. Al principio sólo bromeaba cuando me llamaba chancho burgués y a mí no me importaba nada; en realidad, hasta me resultaba gracioso. Luego, después de un rato, resultaba evidente que ya no bromeaba. La cosa es que resulta verdaderamente difícil ser compañero de cuarto de gente, si las valijas propias son mucho mejores que las de ellos… es decir, si las valijas de uno son buenas de verdad y las de ellos no. Uno pensaría que si las otras personas son inteligentes y todo y poseen cierto sentido del humor, no puede importarles nada de quién son las mejores valijas, pero les importa. De verdad. Esa es una de las razones de que compartiese la habitación con un degenerado estúpido como Stradlater. Por lo menos, sus valijas eran tan buenas como las mías.
Bueno, las dos monjas estaban sentadas a mi lado e iniciamos una conversación. La más cercana tenía una de esas cestas de mimbre que usan las monjas y las mujeres del Ejército de Salvación para las colectas de Navidad. Uno suele verlas por las esquinas, especialmente en la Quinta Avenida, frente a las grandes tiendas y todo. Bueno, a la monja que estaba a mi lado se le cayó la canasta al suelo y yo se la levanté. Le pregunté si estaba efectuando alguna colecta de caridad. Me dijo que no. Me contó que la cestita no le entró en la valija al hacer el equipaje y que por eso la llevaba en la mano. Cuando lo miraba a uno tenía una sonrisa bastante agradable. Era de nariz grande y usaba unos anteojos con montura de hierro de esos que no favorecen nada, pero tenía un rostro muy bondadoso.
—Creí que estaría haciendo alguna colecta —le dije—. Desearía contribuir con una modesta cantidad. Podría guardar el dinero para cuando haga una colecta.
—Oh, qué generoso es — dijo, y la otra, la amiga, me miró. La otra estaba leyendo un librito negro mientras tomaba el café. El libro parecía una Biblia, pero era demasiado delgado. Sin embargo era un libro tipo Biblia. Lo único que tomaban las dos como desayuno era café con tostadas. Aquello me deprimió. Me resulta muy desagradable estar comiendo panceta con huevos mientras alguien a mi lado sólo toma café con tostadas.
Me permitieron que les diera diez dólares como contribución. Me preguntaron varias veces si no era mucho para mí. Les dije que tenía encima una cantidad respetable de dinero, pero, al parecer, no me creyeron. Al fin aceptaron mi dádiva. Las dos me dieron las gracias tantas veces que me resultaba embarazoso. Entonces, para cambiar de conversación, les pregunté adonde iban. Me dijeron que eran maestras de escuela que acababan de llegar de Chicago y que iban a enseñar en la Calle 168 ó 186. La de los anteojos de montura de hierro dijo que enseñaba inglés y su amiga dijo que enseñaba historia y educación cívica. Luego empecé a preguntarme, como un degenerado, qué pensaría la que enseñaba inglés, siendo monja y todo, cuando leía algunos libros. Libros no necesariamente con muchos asuntos sexuales, pero, en fin, libros que trataban de amantes. Por ejemplo, qué pensaría de Eustacia Vye, personaje de El regreso del nativo, de Thomas Hardy. No es muy sexual ni nada, pero aun así, uno no puede evitar preguntarse, qué pensará una monja cuando lee las aventuras de Eustacia, Pero, naturalmente, no dije una sola palabra del asunto. Lo único que dije es que inglés era la materia que mejor sabía.
—¿De veras? ¡Qué contenta estoy! —dijo la de los anteojos, que enseñaba inglés—. ¿Y qué leyó este año? Tendría sumo interés en saberlo. Era, en verdad, sumamente amable. —Bueno, sobre todo nos ocupamos de los anglosajones. Beowulf, el viejo Grendel y Lord Randal y esas cosas. Pero, de vez en cuando, teníamos que leer también otros libros. Yo leí El regreso del nativo, de Thomas Hardy; Romeo y Julieta y julio…
—¡Oh, Romeo y Julieta! ¡Maravilloso! ¿No le encantó?
Era tal su entusiasmo que no parecía una monja.
—Sí. Me gustó muchísimo. Hubo algunas cosas que no me agradaron del todo; pero, en general, me resultó bastante conmovedor.
—¿Qué fue lo que más le gustó? ¿No lo recuerda?
Si quieren que les diga la verdad, me resultaba bastante embarazoso hablar con ella de Romeo y Julieta. Quiero decir que la obra es bastante verde en algunas partes y ella era una monja, pero como me lo preguntó, discutí el asunto un rato con ella.
—Bueno, le confesaré que ni Romeo ni Julieta me entusiasman mucho — dije —. Me gustan algo, pero… no sé. A veces se ponen bastante molestos. Sentí mucho más cuando mataron a Mercucio que cuando murieron Romeo y Julieta. La cosa es que Romeo dejó de gustarme después que Mercucio fue atravesado por el otro, por el primo de Julieta. ¿Cómo se llamaba?
—Teobaldo.
—Eso es, Teobaldo — dije. Siempre se me olvida el nombre de aquel tipo —. La culpa la tuvo Romeo. Quiero decir que Mercucio es el personaje que más me gusta. No sé. Todos esos Montescos y Capuletos están bien, especialmente Julieta, pero ese Mercucio era…, me resulta difícil de explicar. La cosa es que me vuelve loco que alguien se haga matar, sobre todo si es inteligente, entretenido y todo, por culpa de otro. Al menos Romeo y Julieta murieron por culpa de ellos.
—¿A qué colegio va? — me preguntó. Probablemente deseaba abandonar el tema de Romeo y Julieta.
Le contesté que a Pencey y me dijo que lo había oído nombrar. Dijo que era un colegio muy bueno. Lo pasé por alto. Luego la otra, la que enseñaba historia y educación cívica, dijo que tenían que marcharse. Quise pagarles el gasto, pero no me lo permitieron.
—Ya fue más que generoso — dijo la que enseñaba inglés—. Es usted un jovencito muy simpático. —Parecía de veras una buena persona. Me recordaba algo a la madre de Ernest Morrow, la señora que había conocido en el tren. Sobre todo era simpática cuando sonreía—. Nos resultó un placer conversar con usted — dijo.
Les declaré que el placer había sido recíproco. Y era sincero. Creo que habría disfrutado aún más de aquella conversación si durante todo el tiempo que duró no hubiese estado temiendo que me preguntaran si era católico. Los católicos siempre están tratando de averiguar si uno es católico. A mí me suele pasar con mucha frecuencia, en parte porque mi apellido es irlandés y la mayoría de los descendientes de irlandeses son católicos. En realidad, mi padre fue en un tiempo católico. No obstante, dejó de serlo cuando se casó con mi madre. Pero los católicos siempre están tratando de averiguar si uno es católico, aunque ignoren el apellido. Cuando estaba en Whooton, conocí a un chico católico llamado Louis Shaney. Fue el primer alumno que conocí en ese colegio. Ambos estábamos sentados en las dos primeras sillas, fuera de la condenada enfermería, el día que empezaron las clases, esperando el examen físico, e iniciamos una conversación sobre tenis. A los dos nos interesaba mucho el tenis. Me dijo que había presenciado todos los campeonatos nacionales en Forest Hill, yo le conté que también, y luego hablamos durante un rato de algunos jugadores de tenis famosos. Para la edad que tenía sabía una barbaridad de tenis. De verdad. Luego, después de un rato, en medio de la cochina conversación, me preguntó :
—¿No sabes, por casualidad, dónde queda aquí la iglesia católica?
Por la forma en que me lo preguntó era evidente que estaba tratando de averiguar si yo era católico. El lo era. No era un tipo con prejuicios ni nada de eso, pero quería saberlo. Le agradaba nuestra conversación sobre tenis y todo, pero resultaba evidente que hubiese gozado más de ella si yo fuese católico. Esas cosas me vuelven loco. No quiero decir que me arruinó la conversación, no fue así, pero la pregunta me desagradó. Por eso estaba contento de que aquellas dos monjas no me hubiesen preguntado si era católico. No habrían echado a perder la conversación que habíamos sostenido, pero, probablemente, hubiera sido diferente. No por eso quiero decir que culpe a los católicos. No es así. Tal vez si fuese católico también yo sería lo mismo. En cierto modo viene a ser como el asunto de las valijas de que les hablé. Lo único que digo es que en nada favorece una amena conversación. Nada más.
Cuando las dos monjas se levantaron para irse hice algo muy estúpido. Estaba fumando un cigarrillo y cuando me levanté para despedirme de ellas, por descuido, les eché humo en la cara. No quise hacerlo, pero lo hice. Les pedí disculpas como un loco y ellas trataron de restarle importancia, pero de todas maneras fue un momento muy embarazoso.
Y entonces empecé a lamentar no haberles dado más que diez dólares para la colecta. Pero la cosa era que había invitado a Sally Hayes a la matinée y necesitaba algo de dinero para las entradas y demás.
Sin embargo lo sentía más que el demonio. Maldito dinero. Siempre termina por ponerlo a uno triste.