XII

El taxi que me conducía era muy viejo y olía como si alguien hubiese vomitado adentro. Cuando voy a alguna parte a altas horas de la noche siempre me tocan esos taxis repulsivos. Y lo peor de todo era que afuera estaba muy triste y solitario, aunque era noche de sábado. Casi no se veía a nadie por la calle. De vez en cuando alcanzaba a divisar alguna pareja cruzando la calle, o un grupo de tipos con aspecto de maleantes con sus mujeres, riéndose como hienas de algo que apostaría ni siquiera era gracioso. Nueva York es terrible cuando alguien empieza a reír a carcajadas a altas horas de la noche. Hace que uno se sienta muy solo y deprimido. Sentía unos deseos tremendos de ir a casa para charlar un rato con Phoebe. Pero, por fin, después de viajar un rato en silencio, el conductor y yo iniciamos una especie de conversación. Se llamaba Horwitz. Era mucho mejor persona que el chofer anterior. De todos modos, pensé que tal vez supiese el asunto de los patos.

—Oiga, Horwitz. ¿Pasó alguna vez cerca de la laguna del Central Park? ¿Por el lado sur del parque?

—¿Cerca de dónele?

—De la laguna. Del lago pequeño que hay allí. Donde están los patos. ¿No recuerda?

—Sí. ¿Qué tiene?

—Sin duda habrá visto los patos que nadan en ella en primavera. ¿No sabe,, por casualidad, adonde van en invierno?

—¿Adonde van «quiénes»?

—Los patos. ¿No lo sabe, por casualidad? Digo, ¿viene alguien con un camión para llevárselos o vuelan ellos… hacia el sur o algo por el estilo?

Horwitz se dio vuelta, completamente, en el asiento, para mirarme. Era un tipo de lo más impaciente. Sin embargo no era malo.

—¿Cómo demonios puedo saberlo? ¿Cómo demonios puedo saber una estupidez como ésa?

—Bueno, no se enoje — le dije. Parecía que la cosa no le había gustado.

—¿Quién se enojó? Nadie se enojó.

Dejé de conversar con él porque se estaba poniendo demasiado susceptible. Pero él empezó a hablar de nuevo. Volvió a darse vuelta y dijo:

—Los peces no van a ningún lado. Los peces se quedan donde están. En el maldito lago.

—Los peces… eso es diferente. Los peces son algo muy distinto. Hablo de los patos —insistí.

—¿Qué tienen de diferente? No tienen nada de diferente — dijo Horwitz. Cada vez que decía algo lo hacía como si estuviera enojado.

—Para los peces el invierno es mucho más duro que para los patos, ¡por el amor de Dios! Use un poco la cabeza, ¡por el amor de Dios!

Durante un minuto no pronuncié una palabra más; luego dije:

—Está bien. ¿Qué hacen los peces cuando toda la laguna se convierte en un bloque sólido de hielo que la gente utiliza para patinar?

Horwitz se volvió de nuevo hacia mí.

—¡Qué van a hacer! —me gritó—. Se quedan donde están, ¡por el amor de Dios!

—No pueden ignorar el hielo. Sencillamente no pueden.

—¿Quién lo ignora? ¡Nadie lo ignora! —dijo Horwitz. El hombre se ponía tan excitado que temí que fuera a estrellar el auto contra algún poste del alumbrado —. Viven en el condenado hielo. Eso está en su naturaleza, ¡por el amor de Dios! Se quedan helados en la misma posición durante todo el invierno.

—¿Sí? ¿Y entonces qué comen? Si están helados como piedras no pueden nadar para buscar su alimento

ni nada.

—Me refiero a sus cuerpos, por el amor de Dios, ¿qué le pasa? Sus cuerpos se nutren de las condenadas algas y demás porquerías del lago. Tienen continuamente abiertos los poros. Son cosas de la naturaleza. ¿Comprende lo que quiero decir?— Volvió a darse vuelta violentamente para mirarme.

—¡Oh! —dije. No quise continuar. Tenía miedo de que estrellara el taxi contra algo. Además era tan susceptible que no daba ningún placer conversar con él.

—¿No le gustaría parar para tomar una copa conmigo en cualquier parte? —dije.

No me contestó. Debía estar todavía pensando. Pero volví a preguntárselo. Era una buena persona y además bastante divertido.

—No tengo tiempo para beber, compañero. Además, ¿qué edad tiene? ¿Por qué no está ya en casa en la camita?

—No me siento cansado.

Cuando me bajé frente al local de Ernie y pagué el taxi, Horwitz volvió al asunto de los peces.

—Oiga — dijo —. Si usted fuera un pez, la madre naturaleza se encargaría de protegerlo, ¿no es cierto? ¿No le parece lógico? Entonces no pensará que los peces mueren cuando llega el invierno, ¿verdad? — No, pero…

—Claro que no —dijo Horwitz y arrancó más ciego que un murciélago al salir del infierno. Era uno de los tipos más susceptibles que haya conocido jamás. Se enojaba por todo.

Aunque ya era muy tarde, el establecimiento de Ernie estaba abarrotado de público. Su clientela estaba compuesta, en su mayoría, de estudiantes. Casi todos los condenados colegios del mundo inician antes las vacaciones de Navidad que los colegios a que yo voy. Había tanta gente que resultaba casi imposible guardar el sobretodo en el guardarropa. Sin embargo, había bastante silencio, porque Ernie estaba tocando el piano. Cuando Ernie se sentaba al piano, era como si se tratara de algún acto sagrado. Unas tres parejas esperaban mesa y se ponían en puntas de pies y empujaban, para tratar de ver a Ernie mientras tocaba. Ernie tenía un gran espejo frente al piano iluminado por un reflector, para que todo el mundo pudiese verle bien la cara mientras tocaba. No era posible verle los dedos mientras tocaba; únicamente la enorme cara. No estoy bien seguro del nombre de la canción que estaba tocando cuando entré, pero cualquiera que fuese, la estaba destrozando. Sin embargo tendrían que haber visto al público cuando terminó. Daban ganas de vomitar. Se volvían locos. Eran exactamente los mismos tarados que se ríen a carcajadas en el cine de cosas que no tienen ni una pizca de gracia. Juro por Dios que si fuera pianista o actor y todos aquellos imbéciles me considerasen formidable, me disgustaría mucho. Ni siquiera me agradaría que me aplaudiesen. La gente siempre aplaude cuando no debe. Si fuera pianista tocaría en un gabinete reservado. Bueno, cuando terminó y todo el mundo se rompía las manos aplaudiéndolo, Ernie se dio vuelta en el taburete e hizo una humildísima reverencia que olía a falso. Como si fuera un tipo de lo más humilde, además de un pianista estupendo. Era una verdadera farsa. Sin embargo, en cierta forma curiosa, sentí pena por él cuando terminó. Hasta creo que ya no sabe distinguir cuando toca bien o no. Y no es culpa suya. La culpa la tienen todos esos imbéciles que lo aplauden, que son capaces de echar a perder a cualquiera si se les presenta la ocasión. Bueno, aquello volvió a hacerme sentir mal y deprimido; estuve a punto de agarrar el abrigo y regresar al hotel, pero era demasiado temprano y no quería estar solo.

Al fin me dieron una mesa asquerosa, contra la pared y detrás de una columna, desde donde no se podía ver nada. Era una de esas mesitas diminutas, que si los ocupantes de la mesa vecina no se levantan para darle a uno paso —cosa que nunca hacen, los muy degenerados— uno se ve prácticamente obligado a trepar a su silla. Pedí un whisky con soda, que es mi bebida favorita después de los Daiquiris bien helados. Cualquiera que tuviese solamente seis años podía conseguir que le sirviesen bebidas alcohólicas allí. El local era muy oscuro y además la edad no importaba a nadie. Uno podía hasta ser aficionado a las drogas que a nadie le importaba un cuerno.

Estaba rodeado de idiotas. Fuera de bromas. En la mesita de la izquierda, prácticamente encima de mí, había una pareja de aspecto raro. Eran más o menos de mi edad o tal vez algo mayores. Resultaba curioso.

Era evidente que tenían un cuidado del demonio de no beber demasiado aprisa la consumición mínima. Estuve escuchando su conversación durante un rato, porque no tenía nada mejor que hacer. El le hablaba de un partido de fútbol, disputado por jugadores profesionales, que había visto esa tarde. Le daba todos los detalles del condenado partido. En serio. Era el tipo más aburrido que haya escuchado jamás. Y resultaba evidente que a la chica no le importaba un bledo del partido, pero tenía una pinta todavía más rara que él; por eso se me ocurre que no le quedaba más remedio que escuchar. Las chicas que son verdaderamente feas suelen pasarlo mal. A veces me dan lástima. A veces ni siquiera puedo mirarlas, sobre todo si están con algún estúpido que no hace más que contarles detalles de un partido idiota. Sin embargo, la conversación a mi derecha era todavía peor. Había un tipo con aspecto de alumno de Yale, con un traje de franela gris y un chaleco de otro color, de esos que dan aspecto de maricón al que los usa. Todos esos degenerados de universitarios parecen cortados por la misma tijera. Mi padre quiere que vaya a Yale o a Princeton, pero juro que nunca iré a ninguna universidad de esa clase, ¡por el amor de Dios! Bueno, el tipo de que les hablo estaba con una chica formidable. Era lindísima. Pero tendrían que haber oído su conversación. Además, él estaba toqueteándola por debajo de la mesa, mientras le hablaba de cierto tipo de su dormitorio que estuvo a punto de suicidarse tomándose todo un frasco de aspirina. La chica repetía sin cesar:

—Qué horrible… Basta, querido. Aquí no. Aquí no.

¡Imagínense a un sujeto toqueteando a su compañera y hablándole al mismo tiempo de un tipo que estuvo a punto de suicidarse. Aquello era matador.

De veras empecé a sentirme como el diablo, sentado allí solo. No quedaba más remedio que beber y fumar. Eso fue lo que hice. Le pedí al mozo que le preguntara a Ernie sí quería tomar una copa conmigo. Le dije que le advirtiera que era el hermano de D. B. Sin embargo, no creo siquiera que le diera el mensaje. Esos degenerados nunca dan los mensajes a nadie.

De repente se me acercó una chica y exclamó:

—¡Holden Caulfield!

Se llamaba Lillian Simmons. Mi hermano D. B. salió con ella una temporada.

—Hola —dije. Traté de levantarme con naturalidad, pero resultaba toda una hazaña ponerse de pie en un sitio como aquél. La chica estaba acompañada por un oficial de marina que parecía como si tuviese un palo metido en el trasero.

—¡Qué maravilloso me resulta verte! —dijo Lillian Simmons. Era una verdadera farsante —. ¿Cómo está tu hermano mayor? —Eso era lo único que le interesaba.

—Muy bien. Está en Hollywood.

—¡En Hollywood! ¡Qué maravilla! ¿Y qué hace?

—No sé. Escribir —dije. No tenía ganas de hablar del asunto. Era evidente que a ella le parecía algo muy importante que D. B. estuviese en Hollywood. A todo el mundo le parece importante. Hasta personas que nunca leyeron nada escrito por él. Es algo que me vuelve loco.

—Qué excitante —dijo Lillian. Luego me presentó al marino. Se llamaba comandante Blop o algo parecido. Era uno de esos tipos que piensan que son unos maricones si no le rompen a uno todos los dedos cuando le estrechan la mano. Cómo detesto eso.

—¿Estás solo, querido? — me preguntó Lillian.

Estaba interrumpiendo todo el cochino tránsito en el pasillo. Era visible que le gustaba interrumpir el tránsito. Un camarero esperaba que lo dejara pasar, pero Lillian ni siquiera se daba cuenta. Era gracioso. Resultaba evidente que el camarero no le tenía ninguna simpatía, ni el marino tampoco, aunque había salido con ella. A nadie le resultaba simpática. En cierto modo a uno le daba lástima de ella.

—¿No tienes compañera, querido? —me preguntó. Yo seguía de pie y ni siquiera me decía que me sentara. Era de esas que son capaces de tenerlo a uno de pie varias horas.

—¿No es muy buen mozo? — le preguntó al marino —. Holden, cada vez te estás poniendo más buen mozo.

El marino le dijo que se moviera, que estaban obstruyendo el pasillo.

—Ven con nosotros, Holden — dijo Lillian —. Puedes traer el vaso.

—Iba a marcharme —le dije—. Tengo que encontrarme con alguien.

Era evidente que estaba tratando de congraciarse conmigo. Para que yo se lo contara luego a D. B.

—Bueno, pequeño, haz como gustes. Cuando veas a tu hermano mayor no te olvides de decirle que lo odio.

Luego se fue. El tipo de la marina y yo nos dijimos que estábamos encantados de conocernos. Cosa que siempre me mata. Siempre estoy diciéndoles «encantado de conocerlo» a tipos que me tienen completamente sin cuidado. Sin embargo, si uno quiere seguir vivo, no tiene más remedio que decir esas cosas.

Después de decirle que tenía que encontrarme con alguien no me quedaba otra solución que marcharme. Ni siquiera podía permanecer allí un rato más para ver si, por fin, Ernie tocaba algo más bien decente. Pero no quería sentarme con Lillian y su marino para aburrirme mortalmente. Así que me marché. Sin embargo, mientras esperaba que me entregaran el abrigo estaba furioso. La gente no hace más que arruinarle las cosas a uno.