Era todavía bastante temprano. No recuerdo la hora pero sé que no era muy tarde. Algo que aborrezco es acostarme antes de sentirme cansado. Así que abrí las valijas, saqué una camisa limpia y luego fui al cuarto de baño para lavarme y cambiarme la camisa. Entonces se me ocurrió una idea. Se me ocurrió bajar para ver lo que ocurría en el «Lavender Room». En el hotel tenían un club nocturno llamado «Lavender Room».
Con todo, mientras me cambiaba la camisa faltó muy poco para que llamase a mi hermana pequeña, Phoebe. Tenía muchas ganas de hablar con ella por teléfono. Pero no me atrevía a llamarla, porque era sólo una niña muy pequeña y no era muy probable que, a aquella hora, anduviese cerca del teléfono.
Pensé que podía colgar si atendían mis padres, pero tampoco hubiese dado resultado. Se darían cuenta de que era yo. Mamá siempre sabe cuando soy yo quien hablo. Es medio adivina. Pero de veras me hubiese gustado conversar un ratito con Phoebe.
Tendrían que verla. Lo más probable es que no hayan visto una nena tan linda e inteligente en toda su vida. Es inteligentísima. Quiero decir que sacó siempre todos diez desde que va a la escuela. En realidad, yo soy el único burro de la familia. Mi hermano D. B. es escritor y todo, y mi hermano Allie, el que murió, de quien ya les hablé, era un mago. Yo soy el único verdaderamente bruto. Pero tendrían que ver a Phoebe. Tiene el cabello rojo, algo parecido al de Allie, y lo lleva muy corto en la temporada de verano. En verano se lo mete detrás de las orejas, que son muy lindas y pequeñas. Sin embargo, en invierno lo lleva bastante largo. A veces mamá se lo trenza. Tiene sólo diez años. Es muy delgada, como yo, pero tiene una delgadez que le sienta, una delgadez de patinadora sobre ruedas. Una vez la miré por la ventana mientras cruzaba la Quinta Avenida para ir al parque y me pareció, como les digo, que tiene una delgadez de patinadora sobre ruedas. Les gustaría. Quiero decir que cuando se le dice a Phoebe una cosa, en seguida comprende de qué le están hablando. Quiero decir que uno puede llevarla a cualquier parte. Si, por ejemplo, uno la lleva a ver una película mala, en seguida se da cuenta de que es una película mala. Si uno la lleva a ver una película muy buena, comprende que se trata de una película muy buena. Mi hermano D. B. y yo la llevamos a ver esa película francesa en la que trabaja Raimu llamada «La mujer del panadero». La entusiasmó. Sin embargo, su película favorita es «Treinta y nueve escalones», con Robert Donat. Se sabe de memoria toda la maldita película, porque la llevé a verla lo menos diez veces. Por ejemplo, cuando Donat, perseguido por la policía, se refugia en su granja escocesa, Phoebe dice en voz alta, en el preciso momento en que lo dice ese tipo escocés de la película: «¿Puede comer el arenque» Sabe de memoria todo el diálogo. Cuando el profesor de la película, que en realidad es un espía alemán, levanta el meñique, al que le falta parte de la falange del medio, para mostrárselo a Donat, Phoebe me muestra su minúsculo meñique en la oscuridad y empieza a moverlo delante de mi cara. Es un fenómeno de lista. Les gustaría. Lástima que a veces es demasiado cariñosa. Por ser una niña pequeña es demasiado emotiva. De verdad. Además, le encanta escribir libros todo el tiempo; sólo que no los termina. Son todos sobre una niña llamada Hazel Weatherfield, aunque Phoebe escribe siempre «Hazle». Hazel Weatherfield es una niña detective. Aunque es huérfana, su padre aparece con cierta frecuencia en el relato. Él es siempre «un caballero atrayente de unos veinte años de edad». Eso me mata. Juro por Dios que a ustedes les encantaría Phoebe. Ya desde que era muy pequeñita demostró ser muy lista. Cuando era una niñita diminuta, Allie y yo solíamos
llevarla al parque, especialmente los domingos. Allie tenía un velerito con el que gustaba jugar los domingos y solíamos llevar a Phoebe con nosotros. Siempre llevaba guantes blancos y caminaba entre nosotros como una verdadera señorita y todo. Y cuando Allie y yo nos poníamos a conversar de cosas de carácter general, Phoebe nos escuchaba con toda atención. Algunas veces nos olvidábamos de su presencia — era tan pequeñita —, pero enseguida nos hacía notar que ella también estaba allí. Nos interrumpía continuamente. De repente nos daba a Allie o a mí un empujón y nos preguntaba: «¿Quién? ¿Quién dijo eso? Bobby o la señora.» Entonces contestábamos su pregunta y ella decía. «Oh», y seguía escuchando. Phoebe también encantaba a mi hermano. Quiero decir que Allie también la quería mucho. Ahora tiene ya diez años y no es tan pequeñita, pero continúa encantando a todo el mundo… me refiero a la gente con un poco de criterio.
Bueno, era alguien con quien uno siempre tenía ganas de hablar por teléfono. Pero tenía demasiado miedo de que contestaran mis padres, enterándose así que yo ya estaba en Nueva York y que había sido expulsado de Pencey. De manera que me limité a cambiarme la camisa. Luego terminé de arreglarme y bajé al vestíbulo por el ascensor para ver lo que había de interesante.
Excepto unos pocos tipos con aspecto de rufianes y unas pocas rubias con facha de putas, el vestíbulo estaba casi vacío. Pero podía oírse la orquesta que tocaba en el «Lavender Room», de manera que hacia allí me dirigí. No estaba muy concurrido, no obstante, me dieron una mala mesa, completamente al fondo del salón. Debía haber agitado un billete de un dólar bajo las barbas del maitre. En Nueva York el dinero lo puede todo. .. puedo asegurárselo.
La orquesta era inmunda. La de Buddy Singer. Además, apenas se veían muchachos de mi edad. En verdad no había nadie de mi edad. La mayoría eran viejos exhibicionistas con sus amigas. Excepto en la mesa situada a mi derecha, en la que había tres chicas de unos treinta años. Las tres eran bastante feas y llevaban unos sombreros que estaban diciendo a gritos que sus dueñas no eran de Nueva York; pero una, la rubia, no estaba del todo mal. La rubia resultaba bastante atractiva y empecé a mirarla un poco, pero justo en ese momento vino el mozo a preguntarme qué iba a tomar. Pedí whisky con soda y le dije que no los mezclara.
Se lo dije lo más ligero posible, pues si uno titubea, en seguida piensan que es menor de veintiún años y no le sirven bebida blanca de ninguna especie. Sin embargo, tuve dificultades con él. Me dijo:
—Lo lamento mucho, señor, ¿pero no tiene en su poder algo con que pueda demostrar su mayoría de edad? ¿Tal vez su registro de conductor?
Le dirigí una mirada glacial, como si acabara de insultarme y le pregunté:
—¿Es que parezco menor de veintiún años?
—Lo siento, señor, pero tenemos nuestras…
—Está bien, está bien. Tráigame una Coca Cola.
El hombre se disponía a irse, pero lo llamé —. ¿No podría echarle un chorro de ron o algo por el estilo?
Se lo pregunté muy amablemente —. No puedo permanecer en un lugar como éste completamente sobrio. ¿No podría echarle un poco de ron o algo así?
—Lo lamento mucho, señor… — me dijo y desapareció. Sin embargo no se lo tomó a mal. Si se los sorprende despachando bebidas alcohólicas a un menor pierden el puesto. Y yo soy un mocoso de porquería.
Empecé otra vez a dirigir miraditas a las tres brujas de al lado. Es decir, a la rubia. De las otras dos más vale no hablar. Sin embargo, no lo hice demasiado descaradamente. Les dirigía a las tres una mirada muy fría de vez en cuando. Pero las tres empezaron a reírse como verdaderas taradas. Sin duda pensaron que yo era demasiado joven para seducir a nadie. Aquello me puso verdaderamente furioso. ¡Como si pensara casarme con ellas! Después que hicieron eso, comprendo que debí tratarlas con una indiferencia glacial; pero lo malo era que de veras tenía unas ganas bárbaras de bailar. A veces me encanta bailar y aquélla era una de esas veces. Así que, de pronto, hice una especie de reverencia y les pregunté:
—¿Alguna de ustedes desea bailar, chicas?
No lo pregunté groseramente, nada de eso. En realidad lo hice de una manera muy suave. Pero, maldita sea, empezaron a reírse un poco más. Bromas aparte, eran tres verdaderas taradas.
—Decídanse — les dije —. Bailaré con ustedes por turno. ¿Qué les parece? ¡Decídanse!
De veras tenía unas ganas locas de bailar.
Al fin la rubia se levantó para bailar conmigo, porque era evidente que me estaba dirigiendo a ella y nos encaminamos al salón. Las otras dos pajarracas casi sufrieron un ataque de histeria cuando lo hizo. En realidad debía estar bastante bebido para haber cargado con cualquiera de ellas.
Pero valió la pena. La rubia era una formidable bailarina. Una de las mejores bailarinas con quien haya bailado jamás. Fuera de bromas, algunas de esas chicas estúpidas pueden hacer verdaderas maravillas en una pista de baile. Las chicas muy listas o quieren llevarlo a uno o son tan torpes para bailar que lo mejor es volver a la mesa para emborracharse con ellas.
—¡Qué bien baila! —le dije a la rubia—. Debería ser profesional. En serio. Una vez tuve ocasión de bailar con una profesional y usted es dos veces mejor ¿Oyó hablar alguna vez de Marco y Miranda?
—¿Qué dice? —repuso. Ni siquiera me escuchaba. No hacía más que mirar por todas partes.
—Le pregunté si oyó hablar alguna vez de Marco y Miranda.
—No sé. No, creo que no.
—Bueno, son bailarines. Sin embargo ella no es muy buena. Desde luego, hace todo lo que puede, pero no es extraordinaria. ¿Sabe cómo se conoce cuando una chica es una bailarina estupenda?
—¿Qué dice? —me preguntó. Ni siquiera me escuchaba. Estaba distraída mirando el salón.
—Le dije si sabe cómo se conoce cuando una chica es una bailarina estupenda.
—Oh.
—Bueno… poniéndole la mano en la espalda. Si uno siente que no hay nada bajo la mano, ni espalda, ni piernas, ni pies, ni nada, entonces la chica es una bailarina formidable.
Sin embargo seguía sin escucharme. De modo que la ignoré durante un rato. Lo único que sabía era bailar. Dios mío, lo bien que puede bailar una chica estúpida. Buddy Singer y su asquerosa orquesta estaban tocando «sólo una de esas cosas», y ni siquiera ellos conseguían arruinar del todo la hermosa pieza. No intenté hacer ninguna fantasía mientras bailábamos, detesto a esos tipos exhibicionistas que se ponen a hacer mil piruetas en una pista de baile, pero me movía bastante y ella me acompañaba muy bien. Lo más gracioso es que creí que ella también se estaba divirtiendo, hasta que, de pronto, me salió con esta observación estúpida.
—Mis amigas y yo vimos anoche a Peter Lorre —me dij o—. El actor de cine. En persona. Estaba comprando un diario. Es muy simpático.
—Fue muy afortunada —le dije—. Verdaderamente tuvo suerte. ¿Se da cuenta?
Era una verdadera tarada. Pero qué bailarina formidable. Sin poder contenerme le di un beso encima de su estúpida cabeza y todo. Se enojó cuando lo hice.
—¡Oiga! ¿Qué le pasa?
—Nada. No me pasa nada. Qué bien baila. Tengo una hermanita que está sólo en cuarto grado. Usted baila casi tan bien como ella, y ella baila mejor que ninguna persona viva o muerta.
—Tenga cuidado con lo que dice si no le parece mal.
Qué dama, señores. Una reina…
—¿De dónde son ustedes, chicas?
No me contesto. Estaba muy ocupada mirando a su alrededor, tal vez esperando que apareciera Peter Lorre.
—¿De dónde son ustedes, chicas? — volví a preguntarle.
—¿Qué dice?
—¿De dónde son ustedes, chicas? Si no le parece bien no me conteste. No quiero que haga ningún esfuerzo.
—De Seattle, Washington —contestó. Al parecer me estaba haciendo un gran favor al decírmelo.
—Es usted una excelente conversadora —le dije—. ¿Lo sabía?
—¿Qué dice?
Me di por vencido.
—¿Le gustaría hacer un poco de jitterhug si tocan una pieza ligera? Nada exagerado, desde luego. Por lo general todo el mundo se sienta cuando tocan una pieza rápida, excepto los viejos y los gordos, así que tendremos bastante espacio. ¿De acuerdo?
—Me es indiferente —me dijo—. Oiga un momento… ¿qué edad tiene?
Sin saber por qué motivo eso me fastidió.
—Por Dios, no lo eche todo a perder. Tengo doce años. Y le aseguro que estoy muy desarrollado para mi edad.
—Escuche. Ya se lo dije. No me agrada esa clase de lenguaje. Si piensa seguir hablando de ese modo iré a sentarme con mis amigas.
Le pedí disculpas como loco, porque la orquesta acababa de iniciar una pieza rápida. Era, verdaderamente, una estupenda bailarina. No había más que tocarla. Y cuando se daba vuelta su trasero lindo y pequeñito se retorcía de una manera muy simpática. Me enloquecía. En serio. Cuando fuimos a sentarnos estaba medio enamorado de ella. Así ocurre con las chicas. Cada vez que hacen algo lindo, aunque no valgan gran se llamaba Bernice… Crabs o Krebs. Los nombres cosa o sean algo estúpidas, uno medio se enamora de ellas y entonces ya no sabe qué terreno pisa. ¡Las chicas! Dios mío, pueden volverlo loco a uno. Se los aseguro.
No me invitaron a sentarme a su mesa —quizás de puro ignorantes—, porque lo eran demasiado, pero me senté lo mismo. La rubia que había bailado conmigo de las dos feas eran Marty y Láveme. Les dije que me llamaba Jim Steele, para divertirme un poco. Luego traté de entablar con ellas una conversación un poco inteligente; pero me resultó prácticamente imposible. Apenas podía saberse cuál era la más estúpida de las tres. Y las tres miraban continuamente en dirección al cochino salón, como si esperasen, en cualquier momento, la entrada de todo un rebaño de artistas de cine. Seguramente pensaban que los artistas de cine, cuando iban a Nueva York, frecuentaban al «Lavender Room» en vez del «Stork Club» o el «Morocco». De todos modos, puse más de media hora en averiguar dónde trabajaban en Seattle. Todas trabajaban en la misma compañía de seguros. Les pregunté si les gustaba el trabajo, ¿pero creen ustedes que podía obtenerse una respuesta inteligente de aquellas tres idiotas? Pensé que las dos feas, Marty y Láveme, eran hermanas, pero se ofendieron mucho cuando se lo pregunté. Ninguna de ellas quería parecerse a la otra, lo que era natural, pero en cierta forma resultaba muy divertido. Bailé con las tres, por turno. La más fea de todas, Láveme, no era una bailarina del todo mala, pero la otra, Marty, era la muerte. Bailar con Marty era como arrastrar por la pista la estatua de la Libertad. La única forma de entretenerme mientras la arrastraba por la pista, era tomarle un poco el pelo. De modo que le dije que acababa de ver a Gary Cooper, el astro de cine, en el otro extremo de la pista.
—¿Dónde? —me preguntó excitadísima —. ¿Dónde?
—Qué lástima. Perdió la oportunidad de verlo por una fracción de segundo. ¿Por qué no miró cuando se lo dije?
Dejó prácticamente de bailar y comenzó a mirar por sobre las cabezas de todo el mundo, para tratar de verlo.
—¡Qué pena! —exclamó. Acababa de romperle el corazón. Fuera de bromas. Entonces me dio lástima haberla engañado. Hay personas a las que uno no debe engañar, aunque se lo merezcan.
Sin embargo aquí viene lo gracioso. Cuando volvimos a la mesa, Marty les dijo a las otras dos que Gary Cooper acababa de marcharse. Cuando lo oyeron Laverne y Bernice casi estuvieron a punto de suicidarse. Se excitaron mucho y le preguntaron a Marty si lo había visto realmente. Marty les contestó que apenas había podido echarle una ojeada. Aquello me mató.
El bar iba a cerrar, así que las invité a tomar dos copas a cada una antes de que lo cerrasen; para mí pedí dos Coca Colas. La maldita mesa estaba llena de vasos. La más fea de todas, Láveme, me hacía bromas, porque no tomaba más que Coca Colas. Tenía un sentido del humor de primera agua. Ella y Marty estaban bebiendo Tom Collins en pleno diciembre, ¡por el amor de Dios! Seguramente por ignorancia. La rubia, Bernice, bebía whisky norteamericano con agua. Las tres estaban todo el tiempo tratando de descubrir astros de cine. Apenas conversaban, ni siquiera entre ellas. Marty hablaba algo más que las otras dos. Decía continuamente cosas aburridoras y de mal gusto como llamar al baño el «cuarto de las niñas», y creía que el pobre y baqueteado clarinetista de Buddy Singer era una gran cosa. Llamaba a su clarinete «palo de regaliz». ¡Qué cursilería! La otra fea, Laverne, se creía muy viva. Me pedía continuamente que llamara a mi padre para preguntarle qué estaba haciendo. Me preguntaba continuamente si mi padre tenía querida o no. Eso me lo preguntó por lo menos cuatro veces. Qué ingeniosa. La rubia, Bernice, apenas decía una palabra. Cada vez que le preguntaba algo me contestaba. «¿Qué?» Después de un rato eso acababa poniéndolo nervioso a uno.
De repente, cuando terminaron de beber, se levantaron las tres a un tiempo y me dijeron que tenían que ir a la cama. Dijeron que tenían que levantarse temprano para ver la primera función del «Radio City Music Hall». Traté de que se quedaran todavía un rato, pero no quisieron. Así que nos despedimos. Les dije que si algún día iba a Seattle, lo que dudo mucho, preguntaría por ellas.
Con cigarrillos y todo la cuenta subió a unos trece dólares. Creo que, por lo menos, debieron tratar de pagar las copas que tomaron antes de mi llegada. No se los habría permitido, desde luego; pero, por lo menos, debieron intentarlo. Sin embargo no me importó mucho.
¡Eran tan ignorantes! Y además, ¡esos lamentables sombreros de fantasía! Y aquello de que iban a levantarse para ver la primera función del «Radio City Music Hall» me deprimió más que el demonio. Si alguien, alguna chica con un sombrero horrible, viene a Nueva York desde Seattle, Washington; es decir, hace todo ese tremendo viaje — ¡por el amor de Dios! — para terminar levantándose temprano con el objeto de ver la primera función del «Radio City Music Hall», es algo que me deprime tanto que apenas puedo tolerarlo. Con gusto las hubiese invitado a tomar cien copas cada una si no me hubiesen contado eso.
Abandoné el «Lavender Room» poco después de haberse marchado ellas. De todas maneras iban a cerrar y la orquesta había dejado de tocar hacía buen rato. En primer lugar, era uno de esos sitios en los que resulta terrible estar si uno no tiene una buena compañera de baile, o si el mozo no le sirve bebidas alcohólicas en vez de Coca Cola. No existe en el mundo ningún club nocturno en el que se pueda permanecer sentado largo rato sin, por lo menos, beber y emborracharse. A no ser que se esté con una mujer que de veras lo entusiasme a uno.