VIII

Era demasiado tarde para llamar un taxi, de modo que me fui caminando a la estación. No quedaba lejos, pero hacía un frío de mil demonios, y la nieve dificultaba la marcha. Las valijas me golpeaban las piernas, molestándome bastante. Sin embargo, el aire fresco me resultaba agradable. Lo malo era que el frío me hacía doler la nariz, justo encima del labio superior, donde Stradlater me había dado la pina. Me aplastó el labio contra los dientes y me dolía de lo lindo. Sin embargo sentía tibias las orejas. La gorra de caza tenía orejeras; las bajé… mi figura me tenía completamente sin cuidado. De todos modos no había nadie. Todo el mundo estaba en el sobre.

Cuando llegué a la estación tuve bastante suerte, pues sólo debí esperar diez minutos por un tren. Mientras esperaba, tomé un poco de nieve y me lavé la cara con ella. La tenía aún bastante manchada de sangre.

Por lo general me gusta viajar en tren, especialmente por la noche, con la luz encendida y las ventanillas negras, y esos tipos que andan por los pasillos vendiendo café, sandwiches y revistas. Casi siempre compro un sandwich de jamón y tres o cuatro revistas. Si me encuentro de noche en un tren, generalmente hasta puedo leer sin vomitar, alguno de esos cuentos estúpidos que publican las revistas. Me refiero a esos cuentos con una cantidad de tipos falsos llamados David y un montón de chicas no menos farsantes llamadas Linda o Marcia, que siempre les están encendiendo las pipas a los malditos Davides. Hasta soy capaz, por lo general, de leer uno de esos cochinos cuentos cuando viajo en tren por la noche. Pero esta vez era distinto. No tenía ganas de leer. Me quedé sentado sin hacer nada. Lo único que hice fue quitarme la gorra de caza y guardarla en el bolsillo.

Al llegar a Trenton subió una señora y se sentó a mi lado. El vagón estaba prácticamente vacío, porque era muy tarde, pero igual se sentó a mi lado en vez de ocupar algún asiento vacío, porque llevaba en la mano una cartera muy grande y yo viajaba en el asiento delantero. Colocó la cartera justo en medio del pasillo, donde el guarda y todo el mundo pudiesen tropezar con ella. Tenía puestas unas orquídeas como si viniese de una fiesta o algo por el estilo. Era una mujer de unos cuarenta o cuarenta y cinco años; pero muy bonita. Las mujeres me matan, de veras. No quiero decir con esto que sea un hipersexual ni nada de eso… si bien soy bastante lujurioso. Quiero decir sencillamente que las mujeres me gustan mucho. Siempre andan dejando sus malditas carteras en medio de los pasillos.

Bueno, estábamos allí sentados y de pronto me dijo: —Perdone, ¿pero no es ésa una etiqueta de Pencey Prep?

Estaba mirando fijamente mis valijas.

—Sí, lo es —contesté. Tenía razón. Había pegado una hórrida etiqueta de Pencey en una de mis valijas. Algo de pésimo gusto, lo admito.

—Oh, ¿va a Pencey? —me preguntó. Tenía una voz muy agradable. Una voz que podríamos calificar de telefónica. Debería haber andado siempre con un teléfono a mano.

—Sí, voy a Pencey —le contesté.

—Oh, qué bueno. Entonces tal vez conozca a mi hijo, Ernest Morrow. También va a Pencey. —Sí, lo conozco. Es compañero de clase. Su hijo era sin duda el mayor degenerado que haya pisado Pencey en toda la historia del colegio. Después de ducharse, siempre andaba por el pasillo pegándole en el trasero a todo el mundo con la toalla mojada. Esa es exactamente la clase de tipo que era.

—¡Oh, qué bien! —dijo la señora. Pero sin ninguna cursilería. Sólo era amable y simpática—. Le diré a Ernest que nos conocimos. ¿Puedo preguntarle cómo se llama, mi querido?

—Rudolf Schmidt —le contesté. No me sentía con ganas de contarle toda la historia de mi vida. Rudolf Schmidt era el nombre del celador de nuestro dormitorio.

—¿Le gusta Pencey? —me preguntó. —¿Pencey? No está mal. No es un paraíso ni nada por el estilo, pero es tan bueno como cualquier otro colegio. Algunas autoridades de la Facultad son bastante conscientes.

—Ernest adora Pencey.

—Lo sé — dije. Luego empecé a decir las mismas vulgaridades de siempre—. Ernest se adapta muy bien a las circunstancias. De veras. Quiero decir que verdaderamente sabe adaptarse.

—¿Le parece? —me preguntó. Estaba más interesada que el demonio.

—¿Ernest? Claro —dije. Luego observé cómo se quitaba los guantes. Qué de brillantes tenía en las manos. —Acabo de romperme una uña al salir de un taxi — me dijo. Me miró y sonrió. Tenía una sonrisa sumamente agradable. De veras. La mayoría de la gente ni siquiera tiene sonrisa—. Su padre y yo a veces nos sentimos preocupados por él —dijo—. A veces tenemos la impresión de que no es lo suficientemente sociable. —¿A qué se refiere?

—Bueno. Es un chico muy sensible. En realidad, nunca ha podido mezclarse con los de su edad. Tal vez tome las cosas demasiado en serio.

Sensible. Aquello me mataba. Morrow era tan sensible como el asiento de un retrete.

Le dirigí una larga mirada. No me parecía ninguna tonta. Parecía tener una idea harto cabal de qué

clase de degenerado había echado al mundo. Pero eso nunca puede saberse con seguridad. Todas las madres son algo chifladas. La cosa es que la madre de Morrow me resultaba simpática.

—¿Quiere un cigarrillo? — le pregunté.

Miró alrededor y dijo:

—No creo que en este coche esté permitido fumar, Rudolf.

Me llamó Rudolf. Eso me mató.

—No tiene nada que ver. Podremos fumar hasta que alguien proteste — dije. Aceptó un cigarrillo y le ofrecí fuego.

Parecía encantadora fumando. Inhalaba y todo, pero no tragaba ávidamente el humo como suelen hacerlo las mujeres de su edad. Tenía un gran encanto. Y también tenía un poderoso atractivo sexual, si quieren que les diga la verdad.

Me miraba de una manera rara.

—Tal vez me equivoque, pero me parece que le está sangrando la nariz, querido —dijo de pronto.

Asentí con un movimiento de cabeza y saqué el pañuelo.

—Me pegaron con una bola de nieve —dije—. Con una de esas bolas heladas muy dura. — No me hubiese importado contarle todo lo ocurrido, pero habría tardado demasiado tiempo… Me resultaba simpática. Estaba empezando a lamentar haberle dicho que me llamaba Rudolf Schmidt.

—Ernie es uno de los chicos más populares de Pencey —dije—. ¿Lo sabía usted?

—No.

—En realidad, todos tardamos bastante en llegar a conocerlo bien. Es un chico raro. Un chico «extraño» en muchos aspectos… ¿Sabe lo que quiero decir? Cuando lo conocí pensé que era un snob. Eso fue lo que pensé. Pero tengo que reconocer que estaba en un error. Ocurre que tiene una personalidad muy original y se necesita tiempo para conocerlo bien.

La señora Morrow no dijo una palabra, pero tendrían que haberla visto. La tenía como pegada en el asiento. A todas las madres les encanta oír lo importantes que son sus hijos.

Luego empecé a mentir descaradamente.

—¿Le habló de las elecciones? — le pregunté —. ¿De las elecciones de la clase?

Ella sacudió la cabeza. La tenía como hipnotizada. De verdad.

—Bueno, casi todos nosotros queríamos que Ernie fuera presidente de la clase. Se trataba de un deseo unánime. Quiero decir, era el único de la clase que podía desempeñar bien el cargo. Pero resultó electo Harry Fencer. Y el motivo fue, sencillamente, que Ernie no nos permitió que lo eligiésemos. Porque es terriblemente tímido, modesto y todo lo demás. Rehusó el cargo. Es, lo que se dice, timidísimo. Tendrían que tratar de infundirle confianza en sí mismo. — La miré —. ¿No le dijo nada de esto?

—No.

—Así es Ernie —dije moviendo la cabeza—. Nunca cuenta esas cosas. Tiene el defecto de ser demasiado tímido y modesto, De veras pienso que tendría usted que tratar de hacerlo cambiar de modo de ser.

Justo en aquel momento llegó el inspector a retirarle el boleto a la señora Morrow, cosa que me dio la oportunidad de callarme. Sin embargo, me sentía satisfecho de haberle dicho todas aquellas barbaridades. Los tipos como Morrow, que siempre están tratando de pegarle en el trasero a la gente con la toalla mojada, con la intención de lastimar, no sólo son unos miserables cuando son chicos, sino que siguen siéndolo toda la vida. Pero apostaría a que después de todas las mentiras que le dije, la señora Morrow pensará ahora que su hijo es un tipo muy tímido y modesto, que no nos permitió que lo eligiésemos presidente. Es posible. Aunque no puede asegurarse. Para esas cosas las madres carecen de perspicacia.

—¿Quiere tomar un cóctel? —le pregunté—. Podemos tomarlo en el vagón restaurante. ¿Acepta?

—Querido, ¿le está permitido pedir bebidas alcohólicas? — me preguntó. Sin embargo no me lo dijo despectivamente. Era muy encantadora para ser despectiva.

—Bueno, la verdad es que no puedo pedirlas, aunque a veces me las sirven debido a mi alta estatura —contesté—. Además, tengo ya un poco de cabello gris. Me puse de costado y le mostré mis canas. Eso la fascinó.

—Haga el favor de acompañarme —dije. Me hubiese encantado tenerla en mi mesa.

—Será mejor que no lo haga. Aunque se lo agradezco mucho, mi querido —dijo—. De todas maneras lo más probable es que ya esté cerrado el coche restaurante. Es muy tarde. — Tenía razón. Había olvidado la hora que era.

Luego me miró y me hizo la pregunta que temía.

—Ernest me escribió que llegaría a casa el miércoles, que las vacaciones de Navidad empiezan el «miércoles». Espero que no haya tenido usted que abandonar el colegio con motivo de la enfermedad de algún miembro de su familia. —Parecía sinceramente preocupada.

—No, en casa todos están bien — dije —. Soy yo. Necesito someterme a una pequeña operación.

—¡Oh! ¡Cuánto lo siento! —dijo. Se veía claramente que era sincera. En seguida me arrepentí de habérselo dicho, pero ya era demasiado tarde.

—No es nada serio. Tengo un tumorcito insignificante en el cerebro.

—¡Oh, no! —Se llevó la mano a la boca y todo.

—No será nada. El tumor está alojado en la parte de afuera, y además es muy pequeñito. Me lo extirparán en menos de dos minutos.

Entonces empecé a leer un horario de trenes que llevaba en el bolsillo, a fin de no seguir diciéndole mentiras. Cuando comienzo a mentir puedo seguir haciéndolo durante horas, si estoy de humor. Fuera de bromas. Durante «horas».

Después de eso hablé muy poco. Ella empezó a leer el «Vogue» y a mirar por la ventanilla. Se bajó en Newark. Me deseó buena suerte en la operación, y siguió llamándome Rudolf. Después me invitó a visitar a Ernie durante el verano, en Gloucester, Massachusetts. Me dijo que su casa estaba muy cerca de la playa y que tenía cancha de tenis y todo, pero le di las gracias y le dije que pensaba viajar a Sudamérica con mi abuela. Lo que era un cuento mayúsculo, pues mi abuela apenas si sale nunca de casa, salvo para ir a alguna matinée o algo por el estilo. Pero no habría visitado a ese mal parido de Morrovv ni por todo el oro del mundo, ni aunque estuviese desesperado.