VII

Un delgado hilo de luz, procedente de nuestra habitación, se filtraba por las cortinas de la ducha, y así pude ver a Ackley acostado sobre la cama. De sobra sabía que se hallaba completamente despierto.

—¿Ackley? —le dije—. ¿Estás despierto?

—Sí.

Como estaba muy oscuro tropecé contra un zapato tirado en el suelo y estuve a punto de caer de cabeza. Ackley se sentó en la cama, apoyándose en un brazo. Se había cubierto la cara con una pomada blanca, contra los granos. En la oscuridad tenía un aspecto bastante espectral.

—¿Qué demonio estabas haciendo? —le pregunté.

—¿Qué estaba haciendo? Estaba tratando de dormir antes de que armasen ese escándalo. ¿Por qué se pelearon?

—¿Dónde está la luz? —No podía encontrar la llave

de la luz.

—¿Para qué quieres la luz?… Tienes la llave al lado de la mano.

Por fin la encontré y encendí la luz. Ackley se puso la mano en forma de visera para que no le dañara los ojos.

—¡Jesús! —exclamó—. ¿Qué te pasó? —Se refería a la sangre que me cubría.

—Acabo de tener un pequeño altercado con Stradlater — le dije. Luego me senté en el suelo. Nunca tenían sillas en el cuarto. No sé qué demonio hacían con sus sillas —. Escucha, ¿tienes ganas de jugar un rato a la canasta? —le pregunté. Ackley era un fanático de la canasta.

—Todavía estás sangrando, por el amor de Dios. Será mejor que te pongas algo.

—Ya parará. Escucha. ¿Quieres jugar un rato a la canasta?

—¿A la canasta? ¡Por el amor de Dios! ¿Sabes qué hora es?

—No muy tarde. Serán las once, o cuanto más las once y media.

—Escucha. Mañana tengo que levantarme temprano para ir a misa, por amor de Cristo. Y ustedes empiezan a gritar y a pelearse en medio de la noche. Pero dime, ¿por qué se pelearon?

—Es una historia larga y no quiero aburrirte, Ackley. Me preocupo por tu bienestar —le dije. Nunca me gustaba discutir con él mis asuntos personales. En primer término, era todavía más estúpido que Stradlater. Stradlater era un genio comparado con Ackley. Le dije—: Oye, ¿podría dormir en la cama de Ely esta noche? No regresará hasta mañana, ¿no es cierto?

Sabía perfectamente que era así. Ely pasaba en su casa casi todos los fines de semana.

—No sé cuándo volverá — repuso Ackley.

Cómo me enojé al oír aquello.

—¿Que no sabes cuándo volverá? Nunca vuelve hasta el domingo por la noche. ¿O estoy equivocado?

—No, pero por el amor de Dios, no puedo permitir que venga cualquiera a quien se le ocurra a dormir en su cama.

Aquello me mató. Me levanté del suelo, donde estaba sentado, y le palmeé el hombro.

—Eres un verdadero príncipe, pibe Ackley — dije —. ¿Lo sabías?

—No, te lo digo en serio… no puedo permitir que a cualquiera que se le ocurra, duerma en.. .

—Eres un verdadero príncipe y, además, todo un caballero y un erudito, pibe —dije—. Por casualidad, ¿no tienes un cigarrillo? Contéstame que no, pues de lo contrario me caeré muerto en este mismo sitio…

—No, de verdad que no tengo. Oye, ¿por qué demonios se pelearon?

No le contesté. Lo único que hice fue levantarme e ir a mirar por la ventana. De repente me sentí muy solo. Casi deseé estar muerto.

—¿Por qué demonios se pelearon? —insistió Ackley. Estaba poniéndose verdaderamente pesado con ese asunto.

—Por ti —le contesté.

—¿Cómo por mí?

—Traté de defender tu maldito honor. Stradlater dijo que tenías una personalidad deplorable. No podía permitírselo, ¿verdad?

Se puso todo excitado.

—¿Dijo eso? ¿De veras?

Le expliqué que era sólo una broma y luego fui a acostarme en la cama de Ely. Qué mal me sentía.

Me sentía completamente solo y abandonado.

—Este cuarto apesta — dije —. Me llega hasta aquí el olor de tus calcetines. ¿No los mandas nunca al lavadero?

—Si no te gusta estar aquí, ya sabes lo que tienes que hacer —dijo Ackley ofendido. Qué tipo ocurrente —. ¿Y qué te parece si apagas la luz?

Sin embargo, no la apagué en seguida. Permanecí tendido en la cama de Ely pensando en Jane y todo. Enloquecía cuando pensaba en ella y Stradlater, detenidos en alguna parte, dentro del auto del culón de Ed Banky. Cada vez que pensaba en ello me daban ganas de tirarme por la ventana. Ustedes no conocen a Stradlater como lo conozco yo. La mayoría de los tipos que estudiaban en Pencey, solamente charlaban cuando decían que tenían relaciones sexuales con chicas, como Ackley, por ejemplo. Pero Stradlater las tenía de veras. Por lo menos conocía a dos chicas a quienes se la había dado. Esa es la pura verdad.

—Cuéntame la historia de tu vida fascinante, pibe Ackley — dije.

—¿Qué te parece si apagas de una vez la luz? Tengo que levantarme mañana temprano para ir a misa.

Me levanté y la apagué, para darle gusto. Luego volví a acostarme en la cama de Ely.

—¿Piensas dormir en la cama de Ely? — me preguntó Ackley. Era el huésped más hospitalario que he conocido.

—Tal vez. Tal vez no. Pero no te preocupes. —No me preocupo. Sólo que no me gustaría nada que entrara Ely y encontrase un tipo acostado en…

—Tranquilízate. No pienso dormir aquí. No quiero abusar de tu maldita hospitalidad.

Minutos más tarde Ackley roncaba como un loco. Yo continuaba acostado en la oscuridad tratando de no pensar en Jane y Stradlater, juntos en el maldito auto Ed Banky. Pero me resultaba casi imposible. Lo malo era que conocía la técnica de Stradlater. Eso todavía empeoraba las cosas. Una vez tuve ocasión de salir en el auto de Ed Banky con Stradlater y dos chicas. Stradlater se sentó en el asiento de atrás con su amiga y yo en el de adelante con la mía. Qué técnica tenía aquel tipo. Lo primero que hacía era hablar con la chica con su voz calma y «sincera»… como si no fuera solamente un tipo muy buen mozo, sino también «sincero». Oyéndolo, sentí ganas de vomitar. Su compañera decía continuamente: «No… “por favor”. No siga, por favor. “Por favor”». Pero Stradlater sin hacer caso continuaba hablándole con su voz sincera de Abraham Lincoln y al fin se produjo un terrible silencio en el asiento trasero del coche. Fue algo verdaderamente embarazoso. No creo que sucediera todo aquella noche… pero le pasó raspando. «Raspando».

Mientras yacía allí tratando de no pensar, oí a Stradlater volver del baño y penetrar en nuestra habitación. Sentí cómo dejaba sobre la cómoda sus roñosos artículos de tocador y luego abría la ventana. Era un amante del aire puro. Momentos más tarde, apagó la luz. Ni siquiera se tomó la molestia de tratar de descubrir dónde estaba yo.

Afuera, en la calle, también era deprimente. Ya no se oía ningún auto. Me sentía tan solo y abandonado que se me ocurrió despertar a Ackley.

—Oye, Ackley —dije como en un suspiro, para que Stradlater no pudiese oírme a través de las cortinas de la ducha.

Ackley tampoco me oyó.

—¡Oye, Ackley!

Todavía no me oyó. Aquel tipo dormía como un tronco.

—¡Oye, «Ackley»!

Esta vez me oyó.

—¿Qué demonios te ocurre ahora? —me preguntó—. Estaba dormido, ¡por favor!

—Oye. ¿Cómo se hace para entrar en un monasterio? — le pregunté. Estaba acariciando la idea de entrar en un sitio así—. ¿Es necesario ser católico y todas esas cosas?

—Claro que hay que ser católico. Maldito imbécil, me despertaste sólo para preguntarme esa ton…

—Bueno, puedes dormirte de nuevo, de todos modos he cambiado de idea. Con la suerte que tengo, probablemente entraría en uno lleno de frailes idiotas y degenerados.

Cuando dije eso Ackley se sentó rápidamente en la cama. Me dijo:

—Escucha, no me importa lo que puedas decir de mí, pero no te metas con mi religión, por amor de Dios…

—Tranquilízate. Nadie se mete con tu religión.

Me levanté de la cama de Ely y me dirigí a la puerta. No quería permanecer en aquella estúpida atmósfera ni un minuto más. Sin embargo me detuve en mi camino, para tomarle la mano a Ackley y darle un caluroso y fingido apretón. La retiró violentamente, diciendo:

—¿Qué te pasa?

—Nada. Solamente quería darte las gracias por ser un príncipe tan bueno y hospitalario.

Se lo dije con la voz más sincera que pude.

—Eres un as, pibe Ackley. ¿Lo sabías?

—Así que todavía te haces el vivo. Algún día alguien te va a romper el…

Ni siquiera me tomé el trabajo de escucharlo. Cerré la puerta y salí al pasillo.

Todo el mundo había salido o dormía, y el corredor me resultó muy tranquilo y deprimente. Frente a la puerta del cuarto de Leahy y Hoffman había un envase vacío de pasta dentífrica Kolynos, y mientras me dirigía a la escalera comencé a patearlo con las zapatillas forradas de lana que tenía puestas. Pensé bajar para ver lo que estaba naciendo Mal Brossard. Pero de repente, cambié de idea. Decidí marcharme de Pencey aquella misma noche, es decir, no esperar hasta el miércoles. No deseaba permanecer en el

colegio ni un minuto más. Me sentía demasiado triste y solo. Así que decidí tomar una habitación en un hotel de Nueva York, en algún hotel barato, y descansar hasta el miércoles. Luego, el miércoles, iría a casa bien descansado y sintiéndome perfectamente. Calculé que mis padres no recibirían la carta del viejo Thurmer diciéndoles que había sido expulsado, hasta tal vez el martes o el miércoles. No quería llegar a casa hasta que hubiesen tenido tiempo de digerir bien el asunto. No deseaba estar presente en el momento en que llegara la carta; mi madre se pone muy histérica. Sin embargo, no es mala después de haber digerido bien una cosa. Además, yo necesitaba unas breves vacaciones. Tenía los nervios rotos. De veras.

Bueno, eso fue lo que decidí hacer. De modo que volví a la habitación, encendí la luz y empecé a guardar mis cosas. Ya tenía algunas guardadas. Stradlater ni siquiera se despertó. Encendí un cigarrillo, me vestí y luego hice las dos valijas Gladstone que tengo. Tardé solamente un par de minutos. Soy un as para hacer valijas.

Pero hubo algo que me deprimió un poco. Tenía que guardar unos patines para hielo que mi madre acababa de mandarme hacía dos días apenas. Aquello me deprimió. Veía a mi madre ir a la tienda de artículos para sport y hacerle al vendedor un millón de preguntas tontas antes de comprarme los patines.. . y heme aquí expulsado otra vez. Me daba mucha tristeza. Se equivocó al comprarlos, yo quería patines de carrera y ella me los compró para hockey; pero lo mismo me entristecía mucho. Casi siempre que alguien me hace algún regalo termino poniéndome triste.

En cuanto acabé de hacer las valijas, empecé a contar el dinero. No recuerdo exactamente lo que tenía; pero era bastante. Mi abuela acababa de mandarme un buen paco la semana anterior. Tengo esa abuela que es muy derrochona con el dinero. Ya chochea, es más vieja que el demonio, y como no recuerda las fechas me manda dinero para mi cumpleaños cuatro o cinco veces al año. De todos modos, aunque estaba bastante rico, me pareció que no me vendrían mal algunos dólares más. Uno nunca sabe lo que puede suceder. Así que bajé a ver a Frederick Woodruff, el tipo a quien le había prestado la máquina de escribir. Le pregunté cuánto me daría por ella. Era un tipo lleno de plata. Me dijo que no sabía, que no tenía mayor interés en comprarla. Al fin terminó comprándola. Costó noventa dólares y me dio veinte por ella. Estaba enojado porque lo había despertado.

Cuando ya estaba listo para marcharme, con las maletas y todo, me detuve al borde de la escalera para mirar, por última vez, el cochino corredor. Sentía ganas de llorar. No sé por qué. Me puse la gorra de caza con la visera para atrás, como a mí me gustaba, y grité con todas mis fuerzas:

—¡Duerman bien, tarados!

Apostaría que desperté a todos los tarados del piso. Luego me marché de una bendita vez. Algún estúpido había tirado cáscaras de maní en la escalera y estuve a punto de romperme el alma.