En Pencey teníamos todos los sábados la misma cena. Era considerada un acontecimiento muy importante, porque nos servían bifes. Apostaría mil dólares a que el motivo era que el domingo venían al colegio una cantidad de padres y el viejo Thurmer se imaginaba que no dejarían de preguntar a sus tesoritos qué les habían dado de cenar la última noche, y que todos contestarían «bifes». Qué porquería. Tendrían que haber visto los bifes. Eran pequeños, secos y tan duros que resultaba casi imposible cortarlos. Las noches que servían bifes daban también puré de papas lleno de grumos, y de postre, Brown Betty, que nadie comía, excepto los pequeños de grados inferiores que todavía no tenían criterio formado y los tipos como Ackley, que lo comían todo.
Sin embargo, fue lindo cuando salimos del comedor. El piso estaba cubierto por una capa de nieve de siete centímetros y aún seguía nevando copiosamente. Estaba precioso, y todos empezamos a jugar y a tirarnos bolas de nieve. Era algo muy infantil, pero todos nos divertíamos más que el demonio.
Yo no tenía ninguna chica con quién salir, así que con mi amigo Mal Brossard, que integraba el equipo de lucha del colegio, decidimos ir en ómnibus a Agerstown, para comer un bife hamburgués y tal vez ver alguna cochina película. Ninguno de los dos teníamos ganas de quedarnos sentados toda la noche. Le pregunté a Mal si le disgustaría que nos acompañara Ackley. Se lo pregunté porque Ackley no hacía nada los sábados por la noche, excepto quedarse en su habitación apretándose los granos o algo semejante. Mal me contestó que no le disgustaba, pero puedo asegurarles que la idea no lo seducía mucho. No simpatizaba con Ackley. De todos modos, ambos nos dirigimos a nuestros respectivos cuartos para prepararnos, y mientras me ponía las galochas le pregunté a Ackley, a gritos, si quería ir al cine. Podía oírme perfectamente a través de las cortinas de la ducha; sin embargo, no me contestó en seguida. Era uno de esos tipos que detestan contestarle a uno en seguida. Por fin apareció a través de las cortinas y me preguntó quién iba, además de nosotros dos. Siempre quería saber quién iba. Juraría que si ese tipo naufragase en alguna parte y uno fuera a salvarlo en un bote, antes de subir preguntaría quién remaba. Le dije que nos acompañaría Mal Brossard. Comentó:
—Ese degenerado… Está bien. Espera un minuto. —Parecía que le estuviera haciendo a uno un gran favor.
Tardó alrededor de cinco horas en arreglarse. Mientras esto hacía me acerqué a la ventana, la abrí y empecé a hacer una bola de nieve con las manos desnudas. La nieve era muy buena para hacer pelotas. Sin embargo no la tiré. Estuve a punto de arrojarla contra un auto estacionado al otro lado de la calle, pero cambié de idea. El auto parecía tan lindo y blanco. Luego estuve en un tris de tirarla contra una boca de agua, pero me pareció también muy linda y blanca. Por fin no se la tiré a nada. Lo único que hice fue volver a cerrar la ventana y empezar a caminar por el cuarto con la bola de nieve, que se iba haciendo cada vez más dura, apretada en la mano. Un poco más tarde todavía la tenía cuando subí al ómnibus en compañía de Ackley y Brossard. El conductor abrió la puerta y me obligó a tirarla. Le dije que no pensaba arrojársela a nadie, pero no me creyó. La gente nunca le cree a uno.
Brossard y Ackley habían visto la película que daban, así que comimos un par de bifes hamburgueses cada uno, jugamos un rato con las máquinas eléctricas y tomamos el ómnibus de regreso. De todos modos no me importó no haber visto la película. Se trataba de una comedia en la que trabajaba Cary Grant.
En fin, una porquería. Además, ya había estado antes en el cine con Brossard y Ackley. Los dos se reían como hienas de cualquier cosa, aunque no tuviese nada de gracioso. No fue nada divertido estar sentado al lado de ellos en el cine.
Apenas eran las nueve menos cuarto cuando regresamos a Pencey. Brossard era un fanático del bridge y en seguida se puso a organizar una partida. Ackley, para variar, volvió a estacionarse en mi cuarto. Sólo que, en vez de sentarse en el brazo de la silla de Stradlater, se acostó en mi cama, con la cabeza recostada sobre la almohada y todo. Empezó a conversar con su voz monótona y a rascarse todos los granos. Le dirigí más de mil indirectas, pero no conseguí librarme de él. Continuó hablándome con su voz muy monótona de una chica con la que aseguraba haber tenido relaciones sexuales el verano anterior. Ya me lo había contado cien veces y siempre de manera diferente. Una vez se la había dado en el Buick de su primo, al minuto siguiente se la había dado bajo no sé qué rambla de madera. Era todo pura charla, desde luego. Juraría que Ackley era virgen. Mucho dudo de que el bueno de Ackley le hubiese gustado a alguna chica nunca. Por fin me vi obligado a decirle que tenía que escribir una composición para Stradlater y que se fuera de una vez de mi cuarto para poder concentrarme. Al fin lo hizo, pero se tomó su tiempo, como siempre. En cuanto se fue, me puse el pijama, la salida de baño y la gorra de caza, y empecé a escribir la composición.
Lo malo es que no podía pensar en una habitación, una casa o algo descriptivo como quería Stradlater. De todos modos, no me seduce mucho describir habitaciones ni casas. Así que escribí sobre el guante de béisbol de mi hermano Allie. Era un tema muy descriptivo; de veras. Mi hermano Allie tenía un guante de béisbol para zurdos. El era zurdo. Pero lo descriptivo del guante consistía en que estaba todo lleno de poemas escritos con tinta verde. Allie los escribió en su guante para tener algo que leer cuando estaba en la cancha y nadie bateaba. Ya ha muerto. Enfermó de leucemia y murió cuando nos hallábamos en Maine el 18 de julio de 1946. Les hubiese gustado. Era dos años menor que yo, pero por lo menos cincuenta veces más inteligente. Era terriblemente inteligente. Sus profesores le escribían de continuo a mi madre, contándole que resultaba un verdadero placer tener en la clase un alumno tan inteligente. Y lo decían en serio. Pero no era sólo que fuese el miembro más inteligente de la familia. También era el mejor en muchos aspectos. Nunca se enojaba con nadie. Dicen que los pelirrojos se enojan con suma facilidad, pero Allie nunca lo hacía, a pesar de que tenía el pelo muy rojo. Les contaré qué clase de pelo rojo. Empecé a jugar al golf cuando tenía solamente diez años. Recuerdo que una vez, el verano que cumplí doce años, estaba a punto de pegarle a la pelota, cuando tuve la corazonada de que si me daba vuelta vería a Allie. Lo hice y, efectivamente, allí estaba montado en su bicicleta lejos de la valla (había una valla que rodeaba toda la cancha), y Allie estaba allí, a unos ciento veinte metros de distancia, viéndome jugar.
Esa es la clase de cabello rojo que tenía. Dios mío, qué buen chico era. A veces, en el comedor, se ponía a reír tan fuerte por algo que se le había ocurrido, que estaba a punto de caer de la silla. Yo tenía sólo trece años e iban a hacerme psicoanalizar porque había roto todas las ventanas del garaje. No los culpo, en verdad que no. La noche que Allie murió dormí en el garaje y rompí todas las cochinas ventanas a puñetazos, porque se me dio la gana. Hasta traté de romper todos los vidrios de la camioneta que teníamos ese verano; pero ya tenía la mano quebrada y no pude lograrlo. Admito que fue una estupidez obrar así, pero ni siquiera me di cuenta de lo que hacía y, además, ustedes no conocieron a Allie. La mano todavía me duele de vez en cuando los días que llueve y ya no puedo apretar bien el puño, pero fuera de eso, no me importa mayor cosa. De todas maneras, no pienso ser cirujano ni un violinista ni nada de eso. Bueno, ése fue el tema de la composición de Stradlater. El guante de béisbol de Allie. Resulta que lo tenía en la valija, de modo que lo saqué y copié los poemas escritos en él. Lo único que tuve que hacer fue cambiar el nombre de Allie, para que nadie se diera cuenta de que era mi hermano y no el de Stradlater. No me gustó mucho tener que hacerlo, pero me resultaba imposible pensar en alguna otra cosa descriptiva. Además, me gustaba escribir sobre ello. Tardé alrededor de una hora, porque tuve que usar la máquina de escribir de Stradlater, que era un cascajo y se me trababa continuamente. No pude utilizar mi máquina, porque se la había prestado a un tipo que estaba en el salón de abajo.
Creo que eran alrededor de las diez y media cuando la terminé. Sin embargo no me sentía cansado, así que me puse a mirar por la ventana durante un rato. Ya no nevaba, pero, de vez en cuando, se oía en alguna parte un auto que no podía arrancar. También se oían los ronquidos de Ackley. Tenía sinusitis y no respiraba bien cuando dormía. Aquel tipo tenía casi de todo. Sinusitis, granos, mala dentadura, halitosis y uñas sucias. Aquel pobre mal parido daba lástima.