Soy el mentiroso más grande que se pueda encontrar en la tierra. Es terrible. Hasta cuando me dirijo a un quiosco a comprar una revista, si alguien me pregunta adonde voy, soy capaz de contestarle que a la ópera. Es horrible. Así que cuando le dije al viejo Spencer que tenía que ir al gimnasio a retirar mis cosas, también eso era pura mentira. Ni siquiera guardo mi cochino equipo en el gimnasio.
En Pencey vivía en los nuevos dormitorios del Ala en Memoria de Ossenburger. Reservada, para alumnos intermedios y mayores. Yo era de los intermedios. Mi compañero de cuarto, de los mayores. El edificio debía su nombre a ese tipo, Ossenburger, que estudió en Pencey. Después que salió de Pencey hizo una pila de plata como empresario de pompas fúnebres. Instaló por todo el país sucursales de su empresa en las que uno podía hacer enterrar a los miembros de su familia por alrededor de cinco dólares por cabeza. Tendrían que haber visto al viejo Ossenburger. Lo más probable es que se limite a meter los cadáveres en una bolsa para luego tirarlos al río. Pero, de todas maneras, donó a Pencey una montaña de billetes y bautizaron un ala con su nombre. Cuando se jugó el primer partido de fútbol del año, vino al colegio en su gran Cadillac y todos tuvimos que ponernos de pie en la tribuna principal y dedicarle algunos ¡hurras! Luego, la mañana siguiente, en la capilla, nos endilgó un discurso que duró más de diez horas. Empezó con unos cincuenta chistes de pésimo gusto, para demostrarnos lo campechano que era. Luego comenzó a contarnos cómo nunca tenía vergüenza, cuando se encontraba en algún apuro o dificultad, de ponerse de rodillas y rogar a Dios. Nos dijo que debíamos siempre rogar a Dios, hablar con él y todo, cualquiera que fuese el lugar donde nos encontrásemos. Dijo que debíamos considerar a Jesús como a nuestro compañero y toda Confesó que conversaba con Jesús todo el tiempo, hasta cuando manejaba el automóvil. Aquello me mató. Me imagino al gran farsante degenerado poniendo la primera y pidiendo a Dios que hiciera el favor de mandarle algunos fiambres más. Lo único bueno de su discurso ocurrió más o menos por la mitad. Estaba contándonos lo bueno e importante que era cuando, de repente, un tipo que estaba sentado en la fila frente a mí, llamado Edgar Marsalla, se tiró un pedo terrible. Era una grosería hacer eso dentro de la capilla, pero también resultó muy divertido. El amigo Marsalla estuvo a punto de hacer volar el techo. Casi nadie se rió fuerte y el viejo Ossenburger hizo como si no hubiese oído nada, pero el rector Thurmer, que estaba sentado en la tribuna muy cerca de Marsalla, puedo asegurarles que lo oyó. Qué furioso estaba. Entonces no dijo nada, pero la noche siguiente nos castigó mandándonos a estudiar en el edificio de la Academia y vino a echarnos un discurso. Nos dijo que el alumno autor del desacato en la capilla no era digno de estudiar en Pencey. Tratamos de que Marsalla se tirase otro mientras el viejo Thurmer nos dirigía la palabra, pero, al parecer, no estaba inspirado. Bueno, ahí era donde yo vivía en Pencey. En los nuevos dormitorios del ala en memoria de Ossenburger.
Resultaba bastante agradable volver al dormitorio después de dejar al viejo Spencer, porque todo el mundo estaba abajo presenciando el partido, y la calefacción, excepcionalmente, funcionaba. Me quité el abrigo y la corbata y desabroché el cuello de la camisa. Luego me puse la gorra que había comprado en Nueva York aquella misma mañana. Era una gorra de caza, roja, con una de esas viseras muy largas. La vi en la vidriera de una tienda de artículos de sport al salir del subterráneo, inmediatamente después de notar que había perdido los malditos floretes. Me costó sólo un dólar. La usaba con la visera para atrás… algo de pésimo gusto, lo admito, pero me gustaba así. Luego busqué un libro que estaba leyendo y me senté en una silla. Había dos sillas en todas las habitaciones. Yo tenía una y mi compañero de habitación, Ward Stradlater, otra. Los brazos se encontraban en estado lamentable, porque todo el mundo se sentaba sobre ellos; con todo, eran sillas bastante cómodas.
El libro que estaba leyendo lo retiré de la biblioteca por error. Me dieron el libro equivocado y no lo noté hasta que volví a mi cuarto. Me entregaron Fuera de África, por Isak Dinesen. Creí que iba a ser algo asqueroso, pero me equivoqué. Era un libro muy bueno. Soy bastante ignorante, pero leo mucho. Mi autor favorito es mi hermano D. B., y el que le sigue, Ring Lardner. Mi hermano me regaló un libro de Ring Lardner para mi cumpleaños, sólo porque vine a Pencey. Tiene algunas obras de teatro absurdas, pero muy graciosas y además, ese cuento de un vigilante de tráfico que se enamora de una chica muy linda que siempre comete infracciones por exceso de velocidad. El agente es casado, de modo que no puede casarse con ella ni nada por el estilo. Luego la chica se mata, porque anda siempre a excesiva velocidad. Ese cuento me entusiasmó. Lo que más me gusta es un libro que, por lo menos, sea gracioso de vez en cuando. Leo muchos libros clásicos como El regreso del nativo, y me gustan, y también leo cantidad de libros de guerra y de misterio, pero no me entusiasman mayormente. Los que de veras me encantan son esos libros que cuando uno termina de leerlos, desearía ser íntimo amigo del autor y hasta llamarlo por teléfono y todo. Sin embargo, eso no suele ocurrir frecuentemente. No me entusiasmaría llamar por teléfono a Isak Dinesen. Ni a Ring Lardner — D. B. me dijo que ya murió—. Pero, tomemos un libro de Somerset Maugham, Fueros humanos. Lo leí este verano. Es un libro bastante bueno y todo, pero no me gustaría llamar por teléfono a Somerset Maugham. No sé por qué. No es el tipo que me gustaría llamar y nada más. Preferiría llamar a Thomas Hardy. Me gusta esa Eustacia Vye.
Bueno, me puse la gorra nueva, me senté y empecé a leer Fuera de África. Ya lo había terminado, pero quería releer ciertas partes. Sin embargo, apenas había leído tres páginas, cuando sentí que alguien venía a través de las cortinas de la ducha. Aun sin mirar sabía, perfectamente, quién era. Era Robert Ackley, un tipo que ocupaba la habitación contigua. En nuestra ala había una ducha cada dos dormitorios y Robert Ackley venía a verme unas ochenta y cinco veces por día. Era probablemente el único tipo de todo el dormitorio, exceptuado yo, que no estaba viendo el partido. Apenas iba nunca a ningún lado. Era un tipo raro. Llevaba en Pencey más de cuatro años, pero nadie lo llamaba más que «Ackley». Ni siquiera Herb Gale, su compañero de cuarto, le llamaba nunca «Bob», ni siquiera «Ack». Si alguna vez llega a casarse, su esposa, probablemente, lo llamará también «Ackley». Era uno de esos tipos muy altos y de hombros redondos, con mala dentadura. Durante todo el tiempo que fuimos vecinos de cuarto ni una sola vez lo vi lavarse los dientes. Siempre los tenía horribles, llenos de sarro, y casi lo hacía descomponerse a uno cuando, en el comedor, abría la boca llena de puré de papas, de arvejas o algo parecido. Además, está plagado de granos. No sólo en la frente o en el mentón, como la mayoría de la gente, sino por toda la cara. Y la cosa no quedaba ahí, tenía una personalidad terrible. Era un tipo bastante ruin. Si quieren que les confiese la verdad, yo no estaba loco por él ni mucho menos.
Podía sentirlo de pie sobre el borde de la ducha, justo detrás de mi silla, mirando a ver si estaba Stradlater. Odiaba a Stradlater y nunca entraba en el cuarto cuando éste estaba. Bueno, a decir verdad, odiaba casi a todo el mundo.
Bajó del borde de la ducha y entró en el cuarto.
—Hola — dijo —. Siempre saludaba como si estuviera terriblemente aburrido o terriblemente cansado. No quería que uno pudiese pensar que venía de visita ni nada por el estilo. Quería que uno creyese que había entrado por error o algo así.
—Hola —le dije, pero sin levantar la vista del libro. Con tipos como Ackley, si uno levanta la vista del libro es un estúpido. Al final uno termina siendo un estúpido de todos modos, aunque no tan pronto como si levantara la vista.
Empezó a recorrer el cuarto muy despacio, como solía hacer siempre, levantando los objetos personales del escritorio y la cómoda. Siempre levantaba las cosas más personales e íntimas para mirarlas. A veces le atacaba a uno los nervios.
—¿Qué tal la esgrima? — me preguntó. Lo único que quería era que yo dejara de leer y divertirme. En realidad, la esgrima no le importaba un bledo. —¿Ganamos o qué? —insistió.
—No ganó nadie —le contesté sin levantar la vista. —¿Cómo?
Siempre le hacía a uno repetir varias veces la misma cosa.
—No ganó nadie — le dije. Le eché una mirada furtiva para ver lo que estaba manoseando sobre la cómoda. Estaba mirando una fotografía de Sally Hayes, una chica con quien yo solía salir en Nueva York. Desde que yo la tenía, ya debía haber levantado y mirado esa foto por lo menos cinco mil veces. Y cuando terminaba de examinarla siempre la colocaba donde no debía. Estoy seguro de que lo hacía a propósito.
—No ganó nadie —repitió Ackley—. ¿Cómo pudo ser eso?
—Dejé olvidados en el subterráneo los floretes y el resto del equipo.
Todavía no lo había mirado una sola vez.
—¿En el subterráneo? ¡Por amor de Dios! ¿Quieres decir que los perdiste?
—Nos equivocamos de subterráneo. Tuve que estar levantándome continuamente a mirar el cochino plano sobre la pared.
Se acercó y me quitó la luz. Entonces le dije:
—Desde que has llegado he leído esta cochina frase más de veinte veces.
Cualquier persona, excepto Ackley, hubiese comprendido la indirecta. Pero él continuó imperturbable:
—¿Crees que te lo harán pagar?
—No lo sé y no me importa un pepino. ¿Qué te parece si te sientas, pibe Ackley? Me estás quitando la luz.
No le gustaba nada que lo llamasen «pibe Ackley». Siempre me estaba repitiendo que yo era un cochino crío, porque tenía sólo dieciséis años, mientras que él había cumplido dieciocho. Yo lo volvía loco llamándolo «pibe Ackley».
Continuó de pie, inmóvil como una estatua. Era exactamente uno de esos tipos que no pueden quitarse de la luz cuando uno les dice que molestan. Al fin se apartó, pero tardó más que si no se lo hubiese pedido.
—¿Qué demonios estás leyendo? —me preguntó.
—Un libro.
Me levantó el libro con la mano para poder leer el título.
—¿Es bueno? —dijo.
—Este párrafo que estoy leyendo es formidable.
Puedo ser bastante sarcástico en ciertas ocasiones. Sin embargo, él no captó mi intención. Empezó de nuevo a recorrer la habitación y a levantar todos los efectos personales míos y de Stradlater. Al fin posé el libro en el suelo. Es imposible leer nada teniendo cerca un tipo como Ackley.
Me dejé resbalar en la silla y me puse a observar cómo Ackley se conducía como si estuviera en su casa. Me estaba sintiendo algo cansado, debido al viaje a Nueva York y demás, y empecé a bostezar. Luego me dio por bromear un poco. A veces suelo bromear para no aburrirme. Lo que hice fue agarrar la visera de mi gorra de caza, y después de hacerla girar hacia adelante, la calé hasta los ojos. De ese modo no podía ver nada.
—Me parece que acabo de quedar ciego — dije con voz muy ronca—. ¡Mamá querida, qué oscuro se está poniendo todo aquí!
—Juro por Dios que estás loco de remate —dijo Ackley.
—Dame la mano, mamá querida. ¿Por qué no me das la mano, mamá?
—Por amor de Dios, déjate de portarte como un chico.
Empecé a tantear delante de mí, como un ciego, pero sin levantarme de la silla. Seguí diciendo:
—Mamá querida, ¿por qué no me das la mano?
Como comprenderán, sólo estaba bromeando. Esas cosas a veces suelen divertirme mucho. Además, sabia que estaba poniendo furioso a Ackley. Mi vecino siempre hacía brotar en mí las tendencias sádicas. Con frecuencia solía ser bastante sádico con él. Por fin me dejé de embromar, volví a hacer girar la visera hacia atrás y me callé.
—¿De quién es esto? —me preguntó Ackley. Tenía en la mano una rodillera de mi compañero de cuarto. Aquel Ackley lo levantaba todo. Era capaz de levantarle a uno el suspensor o algo así. Le dije que era de Stradlater. Así que la arrojó sobre la cama de Stradlater. La encontró sobre la cómoda de Stradlater y por eso la tiró encima de la cama de mi compañero.
Se acercó y se sentó sobre el brazo de la silla de Stradlater. Nunca se sentaba bien en una silla. Siempre lo hacía sobre el brazo.
—¿De dónde diablos sacaste esa gorra? —me preguntó.
—La compré en Nueva York.
—¿Cuánto te costó?
—Un dólar.
—Te estafaron.
Empezó a limpiarse las cochinas uñas con el extremo de un fósforo. En cierto modo era gracioso. Tenía los dientes cubiertos de sarro y las orejas más sucias que el infierno, pero siempre se estaba limpiando las uñas. Creo que pensaba que eso lo hacía parecer muy aseado. Echó otra ojeada a mi gorra de caza mientras las limpiaba.
—Por el amor de Dios, en mis pagos usamos esas gorras para cazar ciervos — dijo —. Es una gorra de cazar ciervos.
—¡Qué va a ser!
Me la quité para mirarla. Hasta cerré un ojo, como si estuviera apuntando.
—Esta es una gorra de cazar gente — le dije —. Me la pongo para cazar gente.
—¿Sabe ya tu familia que te echaron de una patada?
—No.
—¿Dónde diablos está Stradlater? —Viendo el partido. Tiene una cita. —Bostecé. En primer lugar, el ambiente estaba demasiado tibio. Daba sueño. En Pencey uno o se muere de frío o se asa de calor.
—El gran Stradlater —dijo Ackley—. Oye. ¿Quieres hacerme el favor de prestarme un momento las tijeras? ¿Las tienes a mano?
—No. Ya las guardé. Están en el último estante del placard.
—¿Quieres traérmelas un momento? Deseo cortar este padrastro.
A él no le importaba que uno hubiese guardado ya una cosa y la tuviese dentro de una valija en el último estante del placard. Sin embargo, fui a buscársela. Y casi me mato al hacerlo. En cuanto abrí el placard la raqueta de Stradlater, con la prensa de madera y todo, me cayó justo encima de la cabeza. Hizo un ruido tremendo y me lastimó más que el demonio. Estuve a punto de matar a Ackley. Se echó a reír a carcaj adas, con su aguda voz de falsete. Se estuvo riendo todo el tiempo que tardé en bajar la valija y buscar las tijeras para dárselas. Esas cosas, por ejemplo, un tipo que recibiese una pedrada en la cabeza o algo así, mataban de risa a Ackley. Para vengarme de algún modo le dije:
—Tienes un formidable sentido del humor, pibe Ackley. ¿Lo sabías? — Le entregué las tijeras —. Nómbrame tu representante. Te conseguiré algo en la radio.
Volví a sentarme en mi silla y él empezó a cortarse sus uñas córneas.
—¿Qué te parece si usaras la mesa? ¿Quieres hacer el favor de cortarlas sobre la mesa? No tengo ganas de caminar esta noche con los pies desnudos sobre tus cochinas uñas.
Sin embargo, siguió cortándolas sobre el piso. Qué mal educado. Lo digo con el corazón.
—¿Quién es la chica que va a salir con Stradlater? — me preguntó. Siempre estaba pidiendo informes acerca de las amigas de Stradlater, aunque lo odiaba a muerte.
—No sé. ¿Por qué me lo preguntas?
—Por nada. No puedo tolerar a ese mal parido. Es un mal parido que de veras no puedo tolerar.
—Pues en cambio él está loco contigo. Me dijo que piensa que eres un príncipe.
Cuando estoy de broma suelo llamar «príncipe» a la gente con bastante frecuencia. Eso evita que me aburra.
—Siempre tiene ese aire de superioridad — dijo Ackley—. No puedo tolerar a ese degenerado. Se cree que…
—¿No me harías el favor de cortarte las uñas sobre la mesa? Te lo pedí ya por lo menos cincuenta…
—Adopta siempre esa inquietud de superioridad —insistió Ackley —. Ni siquiera pienso que el mal parido sea inteligente. El cree que lo es. Cree que es el más…
—¡Ackley! ¡Por amor de Dios! ¿Quieres hacerme el cochino favor de cortarte las uñas sobre la mesa? Ya te lo pedí más de cincuenta veces.
Empezó a cortarse las uñas sobre la mesa para variar. Sólo gritándole se podía conseguir que hiciera algo.
Me quedé un rato mirándolo. Luego le dije:
—Estás enojado con Stradlater porque una vez te gritó que podías limpiarte los dientes de vez en cuando. Sin embargo, lo hizo sin intención de insultarte. Stradlater sólo cree que te sentirías mejor y te quedaría mejor sí te limpiaras los dientes de vez en cuando.
—Me lavo los dientes. No me vengas ahora con eso.
—No es cierto. Te he visto y no es cierto —le dije. No se lo dije de mal modo, pues, en el fondo, me daba un poco de lástima. Quiero decir, no debe resultar muy agradable, que digamos, que alguien le grite a uno que se lave los dientes—. Stradlater es un buen muchacho. No tiene mal fondo — le dije —. Lo malo es que no lo conoces bien.
—Sigo pensando que es un mal parido. Un mal parido presuntuoso.
—Es algo vanidoso, pero también muy generoso en algunas cosas. Escucha, supón, por un momento, que Stradlater tuviera puesta una corbata o algo que a ti te gustase. Digamos que tuviera una corbata que te gustara una barbaridad, sólo quiero ponerte un ejemplo. ¿Sabes lo que haría? Probablemente se la quitaría para regalártela. Estoy seguro de que lo haría. ¿O sabes también lo que haría? La dejaría sobre tu cama o algo por el estilo. Pero se las arreglaría para darte la cochina corbata. La mayoría de los tipos se contentarían probablemente con…
—¡Qué gracia! —exclamó Ackley—. También yo lo haría si tuviera la plata que él tiene.
—No no te engañes. No lo harías —le dije sacudiendo la cabeza—. No lo harías, pibe Ackley. Si tuvieras la plata que él tiene serías uno de los más grandes hijos de…
—Deja de llamarme «pibe Ackley» de una cochina vez. Tengo edad suficiente para ser tu padre.
—No, no la tienes.
Ackley podía ser verdaderamente ofensivo a veces. No dejaba pasar ninguna oportunidad de recordarme que él tenía dieciocho años y yo sólo dieciséis.
—En primer lugar, no te permitiría nunca entrar en mi familia —le dije.
—Bueno, entonces deja de llamarme…
De repente se abrió la puerta y entró Stradlater muy apurado. Siempre andaba apurado. Todas las cosas eran para él sumamente importantes. Se acercó a mí y me dio dos palmaditas juguetonas en ambas mejillas… que es algo que a veces puede resultar muy molesto.
—Escucha —me dijo—. ¿Piensas ir a algún sitio especial esta noche?
—Todavía no lo sé. Tal vez. ¿Cómo demonios está el tiempo afuera, nieva? —Tenía todo el abrigo cubierto de nieve.
—Escucha. Ya que no vas a ir a ningún sitio especial, ¿me prestarías el saco sport?
—¿Quién ganó el partido? —le pregunté.
—Acaba de terminar el primer tiempo — repuso Stradlater—. Nos vamos. Fuera de bromas, ¿vas a prestarme el saco sport o no? El mío de franela gris lo tengo todo manchado.
—No, no quiero que me lo estires todo con esos hombros de gorila que tienes —le dije. Éramos casi de la misma estatura, pero Stradlater pesaba casi el doble que yo. Tenía los hombros sumamente anchos.
—No te lo estiraré — se acercó al placard a toda prisa.
—¿Qué tal, Ackley? — le dijo a Ackley. Stradlater, por lo menos, era un tipo bastante afectuoso. En parte sus manifestaciones de amistad eran un poco falsas; pero por lo menos siempre saludaba a Ackley.
Ackley contestó con un gruñido. Nunca le contestaba distintamente a Stradlater, pero le faltaban agallas suficientes como para no gruñir. Luego dijo dirigiéndose a mí:
—Bueno, me voy. Te veré luego.
—Está bien —le dije. Ackley nunca le rompía a uno el corazón cuando se marchaba.
Stradlater empezó a quitarse el sobretodo, la corbata y todo lo demás.
—Creo que voy a darme una afeitada rápida — me dijo. Tenía una barba bastante tupida. Puedo asegurarlo.
—¿Dónde está tu chica? —le pregunté.
—Me espera en el anexo.
Salió del cuarto con el neceser y la toalla bajo el brazo. No llevaba camisa ni nada. Siempre andaba con el torso desnudo porque creía que era dueño de un físico estupendo. Y era verdad, no tengo más remedio que admitirlo.