INTRODUCCIÓN

Cayeron, los dos. La muerte les sorprendió al final del descenso, entre las rocas. Su agonía ya nadie la recuerda. Su memoria ha quedado aprisionada en un siglo en el que lo único que hay son catedrales y peste. Corría el año 1366.

Si se hubieran escuchado los gritos, si entre la algarabía que rodeaba al alcázar alguien hubiese podido distinguir los alaridos; quizá ese mismo alguien hubiera estado a tiempo de observar, e incluso evitar, lo que estaba por ocurrir. Ver cómo se agitaban las faldas de ella en el aire, cómo las manos de él buscaban inútilmente un lugar donde agarrarse entre los muros del alcázar, cómo sus ojos se ponían blancos. Ver cómo ella doblaba su cuerpo y se retorcía antes de chocar contra las rocas. Ver cómo el cuerpo de él caía encima del de ella y cómo su carne se abría en dos. Ver cómo la sangre de ambos se mezclaba tiñendo de rojo la orilla.

—El niño… por la venta… el ama… en el río.

El sacerdote miró molesto a aquel que se había atrevido a interrumpir el momento más sagrado de la ceremonia. Sus cejas formaban una línea recta por encima de sus ojos, lo mismo que si hubiera sido trazada con escuadra y cartabón. Su boca se hundió entre sus mejillas orondas con un gesto de desaprobación, como si su garganta tuviera algún sistema automático de ventosa. Aquel desconocido no sólo había conseguido que todos los asistentes dejaran de mirar la sagrada forma, y lo que es más: de mirarlo a él, sino que logró incluso asustarlo, de tal modo que casi se le cayó al suelo el trozo de pan consagrado. Ahora ya no sabía qué hacer. Debía continuar con la misa, pero sus manos sudaban y habían empapado el pequeño círculo, reblandeciéndolo. Carraspeó dos veces. Nadie le prestó atención.

—Suscipe, Sánete Pater, omnípotens aetérne Deus, hanc immaculátam Hóstiam —dijo, y el latín, aprendido a fuerza de vara de avellano y de coscorrones, le pareció hueco y poco divino. Sin nadie que lo escuche, se dijo, resulta como hablar a ovejas. Ovejas sin pastor.

En realidad se sentía muy cansado, no sólo mentalmente. Había estado toda la jornada de viaje y el día siguiente no se presentaba muy distinto. Siguió rezando, con tono de auténtica devoción, pero en su fuero interno rogaba porque no tuviera que volver a compartir silla con el francés ese, aliado de su señor, con quien lo habían sentado y del que ni se acordaba de su nombre. Oh, mon Dieu: en París esto es mejor. Es lo único que decía. Y él, con ganas de replicarle: ¡pues volved allí si os place! Pero eran la única ayuda del rey en su lucha fratricida y tenía que aguantar, con estoicismo cristiano, y tragarse sus pensamientos. ¡Cómo se puede hacer, pensaba, y con tan poca vergüenza, gala de tantísima estulticia!

Miró al rey y luego a la reina y sus ojos vagaron por el resto de sus fieles: nadie le prestaba atención. Se sintió herido en su amor propio. Tantos años, se dijo, de encierro, de estudios, de tonsuras. Tantos años de ocupar incómodos sitiales en abadías perdidas de la mano de Dios —Dios le perdone—, de besar los pies a obispos ilegítimos, de arrastrarse al ritmo de letanías y de confesiones. Tantos, se dice, como para acabar así: ninguneado por un chiquilicuatro como aquel mensajero. Lo que le faltaba.

—¿Qué sucede? ¿Qué sucede? —decían.

El murmullo había comenzado en las filas traseras y, como si se tratara de una marejada, poco había tardado en llegar a los escabeles. Hasta el mismo sacerdote, todavía con la hostia en la mano, comenzó a preguntarse: ¿qué sucede?

Se llamaría apóstata, tiempo después (y en consonancia haría la correspondiente penitencia), pero la curiosidad se había impuesto a su deber. Al fin y al cabo, nadie se atreve a interrumpir una misa, que es santa y que además cuenta con la presencia del rey, si no tiene un motivo suficiente.

—El infante, señor, con el ama. En el río —repitió el mensajero.

Y aquel que se fijara en él con atención descubriría que, a la altura de su ingle, la tela de sus calzas se había vuelto más oscura y que esta misma oscuridad le trazaba un camino paralelo a la pierna, hasta la altura del tobillo.

La reina soltó un grito y si no hubiera estado sentada, habría caído redonda al suelo.

—Doña Juana —le murmuró una de sus damas de compañía, y, en un alarde de originalidad, le preguntó—: ¿Qué os sucede?

La reina, pálida como los cirios que flanqueaban al párroco, ni se molestó en contestar. Agitó su mano derecha y abrió su boca unas tres cuartas, en un perfecto ejercicio de contorsionismo del maxilar inferior. Dicen, los que la vieron, que recordaba a los lenguados.

Nadie entendió su gesto, el porqué de tanta alharaca: quizá poseyera una mente privilegiada que le permitió comprender qué había sucedido. O quizá simplemente pecara de exceso de teatralidad. El rey, sin embargo, se levantó, y con paso decidido apartó al mensajero, que se había quedado en medio de la puerta, tan callado como la misma muerte. El sonido de las botas regias retumbó en la capilla e hizo estremecerse al cura, como si de repente una corriente helada hubiera acariciado su nuca. Apretó con más fuerza el cuerpo del Señor entre sus dedos. Tal contacto le produjo una precisa sensación de calidez.

Apenas transcurrieron unos instantes cuando el resto de concurrentes decidió ir tras él. Incluso la reina, sobreponiéndose, se levantó también y siguió a su esposo.

El sacerdote no lo dudó. Su misión apostólica podía esperar, que antes que nada él servía a su rey y debía estar siempre a su lado. Una gota de sudor se había desprendido de su frente y rodaba por su espalda hasta el lugar donde ésta pierde su santo nombre.

Las damas se reían nerviosas y buscaban, con un descuido muy bien meditado, los brazos de los hombres para poder colgarse de ellos en busca de soporte. Ellos se llevaban la mano al cinto, lamentando haber tenido que quitarse las dagas y puñales antes de entrar en el alcázar, bajo las órdenes del rey.

Una vez abandonado éste, y sin genuflexiones ni gestos reverenciales ni nada de nada, el nivel de las conversaciones se hizo más audible. El sacerdote echó una última mirada atrás y le pareció que las tallas de las paredes y del altar lo miraban lánguidamente, como si les diera pena que las abandonase. A sus castos oídos llegaban retazos de frases. Prestó atención.

—Vaya una nochecita —dijo el conde de Noreña mientras se frotaba las manos.

Doña Casilda López de Ayala, encumbrado miembro de la realeza al servicio de su majestad la reina (y conocida también por su no menor fealdad), lo miró con admiración.

—Pero —dijo— ¿no os preocupa lo que puede haber sucedido?

El hombre le devolvió la mirada, consciente de su hombría.

—Señora, la verdad sea dicha, aquí, entre nosotros: nada puede importarme menos.

—Mi señor —replica ella con un muy calculado sofoco—, ¿no visteis acaso a la reina? ¡Casi pierde el sentido!

—Veamos, el señor rey de lo que tiene que preocuparse es de los asuntos de fuera y no de lo que ocurra en palacio. ¡Cuánto alboroto para lo que sin duda será sólo un problema doméstico!

—¡Ay! ¡Sois tan valiente!

—Cuánta razón tenéis.

El resto de diálogos eran de la misma guisa. Todos juntos, entre el sonido de las espuelas de ellos contra la piedra del suelo y el frufrú de los trajes de ellas, anduvieron por los corredores del alcázar, como quien sabe adonde va, hasta llegar al lugar donde había tenido lugar el pequeño problema doméstico. La sala estaba tenuemente iluminada por unas velas camufladas en las esquinas, de tal modo que hasta los dorados tic las paredes parecían oscuros y avejentados.

El rey fue el primero en asomarse y, después de hacerlo, no pudo evitar trazar la señal de la cruz sobre su pecho. El conde de Iovar, que estaba junto a él, contaría más tarde que vio cómo palidecía, con 1111 tono similar al de su mujer, y cómo le temblaba la nuez en el gaznate. El rey, que jamás vacilara en ningún torneo, en ninguna batalla, perdió la compostura cuando menos era de prever, cuando el peligro supuestamente se alejaba por fin de él: con su hermano en el destierro y sus enemigos bajo control.

—Sólo era su hijo, ¡a qué tanto número! —pensó alguno de los desaprensivos que lo rodeaban.

El sacerdote, que durante el trayecto había ganado posiciones mediante codazos, ya se había situado junto a él y se había asomado al lugar que durante siglos habría de ser llamado maldito. Porque a pesar de la lejanía, del agua del río que había intentado borrar todas las huellas, del revuelo de miembros desgajados; aún se podía distinguir la cara del primogénito del rey y de aquella que se había encargado de vigilar todas sus horas de infancia.

Tuvo deseos de correr, de ponerse a chillar. La sangre le martilleaba en el cerebro y buscaba ansiosamente algún párrafo en la Biblia que le explicara el porqué. En su mano todavía sentía la forma ardiendo, ya que, con la precipitación del momento, no había llegado a decidir qué hacer con ella. Se la tragó de un golpe y la sintió pegajosa en su garganta, deslizándose, en realidad, como un caracol peludo.

La madre lloraba desconsoladamente olvidando que, antes que madre, era reina. Se asomó y sus piernas flaquearon. Tuvo que agarrarse al clérigo, quien, si no hubiera tenido buenos reflejos, no hubiera tardado en seguir el destino rumbo al vacío de los dos cadáveres. «¡Señora —exclamó—, tenga cuidado!».

—¿Por qué? ¿Por qué? —repetía la señora, que ya no era digna ni regia.

Las mujeres habían sacado sus pañuelos y los hombres, disimuladamente, salían de la habitación para airearse.

El rey se giró sin hacer caso de su mujer. Sus ojos ardían con furia. Pensaba: ha sido Pedro, mató a mi madre, la mató a ella y también a mi hijo. Pensaba: quien lo haya hecho lo va a pagar. Pensaba: quiero estar solo.

Hizo que le subieran los restos (mezclados como quedaron los de ella y los de él) hasta esa misma Sala del Solio y ordenó que los depositaran sobre una mesa. Todos aquellos que quedaban en la estancia y que lo veían no podían evitar las arcadas, los cuchicheos, las miradas de reojo. Hay algo macabro en alguien que llora por unos jirones de carne. Sólo el cura miraba con auténtico pesar al rey.

—Escuchadme —dijo, y su voz apenas tembló, sus ojos no se separaban de los restos de los dos cadáveres—, es momento de duelo, sin duda. Mi hijo habrá de ser enterrado como se merece y todas las campanas repicarán a muerto. Pero, ahora, preferiría estar solo con él. Así que os rogaría que tras salir, cerrarais la puerta.

La reina no hizo siquiera ademán de quedarse. Parecía dormida, como una muñeca. Sus damas fueron las encargadas de llevarla a sus habitaciones.

El sacerdote, antes de cerrar la puerta, aún pudo ver cómo su señor se acercaba a su hijo y ponía su mejilla sobre su vientre reventado.