EPÍLOGO

El destello de claridad no me llegó con la muerte, como suele suceder. Tuve suerte, supongo. Abrir los ojos a tiempo me permitió vivir, por fin, como siempre había deseado.

Blanca a mi lado, hasta el último momento. E incluso ahora, cuando ya mi cuerpo descansa bajo la tierra, sigue viniendo a visitarme, deja flores sobre mi tumba y reza por mi alma. ¡Pobre! ¡Si supiera de lo poco que me sirven sus gestos! No soy desagradecida, no quiero parecerlo: verla aparecer por el atrio me re conforta, me recuerda los años pasados.

No me equivoqué con ella. Fue buena madre. Y su hija Leonor, buena hermana para mis hijos: mi Fernando y mi Leonor, Leonor segunda, la llamaríamos. O Leonor bis. Las dos hermanas de nombre igual que se convirtieron casi en gemelas.

Además la manía esa del veneno desapareció por completo En su lugar se hizo una experta en la manufactura de mermeladas y compotas.

No se casó. Yo tampoco. Tras la muerte de Sancho dos años después de nuestro matrimonio y sin ni siquiera haber visto nacer a la última de sus vástagos, —decidí permanecer sin un hombre a mi lado. Por fin era yo la que tomaba las riendas de mi vida. Su muerte, todo hay que decirlo, fue, como cabía esperar, a manos de los enviados del rey Enrique, su propio hermano.

Nos dijeron que la causa fue su actitud belicosa en las cortes que nos llevaran a Segovia. No quise averiguar más. La política, al menos en lo tocante a mi matrimonio, sólo me había traído tristezas, desencantos.

Tanto Blanca como yo nos refugiamos en la crianza de aquellos que nos recordaban a quien habíamos perdido. Construimos en Ledesma una fortaleza, un recinto para mujeres e infantes (como si estuviéramos en tiempo de guerra). Y allí decidimos esperar a que sucediera lo que había de tener lugar.

Morí sin mayores pesares. Me enterraron junto a mi marido, tal y como hiciera mi padre con mi madre, en la catedral de Burgos.

Y ahora, tras mi muerte, sólo conservo la curiosidad. Me pregunto si, cuando decida abandonar esta iglesia (o cuando lo decida quien tiene que hacerlo), me encontraré con todos aquellos que, quisieran o no, marcaron mi vida.

Me pregunto si me encontraré con mi abuelo. Y si seguiré odiándolo de igual modo.

Me pregunto si me encontraré con mi padre. Y si por fin podré sentir piedad por él (que es lo que se merece).

Me pregunto si me encontraré con mi hermana María. Y con todos mis otros hermanos: desde Dionís a Fernando, pasando con Juan, cuando ellos también mueran.

Me pregunto si me encontraré con Sancho. Y si podré volver a abrazarlo ahora que nuestra corporalidad se convierte en cenizas.

Me pregunto si me encontraré con Rodrigo. Y si podré mirar a través de un alma tan opaca.

Me pregunto si me encontraré con Inés, mi fantasma, para darle las gracias por enseñarme a ser madre, gracias por no temer arriesgar su propia vida, contra el mismo diablo, por salvar a quien quería: a su hijo Pedro (me pregunto, también, si lo veré a él).

Y sobre todo me pregunto si veré a mi madre. Y si al verla, me sentiré reflejada en ella.

Estoy cansada. Estar muerta cansa. A pesar de tener toda la eternidad.

Y pienso.

En realidad no fui tan mala. Sólo me limité a vivir como las circunstancias me lo dictaron. Espero que mi juicio no sea tan terrible. Sólo eso.