La primera amante de Sancho de la que yo tuve noticia puede que no fuera la primera en realidad. De hecho, es muy posible que antes se hubiera ejercitado con otras. No soy tan ilusa, hace tiempo que dejé de engañarme. Pero ésta en cuestión era frutera, traía todos los días su mercancía al castillo de Alburquerque y se volvía a ir, después, sin fruta ya, y sin duda mucho más aliviada.
Llevaríamos apenas dos semanas casados. Nuestros encuentros como marido y mujer se ceñían a tres. Exactamente. El resto del tiempo lo habíamos invertido en discutir o en sencillamente ignorarnos. Todo siguiendo una perfecta rutina, como un perfecto matrimonio con años de convivencia. Sin embargo, como pude averiguar tras atraparlo en plena acción con aquella mujer, él había sabido sacar mayor provecho a la condición de casado que yo.
No lo culpo. La infidelidad, pensaría, vendría a aportar a nuestro matrimonio aquello de lo que carecía: decisión por parte de uno de los dos. Curiosa palabra: infidelidad, infiel. Que se denomine de igual modo, me digo, a los moros que viven en el sur (y que curiosamente se habían llevado la vida de su padre y desencadenado la muerte de su madre) que al marido o a la mujer que se dedica a engañar a su cónyuge.
No le reprocho nada. Tampoco lo hice en su momento. Sancho era como todos, no tenía por qué haber aguardado ningún milagro: que hallara en mí consuelo suficiente como para no tener que engañarme. Sobre todo teniendo en cuenta el tipo de mujer insumisa, tan poco cristiano, que era yo. «Pero, por lo menos —pensé—, podría haber esperado un poco más: el tiempo de un luto sin ir más lejos». Al fin y al cabo, mi cuerpo, que no mi memoria, merecía un respeto por pequeño que fuera.
No sé quién creó el concepto de matrimonio feliz. Son dos palabras que se repelen. Como príncipe soñado. O mundo ideal. No quiero ser negativa, quizá en un futuro puedan existir y todo sea perfecto tan lleno de amor, de amapolas, de nubes de algodón, de corderitos blancos, de sonrisas, de «como quieras, cariño». Pero el matrimonio, he descubierto que en la mayoría de los casos no es sino o el deseo de alguien externo —como en mi caso fue el de mi hermano y mi cuñada— con la suficiente autoridad, o el producto de una urgencia sobrevenida como un embarazo, o un estado de pobreza, o también la última esperanza de una pareja a punto de separarse. No pretendo, aunque parezca lo contrario, hacer una disertación sobre el matrimonio (vista además mi gran experiencia) y mucho menos sobre la felicidad. Sobre todo porque ninguna de las dos palabras se me podían aplicar. Me casé como todas: con un desconocido al que no quería por el tutelaje de una cuñada muy rápida en desembarazarse del peligro.
Y la confirmación de que era un matrimonio más bien vulgar y ordinario me llegó al verlo desnudo agarrándose a esa mujer como quien trepa un risco y teme caerse. No, en realidad, como una lapa a una roca, porque era lengua todo él, tan irrisorio. Al observarlos, con tanta atención como lo hice, no pude evitar la carcajada.
Supongo que Sancho esperaba que los encontrara, si no, ¿qué diversión, aparte de la obvia, podría tener el ser infiel? Y supongo que esperaba de mí algún tipo de reacción, pero no precisamente aquella que me acometió. Porque la risa era superior a mis fuerzas, incluso.
Me agarré al marco de la puerta y comencé a retorcerme en espasmos.
Los veía allí, a los dos, ella arriba (como cabía esperar).
Y tan desnudos que ni una hoja de parra les cubría sus partes pudendas.
La pobre frutera debió de pensar que estaba fuera de mis cabales, al verme allí riendo de un modo desesperado, aferrada a la madera y convulsionándome como si estuviera aquejada de un extraño baile de San Vito. Empujó a mi marido —quien, al despegarse de ella, hizo un ruido de succión— y comenzó a vestirse sin dejar de mirarme. Sancho, mientras tanto, fijaba sus pupilas de la una a la otra alternativamente, encogido en la cama como un bicho bola escondiendo entre sus manos la erección interrumpida. Y había en sus ojos, ahora me doy cuenta, un gesto de desamparo. Exactamente la misma mirada que me echó cuando, tras subir de los calabozos, y llamar a la puerta y esperar a que me flanqueara la entrada, le dije:
—Tenemos que hablar.
—Es sobre Blanca, ¿verdad? Me vais a pedir que la indulte. Pues ya os adelanto que no pienso hacerlo. Y que si pensáis rogarme, no os humilléis de ese modo y casi mejor que os vayáis por donde habéis venido.
Agitaba la mano. Y evitaba mirarme. Casi como si se avergonzara de que yo ya supiera todo y que sus sentimientos no guardaran secretos para mí.
Seré egoísta, lo sé (siempre lo fui), pero no había pensado en Blanca y en su posible liberación hasta ese momento. Y después, la verdad es que pasó a segundo plano.
—No, no os equivoquéis. Vengo a preguntaros si ya sabe alguien que Blanca está aquí.
—No, todavía no, pero dudo que tarden mucho en hacerlo. Hay guardias, tenéis que saber. Seguridad.
—Entonces tenemos poco tiempo, Sancho.
Suspiré aliviada. Y sin embargo tuve un mal presagio.
Miré alrededor de su habitación, como si buscara una salida para escapar. O como si temiera que hubiera alguien. Rodeé su perímetro deteniéndome, apenas brevemente, en la mesa donde había dejado una pluma. Mis ojos se deslizaron sobre la cerámica de las paredes, sobre la pizarra del suelo, sobre el entablado del techo y sólo cuando me sentí lo suficientemente segura, seguí hablando.
—Tenéis que bloquear, en primer lugar, el pasadizo que baja de las caballerizas al río.
Se sentó. Y, con un gesto de la mano, me señaló una silla idéntica a la suya para que hiciera lo mismo.
—¿El pasadizo secreto?
—¿Vos también lo conocéis? Pero ¿cómo? —pregunté.
—Eso no os importa, creo, si tenéis tanta prisa.
Tomé aire. «Por esta vez —me dije—, os la voy a permitir. Calla, Beatriz, sé más inteligente, no hagas caso a su grosería».
—Tenéis razón. Por favor, bloqueadla.
—Sí, pero ¿por qué tendría que hacerlo?
—Para que no escape —contesté, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
Me mira interrogante. Sube los hombros. Continúo:
—Para que no escape don Rodrigo, claro.
—En fin —se ríe—, ¿quién es ahora la que no puede controlar a su amante?
Resoplé. Sus ojos, clavados en mí. Forcé tanto la sonrisa que los dos días siguientes me dolieron los pómulos.
—Haced lo que os digo —y añadí—: Por favor.
—Está bien —accedió.
No me sorprendió que aceptase con tanta facilidad. Se trataba sólo —pensé— de utilizar la palabra precisa. Y la información de la que ahora disponía. Blanca me había otorgado la llave que abría la puerta: mi marido era un arcón abierto. Pasen y vean.
¿Por qué había tenido que preguntárselo a Blanca? ¿Por qué no fiarme de mi supuesto instinto femenino? Porque quizá éste no exista en realidad o quizá, pensaba, la sencillez de sus sentimientos me había obnubilado hasta ese momento. No había querido ver. Odiar siempre resulta más fácil que aceptar lo inaceptable, sobre todo cuando es algo tan impuesto como un matrimonio concertado por motivos políticos. Pero por fin el velo había caído y ya no temía hablar abiertamente. Jugaba con los dados trucados, a mi favor (aunque al aceptar la partida me hubiera metido de cabeza en un juego del que ya no podría prescindir, por más que me supiera ganadora. «Aunque —me dije como si quisiera engañarme— en el amor no tiene por qué haber vencedores ni vencidos»).
—Daos prisa —y volví a añadir—, por favor.
Se levantó con decisión. El sonido de sus botas era amortiguado, suave, casi lo mismo que las nubes que se posan en la tierra para convertirse en niebla. Abrió la puerta y su voz de pronto se me antojó diferente, tenía un matiz que antes jamás escuchara.
—A mí, la guardia —dijo.
La frase me dio risa. Aunque, pienso ahora, cualquier cosa en ese momento me hubiera dado risa. Me agarré el estómago y allí, muy dentro, noté moverse al niño.
«Su hijo —me dije—. Mi hijo. Mi pequeña larva».
Cuando uno de sus soldados llegó hasta su altura, le susurró las órdenes. Escuché su murmullo con cierta placidez. Apoyé mi nuca en el respaldo y miré el techo, el trenzado de las vigas.
Volvió a mi lado. La puerta volvía a estar cerrada.
—Ya está, he ordenado que lo detengan. Y que lo traigan aquí.
Hasta entonces había sido como una muerta a la que hay que cerrar los ojos porque ya es incapaz de hacerlo por sí misma. Atrapada en mi propia rutina, había necesitado que Blanca me confirmara lo que me había negado a saber, para que mi supuesta fortaleza se destruyera como si de un castillo de naipes se tratara.
—¿Habéis mandado vigilar el pasadizo?
—Por supuesto, es lo primero que he hecho.
Volvió a sentarse a mi lado. Notaba su respiración revolverse bajo su pecho. Y la mía, que, llegado un momento, se hizo idéntica.
Permanecimos en silencio hasta que, a la vez, decidimos cortar el silencio.
—¿Qué tal las cortes? —pregunté.
—¿Qué tal los libros que os regalé?
Nos echamos a reír al mismo tiempo. Su risa tenía un cierto timbre triste. O quizá fuera sólo el regusto a herrumbre. Sonaba a una risa que no se ha utilizado durante largo tiempo.
Volvieron a llamar a la puerta.
—Entren.
—Señor —dijo la cabeza coronada en gualda de un soldado—, que no está. Don Rodrigo ha escapado, señor.
—¿Cómo puede ser? ¿Lo vieron salir?
Mi desesperanza se expandió, áspera y cortante, agarrotando mis músculos. Ya no pensaba en Sancho ni en Blanca ni en mí, sino en cerrar la historia. Inés era importante en mi vida, de pronto me di cuenta, porque finalmente me había convertido en ella: a través de su caída y de la de su hijo, yo, en un viaje inverso, había podido remontar mi pasado. Blanca tenía razón: si no conseguía tirar del último hilo, no descansaría en paz. Y se lo debía. El círculo se achataba. «Nunca —me dije con desesperación— podré averiguar qué sucedió con Inés, por qué fue en realidad asesinada. Mis sospechas se quedarán sólo en eso». Mal, mal, mal.
—Sí, señor, el cuerpo de guardia dice que escapó por la puerta principal, hace apenas unos instantes. Y que, por la cantidad de nieve caída en las últimas horas, es imposible que haya salido de la ciudad. Así que tiene que estar por ahí, en la ciudad, encerrado.
—Que lo busquen. Y que prohíban abrir las puertas hasta que aparezca —y, mirándome a mí, agregó—: Todavía hay esperanza.
Asentí. «No podía escapar», pensé. Tendría que comparecer, ante mí, su amante, y por fin sería yo la que lo juzgaría.
Y el paso de la desesperanza a la alegría fue rápido, precipitado casi.
La puerta volvió a cerrarse. Sancho me miraba y sus ojos, por primera vez, no creaban en mí más que una cierta sensación de placidez.
«Es el momento —pensé— de decírselo». Es el día de las resoluciones y no tiene sentido postergarlo durante más tiempo. Es mi marido, al fin y al cabo. Si yo no puedo decirle esto, ¿quién puede si no?
—Ya lo sé —dije por fin. Mi voz sonaba a latón, ligeramente hueca. Me callé.
Echó el cuerpo hacia delante, sus antebrazos apoyados en sus muslos, perpendiculares al suelo. Las piernas, un poco abiertas.
—Que sabéis qué —repone.
Tomo aire. Lo degluto. De pronto me sabe pesado, como si estuviera comiendo manteca. Y la lengua pastosa.
—Me lo dijo Blanca —lo cual era rigurosamente cierto.
—¿Qué os dijo? —volvió a preguntar.
Lo digo, por fin (como quien arroja un fardo lejos de sí mismo).
—Que sé que me queréis.
Entonces quien pierde el habla es él. Y pienso que con nuestra edad y con todo lo que hemos vivido, que esto resulte tan difícil. Y pienso: «¿Por qué se lo he dicho? ¿Qué puedo ganar?».
Y pienso: «¿Y qué puedo perder?».
Sus manos se mueven nerviosas. Parece que han cobrado vida propia. Sus ojos se han abierto y me miran del mismo modo que quien intenta abrirse paso en la oscuridad.
Me doy cuenta de que tenía razón, de que son grises.
Calla y el silencio ¡a veces es tan incómodo! ¡Se hace tan largo!
«¿Y si —pienso— Blanca estaba equivocada y de la que está enamorado no es ella pero tampoco yo, sino otra? Es una mentirosa. Ya te ha engañado antes».
«Además, no sé por qué —me digo— me importa tanto su respuesta».
—Bueno —dice por fin—. Y si fuera cierto, ¿de qué me serviría? Hay algo más triste que un matrimonio sin amor: un matrimonio con amor por sólo una de las partes.
Ya Rodrigo no importa, ni Blanca, ni nadie de mi pasado ni de mi futuro. En esa sala sólo estamos Sancho y yo.
Lo miro y por fin lo reconozco. Me lo digo a mí misma: «Mira, mujer, es Sancho, tu marido» (paladeo el tu, que tiene en realidad forma de beso).
—Qué poca idea tenéis —en mi voz no hay cinismo, sino aceptación.
—Es cierto —contesta—, pero tienes que reconocer que contigo la lección no es nada fácil.
—No, pero tú tampoco lo pones mucho mejor.
—No.
Silencio. Y luego:
—Sancho —le digo—, esto no es Camelot, es Castilla. Aquí no hay salidas que se cierran y que no se vuelven a abrir. Ni tú eres Arturo, ni yo Ginebra (ni mucho menos Rodrigo es Lancelot), sino simplemente Sancho y Beatriz. Y ya va siendo hora de que dejemos a un lado todos estos ideales que nos intentaron meter con calzador: del amor cortés, del honor perdido, de las ofensas imperdonables.
—¿Es eso —pequeño titubeo— una segunda oportunidad?
—No —respondo, guardo silencio un instante, me recreo en la expectación porque lo que viene es seguro—, es un nuevo comienzo en el que se borran todos los desastres anteriores.
—Menos el niño —replica.
Me miro el bulto de mi estómago, tan grande ya (y tan independiente de mí).
—Menos el niño —contesto, por fin.
¿Por qué, sin más tiempo aparente que el que medió entre mi salida de los calabozos y mi llegada a las habitaciones de mi marido, pudo mi ánimo cambiar tanto?, ¿por qué el amante se convirtió en odiado y aquel que siempre detesté dejó de serlo así, de pronto? Han sido muchas las veces que me he planteado estas preguntas y la respuesta sigue siendo igual de incierta que el primer día. Para poder responderme necesitaría un conocimiento de mí misma que no poseo y que dudo que pueda tener nunca. Y sí, en ese momento me pregunté si no estaría loca. Semejante volubilidad no se podía explicar si no. O quizá, me dije, me habían hechizado. Ésa hubiera sido una causa muy lógica y muy acorde con las circunstancias: tenía todos los ingredientes, hasta una bruja cuyas intenciones nunca me parecieron demasiado claras. Y sin embargo pensar así, achacar mi carácter y mis decisiones a causas externas, habría sido una solución muy cobarde. No. La respuesta sólo podía estar en mí, como siempre: en mi pasado y en mis expectativas de futuro.
En el fondo siempre supe que el amante sólo podía ser eso. Desgraciadamente, en los tiempos en los que tuve que vivir, a las mujeres se nos podía matar por adúlteras, y aunque este hecho fuera poco frecuente en mi clase social, mi relación con Rodrigo nunca hubiera podido fructificar, incluso si él hubiera sido una buena persona y no el bastardo (y no lo digo en sentido literal) e hijo de su madre que al final resultó ser. Los amantes, el amor cortés, eran sólo el parche que intentaban suplir matrimonios en los que lo único que reinaba era el rencor y la desidia. Pero al final éstos también terminaban marchándose. Y todas, sin excepción, acabábamos viejas y solas, comprobando cómo nuestra esperanza se deshacía. Los hombres, todos y cada uno, terminaban dándonos la espalda, trocándonos por otras más jóvenes y con mejor posición. Sólo nos quedaba poder comprar sus favores. Y llegaba un momento en el que el precio se volvía demasiado elevado, y ya ni eso.
Sin hijos a los que cuidar, sin maridos a los que vigilar, sin amantes a los que amar; la soledad era lo único que nos quedaba en la vejez.
Por eso, aunque de un modo indirecto, a todas se nos aleccionaba para crearnos un cortejo de damas que también fueran amigas. Ya desde la cuna, nuestras madres se preocupaban de proveernos alguien que siempre estuviera a nuestro lado y con la que, llegado el momento, poder compartir nuestra viudez. Es, supongo, ley de vida. O por lo menos el producto de cientos y cientos de años de educación.
Las amigas eran lo único que resistía el paso del tiempo.
La verdad, por qué negarlo, es que mi carácter nunca fue dócil. Todas estas enseñanzas, que en su momento me inculcara mi madre, habían caído en saco roto. Si alguien quisiera analizar las causas, éstas pueden ser muy sencillas: debido quizás a que cuando me lo dijo yo era muy pequeña o que fue otra manera de vengarme de ella: echar por tierra todo lo que todavía nos uniera. No lo sé.
Pero al final, la sensatez volvió a mí. En ese camino tan corto físicamente pero tan largo en mi interior, me di cuenta de que tenía que escoger. Y lo hice del mejor modo que pude. En la balanza, de un lado, colgaba Rodrigo —quien se había demostrado como un animal, un bicho abyecto capaz de cometer las peores felonías—. Del otro, una amiga y un marido al que puede que no me uniera un amor desbocado, lo reconozco, pero a cuya presencia ya me había acostumbrado y por el que sentía un cierto cariño del que suponía que, en algún momento, podría convertirse en algo mayor (como al final acabó sucediendo). La elección era fácil. Blanca me había intentado envenenar. Pero yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. Saberlo, tener esta certeza, me confería un poder que nos ponía en un mismo plano en el que éramos iguales. Blanca ya no suponía un peligro porque la comprendía y sabía cómo iba a reaccionar. De todos aquellos que me rodeaban, su comportamiento era el único que me resultaba comprensible. La perdoné porque al hacerlo también me perdonaba y me aceptaba a mí misma. Ella y yo no éramos las dos caras enfrentadas de la moneda.
Y sí, pareció radical. Pero, no, en el fondo no lo era tanto. Comenzaba un nuevo ciclo en mi vida en el que tendría que resituarme. Era cuestión de supervivencia y mi razón venció a mis sentimientos: aquellos que se empeñaban en querer a un asesino como Rodrigo. Aprendí, en esos pequeños instantes, a odiarlo con todas mis fuerzas. Del mismo modo que antes lo hiciera con Sancho.
—Señor, ya lo tenemos. Lo hemos atrapado saliendo de la carbonera cuando intentaba buscar asilo en la catedral.
—Bien, traedlo aquí.
Miro a través de la ventana. El sol sigue sin aparecer, pero la nieve proporciona mayor luminosidad. «El sol en el suelo —me digo—, el sol que germina de nuevo, que vuelve a nacer». Una línea de luz se dibuja en mis pies y los recorre, gozosa.
—Sancho, tengo que pediros algo —le digo.
—¿Que os deje a solas con él?
—No —contesto—, me da igual que escuchéis lo que tengo que decirle —sus ojos se llenan de agradecimiento. Me coge la mano. Reprimo un escalofrío—. Porque ya va siendo hora de que os enteréis del tipo de hombres de los que se rodea vuestro hermano. Aunque, bueno, no se puede decir que tus elecciones sean mejores —pienso en el Quiste, pero me callo, de pronto, no es tiempo de reproches. Hemos hecho borrón y cuenta nueva. Un nuevo comienzo. Sigo hablando:
—Es sobre Blanca. Y su hijo.
Resopla. Yo continúo.
—Quiero criarlo yo. Con su madre, por supuesto. Son hermanos y tienen que estar juntos. Tú sabes mejor que nadie lo que sucede cuando se separa a los que tenían que haber estado unidos. Piensa por ejemplo en Pedro, en tu hermano, que por estar lejos generó un odio que acabó matando a vuestra madre.
—Ya, pero ¿no veis que es una asesina? ¡Intentó asesinaros! ¿No preferirías criarlos a los dos tú sola?
—No, Sancho —giro la cabeza de un lado a otro, busco su otra mano y las uno. Son ásperas pero cálidas, las llevo a la altura de mi boca—. A los hijos no hay que separarlos de sus padres.
—¿Y no tenéis miedo de que intente haceros daño de nuevo?
—No —contesto sonriendo—. ¿No lo veis? Blanca ya no es amante, es madre. Y será buena madre. Como es buena amiga.
—¿Estáis segura?
No me dio tiempo a responder, ya traían a Rodrigo, encadenado, ante nuestra presencia.
—Pasad —dijo mi marido con un gesto amplio.
Hay algo triste en ver a una persona a la que idolatrabas desnudo por fin de los ropajes con los que lo revistió tu imaginación. No es que hubiera cambiado en su apariencia, es que mi visión de él era totalmente diferente. Sobre todo si confirmaba mis sospechas.
Nos miraba desafiante. Tan bello en su caída como el mismo Satán.
—No me podéis colgar —le dijo, casi escupiendo, a Sancho—. Soy caballero, recordadlo. Sólo me puede juzgar el rey. Y no creo que por matar a una cocinera vaya a hacerlo.
—Bueno —repliqué yo. Sus ojos se clavaron en mí, como saetas—. Puede que por la muerte de Vigila no os haga nada. Pero seguramente no le hará tanta ilusión enterarse de que vos conspirasteis con su mujer para asesinar a sus hijos.
El imperio del miedo y de la dominación se había terminado. Es cierto, no sería hija de la luz (ya se había encargado mi padre de que no lo fuera), pero por lo menos sería madre, lo mejor que pudiese. Como Inés. Sin un Rodrigo que pudiera truncar mi futuro.
Noté, a medida que yo me crecía, cómo él se venía abajo, cómo esa seguridad con la que había entrado en la sala se resquebrajaba. En el suelo quedaban los despojos de lo que había sido. El torneo estaba a mi favor.
—¿Lo sabéis? Pero ¿cómo? —preguntó.
—Sí, lo sé todo —contesté—, me lo dijo Blanca. Y la cocinera.
Sancho permanece silencioso. Escuchando. Su mano a escasa distancia de la mía.
—¡Esa cotilla! Sabía que tenía que morir. En cuanto me lo dijo Juana. Así que lo vio.
—Vigila —le digo—, se llamaba Vigila.
—Sabía —y habla para sí mismo— que sería mi ruina.
—Lo es —le digo. «Ahora o nunca», pienso. Procuro que mi voz sea convincente. En la mentira reside el momento del descubrimiento de las caretas. «Qué ironía— me digo —que ahora sea yo la que vaya a engañarlo a él».
—Os vio, Sancho, vio lo que hicisteis con el niño, con el hijo del rey. Una y otra vez. Todas. Y vio también cómo lo matabais.
Ha palidecido. Sus ojos verdes se cubren de una neblina. No puedo distinguir los límites en sus pupilas: todo tiene un color verduzco. «Como los reptiles», pienso.
—Pedro —murmura.
—Sí, Pedro. Os vio —repito—. Vio cómo abusabais de él, del niño. Cómo lo violabais.
Al escuchar esta palabra vuelve a recuperar la entereza.
—Vio —continuo— cómo os peleabais con Inés cuando ésta finalmente lo descubrió. Y por ende cómo tuvisteis que matarla a ella también. Dos pájaros de un tiro: la cacería perfecta. Eso sí, protegido siempre por su majestad la reina.
De puro retorcido el plan me parecía admirable.
Me levanto, me acerco a él. Mi tripa ya no es el lazo que nos une, lo que le gustaba de mí, sino la distancia que nos separa. Por fin.
—¿Por qué lo hicisteis?
Ahora es él quien se acerca a mí.
—Porque quise —murmura— y porque podía.
Sancho, a mis espaldas, también se ha levantado. En su voz, cuando habla, hay firmeza, hay poder y hay asco.
—Bien, ya he escuchado lo suficiente.
Mira a la guardia.
—Que se lo lleven al calabozo de Blanca. Y que a ella la saquen, la bañen y la vistan.
Vuelve a sentarse. Recto, la espalda contra el respaldo. A su lado, yo hago lo mismo.