18

(DEL HIJO).

A veces correr se descubre como la mejor salida. Sí, definitivamente, tendría que haber salido corriendo. Blanca estaba encarcelada. No podría seguirme. Decirle: «Adiós, ahí te quedas con todas tus historias, tu veneno, tu pasado. Ya no me interesan». Y subir las escaleras con todo el peso de mi tripa, salir a la nieve de nuevo, gritar después lo más alto posible, hasta vaciarme por completo.

Y me digo: «Ella, mientras tanto, que espere desnuda el momento de pudrirse. O que venga mi marido y la ahorque, por asesina, por haber matado a mi ama, a la cocinera, al Quiste. Por haber intentado asesinarme a mí también. Tanto me es. Colgadla y que se la coman los cuervos. Matadla y con ella al niño que todavía es demasiado pequeño como para hacer ningún mal, pero que no tardará en cometerlo. Asesinadla, como hizo Herodes, como le sucedió a los hermanos de Moisés, al hijo de Inés, no mi madre, sino la otra, a todos los niños no deseados que fueron en realidad los ejes de mi historia. Incluida a mí, sí, matadme, a mí y a mis hermanos, al rey y a su familia. Me llamo Beatriz de Portugal: tan bastarda como todos ellos».

No era un círculo vicioso —pensé—, sino una línea que se prolongaba hasta el infinito en una proporción creciente. Mi madre tuvo hijos, yo los tendría y ellos, a su vez, como una plaga, generarían bastardos en serie. «El siglo de la peste», lo llamaron. Y ahora ya sabía por qué.

Y Blanca, que sin quererlo, ha cruzado el Rubicón y ahora forma parte de esa política de tener hijos para conseguir dominar voluntades.

Me sentía decepcionada porque creí que ella era más inteligente, que sabría sustraerse de la necesidad de extenderse y de poblar la tierra por el mero hecho de estar satisfecha consigo misma. Me equivoqué: la carne, una vez más, había terminado venciendo.

Quería correr, escapar de ella porque allí tirada (patente estropicio de lo que el pasado puede hacer en las personas) me mostraba lo que era yo en realidad bajo mis títulos, mi linaje y mi sangre.

Pero no lo hice. Ni siquiera le solté la mano.

—Así que huisteis.

Asiente. No se preocupa por cubrirse. Su desnudez me resulta incómoda. Hay algo desgarrador en verla tan sucia, tan desvalida. «Quizá —me digo— sea su tono, que está todavía más desnudo que su propio cuerpo». Y el poso de cansancio que tiene al hablar. Blanca había representado la vitalidad, las ganas de marchar hacia delante, pero se ha agostado, ella también, y su voz es la prueba más clara. Y parece mayor, sus quince años se han convertido en eso, me digo, en esa conciencia de que no ha podido cambiar nada. Y es en esa debilidad, descubro, donde encuentro motivos para perdonarla.

—Sí, lo más lejos que pude. Ni un caballo me llevé. Nada en absoluto, ninguna provisión. Rodrigo me dijo adiós y no se quedó ni para despedirme. Arrebujada en la capa, buscaba su olor, ¿os lo podéis creer? Me había abandonado a mi suerte y yo todavía buscaba su huella en mí.

»Me crucé con algunos campesinos. Nadie me dirigió la palabra. Supongo que los rostros de los parias y de los fugitivos se notan en la distancia. Y dan mal fario. Mejor evitarlos. Corrí con todas mis fuerzas, pero no llegué demasiado lejos. Estaba agotada por todo lo sucedido durante la noche. El amanecer me descubrió a la altura de la iglesia de la Veracruz. Desde allí sentía el alcázar, tan grande, todavía a mis espaldas. Amenazador. Pero ya lo echaba de menos. “Mejor no verlo”, me dije, así que entré. No había nadie. Y el eco, ¿os habéis dado cuenta del eco que hay en esa iglesia?

»Nunca me había sentido culpable por nada de lo que hiciera. Siempre he sido demasiado consciente de mis actos. En eso supongo que nos parecemos, ¿verdad? Vos sois la primera que renegáis del pecado, de la necesidad de perdón. Pero de pronto, no sé si por el sueño que no había dormido, los nervios o qué, me eché a llorar. Me sentía responsable de todo lo que había sucedido. Y esa culpa me abnegaba por completo, se había atragantado en mi garganta y me recordaba, pensaréis que es una majadería, a un gato que quiere escupir una bola de pelo y no puede. Estaba a la entrada, agachada todo lo que podía, llorando. Y es curioso porque a la vez que lloraba no podía dejar de pensar, y ni siquiera mi lloro era pleno, saciador. A mi mente acudían todas las lágrimas que tenía que haber derramado en su momento y no lo hice. No sé si os lo he contado, pero en mi infancia, cuando por fin comencé a menstruar, me hice una promesa: ni una lágrima más, por más que el dolor fuera grande. Llorar es de niñas, los niños no lloran.

»Luego —qué asco, diréis— recordé mi sangre, mi menstruo. Esa misma regla, me dije, que se me ha retirado y que tardará nueve meses en regresar: y fue extraño porque de pronto —¡sí, algo tan repugnante como la menstruación!— la echaba de menos, como si me hubieran quitado algo que me pertenecía, un secreto tan íntimo que nadie tenía que haber sabido de él.

Desconfío, a pesar de la piedad que me produce. Siento que, en cierto modo, Blanca se ha apropiado de mi discurso, he perdido originalidad. Y acaso, me pregunto, «¿es algo normal para toda futura madre echar de menos la visita periódica de la regla?».

—Lloré sin consuelo —continuó—. Sin gusto tampoco, porque no me calmaba, me ahogaba en la pena. Las lágrimas en realidad casi conseguían entristecerme todavía más: cuanto más lloraba, más necesidad tenía de seguir haciéndolo. Todo un espectáculo. Ya me imaginaréis: con la ropa destrozada de pasarme la noche corriendo entre la maleza que rodea los ríos, con la sangre del Quiste endureciéndose en algunas zonas de mi piel, con unos pelos que se han enredado y que me caen sobre los hombros que ni la Magdalena tenía cuando iba a ser lapidada.

Se persigna. Sus dedos se hunden en su frente y después en su pecho desnudo. Dos huellas rojas se le marcan a la altura del final de las costillas.

—Echaba de menos un hombro. Sí, un hombro. El vuestro, sobre todo. Porque aunque os gusta decir que sois dura, inflexible, esto no es más que el recurso con el que os pretendéis engañar. Conmigo no lo conseguisteis, Beatriz. En vuestro hombro sabía que podría hallar comprensión porque siempre la había tenido. Recordarlo me proporcionaba un ligero consuelo. Aunque luego se desvaneciera al recordar la mano de Sancho. Me eché a llorar todavía más fuerte.

»¿Habéis pensado alguna vez que hay partes del cuerpo que son más tristes que otras? Nadie lloraría por un pie, os lo aseguro, ni por un sobaco. Pero ¡cómo me dolía la ausencia de esa mano, de la nuca, de la oreja incluso! Os necesitaba a los dos, por motivos diferentes, ya comprenderéis.

»Supongo que las lágrimas se acumulan, porque no sé, la verdad, de dónde saqué tantas si no. Llegué a pensar, qué tontería, que me pasaría llorando toda la vida.

»Hasta que vino ella. La había visto alguna vez por palacio. Entró con seguridad. Y se me quedó mirando. Sus manos agarraban como una sanguijuela un pequeño bolsito, una faltriquera, creo, pero tan sobada que resultaba irreconocible. Apenas hacía ruido al moverse. Se sentó a mi lado y no hizo nada más. Yo ya no me sentía nada cómoda para seguir llorando. No sé, supongo que es un acto que requiere cierta privacidad, como ir al excusado, y esa mujer me ponía nerviosa, todo el rato mirando sin decir nada. Pensé que terminaría por cansarse y se iría. Pero no fue así. Respiraba en mi oreja, lentamente, con un aliento apestoso. Al final, las lágrimas se me secaron y no pude evitar preguntar: “¿Qué?”. Y ella: “¿Qué?”. Y yo: “Que si queréis algo”. Y ella: “No, me parece que sois vos la que queréis algo de mí”. Mis ganas de llorar habían desaparecido por completo. Ni siquiera la pena o la conmiseración. Me vi de pronto ridícula, sentada al lado de esa mujer que olía a una mezcla de sudor y de col. Me limpié los ojos. “¿Yo? —le pregunté—, ¿qué puedo querer de vos?”.

»Me mira, con ojos que parecen de gata, aunque no sé si es por el reflejo de las paredes naranjas, y me dice: “Por ejemplo, para libraros de ese niño que lleváis ahí dentro”. Me asusté, retrocedí, mi espalda pegada contra la roca, como un mejillón: “¿Cómo lo sabéis?”. “Mira, niña —repuso—, que soy bruja. Y que sé de esas cosas.” “¿Ah, sí? —le pregunté—, ¿entonces qué hacéis en una iglesia?” “Pues rezar”, me respondió con toda la sencillez del mundo. “Por mis pecados, como todas. Entonces, ¿queréis que os lo saque?”.

»La verdad es que dudé, por unos momentos. Si tenía que empezar una nueva vida, mejor hacerlo sin rémoras. Aún no sé por qué, pero al final contesté que no, que prefería quedármelo. Ese niño era lo único que me ataba a mi antiguo yo, pensé, pero también es el único que me recordaba quién fui. “Tenéis mal aspecto”, me dijo. Supongo que no tuvo que utilizar todo su instinto de bruja para hacer tan aguda observación. Se lo dije. “No estoy pasando un buen momento”, completé.

»“Entonces venid conmigo, que yo os ayudaré.” “No tengo con qué pagaros”, repliqué. Y ella: “Seréis mi buena obra del año. Y no os preocupéis, algún día me lo devolveréis. Que la vida es larga y los caminos circulares, como las deudas: todo se termina pagando”. Me ayudó a levantarme y su mano, aunque delgada, era fuerte. Nudosa también, como la de un árbol o alguien que se ha pasado muchos años revolviendo en la tierra.

»Me fui con ella, a una casita que tenía más allá de Turégano. Y allí estuve hasta esta noche. Me cuidó bien. La monotonía se instaló desde el comienzo. Ella traía la comida, yo la cocinaba. La ayudaba también a recolectar hierbas, ya sabéis de mi mano con los vegetales y con las setas. No nos llevábamos bien ni mal ni todo lo contrario. Era una persona avara, acostumbrada a vivir consigo misma, a estar abstraída en sus propias meditaciones; se iba, venía. Se movía ligera: sus pasos eran silenciosos. Su voz apenas se escuchaba de tan baja que era. Me llamaba: “Blanca, ¿me ayudáis?”. Y ya está, sólo me decía eso.

Escondía, eso sí, todo el dinero en una losa del jardín que jamás me atreví a curiosear. Se hubiera dado cuenta enseguida. Pero no os penséis que me aburría. ¡Bastantes cosas tenía en las que pensar como para hacerlo! Vivía bien, no podía quejarme. Podía haberme quedado allí por siempre. Estoy segura de que mi hijo hubiera sido feliz. Pensé en hacerlo, en verdad, ninguna preocupación, sólo campo y silencio, pero al final decidí que no podía ser. Tenía que volver, eso es todo. No pasó nada especial, por si me lo vais a preguntar. Sólo que de pronto me di cuenta de que no tenía que estar allí, que mi sitio estaba aquí, como fuera, a cualquier precio. Aunque me encerraran en un lugar tan deplorable como éste. O me colgaran.

En su voz no hay queja. Parece resignada a su elección. De todos modos, se lo recuerdo.

—Tú escogiste volver, nadie te obligó.

—Tenéis razón. No me quejo, ya os lo he dicho. Ni echo la culpa a nadie, no penséis.

Dice la verdad. Hay en su voz un matiz de resignación. Deja caer las pestañas, sonríe de lado.

—No inculpo a Sancho, siquiera. Ni a sus malos modos. Yo hubiera hecho lo mismo. El resto de la historia es breve: me despedí de la bruja, le regalé vuestro escapulario de santa Cecilia, única pertenencia de valor que por entonces poseía, y emprendí el camino de vuelta. Tras dos días de marcha, entré en el alcázar por el mismo agujero por el que había escapado. Esquivé la guardia, ocupada, ya podréis suponer, en otros menesteres. Y fui sin ningún problema a su alcoba. Lo desperté lo más suave que pude, pero ¡qué susto se llevó! ¡Si hubierais visto su cara!

Se ríe y su risa resuena tétrica entre las paredes del calabozo.

—Apenas tardó unos instantes en lanzarme sus manos al cuello. «Espera —le dije mientras me ahogaba—, no lo hagáis». Sentía sus dedos aquí, ¿veis? Todavía tengo que tener la marca. Y él: «¿Por qué no, por qué no tendría que hacerlo?». «La respuesta es fácil: porque tengo a vuestro hijo dentro». Me mira asustado. Me palpa el estómago. «Sí», dice. «Mi hijo». Parece hechizado. En el fondo Rodrigo tenía razón. Al final a todos los hombres se les gana por el estómago.

»El resto, lo conocéis a la perfección. Accedí a que me encerraran si me daban la oportunidad de hablar con vos. Tuvo que hacerlo, me lo debía: yo no hubiera vuelto, le dije, si no hubiera llevado ese niño que era suyo en las entrañas. Y apelé a ese niño, le rogué que por él me diera esa última oportunidad. Aceptó. Y aquí me tenéis.

—Pero —le pregunté— si tanto interés tenías en verme, ¿por qué fuiste primero a verlo a él y no a mí, directamente?

—No dije que llegué bien a su alcoba, pero no que él fuera mi primera parada. Primero fui a veros a vos. Abrí la puerta y dormíais, ¡tan plácidamente! Me acerqué. No os podéis imaginar las ganas que tenía de abrazaros. Pero de pronto lo vi, a él, a Rodrigo, dormido sobre vuestro pecho. Tenía un ojo abierto, de un color tan verde como sólo pueden serlo las profundidades abisales. Afortunadamente, no me vio. Y sabe la Virgen que ya no era bello siquiera. La cocinera tenía razón: era el diablo, el diablo en persona. Y dormido mostraba su verdadera cara.

»Me sentí aturdida. “Así que también ella”, me dije. El influjo de su persona también os había seducido. “Y todo —me repetía—, por mi culpa, por haberme ido.” Curiosa la culpa, ¿no creéis? ¿Acaso por haberme marchado le había facilitado el camino hasta vuestra cama? Ahora lo dudo: Rodrigo tiene herramientas suficientes como para conseguir lo que se proponga sin necesidad de personas interpuestas y no creo que por estar yo o cualquier otro se hubiera contenido si lo que buscaba era acostarse con vos. Pero supongo que necesitaba sentirme culpable por fin. No sé, supongo que es como el momento en el que se muere alguien: enseguida le salen más amigos que los que tuvo nunca y todo el mundo recuerda que solían bañarse juntos cuando eran pequeños, o que coincidían en la taberna y siempre pedían lo mismo. Así me pasó a mí. Quise mataros y luego necesitaba salvaros. Y librarme por fin de la deuda. Tenía que haberos avisado, en ese momento incluso, pero ¿cómo hacerlo con él delante? —guarda silencio un momento, después retoma su explicación—. ¿Os habéis dado cuenta de que el papel de prostituta no es sólo propio de las mujeres? Rodrigo es el mejor vendedor de su cuerpo que he visto nunca. Y el precio es carísimo, os lo juro. Además podía resultar demasiado tarde: que ya estuvierais perdida sin remisión. Aun así, mi obligación consistía en decíroslo. Os lo debía, a vos también. Y si en algún instante tuve dudas y deseé volver sobre mis pasos, en ese preciso momento se despejaron: por una vez en la vida tenía que ser valiente, enfrentarme a él. ¿Iba a ser el primer hombre que me venciese?

»La necesidad de hablar con vos se hizo más imperiosa, pero no podía dejar que me viera, bajo ningún concepto: podía volver a escapar. Hice lo único que podía hacer.

»Salí de nuevo y por fin me dirigí a la alcoba de Sancho. Y eso es todo. Fin de la historia.

—Entonces, ¿os sentíais culpable? ¿Era por eso que queríais verme? ¿Teníais que hablar sobre Sancho, criticar a Rodrigo por haberos librado de quien os molestaba? ¿Es eso?

«No sé cuánto tiempo —pienso— llevaré aquí». Las horas se deslizan ajenas a nuestra conversación. Y es áspero, el tiempo. «Blanca —pienso—, cúbrete». Veo cómo sus hombros suben y bajan mientras respira. Su pelo llega hasta el suelo. A veces deja caer los párpados y otras, los abre fijamente, me mira. Como esta vez, tan abiertos que parecen los de un pez.

—No, no sólo eso. Tenía que relataros lo que me dijo la cocinera. El fantasma, ¿recordáis? Y Rodrigo —se pone nerviosa, sus pómulos se elevan (como sus pechos, que se agitan debajo de la maraña de su pelo). Y yo me digo: «Bueno, otra excusa para que no me vaya, qué patético, ahora me sale con temas sobrenaturales»—. ¡Existe, Beatriz, no os lo inventasteis! Teníais razón. No era el veneno. No era yo quien os lo provocaba. Ayudé, quizá un poco. Pero no era por culpa mía por lo que habíais perdido el juicio, estabais sana, en pleno uso de vuestras facultades.

Y la ciega había sido yo, negándooslo.

»Y luego, al veros con Rodrigo, el verdadero culpable, me confirmé más en la idea de que tenía que contároslo. Os lo debía, lo mismo que a Sancho la noticia de que iba a ser padre. La bruja no se equivocaba: todas las deudas se terminan pagando.

Se ha alborozado, con una alegría fuera de lugar. «No —me digo— tiene que estar compungida, sacar el cilicio, andar descalza sobre piedras afiladas, golpearse la espalda con un látigo, llorar sangre». ¡Ella sí que ha perdido el juicio! «¿Por qué —me pregunto— ha vuelto a palacio? ¿Sólo por su hijo, sólo por algo tan tonto como lo de la fantasma?». Me dolía que no se diera cuenta de nada, su inconsciencia: «Mira, Blanca, le diría, que te van a matar. Sancho y su idea de justicia, ¿lo recuerdas?». Una vez más era incapaz de ver más allá de sus ojos. Que otro le sacara las castañas del fuego. Vuelvo a pensar en la huida. Le diría: «Adiós, me vuelvo a mis aposentos, ya nos veremos por aquí». «No tengo por qué ser yo —me digo—, una vez más, la que me haga cargo de los problemas ajenos, la que tenga que solucionarlos. Ella lo ha querido así, que la mate». Pero ¿cómo hacerlo? No, no, Beatriz, es su vida, que disponga de ella como quiera. No tienes por qué cubrirle las espaldas. Otra vez: esconder bajo la alfombra los problemas ajenos como con tu padre, como con tu madre, con tus hermanos. Siempre la mayor, la responsable, la que está para todo el mundo.

La claridad de la idea me apabullaba: Blanca había venido buscando mi protección. Y para ello me tentaba con la historia del fantasma.

—Contarme qué cosa —dije finalmente, en una renuncia.

—Quién era la fantasma.

—Ah, pero si ya lo sé. Se llamaba Inés.

De pronto parece decepcionada. Sigo hablando. Pretendo herirla. No lo entiendo, sé que la quiero, como siempre. Pero supongo que todavía aletea en mí el deseo de venganza. No soy una heroína de leyenda, qué se le va a hacer. Y estoy cansada, quiero dormir. Sigo:

—Se cayó, ella y su hijo. Y como su muerte fue tan ridícula y le dolió en su amor propio (que los fantasmas también tienen, no te vayas a creer), se dedica a pasearse por todo el palacio asustando a quien puede. Ésa es la historia. Bueno, y si no te importa, creo que ya he pasado demasiado tiempo aquí. Nos veremos pronto, supongo.

Me levanto: he tomado una decisión. Por una vez voy a ser yo la que guíe mis pasos. No se mueve. Baja la cabeza. Comienzo a subir por los escalones. Su voz me llega amortiguada:

—Fue él, fue Rodrigo quien los empujó, a ella y al niño.

De pronto lo supe: había perdido mi juventud en un viaje circular. Y la culpa de todo la tenía mi esperanza, que, como un faro, había guiado mis pasos en un camino que yo creí que discurría en línea recta. «Aferrándome a ella —pensé—, hay posibilidad de cambio». Me equivoqué: su luz episódica me mostraba el camino de ida, es cierto. Pero en el momento en el que se eclipsaba, yo deshacía mis pasos y volvía exactamente al mismo lugar del que partiera.

Fue en ese momento cuando comprendí que todo giraba siempre en torno al mismo círculo, alrededor del mismo eje. El engaño podía haber permanecido oculto durante mucho tiempo, pero al final tenía que manifestarse, de una u otra forma. Era una espiral que termina por confluir en su centro. Caería por ella. Como todos. Me recordaba a las muías, con los ojos cegados, marchando por encima de las huellas que ya pisaran y sin pensar más que en avanzar.

Podía taparme los ojos, cubrirme los oídos, pero la realidad volvía a mí una y otra vez. Como a Blanca. Y ése era el motivo de que ninguna de las dos huyéramos. Habría sido inútil: nos perseguía nuestro pasado. Era parte de nosotras. Mejor enfrentarse de cara a él. Afrontarlo. Sólo así conseguiría superarlo. Los hombres se visten con coraza para la lucha, nosotras crecemos con ella: todas las madres, todas las esposas.

Es el siglo de los hijos no deseados, de los fuera de lugar, de los que no tenían que haber nacido, pero lo hicieron. Yo lo fui y mi hijo lo sería: así hasta el final de los tiempos. Nosotras no los pedimos, se instalaron en nuestras entrañas para chuparnos la sangre y la vida. Tiempo de bastardos. Y no contentos con eso, se empeñarían en que habríamos de quererlos.

Los sexos se diluían de pronto. No importaba de quién fueras familiar, de dónde procediera tu estirpe todos éramos iguales, hijos de un método: tener el mayor número de descendientes posibles. La continuación de la carne y la sangre, le llamaban. Pero no lo era en realidad.

La fuerza se imponía a la legitimidad. Y ya nada tenía sentido. Lo inmutable se destruía, como si de una torre de Babel se tratara, por los cimientos, por el techo: poco importaba. Todo caía bajo el peso del instinto y de la necesidad de poder. La religión adquiría tintes partidistas entre disputas locales de Avignon y de Roma, la salvación del alma se compraba con bulas, las leyes se modificaban en función del dinero que podían aportar a las arcas. No había seguridad más que la que otorgaba la necesidad de supervivencia. El orden del universo, que hasta entonces había sido inmutable, se volvía un auténtico desastre: la música de las esferas, un chirrido disonante. El caos se extendía de la mano de todos nosotros, de aquellos que nos habíamos apropiado del orden y que lo hacíamos saltar, como un oso a través de un aro.

La primera de todas las mujeres, la que más pesa en mi conciencia, fue Constanza Manuel, la prima de mi madre y con la que Inés se criara cuando de pequeña fue a vivir con su tío, el infante don Juan Manuel. De mi tía segunda y casi madrastra me contaron que, cuando sólo tenía siete años, la obligaron a casarse con Alfonso, el rey decimoprimero de Castilla, futuro padre también de mi amantísimo Sancho. Pero él, en uno de esos reveses tan típicamente masculinos, pidió el divorcio. Dijo que era demasiado pequeña y se sacó de la manga no sé qué motivos de consanguinidad. En realidad estaba más interesado en el matrimonio con otra de mis tías, la hermana de mi padre: María de Portugal, quien le proporcionaba una posible alianza con el vecino luso. Así que Constanza, viuda y con la castidad todavía a salvo (por su edad, que no por otra cosa), tendría que esperar una segunda proposición de matrimonio. Le llegó, por fin, cuando ya nadie esperaba que pudiera casarse. Me contaron que no pudo evitar reírse al saber quién iba a ser su futuro marido: el hermano de la mujer que le arrebatara su primer cónyuge: Pedro I el Justiciero, mi padre.

Se casaron, pero una vez más Constanza vería escatimado su destino: no habría hombre sobre la faz de la tierra que la quisiera. Pasaría a la historia como la reina burlada (aunque su carácter, como el de mi padre, fuera terrible y no pudiera soportar las bromas). Sería su prima, mi madre, quien le arrebataría el cariño y la compañía de su esposo. A cambio, él sólo le dejó dos hijos, mis hermanos: María y Fernando.

La serpiente, mientras tanto, se devoraba más y más, y estrechaba el círculo en torno a nosotros; porque Alfonso, mientras tanto, hacía lo propio con mi tía en Castilla. Tras su matrimonio por conveniencia con María, comenzó a frecuentar los lupanares más conocidos de la región. No contento con ello, terminó enamorándose del mismo modo loco con el que supuestamente lo hiciera mi padre de Leonor Núñez de Balboa. Otra mujer que ha pasado a la crónica por poseer una belleza, si no superior, sí igual a la de mi madre. ¿Será que las amantes siempre son más bellas que las esposas legítimas? Los hombres, tan preocupados por la bondad, la sencillez, la honradez de sus amantes. Inés y Leonor. Creyeron las dos en el amor y por él fueron asesinadas (aunque también por su necesidad de medrar, para qué mentir). Mi madre, por mi abuelo, Leonor, por su hijastro. Eso sí, antes se aseguraron de esparcir en el mundo su semilla, y Sancho y yo no éramos más que esas esporas que soltaron antes de desaparecer del mundo de los vivos y transformarse simplemente en historia.

Pero el mal ya estaba injertado: lo llevábamos nosotros, los hijos de los amores ilícitos, la raza de los bastardos reales. En Castilla comenzó antes —aunque Portugal no tardaría mucho en seguirle y serían mis propios hermanos los que libraran la cruenta batalla por la corona—. Los hijos bastardos reclamaban lo que, decían, les correspondía.

Y hasta la palabra rey se devaluó por completo, como una moneda que ha sido utilizada demasiado. No imponía vasallaje, no dominaba feudos, apenas controlaba los dineros del reino, nadie lo temía, ¡hasta sus propios hermanos se atrevían a levantarse contra ellos, supuesto poder legítimo! Ya lo dijo Duguesclín: ni quito ni pongo rey, sólo sirvo a mi señor. Y consiguió, de este modo tan prosaico, eliminar del mapa al hijo de mi tía y en su lugar coronar a mi cuñado: Enrique, el bastardo, el culpable también, en cierto modo, de que mi madre muriera.

Tardé mucho tiempo en averiguarlo. La historia es compleja, incluso para mí, que hube de vivirla en primera persona. Pero cuando en Castilla comenzó la guerra entre el heredero legítimo y el hermano carnal, muchos de los caballeros que allí vivían, cuya valentía —todo hay que decirlo— brilla por su ausencia, se exiliaron a Portugal. Entre ellos, los hermanos de mi madre.

Hay una característica del cobarde: siempre serán los mayores conspiradores. No falla. Es falso lo que se dice de la sed de batalla. Los que luchan podrán, sí, sentir el furor en el campo de batalla anegándoles los sentidos y forzándoles a matar. Lo necesitan para sobrevivir, para poder proporcionar la estocada precisa y no desfallecer en el intento al verse rodeados de tanta sangre y saberse en minoría. Se volverán animales desesperados por sobrevivir y cometerán los actos más innobles. Se escudarán en ideales absolutos, los más idiotas también: conquistar el territorio santo, luchar contra los infieles, luchar en definitiva por la Santa Iglesia. Pero, por más que intenten negarlo, si pelean hasta derramar la última gota de su sangre, no lo hacen por ideas superiores, por riquezas ni por el amor a la patria, sino por puro instinto de supervivencia. Matar, en definitiva, para vivir.

Tras la batalla, su ánimo decae. La conciencia acude a ellos en oleadas. Se dan cuenta de lo que han hecho y de por qué lo han hecho en realidad. Y sabrán, finalmente, con la parsimonia que les da el haberlo vivido en su propia carne, que preferir la paz a la guerra no es un acto de cobardía, sino de inteligencia y, todavía más, de experiencia.

Aquel que ha luchado, que ha probado lo que es una herida sin sentido, una muerte todavía más absurda —amparado sólo en unos supuestos ideales—, sabrá que la guerra es la última solución.

Mis tíos eran todo lo contrario. A ellos les resultaba muy fácil alentar a los indecisos, conspirar en la sombra, arengar a sus tropas para que se levantaran contra alguien, daba igual contra qué. Los que luchan, y esto es una verdad inmutable, siempre son los que tienen que perder más en la lucha. Sólo los que pueden obtener algo la promueven.

Su recompensa, esta vez, fue la muerte de mi madre, quien, supuestamente, los había ayudado en sus propósitos.

Al final sólo quedaron los hijos, quienes, a pesar de no tener culpa de nada, eran portadores de las enfermedades de sus progenitores. Nosotros: mis hermanos y los de Sancho. Y mi hijo, y el de Blanca, no serían más que eso: las piedras que se enganchan en los engranajes y terminan por romperlos. Y también, aunque yo no lo supiera, el hijo de Inés, de la otra, de la que cayó por la ventana empujada por la mano de mi amante, de Rodrigo.

—Fue él, fue Rodrigo el que los tiró por la ventana.

Mis pasos comienzan a retroceder. Blanca sigue sin inmutarse. Medio desnuda en su celda. Me recuerda a una medusa que se queda varada en la playa.

—¿Qué decís? ¿Cómo lo sabéis?

—Me lo dijo la cocinera —responde— antes de morir. Mientras la llevaba al cadalso me lo contó todo.

—¿Vigila?

—Sí, Vigila —asiente.

—Y ella, ¿cómo lo sabía?

—Lo escuchó.

—¿Rodrigo? No lo entiendo, ¿por qué tendría que hacerlo, por qué tendría que matarla?

No me mira. Sus ojos permanecen obstinadamente clavados en el suelo.

—Porque era la amante de la reina: doña Juana.

«Juana Manuel —pienso—, la hermana de Constanza». La mujer de Enrique. La reina, ilegítima, puede, pero reina al fin y al cabo. El círculo se cierra todavía más. «¡Qué bajo habéis caído, querido Sancho —me digo—, acostándoos con la reina para hacerlo ahora conmigo, simple súbdita de su majestad!».

—No os quiero contar lo obvio, Beatriz, vos sabéis que las amantes del rey Enrique son tan numerosas como conocidas.

Esto traía a Juana por el río de la amargura. No era que lo quisiera, que ya sabéis cómo son estas cosas: un matrimonio de conveniencia, hijos al canto, descendencia y en eso se acaba todo. No eran celos tampoco, no creáis. Su odio a los hijos ilegítimos de su marido tenía otro derrotero. Os recuerdo: corría el año 1366 y, si lo pensáis, Enrique acababa de matar a su hermanastro en Montiel y por lo tanto había sido proclamado rey. Hasta ese momento a Juana le había dado igual que su marido se acostara con quien quisiera, al fin y al cabo, los hijos que tuviera con otras serían como los suyos: bastardos sin más posesiones que un pequeño condado. Y además, ella hacía lo propio. Pero de pronto su instinto de madre pato preocupada por sus patitos se antepuso a todo lo demás. Tuvo miedo, más que por ella, por sus vástagos. Todos aquellos hijos bastardos con los que Enrique había ido regando el mundo podrían convertirse cualquier día en un peligro para su propio hijo: Juan I, y su acceso a la corona. Tenía el mejor ejemplo a su mano de que esto no era una posibilidad remota. Si Enrique se convirtió de la noche a la mañana en rey, fue porque acababa de eliminar a Pedro y no por otra cosa.

»No podía permitirlo. No sabía cómo, pero tenía que deshacerse de todos aquellos que podían luchar contra el derecho natural de su hijo. Su instinto de madre, alentado por Rodrigo, tal y como hizo conmigo, se sobrepuso a cualquier escrúpulo. Y aceptó lo inevitable, antes que nada, ella estaba en el mundo para velar por los intereses de sus hijos. Acabaría con todos y cada uno de aquellos hijos de Enrique. Los mataría. A todos.

—Y Vigila, ¿por qué lo sabía?

—Porque sus compañeros tenían razón, era una chismosa y ya sabéis que lo de que los muros de los castillos son gruesos no es más que una entelequia, una ficción. Todo se termina sabiendo, sobre todo si hay alguien que quiere escuchar.

»No sé qué motivos impulsaban a Rodrigo a alentar la muerte de todos esos niños. Quiero pensar que esta vez sí que estaba enamorado de la reina y que velaba por los intereses de su amante. Quién sabe, puede que incluso Juan y todos sus hermanos fueran hijos del propio Rodrigo y no de Enrique.

Negué con la cabeza sin llegar a interrumpirla. En mi mente comenzaba a aclararse el papel que había interpretado Rodrigo en toda la historia y su personalidad se me revelaba, por fin, tan clara que provocaba náuseas. De pronto entendí por qué mi amante se acostaba con todas aquellas que podían protegerlo y el porqué de su fijación con los niños: como el mío, el que pronto habría de nacer.

—Sea como fuere, Juana aceptó que todos esos ilegítimos tendrían que desaparecer. Pero escuchad con atención, Beatriz, se nombró a los niños. Nunca se habló de las madres. «Juana ya sabría encontrar los medios para librarse de ellas —dijo—, sin tener que utilizar la técnica —que así lo llamaba— del asesinato». Siendo reina, el destierro o cualquier otra forma menos agresiva resultaba fácil.

»El primero tenía que ser el más complicado de todos, así lo habían convenido: aquel que menos se separara de su padre, que viajaba con la corte a todas partes y que incluso jugaba con sus propios hijos legítimos. Pedro, se llamaba, como el rey desterrado. Curioso, ¿verdad? Se podría decir que se trataba del niño de los ojos de Enrique. Sólo tenéis que ver la tumba que el rey mandó construir tras su muerte para haceros una idea de su cariño. La madre, según se rumoreaba en el palacio, era su propia aya. No sé lo que habrá de cierto en esta habladuría, pero la verdad es que el rey la trataba con una deferencia especial, más rara que otra cosa.

Decían que no estaba enamorado, que era algo más, que en verdad había sido embrujado, que le habían robado el alma, ¡yo qué sé! Porque esa mujer no era como todas sus amantes, ricas y de buena posición, que ya sabéis lo sibarita que es su majestad para estas cosas; sino que venía del campo y, antes de dedicarse en cuerpo y alma al cuidado del niño Pedro, había incluso trabajado en la cocina. Allí había coincidido con la propia Vigila.

»Inés, se llamaba Inés. Es vuestro fantasma, ¿verdad? —asiento—. Y la misma Vigila me contó que era rara, que siempre miraba a todo el mundo por encima del hombro, pero que nadie se atrevía a decirle nada porque no tenía sombra y eso los asustaba. Bruja, la llamaban y tocaban madera cuando pasaba a su lado. Se decía que si te rozaba el vientre, se te retiraría el menstruo. Que era su tributo con el diablo porque había hecho un pacto con él para conseguir el amor del rey. Por si acaso, las mujeres guardaban una cebolla bendita en su faltriquera.

»La noche de su muerte fue en realidad la única que los reyes, con su séquito, pasaron en el alcázar. Venían de Burgos, donde precisamente acababa Enrique de ser coronado como señor de Castilla y al día siguiente continuarían el viaje hasta Toledo para que este pueblo hiciera lo propio. No tenían pensado quedarse más de unas horas: lo suficiente como para que las monturas descansasen y volver a partir, con la misma celeridad con la que habían llegado.

»Me dijo la cocinera que se oyó un grito. Retumbó en todas partes. Incluso en las cocinas, y ya sabéis lo profundas que están y el ruido que suele haber allí, sobre todo en las horas de las comidas. Vigila me contó que estaban preparando la cena, que charlaban, pero que el chillido se filtró por entre el enrejado del techo y les heló la sangre. Esas fueron sus palabras. El grito había sido sobrenatural. Como si la tierra se abriera y salieran de ella todos los demonios.

»Como es de suponer, echaron a correr al punto. Y se cruzaron con todos los caballeros y todas las damas que también salían de la capilla donde habían estado dando gracias a Dios por la jornada. Juntos, en tropel, fueron hasta la ventana de la Sala del Solio. “Algo les impulsaba a ir allí, un misterio divino”, dijo la propia Vigila, una fuerza mayor que su propia voluntad. Era demasiado tarde: los dos cuerpos ya reposaban abajo, en el cruce de los dos ríos. Y era, me comentó, la escena más macabra que viese jamás. Una fiebre colectiva se apropió del ánimo de los testigos. Parecía que la muerta los hubiera maldecido antes de precipitarse al vacío. De cualquier modo, su presencia todavía se notaba, flotando en el ambiente. Nadie se comportaba de un modo normal: las mujeres chillaban histéricas; los hombres también, como ratas. Hubo tirones de pelo, desmayos, apoplejías. Se pisaron, se abrazaron, se cogieron de los brazos sin importar sexo o condición. Incluso el sacerdote, con la hostia de la misa todavía en la mano, se la tragó (y el pan, me aseguró, se le veía pegado a los dientes) y comenzó a llorar: “No, ella no, no tenía que haber muerto”, decía. El rey pidió estar solo. “Subidme al niño y dejadme.” Y añadió: “Mañana marcharemos al amanecer, como estaba previsto”.

»Nadie supo quién lo había hecho. El rey pagó lo suficiente como para acallar su conciencia por abandonar a su hijo sin asistir siquiera a sus funerales. Lo despertaron al sonido del primer gallo, como había ordenado, y subió a su cabalgadura. Le esperaba una corona y no podía demorarse en un lugar como aquel que ya nada podía aportarle. Juró que nunca volvería al alcázar, a ese castillo maldito, ésas fueron sus palabras, las dijo lo suficientemente en alto como para que todos las oyeran. Creía que, de este modo, se libraría de la mala sombra que lo perseguía. Sin darse cuenta de que en realidad el asesino viajaba junto a él y todavía se atrevía a llamarse su amigo. Rodrigo, don Rodrigo de Verdolaza.

»Esa misma noche, mientras el rey velaba el cuerpo de su hijo, otra escena de muy diferentes características tenía lugar en otra ala del castillo, creo que en el tocador, pero no me hagáis mucho caso. Las palabras de la reina se oían en todas partes. Vigila, que sospechaba lo que había ocurrido en realidad, que ni Inés ni el niño se habían tropezado, tal y como les dijeran para que volvieran a sus tareas, no dudó en perseguir a los amantes. Sospechaba que, cuando ya todos durmieran, pasado el primer momento de desconcierto, y amparados por las sombras, se reunirían y que por fin podría enterarse de todo.

»Sus expectativas no se vieron defraudadas. La sombra que era él embozado salió de su cuarto, deslizándose pegado a las paredes y se dirigió al de su señora. Ella lo siguió y, tras cerrar la puerta, acercó su ojo a la cerradura. Prestó atención. Estaba acostumbrada a hacerlo.

»De este modo se enteró de que Juana era en realidad inocente y que una vez más había sido Rodrigo quien, como una verdadera puta de Babilonia, y tras utilizar a la reina para sus propósitos, los había asesinado a los dos. Eso le dijo la misma reina, así lo llamó: “Puta de Babilonia”. Le preguntó que cómo se le ocurría. Que no lo habían planeado de ese modo, que era un alma sangrienta y que la había colocado en una situación muy delicada. Él replicó que lo había hecho por ella. La reina no le creyó, le dijo que no sabía por qué tenía tanto interés en librarse de Inés. “No era el niño, ¿verdad?”, le preguntó. “No era del niño de quien queríais libraros.” Le interrogó sobre si también él se acostaba con ella, con la muerta. “Al fin y al cabo —completó—, lo hace la mitad de la corte.” Rodrigo no replicó. Entonces los chillidos de ella se hicieron todavía más audibles. “Me habéis utilizado, sólo he sido el instrumento para acostaros con quien queríais. Toda esa historia de que los hijos de mi marido arrebatarían el poder a los míos era una falacia para que os ayudara, ¿no es cierto? Fuera —le gritó—, lárgate de mi vida.” Le dijo que no quería volver a verlo. Él le contestó que no podía evitarlo, que estaba en el séquito de su marido y que con él seguiría, que no con ella, porque estaría con el rey para siempre. Ella le amenazó con denunciarlo. “Se lo diré todo a Enrique”, dijo. Y él hizo lo mismo: “Yo también le contaré vuestros planes de matar a todos sus hijos, a ver qué le parecen”. Quisiera o no, “los dos estaban metidos en todo aquello”, le replicó. Y si caía, ella caería con él. La reina, a regañadientes, tuvo que aceptarlo. “No me volveréis a tocar”, le dijo amenazante. Y él: “Está bien”, con absoluta tranquilidad.

»Juana, indignada por completo, salió de la alcoba donde se encontraban y se encontró, ¡oh, sorpresa!, con la cocinera apoyada en la puerta. Ni la miró. Siguió andando con toda la dignidad que podía, consciente del par de ojos que la observaban. Rodrigo se sentó en una silla y rodeó su cabeza con sus manos, por lo que no vio a la mujer que cruzaba la puerta para dirigirse de nuevo a las cocinas.

»La reina nunca le dio demasiada importancia a que aquella sirvienta lo hubiera escuchado todo. Al fin y al cabo, era reina y seguiría siéndolo hasta que la muerte la separara de su marido. ¿Quién podría creer los delirios de una cocinera solipsista? Y, sin embargo, a Rodrigo sí que tuvo que importarle. Ya sabéis lo que odia dejar cabos sueltos, la cocinera, antes o después, podía transformarse en un peligro. Si no la mató antes, fue porque no estaba avisado de que unos oídos extraños se habían enterado de todo.

»La cocinera lo intuía. Supo, a diferencia de nosotras, que detrás de su apariencia angelical, ese hombre era peligroso, que no temía traficar con la muerte y asesinar a quien hiciera falta para lograr sus propósitos. Y tuvo claro desde el principio que, después de averiguar todo aquello de Inés, si quería conservar la vida, tenía que mantenerse separada de él. Era una superviviente nata. Así que, cuando el cortejo partió al día siguiente, decidió quedarse aquí, cuidando de que el alcázar se mantuviera en funcionamiento, eso dijo. Y a nadie pareció importarle (ya os he dicho que no era muy querida). Pensó que así estaría a salvo, que Rodrigo no regresaría porque Enrique tampoco lo haría y como él mismo había prometido: “Siempre estaría con el rey”. Pero se equivocó.

»A1 cabo del tiempo, siete años exactamente, Rodrigo volvió. Y lo sabía, por fin se había enterado de que, en aquel plan tan perfecto, un cabo se le había escapado. Juana, quién sabe por qué o bajo qué presión, había tenido que contarle lo de la cocinera curiosa. Y a pesar de todos los años pasados, de que ya nadie se acordara de la muerta, Rodrigo quería cerrar aquella historia de un modo completo. En eso se parece un poco a vos: odia dejar cabos sueltos. Y para ello tendría que desembarazarse de algo tan tonto como una plebeya. Volvería a Segovia y finiquitaría el pasado por fin.

»Vigila era consciente: cuando lo vio aparecer de nuevo por el castillo, se dio cuenta de que él había vuelto para acabar con ella y que sólo era cuestión de días que la encontrara y que ideara el modo de terminar con su vida sin que se notara demasiado. Temía que en cualquier momento pudiera lanzarse sobre él el Tribunal de Corte, que ya sabéis que esto ya no es lo que era, y hoy en día a los nobles los oidores los juzgan como si fueran vasallos.

»Le pregunté por qué no había huido antes si sabía cuáles eran sus propósitos. Me contestó que porque me tenía a mí para protegerla. Que mientras me ayudó se sentía a salvo. ¡Pobre ilusa! No me preguntéis por qué, pero eso me dijo. Continuó: “Pero ya no, mi instinto me dice que el momento de escapar ha llegado”.

La miré con desaprobación. Una vez más, Blanca había traicionado a quienes confiaran en ella. Por conseguir lo que pretendía, se había llevado por delante a quien hiciera falta. Y, sin embargo, me daba pena. Eso la diferenciaba de Rodrigo. A ella la comprendía; a él, consciente ya de sus verdaderas intenciones, de por qué su necesidad de cerrar la historia —en palabras de Blanca—, sólo podía detestarlo con todas mis fuerzas.

—Por eso me pidió (mientras la llevaba al matadero) que por favor la ayudara a salir del palacio. O por lo menos la escondiera. No la escuché. «Esta mujer, me decía, tiene que morir: es la única barrera que me separa de Sancho». Me cegaba mi deseo. Y yo, aunque no fui quien la asfixiara, fui en realidad la culpable de su muerte, la empujé a los brazos de Rodrigo. Adiós, Vigila.

Y se persignó de nuevo sobre su pecho desnudo.

De pronto se me abrieron los ojos. Todo tenía sentido por fin. Los flecos que quedaban eran escasos. Pero poco tardaría en averiguarlos: Rodrigo respondería ante mí y si mis sospechas se veían confirmadas, pronto tendría que hacerlo también ante el rey en persona. Ninguna Audiencia, ningún alcalde de Corte lo absolvería jamás. Su delito era peor que mortal. Se merecía un castigo más grande que la propia muerte.

Pensar en ello me provocaba delirios.

Antes de marcharme de una vez, pregunté precisamente sobre una de las pequeñas dudas que todavía palpitaban en mi mente deseando apagarse. Y la respuesta, a pesar de lo elusiva que era, me mostró de un modo brutal (el único que en realidad hubiera podido impactarme) una realidad que hasta entonces me había negado a ver:

—¿Y Sancho? —pregunté—. ¿Por quién os dejó? ¿Quién era la otra?

Y ella contestó:

—Beatriz, lo sabéis perfectamente.