La muerte es sincera.
Ya mi padre ha muerto y es como mi madre, su presencia no corpórea, el recuerdo que persiste, intangible, sí, pero que lo llena todo. Tan ancho su espectro que a veces ahoga.
Los últimos días de mi padre fueron tranquilos. «Voy a morir», dijo. Y poco tardó en hacerlo. Se terminaba, se consumía como una fruta, desde dentro, en esa rutina suya que ya no era más que el producto de la inactividad. En el fondo mi padre fue siempre un animal de tiro.
Cuando comenzó a gobernar buscaba el poder allá donde fuera, a cualquier precio. Poco bastaba. Todo tenía que ser suyo. Aunque en realidad, se me ocurre ahora, mi padre no ansiaba más que los obstáculos en sí mismos: era un coleccionista de dificultades. Cuanto más obtusa se hacía la consecución de sus propósitos, más empeño ponía en ellos. Disfrutaba del decurso, de las asperezas, que limaba a golpe de mandoble la mayoría de las veces. Y luego, cuando por fin obtenía su ansiado fin, casi podía decirse que se olvidaba de él. Había perdido todo su interés. Amaba la lucha y odiaba de igual modo la derrota que la victoria. De ahí quizá su fama de frío, de calculador. «Señor, hemos perdido», podían decirle. Y él, sin aspavientos, agita la mano. «Bien», dice. Y eso es todo. Cuando se equivocaban. No era valiente, no era fuerte, no era metódico. No se recreaba en lo que obtenía o perdía. Anhelaba el enfrentamiento ferozmente, con desesperación. Su voluptuosidad en la venganza sólo respondía al impulso de zanjar lo que osaba oponérsele. Si le decían: «Señor, hemos perdido», él no montaba en cólera porque en realidad disfrutaba de la derrota. Un problema a su altura. Se devanaba entonces el cerebro durante días encerrado en sí mismo hasta dar con la solución. Y cuando por fin la llevaba a cabo y triunfaba, entraba en un estado de apatía tal que más pareciera desencanto. El reto al final no había sido tan grande. Y él, decepcionado con todo, sobre todo consigo mismo por haber dado tanta importancia a algo en el fondo tan nimio, se sentaba en el trono y se limitaba a comer, mecánicamente, lo que le trajeran. Por las noches venía a mi encuentro y se quedaba dormido enseguida. Y así, hasta encontrar un nuevo, llamémosle, objeto de deseo donde depositar su fiereza.
La venganza de mi madre terminó siendo para él un simple acto de justicia. Una vez cumplida, perdió todo interés. Y quizá fuera mejor así: no hubiera podido soportar escucharlo una y otra vez —como hacía el abuelo—, narrando la batalla de cómo muriera uno y el otro después. No hubiera podido aguantar, narrado de sus labios, la distorsión de la historia que yo misma había presenciado. Escucharlo así, recreándose en un acto que todavía hoy me parece de bárbaros, y no de reyes.
Mi padre perdió incluso el interés por reinar.
Con el tiempo, ese poder se adueñó de él, hasta apropiarse de su cuerpo entero y de su alma. El lastre que se ciñera a las espaldas había terminado por confundirse con su propia piel. «Soy señor y rey», decía, y más sonaba a necesidad de convencerse que a verdadero placer. En el camino se habían quedado dos mujeres, un padre y a saber cuántos hijos. «Todos precio de guerra», habría dicho, de haberle preguntado.
Su vida como soberano, a pesar de pequeños escollos, no le producía mayores sobresaltos. Lo que quería, por muy descabellado que fuera, lo tenía al alcance de la mano. Mi padre se aburría. Inventó guerras que terminaron por cansarlo de igual modo. La táctica, la necesidad ofensiva o defensiva, la búsqueda permanente de aliados o caballeros fieles, de nuevos ejércitos, armas más potentes; dejaron de pronto de tener interés para él.
Posiblemente hubiera renunciado al trono, de haber podido. Pero se decía: «Si Dios dispuso que fuera rey, ¿quién soy yo para negarme? No nací labriego, ni sacerdote. Sino rey. Y he de ser el mejor».
El planteamiento era incuestionable. Cualquier teólogo se hubiera plegado ante él. Cualquier buen cristiano, en realidad. Menos mi padre. Así se justificaba, supongo. Porque a pesar de que amase los retos por encima de todas las cosas y de que su papel como gobernante no le diera mayores alegrías, renunciar a él hubiera sido un precio demasiado alto, tanto que no lo podía asumir: el malogramiento de toda su vida, aquello por lo que siempre luchó contra su padre, cuando hizo falta. Incluso, añadiría, la fuente de la que emanaba su necesidad perpetua de superación, de enfrentamiento. El saberse por encima de todos los demás le otorgaba la confianza suficiente como para poder hacer frente a cualquier dificultad. Se amparaba en Dios porque le resultaba fácil y conveniente, no porque creyera en él.
La religión, en realidad, no era más que el arma del gobierno, la manera más fácil y cómoda de encauzar a los súbditos para que hicieran lo que él, su monarca, quería con promesas de beneficios que ni siquiera tenía por qué cumplir. «¿Para qué —debía de preguntarse— ofrecer dineros, alimentos, mejores vestidos si con la promesa del cielo consigo mucho más? ¿De qué serviría? Se reclutan más ejércitos con la palabra de Dios que con el sonido del oro. Y la muerte siempre es por una causa noble, existe una recompensa mucho más apetecible esperando tras ella: el paraíso prometido, el edén. Un hombre que lucha por religión, siempre lo hace más ferozmente, pues no tiene miedo. Dios se lo quita. Sin embargo —añadía—, alguien al que se le paga por guerrear, no piensa en morir por cumplir con su señor (como debe ser). Rehúye la muerte como la peste, incluso evita el enfrentamiento si no es estrictamente necesario. Cobarde —dice, y suspira—. ¿De qué le servirían entonces sus salarios si muere y no los puede gastar? Tiene que mantenerse vivo para poder disfrutarlos, es un hecho. Aunque pierdan sus ejércitos, aunque su rey se hunda en la deshonra. El hizo todo lo posible, contestaría mientras se acerca a la taberna más cercana a malgastar lo que mal ganó».
«Un clero que favorece a su rey —decía— es la mejor manera de imponer la voluntad real sin tener que hacer concesiones».
Estas ideas suyas le provocaron no pocos enfrentamientos con la Iglesia. Ésta, consciente de su papel, no dudaba en aprovecharse. Pedían y pedían prerrogativas, monasterios, nuevos impuestos. Mi padre, tan generoso, decía a todo que sí, pero luego capeaba sus afanes usureros, haciendo concesiones que muy pocas veces resultaban importantes. Al final, los sacerdotes acababan siempre defraudados. Ponían la voz en grito, mentaban a Dios, al diablo y juraban tomar represalias. Se sentían engañados (porque lo habían sido). Y, aunque les interesaba llevarse bien con la corona, no dudaban en utilizar todas sus artimañas por arrebatar un poco de ese poder al que mi padre se aferraba con tanto catolicismo. Su relación era de necesidad y también de amor odio. Porque, aunque el clero se lo negase, la figura del rey les imponía tanto respeto que eran incapaces de condenar sus pecados. Igual que mi padre veía en ellos la personificación de lo que él siempre hubiera querido ser: un embaucador nato que era admirado y pagado por ello.
Teníamos siempre a nuestro alrededor lo que mi padre consideraba espías papales que tomaban buena nota de todo lo que hacía o decía para luego cobrárselo de un modo u otro. Pero Pedro, que otra cosa no, pero manipulador podía serlo tanto como ellos, se amparaba en la interpretación de las Sagradas Escrituras, en una retórica en la que citaba a tantos santos y mártires que era imposible discernir quién había dicho qué. Con lo que al final resultaba imposible cogerlo en un desliz o, si lo hacían, había retorcido tanto los argumentos que, al final, hasta el más leguleyo de los clérigos acababa por darle la razón y casi pedirle disculpas por haberse atrevido a dudar de él.
Reconocía, sin embargo, la necesidad de un buen cura («como de un buen vino o de una buena mujer», se reía). Incluso los admiraba. No había día que no fuera a misa y lo hacía con verdadera devoción. A pesar de ser tan parco en palabras, mi padre se descubría ante los buenos discursos. Por ello que pusiera todos sus sentidos en la homilía y que la comunión no le pareciera más que un mero trámite.
Mi padre, que se iba a morir.
Recuerdo el día que me regaló la cadena. Me dijo: «Toma, Beatriz». Se la descolgó entonces entre sus dedos índice y corazón. Los eslabones eran gruesos pero ensamblados con tal maestría que resultaba difícil averiguar dónde estaba la juntura. Y al final de ellos, colgando como una lágrima, una perla, tan perfecta en su redondez que parecía que había sido trabajada como la arcilla: haciéndola rodar hasta que no quedara ninguna arista. Y el brillante, puro como la pupila del ojo que alguien extrajo de su cuenca.
«Toma», me dijo. Y en su voz había un poco de alegría contenida. Él, siempre tan comedido en sus emociones (porque son símbolo de debilidad y como rey, y como padre, y como amante, uno ha de mantenerse en su postura, no dejarse llevar por arrebatos). Y quizá también había orgullo. Pero orgullo de sí mismo, por haber encontrado una joya tan perfecta o haber sido capaz de conseguir suscitar en mí algo que apenas vislumbrara dos o tres veces antes: mi atención y, lo confieso, también un atisbo de sorpresa.
Hacía años que compartíamos lecho.
Había visto su cuerpo envejecer al mismo tiempo que el mío maduraba. Sus movimientos, sus respuestas, sus arranques o vacilaciones: todo era demasiado previsible. Podía trazar a la perfección la línea descendiente de sus pelos en la espalda, el pliegue de su tripa sobre el pubis, los huecos de sus costillas, el arco de sus hombros cuando se sentaba sobre sus tobillos para mirarme en aquellos instantes en los que su presencia se me antojaba demasiado pesada y optaba por hacerme la dormida. Sabía por el sonido de su respiración cuándo había algo que le preocupaba o cuándo prefería no pensar. En sus gestos, a pesar de ser tan escasos, tan ajustados a su papel, veía a la perfección que, si se inclinaba hacia delante, es que estaba nervioso; si bajaba la vista o miraba hacia la derecha, preparaba una respuesta ingeniosa; si fruncía los labios, es que es que iba a pronunciar ese «y punto» que ya dijera su padre antes que él (y que supongo que se remonta tiempo atrás, hasta el comienzo de la estirpe de los reyes).
Sus discursos eran precisos, sus observaciones, comedidas y, aunque me pese reconocerlo, pertinaces. «Si puedes no decir una palabra, no la digas», era su lema. Procuraba mantener un tono neutro porque el respeto, según él, no se consigue gritando. Era un derecho de herencia, afirmaba, se nace con él, no se hace. Gritan los caballerizos, los labriegos, los vendedores. Un rey está por encima de eso. Y punto.
No hablaba nunca de lo que sentía. Era casi como si se avergonzara de tener sentimientos, de que a veces sus apetencias pudieran superar a su sabiduría o a su prudencia. Hacer gala de ciertos rasgos de humanidad llegaba a desesperarlo. «Dios no es misericordioso —decía—, porque Dios no siente. La misericordia, como la ira o cualquier otro impulso debe ser condenado. Dios es perfecto, Dios es razón pura. Dios no atiende a caprichos, a deseos, a cambios de actitud. Lo sabe todo, lo ve todo, todo está previsto para él y si juzga, Beatriz, lo hace con la mayor frialdad. Sólo siendo perfectamente frío se es justo. Los sentimientos matan la capacidad de análisis, te obnubilan, te ciegan, te impulsan a cometer errores que, para un rey, pueden ser fatales».
Los habitantes de palacio crearon en torno a él un halo casi místico: sus silencios dijeron que se debían a un conocimiento no sólo de esta vida, sino de la próxima (¡incluso «visionario» lo llamaron!). Sus decisiones venían inspiradas por el mismo Señor. Todo aquel espectáculo de mi madre sacada en volandas de su ataúd o el ajusticiamiento de quienes fueran sus asesinos mientras cenábamos, les parecieron a sus ojos pacatos un plan divino que, por tener precisamente esta naturaleza, se escapaba d< toda comprensión. No intentaban comprender los motivos que impulsaban a mi padre, recurrían a la fe ciega —que era lo que mi padre buscaba en realidad—. Si bien eran conscientes de que nunca fue ningún santo (el que se acostara con su hija les reafirmaba esta opinión), le habían otorgado una envoltura sobrenatural tal que sus decisiones nunca fueron juzgadas ni mucho menos cuestionadas. Mi padre disponía a su voluntad. Le pusieron cientos de apodos —casi ninguno ofensivo—, pero al final predominó el de «el Justiciero». Y él sonreía satisfecho al oírse llamar así.
Mi padre, como mi abuelo, era hijo predilecto de Dios —la prolongación de su semilla, llegó a decir—, ¿y quién mejor que ellos para disponer a su antojo, cambiar destinos y vidas sin que sus opciones fueran jamás puestas en tela de juicio? Nadie lo enjuiciaba porque sólo él, el justiciero, tenía esa capacidad.
«Toma, Beatriz». Y esa cadena colgaba de sus dedos como lo que era, una ligadura. La primera en doce años de unión.
Su relación conmigo, en todo ese tiempo, no había cambiado. Sólo había ido perfilándose, suavizando sus aristas hasta conseguir que encajáramos, como dos cubos perfectos.
Nuestras expectativas habían sido siempre las mismas. Si en algún momento él había intentado innovar, crear situaciones sorpresa. Pronto se plegó ante mi falta de entusiasmo. Y supongo que descubrió que era mejor así, sin juegos en los que tener que supeditarnos al beneficio ajeno, sino al placer propio. Si el amor es un juego de equilibrios, lo nuestro —apenas me atrevo a calificarlo— era su perfecta antítesis. Cada uno se procuraba la mayor satisfacción sin tener que preocuparse por lo que el otro sentía o experimentaba, aunque, y gracias al paso del tiempo, al final llegáramos a conocer las experiencias del otro tanto como las propias.
Sin ningún otro tipo de fin; sin la necesidad de tener que aparentar interés por actitudes ajenas que ni nos van ni nos vienen; sin tener que indagar en el de enfrente, preguntarse el porqué de sus respuestas o de sus preguntas, si hay un doble sentido: ha querido decir, dice esto pero en realidad busca lo otro, incluso si me quiere no me quiere, nuestra relación era de una sencillez apabullante. Y quizá por no tener nada que ocultarnos, todo lo sabíamos y lo dábamos por hecho. La complicidad resultaba absoluta porque no teníamos nada que aparentar. Nos reíamos: hubiéramos sido un buen matrimonio, de haber mediado algo más (y no me refiero al amor, que, sin duda, hubiera destruido ese lazo que era más fuerte, más estrecho).
Ya no necesitaba cubrir mis ojos con sus manos, ya no necesitaba llamarme Inés. Se contentaba con pensarlo, imaginarme en la idea que se había hecho de ella. Y yo, mientras tanto, podía encerrarme en mí misma, analizar qué mecanismos se despertaban en mi cuerpo cuando tocaba uno u otro resorte. O podía concentrarme en sus rasgos como un ganadero que vigila sus reses. O simplemente escapar de él, imaginar nuevas situaciones y nuevos lugares siguiendo los caprichos de mi voluntad.
Nada de lo que hiciera podía causarme dolor porque primero estaba yo y luego estaba él.
Su papel, no lo voy a negar, era imprescindible. Pero sólo como impulsor: él provocaba el movimiento; el resto de acontecimientos, la secuencia de actos que venían después, los producía mi cuerpo (y como mucho también mi inefable y tan negada alma femenina).
Nuestras ilusiones nunca fueron tales. Sabíamos lo que había, ni más ni menos. Estábamos en pecado, vivíamos en el. Pero como a la enfermedad, a éste también terminamos acostumbrándonos.
No es cierto que te reconcoma la conciencia. No es cierto que se te grabe a fuego en la carne o que lo sientas como la marca de Caín sobre tu frente. El pecado no marca, no deja una señal, sino que termina siendo parte de ti mismo indiscutiblemente y ya no se buscan ni causa ni fines ni perdones. El pecado de mi padre que se volvió mío cuando acepté que así había de ser por más que me empeñara en negármelo; el pecado con el que comencé incluso a disfrutar y que terminó por transformarse en parte indispensable en mi vida, porque sin él, muchas de las cosas que pensaba, que experimenté o que me llegarían a suceder nunca habrían tenido ni lugar ni sentido.
Podría condenarme por ello, pero llegamos incluso a banalizar sobre el tema. Leíamos la Biblia y 110 para buscar argumentos con los que defendernos precisamente: de cómo el hermano viola a la hermana y cómo luego lo matan. «El no la quiso escuchar —decía mi padre—, sino que, siendo más fuerte que ella, la forzó y se acostó con ella. Luego la odió Amnón con tal odio que el odio con que la odió fue mayor que el amor con que la había amado. Y Amnón le dijo: “¡Levántate; vete!”. Ella respondió: “¡No! Porque este mal de echarme es mayor que el otro que me has hecho”. Pero él no la quiso escuchar». Leíamos como niños que saben que están haciendo algo prohibido y que por ello, se dan cuenta, el placer es mayor. No quiero decir con esto que nos sintiéramos poderosos, superiores a la palabra de Dios. No, la temíamos, como es de rigor, y leer sobre ello nos otorgaba un grado de conciencia que a veces echábamos de menos. Pecábamos y necesitábamos recordarnos que lo hacíamos. Es triste, pero creo que disfrutábamos con el sentimiento de culpabilidad, de miedo.
Y sin embargo, en esos doce años en los que dejé de ser la niña que creciera bajo la falda de las monjas para convertirme en una mujer consciente de su ser, jamás me acosté con otro hombre. Ni siquiera busqué amor, compañerismo, cercanía. La relación que tenía con mi padre —antinatural, incompleta, egoísta— me alcanzaba.
Y respecto de él, creo que no me equivoco. Tras ese nuevo hijo que tuvo mientras nos mantenía bajo la protección del abuelo, no buscó prolongarse en nuevos vástagos, y mucho menos, en otras mujeres. No hubo deslices, podría jurarlo. Lo hubiera percibido y él me lo hubiera dicho. En una relación como la nuestra no había susceptibilidades que herir. Y si alguna vez callamos algo, no fue por temor o compasión, sino por pereza u olvido. «He visto a tal o cual mujer, podía decirme —su gusto por las mujeres, a pesar de todo, era notable—. Y qué bella está, he pedido que la retraten». Y yo asentía sin celos. «Ah», contestaba. «Es cierto, no me extraña que la mandéis pintar». Me miraba entonces, sin curiosidad, porque mi reacción había sido tan previsible que, en el fondo, y aunque no se lo confesara, lo había decepcionado. «¿No os molesta?», hubiera querido preguntar. Pero optaba por no hacerlo porque sabía de antemano la respuesta. «No», hubiera contestado. Y hubiera sido cierto.
Nos hicimos al mismo tiempo confesores y confesantes. No buscábamos perdón ni comprensión, sino un espejo en el que observar quiénes éramos. Nos habíamos transformado en cuerpos que se encuentran consigo mismos, voces que encuentran el lugar donde todo lo que dicen les es devuelto, magnificado. No, no buscábamos comprensión —aunque, sin duda, si había alguien que podía otorgármela, ése era mi padre—, sino un alivio a la soledad.
La vida en palacio, plena de fiestas, de gente que entra, que sale, y otras que están siempre donde deben, convertidas en perros falderos. En la que tampoco faltan comidas y cenas que son repeticiones siempre de la misma. De amistades verdaderas pero prohibidas y otras de pura conveniencia. Una vida así, repleta de comodidades y de boato, era en realidad de absoluta supervivencia.
Nunca se estaba a salvo de la maledicencia ajena, nunca se sabía cuándo se iba a dar un paso en falso y cuándo todo resultaba inútil: una cárcel de la que es imposible salir. Se formaba un complejo sistema de redes que nunca se conocía bien dónde acababan. La cosa más nimia podía desembocar en un problema de enormes consecuencias y, sin embargo, un escándalo tan grande (como podría haber sido la relación entre un padre y su hija) podía llegar a verse como algo natural.
Eramos almas simétricas. Sabíamos cuánto podía dar de sí la relación y en qué momento la cuerda podía dejar de estar tensa para romperse definitivamente. Jugábamos con las cartas boca arriba: nuestro juego era idéntico. Y, a pesar de todo, había pequeñas diferencias de las que los dos éramos conscientes. Las habíamos aceptado porque estuvieron allí desde el origen. Y no por nuestra primigenia —pero sólo en el tiempo— circunstancia de ser padre e hija, sino por cómo empezó aquello: esa noche en la que fue él, y sólo él, quien impusiera su criterio. La violación de la que nunca hablábamos pero que, por más que me lo negara, flotaba en el ambiente, como un muro de humo que, aunque no nos impedía el contacto, creaba una cierta atmósfera de irrealidad.
Mi padre sabía que me tenía a su lado, que siempre que llamara a la puerta, le abriría. Nunca se me cruzó por la mente oponerme a sus deseos —especialmente cuando todavía le pertenecían sólo a él y yo era una simple espectadora—. Pero también sabía que no por aceptada esa situación en la que nuestros roles eran tan divergentes podría ser asumida. Siempre fuimos conscientes de que él me necesitaba más que yo a él. «Te irás —me decía—, te irás con otro». Y yo negaba porque mientras él viviera no sucedería. «No, padre, no me iré». Y él: «Es cierto, podrás quedarte conmigo, hacer lo que yo te pida. Y podrá gustarte incluso. Pero un día todo se acabará y yo seré un recuerdo que palidecerá junto al del nuevo hombre que te busques». «¿Cómo podría —preguntaba yo— buscarme cualquier hombre, padre?», para añadir: «Nunca me dejaréis, nunca me lo permitiréis». «No mientras viva, Beatriz», replicaba. «Pero llegará un momento en el que yo no esté y serás tú la que elijas. Comprobarás así que todo lo que te di no era más que lo que deseabas obtener de mí».
Éramos francos, terriblemente francos. Él sabía que yo no lo buscaba por sí mismo, sino por lo que provocaba. Y eso le dolía.
Podía tener a todas las mujeres del reino, podía incluso engañarlas, obligarlas a amarlo, pero a mí no. Mi amor (como sospecho que también el de mi madre) le estaba vetado. Era su reto. Y quizá, si me hubiera obligado, podría haberme entregado a él tal y como deseaba, amarlo como se debe, sin limitaciones. Y puede que, una vez logrado, su obsesión por mí —que no lo puedo calificar de otro modo— se hubiera diluido. Mi padre, ya lo he dicho, se aferraba a los desafíos. En el fondo, eso era yo. El desafío en su forma más perfecta: por mi culpa se enfrentó a la Iglesia, a sus caballeros, a un reino que podía comenzara cuestionar a su gobernante. Y encima yo le ponía la mayor oposición, la que le incitaba en mayor manera: mediante la pasividad y la sumisión me negaba a entregarme por completo. Lo sabía yo, lo sabía él: estábamos sumergidos en un círculo del que ninguno íbamos a escapar porque ninguno queríamos hacerlo, pero tampoco ceder.
¡Hubiera sido tan fácil quererle y conseguir que todo se terminara!
Y sin embargo, su regalo me emocionó, he de reconocerlo.
Y por ende, también a él. Creyó ver un vislumbre de esperanza en que todo podría cambiar. Pero se estaba muriendo. Y era eso, y no la perla, lo que me movió a esa vacilación en mi postura.
«Me voy a morir», dijo. O «me muero». El tiempo ha borrado sus palabras, pero persisten las sensaciones.
En palacio no se hablaba de la muerte. Estaba mal visto, resultaba de mala educación. Aunque supiéramos que vivíamos para ella, que para ella nos preparábamos. Aunque nos preocupáramos por conseguir las mejores tumbas, de legar a la Iglesia abundantes dineros para misas y plegarias por nuestra alma (cuando, en realidad, vivíamos de espaldas a ella). Y si alguien tocaba el tema, lo hacía sutilmente como broma con sus amigos. O totalmente en serio con el clérigo. Pero nada más. Y mi padre, esta vez, sin necesidad de curas interpuestos, lo había dicho en serio.
Tenía que haber intuido ciertas vacilaciones, ciertos titubeos, ciertas toses fuera de lugar, manchas en su pañuelo —que escondía con demasiada presteza—. Pero preferí no verlo. Fui consciente, como lo era con todo lo que tenía lugar en él, pero giré la cabeza y me amparé en mi solipsismo, en la necesidad que tenía, más que nunca, de estar conmigo misma. Supongo que me asustaba verlo enfermo. Pensándolo detenidamente, quizá no me importaba que muriera porque faltara, sino por lo que pasaría conmigo cuando esto sucediera. Me lo negaba. No podía ser. Pero era. «Me voy a morir», dijo.
Tragué saliva. Es curioso cómo reacciona el cuerpo en estas situaciones. Primero el frío. Se extendió, anegándolo todo. Sabía que tenía que reaccionar, que mi padre, tras su confesión, esperaba que actuara de algún modo. Lo que no podía hacer era quedarme tal y como había estado momentos antes: boca arriba, la vista clavada en el techo, con una mano bajo la nuca y la otra, lo recuerdo perfectamente, apoyada en mi muslo. «Reacciona», me dije. Me encogí sobre mí misma. Y él suspiró.
No pensaba en nada. Y no es que tardara en reaccionar, es que me había quedado vacía de ideas. Giré la cara, no quería que comprobara que en nada se habían modificado mis rasgos. Me avergoncé, incluso. ¿Es esto lo que en realidad sientes por tu padre? ¿Es este frío? Y luego, ¿cómo espera que reaccione?
«Beatriz», me dijo. Y yo: «¿Sí, padre?». Y él, otra vez: «Me voy a morir».
Y de pronto siento deseos de abofetearle, de levantarme de la cama, sacudirle por los hombros y chillarle: «No, no puedes porque yo estoy aquí y ahora tienes que vivir por mí».
Ha comenzado a llorar y sus lágrimas resultan patéticas. Está desnudo y cada vez me conmueve menos, me cansa, «quiero vomitar», pienso. Escondo la cabeza debajo de la almohada.
Y él, como una salmodia: «Me voy a morir, me voy a morir, me voy a morir» (o puede que no lo dijera y fuera yo la que me lo repitiese una y otra vez).
Tose y sus carraspeos son de viejos y todo él, ya huele a viejo, a usado.
Me avergüenzo también de hallarme desnuda. Se está muriendo y se atreve a verme así. Me encojo más, ya no es por frío. Sus lloros continúan, silenciosos. Abre bien los ojos para que las lágrimas fluyan con más naturalidad. Y así, tan abiertos, me recuerdan a los del abuelo cuando nadie quería cerrarlos, tan viscosos los dos, tan iguales.
La imagen de mi padre se iba desmoronando. No, no lo quería —tampoco lo odiaba—. Pero hasta ese momento lo había admirado y de pronto ya, ni eso. Era un viejo que desnudo, sin corona, lloraba porque tenía miedo a la muerte. Y lloraba en mi hombro (que buscaba pero que yo le negaba) porque le recordaba al de otra muerta, o al de una juventud, la suya, que hacía mucho tiempo que había perdido.
¡Tan bien que conocía su cuerpo y tan poco había reparado en él!
Las manchas, las arrugas, las costras sobre bultos inclasificables que quizá sean verrugas o quizá no. Los pelos blancos que surgen por todas partes, incluso en los lunares, tan largos que dan vueltas sobre sí mismos.
Ha comenzado a toser. Se ahoga en sus lágrimas. Una flema se escapa por la comisura de su boca y es verde y es roja. Se avergüenza, él también. La retira con su mano, pero se queda pegada entre sus dedos y los ata, como las patas de las gallinas a las que retuercen el cuello. Y sigue tosiendo, como un perro viejo, las costillas se dibujan cual surcos en su pecho, tan negros en contraste con esa piel blanquísima en la que podría verse debajo, si de verdad quisiera hacerlo, los caminos de las venas y los capilares, la sangre que todavía se empeña en transportar vida. Que se agota.
Estiro la mano hacia mi mesa de noche. El pañuelo, tan blanco, descansa sobre ella. Tan puro en sus formas. Cambio de opinión. Que se limpie entre las sábanas si gusta.
Se muere.
Finalmente.
Me vuelvo a girar, vuelvo a clavar la vista en el techo. «¿Te acuerdas —le pregunto— de cuándo vivía madre?». Y es curioso porque de pronto esa palabra que hacía años que no pronunciara me trae a la boca los mismos sabores que la última vez que la dijera: la acritud, el miedo a no entender nunca el porqué de las cosas. Él tose y llora, pero ya lo hace sin fuerzas, casi por inercia, como si se resistiera a dejar de hacerlo. «Era zurda, padre, madre era zurda. Cosía con la mano izquierda, con la derecha sujetaba la tela. Y ¿sabes?, cuando yo lo hacía con ella me sentaba justo enfrente y procuraba seguir su ritmo. Imitaba cómo torcía la boca, cómo clavaba los ojos en la última puntada. Así podía imaginarme que estaba delante de un espejo. Un espejo futuro, entiéndeme, porque ella era madre y yo, sólo una niña. Madre se apartaba el pelo con la izquierda, padre, sin soltar la aguja. Y el hilo no se rompía».
Se ha quedado quieto. Respira por la boca. Tiene las piernas dobladas y los brazos también plegados, sobre él.
Sé que estoy siendo cruel. Pero quiero serlo. Se está muriendo y no debe hacerlo, no es justo. Me engañó, a mí también. Era como todos. Al final él también se iba a ir. No me recreo en mi crueldad. Simplemente, las palabras fluyen de mi boca porque quiero decirlas y él debe escucharlas. Nunca ha habido secretos entre nosotros. No tiene por qué haberlos ahora. El dolor ajeno nunca nos importó, ese punto estaba claro. Sigo.
«A madre le gustaba pasar el dedo por encima de la llama de las velas. Le gustaba el otoño porque cogía las hojas de los castaños y podía desmenuzarlas sobre su falda. Como las granadas, las granadas también le gustaban, padre. Su animal favorito era el petirrojo y no sé por qué, pero era así. Y ¿sabes?, cuando te caías al suelo te soplaba en la herida y decía que así se iban los demonios que entran por la sangre. También decía que las madres no mienten, pero no era cierto porque mintió: dijo que no tenía miedo y lo tuvo, padre, yo lo vi».
Ya no tose. Ni siquiera oigo su respiración. Sé que, con mis palabras, lo estoy alejando de mí y de mi lecho, que en la convalecencia que aún le aguarda, ya no va a buscar más mi cuerpo. Quiero que lo deteste. Me expando, consciente de mi desnudez, por encima de las mantas. Sigo.
«Cuando estaba concentrada, madre se rascaba la mejilla y canturreaba. Además, cuando se levantaba por las mañanas y apoyaba los pies en el suelo, sus rodillas crujían. Madre comía muy despacio. ¿Sabes, padre?, siempre teníamos que esperarla y daban ganas de decir: “Vamos, madre, mastica, traga”».
Yo también me siento atragantada y no es por comida ni por flemas. Los recuerdos se cruzan y ya no soy consciente de si me lo estoy inventando, si lo que digo es verdad o no. Y quiero hablar de la muerte porque ella lo hacía.
«La muerte, padre. Madre decía que nosotros íbamos a morir. Y que ella sí temía a Dios, que por eso rezaba. Que la muerte se disfraza bajo tumbas de mármoles, bajo inscripciones grandilocuentes, bajo flores y árboles para negar lo innegable: que la muerte es negra y es fea. Así lo decía, padre, negra y fea».
Pienso: «No estoy siendo cruel, no demasiado». Podría haber hablado en ese momento de la tonta tumba que se había hecho construir. Los dos juntos, había dicho, los pies del uno pegados a los pies del otro, para que el día que nos despertemos en la otra vida sea nuestro rostro lo primero que veamos. Pero no lo hice. No quería ridiculizarlo. No. Sólo quitarme ese nudo que está en el final de mi boca y que, de pronto descubro, siempre ha estado ahí.
Busco su mano con la mía. La aprieto hasta que escucho el sonido de sus huesos como el de un cascabel. Crac, suena. No dice nada.
«Ésa es la herencia de madre, padre. Ésa y su muerte. Su cabeza, ¿recuerdas? Madre no me dejaba coger a Dionís. Decía que los recién nacidos son delicados, que le podría aplastar, sobre todo la cabeza. Tenía un cuello gracioso Dionís, tan chiquitito».
«Agua», dice.
Y yo me levanto y salgo de la habitación.
No volverá a repetirse. Mi padre se está muriendo y yo, por seguir la costumbre, porque siempre lo he hecho, porque no sé hacer otra cosa, voy a estar a su lado hasta el final.
Luego, Dios verá.