Me acerqué al rincón donde hasta entonces estuviera él. Me encogí, también, aunque no tuviera frío. No quería mirarla. Me concentraba en la llama, en sus saltos, en cómo el rojo se transformaba en naranja y luego en blanco y en humo.
La respiración de Blanca es pesada, silba al salir de sus labios. Ya no huele a ella, ya no es malvavisco, centeno, miel, sino leche agria. En la quietud de esos calabozos, los olores se perciben a la perfección. También los sonidos: el del agua deslizándose por los escalones, formando charcos justo en donde nos encontrábamos, en ese recodo que parece el final del mundo.
«No voy a hablar primero», me digo —aunque es mucho lo que quiero preguntarle—. Es ella la que me quería ver. Se quita la capucha. Su cara, más blanca, se descubre. Su trenza, tan larga, se cuela entre los barrotes.
—No me echéis toda la culpa a mí.
Callo, obstinadamente.
—Ni a él, ni a vuestro marido; las cosas son como son.
«La excusa de los cobardes», pienso.
—Nadie tendría que saberlo, en realidad. Pero a vos os lo debía. ¡Es tanto lo que desconocéis!
«¡Vaya!, qué considerada».
—Ya me ha dicho Sancho que estáis con don Rodrigo.
«Bien, lo que le faltaba a mi marido. ¿Qué podía esperar de él en realidad?».
—A vos también os engañó, ¿verdad? Pero es imposible no rendirse ante él. Su risa, es eso, ¿verdad? Es como una brisa de aire fresco. Lo pensáis a su vez, ¿no? Claro, todas lo hacemos. Y luego sus manos, que te acarician como si fueras la única mujer en el mundo. Eso es lo que le hace especial: que sabe hallar en ti lo que te distingue de las demás. Te lo pone delante de los ojos. «Es vuestra boca —me dijo a mí— lo que me vuelve loco, Blanca».
Y a vos, Beatriz, ¿qué es lo que os hace única?
Miro con tristeza mi tripa. Ese montículo que no se cansa de acariciar. «Sois vos», me dijo mientras lo besaba. Callo mientras el dolor trepa y se agarrota en mi garganta como la tenia.
—Huele la debilidad. Sabe cuándo una mujer es vulnerable. No sé cuándo se acercó a vos, aunque supongo que cuando yo partí. Es como un tábano, os lo juro. Conmigo lo tuvo más fácil: Sancho me había echado de su lecho y yo estaba destrozada. Lo quería. Y se lo dije: «Sancho, yo os quiero». Y él: «Pues yo no. Por favor, Blanca, que estoy ocupado».
—Siempre igual.
—No, no le echéis la culpa. Él lo creía, creía que me quería, pero no lo hacía en realidad. Yo le daba todo lo que me pedía y ése fue mi error. También creer que, aunque no del mismo modo, él me correspondía. ¿Sabéis qué? Me he dado cuenta de que el amor, como el veneno, en cantidades muy grandes, mata.
El suelo está cubierto por una arena muy fina, el poso, supongo, de años de desgastarse la piedra. El interior de su celda recuerda a un pesebre. Las pajas se asoman por debajo de los barrotes. Me duelen los ojos, los cierro.
—Pero no os engañéis. El amor de Rodrigo es mucho más cruel que el de vuestro marido. Supongo que no soy nadie para intentar mostraros la realidad, pero, bueno, ¿qué puedo perder? Siempre hemos sido francas la una con la otra. No serlo en este instante no tendría razón. Don Rodrigo ama con los sentidos. Y cuando digo ama, me refiero a hacer el amor. Supongo que ya lo habíais supuesto. Es el perfecto estratega. Transforma el cuerpo de la mujer en un campo de batalla. Rastrea los puntos débiles, traza posiciones y ataca allí por donde se es más vulnerable. Sé lo que me digo, Beatriz, he tenido mucho tiempo para meditar sobre ello. Rodrigo conoce la manera de sacralizar el momento. En contraposición con vuestro marido, quiere que seamos conscientes de todo. En Sancho hay necesidad de olvido. En Rodrigo, sin embargo, hay completa necesidad de conciencia. El amor tiene en él cierta apariencia de ingravidez, de irrealidad. Da sensación de venerar el cuerpo ajeno, de volcarse en el otro mientras que Sancho parece reconcentrarse en sí mismo y que lo demás le resultara ajeno. Nada más falso. Vuestro marido busca llegar a su amante través de su propio cuerpo. Rodrigo, al revés, ni siquiera busca llegar. Es la perfecta pantomima. Te sonríe, te acaricia, te recorre cada pliegue de tu cuerpo murmurando: «Te amo, te amo». Y piensas: «Soy única». Pero la delicadeza es su refugio. Sancho quizá sea la indiferencia; Rodrigo, la apariencia. Dice «te amo» como si no se lo hubiera dicho nunca a otra. Sancho calla, bueno, y gime, ya lo sabéis. Pero en esos gemidos hay mucha más humanidad que en todo Rodrigo. No hablo, como estaréis pensando, desde el obnubilamiento de la enamorada, sino como aquella que se sabe rechazada y que conoce las causas. Por los dos, no vayáis a pensar. A pesar de que sepa fehacientemente que Rodrigo volvería a admitirme en su lecho si le interesara. Es triste, permitidme que os lo diga, saber qué es lo que falla: tener una mente lo suficientemente fría como para analizar que has hecho todo lo posible y que no ha sido suficiente. Empiezas a preguntarte sobre la justicia del mundo.
Me siento desamparada. Entiendo lo que me está diciendo y no obstante me parece que se encuentra lejana, y que su voz me llega entrecortada. Me fijo en su cara, uno de los barrotes le ha dejado una marca roja en la mejilla.
—Me decían de pequeña: «Los hombres no son buenos». Pero yo en realidad quería ser uno de ellos. Y para ello tenía que comprenderlos. Se equivocan los que dicen que son simples, o quizá no. A veces la simplicidad es más compleja que lo opuesto, lo supuestamente difícil. Como Sancho. Con Rodrigo hubo tantas mentiras que todo funcionó a la perfección. Se fastidió sólo cuando la realidad salió a relucir. Con Sancho estuvo claro desde el principio: no me quería, nunca lo haría. Y siempre fue franco conmigo, no penséis mal. Pero yo me dije: alguien de instintos tan primarios no puede ser tan difícil de modificar. Su patrón de conducta responde sólo a la costumbre. Rectificará, en algún momento, cuando yo sea tan parte de su vida que no pueda permitirse prescindir de mí.
Su voz se ha ido afianzando. Si en un primer momento titubeaba, a medida que avanzaba en su discurso ganó en seguridad. Su tono sigue siendo triste, pero no hay vacilaciones. Lo que dice tiene que decirlo. Y yo debo escuchar.
—No os asustaréis si os digo que siempre he dominado voluntades. Mi secreto no responde a la belleza. Mi olor corporal no es un perfume, mi piel no es suave. Soy más consciente de mis defectos que cualquier otro. Pero poseo algo de lo que vos, permitidme que os lo diga, carecéis: seguridad en vos misma y conciencia ajena. No es empatía, no os equivoquéis. Sólo me importan las personas que me importan. Al resto ya les puede caer un rayo encima. No, es algo que va más allá porque incide sobre todos los demás y luego vuelve a ti: la conciencia de saber qué es lo que los demás piensan. Y comprender entonces cómo van a actuar. Sólo Rodrigo podía entenderme. El había llegado a sublimar tanto la técnica que incluso llegó a convencerme a mí misma. Sí, la ladrona de voluntades siendo robada por un ladrón mucho más hábil. Me descubro ante él, Beatriz, si lo veis, decídselo de mi parte.
Un mechón se ha desprendido de su trenza y le cae por los ojos. No se lo aparta, cuelga, como una araña, balanceándose mientras habla. «Quítatelo —pienso—, no eres así, tú, siempre tan pulcra».
—¡Ah!, el amor. Supongo que me cegó. Lo sabía, siempre lo supe. Algún día sería mujer. Estaba escrito en mi destino. Y me lo negaba. Sabía que me enamoraría. Me lo decían todos: «A todo cerdo le llega su San Martín». «Encontrarás la horma de tu zapato». Pero era más fácil pensar que yo controlaría la situación. Que podría decir, llegado el momento: «Basta, aquí se acaba todo, encantada de conocerte». Porque el amor, me lo habían dicho, corta como un cuchillo. Pero pensaba que no, a mí no, no dejaría que mis sentimientos vencieran a mi voluntad. Pero lo siento, me enamoré, como no tenía que haberlo hecho, del hombre que menos me convenía: del alma más simple y más infantil que jamás encontré. Sancho, tu Sancho. Y mi madre, ¡más razón que un santo! «Los hombres no son buenos, hija, mira a tu padre». Y por culpa de mi enamoramiento perdí toda mi influencia: ya no era yo la que observaba, sino que, por primera vez, estaba por encima la necesidad de sentirme observada. Y mi confianza fue menguando a medida que descubría que él no podría quererme. Me lo decía: «No, no os quiero». Yo me enfadaba, decía que no querría volver a verlo, y me daba la vuelta en la cama. Siempre se dormía él antes que yo. No le pesaba en la conciencia. No me quería, por ende. Tenerme era cómodo, primario: la mejor manera de satisfacer sus instintos, su necesidad de compañía con alguien que está ahí para que él, en cuanto lo necesitara, pudiese llamarme. Y lo peor es que a mí, en cuanto lo hacía, se me iban todas las congojas. Había otra, lo sabía. Luchaba con un fantasma. Y tenía la guerra perdida de antemano. Pero no por ello dejaba de desesperarme cuando no me miraba ni de alegrarme, hasta límites extraordinarios, inimaginables incluso para mí, cuando reclamaba mi presencia. En el fondo siempre pensé que quedaba algo de esperanza.
Busco su mano entre los barrotes. Está fría, y húmeda, a trozos, como si se hubiera limpiado alguna lágrima sin que yo sea consciente.
—Utilicé todas las armas que tenía a mi alcance. Sofistiqué tanto mis artes amatorias que cualquier meretriz se hubiera sonrojado a mi lado. Probé los enfados, la amabilidad absoluta. «Una de cal y otra de arena», me decía. Le permitía total libertad. Alejé los celos, porque es bien sabido que no hay nada que los hombres odien más. Le arengaba, incluso, a que compartiera la cama con otras Y siempre su respuesta lacónica: «Está bien, si así lo queréis». Era como golpear un muro con los puños.
Lo hizo, se soltó de mi mano y comenzó a golpear la pared. Cuando paró, pequeñas líneas sonrojadas parecían haber creado sonrisas en sus nudillos.
Atrapé de nuevo su mano. Siguió.
—¡Todo! ¡Hice todo lo posible! «Si mi cuerpo no bastaba —me dije—, tendré que utilizar otras armas». Cualquiera. El veneno si fuera necesario.
«El veneno, por fin habla de él».
Agita la mano, como si quisiera espantar algún pensamiento.
—Cuando era pequeña todos mis amigos eran chicos. Y jugábamos a la guerra. Yo era el rey, mandaba a todos. Cada día teníamos una aventura. Al principio eran menos importantes, simples trastadas, ya sabéis, serrar la pata de alguna silla, esconder la ropa de nuestros mayores. Pero luego, empezamos a ir más en serio. Era la manera que teníamos de demostrar nuestra valía, de reafirmar la idea de que estábamos creciendo, que ya no nos podrían decir: «Niños, son conversaciones de adultos, id a la cama, que ya es tarde, dad un beso a la abuela». Creamos la camarilla del vómito: consistía en vomitar sobre la comida sin que los cocineros se enteraran. Uno hacía guardia mientras otro entretenía a cualquiera que entrara con las excusas más banales, un dedo cortado, un incendio, en fin, cualquier cosa. Nos hicimos verdaderos expertos. No necesitábamos ingerir nada ni meternos los dedos para que la bilis cayera sobre los platos ya preparados para el almuerzo. Ya imaginaréis nuestras risas cuando, después, todos los adultos degustaban lo que nosotros habíamos regurgitado. Nosotros, mientras tanto, tirábamos la comida al suelo. Ni los perros la querían, imaginaos cómo debía de saber. ¡Y qué cantidad de cocineros fueron despedidos por nuestra culpa! Después de cada una de estas aventuras, nos encerrábamos en una habitación y los chicos se bajaban las calzas mientras gritaban como verdaderos bárbaros. Creían que, tras semejantes hazañas, mostrando sus partes se reafirmaban como hombres y ya nadie consideraría que eran niños. Yo, su líder, permanecía apartada. Y cuando me preguntaban: «¿Y vos?». «Yo no —decía—, yo no hago esas cosas». Y no porque me avergonzara mostrar lo que tenía, sino lo que no tenía. Me desesperaba saberme niña. Ver cómo mi pelo crecía y nadie hacía nada por cortarlo. Cada día, después de rezar, me miraba allí donde está prohibido y murmuraba: «Por favor, que crezca, que crezca», decía. Pero, como comprenderéis, permaneció igual. En realidad, supongo, tenía miedo al rechazo, a que llegara un día en el que me dijeran: «No sois uno de los nuestros, largaos». Ya os imaginaréis mi miedo cuando comprobé que mis pechos ya no eran los diminutos bultos rosados que siempre me acompañaran, sino casi el nudo de dos ramas que quieren crecer y que encima duelen. Me golpeaban, justo en ellos, como siempre hicieran y ponía cara de dolor. Me preguntaban: «¿Estáis bien?». Y yo asentiría con cara de sorpresa: «¿A qué os referís?».
Sentía el fuego de la antorcha en mi otra mano. El brazo, durmiéndose y el hormigueo trepar hasta mi hombro. Pero no me moví.
—Y luego la sangre. Como una mancha. Cuando la vi quise gritar. Me restregué. No sabéis con qué fuerza. Yo creo que si sangré más copiosamente, fue de las heridas que me hice. No tenía que estar allí. No era yo la que sangraba. Me dolía con un dolor que ni siquiera era tal. Un puñetazo, una patada. Lo hubiera aguantado mejor. No, era como un dolor fino, insistente, que iba desde mi espalda hasta mi vientre. Era, cómo decirlo, como si alguien estuviera rascando en mis entrañas, a oleadas. Vomité también. Y luego le pregunté a mi madre. «Niña, no seas tonta, no llores, es motivo de alegría. Ya eres mujer». Y yo: «Que no, madre, que no quiero ser mujer. Esta sangre es inútil». «Bobadas, bobadas —replicó—, es lo mejor que tiene la mujer». «Tu sangre, hija mía, es vida en estado puro, nacemos entre sangre, entre la misma que tú expulsarás todos los meses durante tu vida». Y qué queréis que os diga, Beatriz, pero a mí su discurso me sonó manido, como si a ella se lo hubieran dicho en su infancia con esas mismas palabras pero no terminara de creérselo. Hice lo que tenía que hacer.
Ella también, pienso.
—Me vendé los pechos y me cubrí con todo aquello que podía mancharse. Me obligaría, pensé, a amar la sangre. Si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él. La idea consistía en perderle el miedo. «Era mi propia sangre —me dije—, nada más». No había cambiado. Era sólo una herida que nunca cicatrizaría. Sería, a partir de entonces, como un tullido de guerra: alguien al que le falta un brazo, o una pierna (a mí sólo la sangre, cada mes). Tenía que transformar esa pérdida absurda en una hazaña. Y lo conseguí.
De pronto fui consciente de que, aunque yo también la odiara en su momento, ahora la echaba de menos. «Si no estuviera embarazada —me dije—, seguiría sangrando». El niño se come también mi sangre. Blanca seguía hablando:
—Por eso tuve que convertirme en la más cruel de todos, tener las ideas más arriesgadas. Si me temían, nunca me expulsarían del grupo. Así que de los vómitos, pasamos a los campeonatos de muerte. Teníamos que meter la cabeza en una vasija y quien aguantara más tiempo con la cabeza dentro vencía. «Aunque tuviera que ahogarme, aunque me reventaran los pulmones», me decía. Nunca me vencerán. Fueron multitud las veces en las que caí redonda al suelo y tuvieron que romper el barro para sacarme de allí porque yo me negaba a perder.
»O hacíamos un pasillo y uno, elegido a suertes, era apedreado por el resto. Yo también pasé, como supondréis, en multitud de ocasiones, y no creo que la fuerza con la que me arrojaban las piedras fuera menor que con la que lo hacían con el resto. Pero yo siempre decía: más fuerte, más fuerte, ¿es eso todo de lo que sois capaces? Porque me parecía que al verme allí, con las faldas que me colocaba mi madre, como señorita que era; sus manos les temblaban y vacilaban. La violencia, les arengaba, nos redime. Hemos de ser fuertes: en cuerpo y alma. El dolor existe, no lo neguéis, disfrutadlo. Conseguí el dominio a través del terror. Perdí miedo a mostrarme desnuda. Éste es mi cuerpo, les decía.
»Para hacernos más fuertes, comenzamos a envenenarnos. Tomábamos una dosis pequeña, todos los días. Sólo así conseguiríamos ser inmunes. Hubo enfermedades, pérdidas incluso. Murió uno de los nuestros. “Siempre hay bajas en combate”, dije. Ni siquiera mostré compasión en ese momento. “La guerra es así”, les dije. Me tenían miedo y, llegado este momento, nadie denunció a nadie: la violencia y el veneno no sólo nos habían fortalecido, sino que habían creado unos lazos tan fuertes que nadie se atrevía a romperlos.
»Había descubierto que no sólo con la influencia se consigue lo que se quiere. Tuve una buena maestra: la vida, la necesidad de supervivencia. Me armé como sólo una mujer puede hacerlo. La cocina, la costura: todas tareas de mujeres. Pasarse las tardes encerradas en los aposentos, no hallar más consuelo que en algún amante ocasional, dejar que te marquen la senda los hombres que te rodean. Y la muerte. Todo se podía cambiar, el dominio, me di cuenta, estaba en la aparente sumisión. Era mujer y tenía que serlo por completo.
Me río entonces para mis adentros de mis primeras enseñanzas, de cuando todavía creía que ella era una criatura necesitada de protección («la influencia», le decía, cuando ella ya había empezado a utilizarla conmigo).
—Ya no necesitaba proponer ninguna aventura descabellada. Mis amigos habían podido comprobar que podía matar y que ellos no podían defenderse. Una lucha, frente a frente, aparte de sangrienta, es, seguramente, más justa. Me di cuenta de que no necesitaba mandar para que me obedecieran. Descubrí también que mientras ostenté el poder de mando, tuve enfrentamientos. Pero cuando me retiré a un segundo plano, mis órdenes no sólo se cumplían con mayor celeridad, sino que nadie se atrevía a cuestionarlas. Por fin había llegado al punto que quería.
Estaba asqueada. Me dolía la frialdad con la que podía hablar de lo que, a pesar de que todas lo supiéramos, no se debe decir. Blanca había perfeccionado el papel de la mujer hasta sus límites más grotescos. Es cierto que no teníamos otro camino. Nacer ya nos otorgaba una entidad que no habíamos pedido y cada cual desarrollaba sus técnicas de lucha. Pero ella, inconscientemente (o quizá todo lo contrario), había ampliado su dualidad hasta el extremo más rotundo: era un hombre encerrado en un cuerpo de mujer.
—Y apareció Sancho. Y por primera vez había alguien que no me escuchaba, que no me veía. A diferencia de Rodrigo, que lo veía todo, todo. Por más que lo intenté, era sólo alguien cómoda: guapa, lista, limpia, sí. Pero nada más.
»Así que —me dije— si una vez conseguí someter criterios con el veneno, ¿por qué no hacerlo otra vez? Comencé a suministraros una dosis en vuestra comida. Conocía los síntomas: lo que provocaría en vos. Eran todos problemas que muy fácilmente podrían ser achacables a un embarazo dificultoso. Las molestias habituales de su estado. Y ¿por qué a vos? Porque era la mejor manera de retenerlo. Supongo que intuiréis el motivo.
»¿Sabéis? Es curioso el veneno. Existen algunos que con sólo una gota pueden mataros. Otros que hacen más fuerte al que lo toma si lo hace en la dosis justa. Y otros, que es su ausencia la que mata. Sí, llegado un momento, si yo hubiera dejado de suministrároslo, os habríais postrado en un estado de ansiedad tal que hubierais muerto seguro. Aunque también he de deciros que, a la larga, el mismo veneno se habría apropiado de vuestras entrañas y os habría matado de igual modo. Sólo era una cuestión de tiempo. Y en éste residía mi fuerza: el hacer comprobar a vuestro marido que no sólo vos me necesitabais, sino él también. Se lo conté todo. No obstante, lo de que algún día el veneno que tanto necesitabais os acabaría aniquilando, esto no se lo dije. Si me echáis, la vida de vuestra mujer se irá con la de vuestro hijo entre enormes sufrimientos. No queréis eso, ¿verdad?
»Me gritó, me dijo que cómo se me ocurría. Que dejara de hacerlo, me dijo, como si no me hubiera escuchado. Sancho tiene un carácter irascible, es fácil que pierda los nervios, ya lo sabéis. Pero nunca lo había visto así. Y yo le repetí que era imposible: que si lo hacía, moriríais. Que en mi mano estaba vuestra vida y la del niño, que si quería conservaros, tenía que seguir conmigo. No pudo hacer nada. Se calmó. Me pidió que le dejara descansar, que tenía mucho que pensar. Y yo continué matándoos lentamente, como había de ser.
»Una de las cocineras me ayudaba. Hubiera sido muy raro verme todo el rato por ahí, bajando siempre a las cocinas, ¿qué podía hacer una dama como yo en un lugar tan lúgubre, tan poco adecuado? Le enseñé a manejar el cuentagotas. Pagué con creces su precio y me prometió fidelidad. Le creí. Siempre he juzgado bien a las personas, ya os lo he dicho, sé lo que pienso y no me equivoqué. La pobre no sé por qué buscaba a alguien como yo. Hay caracteres que se complementan. Ella era el asno y yo, su yugo. No sabía andar sin mí.
—Pero —me atrevo a interrumpirla— ¿no me queríais? —y la pregunta, de tan fácil, rechina en mis oídos.
—¡Claro! ¡Y mucho! Pero las cosas no son tan sencillos. No todo es blanco ni negro, ni malo ni bueno. Digamos, solamente que vos estabais en el lugar equivocado con la persona equivocada y que tenía que apartaros. Una pared, ¿entendéis? Nunca me dije: «Estoy matando a Beatriz». Erais sólo lo que estorbaba, di lo que tenía que librarme en el momento en el que os suministraba el veneno. Os lo daba y ya estaba. El resto del día erais mi amiga. No hubiera dudado en dar la vida por vos si hubiera hecho falta.
»Pero, claro, vuestra aya no tardó en sospechar de mí. Me perseguía por todas partes, infructuosamente, porque, como ya os he dicho, no era yo quien tenía el veneno. Me increpaba, me decía: “Sé lo que estáis haciendo”. Y yo le respondía: “¿Ah, sí?”. Tan cínica. “Sí, y os detendré.” Y yo pensaba: “Sí, claro, como si pudierais hacerlo”. Era lista, la condenada. Como entenderéis, nunca fue santo de mi devoción, pero le reconocía eso. Parecía una rata: siempre sabía dónde tenía que husmear. Aparecía siempre en el momento preciso. A veces, he de reconocerlo, me agobiaba y le decía: “Pero ¿no tenéis nada mejor que hacer que seguirme? ¡Vuestra señora muriéndose y vos sólo deseando curiosear en lo que hacen o dejan de hacer los demás!”. No hubo modo. Comenzó también a prepararos la comida, por separado. Ella misma lo probaba todo. Yo me tuve entonces que proveer de pasteles y dulces con los que tentaros. La cocinera me recriminaba, no entendía que dejara de visitarla, me decía que me echaba de menos. No entendía mi actitud. No me molesté en explicárselo: tenía otras cosas en las que pensar: obligaros a comer sin que vuestra aya se enterara.
»Pero, como sabéis, el fraude no duró demasiado. También lo descubrió y ya no se apartaba de vos. ¡Hasta el agua probaba! Al final, tenía que desaparecer.
—Así que fuisteis vos —me mira, sus ojos miel tan grandes.
—No tenía que haber sucedido. Eso estaba fuera del plan. Y fue el comienzo del fin. No creáis que sentí ningún placer. Sí, la maté. No me reprochó nada. Mientras lo hacía, en realidad había un gesto de placidez en su cara, como si, mientras lo hiciera, se regodeara en la confirmación de que ella, con su inteligencia, me había terminado venciendo.
»Cuando Sancho se enteró, no veáis cómo se puso. Me cogió por el brazo. “Y ahora qué, qué hago yo. ¡La habéis matado! No quiero volver a veros”, me dijo. Yo le recordé entonces que la vida de su mujer estaba en mi mano. Se giró para retarme: “Y la vuestra en la mía. Curadla o no volveréis a ver la luz del sol. Conozco más tormentos que hombre alguno. Puedo haceros sufrir, Blanca, como no habéis soñado nunca. Curadla o vuestro cuerpo colgará desnudo de las almenas de este castillo. Os lo juro por mi madre. Y ahora salid de mi habitación”.
«Recuerdo cada una de sus palabras. Las llevo grabadas a fuego aquí».
Se puso las manos a la altura del pecho. Su respiración eran casi quejidos. Yo tenía las piernas entumecidas. Las estiré.
—Hice como me había dicho. Me tenía en sus manos. Lo hubiera hecho aunque hubiera sido la idea más absurda. No podía perderlo. No os lo creeréis, pero hubo momentos en los que ni mi vida me importaba. Comencé a bajaros las dosis. Eso os provocó fiebres, visiones, ¿recordáis? Fueron los días en los que me hablabais de no sé qué fantasma. «Eran delirios —os decía—, sólo eso». En realidad estaba preocupada. Al cabo de los días tenía que haber remitido la fiebre, pero no lo hacía. Y luego las visiones, nunca nadie las había tenido. Pero estabais empeñada. Os abrazabais a mí. Me pedíais que no os dejara, ¿recordáis? Y al cabo de los días comenzasteis a recuperar las fuerzas. Aunque seguíais viéndola, a la fantasma y a no sé qué niño.
»Para entonces yo ya estaba con don Rodrigo. No era lo mismo. A él no lo quería. Nunca podría hacerlo. Y sabía que sus sentimientos no pasaban del simple interés. ¿Qué pretendía de mí? Nunca lo supe. Quizá sólo acostarse conmigo. Nuestra relación era de mutuo acuerdo. Sancho me había vaciado y necesitaba alguien que me llenara. Y Rodrigo, con su manera complicada llena de sofisticación de amar, lo hacía.
»Hasta que empezó a crecer. Teníais razón, era como una larva. Se agarra a tu estómago y tira de tu piel. Come lo que tú. Te roba energías. Las ganas de vivir. Un niño, Beatriz, el hijo de Sancho.
Me quedé muda. Luego no soy yo la que hablo (quizá sea el otro niño, que quiere establecer un diálogo con su nuevo hermano).
—Estás diciendo que tú también…
Se descubrió la capa. Estaba desnuda. Más allá del pecho, a la altura del ombligo, un comienzo de tripa. Pequeña, sí, pero una réplica de la mía.
—Rodrigo no tardó en darse cuenta. Tiene un olfato, ya os lo he dicho, especial para todas esas cosas. Me dijo: «Es vuestro momento de volver con él». Es curioso porque era la primera vez que hablábamos. No lo había echado de menos, yo no lo quería para tener conversaciones elevadas, para eso ya están los sacerdotes. Él tenía otra labor que cumplir. Pero cuando lo hice, cuando me abrí a él y le conté todo lo que llevaba dentro, y no me refiero sólo a lo del niño, pensé que me ayudaría. Le creí, de verdad, pensé que deseaba socorrerme en realidad, que buscaba mi bien. «No es tan fácil —le repliqué— hay algo que no me perdonará nunca». Y entonces le conté lo del veneno. Ni se inmutó. Parecía como si ya lo supiera. «Está claro, si queréis volver con Sancho —me dijo—, tenéis que hacer desaparecer a la cocinera. Es la única que puede delataros. Todo se termina perdonando y él no tardará en hacerlo. Beatriz ya está mucho mejor. Sancho ha podido comprobar con creces vuestra buena fe. Y ¡vais a ser madre de su hijo! Con eso conseguiréis su perdón absoluto: su orgullo de padre le podrá. Un nuevo hijo, Blanca, ¡le vas a dar un nuevo hijo! Y luego un día, cuando ya los tenga a los dos entre los brazos, podréis deshaceros de la otra madre. Un desgraciado accidente, una caída del caballo, un tropezón en la ventana y ya está, no más Beatriz. Tendréis a Sancho para vos sola y todo gracias a ese niño».
La pena. Rodrigo, mi Rodrigo, dijo esas cosas. Blanca no miente, me está diciendo la verdad. No tiene por qué engañarme. Mi Rodrigo.
—«Tenía razón», me dije. Una cocinera, quién puede echarla de menos. Ya había matado antes: ella tenía que desaparecer. Había sido útil, pero ya no la necesitaba. ¿Quién pensaría en ella? No tenía amigos, nadie la quería, la llamaban chismosa. Decían que sabía cosas. Y sí, sabía mi secreto y por eso tenía que desaparecer. El me ayudó, me dijo que estaríamos más seguros así. Sola no hubiera sido capaz de atarle la cuerda a los tobillos y alzarla. La pobre, ella sí que tenía secretos, tantos que la abrasaban por dentro. Y eran éstos y no su carácter los que le impedían tener amigos. Vivía a la defensiva en espera de que alguien viniera a rescatarla o sacárselos. Y ese alguien la mató. Yo la maté. Y fue la primera vez que sentiría pena por hacerlo.
»Bajé yo primero, como habíamos convenido. Llamé a la puerta de su alcoba: tres golpes, como siempre. Salió en camisa. Se me mostraba casi desnuda. Conmigo no tenía pudor. Me notó nerviosa. Me preguntó si estaba bien. Y yo: “Sí, no os preocupéis. Vamos a otro lugar —le dije—. Más privado, que quiero comentaros una cosa”. Y ella: “¡Pero señora, si aquí no hay nadie!”. Y yo: “Hacedme caso, ¿no veis que lo hago por vuestro bien?”. Y ella, sin vacilación, se pone a ensalzarme. Y llora. “¡Sí! —exclamó—. ¡Sois la única que os habéis preocupado por mí en tanto tiempo! ¡Sois tan buena! ¡Habéis confiado en mí y yo, sin embargo, os he traicionado!” Y yo: “Pero qué decís, alma cándida, anda, vamos a un lugar que yo me sé”. “¿Por qué habéis tardado tanto en bajar? ¿Ya no confiáis en mí? Yo nunca os traicionaría, señora.” “Ya lo sé”, le decía. “Es por no habéroslo contado, ¿verdad? Os lo ha dicho don Rodrigo y por eso ya no me necesitáis como antes, es eso, ¿verdad?”.
»Y continuó hablando y lloraba a la vez. Y cuando llegamos donde nos esperaba Rodrigo, yo ya no estaba segura de nada. Vacilé y ésa fue su perdición. Demasiado tarde. El se abalanzó y la agarró por el cuello, con sus manos, con las mismas que tantas veces me habían hecho gritar de placer a mí. La mató. Fue él, y sin embargo, su muerte ya me pesaba en la conciencia. Yo la había conducido hasta allí. Incluso después de haberme contado lo que me había dicho. Y ella, silenciosa también, me miraba, que no sé qué manía tienen los que van a morir, como si quisiera decirme: “Ya os lo avisé”. Sus palabras, en mi cabeza. Porque sí que me lo avisó.
»Todo fue muy rápido. La muerta, allí tirada en el suelo y Rodrigo, que me dice que corra a su alcoba, que tiene allí una cuerda más fuerte, que no sabe si con la que había llevado tendríamos suficiente como para atarla a la viga. Y yo no me pregunto para qué quiere atarla a la viga. Mi mente está atascada en el momento en el que ella se cae al suelo. Obedezco como hubiera obedecido cualquier otra orden. Dejo mis pies andar solos, que me guíen a su alcoba. Voy, procurando no hacer ruido. Saludo a la guardia, “amigos, no pasa nada”, me digo. “¿Todo bien? ¿La noche movidita?” Como de costumbre, ya sabéis cómo es esto. Sí, sí, pues buenas noches, buenas noches.
»Y cuando llego allí, ya estaba esperándome: el Quiste. Era como un pulpo, todo manos. Y su aliento: “Bésame —me decía—, vos me habéis llamado”. Y yo: “¿Estáis loco? ¡Dejadme!”. Y él, como poseído: “¡Os he esperado tanto tiempo!”. Y tiraba de mi ropa y su lengua, tan viscosa, recorriendo mi cuello. Y su aliento, como de mofeta. “Dejadme —le decía—, dejadme.” “Vos me habéis citado”, y yo: “Desvariáis, dejadme”. Porque en la cocina estaba la muerta, Rodrigo me estaba esperando y yo no estaba como para aguantar la violación de nadie, y menos de esa bola grasienta. “La cuerda —pensaba—, la cuerda.” Pero su mano ya bajaba por mi entrepierna y se había sacado su miembro y lo notaba restregarse contra mí. Recordé entonces vuestro puñal. Lo había cogido por si surgía alguna complicación. Como vos, lo llevaba envuelto entre la falda. Lo saqué, con frialdad. No se dio cuenta. Gritó cuando se lo clavaba: “Zorra”. Me llamó “perra del infierno”. Y yo lo hundí más fuerte. Alivio, ésa es la palabra. Sus manos me soltaron por fin. Y el sonido, ¡Dios!, nunca escuché algo más asqueroso. Le dieron como espasmos. En el suelo. Ya os imaginaréis. Estaba cubierta de sangre, hasta arriba. Me agaché y le tapé su pene, que se le había quedado duro: no sé por qué lo hice, supongo que me daba pena.
»A todo esto vino Rodrigo. “¿Qué habéis hecho?” Estaba asustado. “Lo habéis estropeado todo.” Me cogió por los hombros, me golpeó. El, siempre tan perfecto, me abofeteó. No Sancho, que tan violento parece, sino Rodrigo, siempre tan correcto. Me dio una bofetada que casi me salta los dientes. “Huid”, me dijo. Su tono, ¡tan diferente al de siempre! “Os matarán.” “Intentó violarme”, repliqué. Quería que me abrazara, pero estaba gélido y sólo me decía: “Huid, huid, escapad”. Volví a repetirlo: “Intentó violarme”. Y él: “Sí, pero vos lo habéis asesinado”. Me ayudó a desvestirme. Había desgana en sus manos, parecían otras. Me dio su capa. Parecía como si le diera asco. Tiró mis ropajes a la chimenea. Y en todo momento, os lo juro, pensé que diría: “Yo me iré contigo”. O por lo menos: “Yo os ayudaré, no pasa nada”. Pero no, su mutismo era igual a su prisa. “Venga, vamos, no os aturulléis, las he visto más rápidas.” Y luego: “Venid, que conozco un pasadizo por el que podréis escapar sin que os avisten”. Bajamos túneles, no sé cuántos. Tenía miedo, pero temía más agarrar su mano, no sé por qué. Y ya en la puerta, si se le puede llamar así a ese agujero cubierto por la maleza, me ordenó: “No volváis, Blanca”. De pronto noté que me hablaba de vos. Como si ya no quisiera tener nada más conmigo. Todo estaba perdido. Tendría que empezar de cero. Me pasé lo que quedaba de noche corriendo por si Sancho mandaba a alguien en mi búsqueda. En mi mente comenzaron a hacerse claras las palabras de la cocinera; vuestra fantasma, Rodrigo, todo tenía sentido. Y comprendí por fin el grave error que acababa de cometer.