15

(DEL PADRE).

Quise descubrir a mi madre a través de mi padre y me equivoqué. Tenía que hacerlo a través de mí misma.

«¿Por qué —me pregunto— todos fueron conscientes menos yo? ¿Por qué esa cerrazón mía de negar lo innegable?». Tardé algún tiempo en conocer —puede que demasiado—, pero cuando lo hice, fue hasta su último extremo y el comportamiento de mi madre, aunque todavía oscuro, dejó de antojárseme alejado o ajeno. Aunque yo no entendiera qué motivos la impulsaran a actuar de tal o cual forma, sentía que no sólo no podía hacerlo de otro modo, sino que incluso todo estaba bien, que era como debía ser, sin más vuelta de hoja.

No obstante, no era tan fácil de aceptar.

Si mi padre amaba a mi madre, era sólo porque ella era la superficie perfecta donde reflejarse. Mi madre, a pesar de no serlo en realidad, parecía moldeable, una figura de barro siempre dispuesta a plegarse a lo que los demás querían. A mí también me sucedió: también vi en ella lo que necesitaba. Magnifiqué su figura, la idealicé hasta convertirla, si no en la madre perfecta, sí en la que necesitaba. Y por eso parecía a todo el mundo bella y buena. Le adjudicamos virtudes que ahora sé que nunca poseyó. Y yo, que pretendí que mi madre quisiera a mi padre, que creí que era lo normal, que así tenía que ser: hombre, tomarás a tu mujer. Llegué incluso a pensar que de verdad lo hizo.

Y por ende yo me obligué también a amarlo.

Y después, viendo mi imposibilidad —que era idéntica a la suya, a la que en su momento experimentó—, ¿cómo negar a mi madre el perdón cuando yo misma era incapaz de hacerlo? No, no lo quise. Afecto puede. Pero no amor. Como ella. Sólo apariencias.

Una vez aprendí a comportarme como mi madre, todo fue más fácil. Centrarse en uno mismo, aunque hacer creer lo contrario; actuar como los demás quieren, vivir de su felicidad como un parásito y pensar que lo que haces es siempre por los demás. Sólo buscaba ver a través de sus ojos; sentir, ya que era incapaz, a través de los sentidos ajenos. Y luego poder decir, o por lo menos pensar: «No vivo por mí, sino por ellos». Y llegar a creérmelo completamente.

Dejé de meditar las causas y razones de mi comportamiento o el de los demás. Actuar por el placer de hacerlo: el acto por el acto. Vivir sin sorpresa, entonces, la aceptación de lo que venga.

Y crecer así en esa corte en la que nada cambia, donde la gente, sus actitudes o su modo de ser eran siempre igual.

Consolar al afligido y no sonreír nunca, porque la envidia ajena odia al feliz. El triste es querido, el triste permite la compasión. Les hacía sentirse a gusto consigo mismos: «Pobre niña —decían—, no llores, ¿quieres una manzana, un pasador, una peineta?». Sobre mi mesilla se acumulaban los objetos. Y todos: «Tan guapa, tan buena, tan dulce, tiene cara de ángel».

Y si ellos estaban satisfechos, su ideal cristiano cumplido, ¿cómo no iba a estarlo yo?

Era una felicidad, lo reconozco, pausada, sin sobresaltos. Todo bajo control: número de lágrimas, pañuelo, bajada de pestañas. No me sentía impostora, ¿quién de todos aquellos podía tener más motivos para sentirse infeliz que yo? ¿Acaso sus desgracias podían siquiera compararse con las mías? No falseaba. Vivía de la exageración, lo reconozco, pero los motivos estaban allí. Dar pena se convirtió en mi método de vida y descubrí que no era malo, sino todo lo contrario: la gente se volcaba en mí, la gente me quería y era cómodo y útil.

A mi padre le inquietaba esa actitud mía. «Deja de hacerlo —me decía—, te lo prohíbo», pero no podía castigarme o gritarme porque de ese modo sólo habría conseguido darme más motivos para continuar haciéndolo, para que la gente buscara compadecerme y para humillarlo, de forma indirecta, también a él.

«¿Cómo obligar a alguien a ser feliz?», se preguntaba. Es imposible, no existe modo alguno. Sobre todo, y como era en mi caso, cuando esa infelicidad era la fuente de su contrario.

Había encontrado, aun sin proponérmelo, la manera de que viera en mí la individualidad que siempre me negó. Comportándome, es curioso, del mismo modo que hiciera mi madre, había por fin hallado el modo de ser yo y serlo en los demás. Fue mi época de resistencia, cuando todavía me creía única, con una vida independiente de la de todos. Me llamaron adolescente. «Es una mala edad —decían. Y añadían—: Pobre». Y yo: «Gracias, sí, es una mala edad, soy desgraciada, pobre de mí». Porque buscaba dar pena, porque no me repugnaba la idea de dar lástima.

«No te entiendo —me había dicho Juan—, no eres la misma».

Y yo: «No, no lo soy».

Y él, que cruza las piernas como si buscara una explicación. «No lo puedes entender, hermano mío».

Él, de pronto, se siente ofendido.

«No, no lo puede entender», pienso. Se levanta y se acerca a la ventana, pasea su mano sobre ella, apoya la cabeza sobre la piedra y resopla; su respiración es dolorida y amarga.

Tengo que explicarme, que por lo menos él lo comprenda. Pero cómo decirle que el aliento de su padre huele a carne y ajonjolí, que cuando te desviste, se acerca por detrás, pone sus manos, que siempre están frías, sobre tu cuello para poder girarte así, más fácilmente. Cómo explicarle también que no, que no puedo ser la misma porque él, aunque lo parezca, no es mujer y yo no soy la niña que conoció. Decirle que las mujeres sangran y lo hacen todos los meses, que se sienten manchadas, se les hinchan los pechos y la tripa, les duele la espalda, el estómago se vuelve pesado y apoyan las manos en su vientre, se cubren los bajos con trapos que, aunque son blancos, sienten sucios. No te dejan andar, tropiezas con ellos, te humedecen los muslos. Que quieres estar todo el día lavándote y el agua empapa tu traje y todo se moja y se mancha porque la sangre se extiende por todas partes. No quieres mirar porque es pecado, pero miras y ves ese agujero que es grande como un foso y sabes que por él se escurre tu alma, gota a gota. «¿Cómo explicártelo?», me digo. Saber que eres mujer por fin y no sentirte diferente, sólo sucia, pegajosa, molesta. El milagro no se produce. Nada cambia en ti. Te engañaron: viviste en la gran falacia. «Ya me ha venido», le dices a tu aya. Y ella te da un beso. «Calla, niña, no se lo digas a nadie, no dejes que te arrebaten esto también».

«Pero no es tan importante —quiero decirle—, no hay esa ruptura de entrañas que me imaginé. Sigo respirando, pensando, moviéndome (incluso con los paños entre las piernas). Del mismo modo que lo he hecho siempre. Hoy me he visto en el espejo —le diría—, y sigo siendo la misma».

Y sin embargo sí, quizá sí, quizá todo haya cambiado o vaya a hacerlo porque aunque no me sienta distinta (sólo pesada y sucia si acaso, pero por dentro soy la misma), los otros, aquellos a los que he decidido dedicar mi vida, se empeñarán en verme de un modo distinto y cada cosa que haga o deje de hacer, cada palabra que diga, todo aquello que antes hubieran visto como una cosa anormal (antes de esta especie de hemorragia que se prolonga durante días) lo encontrarán ahora lógico y dirán, como si eso pudiera resumirlo todo: «Ah, claro, que ya es mujer».

Y decides no decírselo a nadie, ni siquiera a ti, Juan, porque, aunque no entiendes el porqué —o mejor, no quieres pensar en él—, intuyes que es mejor así. Te callas, niña-mujer, y vives de la conmiseración ajena y de esa infelicidad que no es tal y de que continuamente te preguntes: «¿Has cambiado?». Y de que sólo puedas asentir, vagamente y sin énfasis, que las niñas tristes no deben mostrar interés por nada. Y no añades nada más.

«Juan —le digo—, lo siento».

Sé que con él no me valen las lágrimas, que no le convencen. Tendrá que aceptarlo o no hacerlo. Él era de mi madre, yo de mi padre. Lo sabe, las cosas cambian.

Y la cara de mi padre: «Así que por fin». Sus dedos a la altura de sus ojos. Los mira con atención.

Y yo bajo la barbilla, la hundo en el cuello. Y me siento entre avergonzada y ofendida. «Sí, padre». «Bien», dice, como si fuera lo más natural. «Por fin», añade. Como si él lo hubiera esperado más que yo y, llegado el momento, tampoco le produjera demasiada sorpresa. Quise preguntarle, de pronto, lo recuerdo, si la Virgen María también sangraba, si llegó a hacerlo alguna vez. Pero sé que no debo. Sólo mi madre podría haberme respondido y, sin embargo, intuyo que, de estar viva, tampoco lo habría hecho.

—Las cosas cambian —le digo a Juan.

—Ya.

Se ha puesto recto.

«Si lo viera ahora el abuelo —pienso—, tan gallardo y regio, tendría que aceptarlo como nieto, como futuro rey».

Tiene las manos clavadas en la cintura y su muñeca no cae floja, como siempre, a la altura de su pecho. Pero el abuelo está muerto (aprieto a la altura de mi cadera la daga hasta que la noto cálida contra la piel). Y mi madre. Nadie reconocerá nunca en él ninguna hombría y tendrá que aceptar que es un ser hermafrodita, que sus impulsos no son naturales y que lo que le gusta será siempre secreto. Mi hermano tendrá que ir acumulando su frustración hasta que ya no pueda más. Es el precio de ser quien es, de haber nacido en cuna de reyes.

—Perdóname —murmuro. Pero no me oye, o no quiere hacerlo.

Sale de mi cuarto porque las mujeres han de estar en sus aposentos sin enturbiar las actividades de los hombres. Me siento en la cama con la sensación de que he vuelto a perder algo.

Recuerdo una frase que dijo para sí mi padre tras la parodia de la muerta sacada de su tumba. Y si lo hago, no es porque fuera especialmente impactante: su vida estaba llena de frases grandilocuentes y fuera de lugar, sino por el significado que cobraría posteriormente.

En ese momento, cuando lo dijo, sólo yo pude escucharlo porque estaba delante de él, con la mano de mi madre todavía entre las mías y, aunque deseaba retirarme, mi padre aún no me había otorgado su permiso para hacerlo. Y no lo haría.

Allí estaba mi cara, entre los huesos en los que se habían transformado sus manos y allí estaba yo, agachada frente a mi madre (su olor de nuevo inunda mis fosas nasales, llega hasta la garganta, hasta la altura del estómago y se queda en ese lugar).

Y mi padre, ausente: se había olvidado de mi presencia y de la de toda la corte que lo miraba. Se giró, apenas unos instantes, hacia la muerta y dijo: «Tienes mal aspecto. Aún no puedes descansar, ¿verdad?».

Pensé en ese momento que todo era producto del nerviosismo. Que él no había dicho aquello o que yo lo había entendido mal. «No —me dije—, la locura no se extiende de padres a hijos. Ni él está loco ni yo lo estaré. Ha sacado a mi madre de su tumba, la ha sentado junto a él. Le habla incluso, como si todavía viviera, pero no está loco. Es sólo su medio de ejercitar su poder, de demostrarnos su dominio». Pero esa frase me daba vueltas, una y otra vez. Y aún lo hace.

Pienso ahora que si la recuerdo con tan clara memoria, no fue por lo que contenía, lo que quería expresar, sino por lo absurdo y malvado de la situación: yo ahí, arrodillada, rindiendo pleitesía a un cadáver que no dejaba de ser el de mi madre. Y quieta, me duele la espalda, porque mi padre ya no piensa en mí ni en ella, sino en la idea de venganza que ha comenzado a fraguarse en su mente.

Se empeñó en que Inés se revolvía en su tumba, que su fantasma le perseguía por las noches y que se le aparecía para decirle: «Pedro, has de hacerlo por mí, has de vengarme». Y luego él, acurrucado en el lecho, mi cabeza bajo su hombro: «He de vengarme, Beatriz, es la única manera de sacarla de mi cabeza».

Me retuerzo, giro la cabeza, mi espalda unida a su costado. No quiero que me vea, que intuya lo que quiero decirle: que el problema no está en ella porque está muerta, sino en su cerebro, que se empeña en seguir viéndola (incluso en mi cuerpo). Porque vive de una obsesión. Que la verá por mucho que la vengue. Porque igual que yo busco que me consuelen, él quiere dominar, imponer su criterio. Quiero decirle: has creado una figura articulada que se mueva siguiendo tus órdenes. Paso al frente, marchen. Decirle que no se empeñe, que en realidad la venganza le importa más bien poco porque lo que quiere es mantener su dominio sobre ella.

Se coge la barba, clava la vista en mi nuca, lo veo de reojo.

Pienso: te apropias de las personas. Las quieres por completo, su cuerpo, su alma. Junto a ti, todas las horas del día. No soportas que tus muñecas tengan vida propia. Por eso no soportas que me consuelen. Por eso, incluso en tu muerte quieres estar cerca de Inés y has mandado construir esa tumba nueva. (Tan ridícula, pienso).

—¿Tú también lo quieres? —me pregunta.

Ahora, con el tiempo me cuesta recordar con qué tono me planteó esa última cuestión. Si había vacilación en su voz o era, por otra parte nada extraño en su vida, sólo una pregunta retórica con la que expresar en voz alta sus pensamientos, hacerlos tangibles, recrearse en sus ideas.

Mi padre no precisaba interlocutores, no necesitaba a los demás. Y si se rodeaba de ellos, era para tenerlos sólo como posibles espectadores. Y digo posibles porque además debía ser él quien te invitara a su espectáculo. Ésa es la razón de que mis hermanos nunca fueran partícipes de sus decisiones o de cualquier otro tipo de señal que mostrara que, al menos durante unos instantes, había reparado en ellos.

La venganza, otro de los actos en los que el egoísmo de mi padre se hacía más latente.

Me dijo: «Tú también lo quieres».

Y yo, por fin: «No, padre, no lo quiero».

Me coge las mejillas con la mano, me gira suavemente, me obliga a mirarlo con sus dedos incrustados en mi carne.

—Es tu madre, Beatriz.

Quiero decirle: «Y tú, mi padre».

Su cuerpo está frío, tiro de la manta, que la acapara toda él.

Intento recordarme de niña, pensar cómo era en aquel tiempo cuando mis trajes no estaban remendados, y una costurera me tomaba medidas, la tela era gruesa, pesaba y te obligaba a andar con la espalda avanzada. Quiero recordar cómo me veía desnuda en aquella época, aunque fuera pecado: con las caderas a medio formar, con el pecho que son dos bultos apenas como si alguien me hubiera pegado idénticos golpes a la misma altura. «Cúbrete —me diría mi aya tras verme así—, que Dios odia la desnudez». Quiero recordar cómo me reflejaba, cómo se iban formando los rasgos de mi cara uno a uno: cómo crecía primero la nariz, descoordinada del resto. Luego la boca, un ojo y el otro, todos a un ritmo diferente. Quiero imaginar mis sensaciones ante los primeros granos, si intentaba esconderlos o no. Quiero saber qué experimentaba por mor de tanta vida todavía y tanta, si no armonía, sí belleza —como mi madre—. Pensar que cuando andaba por los pasillos no era indiferente a los ojos ajenos y que yo también me deleitaba en sus caras de asombro.

Pero mi memoria, tan anárquica, me escatima aquello que me hubiera gustado guardar; no obstante, se aferra a aquellos acontecimientos que, gustosa, hubiera preferido sepultar.

Por eso, aquella noche.

Durante todo el día anduvo en silencio. Sus pasos eran erráticos; sus órdenes, sin embargo, concisas.

«Que cocinen el mejor banquete», dijo.

Faisanes, cerdos, vacas, capones, perdices, gallinas, pavos, ocas, patos. Fauna y flora traída de doquier se acumula en las cocinas, queman madera, humean los hornos. Todo ha de estar listo para la noche.

Sacan manteles para las mesas principales. Las otras las lijan, las pulen, las limpian.

«Las velas, quemad el incienso, colgad tapices, cambiad el suelo».

Las esteras se apilan. Tras ellas se van los perros, las moscas y las larvas de todos los insectos que pisamos al andar pero en los que nadie repara.

Se encienden las chimeneas, se bruñe la plata, se traen bancos de todas las alas del palacio.

Está tranquilo. Lo persigo como una sombra. Su gesto tiene algo de estoico. Intento leer en sus pensamientos, ver qué oculta, qué nueva sorpresa nos espera. «Nada ya puede sorprendernos en él», me digo. Pero sé que me engaño, que una vez más ese organizador de espectáculos que no teme trampear, valerse de nuestros sentimientos, de nuestros miedos, prepara algo que nos sacará de la rutina y que escribirá con claridad su nombre en la historia.

De la bodega suben toneles de vino. Los acumulan lejos del fuego, para que no se calienten.

Los grupos de juglares, poetas y demás trovadores y acróbatas practican sus números en el patio. Sus gritos ascienden por las paredes.

Las damas, en sus aposentos (que son los míos desde que mi padre conoció el pecado original), se afanan sobre los ropajes que habremos de llevar esa noche.

«Las mejores galas», ordenó mi padre.

Se respira inquietud. O acaso sea yo la que lo huele todo con ese filtro: por la mañana a frutos secos y a vino especiado. Hasta que llega la tarde y el olor de los perfumes de los ramos de lavanda, de brea que han colocado en los salones suplanta a los otros, los habituales.

El impudor que otorga la costumbre me permite estar ante él en paños menores. Llevo, simplemente, el velo que sostiene mis pequeños pechos, luego la camisa y sobre ella, el corsé cosido, el doblete y finalmente el refajo. El traje que he de ponerme, de mangas escarlatas y recamadas, cae, como un guiñapo, colgado de un taburete. Y las perlas rozan el suelo, como lágrimas que no terminan de quebrarse.

Y mi padre: «¿Estás lista?».

Se fija entonces en el ajedrez con el que juego. Frente a mí, mi dama, que se ha levantado como si el tablero la quemara o la hubiera cogido cometiendo alguna falta.

—Sí —contesto. Aunque sea falso y tenga el pelo suelto, todavía sin recoger.

—Estás en jaque —me dice.

Y yo:

—Lo sé.

Y recuerdo que dije eso, lo sé, porque en mi mente comenzaba a intuir lo que iba a suceder pasadas unas horas.

Y él:

—No tardes.

Desde que había sido coronado, su manera de caminar había cambiado. No es que hubiera ganado rapidez ni aplomo: sus pasos, desde mi primera infancia, recuerdo que siempre habían sido tan firmes como sonoros. No, era algo más profundo, quizá una cadencia especial, una seguridad que no proviene de una educación esmerada, porque mis hermanos y yo también la habíamos tenido y nuestros pasos no se parecían en nada a los de él, sino de su ser más profundo.

Y quizá fuera, se me ocurre ahora, que esa fuerza no venía de sus pasos, sino del gesto de su cara, que había cambiado, que irradiaba seguridad y confianza.

Porque mi padre, a diferencia de mi madre, todo lo transmitía: vivía para afuera. Y no porque lo expresara con palabras, sino porque conseguía con un simple gesto de la mano, un cruce de brazos, un parpadeo, narrar más que con otro discurso.

No sé si los demás invitados lo captarían, supongo que sí, pero esa noche mi padre estaba exultante, nervioso como habría de estar en su noche de bodas: con el mismo temor a lo desconocido, a lo que puede salir mal, pero con un deseo que sabes que al final terminará imponiéndose al resto de temores.

Por primera vez daba órdenes sin sentido, cambiaba de opinión constantemente. Se llevaba algo a la boca y lo escupía sin haber llegado a salivar. Y es extraño porque cuando comía, parecía otra persona. Se volvía menos posesivo. Cogía el pan con sólo dos dedos, como si hubiera sido consagrado. Y la brutalidad que solía guiar todos sus actos se volvía de pronto dulzura.

Probaba con la lengua todo aquello que iba a llevarse a la boca. Mordía poco y masticaba despacio con un gesto que casi parecía una sonrisa. No se manchaba al comer. El cuidado que apenas prestaba cuando hacía otro tipo de actividades lo focalizaba, sin embargo, en esos alimentos que por el modo de tratarlos hubieran podido ser sus hijos.

Pero esa noche apenas probó bocado.

Sus ojos vagaban de uno a otro de los comensales, sin detenerse más que unos instantes (los necesarios para catalogar actitudes) antes de pasar al siguiente.

Y de pronto, en esa alegría tan nueva en él, lo vi más viejo y más acabado que nunca.

Era rey, lo tenía todo. No bien tenía que formular un deseo para que éste se cumpliera de inmediato. Y esas posesiones suyas estaban acabando con él: a pesar de que no comiera, bebía con profusión y en verdad parecía que hubiera querido sustituir la sangre del campo de batalla por ese líquido que, aunque no lo llenaba, sí conseguía extenuarlo lo suficiente como para no tener que pensar.

El tiempo había pasado y con él se había ido su color oscuro del pelo, de la piel. Ahora su cara era gris. Tenía los labios contraídos, pero tan ligeramente que tuve que esperar a aquella noche para ser plenamente consciente. Además, su pulso temblaba al coger cualquier cosa, por muy ligera que ésta fuera.

Y de pronto, la tripa, como una protuberancia, redonda, un quiste perfecto que se aloja entre los huesos de su pelvis. Es la tripa del abuelo: la marca de los reyes.

Me mira y sabe que lo estoy observando, que tengo la vista clavada en ese trozo de su carne que debe de ser también su vergüenza. No me siento culpable por mirarlo tan fijamente. No deja de ser un cuerpo conocido y no me siento irrespetuosa. En mi cara, supongo, sólo hay sorpresa.

Él se limpia la boca con el único trozo de la manga que utiliza para tal menester. «¿Qué esperabas?», parece querer decirme.

De vuelta, la sorpresa: descubro en él, por primera vez, un gesto de resignación.

Entonces recuerdo que comenzaron las preguntas. Fui consciente de lo que estaba sucediendo a mi alrededor, de que todo aquello no tenía más que un fin, acercarnos más a los tres: a mi padre, a mi madre y a mí. El triángulo que, de ser completamente desequilibrado, había terminado por igualar sus ángulos. Y daba igual que estuviéramos rodeados de gente, a lo que habría de venir sólo teníamos entrada los que desde siempre habíamos sido actores, directores y ejecutores de aquella pantomima.

«¿Por qué —me digo— tanta resignación?». ¿Qué ha cambiado en ti para que decidieras llevar a cabo esta apoteosis sin contar con nadie más? ¿Por qué esa vejez, ese cansancio, así, de pronto, sin aviso? Y todo se relacionaba con la noche: la venganza de mi madre, el agostamiento de mi padre, la aceptación definitiva de que yo era parte de su círculo y de que estaba a la misma altura que ellos, que no había tenido que interpretar porque había sido yo la que eligiera mi papel en toda la función.

Y todo esa parafernalia, casi como para una fiesta de despedida.

Debería sentirme orgullosa. Supe adivinarlo antes que el resto. También, y siendo justa, tenía más pistas que ellos. El momento final.

Y sin embargo todo el tiempo anterior, que ahora sé que fue una espera, había acabado por consumirnos. Ya poco podía sorprendernos. La tensión nos había mantenido suspendidos en la cuerda, pero habíamos terminado por acostumbrarnos a ella y podíamos pasar, recorrer cada uno de sus filamentos, con la mayor tranquilidad. La capacidad de escandalizarnos era algo que pertenecía al pasado. Y ese término, que por fin se veía tan cercano, no nos producía la menor ansiedad ni angustia.

Sobre todo a mi padre, que había apoyado su cabeza en la mano y miraba con aburrimiento.

La actividad del día no había sido más que los últimos retazos de lo que arrastráramos desde siempre. El nerviosismo había sido el ambiente en el que nos habíamos criado: mis hermanos y yo. El no saber nunca cómo has de comportarte. Aprender luego a aceptarlo todo con naturalidad como si así fuera, y no de otro modo, como tuviera que ser. A pesar de nuestro carácter irascible, ya nada temíamos: el miedo era nuestro estado natural.

«Las cosas son como son», habría dicho mi madre. De frente no conseguiremos cambiarlas. Acéptalas primero y después, cuando ya las conozcas, cuando las hayas hecho tuyas incluso, tórnalas según tu parecer. O destrúyelas si te place. (Pero mi madre no estaba y sus consejos, escasos como todo en ella, siempre me resultaron confusos y ya no recuerdo si quería decir exactamente eso o justamente lo contrario).

En esa noche, la sorpresa, junto con la espera, había muerto. Y aunque el sufrimiento lo había hecho con ella, también la capacidad de alegrarse.

Estamos cansados, mi padre y yo. Y somos resignación, los dos.

Fernando desliza su mano sobre mi muslo. Y la deja allí, perdida, inmóvil cuando sé que en realidad lo que buscaba era mi otra mano para que se la apretara. Su mandíbula, aunque siempre fue prognata, parece ahora irreal, como si se le hubiera descolgado y pendiera sólo de dos cartílagos que son como zarcillos. Está encogido, también, con la mano que posó cuando todavía podía reaccionar, sobre mi pierna.

Los invitados guardan silencio. Sus ojos están clavados en los dos hombres que acaban de entrar. Los ruidos se hacen más patentes y audibles: la madera de la chimenea cruje, los muebles sobre los que nos sentamos también. El sonido de las respiraciones, de las telas.

Los dos hombres llegan encadenados, rodeados por guardias.

El primero tiene un ojo cerrado, las manos por delante, ligeramente adelantadas. Una cicatriz en mitad de la cabeza, en mitad del pelo, que está reseco como si hubieran intentado curarlo. De cintura para arriba, totalmente desnudo; manchas que no sé si son de sangre o de barro lo recorren por completo. Apenas se ve la piel debajo. Su gesto, a pesar de esas manos que parecen suplicantes, es decidido y casi audaz. Aunque va descalzo y las pocas uñas que le quedan son negras —como si alguien se hubiera deleitado en golpeárselas—, su paso es seguro.

Miro a mi padre de reojo y lo veo llevarse un trozo de pollo a la boca.

El segundo hombre va detrás. Su cuero cabelludo no es más que cuatro manojos de pelos mal puestos. Largo, eso sí. Va desnudo por completo. Y sus manos intentan cubrir inútilmente su sexo, que, en el conjunto de la escena, casi produce piedad. Se inclina sobre su derecha, arrastra el pie izquierdo y su labio, cruzado por una cicatriz que le llega hasta la altura de la oreja, todavía gotea sangre.

Mi padre mastica, con su parsimonia habitual. Frente a él, un cisne asado y recubierto posteriormente con pan de oro. Y detrás de él, el paje encargado de servirle.

Juan se recuesta en la silla, apoya la cabeza en el respaldo. Por la tensión se dibujan perfectamente los músculos de su cuello.

Son los asesinos de mi madre, los que le cortaron la cabeza, los que mi abuelo envió a nuestra casa para que la mataran a pesar de sus súplicas de que no lo hicieran delante de sus hijos. Falta uno, pero da igual, con estos dos es suficiente. Su presencia lo llena todo.

El espectáculo continúa:

—Música —dice mi padre.

Las notas titubean, pero vibran después y suenan rotas, fuera de lugar.

—Que claven el poste —ordena.

Cinco hombres se acercan al centro de la sala. Sobre sus hombros llevan un tocón de madera, de un tamaño un poco superior al de una persona.

Lo atan con cuerdas, tiran de él hasta que queda recto, perpendicular al suelo. El sonido del martillo de pronto.

Y él sigue masticando, impasible. Y Juan también, casi mecánico y la carne, sin que se haya dado cuenta, se le hace una bola en la boca, como cuando era pequeño.

Y ya no sé si tengo ganas de levantarme en ese mismo momento o de quedarme. «Estamos jugando al juego de mi madre», pienso. Giramos todos en torno al círculo que ella trazó, que perfeccionó con su muerte. Creemos que tenemos un albedrío, que somos dueños de nuestras decisiones, también cuando ella vivía. Nunca nos dijo qué hacer o no. Hacerlo le hubiera supuesto una derrota: verbalizar sus propósitos hubiera demostrado que su influencia sobre nosotros no era perfecta. Permitir que pudiéramos dudar, otorgarnos la posibilidad de cuestionarla, era una renuncia a ese control férreo con el que, aunque parecía que todo pasara de un modo casual, lógico y circunstancial, nos controlaba. Nos limitábamos a seguir un plan: su plan trazado de antemano.

«¿Era —me pregunté— tan retorcida? ¿Podía serlo con esa apariencia frágil, con ese miedo que tenía por las noches, con esa necesidad de rezar a todas horas?». Y la respuesta deslumbraba en su rotundidad: la belleza, la delicadeza, su paciencia, su saber escuchar, no eran más que las armas de las que se valía mi madre para imponer su criterio —de pronto la palabra deja un regusto amargo y resulta pesada.

Miro a mi padre y siento algo por él: pena. La misma que por Juan, por Fernando o por mí. Por más que se empeñe, ya no es rey. Coronó a su mujer cadáver como reina y ella se ha apropiado del trono. Y él actúa sin meditar, porque tiene que hacerlo.

Un país sin rey gobernado, me río, por una difunta.

Y mi risa, de pronto, suena fría en la sala, que, a pesar de las chimeneas, parece haberse quedado fría también.

Los que me rodean me miran con sorpresa. Fernando retira su mano. Pestañean. Y yo también porque mi risa, aunque yo no lo buscara, ha sonado vengativa y dichosa. Y nada más lejos de mi intención.

Si mi padre se hubiera puesto en pie, si se hubiera acercado a uno de esos hombres, a cualquiera, y lo hubiera cogido por la barbilla como hacía conmigo, sus dedos como pinzas. Si hubiera sido él quien los atara personalmente. Si hubiera intentado insultarlo. O incluso hubiera sido él quien cogiera el cuchillo por el mango, y no uno de sus guardias. Y hubiera sido él también quien abriera su vientre, allí, como cerdos, mientras nosotros cenábamos. Si hubiera sido él quien clavara el cuchillo a uno por delante, a otro por detrás, como finalmente sucedió (el sonido de las costillas al partirse); quizá entonces mi pena por él hubiera sido menor: habría comprendido que era sólo su voluntad la que le guiaba, y no la del recuerdo.

Pero no fue así.

Mi padre, como todos, se quedó en su asiento. Masticaba y hacía ruido al hacerlo, mientras desollaban a los asesinos.