14

(DEL HIJO).

La vida es una broma perfecta. La mayor ironía. Lo más ridículo es lo que al final termina sucediendo. No aspiro a cambiarlo, no quiero ser malinterpretada. Lo que ocurre es que yo no tengo el humor suficiente como para pasarme todo el día riéndome. Supongo que Dios sí puede hacerlo, al fin y al cabo, ¿tiene algo mejor en lo que ocupar todas las horas de su vida eterna? Y mientras tanto yo me contentaré con vivirla sin cinismo. Es suficiente.

La predeterminación. Me dijeron una vez: «Te casarás, tendrás dos hijos». Y yo repuse: «Por supuesto, ¿cuántos si no?». Y en mi mente, en ese momento, me veía como cuando era pequeña y con mis hermanos pensaba en el día de mañana y nos preguntábamos cuántos hijos tendríamos cuando fuéramos mayores y siempre eran dos: la parejita. Así que le dije a la adivina que por favor se cobrara lo que le debía. Y me marché igual que había entrado: con la certeza de que ni esa mujer ni yo sabíamos muy bien qué era lo que nos deparaba el futuro (de hecho, al día siguiente la mandaron a la horca por estafa, qué bien hubiera hecho, de haberlo previsto antes).

Si no creo en el destino, es porque si yo fuera Dios me parecería un completo aburrimiento saber de antemano todo lo que ha de sucederle tanto a él como a todo lo que creara. Y sí, ya lo sé, ¿cómo me atrevo, pobre mortal, a plantearme este tipo de cuestiones? Pero pienso: ya que tiene que vivir una vida eterna, mejor distraerse con lo que les sucede a sus criaturas que dedicarse a manejarlas como vulgares marionetas. Es lo lógico. Sentarse y mirar.

Nos dicen que los designios del Señor son inescrutables. Que su forma de ser es insospechable. Que no hay que aspirar a comprenderlo. Se refugian en la fe. «Cree», te dicen. Pero a mí el humor me parece la forma más excelsa de inteligencia. Y Dios tenía que ser infinito en todos sus aspectos, en todos los matices de su carácter, sobre todo en éste. Y si yo quería parecerme a él: ser su hija, hija del Padre, tenía que intentar reírme con la misma fuerza omnipotente y omnipresente, aprehender en definitiva un sentido del humor que se empeñaba en rehuirme una y otra vez: a mí siempre me pareció que los chistes del Señor son, simplemente, incomprensibles (y a veces muy malos).

Mi humor no es divino, qué se le va a hacer. Soy mujer, limitada por la naturaleza. Y sí, puede que no tenga inteligencia, ni alma ni moral. Pero sí necesidad de reír. Y si hay algo que admiro, por encima de todas las cosas: de la luz, las tinieblas, el cielo, la tierra, es la ironía con la que éstas fueron creadas. Primero la tierra y el cielo. Y luego la luz. «¿Y dónde vivía el Altísimo hasta entonces —me pregunto—, en las tinieblas?». Y luego, tras días de trabajo, por fin se decide a crear al hombre y, ¿cuándo lo hace? Pues justo después de haber hecho lo propio con los reptiles. Tendrá su lógica el planeamiento, pero prefiero no pensar en ella. Y me dirán: el hombre fue creado primero, y después la mujer. Y yo entonces respondería —cosa que no pienso hacer— que los sapos se les adelantaron, ¿les hace eso mejores? (la respuesta a veces me pareció demasiado obvia).

La vida resulta admirable y divertida hasta extremos insospechados. Quise bebería en su totalidad y no me importó hacerme daño, herir, llorar o matar. Aunque esto último, lamentablemente, escapó a mi sentido del humor. No he matado a nadie, lo confieso, pero fue porque no encontré la oportunidad. Candidatos sí, sí que los hubo. Y sin embargo también hubo otros a mi alrededor que no perdieron oportunidad de degollar a cualquiera que tuvieran a su mano, como Blanca.

«Una vez que huyó —me dije—, ya no sabremos nunca qué ha sucedido». Y me resigné. En realidad era más cómodo así: yo tenía a Rodrigo y por ende alguien con el que quemar los días hasta que llegara el del parto. Después, Dios proveería. La echaba de menos porque no dejaba de ser mi amiga, y ser una asesina no hacía de ella un ser despreciable. Conmigo, aparte del detalle del veneno, siempre se había portado bien. Así que me dediqué a disfrutar del mozo que la vida me había mandado y ya está, que para elucubrar están las mentes de los reyes y de los gobernantes y (estaba claro que yo no era ni una cosa ni la otra).

Pero la vida dio otra vuelta de molino. Y conjuró los hechos para que nada sucediera como ninguno habíamos planeado. Y Dios, arriba, riéndose y contemplando, como es de rigor.

Nevaba sobre Segovia como jamás lo hiciera antes. Era bello. Tenía la inocencia del peligro. No me cansaba de mirar los copos caer, alargaba la mano por el ventanal para sentirlos posarse sobre mis dedos. Y luego, ya transformados en agua. Las rocas que, después de las paredes del alcázar, bajaban hasta los dos ríos parecían dientes, dientes enormes, blanquísimos. El Clamores y el Eresma se unían, con furia, en un remolino perfecto. «Allá abajo —me dije—, donde Inés y su hijo se desnucaron». Y me imaginé entonces que esa nieve que había salpicado los árboles y después las laderas y que sorteaba la Veracruz y seguía, todavía más lejos, quién sabe si hasta Burgos o hasta Santiago, no era más que las salpicaduras de la sangre que perdieron al chocar contra el suelo. Y la imagen, a pesar de lo macabro, no dejaba de ser bella.

Hacía un día luminoso. El sol, desaparecido porque era la propia nieve la que lo alumbraba todo.

«Las nevadas —pensé— tienen sabor a muerte».

Aquellos que tenían que salir a la ciudad, a pesar de encontrase al lado, decidieron posponerlo hasta que escampara. «De todos modos —alegaban—, en un día como hoy todo ha de estar cerrado, tenemos provisiones de sobra: nadie se va a morir de hambre por ahora». Atrancaron las puertas. Y el viento las agitaba y su sonido retumbaba por todas partes.

Los segovianos hubieron de pensar lo mismo: se parapetaron en sus casas y no saldrían hasta que escampó. Desde la ventana del alcázar, en los momentos en los que la intensidad de la nieve amainaba, se podía ver cómo el humo de las chimeneas formaba espirales tan blancas como el mismo cielo. Husmeé en al aire. «Una nevada —me dije— es una experiencia para todos los sentidos». Pero los olores: a madera de pino, a piñas quemadas, a castañas que se asan en los rescoldos, no se diferenciaban demasiado de los de cualquier otro día de invierno.

Frente a los fuegos que se habían encendido en las alcobas, se hacinaban todos, extendiendo las manos, dándose la vuelta para calentar también las partes traseras y rifándose quién había de ser el siguiente en acudir a la leñera. Juntaban hombro con hombro, frotaban las manos, echaban su propio aliento sobre ellas (como si quisieran otorgarles vida propia).

Me dijeron, cuando tuve necesidad de saberlo, que las puertas de la ciudad permanecerían tal y como habían estado durante la noche, así que si alguien entró, tuvo que hacerlo saltando. Y si alguien quiso salir, o se llevaba una escalera o se daba media vuelta y regresaba por donde había venido. Y es en esa puerta, y no en la nieve, donde reside toda la ironía.

Rodrigo y yo habíamos colocado el brasero entre medias de nosotros. No hablábamos, nuestras conversaciones nunca habían sido demasiado extensas. Preferíamos otro tipo de compenetración. Él estaba, recuerdo, en calzones y yo, en paños menores también porque hacía frío y no era cuestión de pasearse en pelota por la habitación y coger cualquier enfermedad. Yo me encogía, planeando cómo hacerlo para buscar el hueco del hombro. Él, mientras tanto, extendido en toda su rotundidad. Llamaron a la puerta:

—Señora.

—Un segundo —contesté—. Ahora salgo.

Me levanté y me eché una pelliza sobre los hombros. Rodrigo no se movió. Tenía los ojos clavados en la pared y canturreaba, bajito.

El mozo me miraba, nervioso. Me cubrí más. El suelo estaba frío. Encogí los dedos. Sólo pensaba en regresar al lecho.

—¿Sí? —dije.

—Vuestro marido me ha dicho que os avise.

«¿Qué quiere ahora éste?».

—Pues decidle que espere. O que venga él.

—Pero, señora —replicó—, me ha dicho que es importante y que os interesaría. Es urgente que vayáis.

—Está bien —rezongué—, ya voy. Y ¿dónde decís que se encuentra?

—En las celdas, mi señora.

No me extrañó. Hacía tiempo que los lugares de vicio y depravación de mi marido, que así los llamaba, no podían sorprenderme. Las celdas, ¿quién podría ir a semejante lugar en un día como aquel en el que lo único útil que se podía hacer era permanecer abrigado en la cama?

«La tortura es necesaria», me había dicho alguien, creo que un sacerdote. Sí, fue durante mi infancia, cuando vivía en el castillo de mi abuelo.

Resulta fácil aceptar que tu familia asesina con total impunidad a quien le dé le gana, están en su derecho. Lo tenía aceptado, así debía ser: los reyes matan, los campesinos mueren, es ley de vida. Pero lo que me produjo mayor impresión fue conocer los medios con los que lo hacían. La muerte dejó de ser una idea abstracta y se concretó en esas argollas, en esos collares de metal, en esas poleas, en esas tinajas, en esas sillas con clavos… qué decir: mi abuelo tenía un muestrario que ya quisiera para sí el mismo Herodes.

Las salas de tortura siempre son frías, inhóspitas. Aunque estén en una torre, rodeadas de madera. Y el olor: apestan a dolor, a orines, a pelo quemado, a carne puesta a hervir. Se cubren las ventanas, se tapan los respiraderos porque lo que se hace en la oscuridad no se ve (y acaso se puede olvidar).

—¿Y éste?

Fernando me miraba como si fuera tonta de remate.

—Ése es un cepo, Beatriz. Lo colocan en medio de la plaza. Es para los ladrones. ¿Nunca lo habéis visto?

—Hermano —le digo—, nunca he vivido en la ciudad.

—Entonces venid, que os muestro este de aquí.

«No sé —me dije— si quiero verlo».

—Lo llaman la tortura de la rata.

Asentí con la cabeza.

—¿Veis la jaula que está abierta por abajo? Bueno, pues la colocan encima de la tripa del que sea. Y meten una rata dentro. Después comienzan a atosigarla con fuego y tal, que ya sabéis lo que odian las ratas el fuego, como los escorpiones, ya os lo conté, ¿no?

Vuelvo a asentir. La nuca se me agarrota. Los dedos de las manos, tan fríos.

Y de pronto:

—No, Fernando, no quiero saberlo.

Me siento cansada. Vieja también. «Esto soy yo —pienso—, y todos nosotros». Y este que me habla así es mi hermano, que un día será rey. Y esto que tengo delante es la tortura de la rata que no busca en realidad la muerte, sino el sufrimiento por sí mismo.

—… su única escapatoria es escapar mordiendo la tripa del hombre.

Empiezo a retroceder. Tengo la tripa revuelta.

—Creo que no me encuentro bien —digo.

Pero él no me escucha. Pasea por la habitación, tan liviano. Desliza su palma sobre los objetos que ya no son tales. Me recuerda a un hada, de aquí para allá, y su voz cantarina.

—Y éste es el potro, y éste es el quebrantacráneos, y éste es el péndulo.

El peso de mi cuerpo se concentra en los tobillos. «Tocar cualquiera de estas cosas —me digo— te mostraría lo que no quieres ver».

«¿Cuántas personas —pienso— habrán pasado por aquí?» (como si por ser un número mayor o menor mi asco pudiera ser equivalente).

—No me encuentro bien.

—Ya nos vamos, dejadme que os explique éste.

No hay maldad en sus actos. Se recrea, es cierto, en todo lo que le rodea. Es un niño que estrena mundo. La brutalidad del descubrimiento no es tal en él, sólo le guía la curiosidad. «Mira», me dice.

—No, no, Fernando.

—Es el de la cabra. Consiste en untar los pies del reo con sebo y dejar que la cabra los chupe hasta llegar al hueso.

Y la ira, de pronto. «No está bien —me digo—. Cállate». Y ya no sé si se lo digo a mi mente o a mi hermano.

—Salgamos.

La puerta, a nuestras espaldas. Fernando me mira y no hay expresión en su mirada. Siempre fue un niño vacío. Y yo, supongo, una hermana empeñada en llenar lo que no me correspondía.

—Fernando —le digo—, tenéis que prometerme que nunca los utilizaréis.

—¿Qué cosa?

—Nada de lo que hoy me habéis mostrado.

—¿Por qué? El abuelo los usa.

No dice «me gustan», «me divierten». Las referencias, para él, son externas. «Ahí —pienso— está mi baza».

—¿Y la abuela? ¿La habéis visto alguna vez hacer algo semejante?

Me mira fijamente.

—Ella no es reina. Ni hombre. No sabe lo que son las guerras.

—Y ni tú ni yo lo sabemos, no hemos vivido ninguna —desisto. Decido atacar por otro flanco: por el de su sentimentalidad hacia los animales—. Pero ¿pensáis que está bien que torturen de semejante modo a una pobre ratita? ¿O que obliguen a una cabra a comerse a un hombre? Qué asco —le digo—, piénsalo, carne de hombre, ¡de los pies!

—No —admite.

—¡Entonces! —remato. Y siento que he vencido apelando a su amor por las criaturas no racionales.

Que no quisiera saber no significa que no supiera. Hacía mucho tiempo que había dejado de ser un alma cándida. Y era imposible aislarse, vivir en una burbuja, no darse cuenta de cómo la gente solía entretenerse con lo transgresor, con lo que excedía la moral. Ver, por ejemplo, los brazos con quemaduras de algunas damas. O con marcas en las muñecas de cuerdas. «Pero —me decía— no los juzguéis con acritud, Beatriz, que ellos no han visto lo que tú». En mi mente, de nuevo, el potro, la gota china, el enorme cubo de agua. Por ello, todos los que en sus juegos sexuales utilizaban cadenas, cuerdas, fustas o cualquier otro instrumento no podían más que parecerme unos depravados inconscientes. Y la inconsciencia es, la mayoría de las veces, la verdadera fuente del mal. Si había que escoger el mal menor, preferí siempre a aquellos que atacaban de frente a aquellos que se escudaban en el «no sabía, pensé…». Los que necesitaban acudir a lugares como celdas o cuevas, los que utilizaban animales (para espanto de mi hermano) estaban en el mismo nivel.

Y mi marido no era una excepción. Es cierto que nunca lo había descubierto armado con ninguno de estos instrumentos. Del mismo modo que tampoco me habían llegado rumores de que los utilizara. Pero mi imagen de él no podía ser peor. Le había creado un retrato que comprendía cualquier tipo de perversión. Y sí, mi mente respecto a él era perversa —y puede que hasta injusta— pero era mi manera de protegerme. Corazón coraza, lo habían llamado: clasificar a las personas en buenos o malos absolutos, sin matices.

Tenía que ver con su manera de hacer el amor. Con desesperación. El acto carnal lo era por completo: buscar el alma a través del cuerpo no tenía nada que ver con él. Piel y músculos. La posesión sólo a través del físico. No temía hacer daño o hacérselo a sí mismo. Mordía, pellizcaba, arañaba por sentir que lo que tenía debajo era real. Te cogía, recuerdo, con sus piernas como tenazas. El acto se desprendía de cualquier sentido más allá de la necesidad, de la urgencia. Necesitaba, como si de un instinto primario se tratara, tener conciencia de las formas, del olor, de los flujo, de la corporeidad y humanidad del otro cuerpo que compartía con él ese instante. No había refinamiento alguno: ni caricias, ni besos. La brutalidad radicaba en su simpleza. Se mostraba desnudo y era eso quizá lo que me asustaba más. La verdad sin ambages. Sancho vivía la sexualidad absoluta. Y disfrutaba de ella casi con desesperación, con dolor; como si fuera consciente de que había algo que le faltaba, pero que, sin embargo, ese sentimiento fuera totalmente innecesario para vivir el momento en su plenitud.

No es que viera el cuerpo ajeno como un objeto, sino que lo sublimaba hasta tal extremo que lo demás palidecía a su lado. Me dijo: «En el sexo no hay nada sucio. El límite lo pones tú». Pero él no ponía límites. No había misticismo alguno, era el goce y la necesidad en uno. Cualquier éxtasis no era más que la respuesta de la carne tras haber tocado el lugar adecuado.

El goce era el deseo y ya está. Te transformaba en una cáscara. Lo de dentro, los pensamientos, las ideas, los sueños, el amor, el dolor incluso quedaban anulados ante el ímpetu de la prisa. Cuando hacía el amor se olvidaba de todo lo demás: se permitía gruñir, chillar. Eran dos cuerpos —sí, el mío también— que no responden más que al momento.

Manos que tocan manos. Y miradas, sobre todo después.

Me entristecía pensar que daba igual con quién lo hiciera. Que yo me había transformado en aquello que precisamente odiaba: carne. Le acariciaba, buscaba su nuca, el pelo. Le hablaba sólo por escuchar, en algún momento, mi nombre. Y sobre todo detestaba que lo lograra, que me hiciera olvidar cualquier sentimiento a través del puro hedonismo. Me sentía ridícula, pequeña a su lado. Él, que conseguía neutralizarlo todo (y obligarme a no pensar en nada a mí también, aunque fuera sólo durante un instante). Entonces ya sólo quedaba el odio. «¿Por qué eres así?», le recriminaba. Y él me miraba sin comprender. «¿Dónde está el error?», le preguntaba. Pero se daba media vuelta y se quedaba dormido. Y yo, mientras tanto, con la conciencia de que mis preguntas no tenían sentido porque vivía dentro de un bucle condenado a la repetición diaria.

Y que así seguiría hasta que algo vino a cambiar: el niño.

Atravesé el patio con determinación. La nieve caía sobre mis hombros. En el suelo se habían formado algunas placas de hielo. Me crucé con dos guardias, los hombros y las cejas ya blancos. Los saludé con corrección. «¿Todo bien?». «Sin novedad, señora». El vaho, las orejas rojas, las narices. La nieve crujía mientras se dibujaba el camino por el que había pasado. «Hay algo obsceno —pensé— en pisar la nieve virgen».

Y la quietud. No había pájaros que cruzaran el cielo. Los ruidos eran frecuentes, pero nimios: la gota que rueda y choca contra el suelo, la piedra que se desprende del tejado, el árbol que se agita y luego se queda parado. Los pasos se hacen más audibles. Y la tranquilidad de la nieve ya no es tal. La blancura ya no es pureza. Existen dos momentos que, como dirían los poetas, marcaron mi vida: la primera vez que vi nevar y la primera vez que vi el mar. De ninguno de los dos guardo memoria. Los he olvidado. Y, sin embargo, deben de quedar escondidos en algún lugar de mi mente porque no puedo evitar estremecerme al reencontrarme con cualquiera de los dos. Quizá sea por la apariencia de apacibles que tienen, cuando, en realidad, son los más taimados elementos. Matan con frialdad semejante. Y no dejan de ser excelsos, admirables en su perfección.

Llegué hasta las escaleras de los calabozos y comencé a bajar. Los primeros escalones estaban completamente húmedos. A partir del décimo o así, sólo se intuían huellas de alguien que pasó antes que yo. Ya no recibía luz exterior y sólo las antorchas iluminaban mi camino. El techo, además, descendía más rápido de lo que lo hacía yo, así que al final casi hube de ir inclinada.

«No me ha dicho que me acompañaba —pensé—. Podría haber tenido ese detalle, por lo menos. No, se ha tenido que quedar en la cama, dormitando». El frío comenzó a remitir. Allí abajo el ambiente era más cálido que fuera. «Pero la culpa no la tiene él, yo habría hecho lo mismo en su lugar. Es Sancho, el único, él sabrá lo que se hace. Con el día que hace y yo, en mi estado, subiendo y bajando escalones, ya verá como me desnuque».

Toqué las paredes, una película húmeda las cubría. «¿A qué profundidad me encontraré —musité—. ¿Y quién habrá construido estos pasadizos?». Bajaba y bajaba, hasta las entrañas de la misma roca. «El diablo —pensaba— siempre se esconde en lo profundo, ¿dónde si no podría citarme mi marido? La piedra que pisaba era irregular». Además estaba desgastada por su centro. Quién sabe cuántos pies los habrían recorrido antes que yo. El aire estaba estancado allí y olía a años de encierro. El fuego sólo se agitaba cuando pasaba (lo percibía en la nuca, a diferencia del que me precedía, tan estancado). Pensaba también en la pared que tenía a mi diestra. «Tras ella, me decía —está el foso—. Imagínate que revienta y el agua nos arrastra a todos». En algunos agujeros habían colocado argollas tras las que habían hecho pasar una gruesa cuerda. No la soltaba, aunque me raspase las manos.

El descenso se me hacía pesado. A la incomodidad se sumaba el desasosiego. «Si chillo —pensaba—, nadie podrá escucharme. Correr es inútil». Andaba indefensa en un mundo que ya no era el mío. Me sumergía en el abismo al que mi marido me había guiado. «Es este aire —me dije— el que embota tu razón. Estaré descendiendo por siempre. Bajar hasta lo más profundo y luego seguir, sin descanso». Las llamas, desde las paredes, me parecía que ardían con desgana, condenadas ellas también a hacerlo por siempre. Y el olor de la piedra crecía o quizá fuera yo, que, privada de otro sentido, me refugiaba en él. Las paredes eran irregulares: en unas podía pasar con los brazos estirados, pero de pronto se juntaban hasta obligarme a ladearme y rezar para no quedar atorada como una vaca en el matadero. Escuchaba mi respiración y este hecho, en vez de tranquilizarme, me ponía más nerviosa. «En buena hora —pensé— tuve que casarme. Un verdadero depravado».

Cuando llegué, lo encontré sentado en el suelo. Tenía las piernas dobladas, plegadas sobre su pecho, el mentón apoyado sobre sus rodillas. Me recordaba a un ternero perdido.

—Vais a coger frío sentado en el suelo —le dije.

Levantó la vista. La luz de la antorcha que llevaba en mi mano izquierda lo iluminó irregularmente. Pensé en la luna, en sus dos caras.

—¿Qué queríais, por qué me habéis hecho llamar?

Esto es el fin del mundo. He penetrado en el interior del inframundo y me encuentro con el ser más abominable. Qué alegría.

—Yo no he sido. Fue ella —señala.

Y allí estaba, acuclillada también junto a la pared, tras los gruesos barrotes de la celda. Tenía la cara cubierta con una capucha. Y había en su posición, al contrario que en la de mi marido, que parecía de absoluta dejadez, una evidente tensión. Como el caballero que se prepara para el ataque (Sancho, en cambio, el caballero derrotado).

—Qué bonito —exclamé—, ¡el reencuentro!

¡La que faltaba para crear el marco más bucólico imaginable! Un obseso, una asesina y la mole gorda y casi calva que era yo.

—Beatriz —murmura ella.

—Beatriz —dice él.

—Sí, bueno —me dirijo a mi marido—, por fin la habéis encontrado, ¿no? Ahora podréis enjuiciarla, demostrar a todo el mundo vuestro poder. Juzgar a vuestra amante, seguro que os alegra. Pero si no os importa, a mí me queda todavía un largo camino de ascenso.

Me alegraba verla, he de reconocerlo. Blanca había aparecido y sus manos, las miré con la luz del fuego, que ahora sostenían una capa alrededor de su cuello, eran las mismas que durante tantos meses me curaron. Hube de contenerme para no agacharme yo también y obligarla a besarme: «Bésame, todo está perdonado».

Pero si no lo hice fue porque estaba él allí y me dolía que ella hubiera acudido a verlo en primer lugar y que hubieran hablado, los dos, sólo el Señor sabe durante cuántas horas. Cuando se encontraba con Sancho, Blanca se convertía en una prolongación de él. Y mi odio fluía del uno al otro con perfecta equivalencia. Los dos juntos cobraban una entidad nueva en la que mi furia podía fluir con total tranquilidad.

—¡Por supuesto! —responde—. Será juzgada y la colgarán, como es menester. Es una asesina y morirá como tal.

Mi odio entonces es sólo para él. O por lo menos su intensidad es mayor.

—Me parece perfecto. Salid a decírselo a todo el mundo. ¿Por qué no lo habéis hecho ya? Todos aguardamos vuestro veredicto con impaciencia, oh, mi señor. ¿Por qué os guardasteis el secreto? Qué desconsiderado.

Quiero herirlos, a los dos. Estoy encerrada en una pesadilla, pienso, con las dos persones a las que tendría que querer más en el mundo pero a quienes detesto. Porque, de pronto, descubro que del amor más sublime al odio más perfecto hay sólo un paso. Y yo, lo siento mucho, he cruzado la frontera.

En algún lugar del mundo habría alguien sintiendo simétrico dolor al mío, pero me parecía ser la única. Era la traición condensada en aquellas dos personas y en aquel calabozo en el que, aunque sin rejas que me impidieran la salida, me sentía encerrada.

—Porque yo se lo pedí —la voz de Blanca es cansada y apagada. Hay, no obstante, brutalidad en sus palabras.

—Bueno, por lo menos a vos os hace caso.

—Me lo debe.

Sancho se puso en pie. Sus uñas se agarraron a la roca, como si hubiera hecho un tremendo esfuerzo. Chirriaron. Sus piernas temblaban.

—Y ¿por qué? —pregunto—, ¿por qué conmigo?

Me mira triste. «¿Sois tonta? ¿Os habéis dado un golpe en la cabeza?», parece decir. Calla, supongo que por no empeorar las cosas. Pero su silencio es suficientemente elocuente.

—Bueno, os dejo solas. Avisadme, Beatriz, cuando hayáis terminado.

—Recordadlo —le dijo entonces Blanca— ni una palabra a nadie hasta que yo haya hablado con ella.

—Os he dado mi palabra.

Me siento excluida. Diálogo de amantes, cuánto amor en cada palabra.

—Bueno, si no os importa, seré yo la que me retire.

No me escuchan. Se miran entre ellos, sosteniéndose la mirada.

—Hace tiempo que dejé de creer en vuestra palabra.

Al pasar, Sancho agitó el aire. Después, la tranquilidad. Y el silencio.