12

(DEL HIJO).

Apareció primero ella. Me dijeron: «Señora, ha de acudir a las cocinas».

Rezongué. Nunca me había gustado ese lugar.

—No se asuste —me dijeron.

—A estas alturas, ¿qué podría asustarme?

Me salió al paso mi marido.

—No deberíais verlo.

—¿Desde cuándo, Sancho, vos podéis decirme lo que debo o no ver?

—Lo hago por vuestro bien.

—De eso no me cabe la menor duda.

Y seguí andando, todo lo digna que era capaz.

Atravesamos el patio. Estaba amaneciendo y los estorninos cruzaban el cielo. Todavía se podía ver la luna poniéndose por el sur. —Bonita mañana— me dijo.

—Las he visto mejores.

Que para galanterías o sutilezas estaba yo.

Los pies se me hundían en la nieve. Observé los techos del alcázar, todos cubiertos con una manta blanca, como si Dios se fuera de mudanza. El agua goteaba por la piedra como estrías y colgaba en estalactitas deformes. Miré más allá, y entre el cielo y el suelo, del mismo color, sólo se distinguía el crucifijo de la Veracruz.

Descendimos por la escalera del patio. Alrededor de la entrada estaba despejado y podía verse el suelo original. Sentía la sal que habían echado para fundirla crujir bajo mi peso. Uno de los guardias me sostenía por el brazo. El resto, mi marido entre ellos, marchaba detrás y el sonido de sus pasos tenía algo de chirriar de dientes. Inusitadamente, la entrada estaba desierta, cuando lo normal era ver gente subiendo y bajando con bandejas. Nos acompañaba una luz azulada que se fue tornasolando a medida que bajábamos.

Lo primero que me recibió al entrar en las cocinas fue la vaharada habitual de humo cálido. Y luego los olores: el del pescado en descomposición, el de las tinajas donde la sangre de cerdo se fermenta, el del ajo machacado, el de las plantas aromáticas que cuelgan del techo como musgo: la mejorana, el cilantro, el cebollino, la pasiflora.

—Beatriz, insisto en que es mejor que no lo veáis. Os lo ruego, incluso.

—¡Para ruegos estoy yo a estas horas!

Y pensé: «Qué dolor de cabeza da este hombre, es insufrible».

A la luz de los fogones, todos parecían mucho más pálidos. Enormes ojeras rodeaban sus ojos. No, definitivamente, no me gustaba aquel lugar, no me gustaba andar por debajo de la tierra, se lo dejaba a los topos, a las lombrices. A pesar del fuego, de las velas, de los hornos, era frío. Las esquinas estaban cubiertas por lo que parecía musgo verde.

Nadie lloraba, supongo que el trabajar en cocinas curte de algún modo. Tanta víscera y tanta entraña tienen que fortalecer el ánimo. Y ya era el segundo cadáver en el mismo mes.

Estaba colgada por los pies de una de las vigas. La cuerda, que pasaba por encima a modo de polea, había sido atada a un clavo de la pared. Sus brazos, estirados, ni siquiera tocaban el suelo. Había vomitado y la mancha en el suelo trazaba una línea perpendicular perfecta con su cuerpo. Giraba. Había veces que se le podía ver la cara y otras el pelo, húmedo o grasiento, que con la escasa luz que había no podía distinguirlo con precisión. Tenía los ojos abiertos y la boca cerrada. Y las faldas caían sobre su cadera, arrebujadas, descubriendo unos muslos gruesos y un pubis negro y peludo.

—Descolgadla —dijo mi marido.

Cayó como un fardo. Sonó ploc, al golpear su cráneo contra el suelo. Se quedó, con la falda todavía sin bajar y los brazos retorcidos.

—¿Quién era?

Nadie contestó.

—¿Quién era? —repetí.

Por fin un hombre bajito con ojos pequeños como de lagartija y que desprendía un olor que repelía se acercó.

—Una cocinera, señora.

—No os he preguntado qué era, sino quién era.

—Se llamaba Vigila.

—¿Vigila? Y dime, ¿sabéis acaso por qué la han matado?

Guardó silencio.

—Eso es un sí, ¿no?

Me había acercado a ella. En el cuello tenía otra cuerda con restos de piel. «Asfixia —me dije—, la han asfixiado». Sus ojos brillaban como perlas sobre las que incide la luz.

—Ya sabe, señora, por meterse donde no la llamaban.

—Y dónde se metió, si se puede saber.

Giró su cabeza, como si buscara auxilio. Comenzó a llorar, una baba gruesa cayó desde su mejilla al suelo.

—Ay, señora, no me hagáis hablar, que ésas son cosas de grandes y yo soy un pobre hombre y no tengo ni idea de nada.

—Vamos a ver —le había cogido por el brazo. Sancho, detrás de mí, me miraba—. Me va a decir lo que sabe.

Un chico entró corriendo. Sudaba.

—¡Señores! —exclamó—. ¡Han de subir! ¡Otro muerto! ¡En el pasillo!

—Bueno —murmuró Sancho—, ¿es que hoy es el día de muere y vencerás?

Yo creía que cuando reventabas un grano, lo primero que salía era la grasa y luego la sangre. Con el Quiste, sin embargo, no fue así.

—Señora —me dijo Rodrigo—, no deberíais estar aquí.

«Bueno —pensé—, ¿es que se han propuesto todos decirme lo que tengo o no que hacer?».

Repugnante es el único adjetivo que se me ocurre. Todo sangre, ese hombre era una bola de sangre. Lo había puesto todo pringando. Hasta en el techo había manchas. No fue considerado ni en la hora de su muerte.

—Qué asco —dije.

Sancho parecía deshecho. Se acercó al despojo de lo que hasta hace poco había sido su amigo y apoyó sus manos sobre él, sobre su sangre.

«No va a volver a tocarme con esas manos», pensé.

Rodrigo se me acercó y me cogió por el brazo. Es curioso, porque en ese momento tuve deseos de desmayarme.

De pronto pareció que a mi marido le acometía una fiebre inusitada. Agarró la empuñadura del puñal que asomaba del cuello de esa bola deforme que había sido el Quiste y tiró con fuerza.

Sus ojos relampaguearon cuando se giró para mirarme.

—¡¿Qué es esto?! —preguntó tendiéndome la mano.

—Bueno, y yo qué sé —exclamé sin mirar.

—Fijaos con atención, Beatriz, que tenéis que saberlo.

La sangre acudió a mis mejillas en oleadas. Me agarré con más fuerzas al brazo de Rodrigo.

—Es mi… —susurré.

—Sí, vuestro puñal.

Lo primero que pensé: «Qué asco, no volveré a utilizarlo». Lo segundo: «Cómo habrá llegado hasta ahí, hasta el gaznate de esa cosa». Lo tercero que pensé: «¡Blanca!».

—¡Blanca! —exclamé. Y esta palabra pareció obrar como un ensalmo.

Rompí a llorar. Rodrigo se abalanzó a cubrirme con sus brazos. Y mi marido a chillar como un poseso:

—Que la busquen por todo el palacio, que la encuentren, que la apresen, que la traigan aquí, que la juzguen, que la maten, que la maten, que la maten.

Parecía que estuviera loco de verdad, que se quisiera precipitar sobre mi cuello y morderme. Me agarré más fuerte a Rodrigo.

Y yo:

—No, no, eso no, que es mi amiga.

Y Rodrigo:

—Vamos, señora, tiene que volver a su cama.

Y yo de nuevo:

—Que es mi amiga, no le hagan daño.

Estaba, lo reconozco, enajenada. Lo que me dolía no era la versión escabrosa de los dos cadáveres, sino la certeza de que había sido Blanca, y no otro, la culpable de estas muertes.

Me llevó casi en volandas. Apoyé mi cabeza contra su pecho. La tripa, mi tripa, tan grande. «Tranquilizaos, señora». Y yo, a lágrima viva. «Blanca, no. Blanca, no». Me pasaba un dedo por la mejilla. «Vamos, señora, que no sucede nada. Que estarán en el cielo». Y yo: «No, el Quiste no, que era gordo y feo». Y él, que abre la puerta con el pie (todavía podía escuchar los gritos de mi marido). «¡Mi puñal! —exclamo—, se me ha olvidado». «Ya lo recuperaréis, mi señora. No os preocupéis». Y su dedo, que dibuja mi mejilla, que baja por mi cuello, que se detiene en la perla que cuelga de él. Empuja la puerta con el costado. «Retiraos todos —dice a mis damas—, la señora tiene que dormir». Una mancha oscura se ha dibujado en su hombro. «Son mis lágrimas», pienso. Y mis mocos. Y vuelvo a decir: «¡Blanca!». Me deja en la cama. «Huele a caramelo —me digo— su piel». El lecho se hunde bajo mi peso. Me acurruco. Escondo mi cabeza en el travesero. Me tapa. No me quita los escarpines, los noto, con la mezcla de sangre y de nieve humedeciendo las sábanas. «¡Mi puñal!». Y él: «Dormid, dormid». Y yo: «He de encontrarla». Y él responde: «Tratad de dormir, que os hará bien». Y acaricia mi frente y hunde sus dedos entre mis cabellos y me dejo hacer porque hay algo en su gesto de mecánico y algo en sus ojos de hipnótico.

Y me duermo.

Cuando despierto, apenas entra luz por el vano. Un filo se dibuja en el suelo, justo a la diestra de mi cama. Él, Rodrigo, ha permanecido todo el rato ahí, mirándome. Y ahora, sobre su mano doblada, ha recostado su cabeza. Me levanto, me quito los escarpines y descalza, me acerco hasta él. Le toco el pelo. Es suave. Paso mi dedo por su cara (todavía siento la marca que dejó el suyo). Se despierta. Me mira. Sonríe.

—Buenas noches —le digo.

Sigue sonriendo. Me coge, dulce y firme, la cabeza entre sus manos. Noto la sangre latiendo contra mi piel. O es la suya. Ya no lo sé. Y sus ojos, tan verdes.

—Gracias —le digo.

Y él entonces, dulce y firme todavía, hunde sus labios entre los míos como un aguijón. Un instante. Me retiro. Me siento blanda, perdida.

—Tened cuidado —le digo.

—¿Os he hecho daño?

Y yo:

—No, no es eso, la puerta está abierta.

Y sabe que he claudicado. Su sonrisa se expande, gozosa.

—¿Estáis segura?

Y yo respondo:

—Sí.

Y me callo (cuando en realidad quiero decirle que nunca he estado tan segura).

Y la respiración ya no tiene ritmo. Ya no es mía.

Entonces se levanta. Me empuja por los hombros hasta el lecho. Me tumba. La tripa, el niño, forma una montaña informe sobre las mantas.

—No lo miréis —le digo, la cubro con mis manos.

Y él se agacha, las aparta, la besa.

—¿Por qué no habría de hacerlo? —pregunta—. Sois vos.

Me mira mientras sus manos bajan hasta mis pies. Encojo los dedos. Quiero que sean pequeños. Hacerme pequeña toda yo.

Y comienzan a trepar por mis tobillos. Los besa también.

Rodea con sus dedos mis gemelos. Y su piel, que es áspera, me recorre entera. «Sube por mis muslos como una araña», pienso. Me hace cosquillas, río. Y él también, reímos los dos con una risa simétrica.

No se detiene en mi tripa. Agarra el corpiño, lo muerde. Escucho el sonido de su mandíbula al cerrarse. Lo huelo, todo él y es amargo, su olor es amargo. Y necesario.

«¿Es esto el vértigo?», me pregunto.

No, no veo la cara de mi marido, no veo al Quiste, no veo a Blanca. Me veo a mí misma, tirada en las mantas que antes fueron testigo de mi enfermedad y que ahora lo son de mi amor.

Se me llena la boca.

«Amor», repito.

Y él: «Sí, sí, amor».

Su barba es ahora la que recorre mis muslos.

Y luego el cuello, sin detenerse, como si supiera perfectamente por dónde ha de ir.

Y un escalofrío. «Soy infiel —me digo—. Ahora soy como él. Ya no podré juzgarlo».

—¿Qué te pasa?

Quiero decir: «Que tengo miedo. Que tengo un nudo en el estómago. Que te deseo y no. Porque ahora soy infiel. Que te necesito. Que ahora eres mío». Pero contesto:

—Nada, seguid.

«La infelicidad —me digo— es necesaria en el matrimonio». Pero no fuimos nunca un matrimonio, sólo ante los ojos de Dios. Y Dios no mira, no ve nada. Y yo no tengo a quién serle fiel o infiel.

—Espera —digo.

Y me levanto. Débil, la sangre baja por mi cuello, de nuevo.

Me llevo las manos hasta la cadena, me quito la perla, la arrojo hacia la pared. El sonido es tenue.

—Ahora —digo.

«Es tristeza —me digo— esto que siento. Y nostalgia. Porque lo he quemado. Ya no queda inocencia. Y quiero llorar de nuevo por esa pérdida. Hagámosle un funeral a su altura. Que le canten alabanzas. La pureza».

—Déjate llevar —me dice.

Y suena a poema.

Pienso en Blanca, en que querría pedirle su opinión. Decirle: «¿Qué creéis? ¿Hago bien?». Pero no está porque ha matado al Quiste, a la cocinera y posiblemente me quisiera matar a mí. Y ahora vivo en un castillo plagado de fantasmas.

Besa mis pechos, que son grandes. No los reconozco.

Su saliva va dejando un rastro sobre mi cuerpo. Puedo dibujar la forma de sus besos. Hundo mis manos en su pelo, detrás de sus orejas.

El pecado de la concupiscencia.

—¿Hacemos mal? —le pregunto.

Me mira con ese verde que es puro.

—¿Mal, Beatriz?

Y pienso en el mal, en todo lo malo que he hecho en la vida, en mi infancia, en la adulta que fui, que soy. Y me digo: «No, esto no está mal, es perfecto». Pero me siento débil. Y el miedo.

—No, no os preocupéis.

Se tumba a mi lado.

No quiero perderlo. Ha sido creado para mí.

Ahora soy yo la que lo desnudo. Mis manos tantean su ropa, sus calzas, que caen hasta la altura de sus tobillos, las empujo con mis pies.

Pruebo sus labios. Y me saben a todas las mujeres a las que ha besado antes que yo. No soy única. Nunca lo seré. En ellos está su memoria. El alma de todas. Se quedaron atrapadas como se quedará la mía. «Tiene cientos —pienso—, cientos de mujeres que conocen el sabor de su sudor, que han besado cada trozo de piel que yo bese. Y las seguirá teniendo mientras esté conmigo».

«Y las tendrá cuando yo no esté. Pero ahora es mío, esta noche es mío. El verde de sus ojos. Mío». Y los beso con fuerza porque quiero hacerle sangrar, marcarle, sí, como a los cerdos, con el sello de mis dientes en sus labios y que la próxima vez que otra lo bese, diga: «Aquí, en este sitio exacto, sabe a Beatriz».

—Ay —dice.

La boca se me llena de sangre. Y río. Porque ya no soy débil. Su sangre me ha henchido. Y ya podemos ser sólo uno.

Su cuerpo, como labrado. Sus músculos en tensión. No tengo miedo de su cuerpo porque es mío. Del todo.

No hay posiciones. No es un juego de ajedrez. Es un reencuentro.

Ser grande, sentirse poderosa. Reina. Madre. Entender de pronto qué es la vida (tener los ojos grabados en la retina de todos aquellos que murieron, del sonido gorgoteante de la sangre del Quiste).

Y luego ser ritmo, en su estado más perfecto. Convertirte en tiempo y superarlo, por unos instantes. Que no exista nada más: el cuerpo y el alma perfectamente unidos y luego ni eso porque ya ni cuerpo, ni alma, ni Beatriz, ni Rodrigo. Y gritar para recuperar la conciencia. Chillar todo aquello que te comprimía y extenderte, toda tú, sobre el cuerpo del hombre que te ha llenado.

Lo besé, después, en la frente (y su sudar era dulce).

—Mira —le dije señalando a mi tripa—, ahora ya te reconoce.

Dormimos abrazados, el uno junto al otro.

—Que no se entere tu marido —me murmuró.

Pensé: «¿Por qué no? ¿Importa en realidad? ¿Dónde está la gracia si no?».

Le pregunté: «Rodrigo, ¿dónde nacisteis?».

—¿Os molestaría si habláramos mañana?

—Por supuesto que no. Buenas noches.

Sancho ya lo sabía, lo supo desde el principio. No pasó ni dos días antes de que me citase en su alcoba.

Llamé a la puerta. Nunca había estado allí, pero todo me era familiar, como si ya lo hubiese vivido, supongo que porque era su naturaleza y no la decoración la que lo llenaba todo.

—Pasad, sentaos —dijo mientras me indicaba una silla de tijera.

Tomé asiento como todas las embarazadas: echando la espalda para atrás, agarrando con una mano el reposabrazos y con la otra sujetándome la tripa (como si se pudiera caer). El, ya sentado justo en frente, me miraba con atención.

—Bien —dije—, ¿qué queríais?

—Hablar con mi mujer.

«Mal comienzo —pensé— si se dedica a tratarme como una posesión».

—Bien, mi marido —repuse—, vos diréis.

—Querría que comentáramos todos los hechos pasados.

—¿Qué hechos?

—Pues la desaparición de Blanca, el asesinato de la cocinera…

—De Vigila —le interrumpí.

—Sí, de Vigila. Y de don Pedro.

—Y de Inés.

—¿De Inés?

—Sí, la mujer que saltó.

Asiente, pasea su mano por el mentón.

—Tenéis buen aspecto. Os ha vuelto a crecer el pelo.

—No os desviéis, Sancho.

—No me desvío, Beatriz. Vuestro pelo es importante en todo esto.

—¿En qué sentido?

—En que era Blanca quien os envenenaba.

—¿Cómo lo sabéis?

—Me lo dijo ella.

Quiero hundirme allí mismo. Hundirme en lo más profundo.

—¿Vos también lo creéis?

—Pero ¿no me habéis escuchado? ¡Lo sé!

Me miro las muñecas donde hacía tantos años me hice los cortes. Ahora sólo quedan surcos, como un río que se deseca.

—¿Y mi aya entonces?

—Pues posiblemente la matara.

¿Por qué no hicisteis nada? ¿Por qué os callasteis? ¡Sois hermano del rey! ¡¿Dónde queda vuestro poder, dónde vuestro honor?! Sé la respuesta. Es como yo. Ciego por Blanca como yo lo estoy con Rodrigo.

—La matara —repito.

—Y a la cocinera, y al Quiste.

«Ahora resulta —me digo— que Blanca era una loca peligrosa que iba matando a todos».

Y de pronto recuerdo a mi hermano Fernando y su colección de animales. Recuerdo la cesta donde almacenaba los ratones. «Mira —me decía—. Se violan. Se abalanzan los unos sobre los otros, incluso en grupo». Y yo lo miraba, el futuro rey observando el comportamiento desviado de los ratones de campo. Y luego: «Mira, las cucarachas nunca se separan de las paredes. Inténtalo». Y yo: «¿Estás de broma?» (los bichos, moviendo las antenas). Entonces él los cogía y los dejaba en medio de otra cesta y los repugnantes insectos corrían hacia la pared y se quedaban quietos (moviendo las antenas). Ésas eran, recuerdo, las cucarachas que cogía Juan para descabezarlas y dejarlas en las camas ajenas.

«Mira los murciélagos. Qué solidarios son: regurgitan, sangre incluso, para alimentar al compañero». Y yo: «¡Sí, una delicia de animales!».

«¿Sabes que los pájaros no hacen pis?».

Y luego su manía de las abejas. «¿Sabes qué?». Y yo: «No, claro que no». «Que las abejas reinas, tras el apareamiento, echan a los zánganos del panal». «¿Ah, sí?». «Sí. Y tras días mueren de hambre. Aproximadamente tres».

Aprendía mucho con Fernando.

Blanca, la pobre zángana sin panal. Dando vueltas por ahí.

—Ah, pero yo creía que pensabais que la había matado yo, que era mi puñal el que se había encontrado.

Se levanta, me coge las manos.

—¿Vos? Seríais incapaz.

No sé por qué, pero el comentario me duele.

—¿Pensáis que no podría hacerlo?

—Sí.

—Pues el puñal era mío y os ruego que me lo devolváis.

—Está bien. Con una condición: que me digáis dónde se esconde.

Sus manos me repugnan:

—¿Perdón? Que yo os diga ¿qué? —me río, con mi risa más cruel—. No os equivoquéis, que si alguien lo sabe sois vos, y no otro.

Me suelta de pronto y se da media vuelta. Me habla de espaldas.

—¿Porque fuera mi amante tendría que saber todo lo que hace?

—Es lo natural, ¿no?

—¿Acaso vos sabéis lo que hace don Rodrigo?

—¿A qué os referís?

—Beatriz, que os tengo por inteligente, no disimuléis. Lo sabe todo el mundo. Vuestra discreción brilla por su ausencia.

¡Y él se atreve a decírmelo!

—No consiento que me habléis así. De hecho, creo que hemos terminado esta conversación.

Me pongo de pie. Me coloco el traje.

—Vos habréis terminado, pero yo no, porque por más que os pese, los dos vamos a ser padres.

—Vos lo seréis, no yo. Este hijo no es mío.

—No digáis sandeces.

—Aunque —continúo— os debe de resultar normal: debéis de tener el mundo lleno de vuestros hijos.

—No —replica con rapidez—, sólo tengo éste —se corta, enrojece.

«Se siente atacado», pienso al ver cómo se lleva la mano al costado. Aprovecho su debilidad. Siempre me sentí hombre: atacando hasta el último momento, sin conmiseración para con los caídos.

—Y eso por no hablar de todos aquellos que no tuvisteis. ¿O sí? Porque quién me dice que el hijo de vuestro hermano, el de Inés, no era en realidad vuestro.

—Beatriz, desvariáis.

—No, no lo hago y lo sabéis. ¿Vais a negar que os acostabais con Inés?

—¿La bruja?

Silencio, espero que continúe. Pronto será la hora de comer. El niño tiene hambre, se revuelve. Yo también, quiero salir de allí, me sofoca el ambiente, me aplasta. No lo soporto, no aguanto a ese hombre que no deja de mirarme. Sus ojos, tan oscuros, tan diferentes a los de Rodrigo. «¡Rodrigo! —pienso—, ¿dónde estáis?».

—Sí, como vuestro amante, capaz de embotar a los más cuerdos. ¡Si supierais, Beatriz, con todas las que se ha acostado!

—Eso no es de vuestra incumbencia.

—Tenéis razón. Y no lo sería si él mismo no lo pregonara a los cuatro vientos.

—No hace eso, mentís.

Estoy cansada de estar de pie. He de irme. De esto no saldrá nada bueno. No tiene sentido. Esta conversación es absurda.

Se ríe y su risa me sobrecoge.

—Preguntadle a Inés, ya que tanto habláis con ella de las aventuras de semejante caballero.

—¡Es el siervo de vuestro hermano!

Se ríe, aún más fuerte.

—¿Y qué? ¿Acaso porque sea mi hermano tendría que quererlo?, ¡y cuánto menos a su siervo, a un cretino integral como don Rodrigo!

Resulta despreciable. Una rata no estaría a su altura. Pienso en Fernando, él encontraría un animal mejor con que compararlo.

—No, de vos no se espera tal cosa. ¿Querer? ¿Vos?

El también se pone de pie.

—¿Y vos? ¿Me vais a enseñar vos lo que es el amor? Alma frígida, el ser más egoísta que ha pisado la faz de la tierra.

¿Cómo se atreve? «No sé en qué momento —me digo— el mundo ha comenzado a ir al revés». ¡Ahora es él el alma amorosa de la habitación! El, que tiene la delicadeza de una estaca.

—No he venido aquí a ser insultada —contesto, con mi tono más frío—. Me voy. No intentéis volver a detenerme.

—Idos. No tenéis ni idea de lo que es ser ultrajada.

—Me parece que vos tampoco.

Se deja caer sobre la silla.

—¿Sabéis lo que es vivir siempre a la sombra de un hermano cuyo único mérito es ser mayor? —su voz es ahora meliflua.

—¿Sabéis lo que es ser la mayor pero por ser mujer tener vetado todo? —me giro, con rabia.

¿Qué sabrá él? El señor conde de Alburquerque y de Haro y de no sé cuántos señoríos. Y yo qué, la hija del rey, la hermana del rey, la esposa de mi marido, la madre de mi hijo. Y nada más.

—Si supierais todo lo que sé yo del rey, comprenderíais por qué Inés se tiró por la ventana.

Me siento yo también, de nuevo.

—¿Inés?

Habla como si yo no estuviera allí.

—Se tiró, estoy convencido. Empujó al niño y detrás fue ella. Estaba cansada de él, de que le pegase, de que día sí y día también la cogiese por el brazo y la amenazase con arrojarla fuera del castillo.

—¿Y la reina?

—Callada, por miedo, que no sabéis el carácter que gasta mi hermano —me mira, largo—. Nos odiaba a todos, incluso a nuestros padres. No podía perdonar ser el bastardo, no ser el heredero legítimo. Y lo pagaba con cualquiera que tuviera a mano. Mejor cuanto más débil. Y yo, Beatriz, era de sus hermanos pequeños. Y tan bastardo como él. Nos encerraba en baúles, nos untaba de brea, nos obligaba a comer…

«No me da pena», pienso. Es penoso, sí. Pero no siento tristeza por él.

—Entonces la conocíais…

—Como todos, Beatriz. No era una santa. Pero no se merecía acabar como acabó. Defenestrándose.

Se regodea en la palabra.

—Este alcázar está maldito —murmuro.

—Sí.

—Y ¿cuándo nos vamos?

—Cuando deis a luz. No podemos arriesgarnos, comprendedlo.

Y eso me siento. Como un estuche. ¿Qué será de mí cuando me vacíe?

—Muy bien, quedémonos. Vos veréis.

—No me habléis en ese tono, no me gusta.

—¡Como si a estas alturas me importase un ardite lo que os gusta! Me voy. Ya no aguanto más esta plática.

—Sí, id. Volved con él. Es lo mejor.

—Me alegro de que lo reconozcáis.

Me he vuelto a poner de pie. «Con tanto ejercicio —pienso—, no me extrañaría ponerme de parto ahora mismo».

—Espero que os satisfaga por completo.

—Creo, señor, que eso ni os va ni os viene.

—Sois mi mujer.

—Bien pronto lo olvidáis cuando os lleváis a quien queréis a dormir con vos.

—Qué poca idea tenéis de la vida.

—Porque no he tenido un maestro como vos.

—Como todas: ignorante, desalmada, cobarde.

Estallo:

—Y vos: pacato, palurdo, acomplejado.

Cojo el picaporte. Lo aprieto con fuerza. Lo giro.

—Un momento, Beatriz, quiero deciros una cosa —su voz es cansada. Todo en él, tan cansado, como viejo.

—¿Qué? —suena seca mi voz.

—¿Sabíais que los ojos se oxidan?

—¿Qué?

Está loco, es un demente, mi marido está fuera de sus cabales. O acaso sea este castillo, que nos vuelve a todos locos.

—Mis ojos, que eran grises. Y ya no. Ahora son oscuros. Como vos.

Resoplo y cierro la puerta de un golpe.

Sancho era en realidad el noveno de diez hermanos. Pero en el momento de nacer ya tres habían muerto antes que él. Y sólo uno le sobreviviría: precisamente su hermano, el rey Enrique. Pedro, Sancho, Tello, Fadrique, Enrique, Fernando, Juana, Juan, Sancho y Pedro. Así se llamaban por orden de nacimiento.

Su madre no lo tuvo muy difícil para encandilar a Alfonso XI y las crónicas se hacen eco de la influencia que llegó a ejercer sobre él. Como Inés, mi madre, venía de una familia rica, dueña de extensas tierras y que, como ella, no hubiera necesitado de la sombra de ningún rey para dar su paso a la historia. Pero su amor fue más grande y éste le costó la vida.

Mientras vivió su amante, Leonor tuvo una existencia desahogada en la que podía dedicar todo su tiempo a sus hijos. A pesar de que nunca se sobrepusiera de la temprana desaparición de dos de ellos: Sancho el Mudo y Fernando, el advenimiento de los siguientes colmaba en cierto modo el vacío que habían dejado los vástagos fenecidos. Así, cuando Sancho, mi marido, nació, poco podría prever lo difícil que sería su vida en el momento en el que su padre y su madre desaparecieran. Lo tenían todo: una madre que vivía volcada en su educación, un padre al que, a diferencia del mío, lo que más le importaba era su familia (la nueva, la que se había buscado, no la legítima), una casa con jardines y fuentes y preceptores encargados de su educación. Cuando iban a misa, sus convecinos los aceptaban como miembros de la nobleza. Y es curioso porque, aunque Leonor, a diferencia de mi madre, nunca se casara con su amante, siempre fue mejor aceptada en su reino que Inés en Portugal.

Sancho era un niño tímido, de ojos grandes y pelo rizado y negro. Tenía las manos blancas y grandes y con ellas se agarraba a las faldas de su madre cuando sus hermanos se metían con él. Era delgado, pequeño y a veces, al hablar, tartamudeaba. Pronto aprendió que, entre las peleas de los hermanos, era mejor mantenerse apartado de Tello y de Enrique. El primero, de carácter irascible, tenía un derechazo capaz de hacerte caer de espaldas con un solo golpe. No obstante, su inteligencia no tenía punto de comparación con la de Enrique. Entre los dos formaban el tándem perfecto: uno pensaba el golpe y el otro lo ejecutaba. Ya desde pequeño, Enrique demostró sus dotes de liderazgo. Los mejores aliados de Sancho ante sus envites eran Juana y Fadrique, quien, a pesar de ser gemelo de Enrique, no tenía nada que ver con él. Fadrique, sin ser tan listo, era mucho más valiente y su dominio de las armas le permitiría, llegado el día, convertirse en el Maestre de Santiago. Poseía además una capacidad asombrosa para inventarse historias. Y siempre pronunciaba las palabras justas para consolarlo. Pero dejaría de hacerlo precisamente el día de la muerte de su madre.

Primero fue el padre quien, en 1350, moría en el asedio de Gibraltar víctima de la peste. La viuda legal, llegado este momento, se vio con las manos libres para hacer con aquella que le había robado el marido, Leonor, lo que quisiera. Porque ancha es Castilla. La atrapó primero y la encerró en el Alcázar de Sevilla. Posteriormente, fue trasladada a Carmona. Y desde allí, la muerte no se hizo esperar. Corría el año 1352 y mi futuro marido, Sancho, sólo tenía nueve años.

Blanca, como los zánganos, apareció tres días más tarde. ¿Qué podría decirme ahora Sancho?