11

(DEL PADRE).

Extraña palabra el odio. Quizá no odiara a mi padre, o a mi madre. Nunca lo verbalicé, nunca me dije: «Mujer, he ahí a tus progenitores, los que han hecho de ti lo que eres, son culpables, ódialos».

No. Los quería en la misma medida que los odiaba porque estaba llena de ellos (y me quería y me odiaba del mismo modo a mí misma). Personalizaban, ellos dos, los sentimientos más encontrados porque estaban demasiado cerca de mí —incluso cuando ya ni siquiera vivían.

A mi abuelo, al contrario, lo odiaba en toda la extensión de la palabra. «Te mataré —pensaba—. Cavaré tu tumba con mis manos pero no la pisaré para que nadie pueda creer jamás que fuiste humilde. No te ganarás el cielo gracias a mis pasos. No, abuelo, ahí te quedas. O mejor: el olvido. Que nadie te recuerde». Ningún juicio en su contra o en su favor, sino el más absoluto silencio. Muerto ya para todos.

¿Cuánto hay de recreación en mi odio? ¿Me aferró a él casi como vía de escape? ¿He magnificado tanto mi rencor para ser menos imparcial con mis padres? ¿Personalizo en mi abuelo todo lo que en realidad sentía y que no podía expresar de otro modo?

No tengo respuestas para estas preguntas. Pero ¿de verdad importa? Quizá mi inquina hacia él pudiera ser menor, no lo niego. Y sin embargo seguiría ahí, agarrado en mi estómago como una úlcera. Además, me crié en esa aversión, son las únicas aguas en las que sé bogar. Y sin odio no podría entender quién soy ahora y por qué. Y hoy lo que tengo por seguro es que mi abuelo es una persona que merece ser odiada.

Era un ser rencoroso, infectado por el poder. Tenía todos los motivos para ser feliz y no lo era. De hecho, lo único que parecía hacerle feliz era su propio sentimiento perpetuo de infelicidad. Bueno, y fastidiar la vida a todos los que lo rodeaban. Sólo estando completamente a disgusto conseguía dormir por la noche (y, aun así, estoy convencida de que en sueños únicamente pensaba en cómo hacer para que el día siguiente fuera todavía peor que el anterior). Tacaño hasta la extenuación. No se fiaba nunca de nadie. Por eso dormía con todos sus tesoros metidos en un baúl de su alcoba. Y si el día no había sido lo suficientemente productivo como para poder conciliar el sueño, los sacaba —me consta— uno a uno y se dedicaba a admirarlos. Comía poco y procuraba que los demás lo hiciéramos aún menos. A pesar de todo, su tripa era prominente, lo que me hace sospechar que en ese baúl de los tesoros tenía que guardar otros de tipo culinario. Así nos tenía a todos, delgados como una corte de raspas de pescado lastimosas. Los ataques a la despensa resultaban frecuentes. Cuando alguien sacaba la llave al ama, se creaba una ola de confraternización entre todos los habitantes del palacio sin importar la edad y atacábamos como verdaderos cernícalos, convenientemente organizados, eso sí, para que mi abuelo no pudiera sospechar. Su odio se convertía entonces en ira. La sonrisita malvada que tenía siempre en su cara se transformaba en una boca semiabierta y en unos ojos saltones, como los de una vaca a la que tiraran demasiado de las ubres. Pero cuanto más se enfadaba, más la saqueábamos mis hermanos y yo.

Si se producía un desafortunado y horroroso gasto, como él decía, pagaba su mal humor con cualquiera que le pillara a tras mano. ¡Cuántas veces hube de ver la cara de un aguerrido caballero abofeteado porque simplemente estaba allí cuando se desataba uno de sus frecuentes ataques de ira! Aunque, he de decir en su defensa, mi abuelo era justo, paridad ante todo. Le daba igual la edad, el sexo o la condición. Golpeaba a quien fuera siempre con la misma fuerza.

Lo bueno es que, tras tantos años de «excesos alimenticios», de vivir tan confortablemente y de dormir a piernas suelta, mi abuelo era un ser enclenque que se aposentaba en su trono y se limitaba a señalar con el dedo lo que quería —su baúl, eso sí, muy cerca de él—. Esto nos daba libertad absoluta para investigar lo que nos viniera en gana en el palacio. Y sus bofetones eran considerados casi como un honor regio.

Tenía mi abuelo otras peculiaridades que producían verdadera risa. Por ejemplo, la necesidad de decir la última palabra. Es comprensible, por otra parte, al pensar que era rey y que estaba en su derecho. Pero, a veces, esas palabras que tendrían que haber sido tajantes se convertían en algo fuera de lugar. Preguntaba: «¿Habéis ensillado los caballos?». Y contestaba el caballerizo: «Sí, mi señor». Y entonces él decía: «Ensillados están, pues, bien ensillados» (y la cara de tonto del pobre caballerizo, que no sabe si sonreír, si hacer una reverencia e irse o si quedarse).

Para ser justa, si a mi abuelo lo habían apodado «el Bravo», era por algo. Pero ese algo estaba tan atrás en el tiempo que sólo Matusalén podría haber sido testigo de lo que él llamaba «sus proezas bélicas». La imagen de mi abuelo sosteniendo una espada en su vejez tendría que haber sido muy graciosa, ¡qué pena que no lo hiciera mientras viviéramos con él! No necesitaba la espada para nada, con los bofetones ponía a todos en su lugar. En vez de eso, se dedicaba a conspirar nuevas tácticas con las que vencer a su hijo, mi padre, sobre planos que más me recordaban a los dibujos de un niño que a un plan estratégico o trascendental.

Además siempre tenía que llevar la razón. Así que, si nunca se equivocaba y era quien tenía que decir la última palabra, nadie quería mantener una conversación con él en la que todo hubieran sido monosílabos: «Sí, mi señor»; «no, mi señor» (y punto). «Para tener que escuchar sus monólogos —pensábamos con el respeto debido, por supuesto—, casi mejor evitarlo». Así que, sentado en su trono, esperaba a que alguien entrara para sermonearlo y nosotros, detrás de la puerta, deseábamos no tener que hacerlo.

Era del tipo de hombres que sólo se miran en el espejo cuando están a solas (que ya se sabe que eso es propio de mujeres). Y que cuando lo hacen, piensan: «Qué hombre soy». O su otra modalidad: «Cuánta hombría tengo». Y esta necesidad de autoadoración se llevaba todas sus energías, es comprensible. No es que no quisiera a los demás, es que se quería demasiado a sí mismo. Él era único. Era rey, ¿no? Había sido designado por Dios. Podría decirse que él era el nuevo Adán sobre la tierra, sin pecado concebido. Pobres mortales nosotros y pobre de aquel que pudiera parecer un atisbo de peligro en su hegemonía de belleza, fuerza, inteligencia y juventud.

Por eso odiaba a mi padre. Eran idénticos en sus atributos físicos: con sus rasgos angulosos, su barbilla puntiaguda —que se adivina incluso debajo de la espesa barba—, los ojos grandes, la nariz tan recta como prominente. Pero también en sus pulsiones más recónditas: el motivo que impulsaba todas sus acciones, escondido, eso sí, en esa aura regia de que todo lo que hacen es, además de incuestionable, por el bien de sus súbditos. Sólo buscaban su propio bien, satisfacer sus propios deseos; y sin embargo eran capaces de hacer pensar a todos que lo hacían por el suyo. «Gracias, gracias», teníamos que decirles. La única diferencia entre ellos era que mi abuelo, tras años de profesión, había perfeccionado tanto la técnica del engaño que incluso a veces llegaba a creerse su papel de salvador de la humanidad. No obstante, yo sabía que entre tanto revestimiento de tanta corte y tanta zarandaja existía latente, bajo su piel cetrina, el mismo monstruo de mi padre. «Tarde o temprano tendrá que salir», pensaba. Vivir con él se convertía entonces en otra espera: aguardar a que esto sucediese.

El odio es cíclico, circular, perfecto. El odio no busca contraprestaciones, excusas. Se odia sin más. Yo odiaba a mi abuelo, él a mí y a mi padre, y mi padre a su padre (e intuyo que un poco también a mí). No entiendo ese empeño de que todos nos hemos de amar como hermanos (me pregunto: ¿de verdad tenía hermanos quien planteó semejante tesis?). El odio es tan necesario como el infierno. Sin un lugar semejante, ¿podría haber cielo? Sin odio, ¿podría haber amor? Además puede llegar a ser incluso reconfortante: sobre todo si piensas que la persona a la que odias te detesta de igual modo. Entonces no hay por qué disimular.

Y mi abuelo no disimulaba su odio hacia mí. O hacia mi hermano.

Creí en un primer momento que era por nuestra condición de bastardos (al fin y al cabo, él casi pierde el trono —su único y verdadero amor— por culpa de un hermanastro). Luego descubrí que no, que me equivocaba, e imaginé que la única causa era que mi abuelo era un odiador nato. Hasta que finalmente me di cuenta, al comprobar lo parciales que eran mis suposiciones, de que no tenía que empeñarme en buscar el porqué, ya que los motivos eran tan infinitos como variados.

Desde que nos vio, nos odió. Simplemente. O quizá venía de antes.

Tras ese instante en el que dijo que era incapaz de saber quién era el chico y quién la chica, percibí que la convivencia con mi abuelo no iba a ser un camino de rosas.

Yo era consciente —como todos los de la sala— de lo paradójico de la situación. Pero lo curioso es que nadie hizo ningún gesto de extrañeza: todos éramos consumados actores. Mi padre nos dejaba a nosotros, hijos bastardos también, con su propio progenitor para mientras tanto poderse ir a la guerra a continuar destruyéndole todas sus fortificaciones y consiguiendo que todos los caballeros del reino se aliaran con él. De broma macabra. Aún me pregunto por qué mi abuelo se avino a permitir que viviéramos con él. Y lo que es peor: por qué mi padre prefirió llevarnos a esa corte en la que no dejábamos de ser intrusos, en vez de mantenernos en nuestra casa de Coimbra.

Hay una cosa que sin embargo me resulta diáfana. Uno de los motivos por los que me odiaba mi abuelo era porque yo era lo que tanto mi hermano como mi hermanastro tendrían que haber sido: un macho. A pesar de que enseguida se encargara de colocarme una dama de compañía que corrigiera todos mis modales, no podía seguirme las veinticuatro horas del día (sobre todo cuando ella se dedicaba a perseguir a un paje cinco años menor que ella diciéndole «mi dons, mi dons», en una perfecta muestra de lo que es el amor cortés. «Aprende, niña, que esto es una enseñanza de verdad»). Y no bien me había dejado sola, que buscaba la compañía de Juan y de Fernando, mi hermanastro, para jugar a lo que calificaban como juegos impropios de una señorita de mi alcurnia. Fernando podría parecer una persona débil y enfermiza —eso nos decía todo el mundo: «¡Pobre Fernandino! Tenéis que cuidarlo»— y yo no digo que no lo fuera, pero tenía un puñetazo de siniestra que ya hubiera querido para sí el mismísimo Cid Campeador si conseguía arreártelo. Pero normalmente no era así. La suerte jugaba en mi favor. Fernando podía ser mayor, pero yo era más fuerte. Y Juan era rápido, pero no tanto. Recibía como el que más. Nos llevábamos bien. Formábamos un grupo compacto porque era la única manera de mantenernos a salvo del abuelo. Sólo María, con cinco años más que yo y tres más que su hermano, se mantenía aparte de nosotros. Menuda pécora, María (y no lo digo sólo por su cara bovina).

Era la típica hermana santurrona que todos se dedican a idealizar como modelo de conducta. «Mira María qué guapa, qué estilo, qué manera de hablar. Ya podrías aprender de ella, Beatriz». Cuando querían decir: «Mira qué de afeites se pone, qué de dineros saca al abuelo para traerse telas de la misma Francia, qué manera de mover el culo tiene al andar». Y claro, María, sí, sí —bajada de pestañas hasta tres veces—, muchas gracias. Y reverencia —todas las tetas se asoman, cara de arrebolamiento, lengua para afuera, como los perros.

Y María: «Ven a mis habitaciones, primita (porque la muy ilusa nunca quiso reconocer que yo era hermana suya), que te voy a dar unas lecciones. Punto uno: estilo. Se anda con las piernas juntas, se sienta una con las piernas juntas, monta a caballo (si tienes que hacerlo) siempre a la grupa de un hombre y con las piernas juntas». Y yo pensaba: «Sí, sí, como si tú tuvieras problemas para abrirlas cuando quieres». «Punto dos: el pelo. Hay que cepillarlo diariamente, diez veces en cada dirección. Además hay que plancharlo de vez en cuando». Y yo, «¿para qué, si lo tengo liso?». Y ella, «pues para estar guapa, para qué si no».

La verdad es que era imposible discutir con ella. Nadie lo hacía. Al final te terminaba doliendo la cabeza y la tortura que podría haber durado sólo un par de horas se alargaba hasta el atardecer, momento en el que sus amantes comenzaban a llamar a la puerta. María la sociable. Menos mal que estaba prometida y que pronto habría de irse y la perdería de vista, que si no hubiera intentado cortarme las venas mucho antes de lo que lo hice.

María despreciaba a su hermano porque creía que se iba a morir pronto y que entonces ella no podría ser nunca la hermana del rey. «Ay, pobre de mí, que me voy a casar con un simple marqués», decía mojando las faldas del abuelo. Y luego, cada vez que se peleaba con Fernando, zanjaba la discusión diciendo: «Tú calla, que te vas a morir».

Así no me extraña que el pobre Fernando nos confesara un día que, hasta que llegáramos nosotros, su mejor amigo era un fantasma. «¿Un fantasma?», le preguntamos. «Sí, el de un antiguo caballero que murió aquí». Y nosotros: «ah», porque no era cuestión de maltratarlo también. «Un caballero con cola de serpiente». «¿Un demonio?», preguntaba mi hermano. «Sí, pero uno bueno, porque yo quise que mordiera a María y me dijo que no, así que al final tuve que hacerlo yo». Y nosotros: «Claro, claro».

En realidad la vida, a pesar del abuelo y de mi dama, no era tan mala. Si la comparaba con la tranquilidad de la Quinta, la vida en palacio no permitía el aburrimiento. Siempre había algún descubrimiento que hacer, un hecho que investigar, alguien a quien consolar (o insultar). Y si un día te quedabas enfermo en cama, te costaba por lo menos otras dos jornadas ponerte al día. Sobre todo por las noches, que eran un trasiego de ir y venir, de pasadizos y puertas que se abren y se cierran, que a veces incluso te encontrabas un extraño en tu habitación que te decía: «Buenas, me he equivocado de camino, ¿para la de la dama tal o cual?». Todos muy caballerosos, eso sí, que para jolgorios y desenfreno ya estaba la soldadesca en el piso de abajo (piso que, por cierto, se conocía muy bien mi hermanastra). Teníamos deberes, por supuesto. Juan tuvo que aprender a montar a caballo y yo retomar mis clases de costura. Pero el pobre echaba tanto de menos su antiguo quehacer que, por la noche y a la luz de la ventana, se sentaba en el alféizar y se dedicaba a tejer lo que yo tendría que mostrar a mi dama al día siguiente. El sacerdote de palacio era el encargado de enseñarnos el catecismo, pero habitualmente estaba tan ocupado absolviendo a tanto pecador que apenas le veíamos el poco pelo que tenía, que el pobre era tan calvo como la ocasión.

Así que podíamos dedicar las tardes a ir al bosque.

En realidad fue el abuelo quien lo propuso.

—Estos niños —dijo refiriéndose a Juan y a mí— no hacen nada en palacio. Mejor que salgan a airearse un poco.

Y nosotros bajamos la cabeza y emitimos un «nooo» algo desfallecido para darle gusto, para que no pudiera pensar que en realidad sí que nos apetecía.

—Ay, abuelo —terció María—, dejadme ir con ellos —lágrimas y movimiento de melena tan planchada y tan requemada que más que seda (eso decía, «tengo el pelo como la seda, como la mies en septiembre», cuando era más castaño que el tronco de un olivo) parecía tela de saco.

—Pero María…

—Claro, los bastardos pueden ir y nosotros, no.

Juan y yo nos mirábamos sin entender nada. María, ¿en el bosque?

—Los quieres más a ellos.

Por supuesto que María vendría ese y todos los días, que buena era ella. Y por supuesto que fuimos andando, no fuera a ser que el sudor del caballo pudiera estropear sus trajes o, peor, su fino cutis.

—¿Para qué ha venido? —me preguntó Juan.

Yo me encogí de hombros. En realidad no me importaba demasiado. Bastante tenía con contener la risa viéndola caminar entre los espinos.

Cuando ya llevábamos media hora larga andando, primero ella, después los demás, se giró hacia nosotros y nos dijo: «Bien, ¿dónde está el hada del bosque?».

Detrás de mí sonó un resoplido de Fernando.

—¿El hada del bosque?

«Debe de ser cosa de familia», me dije.

—Claro, primita, ¿que no la conoces? Ah, claro, que tú vienes del campo.

Miré a Juan: ¿dónde está la lógica en su comentario? Le pregunté con los ojos: «¿No tendríamos que ser nosotros los que al venir del campo la conociéramos mejor?». Esta vez fue mi hermano quien se encogió de hombros.

En lontananza repicó una campana.

—No, no la conozco —contesté.

—Pues es mi madre —dijo—. Y se quedó tan tranquila.

—¿Perdón?

—Claro, primita, ¿de verdad te crees que con esta belleza mía podría haber nacido de una mortal cualquiera? Yo soy inmortal, soy perfecta, soy la hija del hada del bosque.

—Por supuesto —contesté—. ¿Hay alguien que lo dude?

Movimiento de melena y se da media vuelta mientras sigue la búsqueda y captura del hada del bosque, su madre. Nadie se encargó de desmentírselo. Mientras ella quisiera continuar con esa locura suya, nosotros podríamos salir de palacio e ir a al bosque —y a veces, incluso, perderla de vista.

Los días se sucedían con pasmosa monotonía. El ataque de mi padre se hacía esperar. «Pero —me decía— cuánto más lo prepare, más tardará en volver, tanto mejor». Así que me amoldé a la rutina y encontré en ella un rincón de solaz y expansión donde poder detestar a mi abuelo.

Las cenas resultaban el perfecto paradigma de nuestra vida en palacio: cómoda dentro de los límites que marcaba el páter familias.

Normalmente, tanto Juan como yo almorzábamos en otra mesa. Sólo Fernando y María tenían derecho a compartir la de mi abuelo encima del estrado. En su mesa, sin que la comida fuera abundante, uno no se quedaba con hambre. Todo lo contrario que nosotros (pan blanco para ellos, pan de centeno para los demás). El resto de convidados nos teníamos que conformar con las sobras del tan pantagruélico banquete, en el que lo único que abundaba eran los rábanos porque justo detrás de palacio había un huerto de un labriego que pagaba su tributo con tan nutritiva y deliciosa raíz. El administrador encargado de vigilar la comida, al ver lo poco que tardábamos en dar cuenta de la comida, pronto comenzaba a aburrirse y se acercaba a cualquier mesa que le pudiera dar algo de conversación.

No obstante, cuando había algún invitado importante, el abuelo poco tardaba en ponernos a su lado. Era la manera de confirmar ante los ojos del egregio convidado la virilidad del pene del señor de la casa —o por lo menos de su hijo— y la grandiosidad de su prole. (Cuando, si el huésped hubiera tenido un poco de vista, se hubiera dado cuenta enseguida de que ante semejante descendencia, la virilidad de mi abuelo era francamente cuestionable: una nieta mayor que parecía un repollo de mirada lasciva, un primogénito que era incapaz de comer con la boca cerrada por una malformación en el labio superior, otra nieta a la que, por más que su dama le pegara collejas para corregir sus modales, sólo le faltaba una barba para ser un hombre. Y por último, otro nieto que se pasaba la cena lavándose las manos porque nunca estaban lo suficientemente limpias como para llevárselas a la boca). Bueno, y luego estaba mi abuelo, que tensaba el brazo hasta que se le dibujaban los tendones bajo la camisa cuando quería alcanzar cualquier cosa que estuviera encima de la mesa, por más que lo que fuera que hubiera cogido no pesara apenas, para que todos pudiéramos admirar unos músculos que sólo veía él —como el fantasma de Fernando o el hada de María: prerrogativas familiares, supongo, transmitidas, como el trono, por línea descendente.

Esas cenas eran una pantomima en la que el abuelo, con cara de crucificado, miraba de un lado a otro como si quisiera reprocharnos nuestro buen comer. «Gordos, glotones, devoradores, muertos de hambre», murmuraba. Y luego se miraría las manos. «Ay, qué desperdicio», como si en vez de ese cerdo pagado con los dineros de las arcas del reino, esos mismos nietos de los que presumía se dedicaran a picotear en su propia carne.

Siempre he pensado que a la hora del comer nos desnudamos sin darnos cuenta. Las fachadas se caen y la pudicia se muestra por completo. Imposible esconderlo. Por eso quizá disfrutara tanto con los banquetes. Era una manera de penetrar en la intimidad de los que me rodeaban sin que ellos pudieran percatarse.

Mi abuelo, como mi padre, desmenuzaba con los dedos todo lo que se iba a llevar a la boca y lo colocaba en la escudilla, perfectamente ordenado, para después devorarlo con ansiedad. No comía demasiado. Le resultaba imposible teniendo que vigilarnos a todos.

Luego María, a su diestra, no probaba bocado —por eso creo yo que la colocaba mi abuelo a su lado: como ejemplo a seguir—. Supongo que a la pobre no le daba el cerebro para tanto, ¿hacer dos cosas a la vez? Imposible dejarse caer el vestido para poder mostrar un hombro y masticar al mismo tiempo. «¿Por qué habría de hacerlo?», me habría respondido, de habérselo preguntado. «Querida primita, punto tercero: las señoritas han de tener un talle delgado».

Mi hermano Juan, el pobre, comía con una mezcla de miedo y avidez. Cogía rápidamente un bocado y, con la misma velocidad, se lo metía en la boca. Después, cuando ya lo tenía dentro, lo masticaba sin demasiados aspavientos como si temiera que alguien pudiese decirle: «Abre, escupe, escupe». Pero sus viajes bandeja, mano, boca no cesaban hasta que ya no quedaba nada comestible a su alcance. Y después incluso se permitía coger el pan blanco y limpiar los restos de acedera, de agraz o de zumo de limón.

Y mi otro hermano siempre cogía trozos tan grandes que se le terminaban haciendo una bola que al final tenía que escupir (mi abuelo miraba con reprobación tanto desperdicio de comida pero nada decía: tenía que guardar la apariencia delante de sus invitados).

Cuando el abuelo se aburría, bien porque el huésped había resultado ser, aleatoriamente, un hastío o un glotón, decidía dedicarse a uno de sus entretenimientos favoritos: atacarme a mí, representante del grupo de hijos bastardos.

—Las mujeres, como las plantas o los perros, es bien sabido que no tienen alma —decía.

Y yo la verdad es que no entendía qué le habían hecho ahora los perros.

No me sorprendió, sin embargo, la afirmación; era natural que él quisiera demostrar siempre su supremacía, incluso intelectual, sobre todos aquellos que lo rodeaban (e incluso me honró, por qué negarlo, que se atreviera a plantearme ese tipo de cuestiones).

—Bueno —respondí yo—, menos mal que hay hombres para recordárnoslo a nosotras, pobres plantas, mujeres y perros. Lo bueno de este hecho es que, tras nuestra muerte, no habremos de ir al infierno como aquellos afortunados a quienes de poco les sirve tener alma —mirada directa que quiere decir: «Sí, como vos, abuelo»—. ¡Menos mal que vosotros, los hombres, os encargaréis de poblarlo en nuestro lugar!

—¿Qué dices, niña?

—Que, si no tenemos alma, es tan difícil que podamos ir al cielo como al infierno. Así que bien podemos hacer entonces lo que nos plazca en esta vida.

—Ah, no. Sin duda tendréis un infierno esperándoos sólo a vos.

Parece enfadado, pero creo percibir que, por más que le pese, la respuesta le hace gracia. Peligro, me dice el instinto. Siempre que mi abuelo ve vencida su resistencia, contraataca. ¡Cómo yo, pequeña mujer invertida, me atrevo a poner en tela de juicio sus sapientísimos dogmas! Pero soy incapaz de callarme.

—¿Creado por Dios —pregunto— a imagen y semejanza del vuestro?

Mi hermano Fernando tose.

—Escupe —le digo tendiéndole mi escudilla sin mirarlo.

A mi abuelo le late el cuello como si algo quisiera salírsele de dentro. Se lleva las manos a la cabeza buscando una corona que obviamente se ha quitado para cenar. Me río por dentro. Mi abuelo, sin corona, es sin duda mucho más vulnerable. La liza, por lo menos, está un poco igualada.

Juan se revuelve incómodo. Sabe que el ataque también va dirigido contra él y que por lo tanto debería estar conmigo. Pero en este tema, y yo lo sé, prefiere pensar como el abuelo —acaso porque, aunque no se lo haya confesado nunca, tiene una cierta envidia secreta de las mujeres.

Ya nadie come. Este hecho, que tendría que haberle hecho feliz a mi abuelo, pierde toda su enjundia. Está demasiado ocupado rebatiéndome, poniéndose a mi nivel.

Ninguno de los dos sabemos demasiado de religión. Incluso nuestra disputa podría ser considerada herética para oídos más atentos que los del cura de palacio, quien está siempre ocupado escuchando cómo el vino cae por su garganta. Lo que en realidad se discute, y todos somos conscientes, no es la incuestionable existencia del cielo o el infierno (somos gobernantes: el cielo para disfrutarlo, la tierra para dominarla), de las almas o siquiera si éstas existen; sino si, llegado el momento en el que Fernándo por cualquier motivo faltara, podría llegar a reinar mi hermano… o incluso yo.

María se lleva un pañuelo a la frente. Ninguno de sus amantes la mira.

—Sí, un infierno —contesta finalmente— donde os metan a todas y no os dejen salir.

—Y nos acompañarán, por supuesto, las plantas y los perros.

En ese momento, si yo hubiera sido él, me habría puesto en pie y me hubiera arreado tal guantazo que con dificultad habría podido sacar su mano de mi mejilla. Pero él era mejor que yo —o por lo menos llevaba más años ejerciendo como rey—, así que se limitó a coger el vino y con su mejor sonrisa ofrecérselo al huésped.

—¿Quiere? —preguntó.

El hombre, blanco, no pudo evitar echarse para atrás, como si mi abuelo, en vez de ofrecerle vino, le estuviera dando matarratas.

—No, no, gracias.

La cena continuó. El abuelo hizo entrar a los juglares y el silencio en el que se había desarrollado nuestro diálogo se convirtió pronto en bullicio.

Puede decirse que a pesar de sentirme triunfadora, mi abuelo acabaría teniendo una razón que no le voy a negar por más que lo odie. Al César lo que es del César. Ni Fernando, ni mi hermano ni yo acabaríamos heredando el trono. Los bastardos crecen como las setas y son, como él mismo hubiera dicho, el peor parásito. Garrapatas.

El día que María tenía que abandonar el palacio, vino a despedirse a mi habitación. Llevaba puesta su ropa de viaje (que era, sin embargo, mucho más elegante que mi traje de domingo). Había estado llorando apoyada en la ventana desde la mañana. Quería parecer lánguida, pero sus quejidos al final habían terminado por cansarnos a todos y sólo podíamos pensar: «Que se vaya». O «pobre de su futuro marido».

Llamó a la puerta suavemente. Sin necesidad de abrir, ya sabía que era ella quien estaba ahí. Su olor la precedía dondequiera que fuera.

—¿Puedo pasar?

No esperó a que contestara. Entró y se sentó junto a mí, encima de la cama.

—¿No está tu dama? ¿Ni tu aya?

—No —contesté lacónicamente.

Tiene los ojos clavados en mí. Y su mirada, a pesar de que no la busco, me parece triste y dificultosa. Hay algo en ella de indefensión.

María, la mayor, me ha buscado a mí, su hermana pequeña.

Y lo que tiene que decirme le resulta difícil. Sabe que sus palabras se van a transformar en una lanza que podré utilizar en su contra. Me va a regalar algo que quizá no sea mucho pero que para ella, que apenas se ha dignado a hablar conmigo para decirme «punto uno» y «punto dos», resulta un mundo. Y aun así quiere hacerlo y se acerca, humillada casi y cercana. Baja la cabeza, recoge sus manos debajo de su pecho, las cruza, y sus pulseras tintinean como un carillón.

Yo, sin embargo, tan dura.

—Beatriz —dice.

—¿Sí?

—Quería despedirme de ti.

—¿Por qué?

Vacila un momento. La debilidad con la que se supo ganar a todos aquellos que la rodeaban ya no es impostada. Y de pronto me doy cuenta. Si mi hermana aparentaba indefensión, era porque en realidad lo era. Sólo si los demás, sus caballeros, como ella los llamaba, creían que era todo parte de un juego en el que ella adoptaba el papel de débil y ellos el de fuerte, podría mantener a salvo su verdadera personalidad. «¿Hay alguien —me pregunto— que no tenga necesidad de actuar?».

Las pulseras se vuelven a deslizar por su brazo cuando lo sube para coger entre sus dedos la cadena que se perdía dentro de su escote.

—Porque no nos vamos a volver a ver —dice con sencillez.

Y de pronto ésta también me parece una impostura. Alguien que durante tanto tiempo ha sabido engañar a todos tiene que ser, sin duda, una consumada comediante. María, que siempre me pareció la nota discordante, se convierte de pronto en la culminación de lo que todos hubiéramos querido ser. Y entonces me apeno yo también. «Acabar así», pienso.

—No digas eso —replico—. Seguro que sí.

Pero miento y ella sabe que lo hago. «Esto es así», querría poder decirme. (Es el discurso que en realidad todas pensamos pero ninguna expresamos). Las mujeres podremos tener alma, pero lo que es seguro es que no poseemos capacidad de decisión. Nos la han quitado. Te casarás, Beatriz, con quien te digan. Y vivirás como ellos quieran. Tendrás que parecer frágil, abnegada, tierna. Y ser en el fondo fuerte para luchar por los hijos que tengas. Porque sabrás que tu marido te engaña, que está en su derecho y que tiene otros hijos con otra. Y a ti no te quedará otra que esconder a tus amantes de las iras de aquel que puede matarlos si lo desea, porque así lo dice la ley, y velar porque sean tus vástagos y no los de la otra los que hereden lo único que a ti te queda, el título. Han quemado tu amor, han pisoteado lo que te hacía mujer —esa carencia de alma quizá—, e incluso pretenden quitarle el derecho a aquellos que tuviste entre arcadas y en los que, ilusa de ti, todavía encuentras esperanzas de remisión: aquellos en los que depositas el tonto pensamiento de que todo puede cambiar y ellos podrán aprovecharse de la suerte que tú no tuviste. Pero un día te haces vieja y ya tu belleza no sólo no atrae a aquellos con los que calentabas tu cama, sino que incluso llegan a tus oídos canciones que la maledicencia de los que te adulan por la mañana han hecho por la noche para burlarse de tus tetas caídas, de tu cintura gruesa, de tus pies comprimidos en los chapines cruzados de venas. Y lo peor es que el día que escuchas esas canciones lo haces en los labios de uno de tus propios hijos.

Pero María no dijo nada de eso. Dijo:

—No te cases.

Y lo dijo todo.

Sacó un pañuelo (y por su olor tan penetrante supuse que no era el de llorar, sino el de los mareos).

—María —digo.

Y ella:

—Beatriz.

Inclina la cabeza y se pone en pie. La espalda estirada, la cabeza altiva. Que una mujer siempre tiene que estar perfecta. Sois hijas de rey. Incluso dormidas habréis de parecerlo. Os casaréis con un grande. No llamará a la puerta. Entrará y se meterá en vuestra cama. Y seguiréis perfectas porque sois hijas de rey. Y el hombre, que es vuestro marido, os tendrá que ver siempre así, porque antes de ser mujeres sois su mujer. No chillaréis si os hace daño u os produce placer porque sois hijas de rey y la perfección es lo primero.

Su espalda, también perfecta. Toda ella. Tintinea al andar. Busco mi cuchillo debajo de la cocedera.

Y cierra la puerta. Sin ruido.