10

(DEL HIJO).

No voy a negar que Blanca pudiera estar envenenándome. De hecho, con el tiempo comenzó a parecerme algo más que una posibilidad. El veneno es eficaz, limpio y seguro. Nadie podría acusarla. No así si hubiera querido matarme a sangre fría como yo se lo pedí. Y sin embargo, la certidumbre de que lo que comía estaba envenenado me daba igual, ¿por qué? Es fácil preguntárselo pero difícil de responder. Ella era, supongo, como esos novios que todo el mundo se empeña en decir que no te convienen, o esos maridos. Pero ¿sirve de algo? En el primero de los casos, afortunada tú, que has conseguido estar con la persona a la que quieres. En el segundo, ya estás casada y con eso de la indisolubilidad del matrimonio mejor aceptar que sí, que puede ser la persona que menos te conviene pero que va a serlo hasta que la muerte os separe, amén. Y fastidiarse, no queda otra. Quizá lo mejor entonces sería acelerar ésta. Conseguir que sea precisamente la muerte la que te libre de la pareja y de tanto juramento ante Dios: una caída desafortunada, una seta echada sobre el plato indicado, una araña que, oh, casualidad de la vida, se pasea sobre su cabecero. Librarse del marido y luego acudir a la iglesia como viuda compungida. Opción que tendría que habérseme ocurrido antes de toda esta historia que tuve que vivir en mis carnes. Sí, en el fondo era una buena esposa: no sólo hasta entonces no había engañado a mi marido, sino que incluso no había intentado asesinarlo. Podía darse con un canto en los dientes.

Amantísima mujer y sobre todo buena amiga. Y no iba a estropearlo todo por una sospecha. Reconozco, sí, que las sospechas eran notables y patentes, que mi estado había sido lamentable, que la muerte de mi aya era motivo más que de sobra como para hacer de ella objeto de mi odio o por lo menos de mis pesquisas. Pero no lo hice. Porque, al fin y al cabo, a Blanca la había escogido yo y no me iba a desentender de ella por cualquier pequeña contrariedad que se nos presentara.

La fantasma tenía razón. A mi alrededor sucedían demasiadas cosas que yo me había negado a ver durante un tiempo que habría que considerar como vital —sobre todo para la difunta—. Todos aquellos que me rodeaban tenían una vida con problemas propios que yo, tan ensimismada en mi enfermedad, había ignorado (sin darme cuenta de que esos problemas que creía ajenos me atañían de un modo insospechado). Nunca fui demasiado curiosa. Supongo que mi amor propio me negaba la posibilidad de profundizar en la vida de los demás. Además no aguantaba a la gente cotilla. Me parecía que Dios había cometido un grave error al olvidarse meterlo en su catálogo de pecados: «No te inmiscuirás en la vida ajena». Y si lo haces: derechito al infierno, sin escaleras intermedias.

Pero por una vez tendría que salir de mí misma y saber, por fin, qué estaba sucediendo.

«Empecemos —me dije— precisamente por la persona que tengo más cerca. No sólo es la más cómoda, sino la que parece que tiene más que ocultar». Y de que ella fuera mi sombra, me convertí yo en la suya. Espiaba su manera de comer, cómo se vestía, cómo se desvestía, hasta, supongo, hacerla sentir incómoda.

—¿Sucede algo?

Y yo:

—No, ¿por?

Se sube un tirante, el otro. Me da la espalda, su cabeza por encima del hombro. Contengo las ganas de silbar.

—No sé. Me miráis raro.

—Bueno, será la enfermedad, que me ha dejado un poco atontada y me cuesta centrar la vista a veces.

—Ya.

La seguía por pasadizos, alcobas, pasillos. Pero siempre terminaba por darme esquinazo. No sólo yo no había terminado de recuperar mis fuerzas, sino que mi enorme tripa me impedía moverme con la velocidad y el cuidado necesario. Así que fueron también numerosas las ocasiones en las que hubo de atraparme in fraganti detrás de columnas, esquinas y sitios poco oportunos para esconderse.

—¿Vos por aquí?

Y yo:

—Ya ves, pasaba por esta esquina. Bonito lugar.

—Sí, bonito lugar.

Fue poco lo que averigüé. Estaba cambiada, eso sí. Más guapa, diría yo. Tenía la cara más redonda, más dulce. Andaba además con una cadencia especial, como si se recreara en cada uno de sus pasos. Y canturreaba, cuando se creía sola. Canciones de barcos sobre la mar, viento en popa y no sé qué (aunque nunca hubiera estado en el mar).

«Quizá —me dije— es que nunca me había dedicado a mirarla con tanta atención como entonces lo hacía». Descubrí también aspectos de su carácter que hasta antes no percibiera. Por ejemplo, su meticulosidad: antes de vestirse, quitaba todos los pelos de sus ropajes y vigilaba que no tuvieran ninguna mancha. Si las había, las frotaba casi con rabia. Las mantas siempre estiradas, ni una arruga sobre ellas y su pelo, permanentemente trenzado, ningún cabello se movía de su lugar. Le gustaban los animales, sobre todo los perros. Se sabía los nombres de todos y, por la manera que éstos tenían de responder a sus llamadas, tampoco su presencia debía de serles indiferente. Además era presumida: se miraba en cualquier superficie que pudiera reflejar su imagen. Y no tenía concepto alguno de la propiedad: me cogía todo lo que necesitara, devolviéndolo, eso sí, con la meticulosidad de la que ya hablara antes.

Y, como sospechaba: mi marido ya no se la beneficiaba. No sabía los motivos, quizá había sido ella la que hubiera decidido cortar por lo sano, o quizá fuera al revés, aunque lo dudaba. Pero el hecho era incuestionable: cada uno hacía su vida independientemente y procuraban no encontrarse nunca solos. Sus conversaciones, las que tuvieron, siempre fueron formales:

—¿Han traído los pollos?

—Sí, señor, ya están en la despensa.

—¿Y los han limpiado?

—En ello están ahora mismo, señor.

—Bien, bien.

—Bien, bien.

Se acostarían, de seguro, con otras personas —que ya no quise profundizar en ello: mi afán curioso se limitaba simplemente a aquello que pudiera afectarme de un modo directo—, pero lo que estaba claro es que, juntos, ya no.

Luego el Quiste. La verdad es que era poco lo que podía (y quería) averiguar sobre él. Bebía como un descosido. Y comía del mismo modo: vaca, pollo, rata, le daba lo mismo. Pero sobre todo, cerdo, sus congéneres. Una vez, justo unos días antes de que muriera, me atreví a preguntarle qué opinaba de la antropofagia.

Me miró sorprendido, con esos ojitos redondos y respingones suyos y con la chuleta a medio morder goteándole por el brazo peludo.

Mi marido, a mi lado, sofocó una risotada.

Pero el Quiste no se enteró.

—¿Perdone?

Yo creo que ni sabía lo que significaba. Otro auténtico dechado de virtudes con una inteligencia apabullante.

Cada noche se llevaba una mujer diferente al lecho, pagando, supongo, porque no creo que haya otro modo con el que pudiera haberlo conseguido. Y si todas eran distintas, me imagino que no era porque a él le importara mucho, sino porque, simplemente, ellas no querrían repetir.

Con eso no quiero decir que no tuviera cualidades, que las tenía: era voluntarioso y obsesivo. Estaba empeñado en conseguir a Blanca y le daba igual a quién tuviera que saltarse o matar para lograrlo. La perseguía por todas partes, cosa que puedo jurar porque fueron multitud las ocasiones en las que me choqué con él mientras duró la persecución de mi amiga.

Es gracioso porque ahora que ya está bien enterrado lo que mejor recuerdo eran sus calzas rojas y cómo éstas le apretaban a la altura del muslo formando dos gruesas rosquillas.

De mi marido no quise investigar demasiado. Cuanto menos supiera de él, mejor. Si nos encontrábamos en alguna alcoba, media vuelta, cabeza en alto y deshacer el camino, con dignidad, que una no deja de ser hija de reyes. Todo lo demás: su vida, sus quehaceres, sus anhelos me importaban una higa.

Y luego, don Rodrigo, qué decir de él. Sin saberlo, por más que me empeñara en espiarlo, jamás podría verlo como lo hacía con los demás: sin distorsión, límpidamente. Ya podía ser el peor monstruo de la faz de la tierra, que hubiera continuado creyendo que era un ángel.

El amor, qué cosa más tonta. Tenía veintiséis años, hacía tiempo que esa palabra se había reducido en la práctica a un cortejo muy bien planeado con el fin de llevarse al uno o a la otra al lecho de la manera más legítima, pasando o no por la vicaría. Eso en el plano útil. En su concepción más inservible, la belleza por la belleza: los poemas, las canciones, las cintas de colores, los pañuelos dejados caer con disimulo, los perfumes, los conejos dentro de una cesta de mimbre, los suspiros, las margaritas deshojadas, los filtros amorosos, las serenatas: la mejor manera de llenar el tiempo con una ocupación fácil, agradable y que puede que incluso llegue a dar un resultado satisfactorio para ambas partes cuando por fin se encuentren en un lugar más privado sin necesidad de tanta zarandaja. Yo podía decir: «No me he enamorado nunca». Y creerlo de verdad.

Y sin embargo pensaba que Rodrigo era perfecto, que todo lo que hacía no podía estar mal. Daba lo mismo que me hablara de las nubes o del color del pulgón del espino: escuchaba con arrobamiento sus palabras. Estaba enferma de tontería: comía mucho y de pronto dejaba de hacerlo. Lloraba por las noches abrazada a la almohada. Me quedaba durante horas mirando las velas, las estrellas, los ojos de los gatos o cualquier cosa que brillara mínimamente. Día que no lo veía, día que estaba de mal humor. Me pellizcaba las mejillas cuando podía encontrármelo por los pasillos. Dejaba caer pañuelos perfumados a su lado que normalmente eran atrapados por un perro antes de que él pudiera hacer ademán de agacharse. Metía tripa, como si así pudiera disimular mi embarazo. Trenzaba mis cuatro pelos o los cardaba para que pareciera una melena de verdad, de princesa de cuento y no de bruja mala.

Y todo era perfecto: su manera de desmontar el caballo, su manera de llevar los animales que mataba colgados del cinto, su risa abriendo tanto la boca, su olor incluso. Analizaba cada una de sus frases: ha dicho que le dolían los pies, pero en realidad ha querido decir que no estaba cómodo, que prefería retirarse. Eso significa que está incómodo conmigo. Y las lágrimas, tan amargas, sin saber por qué, sin entender de pronto qué significa esa soledad que me oprime el pecho.

Era consciente de mi propia dependencia, lo que conseguía desesperarme. «Yo soy —pensaba— la que podía prescindir de todos, y ahora mírate…». No me dolía que él me ignorara, que hiciera promesas que luego no cumplía («esta tarde iré a visitaros», «¿qué os parecería salir mañana a montar?»), sino que consiguiera él, hombre y por lo tanto ser inferior, despertar en mí esa ansiedad capaz de tenerme todo el día esperándolo con una sonrisa de espantapájaros. Pero era inevitable: cada día que me proponía algo, yo, cual mema profunda, me alborozaba hasta el delirio. Y, mientras pasaban las horas y él no venía, sentía cómo me hundía en una tristeza cargada de suspiros y de más abrazos a la almohada. Le echaba la culpa, le reprochaba mentalmente: «¡Podría haber sido un día tan perfecto!, pero lo pasé esperándote». Y luego me recriminaba a mí misma: «Beatriz, haz algo, no dejes que te hunda de este modo». Ordenaba y limpiaba entonces la habitación, cambiaba sábanas, quitaba la ceniza, encendía velas. Pedía que me trajeran bollos y me empachaba. Estaré gorda, pensaba, pero no por un embarazo sino porque yo quiero. Y me prometía no pensar más en él. «Allá él —me decía—, tú vales mucho más. Ya se dará cuenta».

Rodrigo era interesante y conseguía hacerte reír con sólo una mueca. Tanta virtud tenía su contraprestación en no menos defectos —todos perdonables para mí—: Como a todos los hombres, le gustaba beber, arrimarse a las mujeres, mentía, engañaba y siempre terminaba saliéndose con la suya. Era además un orador consumado y aunque estuviera defendiendo una tesis que no apoyaba en absoluto, con tal de discutir y que acabaras dándole la razón, era capaz hasta de renegar de su religión. Esa mezcla de inteligencia y de seguridad hacía de él un ser entre irresistible y un hijo de su madre. Hasta se llevaba bien con los hombres.

Supongo que nos trataba a todas del mismo modo. Pero yo creí ver en su actitud una deferencia especial hacia mi persona, más allá de mi situación de mujer de la casa. Es cierto que era galante con cualquier fémina que se cruzara en su camino y no tendría que haber interpretado sus comentarios o sus invitaciones como un trato de favor (sobre todo a tenor de lo que llegaría a descubrir de él), pero yo estaba ciega por completo y creía que, en su vida, sólo estaba yo. Y si por ejemplo no llegaba a su cita o sus conversaciones eran tan cortas, no era por mí, sino por nuestra respectiva posición: yo de preñada, él de amigo de mi marido y de su hermano, de invitado en una casa que no le pertenece.

Por su alcoba, me habían dicho, había pasado la mitad de mi corte y la otra parte no tardaría en hacerlo. Tiempo después, cuando pude reprochárselo, me diría: «¿Celosa?», y le respondería: «Qué va, ya lo sabéis, podéis acostaros con quien queráis» (mientras añadía para mis adentros: «Siempre y cuando lo hagáis pensando sólo en mí»). «Ay, qué tontina». Y yo, como verdadera tontina, callada cual muerta porque una vez más: los problemas hay que barrerlos hacia dentro y lo que te falta es encima espantarlo con tu mal humor, tus envidias y tus miedos.

Si intento visualizarlo, lo veo cruzado en jarras, con el mentón levantado y riéndose. Siempre riéndose. Para él todo tenía gracia, incluso el acabar como acabó.

Y sí, hubo ocasiones en las que me dije: «A ti lo que te pasa es que estás enamorándote». «Pero el amor —me replicaba— es un asco, una peste: no sirve para nada, sino para provocar infidelidades y lloros». Me lo imaginaba entonces como una fiebre que te supuraba en costras verdes y en mocos, verdes también.

Y yo llegué a ser una auténtica infectada.

A la fantasma saltarina, que así había comenzado a llamarla, no había manera de analizarla directamente. Me esquivaba ella también. No venía por las noches. Y yo, pendiente de la mínima corriente de aire, de cualquier escalofrío, me cansé de esperarla. La llamaba: «Eh, por favor, acudid a mi presencia», vestida de negro, a ver si así se inspiraba, pero ni por ésas. Si quería saber quién había sido, tenía que hacerlo a través de los retazos que me dibujaban los demás: de las historias, de los recuerdos. Y seguir investigando y analizando todo lo que me dijeran.

La cita fue en la iglesia de la Veracruz, supongo que para darle un carácter más místico. Decían que estaba encantada, que estaba construida en no sé qué punto de confluencia de energías especiales de la tierra. Decían además que la construcción en sí no tenía comparación con ninguna de ningún otro lugar del mundo. Que no era un santuario —y de hecho no funcionaba como tal—, sino un martyrium. Antes de entrar lo rodeé en todo su perímetro: conté sus doce lados, me paré delante de la torre y suspiré. El frío. Me arrebujé en la capa. Pensé en mi marido, en Blanca, en todos aquellos. Nadie me buscaría. Pasé la mano por una de sus fachadas, la más oriental. La piedra, dorada. Sin junturas. Y el tímpano. También decían que había sido de los templarios y que de vez en cuando se podía ver alguno de sus fantasmas rondando la zona. Yo, que antaño me hubiera reído de esa leyenda, comprobé que estaba asustada. Que tiene un pase encontrarse con el fantasma de una suicida no peligrosa, pero de ahí a toparse con el de un caballero, vestido con su armadura fantasmal, montando su caballo fantasmal y blandiendo su fantasmal espada, ah, eso ya era otro cantar: un abismo por el que no estaba dispuesta a arrojarme.

—Templarios, brujas, fantasmas, en qué locura he ido a meterme.

No soy crédula, no pienso que haya un destino escrito ni sucesos maravillosos capaces de alterarlo. Si alguna vez participé en un hechizo u aquelarre, fue más por curiosidad que por creencia. La magia me parecía algo fuera de los tiempos que corrían. Lo de las brujas y magos y tal había estado muy bien en la época del rey Arturo, pero yo no dejaba de ser hija de quien era y si de algo fui consciente desde pequeña, es de que no hay arma más poderosa que el miedo (y más atrayente). Y que cuanto más grande es éste y más irracional, mayor la sujeción. Y la magia. Multitud de veces me habían llamado bruja, pero no creo que precisamente por mi capacidad de hechizar a nadie.

Recuerdo que mi madre le tenía un miedo atroz a todos esos temas. Nos atiborraba a ajos, nos llenaba el cuarto de crucifijos y de patas de conejo, de agua bendecida, de tréboles, de huesos y trozos de telas de santos, de piedras cogidas en tal sitio y a tal hora. Vamos, que si yo llego a ser un fantasma y ver todo aquello, me doy media vuelta no ya por el miedo, sino por el mal gusto de la que decoró la alcoba.

Y bueno, todos aquellos que ofrecían pociones de tres al cuarto para la calvicie, para la impotencia, para el mal de ojo, para el patizambo, para los niños atrofiados, para la peste, para las arrugas, para las varices, para el pecho caído, para estar más rubia, para tener los ojos más azules, el cutis más blanco, el culo más alto, las piernas más firmes; hechos, indudablemente, con babas de caracol y hierbas que cuanto peor huelan, mayor efecto deben de hacer. Todos aquellos no merecían ni mi consideración. Qué decir. Prefería mi culo flácido, mis pelos en las piernas, estar casi calva y no encontrar nunca el amor verdadero a estar bebiéndome mejunjes que lo único que consiguen es hacerte un agujero en la tripa y que te arda la garganta.

Pero de ella me habían dicho que tenía algo que me podía interesar. Y yo soy interesada por naturaleza, así que acepté vernos.

Tras empujar el grueso portón, entré en la iglesia.

El interior era todavía más curioso que el exterior. Y hacía todavía más frío. Anduve por el transepto sin atreverme a entrar en la estancia interior. Estaba sola. Las velas, encendidas, alargaban las figuras de las paredes, los santos, las vírgenes. Me persigné. «No hay vicaría —me dije—. La única salida es la puerta por la que he entrado. Y los vanos, tan pequeños, si me quedara encerrada, no tendría manera de escapar. Ya está, me dije, ya lo han conseguido. Ahora un cuchillo y se acabó Beatriz —y luego—: Vamos, no seas aprensiva. Una mujer menos en el mundo, ¿quién lo va a sentir? Llorarán, me encerrarán dentro de un ataúd, los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos cerrados y se acabó hijo, marido y la indisoluble unidad del matrimonio. Seré una fantasma más que se dedique a dar vueltas diciendo que los muertos, en el fondo, no lo pasan tan mal y que mejor que nos muramos todos».

Me puse por fin en el centro de la iglesia, justo en mitad de esa extraña construcción que se alzaba como un templete de piedra gris. Probé a hablar: «¿Hola?». Y el eco repitió, magnificada, mi palabra. «Qué pena no ser templario —me dije—. Ir por ahí, cargándome a quien quisiera amparado por la religión. Y luego que escriban sobre ti, que te achaquen hechos sobrenaturales…».

Por fin llegó y dejé de divagar.

La había visto alguna que otra vez por el palacio: en una corte tan necesitada de afrodisíacos, de abortos, de afeites y pociones; no había corte que se preciara sin su bruja. La del alcázar de Segovia era una bruja, todo hay que decirlo, con bastante fama en la zona. Había quienes decían que podía volar por las noches, que comía gatos, ratas y sapos. Al hablar gestualizaba mucho y hacía ruidos con la boca: fusss, fasss, zasss, rataplán, plan, plon.

Yo no sé cómo eran sus pociones, pero de abortos sabía un rato. Te tocaba el vientre. «Viene de pies», decía.

Y la madre en cuestión:

—¿No podría hacer que no venga de ninguna manera?

—Eso es pecado —afirmaba siempre por si acaso a la dienta se le escapaba ese pequeño detalle.

—Bueno, un pecado más, uno menos…

—Me pueden mandar a la horca por hacerlo.

Entonces la mujer en cuestión sólo tenía que hacer sonar la bolsa.

—Dios sabrá hacer oídos sordos.

—Está muy agarrado a vuestro vientre, señora. Os saldrá caro.

—Os pagaré lo que sea.

Crujía los dedos frente a ella, se arremangaba y sonreía con su boca mellada.

Sacaba entonces una bolsa negra, una copa de barro. Vertía de una jarra agua sobre ésta y después echaba unas hierbas de la citada bolsa.

—Ahora, señora, vamos a conjurar al demonio, a Satán y si dice alguna vez algo de lo que ha visto aquí, si cuenta nada de nada, vendrá en persona y la arrastrará por los pelos con él y nadie volverá a verla en la faz de la tierra.

Y la pobre mujer, que sólo quiere verse libre del niño:

—Sí, sí, lo que sea, pero rápido, que mi marido vendría al anochecer y no quiero que se encuentre con el percal.

Porque teme más al marido que a que el mismo diablo venga y la lleve por los pelos (y me pregunto yo: ¿por qué siempre han de llevarte por los pelos?, ¿y las calvas como yo?).

Y empezaba la bruja a decir un discurso muy largo en lo que se supone eran latines o una lengua mucho más antigua. Hacía beber el líquido que siempre había de saber repugnante y seguía bailando hasta que la mujer en cuestión se dormía, de puro aburrimiento. Cuando se despertaba, el niño, o lo que llevaba dentro, y la bruja habían desaparecido (junto a su bolsa de dineros).

Si lo hubiera sabido antes, yo quizá también habría recurrido a sus servicios.

Entró con seguridad, como si supiera de antemano que estaba allí:

—Buenos días, señora.

Y yo:

—Buenos sean, bruja.

Ya está a mi altura. Huele a polillas y a achicoria. Y es fea. Tiene un lunar peludo en la mejilla. Quisiera preguntarle: «¿Por qué las brujas son siempre tan feas?». En vez de eso digo:

—¿Por qué me ha hecho venir?

—Ah —me contesta—, porque en el castillo se oye todo, todo se sabe. Y lo que tengo que contaros sólo vos podéis escucharlo.

Tiene los ojos separados, como los peces. Y cuando te mira no sabes si es a ti o a lo que te rodea.

—Pues espero que sea importante porque la verdad es que aquí hace un frío de diablos —me persigno— y no creo que sea lo mejor para una embarazada.

—Bonito niño —me dice, como si pudiera ver a través de mi piel.

«Pretende impresionarme», pienso.

—Sí, como su padre —contesto—. Y ¿qué es eso que quería decirme?

—Decirle no, contarle. Quiero hablarle de Inés.

—¿De Inés?

—Sí, de su suicidio. Bueno, de su asesinato.

—Bueno, y cuánto me va a pedir por contármelo.

—Lo justo, mi señora, que vos sois una mujer generosa y yo, una pobre bruja que vive de la limosna ajena.

—¿Y cómo sé que lo que me vais a contar me interesa?

—Ay, mi señora, ¿cómo querría yo engañarla? Y más en este recinto sagrado —se arrodilla, se persigna—. Jesús de mi vida, líbranos del mal a esta señora tan buena y tan guapa y tan generosa.

—Está bien —respondo cortándole su plegaria—, os daré lo que queráis.

Y pienso: total, es el dinero de mi marido.

—Ya sabía yo que erais buena y dulce. ¡La mismísima Virgen!

Y yo:

—Sí, sí, lo que digáis. Tomad y contadme lo que queráis.

Volcó la faltriquera sobre su regazo. Y sin apartar la vista de los dineros, comenzó a hablar:

—Yo la vi nacer, señora. Yo ayudé en su parto. Y ya desde entonces fue asesina, os lo juro. Mató a su madre. Le arrancó a mordiscos la vida. Rodeadita de sangre. Nunca vi parto igual, tanta sangre que ni un cerdo, mi señora, ya sabéis a qué me refiero. ¿Habéis visto alguna vez un pulpo?

Asentí.

—Bueno, entonces sabréis qué aspecto tenía la niña. Toda moco y tan roja, con esos dedos como tentáculos y esos labios que se agarraron al pezón de su madre fallecida y no había manera de soltarla. Desde el primer momento supe que estaba maldita. Por eso no podía abandonarla. Me la llevé conmigo y me propuse criarla como me criaron a mí.

Ya me imaginaba cómo. Tentada estuve de decirle: «Llévese a mi hijo cuando nazca, que de seguro que es del tipo de niños que necesita».

—Era guapa, la condenada. Ya de niña. Es más: tenía esa seguridad que vuelve locos a los hombres, ya sabéis a qué me refiero. Llevaba siempre un tocado que yo creo que se lo sacó a un muerto. Y un traje que se cosió ella misma, siempre fue muy hábil con las manos, con unas telas que compró con el dinero obtenido de vender su virgo. Y todavía le sobró, créame, para darse un atracón de pasteles.

De pronto había olvidado lo inadecuado de la conversación en semejante lugar. Pregunté:

—¿Mercado de virgos?

—Huy, sí, señora. El vuestro, por ejemplo, se cotizaría altísimo. Bueno, como le decía. Llegó un momento en el que lo sabía todo, ya nada podía aportarle: mis conocimientos eran pocos para ella, verdadera hija del diablo. Y teníais que ver cómo me trataba, la desgraciada. Yo, que la había criado bajo mis faldas. Consiguió trabajo en la corte de doña Juana. Y no tardó en acostarse con todo hombre, incluso con el cura, pero no me haga mucho caso, que yo soy inculta, mi señora, y no tengo idea de nada. Pero había uno que se le resistía: el rey, mi señora, don Enrique. Y ¡era tan gracioso! Porque él, que no tenía reparos en llevarse a quien fuera al lecho, le daba cada desplante que ya se imagina. Yo por entonces me había convertido en habitual en la corte, ya sabéis, la nobleza siempre ha tenido más miedo que el pueblo llano al futuro y no había día que no me requirieran para una u otra cosa. Así que podía ser testigo de los intentos de mi ahijada y de las palabras de repulsa de nuestro señor.

Nos hemos sentado en el suelo, la espalda apoyada contra la pared. Se rasca el brazo, cubierto con una pelusilla rizada.

—Así que, ya no pudiendo más, viene a mí un día y me dice: «Ay, madrecita», porque me llamaba así, ¿sabéis? Su hipocresía llegaba hasta ese extremo. «Ay, madre, ayudadme a conseguirlo. Doy lo que sea. Por favor. Sería la solución de todos nuestros problemas. ¿Os imagináis la cantidad de oro que podríamos ganar?». Y yo, claro, porque no dejaba de ser mi hija y las entrañas siempre pesan. «Sí, mi niña —que así la llamaba yo—, hay un método, y lo sabéis». «¿Cuál?», me preguntó. Lo sabía, claro que lo sabía: su alma. Y la de su hijo, el primero que tuviera. Me dijo: «Sea, porque mi alma ya está perdida y teniendo al rey a mi lado, podré hacer cuantos hijos sean menester». Así que lo hizo, vendió su alma y el futuro de su primogénito. Y no veas. Nunca he visto un hechizo con tanta potencia. No sólo cayó el rey rendido a sus pies, sino todos aquellos que sólo se habían acostado con ella porque, según me consta, en ese tipo de labores era una auténtica maestra. Hasta vuestro esposo, si me permitís decirlo, cayó rendido. Bueno, ya sabéis cómo son los hombres: ni uno se salvó. Sobre todo su majestad, que la perseguía como un auténtico conejo.

Y entre tanto arrumaco y tanta mano bajo la falda y tal, no tardó en quedarse embarazada. Y aun en este estado, seguían reclamándola porque nunca he visto un embarazo más precioso. Nació el niño y con él la hora de pagar el precio. Pero ella lo posponía siempre: «Mañana lo haré», me decía. Y yo: «Niña, que con estas cosas no se juega, que ya sabéis cómo se las gasta el de allí abajo», y eso. Pero no me escuchó. Parecía que flotaba con su niño y su marido, porque así comenzó a llamarlo. Mi marido.

Toso. Busco un pañuelo entre la manga. Noto cómo me estoy resfriando. Y pienso que la historia es apasionante, pero no veo el momento de regresar a mi lecho.

—Y claro, sucedió lo que tenía que suceder. Al final, vino el diablo y los empujó a los dos, por la ventana. Primero a él y luego a ella.

—Fantástica narración, señora bruja, se lo agradezco, pero si no le importa, debo retirarme.

Me puse de pie. Y ella, agarrándome por la falda.

—Espere un momento, señora. Le voy a dar un consejo y por éste no le voy a cobrar nada: guárdese las espaldas porque ni el trigo ni el mirlo son tan blancos como los pintan.

Y yo:

—Gracias, muy amable.