Un «no», seco. Es lo único que dijo.
El cuerpo seguía allí. Nadie se había atrevido a moverlo. Las piernas desvencijadas, los brazos en cruz, la cabeza a escasa distancia. Y mi padre, que se acerca a ella (o a sus restos). Sus pasos son inseguros. Nosotros, Juan y yo, lo miramos, en la distancia. Se le adelanta uno de sus perros, que se acerca a olisquear el cadáver. El pie de mi padre no duda, le arrea semejante patada que el animal pierde el equilibrio y cae entre gemidos sobre el pecho de la que fuera mi madre. Se levanta, retorciendo primero las patas de atrás, después las de delante, y sale corriendo. Mi padre ya ha llegado hasta ella. Le coge una de las manos. La suelta con precipitación. En su cara hay asco, hay dolor, una rabia añosa igual que la mía.
Después, vomita.
Pasé la noche en vela. Intuía el peligro, percibía que se acercaba un nuevo comienzo. Las piezas del ajedrez habían caído. Sin reina, se había acabado todo. Era el momento de empezar de nuevo, de definir posiciones. Los que habían sido sólo peones de pronto se convertían en guerreros. Inés había muerto y se había llevado mi seguridad. La echaba de menos, pero no por lo que era, sino por lo que representaba. Y esto, además, me hacía sentirme culpable, ¿qué clase de hija era? ¿Tan poco me importaba en realidad su muerte? Cuando podía haberme preguntado: ¿qué clase de madre había sido ella?
Me hubiera gustado que esa noche Juan llorara. Me habría dado la excusa que buscaba, el clavo al que aferrarme: «Todo sigue igual —pensaría—, Inés ha muerto, sí, pero nada más va a cambiar. Juan me sigue necesitando. Existe la certeza todavía, aún hay estabilidad. Todo igual». Y levantar el alhamar de su lecho y encogerme junto a él. Acariciarle. Creer que era yo la que lo consolaba cuando en realidad lo único que hacía era buscar consuelo. Y sin embargo, permanecía callado, tan despierto como yo, a la espera de lo que él también podía adivinar que sucedería. Todo cambiaba.
Y la noche, a través de la ventana. Los ruidos que terminan haciéndose monótonos pero que, en vez de ayudarte a conciliar el sueño, resultan cada vez más insidiosos. Un rescoldo final que salta en la chimenea, que llamea por última vez. Y los pasos, que se acercan. Es mi padre, lo sé, su respiración ya suena al otro lado de la puerta. No pensar en la amenaza. «Es tu padre —me digo—, sólo desea tu bien».
Niña, los hombres sólo piensan en una cosa. La sabiduría hablando a través de mi aya. ¿En qué piensan? ¿En qué van a pensar? Vamos, Beatriz, que lo sabes perfectamente.
¿Podía saber mi padre cuál era mi bien? ¿Se había preocupado alguna vez por otro bien que no fuera el suyo propio? Los besos que me daba, ¿no eran calculados? Llegué incluso a pensar que en realidad él había propiciado la muerte de mi madre, que esos pasos llegaban por fin a una meta que le había costado demasiado trabajo —sin darme cuenta de que era al contrario, que si mi padre buscaba mi presencia, era porque creía hallar en mí lo que había perdido.
Una noche terrible en la que tendrían que haber aullado los lobos, en la que las lechuzas tendrían que haber sobrevolado mi ventana, en la que la naturaleza tenía que haber puesto de algún modo de manifiesto que lo sabía, que no permanecía ajena a esa mano que ya se alzaba para bajar el picaporte. Y no ese silencio.
Y la muerta, mi madre. Buscaba su olor en mí. Una prueba de que no me había abandonado del todo a mi suerte. Y me preguntaba: ¿habría entrado ella alguna vez en mi cuarto mientras dormía? ¿Me habría besado en la frente como hacía con Juan?
Y de recién nacida, ¿me habría cogido como a Dionís y me habría cantado, bajito?
Me encogí, pequeña, como un guisante. Pensaba en los monstruos que estarían debajo de la cama. Los monstruos de Juan. «Cuántas noches —pensé con rencor— me he pasado consolándote. Diciéndote: no existen, Juan, no hay monstruos debajo de tu cama». Y yo temiendo por ellos, cuando el monstruo ya había salido y me esperaba del otro lado de la puerta.
Empezó por desvestirse él primero. Lento, firmemente. Me miraba con fijeza y a la vez sabía que no era a mí a quien veía. Recuerdo las arrugas en torno a sus ojos, el pelo, que le caía suelto y largo por los hombros, todavía con el olor del monte.
Y su cuerpo, de pronto, tan completo y tan desnudo. El miedo y la fascinación porque estaba haciendo algo prohibido y era niña y él, sin embargo, no.
«Quizá —pienso ahora— no fuera una verdadera violación». Al fin y al cabo, no pretendió herirme, aunque lo hiciera. Ni intentó engañarme. No me preguntó: «¿Te duele?». Mi cuerpo no le produjo la mayor sorpresa, parecía que se lo esperaba tal y como lo veía. Me desnudó con ternura y me abrazó, apretándome contra su pecho hasta que los escuché, allá al fondo, los recuerdos de todas las noches que hubo de hacer ese mismo gesto con mi madre. Y ya no tuve ni miedo ni fascinación. Mi madre estaba muerta y mi padre me abrazaba, mi padre buscaba mis labios con los suyos.
«Y sí —pensé—, es esto lo que hacen todos los padres con sus hijas».
Dolió como un desgarro. Y él empeñado en tapar mis ojos con su mano. Y yo procurando no chillar para que Juan no se enterase, para que si el espectro de mi madre comenzaba ya a vagar por los pasillos de la que llamarían Quinta de las Lágrimas, no tuviera que enterarse tampoco.
—Inés —dijo de pronto. Respiraba con dificultad. Al hablar le salía un pitido incómodo.
Abrió los ojos y resultó curioso porque, a pesar de la oscuridad en la que todo había sucedido, los veía diáfanos, brillantes. Como si hasta entonces hubieran estado cubiertos con una nebulosa, una película que lo cegaba tanto como a mí sus manos.
—Inés —repitió.
Y rompió a llorar. Su respiración, cada vez más afanosa.
Acerqué mi mano a su cara (que raspaba) y recogí una de sus lágrimas, tal y como él hiciera, entre mis dedos. Después me los limpié entre las sábanas, muy despacio para que fuera consciente de un gesto que, a pesar de no comprender toda su trascendencia, me parecía que podía demostrar mejor mi pensamiento que cualquier otro. Acababa de cortar el hilo. Nuestra relación, a partir de entonces, tendría que regirse según distintos patrones. El ya no podría protegerme, limpiarme las lágrimas o los mocos porque ya no era mi padre. Aunque él quisiera volver a serlo, yo no lo aceptaría. No después del dolor. Le había cogido la lágrima con desapego y me la había limpiado. Era como decir: «Puedo prescindir de ti, padre, puedo borrarte de mi vida, ¿puedes hacer tú lo mismo?».
En realidad las ideas me avasallaban. Una amalgama de sentimientos encontrados en los que se mezclaba la decepción, el dolor y sin embargo la victoria. Sólo ahora puedo ponerlo en palabras, expresar de lo que, o por mi edad, o por lo precipitado e inesperado de la situación, o incluso por miedo, fui incapaz.
Mi madre había muerto por la mañana y mi padre buscaba mi cuerpo al anochecer.
Quería decirle: «Te has quedado contento, ¿no? Eso es lo que querías. Ya lo tienes. No era Inés, ¿no te diste cuenta? Pero ahora me has convertido en ella. Ya no soy hija, y no soy Beatriz. Me acabas de dar un nuevo nombre, una nueva vida. Porque eso es lo que le hacías, ¿no? No era por yacer con ella, no, ¿verdad? Para eso podrías haber ido a cualquier prostíbulo, era por poseerla, hacerla tuya y de nadie más. Le cerrabas los ojos a ella también y te quedabas dentro de ella, prolongando el tiempo de separación para no ver que era independiente, que podía vivir sin ti. Era el único modo que tenías, ¿no? La encerraste aquí, la rodeaste de monjas, le diste tres hijos. Pensabas que así nadie podría arrebatártela. Pero, padre, no pensaste en la muerte, ¿verdad? Con ella no contaste. Te venció, padre. Tanta inteligencia, ¿de qué te ha servido?».
Y el asesino: mi abuelo. Aquel contra el que pretendiste medirte te ha vencido en tu propio terreno. Y se ha llevado a mi madre.
Y yo, que era la que había sido deshonrada por quien tendría que haber sido su protector en las horas posteriores al asesinato de su madre, no sentía ganas de llorar, sino de quedarme sola. «Que se vaya —pensé—, estoy cansada».
Y él, que seguía llorando, apoyó su cabeza en mi pecho (tan plano como corresponde a una niña de mi edad) y lo besó, brevemente. Después cogió su ropa y, todavía desnudo, salió por la puerta. Se calló por fin el silbido de sus pulmones.
Me recosté en la cama.
Y es extraño porque en ese momento comencé a sentirlo. Mi olor era el de mi madre. Ella me lo había negado durante años. Se lo daba a mi padre, se lo daba a mi hermano. Y yo, que era su reflejo, que la idolatraba, que vivía para ser como ella —o por lo menos eso pensaba—, jamás sentí que había estado lo suficientemente cerca como para haber dejado su rastro en mi ropa, en mi piel. Y había tenido que ser mi padre el que me diera ese trozo de mi madre que faltaba, y que, sin embargo y de pronto, ya no quería.
Me sentí sucia y no por lo que mi padre me había hecho, sino por lo que ella no hiciera cuando estuvo a tiempo, cuando todavía no era un fantasma.
«No me gusta tu olor —dije—, me desagrada. Es sucio e impersonal. Lo llevabas con vergüenza».
Lo entendí de golpe: ese olor era el de la culpabilidad. El de ella, por haber traicionado a su prima. El de él, por haber abusado de su hija. El mío y el de Juan, por haber comprendido cosas que nunca tendríamos que haber supuesto.
Pasaba ya la medianoche. Las antorchas del pasillo estaban apagadas. Y en el cielo, la mayor oscuridad. Comprendí que tras esa noche algo había cambiado definitivamente: las tinieblas siempre me habían acongojado. El demonio se mueve entre las sombras, me habían dicho. Siempre roba las almas cuando no podemos defendernos. Y yo me lo imaginaba lanzándose sobre el inconsciente de turno, agarrándose a su cabeza y sorbiendo su alma a través de la oreja. Y el pobre desalmado ya, agitando sus manos inútilmente porque es incapaz de ver qué es lo que le está atacando. No, cuando caía la noche, me refugiaba entre las sábanas y si me atrevía a salir, era sólo para reunirme con Juan, con quien la oscuridad parecía ser menor. Y sin embargo, después de que mi padre se fuera y me dejara sola, el miedo que siempre me acompañó se había desvanecido. La noche no sólo no me desagradaba, sino que me atraía. ¿Qué podría sucederme en ella? Al fin y al cabo, si los demonios pueden ocultarse en ella, yo también. Pensé: «He dejado de pertenecer a la claridad, he sido marcada y todos habrán de darse cuenta. Sólo la noche puede protegerme. Ya no soy una niña de la luz».
Y de pronto me di cuenta de la gran falacia: ¿cómo podía decir que había sido alguna vez niña de la luz?
«Los niños son luminosos —decía mi madre—, los niños son hijos del día».
Me reí desde dentro, profundo. ¿Hijos del día? Cuánto cinismo. Los niños, de pronto descubrí, los hijos no son más que el producto de ese dolor que te llega hasta la boca del estómago, de ese olor a sudor tan salado y tan sucio, de los movimientos frenéticos de alguien que se da prisa para terminar pronto: del frenesí, de la rozadura, de la batalla y de la posterior retirada en tablas. Alguien que tiene que recurrir a la noche porque sabe que lo que hace es oscuro, abyecto y repugnante. Y que te tapa los ojos para que no veas nada de luz. Todo ha de suceder en la más densa oscuridad. Nadie ha de verlo, ni siquiera la que está debajo. Así habíamos sido concebidos. Juan y yo y todos los hijos de la luz. Por un padre que de hija quería convertirme en madre.
Sentí deseos de limpiarme, de salir fuera, bajar al río y bañarme y recuperar mi propio olor corporal para volver a ser yo (aunque continuara siendo hija o Beatriz, y por tanto parte de él).
Me puse en pie y una gota de sangre, la confirmación de que hiciera lo que hiciera ya no volvería a ser la misma, una gota de sangre, tan pequeña que sólo llegó hasta la altura del tobillo, se deslizó desde aquel agujero que nunca fue tan negro como desconocido.
El agua estaba fría. Desnuda, en mitad de todo y ni frío ni miedo, sino la sensación de que el agua cae por mis hombros y se cuela en mis ojos, en mi nariz, en mi boca y en mi pubis. El monasterio cercano es una mole que intuyo en la neblina que sube del río y que me rodea. «En él —pienso— ya está el cuerpo de mi madre». Y las monjas que nos vieron nacer estarán velando alrededor. Sujetarán cirios con sus manos y llorarán también porque así está escrito, así lo quiere Dios, cuando en realidad lo que desean es irse a dormir a su celda. Quizá incluso se alegran porque al día siguiente podrán abstraerse de su rutina diaria y la muerte de mi madre se convertirá, casi, en una fiesta de guardar —un motivo de regocijo interior—. «Acógela en tu seno, señor», dirán. Como ella a Dionís. En el seno del señor, que será grande y gordo porque tendrá que albergar a todas las almas que van al cielo. «Está con Dios», me dirán. Dentro de Dios. «¿Cómo entrarán allí? —me pregunté—. ¿Darán patadas en su vientre? ¿Y quién sino Dios podrá apoyar su mano sobre él y sentirlo allí, moviéndose?». Y luego me reí. Hundí la cabeza en el río y el agua que mata, porque bañarse es de vanidosos y la vanidad es uno de los pecados capitales por los que te vas de cabeza al infierno.
Salí cuando ya me dolían los dedos. No sabía nadar, pero tampoco temía poder ahogarme. No pensar, ser parte de lo que me rodea. Ni siquiera escapar, ¿de qué me serviría? ¿Hubiera eso podido cambiar lo que ya se había consumado? Y sí: él podría repetirlo, todas las veces que quisiera. Era mi padre. Podría volver a mi habitación, abrir la puerta, taparme los ojos. Pero ¿hubiera sido peor? ¿Existe aberración más allá de la aberración? Incluso, si por casualidad no lo hubiera vuelto a repetir, ¿habría encontrado perdón por mi parte? ¿Se puede perdonar un hecho así? Irme o quedarme, en realidad, ya daba igual.
Cuando desperté al día siguiente, mi padre ya se había marchado. No se quedó ni para el funeral. Se había llevado todas sus cosas, todos sus animales. Creí que escapaba de mí, cuando su propósito era muy diferente.
Tras el entierro, tras los quejidos y el luto, comenzó el silencio. Pareciera que tuviéramos que evitar hacer cualquier ruido, como si alguien durmiese y temiéramos despertarlo. Nadie nos obligó a ello, nadie nos dijo nunca: «Niños, no habléis tan alto». Era casi como un acuerdo tácito. Y la única manera que teníamos para refugiarnos en nuestros pensamientos. O mejor, para no pensar. Por no tener que hablar, llegué incluso a evitar encontrarme con mi hermano. En el fondo supongo que temía que empezara a decir lo que yo no quería escuchar: ese «¿recuerdas cuando madre…?» que, sin duda, hubiera jalonado todas nuestras conversaciones, de haberlas tenido. O peor, «la echo de menos». Que lo resumía todo y lo expresaba tajante. Temía enfrascarnos en una conversación que inevitablemente giraría en torno al pasado —porque, a pesar de que intentáramos negárnoslo, todavía vivíamos en él—. Pero, sobre todo, temía que mi hermano quisiera hablar de aquello que habría transformado a ese padre que aun no haciéndole caso, habiéndole incluso abandonado, él continuaba adorando: en el monstruo que en realidad era. Preferible estar ciego. Y su actitud, a pesar de ser reprochable, era igual a la de todos aquellos que nos rodeaban.
Yo no renegaba de lo que había sucedido aquella noche. A pesar de ser incapaz de comprender todo lo que abarcaba, los negros mecanismos que habían saltado tanto en mi padre como en mí, entendía con extraña lucidez el acto que habíamos consumado. De un modo que no alcanzo a vislumbrar, sobre todo si se tiene en cuenta la edad que tenía y el ambiente en el que me había criado: siempre rodeada de monjas y de mujeres sujetas a la vergüenza, sabía qué era lo que mi padre había hecho conmigo. Y no hablo del aspecto interno del acto, que todos mis pensamientos vagaban en un mar de dudas que no sabía cómo conexionar; no, me refiero al aspecto más físico de la palabra: el sexo. La palabra de la que nadie me había querido hablar —menos quizá las alusiones veladas de mi aya: «Es un hombre, ella, una mujer, ya sabes lo que quieren los hombres»— y que, sin embargo, yo había sabido entrever espiando a través de los ojos de las cerraduras o apoyando la cabeza en la pared que daba al cuarto de mis padres.
Resulta difícil para un adulto darse cuenta de todo lo que los niños son capaces de enterarse. Se habla delante de ellos con la impunidad que da el «no entienden, no saben qué sucede». Y sí, es posible que se les escape el sentido de las conversaciones de los mayores, que los temas de los que traten les suenen extraños y ajenos. No obstante, como seres que buscan espejos en los que reflejarse, saben intuir actitudes, conocen cuándo los mayores guardan secretos, cuándo hay algo de lo que no quieren que se enteren, cuándo bajan el tono, cuándo actúan con falsa naturalidad. Los niños son los grandes detectores de mentiras. Sobre todo cuando éstas vienen de parte de sus padres.
Tras la muerte de mi madre, a pesar de mantener una vida de la que el ojo ajeno hubiera incluso podido decir que era igual a la de antaño, había pequeños detalles que confirmaban que nada era cierto, que nos manteníamos en una realidad impostada en la que los nervios estaban a flor de piel y que, si actuábamos como lo hacíamos, no era sólo porque era el papel que mejor nos supiéramos, sino porque era el más cómodo.
De pronto hasta mi aya rehuía esos temas que tantas chanzas y tanto jolgorio le habían provocado en el pasado. Y no era porque respetara esa ley del silencio que todos parecíamos cumplir —el respeto a la muerte de mi madre—, sino por algo que intuía en mí. Cuando estaba delante, callaba de pronto como si hubiera sido pillada en falta y se limitaba a mirarme con ojos estrábicos, a pasar su mano por mi pelo y a decir: «Pobriña, pobriña, tan joven… y ya sin madre».
Juan dejó de llorar por las noches cuando comprobó lo inútil de aquel acto: nadie acudiría para espantarle sus monstruos. La noche era mi aliado y tendría que ser el suyo. «Así —me dije con rencor— tendrá que aprender a convivir con sus miedos». No me pesaba la conciencia. Lo había puesto en mi mismo plano: jugaríamos en igualdad de condiciones. Y ni él pensó en apoyarse en mí, ni yo en protegerlo. Nunca me reclamó nada, como tampoco intentó inspirarme pena o conmiseración. Cada uno continuó con una rutina, a la que nos aferrábamos porque era la única capaz de otorgarnos identidad, la única en la que nos sentíamos reconocidos: él siguió tejiendo y yo cazando con unas armas que cada día resultaban menos pesadas.
Nadie se preocupó por corregirnos. «Aunque —pienso ahora— hubiera sido lo más normal». Saltaba a la vista que nuestro comportamiento era desviado y sin embargo a nadie le extrañaba, y ya no sé si por el respeto que les merecía la memoria de mi madre y su modo de educarnos o por la fuerza de la costumbre, la inercia que nos impulsaba a seguir viviendo tal y como habíamos hecho: modo —absurdo quizá— de evitar que todo se derrumbara.
Reconstruimos nuestra rutina como si nada hubiera cambiado. Juan y yo comíamos y cenábamos solos, pero en la mesa siempre había dos platos más: uno por la madre que tendría que haber estado y otro por el padre que podía llegar en cualquier momento. La cuna de Dionís seguía donde la dejara su ama el día que se lo llevaron. Y no para recordarnos su existencia —que en realidad no nos importaba demasiado—, sino porque a nadie se le ocurrió cambiarla de lugar. Incluso por las noches, antes de acostarme, rezaba tal y como lo hiciera con mi madre: guardando silencio en los momentos en los que era ella la que tendría que haber hablado. «Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén». Y vuelta a empezar: «Santa María, madre de Dios».
Así vivimos durante año y medio. Aguardábamos la vuelta del padre porque así habíamos sido educados. No es que, y a pesar de que diéramos esa impresión, le echáramos de menos ninguno de los dos —o por lo menos yo, que ¿cómo pretendo adentrarme en los pensamientos de mi hermano si ni siquiera me atrevía a acercarme a él físicamente?—. Su ausencia siempre fue cotidiana y su regreso, algo que tarde o temprano terminaría por producirse.
Pero volvió y lo hizo, como no podía ser de otro modo, como lo había hecho siempre. Y otra vez las escenas se solapan y ya no estoy segura de lo que viví antes o después.
Recuerdo, como un momento recurrente, que siempre que llegaba era al atardecer. El sol caía en lontananza cuando emergía él rodeado de sus perros y sus seguidores (siempre tan exagerado, padre, tan poco sorprendente). Entonces su cara se bañaba de tonalidades naranjas que le conferían, por más que me lo prohibiera y que me obligara a desenmascararlo, cierta sensación de irrealidad que conseguía hacerme olvidar al ser vil que era para volver a adoptar el papel de héroe que tuvo antes de que mi madre muriese.
Desmontaba sin apenas agarrarse a las riendas. Su pierna pasaba por encima de la quijada con la seguridad del que lo hace cientos de veces al día. Lo primero, el brazo, perfectamente cincelado mediante golpes atizados a Dios sabe quién. Y la mano grande, los dedos también (como cadenas). No apoyaba los pies en los estribos. Saltaba desde la silla y caía al suelo y sus espuelas se clavaban en el barro y salpicaba. Las gotas oscuras llegaban hasta nosotros como moscas oscuras que manchaban los trajes que mi madre nos mandara poner muy de mañana —cuando vivía—, y después de que el mensajero que siempre lo precedía nos anunciara su visita. El resto de la jornada esperábamos que llegara la tarde y la alargábamos con frases que apenas transmitían nerviosismo y sí mucha contención. Y ansiedad.
Y luego, cuando mi madre ya estaba muerta, seguíamos vistiendo con las ropas que ella nos hiciera ex profeso y que se nos habían quedado pequeñas. Juan, por propia iniciativa, había tenido que añadirles un palmo entero de una tela que le dieran las monjas. No recuerdo los zapatos que llevaba porque seguramente ni me los cambié. Debían de ser los que utilizaba para ir a cazar al monte o ir a coger bayas. Sin embargo, puedo reproducir con exactitud la claustrofobia que me producía ese traje, que era en realidad como las tripas que envuelven los chorizos. A pesar de que mi hermano tenía una habilidad extraordinaria con la aguja, las costuras me apretaban y las notaba como clavos contra mi piel. No podía subir ni bajar los brazos e incluso tenía dificultades para andar, dando zancadas grandes. Me resulta difícil pensar en el color del traje. Quizá porque, de tan desvaído, era imposible saberlo. O quizá porque en realidad tampoco me importó demasiado. Recuerdo a la perfección, sin embargo, cuál era el color de la cinta que me había cruzado en el pecho: marrón oscuro, del color de las bridas, porque precisamente eso era: un trozo de cuero que había cortado con el cuchillo que ahora pendía de ella.
Todo el mundo lo vio, pero aquellos que convivían conmigo ya se habían acostumbrado a verme ataviada así y mi padre tampoco hizo ningún ademán de sorpresa.
—Hola, Beatriz —dijo, como quien saluda a un amigo al que acaba de ver hace un rato. Y en efecto, me parecía que ese año y medio no había tenido lugar en realidad y que esa tarde (que ya era casi la noche) comenzaba exactamente en el momento de mi baño en el río.
Se agachó y pasó la mano, con un gesto en el que creí entrever la crispación, sobre mi cabeza. Yo hube de contener las ganas de echarme para atrás. Me parecía que detrás de la aparente cordialidad que reinaba en tan esperado reencuentro, todos aquellos que nos rodeaban esperaban un gesto que les confirmara lo que acaso no sabían y sólo podían intuir.
No obstante, por más que me lo propusiera, fui incapaz de sonreír. Aquel gesto debió de ser, en cambio, un rictus extraño porque Juan se me quedó mirando con la incomodidad del amigo que procura no fijar su atención en el grano de su interlocutor.
—Hola, hijo —dijo finalmente volviéndose hacia él.
Echando la vista hacia atrás y comprobando lo bien que representó toda la escena, no pude evitar pensar que lo llevaba todo ensayado. Como mi madre. Nos había dicho exactamente lo que necesitábamos oír. Beatriz, me había llamado (para diferenciarme de este otro Inés que dijera antes de partir: el nombre con el que me había bautizado cuando se encontraba protegido por la intimidad de mi alcoba y el silencio de la noche de luto).
Y luego a mi hermano: «hijo», pronunciando bien todas y cada una de sus letras —cuando tan necesitado estaba de padre y de madre, cuando incluso había perdido a su hermana—. Esto me hizo pensar que en realidad él tenía más miedo que nosotros al reencuentro y que incluso durante ese año y pico que tardó en volver llegara a sentir cierta culpabilidad.
No eran imaginaciones mías. No sólo los padres no son infalibles, sino que pueden llegar a reconocer sus errores, aunque lo hagan disimuladamente, como era el caso. «Y si se siente culpable, nunca más —me dije—, nunca volverá a visitarme por la noche, nunca más ese dolor. Podremos enterrar a Inés y descansar todos, sin monstruos que nos levanten de la cama y nos impulsen a buscar protección en brazos ajenos».
Pero luego me di cuenta. No es que llevara preparado ese reencuentro porque algo le oscureciera el ánimo, le remordiera en la conciencia; sino que todo respondía a un plan perfectamente trazado. Mi padre iba a ser rey y cualquier error en su conducta —aunque fuera delante de sus hijos bastardos o de sus criados-podía llegar a ser fatal. De hecho, tras ese año y medio, sus gestos resultaban incluso más calculados; su pose, aristocrática, como si se prepara para el gran momento. Comprobé con horror, tras mirarle apenas unos instantes, que no se sentía esencialmente culpable por lo que me hiciera, sino que había hecho de la actuación un medio de conducta, que era su nueva manera de ser, pero que debajo de tanta educación y tanta sonrisa y tanta mano convenientemente colocada en mi pelo, mi padre seguía siendo el mismo hombre. Ese «Beatriz» y ese «hijo» eran pura política: la manera más cordial de captarnos para su bando. «Sois mis hijos— parecía decir entre esa actitud melosa, —tenéis que estar a mi lado para todo lo que os requiera. Lo que sea».
Pasó varios días con nosotros. Sus gestos eran corteses y distantes; sus palabras, comedidas. Todo en él era una pose. Si alguien hubiera dicho: «Preparados, listos, ya», él no podría haber estado más preparado. No cometía deslices. A pesar del gasto de energías que tenía que suponerle, no menguaba su actitud, que de tan cortés llegaba incluso a resultar empalagosa.
Como en los viejos tiempos, ni él se metía en nuestras tareas ni nosotros en las suyas. No buscaba su presencia y mucho menos la rehuía. Si en un primer momento me chocó su nueva actitud, pronto preferí ignorarla —aunque lo normal hubiera sido espiarlo hasta cogerlo en una renuncia—. Pero, simplemente, no me importaba. Mi padre era algo del pasado. Había tenido —o al menos así lo pensaba— tiempo suficiente para sobreponerme a esa noche. Creí que ya lo había asimilado todo y con tanto éxito como para llegar a perdonarle. Esto me hacía sentir orgullosa de mí misma: habíamos echado un pulso y yo lo había vencido.
Mientras su cordialidad era una impostura, un reto para su fuerza de voluntad, lo mío se podía definir como simple indiferencia.
Me equivocaba.
No pasaría mucho tiempo —o quizá sí, pero se hizo tan corto que ahora los recuerdo muy cercanos el uno del otro— antes de darme cuenta de mi error. Nada estaba olvidado, nada superado; lo que creí que había expulsado de mí simplemente había quedado almacenado en el desván de la memoria cubierto con una sábana tan ligera que él sólo tuvo que tirar levemente y toda la angustia, todo el miedo y toda la vergüenza volvieron a reflotar.
Al repetir lo que yo creí que sólo podía hacerse una vez, el castillo que yo pensé de piedra resultó ser de adobe. Se derrumbó por completo. Mi padre había vuelto. E Inés con él.
Su verdadero ser estaba latente debajo, esperando resurgir. No sé los motivos por los que no me tocó más que lo necesario durante los días que convivió con nosotros. Quiero pensar que me vio muy niña y prefirió seguir esperando a que llegara un momento en el que lo que hiciera conmigo no estuviera tan mal visto por todos aquellos que lo rodeaban. Estaba en plena campaña. Su misión en esos días consistía en reclutar aliados y tenía que medir muy bien todos los actos para calibrar sus consecuencias. Cualquier desliz podía resultar imperdonable. Así que venció su inteligencia y su amor por la táctica —y la manipulación— y consiguió sobreponerse a sus instintos. Por lo menos ante los ojos de los que lo rodeaban.
Su presencia, como ya he dicho, sin ser incómoda, me descolocaba. ¿Qué estaba haciendo en esa casa? ¿Qué era lo que en realidad le había impulsado a ir a la Quinta del Pombal? No creí que hubiera sido por nosotros. Y tengo que reconocer que esta vez me equivocaba.
No sé por qué tardó tanto. Quizá no estaba decidido del todo a hacerlo. Era, supongo, un paso importante para él: agachar la cabeza ante su padre.
Pero al quinto día de su estancia —en la que no había dado más muestras de su presencia que la voz imperante pero cortés con la que reclamaba que le llevaran la comida a sus habitaciones—, se acercó a nosotros y nos dijo: «Empaquetad vuestras cosas». No nos planteamos para qué, por qué. Obedecimos con tal de no tener que entablar una conversación en la que, tras responder nuestras primeras preguntas, hubieran seguido otras de las que en realidad no queríamos saber su respuesta (jalonadas con un reproche cortés, con un tono hiriente, con la ironía que todo buen rey tiene que aprender a utilizar: porque la ironía es signo de inteligencia y aunque no lo seáis, se os exige que por lo menos lo aparentéis).
Apenas había amanecido cuando nos pusimos en marcha. Sólo las ayas venían con nosotros. El resto del servicio se quedó al cuidado de la casa: por si algún día se producía un regreso que nunca tuvo lugar.
No nos despedimos de nadie. Las monjas que tan bien nos habían cuidado en realidad no dejaban de ser, ante nuestros ojos, un conjunto. Al principio, cuando entraba una novicia en el convento, todavía podíamos apreciar rasgos distintivos en su cara, en sus expresiones, en su manera de andar. Pero con el tiempo todas terminaban por transformarse en parte del todo, con simétricos gestos de contención y rasgos de amargura —y, no obstante, ¡dichosas ellas, que (si lo querían, claro) podían mantenerse alejadas de los varones sin que nadie les cuestionara su decisión!—. Y luego el resto del servicio, con el que apenas habíamos tenido contacto. Ni otro amigo (ni siquiera Dionís, que continuaba creciendo tan paralelamente a nosotros como ajeno). No nos dio pena dejar atrás la casa en la que nos habíamos criado, en la que habían llegado a asesinar a nuestra madre. El equipaje era más bien escaso y si en realidad lo llevaba, no era porque precisara nada de él, sino para que mi padre no pudiera pensar que cuestionaba sus órdenes. A pesar de tanta cordialidad y tanta reverencia aquí, reverencia allá, si en algo estaba segura de que no había cambiado era en su mal carácter, su pronto cuando algo no salía como había dispuesto, su intransigencia. Lo sabía muy bien. Por más que me pesara, yo era igual.
Montaba a horcajadas, como los hombres. Me negué a viajar en el carro junto a las ayas. Al fin y al cabo, galopaba mucho mejor que mi hermano y a él nadie se le ocurrió decirle que se fuera con las mujeres (aunque él estuvo a punto de hacerlo tras caerse dos veces seguidas y que el caballo, al que llamó «bestia del infierno», se echara a galope tendido y casi lo estampara contra un árbol).
No recuerdo la impresión que me produjo el castillo del abuelo; no guardo memoria de esos primeros instantes. A pesar de que fuera consciente de que sólo con ese pequeño desplazamiento físico se estaba produciendo un cambio importante en mi vida, su imagen primera está velada en mi memoria, oculta quizá en el nerviosismo que, sin duda, debía de sentir. Llena estoy, sin embargo, de esa imagen posterior que creció tanto como un árbol y que recrea los primeros momentos que pasé allí (y que me asaltan por más que intenté esconderlos entre sus raíces).