8

(DEL HIJO).

Odio los imprevistos. Odio las imposiciones. Odio que me digan que las cosas son inevitables, que, por más que lo intente, son imposibles de cambiar. «Si tan inmutables son —pienso—, deben de ser lo suficientemente obvias (incluso para mí) como para que nadie me tenga que estar diciendo nada». Sus comentarios sobran. Prefiero los que dan las cosas por sentado —y se equivocan— a aquellos que se empeñan en dar vueltas sobre un asunto como si no hubiera quedado lo suficientemente claro. O como si su interlocutor fuera un patán y ellos poseyeran el don de la omnisciencia.

Sí, soy un ser positivo, lo reconozco, todo me encanta y todo lo acepto, ¿qué se le va a hacer?

Odio a la gente que se cree con autoridad suficiente como para juzgar lo que los demás hacen. Odio en general los juicios en tercera persona, las personas que dicen: «Es o debe ser», en vez de: «Yo creo que, mi opinión es, estaría mejor, debe de ser o quisiera que…». A todas éstas les gritaría que sus decisiones no son palabra de Dios, que simplemente pueden estar más o menos equivocados. Y odio a los que dicen la última palabra sin aportar nada, acabando con «y punto o y ya está o esto es así, niña y te callas». Sí, odio a los que te hacen callar con el único criterio de que son la autoridad y están por encima de ti.

Yo prometí que nunca sería así y que escucharía todos los argumentos que tuvieran que darme.

Y por eso decidí escuchar a Blanca.

—No, señora, yo no he sido, yo no la he matado.

Su tono es tranquilo, como si comentáramos de qué color vamos a hacer el traje de los domingos o si queda mejor esta u otra puntilla.

Decido adoptar yo también un tono similar:

—¿Estás segura?

—Si lo hubiera hecho, señora, yo creo que me acordaría.

«Sí —pienso—, eso está claro».

—Mira, Blanca, no estoy diciendo que hayas sido tú. Pero que tú eras la que tenías más motivos. Sólo eso.

—¿Más motivos? ¿Por qué?

Y de pronto me siento culpable: ¿voy a decirle a esta mujer, que es el único apoyo que me queda en esta vida, que es una asesina porque mató a mi aya porque ésta creía que me estaba envenenando? Suena, me doy cuenta, demasiado absurdo. Y ¿Blanca envenenándome? ¿Por qué? Me repito: no te mató cuando tuvo oportunidad para ello. Podía incluso haberte dado veneno y que no se notara. Con lo débil que estoy, cualquiera hubiera podido pensar que si fallecí, lo hice por cansancio. Y nadie hubiera podido inculparla. ¿Matarme Blanca? Y ¿por Sancho? (se me atraganta la idea). Sin embargo, no lo hizo aunque yo se lo exigiera. ¿Qué motivos tendría entonces para matar a mi aya? Lo reconozco: no se llevaban bien, de hecho, no se podían ni ver. Pero la gente no va matando por ahí a aquellos con los que no se lleva bien. Para eso están las guerras, pienso que son mucho más civilizadas y se rigen por reglas estrictas. No, no pudo hacerlo Blanca.

Me convencía de lo contrario: me sentía incapaz de decirle, así, de pronto: «Mira, amiga, mal que te pese, ya sé lo que me estás haciendo, quieres librarte de mí, no lo niegues».

Me escapo por la tangente.

—No lo sé. Y me han dicho que te vieron por las cocinas a esas horas.

—Claro —replica—, como a treinta personas más.

—¿Treinta?

—Sí, entre cocineros, cocineras, despenseros, pinches, caballeros, soldados. Señora, eso parecía una audiencia.

La verdad es que las cocinas nunca me habían gustado demasiado. Sin entenderlo muy bien, asociaba ese lugar a un paritorio. Ver allí esas enormes ollas, cociendo todo el rato agua, y la gente que da vueltas sobre sí misma como peonzas con las caras rojas, todos agobiados y todo el rato de aquí para allá; el olor a hierbas que intentan ocultar el de la sangre y el de la carne que se abre del animal que, como la parturienta, está sobre una mesa esperado a que le hagan lo que tienen que hacerle. Desmenuzarlo.

Supongo que ése era uno de los mayores reproches que podía hacerme mi marido. El gobierno de mi casa lo tenía cualquiera menos yo. Pero mi padre siempre dijo que es signo de inteligencia ser consciente de las propias limitaciones. Y yo lo era y por eso tomé la opción de delegar siempre en alguien más apto. Una filosofía de vida.

—Pero ¿tú qué tenías que hacer allí?

Porque, que yo supiera, nunca había delegado en ella ese tipo de operaciones.

Se revuelve incómoda. Parece nerviosa.

—¿De verdad queréis saberlo?

Y sus ojos me dicen: «No, señora, no lo deseáis».

—¿Quiero? —y me doy cuenta de que, con este tipo de respuestas, voy a perder la poca autoridad que me queda—. Quiero —repito esta vez más convincente.

—Vuestro esposo me impulsó a ir.

Lo que era, como pude saber después, totalmente cierto.

Filosofía de la delegación: todo lo que concernía a mi marido se lo había dejado a Blanca. Y la verdad es que cumplía perfectamente con su cometido.

—Bueno, ya me he cansado de esta plática, por favor, Blanca, acércame eso, que me voy a levantar.

Empujo el embozo de la cama con el pie.

No sé si la muerta (como he comenzado a llamarla en mi mente cuando me refiero a ella, ¡mi pobre aya!) tenía razón, si me estaban envenenando o no; pero desde que le llegó su hora, parece que yo he comenzado a recuperar las fuerzas. «Por lo menos —me he dicho—, he de averiguar qué sucedió con ella».

Lo que más me sorprendió fue verla desnuda. A pesar de todos los años en los que conviviéramos, que ella no pasaba un día sin que me viera de este modo, camisa más, camisa menos. Yo jamás pude intuir que, por debajo de esos ropajes oscuros, podía tener un cuerpo que era tan viejo como ella misma. De tan previsible podía dar esta pena. Daban ganas de abrazarlo y eso hice, cuando nadie me veía, cuando en la intimidad del cuarto donde la bañaba, podía incluso permitirme llorar.

—Yo me hago cargo de todo. Yo prepararé su funeral.

Mi marido frunce el entrecejo (todo lo que puede porque ya de por sí sus cejas estaban bastante unidas). Quiere protestar, decirme: volved a la cama. Pero estamos rodeados de gente y no es cuestión de montar una escenita conyugal.

Me salgo con la mía.

La baño despacio. Le quito la sangre reseca que salió de su pecho y goteó hasta sus tobillos. La cicatriz aparece entonces perfecta entre sus bordes blanquecinos. Es como una cortina, descubro, por la que se puede mirar el interior de la muerta. Y toda ella recuerda a un árbol que se agostó, desde dentro hacia afuera. Sus brazos nudosos, su piel, que es áspera y como en capas, incluso su sangre de pronto me parece resina. Y miro su interior esperando descubrir el mismo vacío que tienen siempre los árboles viejos. «Por ese agujero —pienso— se le ha escapado la vida. Demasiado pequeño —me digo— para acabar con ella así, tan súbitamente. Los árboles mueren», pienso. Aunque sigan en su sitio durante años, ya no corre vida por sus ramas. Y su interior, o lo que yo puedo ver a través de esa pequeña ventana que tiene la forma del arma que la mató, me parece de una perfección abrumadora. «Esta mujer —me digo— estaba llena de perfección».

Llaman a la puerta.

—¿Sí?

La cabeza de mi marido se asoma. Me abalanzo sobre el cuerpo desnudo de mi aya. La cubro con mis brazos.

—¿Qué haces aquí? —le increpo.

Cómo se atreve. El cuerpo de la muerta, tan frío contra el mío. Ya casi rígido del todo. Con dificultad la han metido en el barreño. No sé cómo la van a sacar.

—He venido a ver si necesitabas algo.

Pero este hombre, ¿no se da cuenta de las cosas?

—Pues no, claro que no.

Y añado: «Sólo que te vayas, que nos dejes tranquilas».

Y su cabeza enorme se retira y vuelve a cerrar la puerta.

Y nos quedamos de nuevo las dos solas. «Es un cadáver», me digo. Sólo eso. Y le mojo el pelo, a ella, que tan pocas veces se bañó en vida. Le mojo el pelo y se lo froto, con fuerza.

—¿Qué queréis que diga de ella?

—¿Perdone?

—Bueno, señora, o acaso prefiere ser usted la que, como introducción o como despedida, diga unas palabras sobre la difunta.

El pobre clérigo, tan joven, me mira como si fuera un espectro. Y la verdad es que quizá tenga un poco pinta de eso: de tan delgada, tan pálida y con esas pústulas y esos pelos mugrientos. Noto que quiere salir corriendo a la vez que dice «¡apestada, apestada!».

—Sí, claro —lo pienso—, ¿de acuerdo?

Entonces comencé a preguntarme qué sería lo que podría destacar de esa mujer que había compartido mi vida. Y, si en un primer momento pensara que serían cientos de cosas de las que podía hacer mención, que podía hablar de ella durante horas, enseguida comprendí que no iba a ser tan fácil. Mi discurso resultaría perfectamente insustancial, me dije. Podría explicar cómo torcía la boca al reír, cómo se peinaba primero el lado izquierdo y luego el derecho, cómo se persignaba y decía «Jesús»; cada vez que me veía haciendo algo que no le gustaba. Hablar del olor que desprendía su piel cada vez que preparaba pulpo, su plato favorito. Hablar también de su acento, tan cerrado que incluso a mí me costaba entenderlo. Y sin embargo, me di cuenta, no sin horror, de que nada podía decir de ella que no fueran meras impresiones, pequeños detalles incoherentes que en nada ayudarían a retratar a esa mujer que me había dedicado, con absoluta devoción, tantos años de su vida. Ni un amante, ni un marido, ni un amigo especial. Y aunque a veces su presencia resultara agotadora, el hecho era innegable: había hecho de mí y de mi corte el centro de su vida.

Resulta obsceno investigar entre las cosas que pertenecieron a un difunto. Yo buscaba un trozo de su pasado que me permitiera creer un discurso sobre la persona que fue. En su lugar sólo encontré futuro: la ropa que se iba a poner al día siguiente, las hierbas con las que prepararía mis infusiones, el cojín que estaba tejiendo, las agujas. Ningún recuerdo pasado. Nada.

Y la rabia. Porque había en ella detalles que me molestaban: como que estornudara tan alto o que se pintara tanto los ojos con carbón que a veces pareciera que se dedicaba a ir golpeándose allí con todas las puertas que se encontraban en su camino.

Y estaba muerta y yo no había podido olvidarlos. Incluso, bajo la luz del recuerdo, conseguían exasperarme todavía más.

Me decía: «Piensa, Beatriz». Algo habrá hecho esta buena mujer por lo que merezca ser recordada. Pero ¿a quién podría interesar una vida construida de pequeños momentos, de impresiones fugaces, del día a día?

Luego en el funeral: si se habla de la humildad del difunto, es que en realidad nunca hizo nada importante. Si se menciona su generosidad, si ésta se refiere a su familia, es que era un victimista; si es con los pobres, es que era rico. Si dicen de él que fue comedido, es que era tacaño. Si ahorrador, avaro. Si se dice que fue justo, es que no dudó en tomarse la venganza por su mano. Si se dice que amó, es que tuvo varios amantes. Y si fue amado, es que tuvo muchos hijos (aunque no todos con la misma persona). Si se habla de la pulcritud, que era un maniático. Si de la calma, es que era perezoso. De la perseverancia, un cabezota. Si de la constancia, un pesado. Sólo hay que saber leer entre líneas.

Sus exequias fueron breves. Todo gratitud por mi parte. Y flores, muchas flores, para que suplieran la falta de palabras. Dije: «Gracias, gracias por todo». Y ya está. Volví a sentarme para que el sacerdote pudiera decir: «Podéis ir en paz».

Así que adiós. Lágrimas, flores, pañuelos. Ahora soy yo la que no se quiere dejar ir. Que me quieren matar, está bien, pero no se lo voy a poner tan fácil, no, señor, ¿qué se han creído? Con mi aya se han muerto mis ganas de fallecer. Ahora he de vivir por ella, para que su sacrificio no sea en balde. Porque eso ha sido, un sacrificio en toda regla con cuchillo y sangre a borbotones (que durante más de dos días estuvieron fregando las cocinas) y cientos de oraciones y de rosarios, por su alma y por la del asesino. Me anudo un pañuelito a la cabeza y si estoy calva, ¿importa en realidad? Al fin y al cabo, mi cabeza es como mi tripa, redonda y grande. Ya le crecerán los pelos. Si estaba siendo envenenada o era el niño quien me mataba, ¿importa en realidad? No van a poder conmigo.

Durante noches enteras aguardo que el fantasma se me vuelva a aparecer. Pero debe de estar ocupada en otros menesteres. La llamo: «Espíritu, lo que seas, por favor, ayúdame». Las noches son tranquilas. Ni sombra. Nada. Cuando estaba enferma, no se cansaba de visitarme, ahora que comienzo a recuperar las fuerzas, se dedicará a molestar a otra persona. Y pienso: «Yo, la verdad, en su lugar, también lo haría».

A ver, Beatriz, céntrate, ¿qué es lo que sabes? ¿Qué es lo que tienes? En primer lugar, una muerta que se te aparece para visitarte por las noches y que te dice que estás en peligro y que si te lo dice no es por ti, sino por el niño, que no es tu hijo, sino otro niño del que nada sabes. En segundo lugar, un marido que se acuesta o se acostaba con tu mejor amiga. En tercer lugar, una mejor amiga que te oculta algo y a la que tu aya creía culpable de intentar envenenarte. En cuarto lugar, esa misma aya yaciendo bajo la tierra, y por último, una sanguijuela que es tu propio hijo y un quiste que no se cansa de perseguir a tu mejor amiga. ¿Y qué hago yo con todo esto? Paso a paso, a su ritmo.

Dios sabe que nunca me gustó coser, me parecía una pérdida absoluta de tiempo. Además, me recordaba demasiado a mi madre y a su manía persecutoria de «las niñas tienen que aprender a hacer algo con su tiempo». Replico: «Pues a mí se me ocurren cientos de cosas mejores». Contrarréplica: «Obedece, Beatriz, soy tu madre y harás lo que yo te diga». Así que lo de hilar y deshilar solía dejárselo a alguien mejor dotado. Y, sin embargo, esta madeja en la que se había convertido mi vida tenía que desenredarla si no quería acabar como el fantasma: arrojada por la ventana o envenenada o quién sabe qué.

Paso a paso: averiguar quién es la fantasma y ver qué quiere.

Mi aya, que en paz descanse, decía que hay dos maneras de conocer a la gente: por lo que hace y por lo que piensa. Como yo no poseo poderes sobrenaturales, esta segunda opción habría de dejársela a alguien más apto. Yo tendría que conformarme con la simple acción. Primer problema: que la mujer de la que estaba intentando saber más estaba muerta, así que, en vez de averiguar qué es lo que hacía, tendría que investigar qué es lo que hizo para conocer, de una vez, de quién se trataba.

—¿Adonde vais? —me preguntó Blanca.

Sí, claro, tú puedes esconderme lo que quieras. Puedes entrar y salir de mi cama como Pedro por su casa, ¿y yo no voy a poder guardarte un secreto? Ah, no. Que vale que en mi convalecencia tuvieras que cuidarme, pero se acabó, que lo sepas.

—Por ahí —contesté, señalando un punto incierto.

—Pues no os resfriéis, cubrios con esta manta, y calzaos con estos borceguíes que os tejí. Y no tardéis, que enseguida os subirán la comida.

Y yo: «No, no, no te preocupes, Blanca. Sí, lo que quieras, como digas». Ha asumido, de pronto, el papel de la difunta.

En mi mente ya estaba claro a quién habría de preguntar.

Soy una mujer atípica, lo reconozco. No me gusta airear mis problemas más que con gente a la que escojo muy cuidadosamente. No creo además en el arrepentimiento. No creo en el perdón. Me parece algo atrasado: en esta época de progreso en la que vivimos es imposible hacer borrón y cuenta nueva: los errores son necesarios, de los errores se aprende. Así que a mí que no venga un sacerdote o quien sea a decirme: «Aquí no ha pasado nada». No, señor, son mis fallos, tan míos como mis aciertos. Y por ellos, por la suma de los dos, soy quien soy hoy en día. Y era por esto que si recurría al sacramento de la confesión, era sólo por guardar las formas. Siempre he creído que hay que barrer hacia dentro, sobre todo las victorias, que son las que más envidias y disgustos provocan a la larga en los que te rodean. Que los hombres de religión, por mucho secreto que tengan que guardar, al final terminan apropiándose de las debilidades de sus feligreses y, tras hacerlas suyas, ¿por qué no proclamarlas a los cuatro vientos? Vamos a ver, alguien cuya vocación es de predicador, ¿se le puede pedir que guarde un secreto de por vida? He de decir que hay excepciones, pero precisamente por éstas llegué a la certeza de que no me equivocaba. Y si quería averiguar algo de esa mujer, el camino más fácil y corto sería hablar con el hombre que la confesaba.

Decían que estaba loco, que no sólo le había trastornado ser espía y confidente en primera persona de los tejemanejes entre Enrique y su hermano Pedro, sino el haber vivido también en primera persona los problemas de la Iglesia cuando, entre un papa y otro, decidieron trasladar sus santas sedes primero a Aviñón, luego a Roma y después vuelta a empezar. Entre tanta mudanza, tanta apariencia y demás, el pobre hombre había terminado por perder el juicio y, aunque se suponía que pertenecía a una orden de gente sensata como la de los dominicos, había optado por apartarse de las conspiraciones del mundo y refugiarse en la torre a la que denominaron como la del Observatorio de Alfonso X, exactamente la que daba más al norte, para que el sol en su decurso —así dijo— no pudiera molestarlo en sus cavilaciones. Y nadie lo hacía, que es una de las características que tiene la santidad: que te dejan tranquilo.

La verdad es que, viéndolo allí, yo también me planteé hacerme santa. La comida, la cama, los libros, las velas. Porque se había rodeado de ellas y se dedicaba a mirar por la ventana a un cielo sin sol. ¡Y yo, que me lo imaginaba vestido con harapos y agarrado a una calavera! Me dijo: «Pasa, entra».

Y yo:

—Padre, ¿le molesto?

—No, hija mía, ven, siéntate a mi lado.

Mira entonces mi cabeza, mi tripa y se cruza de brazos.

—Es de su marido, ¿verdad?

—Por supuesto, padre.

—Entonces, ¿qué os trae por aquí?

Y pienso: «¿acaso las mujeres sólo hablan de infidelidades, de hijos ilegítimos?».

—Pues —vacilo— la fantasma, y la ventana de la Sala del Solio. Querría hablaros de…

Me escucho y veo lo absurdo de mi pregunta. Casi hubiera sido mejor haberme inventado alguna infidelidad.

—Así que —me dice, y sus ojos brillan— se te ha aparecido.

—Sí, padre —espero, pienso, que estemos hablando del misma fantasma—, ¿a vos también?

—No, no. Pero sé que anda por ahí.

Me ha cogido las manos y me las aprieta hasta que se ponen blancas. Están igual de frías que las de él.

No me gustan los sacerdotes. No me gusta su doble moral. Y éste, revestido de ese solipsismo y esa pretendida superioridad, me gusta todavía menos. Y, por favor, ¡que me suelte las manos!

Y añade:

—Ya me hubiera gustado. ¿Y qué tal está?

«Pues muerta», quiero contestarle, pero cambio de opinión. Si pretendo sacarle información, será preferible que utilice mi mejor tono.

Siento que su nariz aguileña casi se me clava entre un pulmón y otro pulmón. Sus orejas son grandes. Y al hablar, se mueven. Me concentro en ellas (así, por lo menos, no tendré que aspirar su aliento con olor a alcohol).

—Pues muy bien. Muy guapa, en verdad.

—Sí, siempre fue guapa. La llamaban «la bruja». Y es que tenía una belleza que hechizaba. Pero se equivocaban todos, era una santa, ¿sabes? Siempre tan preocupada por todos: por el rey, por la reina, bueno, y sobre todo por el niño.

Se levanta y se acerca a la mesa, donde tiene pliegos y pliegos. Por fin mis manos se tintan de rojo de nuevo: la sangre vuelve a ellas. Las froto y las escondo entre los pliegues de mi falda, por si acaso tiene tentaciones de volver a apresarlas. Coge una jarra y se sirve una copa de vino (espero que sin bendecir) y la apura de un trago. Después se limpia con la manga.

—¿Gustáis?

—No, no —contesto mirando mi tripa.

—¡Ah! ¡Claro! Así que se os ha aparecido. Curioso, curioso.

—Pero ¿vos la conocíais?

—Sí, hija, muy bien. No había día que no visitara mi confesionario. Una verdadera santa, ya os digo.

—¿Ah, sí?

Se pone tenso, de pronto.

—Pero, eso pertenece al secreto de confesión.

¡Ya estamos con esa monserga! ¡Padre, que está muerta y remuerta! Me callo, una vez más (me sorprendo de mi contención). Decido dar una respuesta más correcta.

—Pero, padre, ella me pidió que hablara con vos —invento rápido, siempre fui hábil—, que os echaba mucho de menos. Que los de arriba —señalo al techo— no la dejan hablar con vos porque…, bueno, ya sabéis, pero que yo, y éstas fueron sus palabras: podría hacer del hilo conductor que se rompió con su muerte. Y así podríais estar juntos de nuevo.

Siento que con esta última frase he ido demasiado lejos, que no va a tardar en echarme indignado. ¡Cómo os atrevéis! Dirá: ¡infamia! ¡Pecado! Y me llamará mentirosa, porque lo primero que le había preguntado era que si la conocía y luego voy y le suelto toda esa filípica en la que yo daba por hecho que no podían vivir el uno sin el otro.

En vez de eso, se sienta otra vez a mi lado.

—¿Y del niño? —pregunta—, ¿qué te ha dicho del niño?

¡Ajá! Ya está hecho.

—Poco, la verdad, que está bien, junto a ella, como debe ser.

—Claro —ya no me mira, parece que habla consigo mismo—, madre e hijo, juntos, no podía ser de otro modo.

—Claro —digo yo.

—Sólo falta el padre. Aunque no creo que el rey tarde mucho en estar con ellos.

—¿El rey? ¿Enrique?

—¿No os lo contó?

Me mira con suspicacia.

—No, veréis, es que tenía un poco de prisa. Me dijo que vos os encargaríais, que ella tenía que ocuparse de asuntos de arriba —y vuelvo a señalar al techo. Me sorprendo de mi sangre fría.

—¡Un ángel! Si la hubierais visto, viva, me refiero. Venía todas las tardes, con lágrimas en los ojos, y me decía: «Padre, he pecado». Si os digo la verdad, nunca mujer alguna me pareció tan pura.

«No sé —pienso—, alguien que va teniendo hijos del rey por ahí no me parece excesivamente pura». Esta vez no me contengo:

—No sé, padre, ese hijo era ilegítimo.

Se levanta. Mueve las manos al hablar, su boca se contrae como la de los monstruos de los capiteles. Y escupe: sus babas salpican mi traje.

—¡No, señor! Ese hijo era un niño del amor. ¡Vos no tenéis idea de cómo se querían! Amor de verdad, niña. Del puro.

«No he venido —pienso— a cuestionar el amor de nadie. Me importa una higa, la verdad».

—Lo sé, padre, lo sé —me señalo de nuevo la tripa como si mi embarazo fuera también producto del milagro del amor, como él mismo dice.

Se tranquiliza.

—Teníais que haber visto los funerales. Alfombraron de flores la ciudad. No quedó un rincón sin cubrir. Todavía flota en el ambiente el jazmín, ¿lo oléis?

Y yo:

—Sí, claro, padre, está por todas partes.

—Y cómo lloraban.

Se le salta una lágrima, rueda por su mejilla, vieja y hundida, y cae sobre el embozo de la cama.

—Todo el mundo. Era una santa, ya os lo digo. Por eso tuvo que saltar.

«Una santa completa», me digo. No sólo se acuesta y tiene hijos con el rey, sino que encima se suicida. Santísima.

—Claro —digo—, cualquiera lo hubiera hecho en su lugar.

—No, cualquiera no, sólo ella. Sólo una mujer así podría amar tanto como para sacrificar su vida por su hijo.

—¿Sacrificarse?

—Sí, me da igual lo que diga el resto, que ella lo tiró y eso. No es cierto. Yo soy el único que lo sé. Sé cómo lo quería: a él y al padre. Y sé que fue un descuido, que el niño se cayó y que ella, no pudiendo soportar el dolor, se tiró tras él. ¿Es o no puritísimo amor?

—Amor del de verdad.

—Yo estaba oficiando en ese momento. Y cuando los vieron, ah, ¿podré olvidar alguna vez esa cruel imagen? Su cuerpo, tan perfecto. Tendríais que haberlo visto, qué piel de melocotón, qué uñas pequeñas y sonrosadas…

—¿Y el rey?

—Lloraba, él también. Porque él la quería y hubiera dado la vida por ella. Pero él estaba en misa, conmigo, los dos impotentes. Por eso no pudo hacerlo, como dicen las malas lenguas: él no la empujó. Se tiró ella, por el niño. No quería librarse de ella. Era una santa, ¿sabes?

—Sí, sí, ¿y la reina?

—Ella estaba con él. Pálida, claro. Porque, aunque destrozada, seguía siendo bonita. Era un cadáver precioso. Tan blanco, tan puro.

—¿Y el niño?

Pregunté, cuando en realidad quería saber si mi marido sabía toda esta historia, si incluso la habría vivido. Si él la había visto. Incluso el Quiste. Me doy cuenta de que todos en realidad pudieron muy bien haberla conocido.

—Tan guapo como la madre. Y con la gallardía del padre. Puedes verlo, si gustas, enterrado en la catedral. Con una vela encendida siempre. El rey ordenó que se diera misa por su alma todas las semanas, ¡tanto lo quería!

—Porque —pregunto— ¿de qué año estamos hablando?

—De 1366.

Justo recién coronado rey. Sí, Sancho y todos los suyos tuvieron que estar con él. Por si acaso, lo confirmo.

—Y ¿había mucha gente en el alcázar?

—¡Claro, niña! Estaba toda la corte, ¿no veis que Segovia es el camino más corto entre Burgos y Toledo? No faltaba un caballero. Todos llorando, claro.

—¿Y no pudo hacerlo Pedro o alguno de sus sicarios?

—Pero ¿estáis sorda? ¡Se tiró! ¿Cuántas veces tengo que decíroslo?

—Sí, padre, estaba hablando del niño.

—¡Se cayó, criatura!

«He de comer —pienso—, tengo hambre y si no lo hago volveré a enfermar». No sé quién es todavía ni a qué viene toda esta historia. Pero si hago caso a mi intuición, dos cosas están claras: ni ella se tiró ni este sacerdote puede decirme mucho más.

—Padre —le digo—, me tengo que ir.

—Pero —me mira con ojos expectantes, se agarra a la copa que ya está vacía— ¿no os ha dejado ningún mensaje para mí?

Y yo:

—Sí, claro, ya se me olvidaba. Me dijo que rezarais, que rezarais mucho y que os apretarais el cilicio y que durmierais en el suelo. Por la salvación de su alma.

Y él:

—Sí, sí.

—Y que hagáis ayuno y que no bebáis tanto.