Mis recuerdos más lejanos —y, sin embargo, a los que me aferró con más insistencia— se remontan a una madre que en nada se parecía a aquella que murió asesinada en la Quinta del Pombal. No sé, quizá me equivoque e intente dar cuerpo a una imagen con retazos que saqué de aquí y allá, un monstruo andrógino construido a partir de escenas obtenidas en una infancia en la que todo lo miraba sin el filtro de la susceptibilidad. Los mecanismos de la memoria son extraños y no busco comprenderlos. «Pero —pienso— si no consigo entenderla, no podré saber quién soy o por qué hice lo que hice». Quiera o no quiera, mi vida está ligada a la suya. Y sólo analizando sus actos con un mínimo de escepticismo y de distanciamiento llegaré a comprender mis propios impulsos. Por más que me lo niegue, a veces me parece estar viviendo momentos que no me corresponden. Incluso hechos que nadie dudaría en calificarlos como banales no son sino imágenes de sucesos ya vividos que ella misma me contó. Es cierto, a veces me siento usurpadora de su vida.
Hubo una época en la que renegué de ella, la olvidé, busqué una orfandad verdadera y me construí un pasado a mi medida.
Pero la ficción no duró. Incluso su recuerdo me era necesario. Había muerto, sí, y tendría que aprender a vivir sin su presencia, me dije. No pude. Cuanto mayor era el esfuerzo por alejarla de mi mente, más crecía su presencia —una presencia, debo decir, cada vez más distorsionada—. Creé un fantasma ajustado a mis necesidades, el prototipo de la madre que me hubiera gustado tener. Puede que incluso trastocara momentos vividos junto a ella, o que incluso los inventara, porque la memoria es caprichosa y más durante la infancia. Adapté, lo reconozco, circunstancias que hacían una madre en consonancia con lo que yo buscaba y la revestí con una pátina de grandiosidad que sin embargo ahora encuentro exagerada. Ante la falta de un referente materno, construí un recuerdo ideal que daba respuesta a todas las preguntas que me planteaba. Ella no estaba, por ejemplo, para explicarme lo que es la menstruación, y me respondí con mis palabras puestas en su boca: lo que tendría que haberme dicho si no se hubiera dejado matar.
Ahora la disculpo a ella y me disculpo a mí. Fueron los hechos pasados los que decidieron su destino y los hechos futuros los que me obligaron a asumir una vida que no me pertenecía. Nada tenía que ocurrir, pero pasó. Y sólo el tiempo me permite desnudarla (tanto de los atributos que yo le adjudiqué, como de aquellos de los que la privé) y verla tal cual era y entender por qué hizo lo que hizo y por qué, aun con su ausencia, su pensamiento y su recuerdo revisten todo de sentido.
Mi madre era fuerte, pensaba entonces, porque no tenía motivos para ser débil. Lo he contrastado y todos aquellos que la conocieron opinan lo mismo. «Qué fortaleza tenía», dicen intentando buscar en mí esa misma característica. «Era —dicen con demasiada frecuencia— como la roca que se coloca en el camino y que no sólo señala la dirección correcta, sino que es punto obligado de descanso para aquel que está aquejado de fatiga». «Era —repiten ya con lágrimas en los ojos— el centro de apoyo, el pilar de los tristes». A las puertas de casa siempre había un amigo en busca de consuelo o un familiar con asuntos tan urgentes que las necesidades de sus hijos quedaban en un segundo plano. «Estoy ocupada, cariño». Y había que esperar el turno, sorbiéndose los mocos hasta que ella terminara con el desvalido de turno. No es un reproche, sería estúpido a estas alturas. Además supongo que esa espera de consuelo terminó fortaleciéndonos: en la cola que se formaba en sus cuartos, daba tiempo a reflexionar y encontrar los motivos de lo que nos había sucedido. Si se hubiera lanzado para protegernos como una gallina, nunca habríamos aprendido lo importante que es saber sobreponerse rápidamente para seguir jugando sin tener que escuchar, mientras aguardamos nuestro turno, los grandes pesares de esa lavandera que había sido estuprada por el primer gañán que estuviera a mano (sin que llegara a atisbar por un momento lo que significa el estupro ni lo que es un gañán).
No sé si era la distancia con la que te tomaba de la mano y te consolaba: ese «no te preocupes» que decía con tanta espontaneidad y, no obstante, con tanta convicción. Pero la cantidad de acogidos que acudían a ella no dejaba de aumentar por días. Resultaba tan creíble, tan entero al mismo tiempo, que no era difícil terminar buscando su pecho para dejarse consolar. La recuerdo sentada, mirando fijamente a los ojos del pesaroso que tocara, las manos sobre las rodillas, la espalda ligeramente adelantada, los labios contraídos. A primera vista podía parecer que su actitud era de plena atención, pero tras una observación más detallada uno se daba cuenta enseguida de que en realidad se trataba de un vacío de sentimientos. Cuando estaba con sus acogidos o con mi padre o con mis hermanos, no lloraba nunca, se mostraba entera y firme, y si se permitía expresar cualquier tipo de impulso, era simplemente aquel que su interlocutor esperaba de ella. Había hecho de sus gestos una máscara sin fisuras con la que, a la vez que parecía altruista en extremo, se guardaba de contar aquello que en realidad la afligía.
Por eso a veces me pregunto si alguien llegó a conocerla en verdad.
En aquellos primeros tiempos (cuando ni siquiera había nacido Dionís) todo en mi madre tenía un ligero tinte de impostura. Sus besos y sus caricias siempre resultaban medidos, bajo control. Y no es que no los profiriese con generosidad, pero había algo en ellos que los hacía demasiado increíbles. Incluso los que dedicaba a mi padre. Eran fugaces, como si se avergonzara de ellos. Pasados los años, cuando comencé la labor de entender el porqué de su conducta, creí que esa rapidez (que yo unía a la frialdad) no era más que producto del egoísmo por el que ella dejaba de ser el centro de su propia vida para entregarse, aunque fuera mínimamente, a los demás. Mi madre, ya lo he dicho, fue siempre el centro de todos aquellos que la rodeaban y era entendible que no quisiera dejar de serlo.
Ese tipo de pensamientos (producto de una época en la que el rencor era mayor que el recuerdo) produjeron otros de los que ahora me avergüenzo. En realidad, pensaba, si mi madre mostraba hacia nosotros un poco de cariño, no era sino para que todo el mundo la viera haciéndolo.
Recuerdo, por ejemplo, una escena —con la parcialidad que me da el haberla vivido en primera persona— que viene a refrendar esta opinión. Estábamos las dos solas en el jardín. Mi padre se había ido de cacería, o quizá eso me habían inducido a creer (porque las mentiras sobre mi padre en boca de mi madre y de todos aquellos que la rodeaban se sucedían con apabullante facilidad), y mi aya había ido a ayudar a la de Juan. El resto de la servidumbre, o al menos así pensábamos, se encontraba dentro de la casa. Mi madre estaba sentada en un travesaño de piedra que había en la fachada norte sin prestarme la menor atención. Leía, creo. Yo, aprovechando que nadie me veía, me acerqué al chamizo donde guardaban los aperos del jardín y cogí una azada. La levanté sobre mi cabeza, como tantas veces había visto hacer al jardinero, pero medí mal mis fuerzas. Tan pronto estuvo en el aire, se resbaló de las manos y cayó con tanta celeridad que no me dio tiempo a apartar los pies. La hoja de la azada atravesó tela y piel y llegó hasta clavarse en la tierra. En un primer momento no me asusté. La sangre no me daba asco y el dolor no era tan intenso como sería después. Me senté y tiré de ella hasta que el filo volvió a salir tan limpiamente como había entrado. Entonces me levanté y corrí hacia mi madre no porque me estuviera mareando, que eso también sucedería más tarde, ni porque quisiera que me curara, que ya había aprendido que ella era la menos apta para ese tipo de menesteres (sí, aunque parezca increíble, tenía temor a la sangre, como si pudiera prever que el día de su muerte fuera a sangrar tanto), sino que corrí hacia ella como cualquier niño que acaba de hacer un descubrimiento y que quiere compartirlo con alguien.
En un primer momento me miró con asco. Y digo me miró porque apenas reparó en mi pie. Se quedó quieta, así, mirándome, toda entera. Y yo dije: «Madre». Y ella así, inmóvil. Y yo: «Madrecita…». Ya comenzaba el dolor y la pierna me temblaba.
Pero ella seguía mirándome, como decepcionada. Y sólo se movió cuando mi aya salió de la casa, gritando como una posesa y pidiendo ayuda. Mi madre entonces alargó su mano y me cogió la mía y no hizo nada más. Sólo cogerme de la mano.
Aunque no voy a negar que su necesidad de ostentación era notoria, en realidad pienso ahora que, si mi madre no expresaba más los sentimientos que tenía —y no me cabe la menor duda—, fue por puro instinto: necesidad de supervivencia. Se sabía en peligro y tenía que estar siempre preparada para lo que habría de venir. Y es curioso que precisamente bajara la guardia cuando su fin se encontraba ya tan próximo.
Porque con el tiempo incluso las rocas (incluso las que sirven para indicar el camino) terminan lascándose y mi madre ya estaba muerta cuando sus asesinos la degollaron.
Mi memoria funciona mejor con el decurso del tiempo. Los años son los únicos que han permitido que me distanciara y que supiera en dónde terminaba ella y dónde comenzaba yo. Si bien es cierto que algunas lagunas las he suplido con imaginación, el retrato que tengo de ella ahora quizá no sea del todo fidedigno, pero sin duda es más aproximado que el que me hice cuando de pronto ella faltó. Tras su muerte buceé en los recuerdos y los archivé de un modo caótico. El resultado consistía en un conjunto de trazos imposibles de encajar y de los que incluso ella se hubiera espantado.
Y aunque la identificación sigue siendo muy grande, no es como en ese momento en el que se me obligó a adoptar su papel en todos los sentidos. De Beatriz, me convertí en Inés, la muerta.
Me resulta imposible recordar el momento exacto en el que toda la fortaleza de mi madre se deshizo. Comenzó a llorar como el resto de los mortales y aquellos que durante tanto tiempo la visitaran dejaron de hacerlo. En el fondo, supongo, cuando estamos sumidos en nuestro dolor, odiamos pensar que a nuestro lado tenemos a alguien que es más desgraciado que nosotros. Lloraba por cualquier motivo. Y luego reía como una loca. Y cuando nos perdía de vista, comenzaba a decir: «Mis niños, mis niños, ¿dónde están mis niños?». Y venga caricias y besos. Y luego los curas, y las monjas, a todas horas.
En el fondo, mi madre tenía que morir porque ya estaba muerta, su interior era un vacío que intentaba llenar rezando y golpeándose el pecho entonando un mea culpa que ya no decía nada para ella porque con el tiempo las penas son menos penas y para ella, aunque no quisiera reconocérselo, había dejado de tener sentido martirizarse por la muerte de una amiga, de una prima casi hermana, que en realidad le importaba tan poco.
Esa amiga que fue más importante que nadie (y de la que tendré que hablar).
Y la muerte.
Es cierto que los recuerdos que guardo de ella están distorsionados porque la memoria es frágil y sobre todo con aquello con lo que hemos estado fuertemente ligados. Además, con su muerte, construí una imagen que matizó la otra: débil y llorona. Era la única manera que tenía, por ejemplo, para perdonar, sobre todo, que se casara con mi padre, prototipo —a mis ojos— de todo lo deleznable.
Si la imagen de mi madre resulta algunas veces borrosa, sin embargo, la de él es demasiado nítida. Supongo que la culpa la tiene la fuerza de la repetición de unos actos que no por ser constantes dejaron de parecerme nunca repugnantes. Quizá la palabra estupro no me decía nada cuando era pequeña, pero de pronto cobró un significado enorme, más grande de lo que estaba preparada para cargar. Hay cosas que nadie debiera permitir, por mucho que quien las haga sea el rey. Y yo, qué diablos, por más que me pareciera a mi madre, no dejaba de ser su hija. No sé cómo lo permitieron. Como arma para defenderme sólo tenía la memoria, y el recuerdo de que mi madre sí que lo había querido, tanto que le había incluso prometido amor eterno (él, tengo que decirlo, pronto olvidó la promesa o quizá sólo buscara otra manera de honrarla a través de mi cuerpo, no lo sé).
La Iglesia, que tantos años me reprochara mi actitud, cerró los ojos. Y me decían los curas: «Confiésate, hija, porque todos podemos caer en la tentación». Entonces la que me sentía sucia era yo. Y culpable, sin saber muy bien por qué o cómo evitarlo. Entonces: «Padre, ¿debería cerrar la puerta por las noches? ¿Atrancarla?». Y él: «No, hija, no, que ya sabes que amarás a tus padres sobre todas las cosas». «¿Sobre todas las cosas?». Y él: «Sí, mi hija, reza tres avemarías por la salvación de tu alma».
Puede ser, pienso con la indiferencia que me han dado los años, que mi madre no supiera cómo era el hombre con el que se casara. Y aunque ella no fuera un dechado de virtudes, no hubo nada en su conducta que yo en verdad le pueda reprochar. Sin embargo, en la de él, no encuentro nada loable.
Pero es mejor que lo olvide. Así, las imágenes de mi madre se superponen a las otras y todo tiene sentido.
Recuerdo cómo mi madre alargó el brazo para coger el peinador y cómo la manga se le levantó dejando descubierta la muñeca. Si en ese momento apenas le di importancia, fue porque desconocía qué significaba esa marca abultada más blanca que el resto de la piel. Y posiblemente hubiera seguido desconociéndolo si yo misma no hubiera llegado a tenerla no mucho tiempo después. No sé los motivos que la llevaron a quererse marcar así —casi, diría, como una res—, pero sospecho que no fueron muy diferentes de los míos. Es curioso, las dos nos hicimos la misma cicatriz por causa del mismo hombre: fina, alargada y que atravesaba la muñeca de un modo paralelo a las venas. Alguien me dijo alguna vez que toda pasión deja marca y supongo que entonces la pasión que ella sentía por mi padre fue tan fuerte que sólo le quedó el cuchillo y el agua hirviendo. En esos momentos, y lo digo por experiencia, no se piensa en el infierno. Dicen los sacerdotes que es pecado pretender disponer de nuestra vida porque pertenece a Dios. El suicidio. Pero cuando decides que es preferible la muerte, nadie es dueño de tu vida porque ya ni la consideras tal. Y Dios, francamente, te importa un ardite.
Sí, mi madre intentó quitarse la vida. Y yo también (parece que ahora, cuando lo escribo, consigo quitarme un peso de encima). El reproche, sin embargo, acude a mis labios. Que intentara quitarse la vida no deja de significar que, de pronto, todo dejó de importarle: y en ese todo estábamos nosotros. Y estoy yo.
Cuando a mi madre vinieron a asesinarla, ya estaba preparada. Su actitud fue irreprochable. Murió como cualquier heroína de tragedia griega. Pero se equivocan los grandes escritores de la antigüedad: las mujeres no mueren con valentía, sino con resignación. A las mujeres les importan poco las heroicidades porque esos ideales como el honor son mucho menos importantes que la vida diaria. Si una mujer se deja matar, es porque, simplemente, o ha renunciado a la vida o piensa que con su muerte consigue mucho más que con su existencia. A pesar de que mi madre llorara a todas horas, de que tuviera miedo y ordenara comprobar todas las cerraduras antes de irse a dormir, de que recelara tanto incluso de su propia sombra —que todos los pasadizos de casa tuvieran que estar permanentemente iluminados—; en la hora de la verdad, se mantuvo firme. Se había resignado.
«¿Por qué —me preguntaría tiempo después— no luchó y permaneció así, tan quieta, mientras le cortaban la cabeza (casi como si esperara la comunión)?». Tenía, por lo menos, que haber pensado en nosotros. Pero no me miró. Y yo estaba allí, junto a ella. Pegó sus brazos al cuerpo y se dejó matar. Un golpe seco. Cuando el verdugo rebanó el cuello que tantas veces ensalzaran los poetas, ella, y yo lo sabía, ya no estaba allí. Mi madre había vuelto a ser aquella que yo recordara en la infancia: la persona fuerte que se ocultaba en el escudo que le otorgaba su belleza. Con ella lo había conseguido todo (incluso su perdición y la de todos nosotros) y su muerte tenía que estar a la altura. De tal patetismo fue que no emitió sonido alguno, se dobló sobre sus rodillas y cayó al suelo. El pilar de los tristes, qué paradoja.
No recuerdo su sangre —a pesar de que la hubo, sin duda—, ni qué dijeron los asesinos, ni siquiera si yo chillé o me limité a contemplarla.
Sí que puedo decir que una sensación se impuso sobre todas las demás: el abandono. Y también la traición. Había muerto, y ya no era. Y tenía la obligación de seguir siendo, ¡no podía dejarme así!
Y ni miedo ni repulsión, simplemente, el deseo de coger su cabeza, que ha rodado alejándose de su cuerpo, y obligarla a mirarme para que comprobara por última vez lo que estaba dejando atrás. En el fondo supongo que los celos, porque ella había encontrado una salida y yo no.
No sé cuándo se comienza a tener conciencia de que existe la muerte. Un niño pequeño, supongo que no podrá reconocer en toda su amplitud las repercusiones de una palabra que le resulta tan abstracta como lejana. Pero yo estoy segura de que a mí me daba miedo porque la muerte —aun privada de infierno o purgatorio— suponía la ausencia, el no ser. Y eso hasta un niño pequeño sabe lo que supone el que de pronto algo te falte y no entiendas el porqué y nadie sepa explicártelo o te den explicaciones almibaradas, como «cariño, es que está en un sitio mejor». Y también, para qué negarlo, porque era una idea presente en mi vida: parecía que todos aquellos que me rodearan tuvieran que recordarme continuamente que un día lo que conoces se acaba y comienza un más allá en el que, lo primero, habrá de ser un juicio implacable (y yo pensaba: «Qué bonito, empezar una vida eterna con el peso de un juicio divino sobre tus espaldas»). La muerte y la resurrección, confesaos, porque el juicio se acerca y toda esa invectiva en la que sólo se ven las espaldas del sacerdote de turno y las manos, arriba y abajo, y los gritos que retumban y la confesión y el perdón de Dios, que es eterno.
En mi corta vida ya había entrado gente y otra se había ido y en el fondo era como si se hubieran muerto, porque si volvía a verlas, no las recordaba: habían dejado de existir.
Sin embargo, la idea de que mi madre habría de morir me resultaba improbable, por no decir imposible. Estaba ciega, lo reconozco, porque a pesar de las señales que nos enviaba, no quería ver. Fue después, cuando ya no sentía ni abandono, ni rencor, ni angustia cuando pude contemplar con la suficiente laxitud todos aquellos pequeños detalles en los que, en su momento, apenas había reparado.
Recuerdo por ejemplo una noche. Yo apenas tendría seis años y Juan, cuatro, pero ya era consciente de que si mi padre, que estaba en casa, intentaba volcarse en mí, tenerme cerca, mi madre prefería a mi hermano pequeño. No es que hiciera ningún tipo de agravio entre los dos, su actitud siempre fue igual de correcta e irreprochable con ambos. Ya lo he dicho: nos regañaba por lo mismo —aun con la diferencia de sexo— y sus órdenes siempre iban en plural. Pero había, en su manera de tocar a mi hermano, en su manera de mirarlo, un estremecimiento especial que no sentía conmigo, lo reconozco. No tenía envidia, aunque pueda parecer lo contrario, ni siquiera tuve que aprender a resignarme, porque siempre había sido así: era un papel asumido tiempo atrás.
Igual que mi madre, los dos teníamos miedo a la oscuridad.
Y como mi aya, la suya solía apagar el fuego de la chimenea entrada la noche porque todo se puede prender, niños, y podéis acabar los dos chamuscados en vuestras camas sin enteraros. Y después se iban a dormir juntas, a la zona del servicio, y nos dejaban solos, mirando el lugar donde los rescoldos de la chimenea aún brillaban un poco. Porque el fuego no nos repelía como a ellas, sino que nos atraía de un modo extraño y casi preferíamos soportar el peligro de ver arder nuestras estancias antes que enfrentarnos a la oscuridad en la que reina el diablo y sus acólitos y en la que ellas eran capaces de abandonarnos con tanta tranquilidad. La casa se quedaba a oscuras y el silencio se volvía imposible, los ruidos de los ratones, de los animales que merodeaban, de pasos en los pasillos. Asustada, me escondía bajo las frazadas y esperaba a que llegara el sueño con la esperanza de que la noche se fuera pronto.
Pero si mi miedo era mayúsculo, el de Juan no iba a la zaga. Al otro lado de mi cuarto comenzaba a escuchar sus lloros, bajos al principio y luego más fuertes. Y la pena y la responsabilidad de ser la mayor me embargaban y me atrevía a dejar la seguridad de mi cama y a abrir la puerta y a cruzar el pasillo y andar descalza y a notar como el aire me golpeaba en la nuca para alcanzar su cuarto y meterme junto a él en la cama y así, abrazados, dormir hasta que llegase el amanecer.
Pero un día, mi madre se me adelantó. Y yo le cedí el terreno como la cosa más natural del mundo; al fin y al cabo, ella era la madre, la encargada de protegernos. De un modo aleatorio, decidimos turnarnos. Si una llegaba antes, la otra se retiraba sin decir palabra y manteníamos así un equilibrio en el que nadie luchaba por el cariño del otro, sino por la propia supervivencia. Ya he dicho antes que los tres teníamos miedo a la oscuridad y la respiración de Juan tenía un efecto tranquilizador. Por qué, me pregunto ahora, no dormimos nunca juntos. No lo sé. Existen comportamientos extraños y casi absurdos, que repetimos una y otra vez hasta el momento en el que nos paramos y nos preguntamos su causa (e incluso por qué no hemos reparado en ellos antes). Y es entonces, y no antes, cuando dejamos de cometerlos. Y nosotras nunca nos lo preguntamos, simplemente acudíamos, en orden riguroso, ante los lloros de Juan y dormíamos con él, o nos retirábamos según habíamos llegado antes o después.
Fue una noche en la que yo llegué más tarde cuando recibí la primera impresión de que no todos nuestros miedos iban a ser tan sencillos de superar como el que los dos teníamos a la oscuridad. Vivía en un mundo de rutinas cotidianas sin fisuras que mi madre, las monjas y las ayas habían creado a medida para7 nosotros, para que no descubriéramos qué había más allá. Y si hubo deslices —como el de aquella noche—, pequeñas intuiciones de que se nos ocultaba algo, apenas duraron unos instantes. Supongo que la confianza que habíamos depositado en nuestra madre era tan grande que jamás pudimos imaginarnos que nos estuviera engañando o siquiera ocultando parte de una verdad que pronto tendríamos que conocer.
Juan lloraba más alto de lo normal. No sé si porque había creído ver un monstruo, o había oído algo y ni siquiera el pecho de mi madre conseguía tranquilizarlo. Sus lloros resultaban tan angustiosos que fue la primera vez que, en el marco de la puerta, dudé si debía entrar yo también para tranquilizarlo. A pesar de que mi madre lo hubiera visto como una intromisión, una manera de echarle en cara que no era capaz de tranquilizar a su propio hijo, los quejidos de mi hermano eran tan dolorosos que no pude reprimirme. Asomé mi cabeza dispuesta a entrar en su habitación, cuando oí la voz de mi madre. Me detuve.
No creí que pudiera estar espiando. A pesar de que sabía que yo nunca sería receptora legítima de lo que le estaba diciendo. Parecía que, aunque no hubiera sabido que estaba allí, en cierto modo también quisiera que yo me enterara: «Ea —dijo—, no llores, todo se va a pasar». Y lo dijo sin énfasis, como quien repite una cantinela. Por ello no di la menor importancia a sus palabras, ni Juan tampoco. Los sollozos de mi hermano cada vez eran más fuertes y mi madre callaba, obstinadamente, casi como si ese «se va a pasar» fuera una verdad incuestionable y quisiera concedernos el tiempo necesario como para asimilarla en todo su conjunto.
Yo no lo veía así. Apenas concibo que, a pesar de todo el tiempo que ha pasado, consiga recordar con tan clara memoria sus palabras exactas. En realidad, lo único que había comprobado es que mi madre era incapaz de consolar a mi hermano. Y, entonces, y por ende, tampoco a mí. De pronto, mi madre ya no era infalible. Y Juan también hubo de percibirlo porque su lloro ya no era igual, sino que tenía un matiz mucho más pesaroso, profundo. «Venga, cariño, que estás a salvo».
Los veía como el espectador de una pelea en la que siente que debiera participar, pero hay algo que se lo impide y se pone excusas que termina por creerse. Y yo no dejaba de ser una intrusa. Y él: «Tengo miedo». La confirmación de que la presencia materna no es suficiente ya, que el miedo al final también le ha vencido a ella. Y mi madre: «Ya pasó, ya pasó». Como si su sola presencia pudiera volver a recuperar su antigua fortaleza. «Yo estoy aquí». Y Juan entonces se mueve, percibo su movimiento. «Pero te irás», dice, y concluye ahí, no dice que tendrá que dormir solo, ni que quiere que esté con él toda la noche. No, simplemente dice «te irás», como un hecho definitivo, consumado.
La voz de mi madre entonces raspa. «Sí, me iré —dice—, pero nunca lejos de vosotros (y de pronto yo vuelvo a estar entre ellos, aunque sigo sin atreverme a abandonar el refugio de mi puerta). Como la Virgen, Juan, que no la puedes ver, pero que sabes que está ahí».
Quizá el ejemplo de la Virgen me ponga nerviosa ahora que sé que las cosas que hacía con mi padre, las que hizo en un pasado que todavía no conocía pero que ya comenzaba a intuir, eran las más alejadas de los atributos virginales que con tanta facilidad se atribuía, pero éste cumplió su cometido: Juan dejó de llorar.
El silencio se hizo tenso. Permanecí en mi esquina sin atreverme a ir hacia ellos o regresar a mi cuarto. Estaba paralizada y no por lo que mi madre acababa de confirmarnos: que algún día iba a faltar, sino porque de pronto me di cuenta de que acababa de asistir a una escena preparada de antemano. Mi madre de pronto ya no era la víctima, sino nosotros. Ella lo había manipulado, con su sutileza de siempre, para decir o hacer algo que quería que los dos viéramos y que yo, tan pendiente de esta nueva actitud, esta forma de ser tan ajena a la idea que me había formado de ella, no captaba del todo. El mensaje se había diluido (ya he dicho que no entraba ni por asomo dentro de mis consideraciones) y, sin embargo, su manera de decirlo, el tono que había utilizado, la inflexión de su voz, cómo había pronunciado con firmeza todas las palabras, como si lo llevara ensayado, seguían allí. Tendría que habérselo repetido varias veces, practicar la entonación para que sonara casual. Y fue esa supuesta casualidad la que me puso en alerta. Ella, siempre tan pétrea, tan comedida, acababa de demostrarme que también era débil, que también fallaba y que, aunque me cueste reconocerlo, nos tenía miedo, o por lo menos a lo que pudiéramos decir. Si mi madre necesitaba ensayar sus palabras, acaso era porque no fuese tan segura como aparentaba. Por segunda vez en una misma noche, había fallado. Y si la primera vez, cuando intentara consolar a Juan, había sido algo imprevisible y por tanto perdonable, la segunda vez nos había demostrado algo mucho más doloroso: las madres también se equivocan, las madres también son inseguras y, por tanto, las madres también mienten. Y en cuánto más, me pregunté, nos habría mentido.
Podía intuir en la semipenumbra las caricias de mi madre, cómo mi hermano había agachado la cabeza para buscar el hueco entre su brazo y su hombro y cómo ella había comenzado a subir y bajar su brazo, con su parsimonia habitual, limpiando unas lágrimas que también podía imaginar. Sólo veía, sin embargo, la espalda de ella, ligeramente inclinada, las manos de él, que en esa oscuridad eran más claras que el resto y que rodeaban las espaldas de mi madre y un brazo, el de ella, que sube y baja y vuelve a subir y vuelve a bajar. Una mezcla de extremidades y de telas y de murmullos.
Yo, recuerdo, había cogido mis enaguas entre los dedos y las hacía girar como en una espiral cada vez más pequeña, hasta sentirlas cada vez más prietas ellas y más apresados ellos. El contacto de la tela me otorgaba una sensación de realidad que no hubiera podido experimentar de otro modo. Me sentía como si estuviera en la frontera de dos mundos. Y aunque no crea que existan acontecimientos que marcan un antes y un después en la vida de uno, sino que los cambios están latiendo dentro de nosotros y al final si salen es porque así tenía que ser; siempre, al recordar —que es lo que hago ahora—, son los hechos puntuales los que nos remiten a esos momentos en los que existen pequeñas inflexiones, pequeñas desviaciones que plantean las famosas preguntas del «quizá habría cambiado algo si», y que no por ser absurdas, porque ya están fuera de lugar, podemos evitar dejar de hacernos. Por ejemplo esa noche: quizá si me hubiera dado media vuelta y hubiera vuelto a mi cama, ¿habría sido todo distinto? Y si hubiera llegado antes que mi madre para consolar a Juan, ¿habría cambiado en algo el futuro? Y quizá si me hubiera acercado a ellos desde el principio, ¿habría mi madre preferido callarse aquello que tenía que decirnos? Y la respuesta es siempre no. El futuro era así, estaba decidido. Y mi madre iba a terminar demostrándonos su flaqueza (y también su humanidad) antes o después por más que intentáramos eludir su visión. Sí, es cierto que esa noche podría haber sido diferente. Pero el cambio ya estaba en ella. Y también en mí.
De pronto, sin mediar nada, me di cuenta de que mi presencia se había convertido en algo hostil. Mi madre ya había cumplido con lo que se había propuesto y la función se había terminado.
No sé cuándo mi madre detectó que estaba allí, o si lo supo desde el principio. La percepción fue algo tan inexplicable como real. Yo sabía que mi hermano ya no lloraba, pero que ella había comenzado a hacerlo. Igual que ella sabía que yo estaba en la puerta mirándolo todo, sin atreverme a entrar o salir porque no había sido invitada —ni lo iba a ser—. Y, sin embargo, mi presencia era requerida. Igual que sabía que lo había visto todo pero que mi actitud hacia ella no iba a cambiar. Simplemente, no le daba importancia —¡cómo habría de dársela, si en el fondo sólo había cumplido su propósito, si ella era mi madre y me conocía mejor de lo que me cuesta reconocer!—. Como demuestra el hecho de que jamás se volviera a hablar de esa noche, ni de su actitud ni de sus palabras, pertenecían a la serie de hechos que era mejor callar. Al fin y al cabo, podían perturbar la estabilidad, el nido endeble en el que vivíamos y que tanto esfuerzo le había costado construir. Y yo, a pesar de mi edad, ya era consciente.
No pensé en ningún momento que me estaba equivocando, que el juicio que estaba emitiendo podía variar un poco de la realidad. A pesar de que hubiera actitudes en mi madre que no entendiera y otras que incluso se me escaparan, había algunas certezas que me parecían, y aún hoy me lo parecen, incuestionables.
Y si lo hice, no fue porque ella buscara engañarme (lo prueba el que no negara ni ocultara las cosas, sólo vivía aparte), sino porque yo no quería ver.
Ya lo había dicho: «Sí, me iré». Y Juan lo sabía y yo no quería ni intuirlo. No me atrevía, supongo.
Permanecí en el resquicio de la puerta. La noche y el frío y las enaguas enroscándose en torno a mis dedos. Juan dormía y mi madre lo miraba y yo, a su vez, a ella. Y me parece extraño porque por un momento me pareció la más frágil de los tres. Seguía manteniendo el aplomo y la elegancia que sus admiradores ensalzaban y aquellos que buscaban su consuelo necesitaban. La ficción en la que vivíamos, entretejida con silencios y verdades que sólo se intuyen, era el núcleo de su fortaleza, aunque no fuera, como me di cuenta mucho después, más que los estertores de un espejismo en el que había vivido desde que conoció a mi padre. El muro que levantara y que con el tiempo fue haciendo más y más grande —y por tanto más endeble— no sé si para protegernos a mis hermanos y a mí o a ella, simplemente (aunque sospecho que es más bien esto último).
No obstante, esa sensación de fragilidad, ese levantamiento del cortinaje duró apenas unos momentos. Se puso de pie, después de apartar la cabeza de Juan de su regazo, y se dirigió hacia la puerta donde me encontraba yo. Su paso era tan firme y seguro como siempre. Se dirigió hacia mí consciente de que estaba allí. Nada la traicionaba. Nada había que consiguiera hacerla sentir incómoda o descolocada: en realidad, parecía que continuara en su papel.
Esperaba que me dijera: «Vas a coger frío, es muy tarde» o cualquiera de esas frases rutinarias con las que podía refugiarse y volver a su rol de madre perfecta y sin otros sentimientos más allá de los que le inspirábamos. No dejaba, me decía, de haber tenido un momento de flaqueza. Esperaba, no sé, que me mirara o que rehuyera mis ojos. Que hiciera cualquier tipo de gesto que delatara su nerviosismo. Pero me equivoqué. Sus gestos eran los mismos de siempre. Nada había en ella que denotara una actitud extraña. ¿En qué mentira había estado viviendo? ¿Siempre había sido así?, me preguntaría después. Pero en ese momento sólo la miraba mientras buscaba una señal que no era capaz de definir.
Pasó su dedo índice por mi mejilla y continuó su camino, hacia su cuarto, como si ya no estuviera allí (incluso como si nunca lo hubiera estado) y mi presencia se hubiera transformado en algo tan circunstancial y ajeno como que fuera llovía una vez más y que las campanas del convento habían comenzado a doblar.
Y si se me olvidó lo que había escuchado, creo ahora, fue porque le di mucha más importancia a ese gesto posterior. «¿Por qué tendría que preocuparme —debí de pensar—, si mi madre falta algún día, si ahora ya no estoy segura de nada que provenga de ella?». Mi madre se había transformado en un personaje de ficción. Me pregunté: «¿Es su cariño una impostura? ¿Cuál es mi madre de verdad: la que me persigue durante el día para que diga mis oraciones o la que durante la noche me deja descalza en mitad del pasillo y que dice que se va a ir, como un hecho consumado?».
Vendrían otras señales más adelante, de eso estoy segura. Mi madre quería transmitirnos que algún día no estaría para que, en el momento en el que eso sucediera, estuviéramos preparados. Pero me resulta imposible discernir si se equivocó en el método, si nosotros nos negamos a verlo o lo aplazamos inconscientemente o si en realidad todo sucedió demasiado pronto, cogiéndonos a todos de improviso. El día de su muerte sólo ella estaba preparada.
Su cabeza voló.
Y yo, irracionalmente, eché las culpas a mi padre Y lo hice sin motivos —aunque sí que los hubiera—. Y lo odié, sin motivos también —aunque más adelante tuviera también motivos de sobra para hacerlo.