Morir. dicen que es un trámite. Que duele más la vida que la muerte. Yo soy la perfecta dolorosa porque siempre me gustó ese sufrimiento que es la vida. Aunque, he de reconocerlo, hubo momentos en los que decidí que ya no podía más (y si no me maté, fue porque la Providencia no lo quiso). Y otros en los que fue la propia vida la que intentó acabar conmigo.
«Hala —me dije—, se acabó lo que se daba. Ya no puedo más. Ahí se queden todos. Sí, estoy media muerta. Y ese fantasma absurdo, pues también, que dentro de poco podrá explicarme a qué vino todo ese número de la ventana».
Y luego los pensamientos elevados: «Dios me quiere con él, es inútil seguir luchando (es casi una ofensa). Sé buena cristiana, Beatriz, déjate llevar».
Y luego los pensamientos altruistas: «Qué bondad en la muerte», me digo. «Por lo menos, así Blanca y Pedro podrían ser felices y tener bastardos, decenas de bastarditos que los cuiden cuando estén viejos y se les caiga el moco a la hora de masticar» (pero a Pedro, aunque no lo supiera, sólo le quedaba otro año de vida y sería yo, y ese hijo tan legítimo como indeseado, quienes lo enterráramos).
Y finalmente, los pensamientos vengativos: «Bueno, pues este niño del demonio se viene conmigo. Así, los dos juntos, como en vida. Ja», me río. «Y con el paso de los años nadie sabrá que pudo haber nacido y todo este dolor que ahora siento se convertirá en cenizas también. Ni de lápida dispondrá. Será un niño, o una semilla, o una larva. Condenado al olvido más absoluto. Será mi venganza —me dije— por todos estos meses en los que se ha deleitado en hacerme vomitar. Quit pro quo. Los dos compartiendo féretro, por los siglos de los siglos. Y cuando llegue el juicio final, también. Porque tú, querido hijo, ni siquiera llegaste a existir (sólo yo viví tu vida).»
Me pregunto: «En la otra vida, las mujeres que murieron sin dar a luz, ¿llegarán a hacerlo?». Y como estoy tan enferma, soy yo la que me contesto. Y la respuesta es que no, porque no hay parto sin sangre y no me imagino un cielo lleno de partos sangrantes, ni niños llorones y mucho menos a nuestro Señor preocupándose en limpiar los pañales. ¡Qué horror de eternidad sería si no!
Y es que, lo reconozco, mi cultura es limitada. No sé cuándo se resucita: si tras la muerte o al final de los tiempos (aunque creo que una vez muerta, tampoco estarás para plantearte ese tipo de cuestiones). Y luego eso de la resurrección de la carne ya es otro cantar.
Una vez le pregunté a un sacerdote que, llegado ese momento, cómo sabría Dios dónde se encontraban todos los huesos de los santos, si nos dedicamos a desperdigarlos por ahí. Pero, claro, yo era pequeña y no entendía bien eso de la omnipotencia y de la fe ciega. El sacerdote, que creo recordar que era un obispo, se recostó en su sitial púrpura, cruzó sus dedos largos sobre el pecho y me dijo: «Ah, niña, malo es que pienses, que te hagas preguntas, pero ¡ni se te ocurra cuestionar la religión!». Y yo: «Padre: que no la cuestiono, que sólo quiero comprenderla». Y él, como siempre hacía en esos casos, sacó a relucir el tema de que si cuestionaba a Dios, a sus dogmas, a su fe (amago de protesta, desisto), ¿cómo podría entrar en el reino de los cielos? Y yo, voz compungida, cabeza entre los hombros: «Claro, padre, soy pecadora». Y él, tan benevolente: «Toma, niña». Y me da un trozo de hueso de santa Cecilia en un escapulario. «Para que cuando quieras dudar —añade—, que el señor te guíe.» (Y me pregunto qué clase de oficio tendrá el que se dedique a hacer los escapularios con los huesos de los muertos).
Fue uno de los primeros regalos que le hice a Blanca. Aún me emociona pensar en la cara que puso. Me preguntó:
—¿Qué es exactamente?
Lo cogía sobre la palma como si quemara, pero la curiosidad terminó venciéndola.
—Creo que un trozo de santa Cecilia —le respondí—, de la pierna, me parece. Pero trae, que te lo pongo.
Y se lo anudé al cuello.
Así que, durante mi convalecencia, cada vez que se agachaba a mi lado, podía ver cómo la cadena rodaba esternón abajo y se quedaba colgando frente a sus senos, a la altura de mi nariz.
Además, cuando andaba, tintineaba como la campanilla de un becerro, así que podía saber en todo momento y con toda certeza dónde se encontraba. Y durante aquellos días en los que estaba en las últimas, Blanca, con su escapulario de santa Cecilia, no estuvo junto a mí. De no separarnos ni un instante, Blanca desapareció casi por completo.
Aunque el cambio se produjo bruscamente: de pronto, sin motivo aparente —todavía—, ya no estaba; en ese momento me pareció que mediaba un decurso lento, de muchos días. Sus visitas habían sido, para mí, como las de un río que se angosta en verano, poco a poco. Cuando en realidad se había producido, como suele decirse, de la noche a la mañana. Venía, es cierto, a darme todos los remedios posibles, a colocarme los cojines, a cambiar el fuego del brasero y a preguntarme: «¿Qué tal estáis? ¿Necesitáis algo?». Pero incluso en esos momentos había una nueva entonación en sus frases —que incluso yo, en mi estado, pude percibir—, a la que, sin haber disminuido la inquietud al hacerlas, se había sumado un tono que luego, con los años, clasifiqué de tristeza. Pero esa tristeza sólo sería comprensible, por entero, tiempo después. En aquellos momentos su actitud me irritaba profundamente: creía ver, aunque me equivocara, cierto victimismo. Y esto me enervaba.
—Vamos a ver —le dije un día—, ¿me vas a contar lo que te pasa o vas a dejar que me muera sin habérmelo dicho?
Y ella parpadea tres veces, se tira de la manga del vestido.
—¿Perdón, señora?
—Mira, Blanca, creí que a estas alturas ya nos conocíamos lo suficiente como para no tomarme por tonta.
—No, señora, claro que no.
—Entonces, ¿me vas a decir de una vez qué te sucede?
—Yo, señora…
Y en su voz, por primera vez, había vacilación. Y claro, quizá si la hubiera dejado terminar de explicar lo que en el fondo estaba deseando contarme, todo hubiera podido acabar de un modo muy diferente y tantas muertes y tantas citaciones absurdas hubieran podido evitarse. Pero yo, y sirva como eximente, estaba cegada por mi propio dolor —¡que me estaba muriendo!.
Y no podía centrarme más que en intentar localizarlo. Y la que yo creía mi mejor amiga de pronto no sólo me escamoteaba su compañía, sino que se dedicaba a engañarme.
—¿Es por tener que hacerte cargo de mí? ¿Es eso, Blanca?
Y ella, que ya se ha recuperado de ese momento de vacilación en el que a punto estuvo de contarme su secreto, contesta:
—No, señora… Sí, señora.
—Bueno, en qué quedamos.
—Que no me molesta cuidaros, que lo hago encantada, pero es que, señora, ¡os estáis muriendo!
En fin, que no se puede ser más franca.
—Sí, Blanca, me muero —como si no hubiera quedado lo suficientemente claro.
—Y yo no puedo veros así.
Y yo, que estoy deseando creerla, rompo a llorar y me inculpo por haber llegado a pensar que me ocultaba algo que va más allá de la preocupación y de la angustia de ver una moribunda como yo.
Estoy débil, sólo quiero dormir y entre sus brazos, que huelen a vainilla y a naranja, uno se siente reconfortado.
—Me quiero morir —le digo—, no aguanto más.
Y mientras lo digo, algo se me deshincha en el pecho.
—No digáis eso.
—Estoy cansada, Blanca, me quiero morir. No tiene sentido mi vida —trago saliva, me duele al hacerlo.
Se ríe un poco, su risa también me duele.
—Señora, tenéis más motivos para seguir viviendo que ninguna otra persona que conozca.
Me revuelvo: ¿cómo se atreve a cuestionar mis pocas ganas de continuar con esta existencia?
—¡No! —grito (o por lo menos creo hacerlo)—. Voy a morir, Blanca, tengo que hacerlo. Nada tiene sentido. Es mejor así.
Me aprieta más contra su pecho, que es blando, y me pasa la mano por el pelo, supongo que esquivando las calvas. Así, entre la tela de su traje y su piel, tan cálida, no puedo verle la cara: es imposible saber lo que piensa.
—No digáis eso, señora.
Y su tono es también neutro. No desvela nada (aunque de todos modos estoy centrada sólo en mí misma).
—No, no puedes comprenderlo, ¿verdad? A ver, Blanca, que me quiero morir.
Silencio.
—¿Tienes una idea de lo que es el sufrimiento? ¿Sabes acaso lo que es la agonía, con mayúsculas?
Porque yo, como todo enfermo, creía que mi dolor era único, que sólo yo podría experimentarlo.
—No —contesta—, no lo sé.
Pero yo sigo:
—¿Sabes lo que es tener un hijo que te chupe las pocas fuerzas que te quedan?
—No —contesta resignada, tras unos momentos de vacilación.
—Y luego ese dolor, dentro, tan dentro que no sabes de dónde viene. Y que prefieres el dolor físico, clavarte un cuchillo, lo que sea, para distraerte, porque es tan grande que, si no estuvieras postrada en cama como estoy yo, saltarías, pegarías a alguien —en realidad, descubro, tengo ganas de abofetearla— o te tirarías por la ventana.
Y ella, que no dice nada.
Me callo yo también.
Y las lágrimas.
—Blanca —digo por fin—, ayúdame a morir.
—¿Qué? —carraspea. Se echa hacia atrás, mi cabeza, tan pesada, va con ella.
—Sí, que me ayudes, que eres la única que puedes hacerlo.
—No entiendo.
Y yo me desespero. Dios, Blanca, que eres inteligente, ¿de otra forma quieres que te lo pida?
—Que me ayudes a salir del frasco.
—Del frasco…
Me armo de paciencia. Va a ser más difícil de lo que parecía.
—Sí, Blanca, que me ayudes a empuñar el puñal, que me des el veneno, que me mates.
—Ya lo había entendido.
Su mano, ahora quieta sobre la cabeza. La mía busca mi vientre abultado.
—Bueno, ¿y?
«Eres mi dama —pienso—, tienes que hacer lo que yo te diga».
«Y eres mi amiga, tienes que hacer lo que yo te diga».
—No sé, ¿está segura?
—Cómo no voy a estarlo. Tú crees que te levantas un día así y decides, bueno, venga, que la muerte se está demorando mucho, qué pesada, y a mí, que me placía morir hoy… ¿Tú crees que me mueve el ideal estético: que he pensado que tal día o cual día quedaría muy bien escrito sobre mi lápida?
—No, no, claro —su tono es inquieto, levanto los ojos y los suyos no me miran, sino que vagan de un lado a otro de la habitación.
—¿Entonces?
—¿Y el niño?
Ya estamos con el niño.
—¿Qué niño? —me mira la tripa hinchada—. ¡Ah! Ése… Bueno. De todos modos, no tendría fuerzas para dar a luz. Nacería muerto. Y ¿para qué hacerle pasar por ese trámite tan engorroso de salir aquí, a este valle de lágrimas, pudiéndose quedar para siempre donde está?
Y luego se equivoca y se sonroja.
—Y vuestro marido.
—Bueno —contesto sin molestarme—, seguro que se apaña. Hasta ahora no creo que mi vida le haya sido demasiado necesaria. Seguro que busca a otra.
Y comienza a llorar y, aunque no llore por mí, sus lágrimas me mojan el pelo.
—No lloréis, que tampoco es tan difícil, que todos hemos de morir antes o después y que está el cielo esperando. Y que mira, que mucho mejor llegar antes. Siempre preferí los caminos rectos.
—Pero, señora —responde—, si os quitáis la vida, no iréis al cielo.
Siempre sacando pegas.
—Y yo tampoco —añade.
«Menudencias», pienso. Si hay algo que de toda la vida me fastidió, fue tomar una decisión y que todos aquellos quisquillosos que me rodeaban se dedicaran a buscarle problemas.
—Mira, Blanca, si yo ya me estoy muriendo. En realidad, sólo ayudaríamos a Dios, aceleraríamos su trabajo. Con la cantidad de almas que habrá de llevarse diariamente al cielo, seguro que hasta nos lo agradece.
«Suena mal —pienso—, tengo que buscar más argumentos. O me dejará seguir viviendo».
En realidad querría hablarle de los beneficios que tendría para ella mi desaparición, decirle: «Mira que cuando yo me vaya tendrás a mi marido, ese “gran conde”, para ti sola, con todo su condado y con toda mi dote, todavía sin tocar. Lo tendrás entera para ti, sin hijos engorrosos, sin amantes ni mujeres legítimas (sólo alguna que otra mujer de buena vida, que ya sabes cómo es). Y podrá hacerte su mujer porque con los tiempos que corren ahora cualquiera puede ser mujer de un grande (y te lo digo yo, que de eso sé bastante). Y podrás despreciar al Quiste por ti misma. Insultarlo si gustas. Y podrás quedarte con todas mis cosas, si quieres, porque lo dejaré en mi herencia: todo para ti, para Blanca, la amiga que me ayudó».
Pero no los encontré, no aquellos que no me avergonzaran.
En realidad, Blanca tendría que haber aceptado. Yo, en su lugar, lo habría hecho.
—No, señora, no vais a morir. Yo voy a descubrir qué os pasa y vais a salir de ésta —me ha cogido la cara con las manos y me mira fijamente.
—Tenéis que hacerlo por el que viene en camino. Y por vos, tenéis que hacerlo también por vos. Y por mí y por todos los que pueden llegar a necesitaros.
«Este discurso —me pregunto—, ¿a qué viene?». Ya me he enterado de que no quiere acabar con mi vida. Pero, encima, que no me sermonee. Sigue, y parece querer convencerse a sí misma:
—¿No veis que sólo es cansancio? Os duele, sí, pero eso quiere decir que os estáis curando, que algo de lo que habéis tomado va a salvaros.
Está bien, lo que me faltaba: ahora resulta que el dolor cura.
—Beatriz —me toma la mano—, prometedme que vais a sacaros esa idea de la cabeza.
Una mosca enorme. Blanca es una enorme mosca. Sólo le falta frotarse las patas. «Qué vergüenza —pienso—, todavía no me he muerto y ya está revoloteando a mi alrededor».
—¿Cuál? ¿La de matarme?
—Sí.
Me coge la cabeza con más fuerza, hasta que los dedos se hunden bien profundos en mis mejillas. Me hace daño.
—Está bien —miento.
—Bueno, pues voy a traeros un vaso con leche —en el que sé que echará sus potingues, esos con los que quiere curarme—. Pero mientras tanto, me voy a llevar vuestra daga. Intentad dormiros.
Y ¡claro que me dormí! ¡Si por lo menos tardó tres horas en traerme el vaso de leche prometido!
El autoengaño siempre me ha parecido la política más poderosa. En eso consiste la manipulación, a mi parecer. La meta de cualquier gobernante es, sin duda, obligar a pensar a sus súbditos que todo lo que hacen es siguiendo sus impulsos interiores. Sois vosotros los que lo quisisteis, me lavo las manos. Y Dios, para mí, por lo menos en esa época, era el perfecto manipulador (o por lo menos ésa era la visión que quería que tuviera de él). Me decía: «Tu vida no es tuya, no puedes disponer de ella a tu voluntad». Me decía: «Vive, hija mía». Como antes dijera: «Creced y multiplicaos». Entonces, ¿cómo podía reprochar nada a mi padre o a mi marido o a mis cuñados o a todos los que me rodeaban si se buscaban mujeres sustitutas? «Qué bonito —me obligaba pensar—, todo el día por ahí, repartiendo la semilla del señor, llenando el mundo de niños, porque de ellos es el reino de los cielos».
Todavía me parece oír a mi aya diciendo (como si hubiera sido mi madre) que para eso estamos las mujeres, para traer al mundo los hijos de los hombres. Y son siempre los hijos de los hombres, nunca de las mujeres. Y la veo, sentada en la iglesia, sacando un pañuelo, sonándose, con los ojos clavados en mí: precio político que ha pagado mi propio hermano para conseguir la paz con Castilla. En mi cuarto ya han puesto las sábanas blancas sobre mi cama (que así han de quedarse, tan blancas) y sobre la mesa del escritorio han dejado una mesa de frutas para poder encontrar, como alguien ha dicho, la inspiración de la fertilidad. Y luego el crucifijo, sobre la pared.
Sé que tengo edad para casarme (de hecho, hace tiempo que la rebasé) y mi futuro esposo tampoco es un jovencito precisamente. Y cuando llego a su altura, siento deseos de decirle: «Mira, que casi mejor que lo dejemos, esto no es más que un trámite. Bueno, pues en buena hora y después, cada uno por su lado y Dios con todos».
Pero me mira con ojos que exigen silencio. Y vuelve a girarse hacia el nuncio, que sin duda ha de ser mucho más interesante que yo.
Nunca he entendido muy bien qué relación directa hay entre las bodas y los lloros. En los funerales se empeñan en decirte: «No llores, que has de ser fuerte». O «no llores, que es mejor así, estaba sufriendo». O mejor, «no llores, que está con Dios».
Y piensas: «Sí, menudo consuelo». Pero optas por dejar de llorar sólo para que paren de intentar coaccionar tu derecho a un buen llanto.
Y, sin embargo, en las bodas, hay libertad absoluta para deshacerse en lágrimas. Y cuanto más emotivo sea el discurso del sacerdote, mayores serán los quejidos de los asistentes (en realidad, yo creo que ellos se recrean precisamente en este hecho). Si dice: «La amarás y respetarás por siempre», las lágrimas salen, como fuentes, de los ojos de ellas —los de ellos están secos porque, aparte de ser hombres, la mayoría están casados y conocen la gran falacia que son estas palabras—, a mí, las bodas siempre me parecieron una disección. Como el día de matanza, todos nos arreglábamos.
Y luego, sin mancharnos lo más mínimo, nos sentábamos en un banco para ver cómo son otros los que hacen el trabajo sucio cuando nuestra mente sólo piensa en el banquete de después.
Y dice el cura: «En la salud y en la enfermedad». Pero, claro, si tu marido no ha estado a tu lado en la salud, ¿cómo va a estarlo en la enfermedad?
No, mi querido Sancho estaba demasiado ocupado como para venir a verme (aunque supongo que yo también tuve algo de culpa, bastante era con tener que aguantar mi convalecencia como para tener que soportarlo a él también).
—¿Qué haces aquí?
El, que ha asomado su cabeza entre la puerta. Me cubro con las mantas, hasta la cabeza, hasta que sólo se me ve la cara entre ellas.
—He venido a verte.
Se acerca. Su olor es a monte, a heces de monte.
—Ah —contesto.
Me toca la frente.
—Tienes fiebre.
Y yo pienso: «Pues claro, como que estoy enferma. Qué perspicaz».
—Ah —contesto.
—Tienes que cuidarte.
¿Algún comentario inteligente que añadir a eso?
Se sienta en la cama.
—No puedes morir.
Y pienso: «Ya está, ya se lo han dicho y viene aquí a decirme lo que puedo o no hacer». Juguetea con sus dedos, los hace girar. En la frente todavía siento la presión de su mano. Me reconcentro en mi odio: lo odias, Beatriz, recuérdalo.
—Y está el niño —dice.
Y de pronto ya no tengo que reconcentrarme en mi odio. Brota naturalmente.
—Entonces la extremaunción será un poco más larga, supongo.
—Estás muy desmejorada.
Por no decir que estás muy fea, que se te notan los huesos, que los ojos se te salen de las órbitas, que hueles a vómito, que tienes la boca llena de llagas y la cabeza casi pelada.
Miro a todos los lados: «Si Blanca estuviera aquí —pienso—, no se hubiera atrevido a entrar».
—Y tú, ¿qué tal estás? —pregunto.
Sigo pensando: «¿Por qué ha venido, qué quiere?». No tengo nada que dejarle.
—Bien —añade—, y preocupado.
Enarco las cejas.
—Preocupado por ti, por vosotros.
Quiero decirle: «Sancho, que nos conocemos, que llevamos ya varios meses casados, que no hay nadie en la habitación y puedes dejar esa estampa de marido perfecto». Pero contesto: —Ah.
—¿Necesitas algo? Me han dicho que hay un cirujano en Burgos muy bueno. Que las sangrías que hace apenas dejan marca.
Bueno, pienso: «Otra sanguijuela más. Tengo una que me chupa la sangre por dentro, ¿por qué no tener otra que me lo haga desde fuera?».
—Sí, que puede venir a veros. Pero tenéis que aguantar hasta que llegue.
—Así que ya lo has hecho llamar.
Y quiero añadir: «Sin consultarme».
Y él:
—Sí.
Y pienso: «Era de prever, no me iba a dejar morir tranquila. Tiene que demostrar que hizo lo posible. Aunque sea atiborrándome de remedios, de consejos, de visitas de cirujanos».
—Gracias —no se da cuenta de mi tono irónico—. Pero quiero dormir.
—Sí —dice—, tienes que dormir, que tienes que curarte.
«¿Desde cuándo —pienso— mi marido se ha convertido en mi padre (el que nunca tuve)?».
Cuando se está enfermo, como yo lo estaba, la vida se ve desde el otro lado. Supongo que no soy la primera en decirlo —ni la última—. Y llega un momento en el que ni el dolor importa ya, que te sientas en la cama y miras a los que tienes alrededor con una sonrisa que es de placidez. Las causas dejan de ser importantes. Olvidas quién eres, el porqué de tu situación. Apoyas tu cabeza, durante horas, entre tus rodillas. Cierras los ojos, a veces. Y los vuelves a abrir y no sabes cuánto tiempo ha pasado. Y poco a poco dejas de sentir. Y si alguien te toca, lo percibes con los ojos y ya no por la piel. Y te hablan y asientes y sonríes. Te tratan entonces como un muñeco: te peinan, te colocan la bacinilla (cuando ellos gustan y no cuando tú tienes ganas), te limpian la nariz, te mueven las manos. Entonces también comienzan a hablarte, a todas horas, sin esperar respuesta. Sólo por el mero hecho de poder oírse a ellos mismos. Y casi sabes que si pudieran, moverían tu boca, y lo harían como titiriteros.
El enfermo da pena. Pero cuando es uno quien se está muriendo, los que dan pena son los demás. Todo el día corriendo de un lado a otro, afanándose en cosas que, de pronto te das cuenta, resultan inútiles.
Y si al principio te desesperas: «Tengo tantas cosas por hacer todavía —piensas—, no he plantado un árbol, no he tenido un hijo, no he escrito un libro», llega un momento en el que incluso esto deja de tener sentido y casi te alegras de no haberlo hecho: menos responsabilidades que dejarás atrás cuando te llegue la hora.
Y dan ganas de decir: «Bueno, un poco de alegría, por favor. ¿Así pretendéis que me cure? ¿Con esas caras tan largas?».
Y luego esa manía persecutoria de todos de que el enfermo tiene que estar a oscuras. Como si la oscuridad ayudara a curar. Vamos a ver, ¿dónde está la relación, la coherencia? Yo todo el día: «Descorred las cortinas. Abrid la ventana». Y ellos hirviendo ollas y ollas de agua caliente que no sé para qué utilizaban, cerrando ventanas y encendiendo sólo pequeñas velas que iluminen las esquinas (como si ya estuviéramos en mi velatorio).
Y todos pasándote la mano por la frente: «Tiene fiebre», dicen. Y menean la cabeza. Y ya está, eso es todo. Y quiero decirles: «Sí, tengo fiebre, me duele el estómago, se me cae el pelo, vomito sangre». Pero ellos sólo reparan en la fiebre (y menean la cabeza).
Luego digo: «Quiero un perro». Porque me apetece abrazarme a él, que duerma en mis pies. «Las princesas —aclaro— siempre han tenido perros que aúllan tras su muerte».
Pero yo no soy princesa, sino una enferma que se muere. Y los enfermos no pueden tener perros porque, como la luz, están prohibidos. Y todos hablan en susurros cuando se dirigen a ti.
Pero después se olvidan y gritan y se dan cuenta y vuelven a bajar el tono como si hubieran cometido un pecado mortal. Y quieres decir: «Por favor, no os cortéis, ¿qué estabais diciendo?». Pero no tienes fuerzas para ello.
Mi aya se empeñó en que era Blanca la que estaba intentando matarme.
—¿No lo entiendes?
Niego con la cabeza.
—No —contesto. Y mi voz es un hilo.
—Ella es la que tiene más motivos. De hecho, es la única que tiene motivos para mataros.
—Y mi marido —quiero decir, pero decido guardar las fuerzas para una respuesta mejor. En su lugar, pregunto:
—No me están matando, me estoy muriendo, que es diferente.
—Ay, mi niña —agita su enorme pecho, tiembla—, qué equivocada estás.
Siento ternura por esta mujer. A pesar de su bigote, de sus cejas tan unidas, de las arrugas que ha tenido siempre. Me parece de una belleza rara de explicar.
—Te están envenenando. Y no intentes negármelo. He visto demasiados envenenamientos en mi vida. Incluso yo he ayudado un poco. Ya sabes, siempre me gustaron las plantas. Y sé perfectamente cuáles son los síntomas. Y tú los tienes.
—Pero Blanca no.
Y quiero decirle que Blanca me hubiera podido matar si hubiera querido, que yo misma se lo pedí. Y que Blanca, a pesar de todo, es mi amiga.
Me toma la mano, que se ve tan pequeña entre lo grande y áspera que es la suya.
—Sí, es Blanca, Beatriz, pero estás cegada y es normal. No te preocupes, mi niña, que yo averiguaré quién es y le extraeré el remedio a la fuerza si hace falta.
Vuelvo a mirarle las manos: sí, serían muy capaces de ahogar a alguien.
—Bueno —claudico—, está bien.
Aunque en el fondo creo que se equivoca. Que nadie me envenena. Que es sólo la esperanza a la que se aferra. Que mi pobre aya me quiere, que es la única que lo ha hecho sinceramente en mi vida.
Pero al día siguiente la muerta era ella. Y no yo.