De pequeña se sentaba en los campos de convento. Le gustaba excavar la arena húmeda con las uñas y le dolían los dedos, pero seguía haciéndolo porque la tierra comenzaba a salir oscura y también los cantos rodados, tan redondos, y que luego ella cogía y escondía dentro de su faltriquera. A veces incluso descubría alguna que otra lombriz. Las apretaba entre sus dedos y cuando dejaban de moverse o se partían en dos, las tiraba de nuevo a la tierra y las pisaba con sus chapines hasta que crujían debajo. Y sabía que su madre habría de regañarla. Y haría que le trajesen agua y frotaría sus dedos diciéndole que era una dama, una hija de rey y que no tenía que comportarse así, que qué sería de ella el día de mañana. Sin que ella llegase a comprender qué significaba ninguna de las dos cosas, ni dama, ni infanta ni nada. Pero le gustaba el tacto de las lombrices, y que su madre la mirara con ojos acuosos y encontrar raíces que estuvieran tan bien enterradas que tuviera que rasparse las manos para poder arrancarlas y que ya no fuera una hija de alguien, sino una campesina más que ayuda a sus padres a recolectar antes de que hiele o vengan los enviados del rey o la iglesia y no queden más que tres adarmes de mies que llevarse a la boca.
Recuerda también que su madre rezaba todas las noches y los obligaba a coger los rosarios y repetir con ella los mimos salmos hasta que las manos, duras ya, no sentían ni el correr de las cuentas. Tenemos sueño, decían. Y la madre, que en ese momento se parecía a la Virgen, los miraba y les daba un beso en la frente, entre cálido y breve, y les decía que se acostaran, que Dios velaría por ellos y por su sueño, que ella se tenía que quedar rezando.
—¿Por qué, madre, rezas tanto? —le preguntaba ella.
Y la madre suspiraba profundo y decía:
—Porque a veces rezar es lo único que te queda.
Pero ella seguía sin entender, porque su madre habría sido santa si no hubiera tenido hijos (que ya se sabe que las santas, como las monjas, lo tienen prohibido). No se peleaba con nadie, no gritaba porque siempre hablaba quedo, incluso cuando la regañaba. Y no mataba animales, ni aplastaba lombrices, ni pegaba a Juan ni regañaba a Dionís, que a veces tanto se lo merecían.
—Pero tú has de dormir. A la cama, Beatriz. Y sueña con los ángeles.
—Madre —porque no quería dormir y tenía miedo de su habitación, donde se quedaba sola y sonaban ruidos y había demonios—, ¿eres feliz?
Y la madre retiraba su cara, cerraba los ojos y bajaba las manos hasta que el rosario tocaba el suelo de piedra; no contestaba y la hija, que no sabía nada, sí que podía intuir que la felicidad en un convento —aunque no se viva dentro de sus muros es pecado.
—Hija mía —contestaba finalmente, y pasaba el torso de su mano por su mejilla y estaba suave porque ella era una verdadera dama y no metía sus manos en la tierra—, sólo podría no serlo creyendo que vosotros sois infelices.
Ella sentía deseos de morder entonces esa mano que la acariciaba. No es cierto, quería decirle. No (aunque sabía que las madres no mienten y que ella se debía al cuarto mandamiento) intentes engañarnos. No eres feliz porque nosotros lo seamos. Lloras, madre, que te he visto. Y tu sonrisa no es de verdad, parece la de una estatua, siempre la misma, y te encoges bajo tu crespina y te crees que nadie se da cuenta. Estás triste. ¿Por qué no eres feliz? Como la princesa del cuento. Que no lo era, ¿te acuerdas? Pero al final sí. Tú lo dijiste. La princesa tenía todos los motivos para ser feliz y no lo era, ¿te acuerdas?
Entonces ella también, como rabiosa, tenía ganas de llorar y abrazarse a su cuello y aspirar su olor para hacerlo suyo.
—Madre —decía finalmente—, no te vayas.
Y la madre entonces torcía la boca con esfuerzo y sus ojos brillaban.
—Pero adonde habría de irme. Anda, dame un beso. Y ten cuidado de no despertar a tus hermanos.
Entonces sonreía de verdad y su boca estaba llena de dientes, no como la de la madre Dulzura, que era un agujero negro como el mismísimo infierno porque siempre que podía metía la mano dentro del frasco de miel cuando todas estaban de rezos y creía que nadie la veía.
Corría por los pasillos escapando de las sombras, porque su aya hacía largo tiempo que dormía, y saltaba dentro de su cama y ocultaba su cabeza bajo la frazada y ya no rezaba ni nada, sino que permanecía con los ojos abiertos hasta que por fin venía el sueño.
En cierto modo sabía que vivían en una espera. No aguardaban a que viniera el padre, no, aunque pudiera parecerlo: su llegada, la de él, era sólo el respiro que rompía la rutina. Era lo otro, lo oscuro, lo frío y la sensación de ausencia. A veces la angustia era incluso más grande que ellos mismos.
—La traición siempre acaba revirtiendo sobre quien la cometió —decía la madre. Y cuando lo hacía, a veces incluso lloraba. Beatriz se prometió que ella nunca habría de llorar.
—Pero nosotros, ¿a quién hemos traicionado? —se atrevió un día a preguntarle.
—No, hija, no es a quién se haya traicionado, sino quién pueda sentirse traicionado.
La madre cosía y la aguja subía y bajaba sobre la tela. La niña, muda, la miraba.
—Sí, ¿y quién puede sentirse traicionado?
Y la aguja, inmóvil en el aire, y la mano tiembla y se agarra a la tela y los pliegues hoscos.
—Beatriz, no es fácil ser uno mismo. Siempre hay gente que te dirá lo que debes hacer.
—¿Como la conciencia, como el ángel de la guarda?
—Sí, bueno, más o menos. Porque esa gente se creerá que tienen derecho a decirlo. Aunque sepan que se equivocan. Se tornan en adalides de su propia conciencia y pretenden imponerla al resto. Creen que todo lo que dicen va a misa, que todo lo que piensan sigue un criterio universal…
—No lo entiendo.
—Sí, son personas que no han sabido seguir su camino solos, que necesitaron ayuda y que cuando la recibieron pensaron que los consejos que les habías dado eran verdades absolutas que ya les pertenecían y por ello pueden ir dando lecciones a todo el mundo. O, fíjate, aquellos otros que, por dar gusto a los demás y hacer lo que les habían dicho que estaba bien, sin querer escuchar su propio criterio y tomar sus propias decisiones, se volvieron amargados.
—¿Como una religiosa?
—¿Una religiosa?
—Sí —porque Beatriz recordaba con rencor el dolor en la nuca que le dejaron los afilados dedos de la madre María de la Cruz cuando la descubrió ojeando dentro del sagrario. Eso es pecado, blasfemia, te vas a ir derecha al infierno. Pecado mortal. Las gotas de saliva que tiemblan en sus labios y en el bigote. Y sus uñas incrustadas en su cuello y la sangre que repercute en sus oídos. Beatriz controla las ganas de pegarle una patada. Cuánto cinismo. Porque ella misma, de vez en cuando, lo abría y se quedaba horas extasiada mirándolo y decía que así alcanzaría la santidad y casi, decía, podía escuchar cómo Dios le hablaba.
—Como cualquier persona, Beatriz, hasta la religiosa más santa, porque no somos infalibles y todos nos equivocamos. Pero lo malo es no ser capaz de reconocerlo. Por cierto, no me gusta que hables así de las madres. Ya sabes lo que os quieren.
Y la niña no entendía por qué su madre se empeñaba en decirlo todo tan difícil. Por qué sus palabras siempre eran lecciones y sus gestos, caricias hasta el agobio (le recordaban, aunque no se atreviera a reconocerlo, a una despedida que se alarga demasiado).
—Eres la mayor, Beatriz, y tendrás que cuidar de tus hermanos. Tienes que comprender lo que te digo porque un día serás la única que pueda explicárselo.
Y a ella se le escapaba la risa entre los agujeros de los dientes que se le habían comenzado a caer, igual que a la madre Dulzura, y asomaba la lengua entre ellos.
—No, madre, que no escuchan y no comprenden nada. Ni siquiera Juan. Explícaselo tú, que sabes hacerlo.
Y la madre volvía a coger la aguja y reclinaba su cuello tan blanco (que llamaran de garza) para que la hija pudiera ver los huesos de la espalda bajo la camisa.
El aya, que había permanecido en la sombra como un cazador, se acercaba entonces y la cogía de la mano.
—Escucha a tu madre, que algún día faltará.
Y ella negaba con la cabeza. —Que no, que me ha dicho que no, que adonde podría irse sin nosotros. Y las madres no mienten.
La madre a veces también jugaba con ellos. Dejaba su costura o su libro o su rosario y los perseguía. Y las monjas los miraban, escondidas en sus celdas como murciélagos. Beatriz se metía entre los arbustos y contenía la respiración, la tela se le rompía con las ramas, pero no importaba porque su madre no la regañaba nunca y volvía a zurcirlo con tanta gracia que parecía que el sastre que lo tejiera en verdad lo hubiera querido así. También sus ayas jugaban y era gracioso verlas correr tras los dos niños y su señora, con las faldas levantadas (sus pantorrillas como de pollos y tan peludas como sus menudillos), acaloradas, resoplando y diciendo palabras que los infantes no tendrían que haber escuchado nunca y mucho menos estando tan cerca de un convento.
Los pelos rubios se escurrían por debajo de la almaizara de doña Inés. Y se le pegaban a la mejilla, como un arabesco o como los volantes que sólo se ponía los domingos y cuando llegaba el padre. Sus ojos entonces se volvían azules y ya no eran como alfileres, sino que se expandían, generosos, por sus pupilas. Hasta ella, en esas ocasiones, olvidaba que era una dama y que existía el vacío. Su risa estallaba, franca, y Beatriz también reía, como ella, y todo tenía sentido. Y cuando se cansaba de correr, se echaba en la hierba y seguía riendo porque todavía le gustaba escucharse de este modo, jadeante con sus hijos, liberada, el alma tranquila porque lo que había de ser sería, pero no aún.
El día que el padre regresaba al convento (precedido de sus hombres y de sus caballos y de sus perros, todos sudando y tan llenos de pelos y de barro y de manchas) también jugaba con ellos. Corría a pillarlos como salía a cazar al monte, con la misma fiereza. Su presa favorita era la mayor y Beatriz tenía que hacer ímprobos esfuerzos para alejarse de él y de su aliento y de su olor, tan desagradable. Cuando la atrapaba y Beatriz sentía su mano en el hombro, cómo tiraba de ella hacia sí y cómo el cuerpo se le inclinaba hacia delante presto a caer, echaba de menos estar a solas con su madre y con sus dos hermanos. Había en ese gesto de su padre, que no era más que un juego, la posesión que Beatriz notaría sobre ella, cercenante, no mucho tiempo después. Los dedos del padre se enredaban entre su ropa como si buscaran un más allá, y de pronto se sentía cansada y, disgustada, lo miraba con un gesto simétrico al de él cuando se enojaba. Se zafaba dando un fuerte tirón a la tela y el padre se quedaba, con la mano en el aire, viéndola correr.
—Qué mal humor tiene esta niña —diría después agarrando a doña Inés por el talle cuando ya la noche caía y era tiempo de regresar a la casa.
Y ella:
—De alguien lo habrá heredado.
Y el padre también se reía escandalosamente. Beatriz reprimía un escalofrío porque le parecía burda y acaso cruel. Y las monjas asomaban su cabeza entre las ventanas de las celdas sonriendo con sus bocas casi melladas porque en el fondo, se decía Beatriz, no eran tan malas personas y se alegraban de que el padre hubiera vuelto y que se encontrara con la madre.
Sin embargo, no fue a su padre al primer hombre que vio desnudo.
Recuerda que ese día le habían prohibido que saliera al jardín porque llovía, el agua había formado charcos y se había acumulado en las rocas y si salía, como había dicho su madre, podría caerse y descalabrarse. Pero se aburría en la casa. Dionís dormía y Juan se aplicaba sobre una pizarra porque decía que algún día sería como Ovidio. El aire frío se colaba por los resquicios y Beatriz acercaba a ellos su boca para aspirarlos. Su madre decía que cosiera, que es la mejor manera de pasar las horas muertas. Pero ella odiaba coser y odiaba que las llamaran horas muertas porque las horas no se mueren.
—Las horas no se mueren, ¿verdad, madre?
—En cierto modo sí, porque son horas que ya no volverán.
—Entonces, mejor llamémoslas horas idas, ¿no?
Y la madre:
—Beatriz, hija, que cuando te aburres, mira que te pones pesada —y su tono, a pesar de todo, es cálido—. ¿Por qué no os acercáis a la iglesia a confesaros? Sin duda, el padre no se habrá marchado todavía y seguro que tienes algo que quieres descargar de tu conciencia.
Aceptó. Detestaba estar encerrada. Y además le gustaba el olor del convento, que era siempre a pan recién hecho y a verduras y a miel. La acompañaba su aya, que también quería confesarse porque la carne es débil, mi niña, y más la de las viejas. Marchaba por el borde de la acequia mientras el agua rebotaba en el canal y en el lago y en el río, poco más abajo. Ten cuidado. Y ella, ya, que no soy pequeña.
Era luminoso, o así al menos lo recordaría, con profusión de vanos y de piedra clara, de estructuras erguidas y finas como raíces. Pero ese día, con la lluvia y la niebla que venía del Mondongo, se le antojó particularmente oscuro. Las ventanas de la iglesia parecían incluso surcos de lágrimas, tan negros y sucios sobre la piedra que ya era gris. Los contrafuertes le parecieron de pronto como parches que el maestro de obra colocara para evitar que santa Clara se cayera: arena, cal, argamasa y piedra, rodando hacia el río. Los arcos apuntados ya no le parecían esbeltos, sino incluso chatos, como si por el peso del agua y del cielo, tan ceniciento, también se hubieran encogido. La sensación de peso que ya sentía se le acrecentó al ver los diablos de las arquivoltas y de los capiteles.
La iglesia estaba casi vacía. Sólo una monja contemplaba la custodia (o por lo menos lo intentaba, que de vez en cuando su cabeza caía hacia delante y se le cerraban los ojos y volvía a ponerse recta, deprisa, como si nadie la hubiera visto). No olía ni a incienso ni a cera porque el olor a madera húmeda resultaba más fuerte. Mientras andaban y sus pasos resonaban en las bóvedas, su respiración, la de las dos, se iba haciendo más insidiosa.
—Anda, niña, ve a buscar al padre y salgamos de aquí.
No sabía dónde había podido meterse. No estaba ni en las cocinas, ni en la biblioteca, ni por el claustro. Las monjas que la veían la saludaban con un movimiento ligero de la cabeza, pero volvían a bajar los ojos porque estaban en la hora del silencio y era pecado siquiera el abrir la boca para bostezar.
Siempre que había subido a los pasillos de las celdas, había sido acompañada por su madre. Pero ese día se atrevió a hacerlo sola. No lo reconocería nunca. A pesar de que se había criado casi toda su vida allí, las religiosas no dejaban de imponerle un cierto temor. Siempre vestidas tan de oscuro y siempre santiguándose y siempre andando silenciosas, pero no como su madre, que eran pasos sosegados, sino rápidos y ansiosos y bisbiseantes. Y luego la cantinela de que has de portarte bien, no debes disgustar a tus padres, el primer mandamiento y el quinto y la devoción y los rosarios, que son como armas porque siempre que una se descuida, zas, la cogen por banda y lo sacan de entre sus mangas y empiezan: primer misterio doloroso.
Beatriz creía que las monjas eran como mariposas que un día fueron tan guapas como su madre pero que se encerraron dentro de sus capullos, que eran sus celdas, y salieron convertidas en mujeres agobiadas por el peligro de una eternidad demasiado larga. Así que se imaginaba que en sus habitaciones tenía que haber algo que, si la tocara, haría de ella un ser obsesionado con el cielo y con el pecado y con el castigo. Andaba alejándose de las puertas y sólo escuchaba el silencio y el ruido que hacía su ropa húmeda: al otro lado de los postigos no parecía haber nadie.
De pronto se paró. En esa celda se movía algo. Aléjate, le dijo su cerebro. No quieras ver qué sucede. Pero esos sonidos le eran familiares (aunque no consiguiera ubicarlos). No, Beatriz, no mires, no lo hagas. Y ella, cállate, conciencia, no hables. Su piel se erizó mientras se agachaba para mirar por el ojo de la cerradura.
Allí, lo primero en lo que se fijó fue en que el párroco se había subido los ropajes hasta la altura de la cintura, dejando desnuda la parte inferior de su cuerpo. Se los sostenía con las dos manos, como hacen las mujeres cuando pretenden cruzar un río y no quieren que se les mojen los bajos de las faldas. Beatriz sintió una mezcla de risa y de asco al verlo así, tan gordo que la cintura caía sobre su pelvis, y tan lleno de pelos y con ese pingajo que le salía de la entrepierna y que a duras penas conseguía elevarse. Y luego su culo, tan blanco (es curioso, pensó, nunca me habría imaginado que los sacerdotes también tenían culo) y las piernas tan llenas de vello negro que apenas se distinguía la piel y que no era como el de su aya, mucho más fino y sedoso, sino grueso como los surcos de barro que se forman en los eriales o como los pelos de los cerdos.
Sor Clara se había remangado también la ropa y estaba despatarrada con las rodillas dobladas y apoyadas en el suelo de la celda, donde permanecía tumbada mientras el otro, frente a ella, la miraba y su nariz llena de venillas verdes se hinchaba como cuando desde el púlpito decía en latín que en el infierno se queman las almas de todos aquellos que ofenden a Dios y que el castigo habrá de ser terrible y para siempre porque si el perdón de Dios es infinito, también lo es su ira.
Despegó su ojo del agujero con celeridad. La monja que pasó a su lado meneó la cabeza con desaprobación y ella, con su mejor sonrisa, se volvió para regresar a la iglesia, donde el aya se había quedado dormida junto con la otra monja, que ya no custodiaba la sagrada forma porque también había caído en los brazos del sueño (o más bien sobre el hombro del aya, las dos mujeres, tan juntas, intentándose dar calor en un día tan frío).
Cuando el padre iba a visitarlos, la madre incluso se olvidaba de rezar. Apuraba la cena y los mandaba presurosos a acostarse. Las ayas se daban codazos mientras cenaban los cinco.
—Madre —preguntaba Beatriz con malicia—, por qué, si cuando padre está aquí estamos seguros, hemos de dormir con ellas —y señalaba con el dedo las tres gallinas que eran las mujeres encargadas de criarlos.
Doña Inés se ponía nerviosa, se retorcía las manos, bajaba los ojos y al lado de la boca se le hundían dos hoyuelos.
—Hija, por Dios, que hay cosas que no se preguntan.
Y el padre abría la boca y se reía y sus hombros subían y bajaban y su tripa.
—Cuéntaselo, mujer, que ya no es tan niña.
—Sí, madre, cuéntamelo.
Y la madre se pone seria y clava los ojos en el padre.
—N o es procedente.
Y hundía sus manos en el cuenco que hacía las veces de lavadero como si de pronto se hubiera sentido sucia.
El padre entonces se levantaba (la pesada silla crujía) y daba un beso en la nuca de doña Inés, justo a la altura del esternón.
Sabía, aunque no quisiera pensar en ello, que era la favorita de su padre. Ella prefería que no hubiera sido así. Le daba envidia que su madre cogiera a Dionís entre sus brazos y lo arrullara mientras el padre la hacía sentarse encima de sus rodillas.
—Ven aquí, Beatriz.
Y ella obedecía frunciendo las cejas sobre su frente, apretadas como un puño.
—Mira qué guapa tu madre, así habrás de ser tú algún día.
Y la hacía saltar, como si fuera pequeña, y ella notaba los huesos duros, justo debajo. Y la espada, que nunca se quitaba, enganchada al cinto, se le clavaba a la altura de la cadera.
Doña Inés se giraba hacia ellos. Sus pasos, recuerda Beatriz, apenas hacían ruido, como quien está acostumbrado a andar descalzo. Eran como un susurro. Algún día, pensaba, yo también andaré como ella.
—¿Ves, Pedro? Ya somos una familia —decía en sordina para no despertar al niño—. No deberías irte.
Entonces el padre dejaba de mover las piernas y Beatriz se quedaba tensa, esperando.
Incluso Juan, que hasta ese momento apenas prestara atención a sus progenitores, miraba con curiosidad.
—Las cosas no son tan fáciles, has de saber. Mi padre cada día lo pone más difícil.
—Ya, tu padre.
—Sí, y también tus hermanos.
—Basta, Pedro, no quiero hablar de ellos. No mientes a mi familia.
—No, Inés, eso sí que no. Tú has sacado el tema. Y has de saber. Hemos vivido al margen demasiado tiempo.
—Y así hemos de seguir.
Dionís se había despertado y movía las manos intentando atraer la atención materna. Las tres ayas se habían pegado aún más a la pared como si quisieran desaparecer tras de ella. Beatriz palpaba las piernas del padre, que estaban todavía más duras, en tensión. Y escuchaba porque sabía que, en aquellas medias palabras, se encontraba el motivo de que su madre llorara, Juan tuviera pesadillas por las noches y que a ella se empeñaran en decirle que era una dama y que no tenía que mancharse y que tenía que aprender a leer y a comportarse como correspondía a su rango. Y la causa de que las monjas, en ocasiones, y cuando doña Inés no miraba, se acercaran a ella y le pasaran la mano sobre el pelo: pobrecita, pobrecita y deslizaran una pieza de fruta sobre su regazo.
—Y luego está Fernando.
Doña Inés entonces mira a su segundogénito, a Juan, con una cierta nostalgia. Y él, desde el suelo donde hasta hace unos instantes jugara, le devuelve la mirada. Beatriz sigue el dibujo de los ojos y se da cuenta de que, si ella es igual que su madre (al menos según las palabras de quienes la rodean), su hermano, sólo dos años menor que ella, ya tiene la cara del padre. Se ríe por dentro al pensar en que algún día Juan tendrá barba y sabrá montar a caballo sin caerse y acaso dará órdenes como lo hace Pedro y todos se aprestarán a servirle como si fuera alguien importante.
—Inés, es mi hijo, compréndelo. Y el futuro rey.
—L o sé, Pedro, pienso en él todos los días. Y en su madre, que no se me olvida lo que le hicimos. ¿Sabes? A veces tengo la impresión de que viene a recordármelo. Me defraudaste, me dice. Y su aliento huele a muerte. Eras mi hermana, me dice. Y me engañaste, primero con mi padre y luego con mi marido.
—Bueno, cariño. Está muerta y así ha de seguir, ¿para qué preocuparnos? —y con sus manos agarra la cintura de su hija y ella las nota, sobre su carne, sin atreverse a mover ni un músculo.
—Pedro, ¿por qué no lo traes a vivir con nosotros? Al niño, digo.
Entonces él se ríe y su risa es terrible. Silban en la cabeza de Beatriz, que se encoge y tiene ganas de alejarse de él, que es su padre, y agarrarse a Juan. Dionís sigue llorando.
—Inés, ¿cómo podría? —qué amargura hay en su voz—. Tú sabes que mi padre jamás lo consentiría. Ni nadie. Te odian, Inés. Lo sabes.
—Pero soy tu mujer y en algún momento tendrán que aceptarlo.
—Pero nunca permitirán que el futuro rey se críe con la que durante años fuera la concubina de su padre, la madrastra usurpadora.
Inés entonces cae al suelo, suave, con su hijo entre los brazos. Sus ojos se vuelven secos y duros.
—Nunca dejaré de ser la concubina. Nunca. Y estos niños nunca serán hijos tuyos. Lo sabes, ¿no? Por lo menos ante los ojos de todos ellos. No serán más que los bastardos. Por más que ya nos hayamos casado. No tendrán nada. ¡Dios! ¿Cómo van a aceptarlos tus futuros súbditos, si ni siquiera tú eres capaz de hacerlo?
—Eres injusta, Inés. Sabes lo mucho que los quiero. Y sabes a todo lo que he renunciado por ti. Sólo es cuestión de tiempo, ya lo sabes.
—No, Pedro, por nosotros. Como lo hice yo, te recuerdo. Y si de verdad quieres que seamos una familia, no puedes continuar con esta farsa. Soy tu mujer, Pedro, y deberían saberlo. Y yo debería criar a tus hijos. Incluso a los de Constanza.
Allí, desde el suelo, parece frágil, de barro. Las manos del padre tiemblan en la cintura de la hija. Beatriz mira las cortinas, el ligero movimiento con que se mecen.
—Pero ese hijo no es tuyo, Inés. Ni su hermana. Son de la muerta. Tú ya tienes a Dionís, a Juan y a Beatriz.
—Sí, gracias por recordármelo. Pero se lo debo. Era mi prima, casi mi hermana y la engañé. Juré que estaría con ella siempre y en cambio le quité lo que más quería. Y sólo digo que Fernando estaría mucho mejor aquí con sus hermanos en vez de con un abuelo que lo odia porque todos los días le recuerda la traición del hijo, tu traición, Pedro. Conmigo.
Ha subido el tono. O quizá simplemente se haya vuelto más amenazador. Juan se llevó las manos a los oídos. Estaba agachado, la cabeza entre las piernas, y al verlo así, a Beatriz le dio por pensar que parecía un gato ovillado. O un bicho bola de los que corrían por la acequia.
—Algún día, Inés, algún día lo aceptarán y serás reina y yo, rey.
—No lo entiendes ¿verdad? Después de tantos años sigues sin entenderlo. ¡Pedro! La corona me importa un ardite. Portugal me importa un ardite. Mis hermanos me importan aún menos. Sólo quiero estar contigo y con los niños, incluso con Fernando o María, que no dejan de ser hijos de mi casi hermana, ¿es tanto pedir? ¿Es tanto pedir para una mujer querer estar con su esposo?, ¿formar una familia de verdad? —hay desesperación en su voz. Ha ido bajándola y las últimas palabras apenas se le entienden.
Entonces él se levantó dejando a Beatriz en el suelo, como si fuera una niña pequeña (todavía sentía la presión de sus dedos en su cintura). Juan seguía sin moverse y Dionís lloraba, pero más bajito, cansado. Pedro llevaba puesta su cota porque tintineaba al andar. Y doña Inés lo miraba desde el suelo, casi arrepentida y las mejillas rojas.
—Y lo estarás, Inés. Estaremos todos juntos. Pronto, ya verás.
Inés lo mira y asiente. Parece decir: claudico, es imposible discutir contigo. El padre entonces se queda más tranquilo. Ha retirado la mano de la empuñadura y la ha puesto sobre su cabeza, con un cierto patetismo, como si quisiera bendecirla. Beatriz la mira con atención y sabe que aunque la discusión ha terminado (y que pronto los mandarán a dormir, rápido, lleváoslos, dirá el padre, y cogerá a la madre de la mano y se encerrarán en la habitación de ella, y se acostarán porque eso es lo que hacen los esposos), ve que su madre tiene un gesto que conoce bien. Al fin y al cabo, ella suele imitarla en la orilla del río, cuando no la miran las monjas ni las ayas, para que no le digan que la presunción es pecado. En los ojos de doña Inés hay nostalgia y hay vacío, como siempre que hablan del futuro.
—Lleváoslos, rápido.
Y el aya se despega de la pared y la coge de la mano.
—Vamos, es hora de dormir —dice.
Y Beatriz nota la vaharada del aliento de su aya, con olor a ajo para las enfermedades (y para el demonio, añade), al que ya está acostumbrada, pero que le revuelve el estómago porque no es el de su madre y esa noche no van a rezar juntas.
No pasaría mucho tiempo antes de que se enterara de que su padre era hijo de Alfonso IV de Portugal. Para ella, su abuelo (al que entonces apenas conocía) era sólo el buitre que planeaba sobre todas las discusiones de sus padres. Y él tenía la culpa de todas ellas. Había aprendido a odiarlo a fuerza de escuchar su nombre con rencor. Lo apodaron el Bravo, pero ella lo llamó siempre el Resentido (aunque en los momentos en los que el dolor era menor y recordaba incluso sus enseñanzas cristianas, se llegaba a preguntar si la resentida no sería ella. O su padre. Y la respuesta era siempre que sí, porque les iba en la sangre, su sangre real).
—Algún día lo odiarás —había vaticinado su madre.
Y ella:
—Ya lo hago, madre.
—No, lo harás por darme gusto a mí. Porque yo no podré hacerlo.
Viviría con él, más adelante, y siempre le pareció terrible y siempre lo odió con todas sus fuerzas. Era, sabría con el tiempo, como la otra cara de su padre, la que tuvo cuando ya no estaba Inés, con la que miraría a Beatriz y por la que ella llegaría a pensar que todos los hombres son así —sobre todo su marido—, cuando los arrastra la venganza o la lujuria, o ambas cosas.
—¡Ah! —diría—, éstos son tus bastardos.
Y Dionís, sin haber cumplido siquiera el año y ya huérfano, en los brazos de su hermana, sería el único que podía mostrar desinterés verdadero.
—Sí, padre —contestaría don Pedro—, y más vale que os acostumbréis a ellos porque son vuestros nietos y algún día, si vivís para verlo, serán grandes de este reino.
Estaba frente a ellos, rodeado de púrpuras y dorados y se sentaba sobre el trono con la misma comodidad con la que podía tumbarse sobre su lecho, como si incluso durmiera en él.
Ella, tan triste que ya había comprendido el vacío del que le hablara su madre. En su mente la llama Inés porque le duele recordar que, hasta hacía unos días, todavía podía decir madre y que le contestara. Viva aún.
El rey no se inmutó. Ladeó la boca ligeramente. Sus manos tamborileaban sobre sus rodillas. Sus cejas eran negras y finas, y su labio también a fuerza, según la opinión de Beatriz, de tantos años de crueldad. Su frente, altiva, pero surcada de oscuras arrugas producto, decían en la corte, de las preocupaciones que le daba el heredero.
—Guapos niños —contestó—. Es una pena que tengan que crecer sin madre.
La rodilla del padre crujió al cambiar el peso de su cuerpo de diestra a siniestra. Tanto Juan como Beatriz permanecían inmóviles, a su lado. Se sentían pequeños. Juan incluso respiraba trabajosamente, como cuando corría o se ponía nervioso y entonces su aya le ponía la cabeza dentro de un odre y le cogía la mano y le decía: ya pasó, ya pasó.
—Sí, como vuestro otro nieto, Fernandito. Por cierto, padre, ¿qué tal anda de salud?
Beatriz se sorprendió de que su padre pudiera hablar de su otro hijo con tanto desprecio. Y, sin embargo, había en su voz cierta impostura.
Acaso, se preguntó la niña, ¿hablará de mis hermanos y de mí del mismo modo cuando no estamos delante?
El rey inclinó la cabeza y a Beatriz le pareció que su cara era como la de esos peces de río que pasan el día rastreando los lechos en busca de comida y que te aspiran los dedos cuando los metes en el agua: los ojos abiertos, ligeramente estrábicos.
—No debierais hablar así de vuestro hijo —contestó quedamente.
—Os equivocáis, padre, Fernando ya no es hijo mío. Os lo regalo. Criadlo como os parezca. Dadle el mismo tipo de educación que me disteis. Enseñadle lo mismo, padre, que me mostrasteis a mí. Pegadle como lo hacíais conmigo. Castigadlo. Llamadle lo que me llamabais. Lleváoslo de putas, si es vuestro gusto. Pero no os extrañe si algún día es Juan —y señaló al aludido con el índice sin dejar de mirar al padre— quien ocupe vuestro real trono, padre. Nadie puede soportaros. Y no me extrañaría que Alfonso prefiriera morir a seguir viviendo con vos.
—¡Ah! —replicó el abuelo—. ¿Que eso de ahí es un niño? Entonces la niña tiene que ser la otra. ¡Y yo hubiera jurado que era al revés!
—Es el siglo de los bastardos —había dicho su madre el día antes de morir.
Y Beatriz, mirando a su abuelo y a su padre (que no eran sino la misma versión de hombre repetida en el tiempo), se dio cuenta de que tenía razón. Era su siglo.
Fue su aya la que le contó cómo había sucedido. No tenía sentido esconderlo, dijo. Y Beatriz negó con fuerza porque quería saberlo, porque había tenido que esperar a que mataran a su madre y que se los llevaran del convento, incluso había tenido que enfrentarse a su abuelo (eres un viejo odioso, le había dicho con toda la fuerza de sus ocho años) para enterarse de quién era por fin.
—N o habrás de decírselo a tu padre.
—Que no.
—Júralo.
Y besó sus dedos en cruz mientras pensaba que ése era un pecado gordísimo y que tendría que rezar mucho y que si se muriera en ese instante, se iría de cabeza al infierno porque ya no tenía monjas ni madre que le dijeran que todo estaba bien, que los niños no se van al infierno porque a Dios le gustan los niños.
—Lo juro.
El aya entonces echó un vistazo a su alrededor para cerciorarse de que en la estancia no había nadie.
—Recemos —dijo cambiando de opinión.
—¿Por qué?
—Porque voy a faltar a una promesa a una difunta y eso es muy grave, niña.
—Anda, por favor.
Y Beatriz acercó su mejilla hasta el pecho abundante de esa mujer que la criara cuando nació. La cogió de la manga, buscó su mano.
—Venga, por favor.
La mujer se estremeció y sus ojos se le aguaron. Pobre niña, pensó, pobres todos. Tan solos. Pobriños. Y doña Inés, qué buena era.
—Ni palabra, Beatriz.
La niña la acarició y la piel de la mujer era rugosa como las nueces, y no como la de su madre, siempre tan suave incluso cuando muerta.
—Que no, que no, que no voy a decir nada.