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(DEL HIJO).

Porque empezó desde el principio. No es producto, como dijeron muchos, de lo avanzado de la gestación. Delirios de preñada, los llamaron, pero se equivocaban (y los que deliraban eran en realidad ellos). Los no natos son molestos, te tiran de la piel del estómago, de los riñones, te provocan dolor en los huesos, incomodidad al tumbarte y otra sintomatología tan variada como asquerosa y que por pudor omitiré. Pero, que yo sepa, no provocan ensoñaciones. Eso lo hace el vino, que los que dicen semejantes majaderías beben, pero no la pequeña larva que yo llevaba en el estómago. Sé lo que vi y sólo con el tiempo pude llegar a comprender por qué había sido yo, y no otro, la que lo vio.

Desde el primer día se me apareció.

Estaba ahí, lo sé, esperando redimirnos a las dos. La necesitaba porque sólo a través de ella, de su historia, de saber por qué cayeron ella y su hijo a través de la ventana de la Sala del Solio, conseguiría aceptar el futuro con mi propio hijo y con mi esposo, y superar el pasado que mis padres me habían legado.

Porque sólo sabiendo lo que era y lo que había sido podría salvarme. Aunque todavía no era consciente de ello.

Venía siempre por la noche. Las causas, perfectamente lógicas: con la oscuridad, se aseguraba de que todos durmieran y además conseguía hacer más visible su materia incorpórea. Y es que al principio no era más que un jirón, un pedazo de humo que crecía al lado de mi cama. Un milagro, pensé en un primer momento. Pero, claro, yo nunca he sido alguien digno de recibir milagros de ninguna clase, así que tuve que esperar un poco más para comprobar la verdadera naturaleza del fenómeno. Una pena, no me hubiera importado nada hacer de mi alcoba un lugar de peregrinación.

Intenté convencer a todas. «¡Es cierto!», les decía. Y ellas, mis damas, como buenas mujeres a mi servicio, asentían y decían:

—¡Un jirón! ¡Por supuesto, señora! ¿Por qué no habría de ser real?

Y no necesitaba ser muy perceptiva como para darme cuenta del ligero retintín de sus palabras.

—Muy bien, no me creáis. Esta noche la veréis —y remarqué «la» porque nunca dudé de su naturaleza femenina. Intuición, supongo, un sexto sentido.

Esperamos despiertas hasta el amanecer, pero ¡oh, sorpresa!, esa noche no vino —o no se apareció—, ni al día siguiente, ni tampoco el posterior. En vez de convencer a nadie, conseguí, en su lugar, plasmar la cara de todas ellas con unas preciosas ojeras negras. Bueno, y un tono de animadversión nada merecido. ¡Yo! ¡Que sólo pretendía proporcionarles una nueva experiencia! ¡Qué desagradecidas!

Así que, cuando por fin regresó, me sentaba y miraba a través de ella. No me molestaba ni en intentar despertar a nadie. Sabía que, en cuanto lo hiciera, desaparecería. Aquella fantasma sólo quería que la viera yo.

Hay algo curioso en observar la muerte tan de cerca. En cierto modo se le pierde respeto. Tiene también algo de obsceno: un alma sin cuerpo, la desnudez más rotunda. A través de ese fantasma yo podía mirar y no ver nada, sólo fragmentos de los muebles que estaban detrás. Tendría que esperar todavía un tiempo para que sus rasgos fueran algo más perfilados. Y cuando por fin consiguió la suficiente materialidad, procuró vestirse, como si se avergonzara de marchar por la no vida en pelota.

El miedo que podía sentir por ella fue creciendo conforme su presencia se fue afianzando. Era totalmente irregular en sus horarios, en los días de sus apariciones. A veces se quedaba durante largo tiempo y otras apenas unos instantes, los suficientes como para confirmarme que había venido, que no se había dado por vencida.

La naturaleza del fantasma. ¿Quién podía decirme que no podía o que no quería causarme ningún mal? El que no hiciera ningún movimiento, el que se limitara a mirarme, todavía me intranquilizaba más. ¿Cómo podía estar segura de que no se lanzara a mi yugular a pegarme mordiscos cuando sus dientes hubieran tomado ya el suficiente cuerpo? Los fantasmas no provocan temor porque hayan visto el más allá, al fin y al cabo todos hemos de verlo algún día; sino porque, cuando se está con uno de ellos, aunque sea un ser etéreo, la sensación de indefensión persiste siempre, por encima de todas las demás. «¿Con qué armas —me preguntaba— se puede vencer a alguien que ya está vencido?». Ni crucifijos, ni flores, ni agua bendita, ni nada. Llené mi cuarto de madera, que decían que traía suerte, hasta que casi pareció una serrería. Pero ni con ésas. Me demostró que, si ella se quería aparecer, seguiría haciéndolo. No me molesté en cambiar ni de habitación, ¿hubiera servido de algo para quien puede moverse por donde quiera?

Llegado cierto día, le pedí ayuda a Blanca. La incapacidad de resignarse siempre fue uno de mis rasgos más distintivos.

—Blanca —le dije—, sé que no me crees. Que te parecen todo ensoñaciones, pero tenéis que ayudarme a saber quién es.

Y ella:

—No sé, señora, cómo podríamos hacerlo. No se ha dado cuenta de la cantidad de gente que ha podido morir en este castillo. ¡Tardaríamos toda la vida en investigarlos a todos!

—No, no es a todos, es una mujer, como de mi edad. Eso descarta a muchísimos.

—Sí, pero ¿dónde podríamos buscar?

—Ha de existir algún archivo, en el monasterio por ejemplo, o en la catedral. Allí han de guardar memoria, ¿no?

—Bueno, ¿y no se le ha ocurrido que quizá pueda ser incluso un fantasma que se haya mudado aquí, que ni siquiera muriera entre estos muros?

Vi que era inútil, que cada vez que lo intentaba, topaba con una pared. Me sentía incomprendida. Y la culpa la tenía el fantasma por otorgarme el privilegio de aparecerse tan sólo ante mí.

Si las noches las invertía en desentrañar los rasgos de la muerte, los días eran de una perfecta monotonía. Rezábamos por las mañanas y por las noches. Comíamos tres veces oficialmente y otras tantas no tan oficiales. Leíamos, cosíamos, conspirábamos.

Los hombres, en diferentes habitaciones, hacían lo mismo.

Durante aquellos meses en los que nos adentramos más en el invierno, ni un juglar ni un bufón ni nada vino a interrumpir la fuerza de la costumbre. Tampoco era época de torneos, ni siquiera de guerra. Sólo podía esperar que mi hijo, o se muriera o decidiera precipitar el parto para que pudiéramos marcharnos de una vez de allí.

Afortunadamente, tenía a Blanca a mi lado para distraerme con todas sus historias de la infancia y con aquella imaginación que la llevó a interpretar numerosísimos retablos, caricaturas de los miembros del alcázar y su capacidad para inventar juegos como el de perseguirnos en la oscuridad o el de crear muñecos con almohadones para hacer carreras con ellos en el río.

Vivíamos en el mismo lugar, pero sólo aquéllas que yacían con alguien mantenían contacto con los hombres. Incluso en la iglesia nos sentábamos en diferentes sitios. Así que mis encuentros con Sancho, si ya fueran contados en Alburquerque, desaparecieron casi por completo. Ver a alguien con barba por mis habitaciones (excepto quizá la de mi propia aya) se convirtió en algo excepcional.

Con el único que me topé, aunque tan sólo por su tamaño, fue con el Quiste, que parecía poseer el don de la ubicuidad: solía estar siempre en el lugar más inoportuno en el momento más inesperado.

—¿Qué tal, señora? —preguntaba, que, educado, lo era un rato.

—Muy bien —y me callaba el nombre. Temía que la lengua se me deslizara más allá y pronunciara un apelativo que no le hubiera sentado nada bien.

—¿Adonde vais?

—A donde vos no podéis ir.

Algo que nunca me dijeran al casarme es que, al hacerlo con mi esposo, no sólo me unía a él, sino a toda su mesnada. Yo llevaba una dote generosa, él, un generoso séquito de despojos humanos. El peor, sin duda, el Quiste. Y aunque su desaparición fue demasiado rápida, el recuerdo que dejó es imborrable y tan grande como el tamaño de sus muslos.

Ya el día de la ceremonia lo vi, sentado en uno de los bancos de la catedral con toda la rotundidad de su peso. De tal modo que, al combarse, los dos hombres que estaban a su lado se apoyaban en las grasas de sus hombros. Miraba todo con sus ojillos mientras se relamía, seguramente pensando en el trozo de pan que se comería cuando el sacerdote acabara de bendecirlo.

Se creía ungido de alguna prerrogativa especial por parte de mi marido, porque fue el primero en felicitarme, antes incluso que mi hermano. «Mi más sincera enhorabuena —dijo—, ahora viviremos juntos, ¿no es así?». Miré con espanto a mi aya, que tenía idéntica cara de horror. Sus ojos clavados en el fluctuante pecho de mi interlocutor. Sí, supongo (y maldecía para mis adentros). Bajé la vista y descubrí que lo había infravalorado: aquel hombre era una caja de sorpresas y no sólo la masa grasienta que parecía a primera vista, ¿quién hubiera podido imaginar que se pudiera tener semejante cantidad de pelos negros en los nudillos de las manos?

No obstante, a pesar de esa profusión de oscuro vello y de la protección de sus grasas, debía de pasar frío porque no era raro verlo temblando al lado del fuego. Solía llevar por los hombros una pelliza de lo que, en un tiempo vetusto, hubo de haber pertenecido a un animal, pero que ya olía a lo mismo que su dueño.

Según me contaron, dormía también con un gorro que le cubría las orejas, de las que, por cierto, asomaba otra enorme mata de cabellos negros. Pero, de su anatomía, si había algo que sorprendía sobre todo lo demás, quizá por lo obvio, era sin duda la carencia de huesos. Parecía como si, al haber estado rodeados de grasa durante tanto tiempo, hubieran terminado por convertirse en parte de ella. Sus articulaciones se doblaban de un modo caprichoso. Incluso me parece que vi alguna vez como su brazo podía enroscarse sobre sí mismo como si fuera una espiral.

Cuando se subía encima del caballo, sus pies no alcanzaban los estribos. Un paje, aleccionado ya en este tipo de menesteres, se abalanzaba sobre éstos para acortarlos. Y daba verdadera pena comprobar cómo el pobre equino abría los ollares para no asfixiarse bajo la mole que le habían cargado a cuestas.

Gustaba de lidiar en justas y torneos. Se acercaba hasta el graderío del palenque donde las damas nos refugiábamos del rigor de sol y, tras hacer una reverencia ridícula, sacaba un mugroso pañuelo lleno de manchas Dios sabe de qué, que un día hubiera de robar a una mujer descuidada, y se lo acercaba a la nariz.

Ganaba siempre, ineludiblemente. Pero también jugaba con ventaja: ajustaba la lanza entre las grasas de su costado y allí permanecía firme y dispuesta a llevarse por delante a cualquiera que se cruzara en su camino.

Yo creo que lo odiaba porque intuía que me mostraba, de un modo totalmente físico, lo que intuía que mi marido escondía en su interior: una masa informe, oscura y sobre todo peligrosa. Si no, no se aclaraba que fueran tan amigos los dos.

Viviendo con dos seres semejantes, lo difícil era no caer en la desesperanza y pensar que todos los hombres son iguales, sin importar qué hagan. Sancho y el Quiste se habían convertido para mí, y sin saberlo, en el paradigma de lo masculino.

Tuvieron suerte. Este concepto de ellos cambiaría radicalmente en las jornadas posteriores a nuestra llegada a Segovia. Y no porque ellos hicieran algo especialmente notorio, sino porque un caballero de verdad, de códice, vino para redimirlos (aunque luego se terminara descubriendo como el peor de todos).

Llegó solo. Ni siquiera precisó de un paje que lo acompañara. Venía andando porque, como después nos contaría, había dejado su montura en una posada cercana. No creo que ninguno viéramos nada sospechoso en esta actitud, aunque jamás trajera su montura a palacio: casi como si se preparara para salir huyendo.

Marchaba tranquilo porque silbaba al andar y su melodía llegaba hasta las almenas de la torre donde Blanca y yo nos encontrábamos. Cruzó el puente con el paso seguro de quien sabe adonde va. Al meterse bajo las puntas del rastrillo, lo perdimos de vista.

Nosotras seguimos hablando sin darle mayor importancia al asunto. Aquel hombre —que mucho antes de lo que imaginamos cambiaría por completo nuestra vida— podía ser cualquiera: desde un enviado del senescal hasta un pequeño noble de la comarca.

La siguiente vez que me encontrara con él sería durante la cena. Mi marido, en un alarde de generosidad, hizo preparar un banquete en su honor. Mandó, como hacen todos los hombres que se creen con poder, que nos pusiéramos nuestras mejores galas. Pero, debido a lo abultado de mi tripa, hube de contentarme con una falda que más parecía de arpillera que de delicada muselina.

Blanca, unos puestos más allá, estaba radiante: había pasado la tarde con Sancho sin sospechar que sería una de las últimas en las que lo hiciera.

Colocaron al desconocido a mi diestra, de modo que, a lo largo de la cena, tuve oportunidades de sobra como para darme cata de lo cuidado de sus modales en perfecto contraste con mi marido o con el Quiste, quien, como una sombra, repetía todo lo que hacía Sancho. El homenajeado, como bien pude observar, parecía recién sacado de un códice palaciego: jamás sorbía el vino o metía la carne en el cuenco de la sal. Si cogía la comida con la mano, lo hacía sólo con dos dedos (la de Sancho, como una garra, apresaba el costillar completo y se apresuraba a devorarlo). Nuestra conversación, como era de esperar, fue también de una rectitud encomiable.

—Entonces, ¿decís que os llamáis Rodrigo? —pregunté.

Deglute con perfecta corrección antes de contestar. Al hacerlo muestra unos dientes regulares. Dependiendo del lado con el que te mire, descubro, pasa de una dulzura casi infantil a unas facciones que podrían haber sido perfectamente cinceladas con martillo. La dureza de éstas no deja de ser tremendamente bella, casi mayor que ese otro lado tan regular. Sus labios se abren como una brecha, rojos. Se pasa la lengua antes de contestar (el brillo que deja a su paso es como el del barniz sobre un mueble recién pulido).

—Sí, Rodrigo —contesta, con una voz cristalina—, para servirle, doña…

—Beatriz —respondo con celeridad—, Beatriz de Portugal.

No mastica, me doy cuenta, mientras hablo con él; el resto de hombres no dudaría en hacerlo, incluso con la boca abierta.

—Encantado —dice.

—Lo mismo digo.

Tiendo mi mano por encima de la mesa, por encima de la comida y él, sin levantarse, la besa. Sus labios, todavía húmedos, dejan una huella cuyos rebordes hubiera podido trazar a la perfección de haberlo querido.

Mientras pienso en Sancho, en su grosería, en su simplicidad. Ni a presentarnos se ha dignado: nos ha señalado nuestros asientos y se ha desentendido de nosotros. Y que me lo haga a mí tiene un pase, ¡pero que lo haga con su invitado de honor!

Lo ojeo de perfil, a mi siniestra, mientras mastica sin descanso. Una baba, que como una telaraña une sus dientes, se dibuja al trasluz cuando abre la boca. Giro la cabeza, de nuevo, para mirar a quien se sienta al otro lado. La imagen es infinitamente más reconfortante. El contraste es tan grande como el resultado de comparar mi falda con la que lleva Blanca. Una punzada de envidia. ¿De dónde la habrá sacado? Pienso.

—¿Y qué os trae a Segovia?

—L o mismo que a vuestro marido.

—Ah —contesto. Es una manera como otra cualquiera de eludir mi pregunta.

—Y vos —dice él—, ¿no sois la hermana del rey de Portugal?

—Sí —contesto incómoda.

Aparté los ojos de él y los dirigí al mismo lugar en el que mi marido tenía puestos los suyos: el generoso escote de Blanca.

—Y la hija de… —continuó sin darse cuenta de mi incomodidad.

—Sí —corté, tajante—, de Inés de Castro y del rey Pedro.

Se quedó mudo; su sonrisa, tan perfecta, congelada en la cara.

«¿Qué culpa —me dije— tiene él? No has sido justa, no te conoce de nada, deberías disculparte, Beatriz, te estás poniendo a la misma altura que Sancho». Sí, pero ¿por qué?

Callo, mejor no hacerlo. Olvidar lo que ha sucedido. Tus padres han de volver al rincón de la memoria donde estuvieron siempre.

—Así que —continué suavizando el tono— pertenecéis al séquito del rey Enrique.

Era lo único que pude averiguar sobre él antes de sentarnos a cenar.

—Sí, desde niño —en su voz no hay rastro de rencor. Su cordialidad es extrema. Y, como si quisiera agradarme, continúa—: Conozco a Enrique y a sus hermanos de toda la vida. Casi se podría decir que nos criamos juntos —contiene un cloqueo.

—Entonces, lo sabéis todo sobre Sancho —inquiero con desgana, cortesía en estado puro, que una también ha sido bien educada.

—Sí, el pequeño Chito, que así lo llamaba su madre, ¿lo sabíais?

El pequeño Chito. Una risotada se me escapa entre los dientes. Me cubro con la manga. Rodrigo me mira asombrado. «Qué descortesía», me digo.

—Disculpadme, es por la emoción que me produce enterarme de cualquier detalle del pasado de mi esposo, ¡es tan reservado! Aunque sin duda ya sabréis esto.

—Sí, claro, ¡el pobre! ¡Le marcó tanto la tragedia de su madre!

—Sí, su madre…

—Sí, qué desgracia, tan buena y acabar así: asesinada de un modo tan brutal.

Me mira y se calla. Enrojece como si le hubieran dado una bofetada. Para empeorar más la situación, dice:

—Lo siento, no recordaba que vuestra madre también…

—No sucede nada —le digo. La desazón, en cambio, se extiende por el pecho. Mi mente intenta volver al vacío, a la conversación cordial, impersonal donde no haya ninguna referencia al pasado—. Y ¿hasta cuándo pensáis quedaros?

—Hasta que acabe mis gestiones.

Cómo les gusta a los hombres, pienso, la palabra gestión.

—Y eso, ¿será mucho?

En su cara hay coquetería, hay seguridad, hay confianza. Pero de pronto me muestra de nuevo su lado más dulce. Y es en éste, descubro no sin sorpresa, donde es más difícil profundizar en sus pensamientos.

—Todo se verá —contesta.

Y por fin se lleva un trozo de pan a la boca.

Sin saber muy bien por qué, me siento derrotada.

Tras la conversación de la cena fui consciente de que algo había sido removido de su lugar. La tierra se había apartado y lo que permanecía enterrado surgió como el pecio de un barco al que un golpe de tormenta vuelve a sacar a flote. Durante días caminé de un modo errabundo por el palacio. El pasado me pesaba más incluso que la tripa. Esquivaba a la gente. Me refugié en el mutismo, en la oración. Si una vez conseguí desterrarlo, me decía, podría volver a hacerlo. No podía permitir, bajo ningún concepto, que aquella Beatriz llorona volviera otra vez. Había crecido y todo se había quedado atrás. Muerto, muerto y remuerto.

Bastante tenía, pensaba, con la fantasma esa que se dedicaba a aparecérseme por las noches para tener que soportar también todos aquellos de los que ya me deshiciera en su momento.

Hay quienes se anclan a lo que les sucedió y no hay manera de sacarlos de allí. Crean una burbuja en la que intentan reproducir, una y otra vez, como si se tratara de un bucle, un momento determinado, una relación determinada, una imagen determinada. Hay otros que, sin embargo, prefieren mantener sus ojos clavados en un punto fijo del horizonte y no moverlos de allí y avanzar, y llegar cuanto más lejos mejor. No creo que ninguna de estas actitudes sea más loable que la otra. El término medio, en líneas generales, me parece la actitud más perfecta. Pero no me caracterizo precisamente por ser coherente con mis ideales de vida. Así que adopté la única salida que creí posible, la de los que rehúyen cualquier contacto con el pasado y se centran en vivir el día a día con la esperanza de que en algún momento puedan volver la vista atrás y encontrar, en vez del camino andado, la nada más absoluta.

Pero de pronto, sin entender muy bien cómo, había girado ciento ochenta grados, y en vez de seguir hacia delante, marchaba en dirección contraria, adentrándome en la maraña oscura que era la Beatriz de mi infancia, la Beatriz que fui.