1

(DEL HIJO).

Quizá el niño no tenía prisa. O quizá la que no la tenía era yo. Solía mirar por la ventana —aquella misma ventana geminada donde otro niño y otra mujer saltaron hacía ya tanto tiempo y cuya memoria el tiempo consiguió borrar— para recordarme que la vida seguía adelante, aunque todo a mi alrededor pareciera tan quieto y callado a veces. Recordar que existía aquello que un buen día decidió crecer en mi interior. O un mínimo de cariño o esperanza. Pero ni eso.

Nunca tuve llamada alguna. Si esperé oír coros de arcángeles, recibir la visita de algún ente especial que me dijera: «Enhorabuena, ha llegado tu momento», o simplemente una conciencia feliz, me equivoqué. Llegó de pronto, como un familiar inoportuno. Ser madre, para mí —y quizá para todas las mujeres de mi familia— era sólo un oficio: el precio de nuestra sangre. La tortura que empezaba nueve meses antes del nacimiento y que sólo acababa con nuestra muerte. Así sucedió con mi madre. Perdió la cabeza, literalmente, por nosotros.

Los niños, la condena. Prefería sangrar todos los meses.

Por eso las náuseas no habían desaparecido aunque pasaran los tres meses de rigor. O por eso me era imposible olvidar el día que me di cuenta de que algo que no conseguía precisar había cambiado en mi cuerpo.

—Hoy no me encuentro bien, creo que me voy a quedar en la cama. Dígale al despensero que lo atenderé más tarde.

Se gira y sus ojos se vuelven felinos. Y con su bigote, sólo espero que maúlle. Pero en vez de eso, responde:

—Estás embarazada.

Y lo dice así, tranquilamente, como quien habla del tiempo o de la comida del día. Mientas tanto dobla paños. Me atraganto. La miro con cara de pasmo.

—¿Qué decís? No desvariéis.

Y desciendo la vista hasta mi estómago, bajo las enaguas, tan blanco y firme como siempre y casi llego a dudar de su palabra. Mi aya tiene que estar equivocada, esto no me puede estar pasando a mí. Es una broma, sólo eso.

Pero desgraciadamente tiene razón. El monstruo había comenzado a crecer apropiándose de mis fuerzas. Desde el principio tuvo que demostrar su lugar, estoy aquí, madrecita, ya he llegado. El milagro de la vida, me río yo. El único milagro era que pudiera comer sin tener que vomitar tras el último bocado.

Mi «querido». Sancho de Trastámara fue el que más se alegró. De un modo u otro sentía que había vencido a la naturaleza y a una mujer que no siempre le había puesto las cosas demasiado fáciles. Cada vez que pasaba a su lado me reprochaba que, de puro vieja, nunca tuviera descendencia. Decía, o por lo menos lo pensaba, que tenía el vientre reseco.

—Brindemos —exclamó dando una palmada al aire.

Sólo pude escapar de la situación alegando que el vino podía hacerle mal al niño, que necesitaba dormir y que ya tendríamos tiempo de sobra para celebrarlo. Él asintió. Puedes retirarte, dijo. Qué considerado, pensé. ¡Como si necesitara de su permiso! Supongo que entonces —por los gritos y rumores que hasta mi alcoba llegaron— lo celebraría con sus caballeros y con la primera mujer que se cruzó en su camino y que acabaría en su lecho. Que mi marido, cuando perdía el control —cosa muy habitual en él—, era incapaz de distinguir la gorda de la flaca, o la fea de la realmente monstruosa.

No sé cuánto lloré esa noche. Lloré hasta que no pude más. Me sabía sola y me sentía enferma. Enferma de niño indeseado. Y aunque ya era mayor, nunca precisé tanto de alguien que me consolara. Tentada estuve incluso de clavarme un puñal o qué sé yo en el vientre para acabar con el que habría de ser mi propio hijo (como un trozo de carne atravesado en un palo).

—No te preocupes, hija mía —me decía mi aya acariciándome el pelo—, piensa que de esta forma te libras de los deberes maritales.

Y yo lloraba más fuerte porque después de tantos años los «deberes maritales» no eran más que simple rutina que apenas duraban. Dejarles afanarse sobre ti, cerrar los ojos, vaciar la mente. Y, sin embargo, el tener un niño era de por vida.

Nacería, como todos, entre sangre, mi propia sangre —pensaba con el dramatismo propio de la situación— derramada por ese bicho indeseado.

Lo veía crecer, revolverse en mis tripas como unos gases inoportunos y pellizcaba allí donde debía de alojarse. Vete, le murmuraba.

Daba igual lo que hiciera, pensaba, nunca conseguiría parecerme a mi madre o a esa otra mujer. Nunca podría querer a ese niño. No recuerdo si fue al cuarto o quinto mes de gestación cuando mi marido tuvo la necesidad de dejar el castillo e irse a reunir con el obispo de Segovia: Juan Sierra. Pronto se celebrarían cortes y había asuntos que tratar con su hermano, el rey, que a la sazón se encontraba no muy lejos de allí, en Toro, creando una nueva ordenación de la moneda. Y para ponerse de acuerdo con la curia antes de que el resto del clero y los campesinos se les echaran encima con sus demandas.

Yo me alegré como cada vez que partía. Por fin tendría toda la hacienda para mí sola, para ir a pasear, a montar a caballo (a pesar de los consejos de todos aquellos que veían en esa simple afición un peligro para el futuro fruto de mis entrañas). Llamar incluso a los comediantes de algún castillo cercano, o a los poetas y trovadores para que nos informaran de las últimas modas en Francia o en Inglaterra. El castillo, en tiempo de mujeres.

Se acabaron los gritos en el patio, pensé, los banquetes, las fulanas. Incluso un embarazo como el mío, difícil e indeseado, podría hacerse llevadero en esa situación. «Y quién sabe —me dije—, quizá pueda incluso tener lugar un desgraciado accidente y ¡oh!, adiós, pequeña larva».

Sin embargo, esta vez iba a ser distinto, ya que le dio igual que estuviera embarazada o que todo el mundo le desaconsejara un viaje que duraría tantas horas.

—Te vienes conmigo —y su boca se torció en la media sonrisa que tanto odiaba, su dedo, como un alfiler, se clava en mi pecho—. Haré que ensillen tu caballo y partiremos nada más amanecer, que el viaje es largo y los caminos, peligrosos.

Hice como que me desmayaba, mandé traer sales, hierbas que me reanimasen.

—Estáis bien —no pregunta, afirma. Siempre tan encantador, preocupado por su mujer, por su salud.

Yo, tirada en el suelo cual guiñapo.

Y todas a mi alrededor: ay, cuánta crueldad.

Supongo que si lo hizo no fue para fastidiarme, sino para tener a su hijo cerca. No se fiaba de mí. Y aunque él fehacientemente supiera que yo jamás había conocido a otro hombre (en el sentido bíblico) desde que me casara con él - a pesar de que he de reconocer que algunas veces estuve tentada de hacerlo, —algo en su naturaleza le hacía dudar de todo. La desconfianza en persona. Recelaba siempre: del aire por si traía tormenta, de los amigos que lo abrazaban por si en la mano escondían algún puñal, de su misma familia. Pero de todos los recelos yo creo que precisamente este último era el único que no era infundado, ¡cuántas guerras habían traído ya a Castilla y cuántas más habrían de traer las pugnas entre hermanos, hijos, cuñados y demás familia de mi marido! ¡Cuántas muertes todavía! Y la suya por encima de todas.

—Nada, nada —mueve las manos como si agitara moscas— Empezad a empaquetar las cosas.

Aunque no quisiera ir a Segovia, el viaje me hizo bien. Apenas vomité y a pesar de dormir donde bien podíamos, descansé como nunca. Me habían preparado un carromato, pero yo me negué en redondo a subirme en él: no era sólo que pretendiera llevarle la contraria por definición, como acertadamente diría (sólo queréis llevarme la contraria; y yo, ¿de verdad?, ¿cómo podéis pensar eso de mí?), sino que amaba montar a caballo.

En las posadas dormíamos en habitaciones separadas y en los caminos no coincidíamos: por lo menos en eso estábamos de acuerdo, cuanto menos se nos viera juntos, mejor.

Es extraña la libertad que se siente sobre la montura. Parece como si una parte de ti misma se volviera animal, salvaje casi. Aunque siempre subsiste el miedo, éste es reconfortante. Y cuando logras que el animal obedezca a la más mínima inclinación de tu cuerpo, que parezca que de verdad sabe lo que estás pensando, te embarga una sensación de poder que es muy difícil de experimentar en cualquier otra situación. Con mi caballo, a diferencia de lo que sentía con mi marido, existía la complicidad.

Él, Sancho, disfrutaba lo mismo que yo: al clavar sus espuelas y soltar las riendas, dejaba de fruncir el entrecejo y su rostro se relajaba como si no tuviera más obligación en la vida que guiar a su montura por el camino más rápido y seguro. Incluso al finalizar la jornada era él quien se encargaba de revisar la comida, el agua, la silla y los cascos. Viéndolo así, casi podía olvidar todo lo que lo odiaba desde siempre, desde que mis ojos se clavaron en él. Odio a primera vista.

No sé por qué tras la muerte de mi padre, mi hermano tardó tanto en buscarme un esposo. Es cierto que pasada la veintena mi cuerpo podía haberse vuelto, para el ideal masculino, menos apetecible. Pero ¿importa en realidad? Una esposa, según ellos, no tiene por qué ser joven, que eso se reserva a las amantes, sino poseer otros atributos que yo poseía holgadamente. Mi precio político seguía siendo el mismo. Y oportunidades, vaya que si las hubo. Cualquier conde hubiera aceptado mi mano (y la herencia que me correspondía, sobre todo por parte de mi madre) encantado de su suerte. Además, sin pecar de falsa modestia, por más que se empeñaran las voces maledicientes —por lo general mujeres verdaderamente viejas y ya casi sin dentadura— seguía siendo bella, como mi madre.

Supongo que Fernando, que se vio, sin comerlo ni beberlo, de pronto coronado como rey no terminaba de sentirse a gusto en su papel. El pobre fue siempre algo indeciso y tras la marcha de su otra hermana y de Juan, sólo quedaba yo a su lado.

Y si finalmente consintió en mi matrimonio, no fue tanto por la dichosa paz esa de Santarem que tuvo que firmar con Castilla, sino porque mi cuñada Leonor, quien a pesar de que nos lleváramos bien, no veía el momento de librarse de mí.

Es curioso, porque todo el mundo cuando habla de ella se refiere a la pobre raptada y forzada a casarse con un hombre a quien no quiso. Pero a todos éstos los invitaría a convivir un día con sus reyes para que se dieran cuenta de la enorme estupidez de sus palabras. Mi hermano era apuesto, sí, incluso a pesar de su mandíbula caída, que bien sabe hacer disimular a todos los pintores que lo retratan. Pero ya está, ése es su único atributo: si fue pacífico, si fue un buen rey, es porque se ha sabido rodear de buenos consejeros y de una mujer que contrarresten su flaqueza. Fue el rey pasmado. El inconsciente. El pusilánime. Y nunca hubo rapto alguno. Todo fue un plan brillantemente orquestado por una mujer que sí que merece ser reina. Se libró de su marido y consiguió casarse con el rey sin parecer por ello una aprovechada, o como dirían las lenguas más afiladas: una víbora. Y si este reino de Portugal no ha pasado ya a manos castellanas, es porque, como se dice vulgarmente, fue ella la que llevaba las calzas. Y por ello no podía dejar de caerme bien. Y aunque supiera que yo a ella tampoco le resultaba indiferente, tenía que librarse de mí. Una pena.

Las cosas de palacio requieren su tiempo, pero ella apenas lo necesitó.

—Que se case —dijo un día durante la cena.

Y es que a pesar de llevar diadema real, sus modales no eran muy reales precisamente.

Me quedé callada, mirando. Tenía curiosidad por ver cuál sería la reacción de mi hermano.

Se atragantó, sorbió el vino y una mancha roja se le dibujó alrededor de los labios.

—¿Qué? —preguntó finalmente.

—Mira, amor —que así le llamaba, incluso en público—, ¿no ves que estás negándole su futuro?

Yo también la miro de hito en hito. En verdad esa mujer tiene facilidad de palabra: ¿negándome mi futuro? ¿Acaso casándome tendré mejor futuro que quedándome con mi hermano en el trono?

Me contengo. Espero que sea mi hermano quien me defienda.

—N o sé, Leo —que así le respondía él, como un verdadero imbécil—, ¿tú crees?

No se pueden esperar a hablar de ello en su alcoba, como un matrimonio bien avenido, sino que tienen que airear mi futuro, como ella dice, delante de todo el mundo. Muerdo un trozo de pan.

—¡Claro! Es la mejor manera de demostrar a Castilla nuestra —y remarcó el nuestra— buena voluntad. ¿De verdad piensas que con las cinco galeras y la expulsión de los emperejilados Enrique tendrá bastante? No, no. Ya sabes cómo van estas cosas. Y tú, amor, quieres la paz duradera, ¿recuerdas? Y ¿qué mejor signo de buena fe que casar a tu propia hermana con cualquiera —y remarcó cualquiera— de sus nobles?

A estas alturas mi boca ya debía de estar abierta a la altura de mi mesa. ¿A qué espera mi hermano para interceder por mí? «No —tendría que haber dicho—, Beatriz es mi hermana, ha de quedarse conmigo, es de vital importancia para el reino». Pero en vez de eso responde:

—Sí, quizá tengas razón.

Y ella se arrellana en su silla y coge una uva con dos dedos. Y en vez de aplastarla, que es lo que yo haría en su lugar, se la mete en la boca y la mastica.

A estas alturas mi boca ya debía estar abierta a la altura de mi mesa. ¿A qué espera mi hermano para interceder por mí? No, tendría que haber dicho: Beatriz es mi hermana, ha de quedarse conmigo, es de vital importancia para el reino. Pero en vez de eso responde:

—Sí, quizá tengas razón.

Y ella se arrellana en su silla y coge una uva con dos dedos. Y en vez de aplastarla, que es lo que yo haría en su lugar, se la mete en la boca y la mastica.

La boda se celebró el nueve de abril de mil trescientos setenta y tres. Y llovía.

Con mi casamiento habían pretendido solucionar el problema de las luchas entre los dos reinos. Mi persona era la venda para los desaguisados que había provocado la no muy lúcida cabeza de mi hermano. Éste, que nunca se distinguió por sus grandes miras políticas, había apoyado durante las guerras fratricidas que habían enfrentado al rey Pedro I con Enrique de Trastámara a aquél que precisamente perdería. Así que una vez más, derrotados por las huestes castellanas y reunidos en mil trescientos setenta y uno en Alcoutim, Fernando se avino a casarse con otra Leonor: la hija del rey Enrique, sumado a otras condiciones económicas menos gravosas, a cambio de que el nuevo rey castellano no invadiera Portugal. Pero entonces se cruzó en su camino precisamente la otra Leonor, Leonor Telles (hermana, por cierto, de una de mis damas de mayor confianza), y todas las buenas intenciones: la Paz de Alcoutim y el tratado de Tui, se fueron, literalmente, al garete. Y mi cuñada, que siempre había visto en mí una influencia perniciosa en las decisiones de mi hermano, decidió que el mejor modo de matar dos pájaros con la misma piedra era firmar una nueva paz con la que librarse de Castilla y de mí.

Mi aya se encargó de colocarme el tocado con unas horquillas que se incrustaron tanto en mi cabeza que, cuando me las quité, tuve que palparme el cráneo para ver si se había convertido finalmente en un colador.

—Estaos quieta —me decía.

Y estoy convencida de que si hubiera tenido los catorce años habituales entre las futuras esposas, en vez de los veintiséis que ostentaba, no hubiera dudado en arrearme un tortazo. Al llegar a la catedral (que nunca me pareció tanto una fortaleza como en ese momento), se me caló toda la cola del traje y el tocado, demasiado largo, de barro. Así que el paseo hasta el altar resultó una verdadera tortura. Las telas me tiraban de la frente como si quisiera arrancarme el cuero cabelludo. Y el traje dejaba un reguero de barro a mis espaldas. Me sentía como un buey, uncida a ese traje tan recamado con perlas y puntillas, escogido ex profeso por mi querida Leonor.

—Qué telas más divinas —decía—. Te quedarán que ni pintadas.

¡Hecha un cuadro que iba! Porque además se empeñó en maquillarme ella misma y los frescos de la catedral no tenían nada que envidiar a mi cara.

Al final del altar me esperaban el legado pontificio y mi futuro marido. Sancho, me habían dicho que se llamaba. Hermano del rey. Hijo de la amante del otro rey, su padre. Y yo lo repetía: Sancho, Sancho, Sancho, como si se me fuera a olvidar. Mientras veía pasar las caras de satisfacción de todos aquellos que habían acudido a las bodas de los hermanos de los reyes: don Fernando el Inconsciente y don Enrique el de las Mercedes. ¡Aunque poca merced me hizo a mí, pensaba, al darme como marido un ser semejante a aquél!

Eran hijos de Alfonso XI de Castilla y Leonor de Núñez de Guzmán Ponce de León. En definitiva, otro hijo ilegítimo. Como yo.

—Tenéis mucho en común —concluyó Leonor.

Al menos, intentaba consolarme: no tiene joroba, ni es tuerto, ni le faltan dientes, ni tiene una pierna más larga que otra. Podía haber sido peor. Y sin embargo ya lo detestaba. Puede que fuera por su actitud, con una mano en la cintura como si tuviera mucha prisa: venga, vamos, avanza (el tocado tirándome hacia atrás), que cuanto antes terminemos con esto, mejor. O por cómo me miró, de arriba abajo, como en un mercado, deteniéndose ostentosamente en aquellos lugares que le llamaban más la atención. No lo sé, pero lo odié.

Quise decirle: esto es una broma, no me quiero casar contigo como tú tampoco conmigo. Mejor nos vamos como hemos venido y Dios con todos.

—¿Quieres a esta mujer…?

Y él: —Sí, sí— por duplicado.

«¿Qué significa el verbo querer en una ceremonia tan absurda como ésta?», me pregunto.

Y mi aya llorando aparatosamente, se suena.

Al menos, pienso, no le huele el aliento. Sigo buscando motivos para explicar mi repulsión. Desisto. Me limito a odiarle, simplemente.

—Y tú, ¿quieres a este hombre…?

Noto la mirada lacerante de mi hermano sobre la nuca, o quizá sea sólo el maldito tocado.

—Sí —contesto.

Me resigno. Sólo quiero que todo termine, cuanto antes mejor. Como una enfermedad, aunque luego las secuelas sean casi peores que ésta.

Marido y mujer, por fin. Anillos, beso en la mejilla y hasta la noche, querida, que tengo asuntos de los que ocuparme.

Y luego la noche de bodas, después del banquete. Nada extraordinario. Ni casados mejoran, pienso.

—¿Ya está? —le pregunto con mi tono más cínico—. ¿Eso es todo?

Y la desilusión de él.

No quiero ser la única que odie de nuestra pareja. Somos marido y mujer, compenetrados en todo, ¿no? Hasta que la muerte nos separe.

Se levanta, con su ropa entre las manos y, todavía desnudo, abandona la alcoba.

Llegamos a Segovia a finales de otoño. A pesar de que nunca había estado tan lejos del mar, algo en su paraje me recordó el lugar donde me había criado. El aire rezumaba espliego y las ramas crujían bajo nuestros pasos. Y la luz, que se desliza por encima de las lomas y picachos. La estepa se extendía sin sombra de árboles más allá de lo que nuestros ojos podían abarcar y rebaños dispersos de ovejas —con su lana bien espesa en espera del invierno— salpicaban las lomas. Sorprendía, a pesar de la luminosidad, lo áspero, lo cicatero.

—¿Dónde vamos a alojarnos? —le pregunté a una de mis damas. Ella se sonrió y no sin motivo.

Tendría que haber sido ya la mujer de la casa la que indicara lo que se hacía con las despensas, la que supiera lo que sucedía en cada habitación, la que tendría que conocer en cada momento los deseos de mi marido… pero hacía mucho tiempo que había renunciado a ese papel, si alguna vez lo tuve. Aunque tampoco me molestaba demasiado.

—Bien, Blanca —pensé—, hoy eres la sustituía. Y te alegras por ello. Mas pobre de ti, que en apenas dos meses verás como eres relegada.

En verdad llegué a sentir pena por ella. Me caía bien. Era casi mi única amiga. Se creía importante, niña mía, y no sería yo quien le destrozara las esperanzas. Ya se encargaría el futuro de hacerlo por mí.

Había entrado dos semanas antes del viaje a mi servicio y apenas tardó tres días en caer ante el ímpetu de mi señor esposo. Calculé su edad: más o menos quince años —cuatro menos de los que yo tenía cuando me casé—. Era en verdad bonita. No tenía de qué extrañarme.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté el día que me la trajeron a palacio. Hacía unos días que había muerto otra de mis damas de compañía y pronto me vi en la necesidad de tomar otra que la reemplazara.

—Blanca me bautizaron, señora —me contestó.

Blanca, nombre de reina. No obstante, ella sólo era la hija de un noble venido a menos. Retorcía sus manos alrededor de su falda, pero su cara, redonda como el pan, parecía tranquila.

—Y ¿sabes coser, Blanca?

—Sí, señora —me contestó. Tenía ojos color miel y las mejillas salpicadas de pecas. Las cejas también eran gruesas y oscuras, pero le quedaban bien, juzgué. El pelo castaño caía por su frente y en una gruesa trenza por detrás de la espalda. Sí, pensé, tiene manos de costurera. Y no sé por qué le di tanta importancia a este detalle. Nunca me había importado ir vestida con andrajos.

—Bien, pues pronto podrás aprender las tareas que te corresponden. Y no tiembles, niña, que verás como esto no es tan malo.

En realidad no temblaba, pero era lo que tenía que decir como señora: ser magnánima, ante todo. Ella hizo una reverencia, demasiado ostensible como para ser considerada correcta. Había, quizá, una ligera burla. Pero preferí pensar que sólo era un problema de modales.

Me había caído bien. Y siempre confié en mis primeras impresiones.

Pronto supe de lo que sucedía por las noches entre mi marido y mi nueva dama. También ella era consciente de que yo lo sabía, pero no por eso disminuyó la confianza mutua que había ido surgiendo entre nosotras. Solía venir a mi lado al caer la tarde (con el vaso de agua con miel que tan bien le hacía a mis náuseas), se sentaba a mi lado y, apartándose la trenza con un gesto de desenfado completamente meditado, me contaba todo lo que le pasaba por la mente, guardándose para sí, por pudor y quizá por consideración, aquello que sucedía de puertas para adentro en la habitación de mi marido. A mí me gustaba la llaneza no carente de ironía con la que hablaba de todos aquellos por los que habría tenido que mostrar un mínimo de respeto.

—Sinceramente, creo —me contaba; sus brazos, esponjosos, alrededor de su talle— que las cocineras tienen razón, que el tonelero está poseído de verdad, pero por el espíritu de la bebida, que cuando nadie lo ve, hunde la cabeza en uno de los barriles y no la saca hasta que el demonio ha entrado en su cuerpo.

Y yo me reía, porque recordaba su cara roja y la cantidad de espumarajos blancos que le salían de la boca cuando se hablaba con él.

—¿Por el espíritu de la bebida?

—Sí, claro. ¿No lo conocéis? —adelanta su mano y me coloca el cabello detrás de la oreja—. El que pone los ojos vidriosos e hincha la tripa de los hombres. El que sólo se va por las letrinas, mi señora, cuando deciden desahogarse.

Tuerce la boca y contiene la risa. Y hay en su gesto despreocupación. Y, sin embargo, me doy cuenta de que sus palabras me miden, siempre, como si quisieran comprobar mis límites. No me importa: lo achaco, equivocadamente, a la necesidad de situarse del que llega de nuevas a un lugar del que no conoce las reglas. Y así, con ella, la tarde se hacía más breve y cuando llegaba la noche (y ella, tan discretamente, se iba) no sentía el haber estado con una niña de quince años, sino con una igual. Acaso porque nunca había compartido nada con alguien de mi edad y ella era lo más cercano que conocí a una amiga. Y aunque con el tiempo llegara la traición e intentara matarme, mis sentimientos hacia ella nunca cambiaron.

Cada día descubría en ella un detalle nuevo: un lunar, una expresión, un gesto que, por ser demasiado fugaz, antes me había pasado desapercibido.

Blanca era franca, directa. Cosa ésta que se agradecía en una corte donde todo era: como gustéis, como deseéis, a sus órdenes, mi señora. Para que luego, cuando te dieras la vuelta, comenzaran los cuchicheos y cada uno hiciera lo que le viniera en gana. Como ponerte veneno en la comida, por poner un ejemplo.

Cuando estábamos juntas apenas notaba la diferencia de edad. Y llegó un momento en el que lo olvidamos por completo. Ella me daba la frescura que había perdido hacía mucho tiempo, rodeada siempre de gente tan principal. Y yo, a cambio, le enseñé los modales que le serían necesarios si algún día se decidía a tomar esposo. La espalda recta, las manos recogen los pliegues de los vestidos así, y la cabeza inclinada, pero tampoco demasiado. Es una muestra de respeto, no una humillación. Si te agachas demasiado, pensarán que pueden hacer contigo lo que les venga en gana. Y han de pensar que dominan, pero sin hacerlo en realidad. En eso consiste la influencia. ¿Entiendes? (nunca fui demasiado buena en las explicaciones, sobre todo en temas maritales en los que mi propio esposo se había revelado como un auténtico fiasco).

—Sí, sí, claro.

Ella, al menos, era inteligente y no necesitaba que le repitiera las cosas.

Además tenía unas manos prodigiosas para la costura. Y un apetito que no le iba a la zaga. No sé cómo lo hacía, pero siempre conseguía traer algún dulce metido en su falda para comerlo cuando, ya entrada la noche, regresaba a mi alcoba todavía con el olor de los flujos de mi marido y, mientras los demás dormían, nos quedábamos las dos solas jugando a las damas o contando secretos a la vez que untábamos pan en mantequilla y lo regábamos con miel.

Me hablaba de sus padres: de cómo su padre mandaba que probaran todo lo que la niña —y se llamaba a sí misma niña— comía por temor a que se le quemara la lengua, que ya se sabe, como me dijo y (que yo desconocía del todo), que es una de las maneras que tiene el demonio de posesión: a través de la lengua.

De cómo la madre le enseñaba a limpiar el trigo, a preparar cerveza o de cómo perdió su virginidad precisamente detrás de un trigal con el hijo de uno de los labriegos de su padre.

—Quería ser cura —me contaba mientras apurábamos la luz de los últimos cabos de las velas— y por ello tenía que estudiar las letras y los números. Y yo me enamoré de él porque precisamente escribió mi nombre en la arena del erial del moro. O dijo que lo hizo, porque yo ni mi firma sé hacer y podía haber escrito cualquier cosa, que no me hubiera enterado.

Y yo me reía:

—¿Y qué tal con el curita? —preguntaba.

—Pues no sé si llegaría al de nuestro Señor algún día, pero el camino de las mujeres se lo tenía muy transitado, ¡que tenía una experiencia que ya quisieran para sí otros menos devotos!

Además poseía una intuición especial, un sexto sentido por el que sabía que había temas que era mejor no tratar. Por ello, y aunque lo quería saber todo de mi corte portuguesa, de mis caballeros, de mis damas (y yo se lo conté con la misma franqueza), nunca me preguntó sobre mi padre y mucho menos sobre mi madre. Cosa que agradecí desde lo más profundo. Hay recuerdos que es mejor que no sean tales. Mi pasado tenía que ser eso y sólo eso. La cicatriz era demasiado reciente.

Fue con el tiempo como me di cuenta de en qué consistía en realidad lo que más me llamaba la atención de ella: la capacidad de abstracción que poseía. Era capaz, durante unos instantes, de perderse en sus pensamientos sin enterarse de lo que sucedía a su alrededor. Se quedaba mirando una mosca, una nube o una mesa como si fueran los objetos más trascendentales que jamás tuviera ante sus ojos. Y en verdad parecía que su inteligencia, siempre alerta, en cierto modo se desconectara y descansara, plácidamente, en la visión de aquellas banalidades. Había algo en ella del animal que intuye el peligro. «Se ha criado en el campo —me dije—, es normal que su actitud sea así (como si la corte donde yo me criara fuera mucho más segura).» Pero conmigo nunca se mostró desconfiada. Me calibraba, sí, pero con respeto, nunca con miedo.

No obstante, a pesar de todas sus virtudes y capacidades, el dominio del caballo no estaba entre ellas. Blanca, a pesar de venir del campo, apenas sabía mantenerse sobre la silla. Y el viaje hasta Segovia resultó para ella una verdadera pesadilla.

—Ay —se quejaba—, ay —como si con el primer ay no hubiera sido suficiente.

Y yo:

—¿N o queréis ir en el carromato?

Me miraba de frente, ofendida, que otra cosa no, pero era orgullosa hasta decir basta.

—¡Por favor, señora! Si los hombres no me vencen, ¡lo va a hacer un animal!

Y yo no podía dejar de darle la razón. Los siguientes ayes eran murmullos.

Ante mi pregunta de dónde íbamos a dormir, contestó:

—Dicen los soldados, señora, que vamos a alojarnos en el alcázar —tiraba de las riendas con tanta fuerza que parecía que al pobre caballo se le fueran a salir los ojos de las órbitas.

Suspiré aliviada. A pesar de que los castillos —como aquel alcázar que ya podíamos divisar— siempre resultaran mucho más fríos, pésimos para un estado como era el de embarazada, en el que me dolían todas las articulaciones; también ofrecían mucha más privacidad de la que podía otorgar cualquier casa de cualquier noble, por muy grande que fuera. Al menos, si era lo suficientemente grande, me decía, tendría menos oportunidades de encontrarme con mi marido. Y entonces, menos posibilidad de discutir.

Creo, la verdad, que fue don Juan Manuel, tío y amante ocasional de mi madre en sus años de juventud, quien dijera que se podía ir desde Navarra hasta Granada alojándose todas y cada una de las noches en un castillo. En realidad era fácil de prever que acabaríamos alojándonos en uno de ellos y mi pregunta era quizá un poco absurda. Así que si esta vez Blanca había pretendido medirme, la vara habría sido indudablemente corta.

Cruzamos la puerta de San Juan y atrás dejamos las jornadas de camino en las que en nada había tenido que pensar para adentrarme en otras en las que todo serían quebraderos de cabeza.

Los segovianos nos recibieron como reyes. Mataron incluso un cerdo en nuestro honor y estuvimos comiendo chorizo y morcillas un mes entero. Colgaron mantones de las ventanas de las casas y a nuestro paso arrojaban flores y plantas que nuestros caballos, tan delicados como los hombres, pisoteaban sin conmiseración alguna.

La verdad es que el lugar bien merecía la atención de cualquier trovador o poeta que se precie. Y no sólo la ciudad, tan entrañable su interior como adusta su apariencia, sino el mismo castillo. Se trataba de un bonito palacio, construido con el paso del tiempo y sin embargo ajeno a él. Se alzaba en un risco, entre el cruce de dos ríos, como si hubiese emergido de ellos. Horadada la roca durante milenios, era ahora un pedestal el risco sobre el que se alzaba. Alto y de apariencia frágil. Parecía que estuviera fabricado con arena de tan blanco que era, lo que hacía que relumbrara cuando el sol envolvía alguna de sus fachadas. Cientos de golondrinas lo sobrevolaban lanzando gritos al aire. Recordaba, no sé por qué, a una concha que se queda varada en la playa. Un foso lo rodeaba por su cara más septentrional y las enredaderas, largas, colgaban como barbas de sus paredes, excavadas directamente en la roca de la montaña en la que había sido erigido. La vegetación tan verde de las orillas contrastaba vívidamente con el color pardo de las estepas, que desde ese promontorio se extendían hasta el infinito. Daban ganas de pasar las manos por su superficie. A pesar de ser tan grande, de que pareciera surgir de las mismas piedras donde había sido construido, del peligroso corte que descendía al Eresma y al Clamores con aquellas aristas que hubieran podido amedrentar hasta al escalador más valiente, daba sensación de liviandad, como las nuevas catedrales que se están construyendo. Y la luz, que parecía emanar directamente de él.

Y era como la ciudad: atemporal, bello por salvaje. De apariencia mansa y despreocupada, pero custodio de secretos que es mejor olvidar.

Porque dice la historia que había sido erigido por el mismo Alfonso I el Católico, hogar del aguerrido conde Fernán González y morada predilecta de Alfonso X. Pero el número de sus leyendas no le iba a la zaga al de anécdotas de sus encumbrados moradores. Se decía, por ejemplo, que una mujer había sido encerrada en sus laderas por un amor imposible como tiempo atrás le pasase al mismo Merlín; que había sido erigido sobre un monasterio saqueado y que el día de las ánimas los monjes asesinados se levantaban de sus tumbas, o que una mujer, amante de reyes, se había suicidado entre sus muros tras la muerte de su hijo.

Y si yo en un primer momento me reí de tanta zarandaja propia de viejas chismosas que no tienen nada mejor que hacer que entretenerse inventando historias, sin embargo, pronto pude ser testigo de que las leyendas a veces son más verídicas de lo que debieran.

—En cualquier momento —me dijo Blanca— podrá salir volando.

Y si no me eché a reír en ese momento —vaya ocurrencia, un castillo volador, dónde se ha visto—, fue porque yo también lo pensaba.

La comitiva al completo se había detenido para contemplarlo y sólo mi marido mostraba una ligera impaciencia.

—Hay que avanzar, hay que avanzar —gritaba. Y la fusta se hundía en el flanco de su cabalgadura y apartaba, con la grupa y la fusta, a los serviles segovianos que querían ver al hermano de su señor el rey.

Me acomodaron en la mejor habitación: en la misma, me dijeron, donde se alojara su majestad la reina Juana. De las paredes colgaron tapices y cubrieron el suelo con alfombras. Armadas con palos, mis damas se encargaron de vaciarlo de ratones, arañas y cualquier otro inquilino ocasional. A pesar de que yo pretendí ayudarlas, mi ama se negó, y había algo en sus ojos que me hizo aceptar que los trabajos duros se habían acabado para mí.

—Pues tanto mejor —dije.

Me tumbé en la cama y clavé los ojos en el techo. Y entonces lo supe, desde el primer momento supe que mi aya se había equivocado, que las arduas labores no se habían acabado para mí, que mi verdadero periplo empezaba entonces. Y que por más que limpiáramos esa habitación, nunca estaría vacía de presencias no deseadas. Y lo que era peor: que en esa cama nunca dormiría sola. Y que ella, la que pronto habría de caer por la ventana, necesitaba tanto de mí como yo de ella. Tuve frío y me arrebujé en la capa de viaje, que todavía no me había quitado.

Los días pasaban con una parsimonia desesperante. Los tratos de mi marido no avanzaban y el viaje, que apenas iba a ser de una semana, se transformó en meses de espera, recluidos en la fortaleza. Me sentía encerrada. Sólo salía del alcázar para cruzar a la catedral, que apenas estaba a treinta pasos del foso. El resto de jornadas recorría los pasillos como alma en pena, qué ironía. Cuarto del cordón, de las piñas, de la galera. Torres arriba y torres abajo. Fosos, cocinas, caballerizas, patios, terrazas. Sólo repelía las cocinas y las g a rita s de guardia.

—Y aquí —hablaba con mi tripa, ya gorda y redonda— tenemos otra vez el salón del trono. Interesante, ¿verdad?

—¿Otra vez por aquí, señora? —me preguntaban los soldados de guardia.

Y yo:

—Otra vez, fulano, mengano —que ya me los conocía a todos.

Y cuando por fin pudimos dar sus negocios por concluidos, el invierno estaba tan avanzado (y también mi embarazo) que mi marido, en un ataque de sensatez, decidió que era mejor quedarnos allí.

—Total —dijo—, Alburquerque no se va a mover de donde está.

Quise protestar:

—No, yo creo que…

Pero me cortó, en seco.

—Y punto —dijo, como hacía mi padre.

«Bastardo», dije entre dientes. Y también entre dientes me reí de mi broma. A veces puedo ser muy ingeniosa.

Había llegado el invierno, y la ciudad se había cubierto de nieve. Todo el bullicio que nos recibió el primer día se había transformado en silencio y en oscuridad. Incluso los mercados, que se celebraban puntual y religiosamente todos los jueves, fueron aplazados hasta que llegaran estaciones más benignas. Las ovejas habían terminado su periplo hacia el sur, por lo que, en una ciudad lanera como era Segovia, la fabricación de paños se interrumpió e incluso vimos cómo descendía el número de burócratas y juristas de su majestad el rey, ya que sin ganado ni ferias ni mercados que controlar su función como garantes de la seguridad y como cobradores del montazgo resultaba absurda y casi inapropiada. Y hay que decir que el Honrado Consejo de Mesta, que tan ocupado había estado desde los tiempos de Alfonso el Sabio, encontró, durante aquellos meses especialmente crudos del invierno del setenta y tres, momentos de sosiego y casi aburrimiento.

Incluso los mercados, que se celebraban puntual y religiosamente todos los jueves, fueron aplazados hasta que llegaran estaciones más benignas. Las ovejas habían terminado su periplo hacia el sur, por lo que en una ciudad lanera, como era Segovia, la fabricación de paños se interrumpió e incluso vimos como descendían el número de burócratas y juristas de su majestad el rey, ya que sin ganado ni ferias ni mercados que controlar su función como garantes de la seguridad y como cobradores del montazgo resultaba absurda y casi inapropiada. Y hay que decir que el Honrado Consejo de Mesta, que tan ocupado había estado desde los tiempos de Alfonso el Sabio, encontró durante aquellos meses especialmente crudos del invierno del setenta y tres momentos de sosiego y casi aburrimiento.

Mi caballo olvidó lo que era ser montado por mí y murió ese mismo invierno, por una infección que no supieron diagnosticarle a tiempo (o eso me dijeron, aunque quizá tuvieron necesidad de carne y acabó en un puchero), porque cuando este hecho tuvo lugar, yo estaba tan débil que apenas podía moverme. Lloré por él.

Parecía además que el invierno también había llegado dentro del palacio porque incluso los cantos que siempre acompañaban a las largas y tediosas horas de costura se habían acallado. La gente andaba huraña por los pasillos y, sorprendida, no tardé en comprobar que nadie deseaba quedarse solo en ninguna habitación. El ambiente estaba enrarecido, pero sólo yo parecía notar que había algo más: un motivo más allá del mal tiempo. Mi percepción, supongo que con el embarazo, se había agudizado.