El planeta de los lobos
—Te agradezco que hayas encontrado tiempo para venir —gruñó Derec.
Miró a su compañera sentada junto a él.
—¡Oh!, sí, a mí parecerme urgente —respondió Wolruf.
Se encaminaban por la calle Mayor, hacia el apartamento de Derec. Acababa de recoger a Wolruf en el primitivo aeropuerto espacial del planeta de los lobos, en el borde occidental de la ciudad robot.
Wolruf había llegado en el Xerborodezees, un saltador del hiperespacio, clase Minneapolis, que la acaudalada Ariel le había regalado a la pequeña alienígena el año anterior para que regresara cuanto antes a su hogar. El Xerborodezees podía acomodar diez pasajeros y, según resultó, era el único medio de transporte con el que Derec y sus compañeros robóticos podían salir del planeta. Derec, accidentalmente, había destruido sus medios de transporte cuando llegó al planeta.
Wolruf tenía el tamaño de un perro grande, con una piel fina y bien cuidada, de color oro y marrón. Tenía la apariencia caninoide, salvo las manos de dedos gruesos y la cara que, pese a su forma achatada, poseía unas características indudablemente lupinas.
En la misma calle Mayor, bastante lejos, a medio kilómetro del apartamento de Derec, un gran edificio piramidal, la Torre de la Brújula, estaba en aquel momento exhibiendo una fachada reluciente, enrojecida por el sol matutino, todavía oculto detrás de la pirámide.
—Te refieres a Ariel —aclaró Derec—. Yo envié mi petición de socorro a través de Ariel.
—Firmarla tú, no Ariel. Yo no venir de no firmar tú. «Situación desesperada, Derec». Desde ahora, yo llamarte Derec, el desesperado.
Lanzó un ladrido, no un gruñido, que era más bien un gargarismo, como si tuviese una flema en la garganta.
Derec se había acostumbrado tanto a ello en el pasado, que había olvidado aquella risa extraordinaria y su tratamiento tan raro del lenguaje estándar galáctico. Las imperfecciones de su pronunciación del estándar se habían acentuado durante el año pasado en su planeta patrio, por lo que casi tan sólo usaba los infinitivos de los verbos, y algunas palabras las pronunciaba también muy mal.
—Yo no dije que la situación fuese desesperada —refutó Derec—. No fue éste el mensaje que yo envié. Contacté con Robot City mediante mi monitor interno de comunicación, y allí lanzaron el mensaje por hiperonda al ordenador de Aurora. Al menos, ésta fue la ruta que establecí. Esperaba que Ariel te enviase el mensaje a ti, pero esas palabras tampoco parecen ser de Ariel. Más bien parecen como de alguien con un interés vital en este planeta, donde no conozco a nadie, o a casi nadie.
—No importar como yo oírlo. Tú tener éxito. Yo estar ya aquí. Y decirme ¿qué ser eso de «desesperado», que obligarte a pedir socorro a través de la galaxia?
—Tuve un robot salvaje en mis manos, Wolruf.
—¿No obedecía las Leyes de la Robótica?
—Sí y no. Conoce las Leyes pero creo que no sabe exactamente qué es un ser humano. Es casi como un maldito camaleón. Tal como yo me lo figuro, cambia de aspecto para ser igual a lo que piensa que es un humano.
—¿Cómo el brazo de Mandelbrot?
—Sí y no. La materia de que está hecho es más sofisticada que el material de Robot City. Sus células son mucho más pequeñas que la variedad del brazo de Mandelbrot. Tengo la sensación de que aquí hay una robótica microcelular, y no tengo medios de reprogramarla. Él mismo se autoprograma y se transforma en todo aquello que le interesa, incluso en un polluelo si quiere.
—¿Cómo poder yo ayudarte? —preguntó Wolruf.
—Cuando llegué aquí, ese robot tenía forma de lobo. Era el jefe de una manada de seres inteligentes semejantes a lobos, que él debió tomar por humanos. Estaban atacando a los robots Avery de la ciudad. Y ese ser-lobo mató a uno de esos Avery. Robot City transmitió su llamada de socorro por mi monitor interno; adoptó mi misma forma, después de hacerme pasar muy malos momentos y, al decir muy malos, quiero decir muy malos. Todavía era un humanoide cuando me separé de él esta mañana para buscar información en la biblioteca de la ciudad, como un colono de segunda generación en una misión para la Tierra.
—¿Y tú qué pensar yo poder hacer? —insistió Wolruf.
—Cuando entró en la ciudad parecía un lobo. Eso fue después de mi llegada, y después tomó una forma semejante a la mía. Bien, cambia muy deprisa, cambia demasiado deprisa de personalidad. Con tus rasgos lupinos, serás un modelo natural a imitar, un estupendo compromiso entre lobos y humanos.
—¡Asombroso! ¿Por qué los humanos insistir en pensar en nosotros como lobos? En mi mundo haber especies, los dongidaus, que ser muy iguales a los gorilas, y no creo que tú… ¡Eh!, un momento. Yo rectificar. Tú empezar también a parecerte mucho a un dongidaus.
Volvió a dejar oír un gargarismo. Y sí, aquel ruido formaba parte de sus rasgos.
—Bromea cuanto quieras, Wolruf, pero yo no considero esta situación como demasiado humorística.
Derec se hallaba deprimido. Era agradable volver a ver a Wolruf, y esto le había animado momentáneamente. Hacía ya mucho tiempo que se conocían, desde que ella había sido más o menos una esclava, una sirviente forzosa del pirata alienígena Aránimas. Derec la había libertado con ayuda de Mandelbrot, el robot que el joven había construido con piezas de recambio y otras de deshecho, del almacén del pirata.
Pero Wolruf no podía suplir a Ariel. Y ver a una buena amiga como Wolruf todavía le hacía añorar más a la muchacha. De haber sido ella y no Wolruf la que descendiera por la rampa del Xerborodezees, la vida no le hubiera parecido tan triste ahora a Derec.
No hubiese debido reaccionar tan mal ante el débil intento de Wolruf por bromear. Al menos, debía concederle la oportunidad de intentarlo. Pero echaba de menos a Ariel y nada podía animarle.
—Tú estar de muy malhumor —observó Wolruf—. Un robot salvaje no poder hacerte sentir tan mal. ¿Por qué no estar Ariel con tú?
Era extraña la forma cómo Wolruf podía sentir sus cambios de humor, interpretarlos y poner el dedo en la llaga de lo que le deprimía.
—Dejemos esto. Digamos que no le gustó la idea de acompañarme cuando salí de Aurora. Y probablemente, también ella está ahora allí de malhumor.
Hizo una pausa y añadió como una idea repentina:
—Con su playboy Winterson. Tú no lo conoces. Jacob Winterson. Es como un montón de músculos simulados.
—¿Un cyborg? ¿Como Leong?
Wolruf se refería a Jeff Leong, un joven cuyo cerebro había pasado una temporada muy desagradable dentro de un cuerpo robótico, mientras los robots Avery de Robot City reparaban y curaban su lesionado cuerpo humano.
—No, un robot humaniforme —rectificó Derec—. Es exactamente como un ser humano. Casi resulta imposible diferenciarlo de un hombre real.
—¿Tú estar celoso de un robot?
Wolruf volvió a lanzar su ruidito de garganta. Derec no respondió. La conversación derivaba hacia una dirección algo molesta.
—¡Ah!, yo sentirlo —exclamó Wolruf—. Mis disculpas.
—Bien, hemos llegado —murmuró Derec, parando el vehículo delante del apartamento.
Levantó ansiosamente la vista hacia el segundo piso.
—¿Tú esperar problemas? —indagó Wolruf. La alienígena volvía a leer en su mente.
—No. Mandelbrot me habría llamado —respondió Derec, aunque esto no era seguro, ya que la ansiedad sólo la había experimentado al saltar fuera del vehículo. Mandelbrot y Plateado no parecían entenderse muy bien entre sí. Tal vez no habría debido dejar que un robot cuidara de otro robot.
Pero cuando los dos penetraron en el pequeño apartamento de dos habitaciones del segundo piso, todo parecía normal. Mandelbrot se hallaba en su nicho de la pared, cerca de la puerta del piso. Plateado estaba conectado a la terminal de Derec y ni siquiera volvió la cabeza cuando les oyó entrar.
—Impresionante —exclamó Wolruf, abriendo mucho los ojos al ver al robot en la terminal—. Ciertamente, tener una forma rara.
La superficie plateada del robot sólo se aproximaba en algunos detalles al aspecto de Derec, pero en tamaño y proporciones sí se le parecía mucho.
Wolruf exageraba, claro. Derec era muy normal. Estaba delgado, pero bien musculado, con unos bíceps regulares y los omoplatos y la musculatura pectoral, así como abdominal, propia de un veinteañero.
Pero con su sentido del humor, Wolruf había vuelto a herir el nervio sensitivo del joven. Derec se sentía incómodo cuando pensaba en Jacob Winterson.
—¿Está todo bajo control, Mandelbrot? —inquirió.
Estaba ya en el centro de la habitación. Había titubeado al ver que Plateado no respondía a su llegada, y por eso se había vuelto hacia Mandelbrot.
Tampoco obtuvo respuesta del robot que estaba en su nicho.
—¡Mandelbrot! —gritó.
—¡Oh, sí!, máster Derec. —Plateado se desenchufó y se volvió hacia ellos—. Todo está bajo control.
Derec miró a Plateado y luego volvió a dirigirse al robot del nicho.
—¿Estás bien, Mandelbrot?
—Está muy bien —intervino Plateado—. Yo lo desactivé.
—¿Tú… qué? —la voz de Derec reflejó su extrañeza ante la temeridad que suponía que Plateado hubiera cerrado el reactor de microfusión de Mandelbrot, con el peligro de una pérdida parcial de su memoria positrónica.
—Cuando tú no estás presente, suele darme consejos no solicitados —refunfuñó Plateado—. Bueno, lo activaré puesto que, por lo visto, te disgusta tenerlo desactivado.
—Estoy más que disgustado —exclamó Derec, furioso—. Y no te muevas, lo reactivaré yo.
Plateado se detuvo. Había empezado a dirigirse al nicho de Mandelbrot.
—No te atrevas —la voz de Derec sonó estridente—, no te atrevas a desactivarlo nunca más.
—Ciertamente no, si ése es tu deseo —asintió Plateada—, máster Derec.
—Sí, es mi deseo.
—Muy bien, máster Derec.
Derec estaba ya junto al nicho y alargó la mano hacia un panel que había en la espalda de Mandelbrot, cubierto por interruptores. Cuidadosamente, observando las reacciones de Mandelbrot a cada gesto, reactivó al robot, girando los interruptores en una secuencia definida.
Estabilizar el reactor de microfusión era la parte más delicada del proceso activador y lo que tardaba más… casi media hora esta vez. Los ojos del robot estaban destinados a dirigir esta operación, cambiando de color en la secuencia espectral, indicando cuando se podía pasar a la fase siguiente del negro al púrpura, del azul al verde, del amarillo al anaranjado y al rojo y, finalmente, de nuevo al negro incoloro… hasta lograr la postura erguida de Mandelbrot, inducida por sus servomotores.
Ignorando totalmente a Wolruf, Plateado había vuelto a la terminal, para enchufarse a la misma después de su intercambio de palabras con Derec.
Wolruf estaba enroscada en el sofá y dormía cuando Derec concluyó la reactivación.
La batería secundaria habría proporcionado la energía reducida necesaria para proteger el cerebro positrónico de Mandelbrot contra lesiones graves, pero siempre existía la posibilidad de una pérdida de la memoria a largo plazo, durante los nanosegundos requeridos para efectuar el cambio de una fuente de energía a otra. Y Derec no se habría enterado de ello hasta que el daño hubiera aparecido claramente, tal vez en alguna articulación al necesitar con urgencia tal memoria.
Al presionar el botón de reinstauración de la energía, se maldijo por haber dejado juntos y solos a los dos robots. Los ojos de Mandelbrot se iluminaron con un resplandor rojizo que pulsaba rítmicamente.
—¿Cómo te sientes Mandelbrot? —se interesó el joven.
—Normal. Ese salvaje me desactivó. No me di cuenta de lo que hacía hasta que ya era tarde.
El robot encogió ligeramente los hombros.
—¿Ha sido esto una transgresión a la Tercera Ley? —quiso saber Derec.
—Eso creo, máster Derec. No me protegí adecuadamente como ordena la Tercera Ley. Experimenté un malestar momentáneo tras llegar a esta conclusión, que debe haber enviado una onda potencial asociada a través de mi sistema motorizado de control. ¿Es así como lo viste?
—Sí, y quiero asegurarme de que la desactivación no ha provocado ningún daño. ¡Ah! —continuó Derec, dando media vuelta—, ya estás despierta, Wolruf…
Wolruf bostezó y se estiró perezosamente.
—¿Estar bien Mandelbrot?
—Eso parece, excepto una transgresión menor a la Tercera Ley —respondió Derec.
—Parecer como si otro cambio no ser como tú pensar —observó de repente Wolruf.
La pequeña alienígena peluda estaba mirando a Plateado, acuclillado sobre la terminal y absorto en la información que afluía a su cerebro.
—Por lo que veo —observó Derec—, Plateado te ha clasificado como un ser inferior, una variación en este planeta de las especies lupinas.
—Ésta fue mi conclusión —razonó Plateado, desenchufándose y dando media vuelta en la silla—, y no he podido encontrar ningún fichero biográfico sobre «Wolruf», ni nada que contradiga esta conclusión.
Miró directamente a Wolruf.
—¿Puedes hablarme de ti misma, mistress Wolruf? —añadió.
—¡No! —negó Derec enfáticamente—. Ahora no. Vuelve a conectarte con la biblioteca. Nosotros hemos de ocuparnos de varias cosas en este momento.
Plateado se volvió hacia la terminal y Derec les ordenó a los otros dos que le siguieran fuera. Cuando estuvieron junto al vehículo, ya en la calle, Derec explicó:
—Como sugerí antes, Wolruf, está cambiando demasiado deprisa. Y haber desactivado a Mandelbrot confirma mi idea. Debo considerar esto como la violación de una especie de corolario a la Tercera Ley. ¿Cómo lo considera un robot, Mandelbrot?
—Las Leyes no son infinitamente rígidas —replicó el robot—. Están rodeadas por potenciales colaterales que crean lo que sólo puedo calificar de fronteras suaves, potenciales que conducen a una culminación final. La Primera Ley tiene las fronteras más duras y agudas de todas, pero aún así, estas fronteras no son absoluta ni infinitamente inflexibles.
—¿Estás diciendo que violó la Tercera Ley? —exclamó Derec.
—No, pero hizo algo que yo jamás haría salvo para proteger a un humano o a mí mismo.
—Tal vez él proteger a sí mismo de tus ideas, Mandelbrot —sugirió Wolruf.
—No es probable —replicó el robot—. No considero que las palabras o las ideas puedan afectar a un robot.
—Pero ahora se halla en un estado muy sensible e impresionable —alegó Derec—. Y ésta es otra razón por la que quiero que salga de la ciudad y vuelva al bosque donde lo encontré, donde estará más cómodo y menos perturbado por los estímulos extraños. Tomaremos el vehículo hasta la salida oriental y andaremos el resto del camino. Hay sólo tres kilómetros hasta el lugar que juzgo más conveniente. Allí hay un pequeño claro, junto a un riachuelo pedregoso… muy plácido y tranquilo. Tú y el salvaje trotaréis detrás de nosotros hasta llegar a esa salida, Mandelbrot. Después, andaremos todos.
—Muy bien, máster Derec. ¿Saco la tienda y el equipo de supervivencia del almacén?
—Sí.
Derec no recordaba su niñez. Debía haber sido algo distinta de la de los demás niños de Aurora, ya que no poseía el instinto natural y sencillo de manejar a los robots, cosa que formaba parte de la personalidad normal de un espacial, algo que se adquiría al comienzo ya de la niñez. En todas las guarderías y hogares, los robots eran las únicas nodrizas y ayas existentes. En Aurora, por ejemplo, el adulto que solía estar más cerca de un niño era el ser humano que supervisaba a las nodrizas en las guarderías.
¿Había sido él criado por una nodriza humana, tal vez por su propia madre? ¿Había sido un experimento primitivo de su excéntrico padre, el doctor Avery? Derec sabía hasta los últimos detalles cómo operaban los robots, pues era un robotista muy experto, pero no tenía el fácil control natural del cerebro positrónico que tenían casi todos los niños de Aurora a los cinco años de edad.
El único robot al que Derec sentíase sumamente ligado era Mandelbrot. No era cuestión de confiar o desconfiar de él. Los robots eran aquello para lo que se les programaba. Era posible confiar incluso en los robots Avery que habían construido Robot City y otras ciudades de robots, como la de este planeta de los lobos, si uno sabía cómo funcionaban interiormente. La única vez en que no se podía confiar en ellos era cuando alguien tan irracional como el doctor Avery alteraba deliberadamente su programa. Él, por ejemplo, había excluido a Wolruf de toda protección cuando revisó la programación de los robots de Robot City.
Pero a Derec le faltaba la educación natural para tratar con los robots, siendo Mandelbrot una posible excepción, o una excepción tan grande que era ya una regla, y ahora el joven se veía enfrentado a Plateado, un ser que, por su aspecto y su comportamiento, juzgaba ser un robot, aunque un robot más impredecible e inestable que todos los que había tratado y conocido.
Como los robots Avery, y como el control del brazo de Mandelbrot, Plateado poseía la capacidad de cambiar de forma, alterando la orientación de sus células, que eran como diminutos robots, microrrobots, aún menores que las células del material Avery. Derec ya había establecido que esos microrrobots, durante una metamorfosis, estaban siendo reprogramados por el cerebro positrónico de Plateado, igual que algunos organismos vivos, como los lagartos y los anfibios, parecen reprogramar sus células a fin de dar crecimiento a un nuevo miembro o una nueva cola.
Sí, Derec sentíase incómodo con Plateado, y en tanto iba recogiendo lo que necesitaba para salir de la ciudad, comprendió por primera vez que consideraba a Plateado como un ser peligroso. Nunca había experimentado tal sensación con un robot, ni en Aurora ni en ninguna otra parte.
El hecho de que las observaciones de Mandelbrot hubieran distraído a Plateado, reduciendo su eficiencia, no parecía una causa razonable, ni mucho menos lógica, para cometer la grave ofensa de desactivar a otro robot. Los robots no podían fastidiarse entre sí, con el grave riesgo de provocar la amnesia de la víctima, sólo por ser la víctima la causa de una distracción, como tampoco puede hacerlo la gente. Plateado le había hecho a Mandelbrot algo «que éste nunca haría», como había dicho el robot.
Plateado era un fenómeno alarmante, aunque tremendamente fascinante. Derec sabía que el robot debería ser probablemente desactivado, pero era éste un paso que Derec no podía dar, como no podían darlo otros científicos dedicados a otras disciplinas, estando a punto de resolver unos experimentos peligrosos para la sociedad en que vivían.