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La sima abovedada

Ariel Welsh, según su costumbre, entró muy deprisa en una trayectoria que era demasiado tangencial, y rebotó por la atmósfera del planeta como una piedra al chocar con la superficie de una alberca.

—¡Maldición! —exclamó, lo que pareció calibrar un poco la situación. Entregó los controles a Jacob Winterson, diciendo—. Vamos, sigue tú.

—Debió pedírmelo antes, miss Ariel —replicó el robot—, y reservarse para las negociaciones con los alienígenas. Pero le haré algunas sugerencias respecto a su trayectoria de llegada en general, que beneficiarán…

—¡Cierra el pico, Jake! —gritó Ariel con impaciencia.

Pese a esto, contempló al robot estrechamente y con gran admiración, no sólo por su estilo de pilotar sino por su soberbio aspecto. Especialmente, le gustaba contemplar sus flexibles bíceps.

Había adquirido el robot unos meses antes, como el capricho de una chica acaudalada para molestar a un novio celoso y rebelarse contra las costumbres de una sociedad auroriana excesivamente mojigata.

Los robots como R. Jacob Winterson no eran populares en el planeta Aurora. Ni los hombres ni las mujeres de Aurora deseaban ser superados por las líneas perfectas y la fuerza sobrehumana de un robot humaniforme. Humaniforme era el término que su creador, el doctor Han Fastolfe, había usado para describirlos, buscando un término mejor que humanoide, que no bastaba para describir a Jacob. Los robots Avery, semejantes al que ella había conocido como Wohler en el planeta Robot City, también podían ser descritos como humanoides, pero se hallaban muy lejos de la perfección de Jacob o de Plateada, el robot creado por la doctora Anastasi.

La simulación de un cuerpo bien musculado, como el de Jacob Winterson, era un reflejo de aquella época en que la fabricación corporal era moda en una sociedad auroriana muy estancada.

Ahora, ella lo contemplaba mientras él guiaba la nave, no más que un pequeño transbordador con una pequeña cabina para los dos. Ariel debía de haber utilizado el ordenador de la nave para obtener la debida trayectoria de aproximación al planeta, como Jacob estaba en vías de conseguir, pero había preferido volar al estilo cowboy, manualmente.

Ariel contemplaba los gruesos músculos que funcionaban en su cuello de toro, admiraba la flexibilidad de los bíceps del tamaño de una pata de piano, anudados con gruesas venas que pasaban a través de sus poderosos antebrazos.

Ariel había convencido a la anciana Vasilia Fastolfe, la hija pródiga del famoso doctor, para descender a las catacumbas existentes debajo del Instituto de Robótica de Aurora y extraer a Jacob de entre los trece humaniformes dejados allí después de la campaña abortada para venderlos al recalcitrante público de Aurora.

Ariel no había visto a Jacob desnudo, aunque esto lo ignoraba Derec. Vasilia lo había sacado de las profundidades totalmente vestido. Y parecía tan real, tan vivo en el sentido humano, que Ariel nunca había explorado bajo la superficie del abundante guardarropa que ella le había proporcionado después al robot. Le parecía como una invasión de su intimidad.

La idea le atraía, tenía que reconocerlo, pero no tanto como para sobreponerse a su lealtad hacia Derec. En su mente, su afán de molestar a Derec no era una forma de infidelidad, por mucho que fastidiase al muchacho. Como las miríadas de jóvenes que la habían precedido, Ariel no tenía la menor idea de lo mucho que esto había molestado y herido a Derec; de lo contrario, no lo habría hecho.

En su tercera órbita, Jacob localizó su destino el ocupado robot Wohler-9 lo había descrito por radio después de haber saltado la nave al sistema. A la sazón, Derec no estaba en la ciudad. Ariel había contado con oír la voz del joven.

Su destino era el iridiscente pozo, segundo en dimensiones, que habían divisado en el planeta, y el único con una serie de edificios que se extendía hasta el centro de la sima.

Jacob siguió una trayectoria que les llevaría a través de la atmósfera hasta un lugar de aterrizaje en la llanura, que se hallaba a medio kilómetro al norte de la cúpula, cerca del sendero de evacuación de los robots Avery. Y luego, con la ayuda del ordenador de la nave, ejecutó la maniobra sin ningún fallo. Desembarcaron a menos de cincuenta metros de la línea de evacuación y dieron órdenes a un robot correo para que acarrease los dos bultos de equipaje.

—Rumbo a la ciudad —murmuró Ariel sentándose en uno de los dos bultos y haciéndole una seña a Jacob para que se sentase sobre el otro. «Llévanos hasta Wohler», le habría gustado decir, pero el cerebro no positrónico del robot no habría podido interpretar ni ejecutar la orden.

Cuando se acercaban al sector abierto de la bóveda, que se elevaba un kilómetro sobre ellos, Ariel dijo:

—¿Puedes localizar a Wohler por radio, Jacob?

—Ya lo he hecho, miss Ariel —replicó Jacob—. Se halla a la derecha de la abertura de la bóveda. Allí —indicó el robot—. Junto a aquel transporte.

De cerca, la naturaleza iridiscente de la inmensa cúpula se tornó más grande, en tanto Ariel contemplaba, a través de la parpadeante pared de la bóveda, una sima que parecía sostener una ciudad construida sobre terreno sólido. Mirando a través de la pared y de la abertura al mismo tiempo, la ciudad parecía flotar sobre la excavación. Ariel se sintió realmente angustiada.

—Llévanos hasta Wohler —le ordenó al correo.

Desembarcaron junto al transporte y caminaron hasta Wohler, una imponente máquina dorada, de pie, frente al transporte, y de cara a la procesión de robots que evacuaban.

—Soy Ariel Welsh —se presentó ella.

—Lo sé —respondió Wohler-9.

—¿Qué pasa aquí?

—Trasladamos el material necesario para la construcción de una segunda Torre de la Brújula y una ciudad al otro lado de la llanura, a unos cinco kilómetros de distancia.

—¿Por qué?

—Esta bóveda pronto será completada por los alienígenas, y bloqueará todo el tráfico que entre y salga de la ciudad.

—¿Por qué?

—Esto no está claro.

—¿Dónde está Derec Avery?

—No lo sé, puesto que no se halla en este planeta.

Ariel tardó un instante en absorber la respuesta.

—¿Cuándo se marchó? —quiso saber.

—Nunca estuvo aquí —replicó el robot dorado.

La joven se sintió ligeramente enferma. Había entendido mal el débil mensaje de un ordenador central, que le había hecho creer que Derec estaba allí. Tenía que seguir hablando o lloraría. Había deseado ver pronto a Derec.

—¿Todos los supervisores de aquí pertenecen a la novena generación? —preguntó.

—No. Yo soy el único. Los demás son de la octava.

—¿Cómo sucedió esto?

—Wohler-1 se sacrificó para salvarte en la pared de la Torre de la Brújula de Robot City durante una tormenta que amenazaba tu vida, miss Welsh.

La fiebre de Burundi, a la que el doctor Avery la había expuesto, la llamada peste amnemónica, le había arrebatado los recuerdos de su memoria. Sí, conservaba la memoria, pero había perdido las conexiones con la misma. Derec la había ayudado a restaurar los enlaces, aportando pistas de sus mutuas experiencias. El experimento particular referente a Wohler-1 debió ser excepcionalmente potente, ya que ahora su mente orquestaba esta pista en una sinfonía de emociones, a medida que la experiencia se condensaba en su conciencia. La culpabilidad de haber sido la causante del final de aquel magnífico robot dorado, superaba a su mal entendimiento del mensaje enviado desde este planeta, y la dejó momentáneamente abatida. Recobró su compostura a duras penas y luego preguntó bruscamente:

—¿Cuál es la naturaleza de la bóveda? ¿Por qué no destruirla simplemente?

—Una sencilla demostración bastará para responder a tu pregunta, miss Welsh —contestó Wohler-9.

Extrajo una palanca cromada, de un metro de longitud, del costado del transporte, y echó a andar hacia el borde que flanqueaba el lado derecho de la abertura rielante de la cúpula.

Ariel y Jacob le siguieron y, al acercarse Ariel al interior de la bóveda, un poco por delante de Wohler-9, debido a su impetuosidad natural, pudo divisar muy de cerca la suave negrura del revestimiento, una negrura que señalaba el final del terreno y el comienzo de lo que parecía un espacio abierto.

Viendo aquello, experimentó un vértigo subjetivo. Le pareció que giraba en aquel espacio negro, atrayéndola, sorbiéndole la mente.

—Bajo ninguna circunstancia te acerques a menos de medio metro, miss Welsh —observó Wohler-9 mientras colocaba su brazo delante de ella.

Con esta advertencia, ella recobró el sentido y retrocedió hasta quedar frente al borde a la distancia de unos cuantos metros. Se le despejó la cabeza y, desde aquella posición, logró distinguir las paredes exteriores e interiores.

Wohler-9 se aproximó al borde de la pared, casi a medio metro solamente. Entonces se detuvo frente a la pared interior y exclamó:

—Y no te dejes engañar. La pared puede parecer falsamente lejana.

Acto seguido, adoptó la postura de un bateador de béisbol, y con un balanceo que hizo trazar a la palanca un arco horizontal y perpendicular a la pared, golpeó el borde de la bóveda con el centro de la palanca. Sin el menor sonido, el borde de la bóveda, como el borde de una herramienta superaguda, cortó la palanca casi por la mitad. El extremo libre de la palanca saltó lejos. El otro se quedó firmemente en las manos de Wohler-9 cuando concluyó su balanceo. Después, casualmente, arrojó aquel resto hacia la pared interior.

Los ojos de Ariel habían seguido el vuelo del extremo roto de la palanca hasta que chocó con el suelo. Luego, posó su mirada en Wohler-9 en el momento en que éste arrojaba el pedazo que estaba en su mano al interior de la negrura.

Aquella pieza pareció curvarse en la negrura una fracción de la distancia que habría recorrido de haber sido arrojada directamente al aire con la misma fuerza, y después volvió describiendo una trayectoria parabólica calculada para no tocar a nadie. Cayó detrás del robot, a una distancia igual a la que habría recorrido de no estar delante de él la pared.

—Ahora, una segunda demostración aclarará las características externas de la bóveda —añadió Wohler-9.

Recogió la mitad de la palanca que acababa de volver de la negrura, dio unos pasos, la arrojó dentro del transporte, y extrajo dos secciones de un palo tubular del costado del vehículo. Cuando juntó las dos secciones, consiguió un palo de unos cinco metros de largo. De un cajoncito, sacó una pieza de tela blanca que desdobló y ató al palo para formar una bandera cuadrada de menos de cuatro metros por lado. Con el asta en la mano, se dirigió andando por la parte exterior de la bóveda hasta llegar a tres o cuatro metros del borde de la abertura. Ariel le siguió.

Iban caminando a lo largo del borde de una sima profunda y hemisférica de dos kilómetros de diámetro y uno de profundidad. Desde aquel punto de observación, no había ninguna señal de la ciudad que sabían existía dentro de la sima.

—Bajo ninguna circunstancia dejes que una parte cualquiera de tu cuerpo toque o se proyecte dentro de la transparente bóveda —advirtió Wohler-9—. Esa parte ya jamás sería igual. Ahora, observa la bandera.

Pasó la bandera a través del tembleteo de la bóveda. Pareció desaparecer.

—Sí, es como si hubiese desaparecido —observó el robot, blandiendo el palo—, pero mirad cuidadosamente en el lado más lejano de la sima.

Al principio, Ariel no vio nada raro al otro lado, mas al cabo de un momento, tras mirar atentamente, vio por fin una pequeña bandera que ondulaba, muy lejos, a unos dos kilómetros de distancia, al otro lado.

Wohler-9 soltó el palo que todavía se hallaba dentro de la bóveda. No quedó plano sobre el suelo. El extremo más cercano quedó, en cambio, suspendido, inclinado en la bóveda. La pequeña bandera del otro lado de la misma había desaparecido en la hierba.

—Dos experimentos más —agregó Wohler-9—, para los cuales utilizaremos el transporte.

Dejó el palo en la bóveda, recuperó la otra mitad de la palanca en la hierba, la arrojó en el camión al lado de la primera mitad, y ocupó el asiento del conductor. Ariel se sentó inmediatamente detrás del robot dorado y Jacob se situó al lado de Wohler-9, quien al instante arrancó por el lado occidental de la bóveda, bien alejado del borde de la sima.

Se hallaban ya casi a mitad del recorrido alrededor de la bóveda antes de que Wohler-9 volviera a hablar.

—Ahora deberíamos llegar a ella —dijo entonces.

Ariel vio en aquel instante la bandera blanca en la hierba, con el palo sobresaliendo de la bóveda a unos centímetros sobre el suelo.

Wohler-9 detuvo el vehículo.

—No necesitáis salir.

Bajó del vehículo, cogió con cuidado el palo como si fuese un recuerdo frágil, retrocedió y le ofreció la bandera a Ariel.

—Sostenlo por el extremo —le advirtió.

Cuando ella obedeció, el robot movió su propio extremo como para doblarlo hacia ella y el palo se partió en dos.

—Pasar a través de la bóveda distorsiona la estructura cristalina estableciendo unas líneas de fuerza falsas de muy poca resistencia. Y ahora una última demostración, esta vez dentro de la bóveda.

Retrocedieron por donde habían venido y luego condujo a través de la abertura. El tráfico que salía de la bóveda cedía a su derecha el paso al camión, como si un ordenador dirigiese todo el tráfico… que era lo que hacía, en realidad, el ordenador central de la ciudad.

—Tomaremos la ruta periférica para evitar el embotellamiento del tráfico que desciende por la calle Mayor —manifestó Wohler-9—, aunque por este camino resultará un poco más largo, exactamente la mitad de pi más largo.

Wohler-9 condujo velozmente hasta un punto situado a medio camino en torno al perímetro de la bóveda. Paró en la misma calle Mayor, la más próxima a la cúpula. Ariel tendió la vista calle abajo y divisó la Torre de la Brújula enmarcada en la abertura de la bóveda.

A continuación, Wohler-9 los llevó a la pared de la bóveda opuesta al final de la calle y le entregó a Ariel unos prismáticos, al tiempo que señalaba un pequeño objeto brillante en la oscuridad de la pared interior.

Ariel se llevó los prismáticos a los ojos y, con el enfoque en el punto infinito, apenas distinguió una forma que tenía el aspecto de una pequeña avioneta de dos plazas que venía hacia ellos con las luces de aterrizaje encendidas.

—Ésta es nuestra prueba final de la bóveda que hemos empezado esta tarde —dijo Wohler-9—. En estos momentos, ese aparato se sostiene por la gravedad de la concavidad negra, a una distancia virtual de cuatro kilómetros. Viene hacia nosotros, pero permanece inmóvil cerca de la concavidad negra con sus motores de impulso situados a una capacidad del setenta y cinco por ciento, equivalente a una aceleración de diez ges. Planeamos traerlo hacia aquí ahora. Su combustible está casi agotado.

Ariel no podía apartar los prismáticos de sus ojos. Luego se los entregó a Jacob.

—Toma, quiero que grabes bien esto. Te necesito como testigo. Derec no lo creería.

—Gracias, miss Ariel —expresó Jacob—, pero con mi visión binocular con un aumento de cincuenta ya he grabado la extraña operación de este aparato.

Ariel estaba cansada. Había sido una jornada muy larga. Demasiado para un solo día. Excesivo para el estímulo sensorial, para las ideas raras, para las emociones. Echaba de menos a Derec y se sentía inadecuada para el desafío que representaba este mundo alienígena.

—A menos que tengas que hacer más demostraciones y exhibiciones, Wohler —murmuró—, me gustaría ducharme y descansar. Más tarde, después de la cena, podrás darme un informe detallado.

—Ya he ordenado entrar al avión, miss Welsh —respondió Wohler-9—. Procederemos inmediatamente hacia tu apartamento.

Mientras se dirigían en el camión por la calle Mayor hacia la Torre de la Brújula, el débil ruido del avión fue en aumento. Ariel se volvió a contemplar sus luces ya más brillantes en las tinieblas que rodeaban a la ciudad. Ariel tardó bastante en comprender todo lo que había visto en el breve espacio de tiempo que había transcurrido desde que conoció a Wohler-9.

Después, vio a simple vista cómo iba aumentando de tamaño el avión, hasta que surgió de la pared y zumbó en lo alto, descendiendo en espiral sobre la Torre de la Brújula, lejos de la abertura de la bóveda.