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Buenas noticias

Cuando oyó que Axonius anunciaba los resultados favorables de la votación unánime, inmediatamente Sinapo emprendió el vuelo, elevándose en círculos hacia el cielo en calma, e igualando aquel sosiego con el frío desapego a que se había inducido a sí mismo mientras hablaba Sarco.

No se sorprendió cuando Sarco se le juntó, y le agradeció a éste el poder de su oratoria, pero en realidad deseaba estar solo, habiéndose asegurado aquella soledad cuando detectó a Sarco detrás suyo.

Una vez con Sarco al alcance de la mano, esperando iniciar un diálogo, no pudo inflarse hacia la soledad como pretendía, pues ello no hubiera sido ni cortés ni demostrar sentimiento alguno de gratitud.

Por tanto, se limitó a subir a una altitud de seguridad y trazó varios círculos, aguardando a que Sarco se colocase a su altura.

—Sé que quieres estar solo —le dijo Sarco—, y sólo te molestaré un breve instante, lo suficiente para darte una palabra de aviso.

—No me molestas, viejo amigo —replicó Sinapo—, y mi vuelo tal vez te haya parecido una muestra de ingratitud ante el servicio que me acabas de prestar en el congreso. Pero te estoy realmente agradecido y sé que yo no hubiese logrado el apoyo de la élite de no haber pronunciado tú tan impresionante discurso. Mereces estar donde estás, Sarco, la verdadera antítesis del Principio de Petero.

—No vine aquí para ser alabado, viejo propulsor, sino para advertirte contra Neuronius.

—Tú y la élite ya os habéis cuidado de él, Sarco.

—Por el momento, quizás, aunque tal vez ni siquiera por el momento. Es peligroso, Sinapo.

—¿Neuronius peligroso? Puede ser para él mismo. Cosa que ciertamente ha confirmado hoy.

—No. Para ti, Sinapo.

—No lo creo. Es mentiroso, retorcido, no se puede confiar en él, pero por lo demás, no es peligroso.

—Estaba detrás de ti —observó Sarco—. No podías ver su lenguaje corporal, su visible reacción en el último fragmento del lenguaje terso e indirecto que Axonius usó para describir su competencia al guiar el congreso.

»Yo sí le vigilaba atentamente, Sinapo, cuando di a conocer mi juicio sobre él. Incluso podría ser peligroso para Axonius y para mí, pero es a ti a quien acusa como el responsable de su caída, y eres tú el blanco de sus iras.

—Es posible, pero tú y yo muy poco podemos hacer al respecto —replicó Sinapo—. Su peligrosidad para el futuro de las tribus ha sido, al menos, eliminada por su separación de la élite. Y ésta era mi principal preocupación.

—Todavía es un peligro para las tribus mientras pueda ponernos en peligro a ti o a mí. ¿Y qué me dices de Axonius? ¿En qué lugar se halla ahora respecto a la élite? Te ayudó a salvar el pellejo.

—De esto no estoy muy seguro. ¡Ah!, hoy ha sido un día muy duro. Me hallo demasiado fatigado para pensar con claridad.

—Axonius me impresionó con su manejo del congreso.

—También a mí.

—Bien, me marcho. Que Petero guíe tus deliberaciones.

—¿Estás de acuerdo en que la propuesta alienígena sobre cohabitación merece un juicio justo?

—No lo discuto —respondió Sarco—, no después de lo que tú has pasado. Sí, nosotros postergaremos el cierre del compensador del nodo de manera indefinida.

Tras esto, se fue volando. Sinapo se convirtió en una bola e inmediatamente cerró e infló su reflector en toda su extensión, como necesitaba para su actividad mental de gran altitud.

Sus células de energía estaban críticamente bajas, y aunque para su actividad mental en modo de reflejo usase una modesta cantidad de fluido, podía recargarlas a su plena capacidad mientras tranquilamente se abría camino hacia donde las suaves corrientes de aire le llevaran durante sus cavilaciones.

Su primer paso hacia tales cavilaciones lo dio cuando llegó a una altitud estable y, con sólo su gancho, sus ojos y su principal respiradero sobresaliendo debajo del globo, avizoró el vasto panorama.

Los ceremiones se hallaban muy por debajo de él, a la óptima altitud de carga, repostando sus células de energía en vuelos circulares que abarcaban el globo en un dibujo disperso hasta la franja crepuscular.

La franja crepuscular se aproximaba hacia él por el este, impulsada por la rotación natural de su mundo y su lenta derivación a oriente, delineando el día contra la próxima noche que apenas era visible como una delgada y negra media luna cortada del borde del globo.

Desde tal altitud, Sinapo parecía haber derivado muy poco desde el punto donde se había inilado. El compensador, con el sector cortado a pico, se hallaba a un corto trecho al oeste.

Sinapo cerró los ojos, evacuando de su mente todo el cansancio y el desasosiego que gradualmente cedieron el paso a una calmante serenidad. Y durmió.

Se despertó cuando un marco engastado en estrellas rodeaba el círculo negro del planeta. Y su mente pensó inmediatamente en Axonius y en la respuesta a la cuestión planteada por Sarco cuando se separaron ambos por la tarde.

Conservaría a Axonius como su segundo en el manejo. Separar a un ayudante competente que ahora era más valioso por la lección que había aprendido, y mucho más leal por la gratitud que debía experimentar, sería ejercer una cruel venganza que no era característica del estadista Sinapo.

Esto resolvería la cuestión de la jerarquía de la tribu, en tanto que los alienígenas habían formulado una proposición que prometía, al parecer, una cohabitación armoniosa. Por el momento, Sinapo no tenía ningún problema, preguntas tal vez, pero no problemas, ya que no consideraba a Neuronius como tal problema, aparte del problema cotidiano de gobernar a los cerebrones y la única cuestión que quedaba en pie, la cuestión de la posible superioridad de los alienígenas no podía resolverla por el momento.

Su pequeña jefa era una especie de animalito simpático, pero en modo alguno una amenaza, no más que los servidores, los robots Avery. La única cuestión que quedaba era cómo la pequeña jefa encajaba en la jerarquía alienígena, esa parte que todavía quedaba fuera de este mundo.

Sinapo no podía tampoco responder por el momento a esta cuestión. Con la mente serena, reanudó su sueño.

Despertó con su espalda al brillante sol, mientras penetraba quedamente en la suave turbulencia creada en la unión del mar con la tierra. Lejos, al oeste, podía ver el amplio compensador del nodo con su visible sector cortado angularmente, como una cuña que irrumpía en la perfecta esfericidad del lado derecho.

Entonces se desinfló, contrayendo los seis pliegues de su pellejo plateado y, con ese estrechamiento, enrolló la superficie lisa como el papel en unos rollos prietos y negros, en tanto los pliegues se abrían por la juntura continua que los mantenía cerrados uno a otro mientras estaban inflados.

La ondulación del pellejo al caer por el enrarecido aire de la estratosfera no era nada en comparación con el poderoso impulso de la delgada capa de suave músculo que se hallaba justo bajo la plateada superficie. Muy pronto, todo lo que quedó del globo fue un collar transparente de seis segmentos, apenas visible, como un ínfimo bulto en la negra figura.

El océano todavía estaba muy abajo cuando él extendió las alas a la óptima altitud de carga y empezó a aletear con poderosos movimientos hacia el compensador del nodo. A pesar del nítido metabolismo de aquella noche, y de la destrucción y evacuación de los productos residuales que constituían el descanso, sentíase sucio y muy fatigado. Echaba de menos el fresco chorro de fluido al que se había acostumbrado durante la construcción del compensador, cuando hundía su unión fría en el agua helada del arroyo, después de desinflarse por la mañana temprano.

Era éste el único aspecto de la rutina normal miostriana de Sarco que a él le gustaría adoptar como una parte permanente del régimen diario de los cerebrones. Los cerebrones nómadas jamás estaban en un mismo sitio el tiempo suficiente para descubrir arroyos helados ocultos en los bosques esparcidos por todo este mundo.

Mientras volaba hacia el oeste, sus pensamientos volvieron a centrarse en la advertencia de Sarco la tarde anterior respecto al peligro planteado por su lugarteniente depuesto, Neuronius. Había considerado muy superficialmente a Neuronius como una amenaza sin fundamento cuando tuvo cosas más importantes en qué pensar, pero ahora, con todas las cuestiones decididas o en estado latente, aguardando nuevos datos, consideró el desdichado caso de Neuronius. ¿Qué podía hacer, si podía hacer algo, por ayudarle? Una irracionalidad extrema como la demostrada por Neuronius era rara, casi inexistente, entre los ceremiones. Y siendo algo tan raro, su sociedad no había desarrollado ningún remedio eficaz por falta de sujetos disponibles para tal estudio.

Siendo sensible y compasivo, que eran cualidades indispensables para un verdadero estadista, Sinapo tenía una gran dificultad en considerar el problema desapasionadamente. Se colocaba él mismo en la posición de Neuronius, con sus mismos sentimientos, tratando de imaginar cómo debía sentirse el infeliz Neuronius en aquel momento. Con su ignorancia de la verdadera naturaleza de aquella irracionalidad, con su compasión oscureciendo su buen criterio, no podía apreciar en su justo valor las posibles maquinaciones de un ser como Neuronius.

Al anochecer estaba sobre el enorme Bosque del Reposo, todavía a cincuenta kilómetros de la Pradera de la Serenidad. Pese al cansancio del vuelo, había recargado sus células en un ochenta por cien de toda su capacidad, por lo que aquella noche se trabó en las copas de los árboles con una sensación de alta satisfacción. Había estado tan vacío y hambriento durante tanto tiempo, que casi se sentía como un glotón, bien harto.

Llegó sobre el compensador a primera hora de la tarde siguiente y se estacionó sobrevolando el centro de la bóveda. Muy abajo divisaba al dorado Wohler-9 en el lado oeste de la abertura de la bóveda. La pequeña jefa alienígena y su servidor personal se hallaban sentados en la creación que Wohler-9 llamaba un camión.

Sinapo mantuvo a Axonius en suspenso durante otras cuatro horas, y poco antes de oscurecer lo llamó por radio.

—Deseo que me acompañes a una reunión con los alienígenas, a la hora usual, mañana por la mañana. Y notifícale a Petorius que ahora es miembro de la élite.

Sin añadir nada más, Sinapo se trabó para pasar la noche en el Bosque del Reposo. Así fue cómo Axonius se enteró de su promoción y de quién era el feliz cerebrón que con su ascenso haría saltar a Neuronius de su posición en la cima.

A la mañana siguiente, Sinapo se hallaba en el lado oeste de la abertura del compensador, con Axonius a su derecha, delante de la pequeña alienígena y su servidor, el robot Jacob Winterson.

—Mi gobierno ha reconsiderado tu proposición de cohabitación en nuestro planeta, miss Ariel Welsh —le comunicó Sinapo, abriendo la conversación—, y me complazco en manifestar que se han invertido las posturas tomadas por nuestros representantes en la última reunión contigo.

—Buena noticia —contestó la alienígena—. Entonces, la bóveda permanecerá abierta, pudiendo nosotros utilizarla como una base de comunicaciones y transporte, ¿verdad?

—Si esto es lo que deseáis… ¿Qué más se halla mezclado en tu proposición?

—Los robots Avery, como Wohler, deben ser reprogramados. No es una tarea sencilla. Sin embargo, he llamado a una fuerza especial para esta labor que llegará esta tarde, a última hora.

—Me gustaría reunirme contigo y con el jefe de esa fuerza especial mañana a esta hora —propuso Sinapo.

—¿Con qué propósito? —indagó la pequeña alienígena—. Dudo que él pueda contribuir en algo significativo a nuestra negociación.

—Con el propósito de planear nuestra mutua interacción al complementar tu propuesta y establecer un horario para su cumplimentación. Mis cerebrones forman una tribu nómada, ansiosos de volver a estar en vuelo. Ya llevamos demasiado tiempo en este compensador miostriano, que hallamos, en realidad, confortable.

Hizo una pausa y Sinapo continuó:

—Si me aseguras que tú estás familiarizada con los detalles de la reprogramación de los robots Avery, entonces no se necesita la presencia del otro jefe. Pero lo cierto es que me has inducido a creer lo contrario.

—Muy bien —asintió la pequeña alienígena—, nos reuniremos contigo mañana por la mañana.

«Bien, esta reunión dará a conocer quién es el que domina, si el Jefe o la Jefa, y también deberá resolver, de una vez por todas, qué especie es superior, si los ceremiones o los alienígenas», pensó Sinapo.

Le hubiera gustado pensar que había poca diferencia en el modo en que los ceremiones trataban a los alienígenas, pero en realidad sabía que habría una enorme diferencia, incluso con él, un estadista.