Vosotros, cuya envidiable serenidad no puede hacer más que embelleceros el aspecto, no creáis que todo es cuestión de seguir lanzando, en estrofas de catorce o quince líneas, como haría un alumno de cuarto curso, exclamaciones que se tachará de inoportunas, cloqueos sonoros de gallina cochinchina, tan grotescos como sea posible imaginar, por poco trabajo que uno se tome; pero es preferible probar con hechos las proposiciones que adelanto. ¿Pretendéis acaso que con haber injuriado, como en broma, al hombre, al Creador, y a mí mismo, en mis justificables hipérboles, mi misión está cumplida? No; la parte fundamental de mi trabajo no deja por eso de subsistir como labor a realizar. De ahora en adelante, los hilos de la novela moverán a los tres personajes precitados, con lo que les comunicarán una fuerza menos abstracta. La vitalidad se expandirá magníficamente a través del torrente de sus aparatos circulatorios, y notaréis cómo os asombrará encontrar, allí donde en un comienzo sólo creísteis descubrir vagas entidades correspondientes al ámbito de la especulación pura, por un lado, el organismo corporal con sus ramificaciones de nervios y sus membranas mucosas, y por el otro, el principio espiritual que rige las funciones fisiológicas de la carne. Son seres dotados de una vida pujante, que, con los brazos cruzados y conteniendo la respiración, posarán prosaicamente (aunque tengo la seguridad de que el efecto resultará muy poético) ante vuestro rostro, ubicados sólo a unos pasos de vosotros, de modo que los rayos solares cayendo primero sobre las tejas de los techos y los sombreretes de las chimeneas, irán después a reflejarse ostensiblemente sobre sus cabellos terrestres y materiales. Pero ya no serán anatemas, que detentan la especialidad de provocar risa, ni personajes ficticios, que hubiera sido mejor que permanecieran en el cerebro del autor; ni pesadillas ubicadas muy por encima de la existencia cotidiana. Observad que eso mismo hace que mi poesía sea más bella. Palparéis con vuestras manos ramas ascendentes de la aorta y cápsula suprarrenales, y, además, sentimientos. Los cinco primeros relatos no fueron inútiles; constituían el frontispicio de mi obra, el fundamento de la construcción, la explicación preliminar de mi poética futura: y me debía a mí mismo, antes de cerrar mi valija y partir hacia las comarcas de la imaginación, informar a los sinceros aficionados a la literatura, con el bosquejo rápido de una generalización clara y precisa, del fin que me había propuesto perseguir. Por lo tanto, es mi opinión que ya la parte sintética de mi obra está completa y suficientemente parafraseada. Por ella estáis informados de que me he propuesto atacar al hombre y a Aquel que lo creó. Por ahora y para más adelante ninguna otra cosa necesitáis saber. Nuevas consideraciones me parecen superfluas, pues no harían sino repetir en otra forma, quizás más amplia pero idéntica, el fin enunciado de la tesis cuyo primer desarrollo verá el fin de este día. Se infiere, pues, de las observaciones precedentes, que mi intención futura es emprender la parte analítica, lo que es tan verdadero que hace sólo algunos minutos expresé el ardiente anhelo de que fueseis aprisionados en las glándulas sudoríparas de mi piel para verificar la fidelidad de lo que afirmo con conocimiento de causa. Ya sé que es necesario apuntalar con gran número de pruebas el argumento contenido en mi teorema; pues bien, esas pruebas existen, y ya sabéis que no ataco a nadie sin tener serios motivos. Me río a carcajadas cuando pienso que me reprocháis esparcir amargas invectivas contra la humanidad, de la que soy uno de los miembros (este solo reparo me daría la razón), y contra la Providencia: no me retractaré de mis palabras, y contando lo que he visto no me será difícil justificarlas, sin más ambición que la verdad. Hoy voy a construir una novelita de treinta páginas; esta medida quedará en lo sucesivo más o menos estacionaria. A la espera de ver pronto, un día u otro, la consagración de mis teorías aceptadas por tal o cual forma literaria, creo haber al fin encontrado, después de algunos tanteos, mi fórmula definitiva. Es la mejor, pues se trata de la novela. Este prefacio híbrido ha sido expuesto de un modo que no ha de parecer, quizás, bastante natural, en el sentido de que sorprende, por así decir, al lector, que no se da cuenta exacta al principio de adónde se le quiere conducir; pero este sentimiento de viva estupefacción, del cual uno debe generalmente tratar de sustraer a los que consumen su tiempo leyendo libros o folletos, yo hice toda clase de esfuerzos para provocarlo. Realmente no podía haber hecho otra cosa a pesar de mi buena voluntad: será sólo más tarde, aparecidas ya algunas novelas, cuando llegaréis a comprender mejor el prefacio del renegado, de rostro fuliginoso.
Antes de entrar en materia, me parece estúpido que sea necesario (creo que ninguno compartirá mi opinión si me equivoco) colocar a mi lado un tintero abierto y algunas hojas de papel que no sea amasado[13]. De este modo me será posible comenzar, con amor, por este sexto canto, la serie de poemas instructivos que me urge producir. ¡Dramáticos episodios de implacable utilidad! Nuestro héroe comprobó que frecuentando las cavernas y cobijándose en los lugares inaccesibles transgredía las leyes de la lógica y caía en un círculo vicioso. Pues, si por un lado, reforzaba así su repugnancia por los hombres mediante la indemnización de la soledad y el apartamiento, y circunscribía pasivamente su horizonte limitado, entre arbustos raquíticos, zarzas y viñas silvestres, por otro lado, su actividad ya no encontraba ningún alimento para nutrir al minotauro de sus instintos perversos. Por lo tanto, resolvió aproximarse a los conglomerados humanos, convencido de que entre tantas víctimas ya listas, sus variadas pasiones encontrarían el modo simple de satisfacerse. Sabía que la política, ese broquel de la civilización, lo buscaba con perseverancia desde hacía una cantidad de años, y que un verdadero ejército de agentes y de espías lo perseguían incansablemente, sin lograr, sin embargo, encontrarlo. Tal era su habilidad despampanante para desconcertar con suprema elegancia los ardides indiscutibles desde el punto de vista del éxito, y las disposiciones más sabiamente estudiadas. Tenía la facultad especial de adoptar formas irreconocibles para los ojos más ejercitados. ¡Disfraces de alta calidad, si hablo como artista! Atavíos de efecto realmente mediocre, si pienso en la moral. En ese terreno llegaba al borde de lo genial. ¿No habéis notado la gracilidad de un lindo grillo de movimientos vivaces en las alcantarillas de París? ¡No puede ser nadie más que Maldoror! Magnetizando las florecientes capitales con un fluido pernicioso, les provoca un estado letárgico en el que son incapaces de la vigilancia indispensable. Estado tanto más peligroso cuanto que nadie lo sospecha. Hoy está en Madrid, mañana estará en San Petersburgo, ayer se encontraba en Pekín. Pero indicar exactamente el sitio que en el momento actual llenan de terror las hazañas de este poético Rocambole, es un trabajo por encima de las fuerzas posibles de mi denso raciocinio. Dicho bandido puede estar a setecientas leguas de este país o quizás a pocos pasos de vosotros. No es fácil hacer morir del todo a los hombres, y allí están las leyes; pero, con paciencia, se puede ir exterminando una por una las hormigas humanitarias. Ahora bien, desde los días de mi nacimiento en que yo vivía con los primeros ascendientes de nuestra raza, todavía inexperto en tender mis lazos; desde los tiempos remotos, situados más allá de la historia, en los que, mediante sutiles metamorfosis, yo asolaba, en distintas épocas, las comarcas del globo, por las conquistas y las matanzas, y propagaba la guerra civil entre los ciudadanos, ¿no he aplastado ya bajo mis talones, miembro por miembro o colectivamente, generaciones enteras, cuyo infinito número no sería difícil concebir? El radiante pasado ha hecho brillantes promesas al porvenir: sin duda las mantendrá. Para el pulido de mis frases emplearé obligadamente el método natural, retrocediendo hasta los salvajes en busca de lecciones. Gentlemen simples y majestuosos, sus agraciadas bocas ennoblecen todo lo que fluye de sus labios tatuados. Acabo de probar que nada es motivo de risa en este planeta. Planeta grotesco pero soberbio. Adueñándome de un estilo que algunos encontrarán ingenuo (aunque en realidad sea profundo), lo haré servir para interpretar ideas que, desgraciadamente, pueden no parecer grandiosas. Por eso mismo, despojándome de los giros livianos y escépticos de la conversación común, y, bastante prudente para no presumir… ya no sé lo que me proponía afirmar, pues no recuerdo el comienzo de la frase. Pero sabed que la poesía se encuentra en todas partes donde no está la sonrisa estúpidamente burlona del hombre con cara de pato. Antes quiero sonarme, porque necesito hacerlo, y luego, eficazmente ayudado por mi mano, volveré a tomar la pluma que mis dedos habían dejado caer. ¡Cómo el puente del Carrussel podía mantener la constancia de su neutralidad al oír los gritos desgarradores que parecía lanzar la bolsa!
Las tiendas de la calle Vivienne despliegan sus riquezas ante los ojos maravillados. A la luz de abundantes mecheros de gas, los cofrecillos de caoba y los relojes de oro esparcen a través de los escaparates haces de luminosidad deslumbradora. Han dado las ocho en el reloj de la Bolsa: ¡no es tarde! Apenas se dejó oír el último toque, cuando la calle cuyo nombre ya ha sido mencionado se pone a temblar y sacude sus cimientos desde la place Royale hasta el bulevar Montmartre. Los paseantes aprietan el paso, y retornan pensativos a sus casas. Una mujer se desmaya y cae sobre el asfalto. Nadie la levanta: a todos les urge alejarse del lugar. Los postigos se cierran impetuosamente y los habitantes se arrebujan en sus cobertores. Se diría que la peste asiática acaba de revelar su presencia. Así, mientras la mayor parte de la ciudad se prepara a nadar en las diversiones de las fiestas nocturnas, la calle Vivienne se encuentra, de pronto, helada por una especie de petrificación. Igual que a un corazón que cesa de amar, se le apaga la vida. Pero bien pronto la noticia del fenómeno se propala a los otros sectores de la población, y un silencio sombrío se cierne sobre la augusta capital. ¿Adónde han ido los mecheros de gas? ¿Qué ha sido de las vendedoras de amor? Nada… ¡soledad y tinieblas! Una lechuza, volando en dirección rectilínea, con una pata quebrada, pasa por encima de la Magdalena y emprende vuelo hacia la puerta del Trono exclamando: «Una desgracia se aproxima». Ahora bien, en ese sitio que mi pluma (este verdadero amigo que me sirve de compadre) acaba de convertir en misterioso, si miráis hacia el lado donde la calle Colbert desemboca en la calle Vivienne, veréis en el ángulo formado por el cruce de ambas vías, la silueta que revela a un personaje cuyos pasos ágiles lo confunden hacia los bulevares. Pero si uno se acerca más, en forma de no atraer la atención de ese transeúnte, advierte con grato asombro que es joven. En efecto, de lejos se le hubiera tomado por un hombre maduro. La suma de los días no tiene importancia cuando se trata de estimar la capacidad intelectual de un rostro serio. Me precio de leer la edad en las líneas fisiognomónicas de la frente: ¡tiene dieciséis años y cuatro meses! Es bello como la retractilidad de las garras en las aves de rapiña, o también como la incertidumbre de los movimientos musculares en las heridas de las partes blandas de la región cervical posterior, o mejor como esa ratonera perpetua, que apresta de nuevo cada animal atrapado, que puede cazar sola infinidad de roedores, y funcionar hasta escondida entre la paja, y, sobre todo, como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y de un paraguas. Mervyn, ese hijo de la rubia Inglaterra, acaba de tomar una lección de esgrima en casa de su profesor y, enfundado en su tartán escocés, regresa a la morada paterna. Son las ocho y media y espera llegar a su casa a las nueve; es una gran presunción de su parte aparentar que está seguro de conocer el porvenir. ¿No puede presentarse en su camino algún obstáculo imprevisto? ¿Y es acaso esta circunstancia tan poco frecuente como para que él tome sobre sí la responsabilidad de considerarla una excepción? ¿Por qué no considera mejor como un hecho anormal la posibilidad que ha tenido hasta ahora de sentirse exento de inquietud, y, por así decir, feliz? ¿Con qué derecho, en efecto, pretende llegar indemne a su domicilio, cuando alguien lo acecha y le sigue los pasos como a una futura presa? (Sería conocer bien poco la profesión de escritor sensacional si no hiciera por lo menos resaltar las restrictivas interrogaciones después de las cuales sigue inmediatamente la frase que estoy a punto de terminar). ¡Habréis reconocido al héroe imaginario que desde mucho tiempo atrás hace estallar, a causa de la presión de su individualidad, mi desventurada inteligencia! Tan pronto Maldoror se acerca a Mervyn, para grabar en su memoria los rasgos de ese adolescente, tan pronto, con el cuerpo echado hacia atrás vuelve sobre sus pasos como un boomerang de Australia, en la segunda fase de su trayecto, o mejor, como una máquina infernal. Indecisión sobre lo que debe hacer. Pero su conciencia no experimenta ninguno de los síntomas de la emotividad embriogénica, como erróneamente podríais suponer. Lo vi alejarse momentáneamente en una dirección opuesta, ¿lo abrumaba acaso el remordimiento? Pero retornó con renovada saña. Mervyn no sabe por qué sus arterias temporales laten fuertemente, y apresura el paso asediado por un pavor cuya causa vosotros y él buscáis en vano. Habrá que tenerle en cuenta su aplicación a descubrir el enigma. ¿Por qué no se da vuelta? Lo comprendería todo. ¿Habrá alguien que piense alguna vez en los medios más sencillos de terminar con un estado de alarma? Cuando un merodeador recorre un barrio de arrabal, con su odre de vino blanco en la panza y la blusa hecha jirones, si en la esquina de la calle ve un viejo gato musculoso contemporáneo de las revoluciones que presenciaron nuestros padres, contemplando melancólicamente los rayos de la luna que descienden sobre la llanura dormida, avanza entonces tortuosamente en línea curva y hace una señal a un perro patizambo que se precipita. El noble animal de la raza felina aguarda valientemente a su adversario y vende muy cara su vida. Mañana algún trapero comprará una piel electrizable. ¿Por qué no huyó? Era tan fácil. Pero en el caso que nos ocupa actualmente, Mervyn complica aún más el peligro por su propia ignorancia. Tiene algunos destellos, extremadamente raros por cierto, recubiertos por una imprecisión que no me detendré a explicar; con todo, le es imposible adivinar la realidad. No es profeta, no pretendo lo contrario, y no se reconoce capacidad para serlo. Una vez llegado a la gran arteria, dobla a la derecha y atraviesa el bulevar Poissonnière y el bulevar Bonne-Nouvelle. En este punto de su trayecto avanza por la calle del Faubourg-Saint-Denis, deja atrás la estación del ferrocarril de Estrasburgo, y se detiene frente a un portal elevado, antes de alcanzar la superposición perpendicular de la calle Lafayette. Ya que me aconsejáis que termine en este sitio la primera estrofa, quiero, por esta vez, obtemperar a vuestro deseo. ¿Sabéis que cuando pienso en el anillo de hierro escondido bajo la piedra por la mano de un maníaco, un invencible estremecimiento me recorre los cabellos?
Tira de la perilla de cobre y la puerta de la moderna mansión gira sobre sus goznes. Atraviesa el patio recubierto de arena fina y sube los ocho peldaños de la escalinata. Las dos estatutas, ubicadas a derecha e izquierda como guardianas de la aristocrática mansión, le franquean el paso. Aquel que ha renegado de todo, padre, madre, Providencia, amor, ideal, con el fin de no pensar más que en sí mismo, se ha cuidado bien de no seguir los pasos que le precedían. Lo ha visto entrar en un vasto salón de la planta baja con paredes recubiertas de cornalina. El hijo de familia se desploma sobre un sofá, y la emoción le impide hablar. Su madre, con largo vestido de cola, da vueltas solícita en torno de él, y lo rodea con sus brazos. Sus hermanos, más jóvenes, se agrupan alrededor del mueble cargado con un peso; ellos no conocen la vida lo suficiente para forjarse una idea clara de la escena que se desarrolla. Por último, el padre alza su bastón y dirige a los circunstantes una mirada llena de autoridad. Apoyando la muñeca en el brazo del sillón, abandona su asiento habitual y avanza con inquietud, aunque debilitado por los años, hacia el cuerpo inmóvil de su primogénito. Habla una lengua extranjera, y todos lo escuchan con respetuoso recogimiento: «¿Quién ha puesto al muchacho en este estado? El Támesis brumoso arrastrará todavía considerables cantidades de limo antes de que mis fuerzas estén del todo agotadas. No pareciera que existen leyes de amparo en esta comarca inhospitalaria. El culpable probaría el vigor de mi brazo si llegara a conocerlo. Aunque me haya acogido al retiro, lejos de los combates marítimos, mi espada de comodoro, colgada de la pared, no está todavía enmohecida. Por otra parte, resulta fácil afilarla. Mervyn, tranquilízate, daré orden a mis criados de que encuentren las huellas de aquel a quien en adelante buscaré para hacerlo perecer por mi propia mano. Mujer, quítate de allí y ve a acurrucarte en un rincón; tus ojos me enternecen, y harías mejor en ocluir el conducto de tus glándulas lacrimales. Hijo mío, te lo suplico; vuelve en ti y reconoce a los tuyos; tu padre te habla…». La madre se aparta, y, para obedecer las órdenes de su señor, ha tomado un libro que tiene en la mano, y se esfuerza por mantenerse tranquila en presencia del peligro que corre aquel al que engendró su matriz. «… Hijos, id al parque a distraeros y tened cuidado al admirar las maniobras natatorias de los cisnes de no caeros al agua…». Los hermanos, con los brazos sueltos, se quedan mudos; ambos, con el sombrero coronado por una pluma arrancada del ala de la chotacabras de la Carolina, el pantalón de terciopelo que llega hasta la rodilla, y las medias de seda roja, se toman de la mano y abandonan el salón, cuidando de no hollar el piso de ébano sino con la punta de los pies. Estoy seguro de que no se divertirán, y que en cambio se pasearán gravemente por las avenidas de plátanos. Tienen inteligencias precoces. Mejor para ellos, «… inútiles cuidados, te acuno en mis brazos y permaneces insensible a mis súplicas. ¿Quieres levantar la cabeza? Abrazaré tus rodillas si hace falta. Pero no… vuelve a caer inerte». —«Dulce dueño mío, si autorizas a tu esclava, iré a buscar a mi habitación un frasco lleno de esencia de trementina, que utilizo habitualmente cuando la jaqueca invade mis sienes al volver del teatro, o cuando la lectura de una narración emocionante, consignada en los anales británicos de la historia caballeresca de nuestros antepasados, arroja mi pensamiento soñador en las turberas de la modorra». —«Mujer, no te había concedido la palabra, y no tenías derecho de tomarla. Desde nuestra legítima unión, ni una sola nube se ha interpuesto entre nosotros. Estoy contento de ti, nunca he tenido nada que reprocharte, y recíprocamente. Ve a buscar a tu habitación un frasco lleno de esencia de trementina. Sé que hay uno en los cajones de tu cómoda de modo que no me enseñas nada. Apúrate a subir los peldaños de la escalera en espiral, y retorna a mi lado con un rostro contento». Pero apenas la sensible londinense ha pasado los primeros peldaños (no corre con el apresuramiento de una persona de la clase inferior) cuando una de las azafatas desciende del primer piso, arrebolada y sudorosa, con el frasco que quizá contenga entre sus paredes de cristal el licor que vitaliza. La damisela se inclina con gracia haciendo entrega de la comisión, y la madre, con su paso real, avanza hacia los flecos que ornan el sofá, único objetivo que preocupa a su ternura. El comodoro, con ademán altivo pero afable, acepta el frasco de manos de su esposa. Mojan con él un pañolón de la India, y envuelven la cabeza de Mervyn con las vueltas orbiculares de la seda. Respira sales; mueve un brazo. La circulación se reanima, y se oyen los chillidos jubilosos de una cacatúa de las Filipinas, posada sobre el alféizar de la ventana. «¿Quién viene allí…? No me detengáis… ¿Dónde estoy? ¿Es un féretro lo que soportan mis miembros embotados? Sus tablas me parecen suaves… El medallón que contiene el retrato de mi madre, ¿continúa colgado de mi pecho?… Atrás, malhechor de cabeza desgreñada. No ha podido atraparme, y he dejado entre sus dedos un jirón de mi capa. Soltad la cadena de los bull-dogs, porque esta noche un conocido ladrón puede introducirse en nuestra casa con escalamiento, mientras estamos sumidos en el sueño. Padre mío y madre mía, os reconozco y agradezco vuestros cuidados. Llamad a mis hermanitos. Para ellos había comprado peladillas, y quiero abrazarlos». Al acabar de decir estas palabras, cae en un profundo estado letárgico. El médico, al que han ido a buscar a toda prisa, se frota las manos y exclama: «La crisis ha pasado. Todo va bien. Mañana vuestro hijo se despertará repuesto. Idos todos a vuestros respectivos lechos, lo ordeno, con objeto de quedarme solo junto al enfermo hasta la aparición de la aurora y del canto del ruiseñor». Maldoror, escondido tras la puerta, no ha perdido una palabra. Ahora conoce el carácter de los habitantes de la morada y obrará en consecuencia. Sabe dónde vive Mervyn, y no necesita saber nada más. Ha anotado en una libreta el nombre de la calle y el número del edificio. Es todo lo que importa. Tiene la seguridad de no olvidarlos. Se adelanta como una hiena sin ser visto, bordeando los costados del patio. Escala la verja con agilidad, enredándose un instante en las puntas de hierro; de un salto está en la acera. Se aleja sin hacer ruido. «Me tomó por un malhechor —exclamó—, en cuanto a él, es simplemente un imbécil. Quisiera encontrar un hombre exento de la acusación que el enfermo lanzó contra mí. No le arranqué un pedazo de su jubón como dijo. Mera alucinación hipnagógica causada por el terror. No fue mi intención hoy apoderarme de él, pues tengo otros proyectos futuros con ese adolescente tímido». Dirigios al lugar donde se encuentra el lago de los cisnes, y os diré más adelante por qué hallaréis uno completamente negro en la manada, uno cuyo cuerpo, sosteniendo un yunque sobre el que está el cadáver putrefacto de un cangrejo paguro, inspira, con todo derecho, la desconfianza de sus restantes camaradas acuáticos.
Mervyn está en su cuarto; acaba de recibir una misiva. ¿Quién puede escribirle una carta? Su turbación le ha impedido agradecer al empleado postal. El sobre tiene un reborde negro, y las palabras han sido trazadas con letra presurosa. ¿Debe llevar esa carta a su padre? ¿Y si el firmante lo prohíbe expresamente? Lleno de angustia abre la ventana para aspirar los perfumes de la atmósfera; los rayos del sol reflejan sus prismáticas irradiaciones en los espejos de Venecia y en las cortinas de Damasco. Arroja la misiva a un lado, entre los libros de cantos dorados y los álbumes de cubierta de nácar, esparcidos sobre el cuero repujado que recubre la superficie de su pupitre de escolar. Abre el piano y deja correr los dedos afilados sobre las teclas de marfil. Las cuerdas de latón no suenan. Esta advertencia indirecta lo mueve a recoger el papel avitelado, pero éste retrocede como si estuviera ofendido por la vacilación del destinatario. Atrapado en esa estampa, la curiosidad de Mervyn creció, y abre el papelucho con prevención. Hasta ese momento la única escritura que conocía era la suya propia. «Joven, me intereso por usted; quiero que sea feliz. Será mi camarada y efectuaremos largas excursiones a las islas de Oceanía. Mervyn, sabes que te amo y no necesito probártelo. Me otorgarás tu amistad, estoy seguro. Cuando me conozcas mejor, no te arrepentirás de la confianza que puedas haberme demostrado. Te evitaré los peligros a que te exponga tu inexperiencia. Seré un hermano para ti, y nunca te faltarán buenos consejos. Para mayores explicaciones, encuéntrame, pasado mañana por la mañana, a las cinco, en el puente del Carrusel. Si todavía no hubiera llegado, aguárdame, aunque espero estar a la hora exacta. Haz tú lo mismo. Un inglés no perderá fácilmente la ocasión de ver claro en sus asuntos. Joven, te saludo, y hasta pronto. No muestres esta carta a nadie». —«Tres estrellas en lugar de la firma», exclama Mervyn, «y una mancha de sangre en la parte inferior de la página». Lágrimas abundantes corren sobre las extrañas frases que sus ojos han devorado, y que abren a su espíritu el campo ilimitado de los horizontes inciertos y novedosos. Le parece (sólo después de la lectura que acaba de terminar) que su padre es algo severo y su madre demasiado majestuosa. Posee razones que por no haber llegado a mi conocimiento no podré transmitiros, para insinuar que no está tampoco de acuerdo con sus hermanos. Esconde la carta en su pecho. Sus profesores notaron que ese día no parecía el mismo; sus ojos estaban demasiado ensombrecidos, y el velo de la reflexión excesiva descendía sobre su región periorbitaria. Cada uno de los profesores enrojeció, temeroso de no estar a la altura intelectual de su discípulo, y, sin embargo, éste por primera vez descuidó sus deberes y no trabajó. Al anochecer, la familia se reunió en el comedor, decorado con retratos antiguos. Mervyn admira las fuentes repletas de viandas suculentas y las olorosas frutas, pero no come; los chorros policromos de los vinos del Rhin y el espumoso rubí del champaña, que se engastan en las estrechas y altas copas de Bohemia, ni siquiera le despiertan un interés visual. Apoya el codo sobre la mesa y se queda absorto en sus pensamientos como un sonámbulo. El comodoro, de rostro curtido por la espuma de mar, se inclina al oído de su esposa: «El mayor ha cambiado de carácter desde el día de la crisis; ya era excesivamente aficionado a las ideas absurdas; hoy está más ensimismado que de costumbre. Después de todo, yo no era así cuando tenía su edad. Haz como si no te dieras cuenta de nada. Éste es el momento en que un remedio eficaz, material o moral, sería oportuno. Mervyn, tú que gustas de la lectura de libros de viajes y de historia natural, voy a leerte un relato que no te desagradará. Que se me escuche con atención y todos obtendrán su provecho, yo el primero. Y vosotros niños, aprended, por la atención que sabréis prestar a mis palabras, a perfeccionar los lineamientos de vuestro estilo, y a percibir las menores intenciones de un autor». ¡Como si aquella nidada de adorables granujas pudiera entender lo que era la retórica! Dijo; y a un ademán suyo, uno de los hermanos se dirigió hacia la biblioteca paterna, para retornar con un volumen bajo el brazo. Entre tanto quitaron los cubiertos y la platería, y el padre tomó el libro. Al oír la electrizante palabra «viajes», Mervyn levantó la cabeza y se esforzó en poner término a sus meditaciones intempestivas. El libro es abierto hacia la mitad, y la voz metálica del comodoro prueba que sigue siendo capaz, como en los días de su gloriosa juventud, de dominar el furor de los hombres y de las tempestades. Bastante antes de que terminara la lectura, Mervyn se dejó caer sobre el codo, en la imposibilidad de seguir por más tiempo el desarrollo lógico de las frases pasadas por la hilera, y la saponificación de las consabidas metáforas. El padre exclama: «Esto no le interesa, leamos otra cosa. Lee, mujer; tendrás más suerte que yo, para alejar la tristeza de la vida de nuestro hijo». La madre ya no conserva esperanzas; con todo, se adueña de otro libro, y el timbre de su voz de soprano resuena melodiosamente en los oídos del producto de su concepción. Pero, después de algunas palabras, la domina el desaliento y por sí misma deja de interpretar la obra literaria. El primogénito exclama: «Voy a acostarme». Se retira con los ojos bajos fríamente fijos, sin agregar nada más. El perro empieza a lanzar un lúgubre ladrido, pues no le parece natural esa conducta, y el viento del exterior, penetrando desigualmente por la fisura longitudinal de la ventana, hace vacilar la llama, atemperada por dos cúpulas de cristal rosado, de la lámpara de bronce. La madre pone las manos en su frente, y el padre eleva los ojos al cielo. Los niños lanzan miradas azoradas al viejo marino. Mervyn cierra la puerta de su habitación con doble vuelta de llave y su mano se desliza rápidamente por el papel: «Recibí su carta a mediodía, y le ruego que me perdone si le he hecho esperar la respuesta. No tengo el honor de conocerlo personalmente, y no sabía si debía escribirle. Pero como la descortesía no tiene lugar en esta casa, resolví tomar la pluma y agradecerle calurosamente el interés que se toma por un desconocido. Dios me guarde de no mostrar reconocimiento por la simpatía con que usted me colma. Conozca mis imperfecciones, y eso no me hace más orgulloso. Pero si es conveniente aceptar la amistad de una persona de edad, también lo es hacerle comprender que nuestros caracteres no son iguales. En efecto, usted parece tener más años que yo, puesto que me llama joven, pero con todo conservo dudas sobre su verdadera edad. Pues, ¿cómo conciliar la frialdad de sus silogismos con la pasión que se desprende de ellos? Por supuesto, no abandonaré el lugar que me ha visto nacer para acompañarlo por comarcas lejanas; esto sólo sería posible a condición de pedir previamente a los autores de mis días un permiso impacientemente esperado. Pero como me ha exigido usted que guarde secreto (en el sentido elevado al cubo de la palabra) sobre este asunto espiritualmente tenebroso, obedeceré solícito su indiscutible prudencia. Por lo que opino, no afrontaría con gusto la claridad de la luz. Puesto que parece usted desear que yo deposite mi confianza en su persona (aspiración que no está fuera de lugar, me complazco en manifestarlo), tenga la bondad, se lo ruego, de demostrarme la misma confianza, y de no tener la pretensión de creer que yo estoy tan distante de su modo de pensar como para que pasado mañana por la mañana, a la hora indicada, no concurra puntualmente a la cita. Escalaré el muro que rodea al parque, pues la verja estará cerrada, y no habrá testigos de mi salida. Hablando con franqueza, que no haría yo por usted, cuyo inexplicable afecto ha sabido manifestarse sin dilación ante mis ojos deslumbrados, especialmente sorprendidos por una prueba tal de bondad, que resulta para mí, sin lugar a dudas, absolutamente inesperada. Ante todo porque yo no lo conocía a usted. Ahora lo conozco. No olvide la promesa que me ha hecho de pasearse por el puente del Carrusel. En caso de que yo pase por allí, tengo la seguridad más absoluta de que lo encontraré y le daré la mano, con tal de que esa inocente manifestación de un adolescente que todavía ayer se inclinaba ante el altar del pudor, no llegue a ofenderlo por su respetuosa familiaridad. Ahora bien, ¿la familiaridad no resulta admisible en el caso de una intensa y ardiente intimidad, cuando la perdición es convicta y confesa? ¿Y qué mal habría, después de todo —se lo pregunto a usted mismo— en que le diga adiós, de paso cuando pasado mañana, llueva o no, hayan dado las cinco? Usted mismo apreciará, gentleman, el tacto con que he construido mi carta, pues no me permito, en una hoja suelta y fácil de perderse, decirle nada más. Sus señas al final de la página son un jeroglífico. Me ha sido preciso casi un cuarto de hora para descifrarlo. Me parece que ha hecho bien en escribir las palabras en forma microscópica. Me eximo de firmar, con lo que lo imito a usted; vivimos en una época demasiado excéntrica, para asombrarse por un momento de lo que podría ocurrir. Tengo curiosidad por saber cómo ha averiguado el lugar en donde mora mi inmovilidad glacial, rodeada de una larga hilera de salas desiertas, inmundos osarios de mis horas de tedio. ¿Cómo podría decirlo? Cuando pienso en usted, mi pecho se agita, resonante como el derrumbamiento de un imperio en decadencia, pues la sombra de ese amor delata una sonrisa que quizás no exista: ¡es una sombra tan vaga, y mueve sus escamas tan tortuosamente! Dejo en sus manos mis sentimientos impetuosos, placas de mármol absolutamente nuevas, y vírgenes aún de cualquier contacto moral. Tengamos paciencia hasta los primeros fulgores del crepúsculo matinal, y en espera del momento que me arrojará en el horroroso enlace de sus brazos pestíferos, me inclino humildemente hacia sus rodillas, que abrazo». Después de haber escrito esta carta culpable, Mervyn la lleva al correo y vuelve a acostarse. No penséis encontrar allí a su ángel guardián. La cola de pescado sólo volará durante tres días, es cierto; pero ¡ay! no por eso la viga estará menos quemada; y una bala cilindrocónica atravesará la piel del rinoceronte, a pesar de la muchacha de nieve y el mendigo. El loco coronado habrá dicho la verdad sobre la fidelidad de los catorce puñales.
¡Advertí que sólo tenía un ojo en medio de la frente! ¡Oh espejos de plata incrustados en los paneles de los vestíbulos, cuántos servicios me habéis prestado gracias a vuestro poder reflector! Desde el día en que un gato de angora me estuvo royendo durante una hora la protuberancia parietal, igual que un trépano que perfora el cráneo, precipitándose bruscamente sobre mi espalda, porque yo había hecho hervir sus críos en una cuba llena de alcohol, no he dejado de lanzar contra mí mismo la flecha de los tormentos. Hoy, bajo la impresión de las heridas que mi cuerpo ha recibido en diversas circunstancias, sea por la fatalidad de mi nacimiento, sea por mi propia culpa; abrumado por las consecuencias de mi derrumbe moral (algunas ya las he padecido, ¿quién puede prever las otras?); espectador impasible de las monstruosidades adquiridas o naturales, que decoran las aponeurosis y el intelecto del que habla, lanzo una larga mirada de satisfacción a la dualidad de que estoy formado… y me encuentro bello. Bello como el vicio congénito de conformación de los órganos sexuales del hombre, consistente en la cortedad relativa del canal de la uretra, y la división o ausencia de su papel inferior, de modo que ese canal se abre a una distancia variable del glande en la parte baja del pene; o también como la carúncula carnosa, de forma cónica, surcada por arrugas transversales bastante profundas, que se levanta en la base del pico superior del pavo; o mejor todavía, como la verdad siguiente: «El sistema de las gamas, de los modos y de su encadenamiento armónico no descansa sobre leyes naturales invariables, sino, por el contrario, es la consecuencia de principios estéticos que han variado con el desarrollo progresivo de la humanidad, y que variarán todavía»; y sobre todo, como una corbeta acorazada con torrecillas. Sí, sostengo la exactitud de mi aserción. Me jacto de no padecer ilusiones presuntuosas, y tampoco obtendría ningún provecho de la mentira; de modo que no debéis titubear lo más mínimo en creer lo que he dicho. Pues, ¿por qué habría de inspirarme horror a mí mismo, frente a los testimonios elogiosos que parten de mi conciencia? No le envidio nada al Creador, pero que me permita bajar por el río de mi destino, a través de una serie progresiva de crímenes gloriosos. Si no, elevando a la altura de su frente una mirada que refleja la irritación ante cualquier obstáculo, le haré comprender que no es el único dueño del universo; que muchos fenómenos que dependen directamente de un conocimiento más profundo de la naturaleza de las cosas, atestiguan en favor de la opinión contraria, y oponen un formal desmentido a la viabilidad de la unidad del poder. Es que somos dos para contemplarnos las pestañas de los párpados, como ves… y sabes que en más de una ocasión ha resonado en mi boca sin labios el clarín de la victoria. Adiós, guerrero ilustre; tu valentía en la desgracia inspira la estima de tu enemigo más encarnizado; pero Maldoror te volverá a encontrar muy pronto para disputarte la presa denominada Mervyn. De este modo se cumplirá la profecía del gallo, cuando vislumbró el porvenir en el fondo del candelabro. ¡Quiera el cielo que el cangrejo paguro alcance a tiempo la caravana de peregrinos y les cuente, en pocas palabras, la narración del trapero de Clignancourt!
En un banco del Palais-Royal, del lado izquierdo, y no lejos del estanque, un individuo que desembocó en la calle Rívoli, ha venido a sentarse. Tiene la cabeza desgreñada y sus ropas revelan los efectos corrosivos de una privación prolongada. Hace un agujero en el suelo con un trozo puntiagudo de madera, y llena con tierra el hueco de su mano. Lleva ese alimento a la boca, para arrojarlo inmediatamente. Se levanta, y, colocando su cabeza contra el banco, lanza sus piernas hacia arriba. Pero como esta actitud funambulesca está al margen de las leyes de la gravitación que regulan el centro de gravedad, vuelve a caer pesadamente sobre el asiento, con los brazos caídos, con la gorra que le oculta la mitad de la cara, y golpeando con las piernas la grava en una postura de equilibrio inestable, cada vez más inseguro. Se queda largo tiempo en esa posición. Hacia la entrada divisoria del norte, al lado de la rotonda que contiene un salón de café, nuestro héroe tiene el brazo apoyado en la verja. Su mirada recorre toda la extensión del rectángulo, con objeto de no dejar escapar ninguna perspectiva. Vuelve los ojos, después de acabada la investigación, y distingue en medio del jardín a un hombre que realiza una gimnasia tambaleante con un banco sobre el cual hace esfuerzos por sostenerse, cumpliendo milagros de vigor y destreza. Pero ¿qué puede hacer la mejor de las intenciones al servicio de una causa justa contra los desórdenes de la alienación mental? Se adelanta hasta el loco, lo ayuda afablemente a que su dignidad retome una posición normal, le tiende la mano y se sienta a su lado. Comprueba que la locura es sólo intermitente; el acceso ha pasado; su interlocutor responde con lógica a todas las preguntas. ¿Acaso es necesario comunicar el sentido de sus palabras? ¿Para qué volver a abrir, por una página cualquiera, con blasfematoria diligencia, el infolio de las miserias humanas? No hay nada que sea de más fecunda enseñanza. Aunque no tuviera ningún suceso real que referiros, inventaría relatos imaginarios para transvasarlos a vuestro cerebro. Pero el enfermo no ha llegado a serlo para su propia diversión, y la sinceridad de sus informes se asocia maravillosamente con la credulidad del lector: «Mi padre era carpintero en la calle de la Verrerie… ¡Que la muerte de las tres Margaritas caiga sobre su cabeza, y que el pico del canario le roa eternamente el eje del bulbo ocular! Había adquirido el hábito de embriagarse; en esas ocasiones, cuando volvía a casa después de su recorrido por los mostradores de las tabernas, su furia se tornaba casi inconmensurable, y golpeaba sin discriminación los objetos que encontraba a la vista. Pero bien pronto, gracias a las reconvenciones de sus amigos, se corrigió totalmente, pero adquirió un humor taciturno. Nadie se le podía acercar, ni siquiera nuestra madre. Guardaba un secreto resentimiento contra la idea del deber que le impedía conducirse a su antojo. Yo había comprado un canario para mis tres hermanas; era para mis tres hermanas que yo había comprado un canario. Ellas lo encerraron en una jaula encima de la puerta, y los que pasaban se detenían indefectiblemente para escuchar los cantos del pájaro, admirar su gracia fugitiva y estudiar sus sabias formas. Más de una vez mi padre había ordenado que hicieran desaparecer la jaula y su contenido, pues se figuraba que el canario se burlaba de su persona, arrojándole el ramillete de aéreas cavatinas de su talento de vocalista. Al ir a descolgar la jaula del clavo, resbaló de la silla, cegado por la cólera. Una ligera excoriación en la rodilla fue el trofeo de su empresa. Después de haberse quedado unos segundos comprimiendo la parte hinchada con una viruta, arregló su pantalón, con las cejas fruncidas, tomó mayores precauciones, puso la jaula bajo su brazo y se encaminó al fondo del taller. Allí, a pesar de los gritos y las súplicas de la familia (queríamos mucho a aquel pájaro, que para nosotros era el genio tutelar de la casa), aplastó con sus tacones claveteados la caja de mimbre, mientras una garlopa, que hacía girar alrededor de su cabeza, mantenía alejados a los presentes. El azar quiso que el canario no muriera de golpe; ese copo de pluma vivía todavía, a pesar de estar maculado de sangre. El carpintero se alejó, cerrando la puerta ruidosamente. Mi madre y yo nos esforzamos por retener la vida del pájaro a punto de escaparse; el final se aproximaba, y el movimiento de las alas sólo se presentaba a la vista como el espejo de la suprema convulsión agónica. Durante este tiempo, las tres Margaritas, cuando advirtieron que toda esperanza estaba perdida, se tomaron de la mano de común acuerdo, y la cadena viviente fue a acurrucarse, después de haber empujado unos pasos un barril de grasa, detrás de la escalera, junto a la casilla de nuestra perra. Mi madre no interrumpía su tarea, manteniendo al canario entre sus dedos para calentarlo con el aliento. Yo corría enloquecido por todas las habitaciones, tropezando con los muebles y con las herramientas. De rato en rato, una de mis hermanas asomaba la cabeza desde atrás de la escalera para informarse de la suerte del desventurado pájaro, y volvía a retirarla con tristeza. La perra había salido de su casilla, y, como si hubiera comprendido la magnitud de nuestra pérdida, lamía con la lengua del estéril consuelo los vestidos de las tres Margaritas. Al canario sólo le restaban algunos instantes de vida. A una de mis hermanas (la más joven) le tocó el turno de asomar la cabeza en la penumbra creada por la rarefacción de la luz. Vio que mi madre palidecía, y que el pájaro, después de levantar el cuello durante un relámpago, en la última manifestación de su sistema nervioso, volvía a caer entre sus dedos, inerte para siempre. Dio la noticia a sus hermanas. Ellas no dejaron oír el susurro de un solo lamento, de un solo murmullo. El silencio reinó en el taller. No se percibía sino el crujido repentino de los fragmentos de la jaula que, en virtud de la elasticidad de la madera, recobraba parcialmente la posición primitiva de su estructura. Las tres Margaritas no derramaban ni una lágrima, y sus rostros no perdían nada de su purpúrea frescura; no… únicamente se quedaron inmóviles. Se arrastraron hasta el interior de la casilla, y se tendieron sobre la paja, una al lado de la otra, mientras la perra, testigo pasivo de sus maniobras, las contemplaba con estupor. Mi madre las llamó repetidas veces; no emitieron el sonido de ninguna respuesta. Agotadas por las emociones precedentes, sin duda dormían. Ella registró todos los rincones de la casa sin descubrirlas. Siguió a la perra, que le tiraba del vestido, hasta la casilla. La mujer se agachó para colocar la cabeza en la entrada. El espectáculo del que tuvo la posibilidad de ser testigo, dejadas a un lado las exageraciones malsanas del espanto maternal, no podía ser sino lacerante, según las presunciones de mi espíritu. Encendí una candela y se la ofrecí; de ese modo no se le podía escapar ningún detalle. Ella retiró la cabeza, cubierta de briznas de paja, del prematuro sepulcro, y me dijo: “Las tres Margaritas están muertas”. Como no las podíamos sacar de ese sitio, pues retened bien esto: estaban estrechamente abrazadas las tres, fui a buscar al taller un martillo para romper la morada canina. Me apliqué, en el acto, a la obra de demolición, y los que pasaban pudieron creer, por poca imaginación que tuvieran, que el trabajo no holgaba en nuestra casa. Mi madre, impaciente por esa demora que, con todo, era indispensable, se rompía las uñas contra las tablas. Por fin, la operación del alumbramiento negativo terminó; la casilla deshecha, se entreabrió por todos lados; y retiramos de los escombros, una tras otra, después de haberlas separado con dificultad, a las hijas del carpintero. Mi madre abandonó el país. No he vuelto a ver a mi padre. En cuanto a mí, dicen que estoy loco e imploro la caridad pública. Lo que sé es que el canario no canta más». El oyente aprueba en su interior ese nuevo ejemplo aportado para apoyar sus repugnantes teorías. Como si a causa de un hombre, en, otro tiempo esclavo de la bebida, se tuviera el derecho de acusar a toda la humanidad. Tal es al menos la reflexión paradójica que intenta hacer penetrar en su espíritu; pero que no logra expulsar de éste las fundamentales enseñanzas de la severa experiencia. Consuela al loco con simulada compasión, y le enjuga las lágrimas con su propio pañuelo. Lo lleva a un restaurante y comen a la misma mesa. Van a casa de un sastre de moda y viste al protegido como un príncipe. Llaman a la portería de una gran casa de la calle Saint-Honoré, instala al loco en un suntuoso departamento del tercer piso. El bandido lo obliga a aceptar su bolsa, y, tomando el orinal de debajo de la cama, lo pone sobre la cabeza de Aghone. «Te corono rey de las inteligencias», exclama con énfasis premeditado; «acudiré al menor de tus reclamos; saca a manos llenas de mis baúles; te pertenezco en cuerpo y alma. De noche, volverás a colocar la corona de alabastro en su sitio habitual, con autorización para usarla; pero de día, desde que la aurora ilumina a las ciudades, la repondrás sobre tu frente, como símbolo de tu poderío. Las tres Margaritas revivirán en mí, sin contar que yo seré tu madre». Entonces, el loco retrocedió algunos pasos como si fuera presa de una ofensiva pesadilla; las líneas de la felicidad se dibujaron en su rostro, arrugado por las amarguras; se arrodilló, lleno de humildad, a los pies de su protector. ¡El agradecimiento había penetrado como un veneno en el corazón del loco coronado! Quiso hablar y su lengua no le obedeció. Inclinó su cuerpo hacia adelante y volvió a postrarse en el embaldosado. El hombre de labios de bronce se retiró. ¿Qué fines perseguía? Adquirir un amigo incondicional, lo bastante ingenuo para obedecer cualquier orden suya. No podía haber encontrado nada mejor, y el azar lo había favorecido. El que Ha encontrado, tendido sobre un banco, no sabe ya, a raíz de un acontecimiento de su juventud, diferenciar el bien del mal. Era justamente Aghone a quien necesitaba.
El Todopoderoso había enviado a la Tierra uno de sus arcángeles, a fin de salvar al adolescente de una muerte segura. ¡Se verá obligado a descender él mismo! Pero todavía no hemos llegado a esa parte de nuestro relato, y me veo en la necesidad de cerrar la boca, porque no puedo decirlo todo a un mismo tiempo: cada truco efectista aparecerá en su lugar, cuando la trama de esta ficción no encuentre inconvenientes en ello. Para no ser reconocido, el arcángel había tomado la forma de un cangrejo paguro, grande como una vicuña. Se mantenía en la punta de un escollo, en medio del mar, y esperaba el momento favorable de la marea, para bajar a la costa. El hombre con labios de jaspe, escondido tras una sinuosidad de la playa, espiaba al animal con un garrote en la mano. ¿Quién hubiera deseado leer en la mente de esos dos seres? Al primero no se le ocultaba que tenía una misión difícil que cumplir: «¿Y cómo tener éxito», exclamaba, en tanto que las olas crecían, azotando su refugio temporal, «en un caso en que mi señor ha visto fracasar más de una vez su fuerza y su valor? Yo soy solamente una sustancia limitada, mientras que el otro nadie sabe de dónde viene ni cuál es su objetivo final. Al oír su nombre, los ejércitos celestiales tiemblan, y más de uno refiere, en las regiones que he dejado, que ni el mismo Satán, Satán la encarnación del mal, es tan temible». El segundo hacía las siguientes reflexiones, que tuvieron eco hasta en la cúpula azulada a la que mancharon: «Le encuentro un aire de total inexperiencia; le arreglaré las cuentas rápidamente. Sin duda llega de lo alto, enviado por Aquel que teme tanto acudir personalmente. Veremos en la acción si es tan altanero como parece; no es un habitante del albaricoque terrestre; revela su origen seráfico por sus ojos errabundos e indecisos». El cangrejo paguro, que desde hacía un tiempo examinaba con la vista un sector limitado de la costa, descubrió a nuestro héroe (éste se irguió entonces en toda la altura de su talla hercúlea), y lo apostrofó en los términos que van a continuación: «No trates de luchar y ríndete. Me envía alguien que está por encima de nosotros dos, para que te cargue de cadenas y te ponga los dos miembros, cómplices de tu pensamiento, en la imposibilidad de moverse. Asir con tus dedos cuchillos y puñales, es cosa que en adelante te estará vedado, créemelo, tanto en tu propio interés como en el de los otros.
Me apoderaré de ti muerto o vivo, aunque se me haya ordenado llevarte vivo. No me pongas en la disyuntiva de tener que recurrir al poder que me ha sido concedido. Me comportaré con delicadeza; por tu parte, no opongas ninguna resistencia. De ese modo reconoceré con satisfacción y alegría que das el primer paso hacia el arrepentimiento». Cuando nuestro héroe oyó esa arenga, impregnada de tan profunda vis cómica, tuvo que hacer un esfuerzo para que la seriedad se mantuviera sobre la rudeza de sus rasgos curtidos. Pero en fin, no habrá nadie que se sorprenda si agrego que terminó por estallar en carcajadas. ¡Aquello superaba sus fuerzas! ¡No hubo en ello mala intención! ¡Ciertamente no quiso atraerse los reproches del cangrejo paguro! ¡Cuántos esfuerzos no hizo para acabar con la hilaridad! ¡Cuántas veces apretó sus labios uno contra otro, para no dar la impresión de que ofendía a su pasmado interlocutor! Infortunadamente, su temperamento participaba de la naturaleza humana, y reía como lo hacen las ovejas. Por fin se detuvo. ¡Ya era tiempo! ¡Había estado a punto de sofocarse! El viento llevó esta respuesta al arcángel del escollo: «Cuando tu señor no envíe más caracoles y crustáceos para arreglar sus asuntos, y se digne parlamentar personalmente conmigo, podrá encontrarse, estoy seguro, el medio de que nos entendamos, puesto que soy inferior al que te envió, como has dicho muy justamente. Hasta ese momento, toda idea de reconciliación me parece prematura, y apta solamente para producir un resultado quimérico. Lejos estoy de desconocer lo que hay de sensato en cada una de tus sílabas, y, como podríamos llegar a fatigar inútilmente nuestras voces al hacerles recorrer tres kilómetros de distancia, me parece que obrarías cuerdamente si descendieras de tu fortaleza inexpugnable y alcanzaras la tierra firme a nado; discutiríamos así más cómodamente las condiciones de una rendición que, por legítima que sea, después de todo no deja de presentar para mí desagradables perspectivas». El arcángel, que no esperaba tan buena disposición, asomó un punto su cabeza desde las profundidades de la grieta y respondió. «¡Oh Maldoror, acaso ha llegado finalmente el día en que tus abominables instintos verán extinguirse la antorcha de injustificable orgullo que los conduce a la condenación eterna! Seré, pues, el primero en describir ese loable cambio a las falanges de los querubines, dichosos de encontrarse nuevamente con uno de los suyos. Bien sabes tú mismo, y no lo has olvidado, que hubo una época en que ocupabas el primer puesto entre nosotros. Tu nombre corría de boca en boca, y hoy eres el tema de nuestras solitarias conversaciones. Ven pues… ven a concertar una paz duradera con tu antiguo señor; te recibirá como a un hijo extraviado, y hará caso omiso de la enorme cantidad de culpa que atesoras, como una montaña de cuernos de ante, levantada por los indios y apilada sobre tu corazón». Dijo, y sacó todas las partes de su cuerpo del fondo de la sombría abertura. Aparece radiante sobre la superficie del escollo, tal como un sacerdote de las religiones cuando tiene la seguridad de recuperar una oveja descarriada. Está por saltar al agua para dirigirse a nado hacia el perdonado. Pero el hombre de labios de zafiro calculó con mucha anticipación su pérfido golpe. Su garrote sale disparado con fuerza; después de muchos rebotes en las olas, va a golpear en la cabeza al arcángel bienhechor. El cangrejo, mortalmente herido, cae en el agua. La marea lleva a la orilla el despojo flotante. Había estado esperando la marea para emprender con más comodidad el descenso. Pues bien, la marea ha llegado; lo ha mecido con sus cantos y depositado blandamente sobre la playa: ¿el cangrejo no está satisfecho? ¿Qué más quiere? Y Maldoror, inclinado en la playa arenosa, recibe en los brazos a dos amigos, inseparablemente reunidos por el azar de las olas: ¡el cadáver del cangrejo paguro y el garrote homicida! «Todavía no he perdido mi habilidad —exclama— que sólo pide ser puesta a prueba; mi brazo conserva su potencia y mi ojo su precisión». Contempla al animal inerte. Abriga el temor de que le pidan cuentas de la sangre derramada. ¿Dónde ocultará el arcángel? Y al mismo tiempo se pregunta si la muerte no fue instantánea. Se echa a la espalda un yunque y un cadáver; se encamina hacia un gran estanque con las orillas cubiertas y como amuralladas por una inextricable maraña de grandes juncos. Quiso primero tomar un martillo, pero es un instrumento demasiado liviano, mientras que con un objeto más pesado, si el cadáver da señales de vida, lo depositará en el suelo y lo hará polvo a golpes de yunque. A su brazo no le falta potencia, no; ésa es la menor de sus dificultades. Cuando tuvo el lago a la vista, lo vio poblado de cisnes. Lo imagina un retiro seguro para él; merced a una metamorfosis, sin dejar su carga, se mezcla con el tropel de las demás aves. Reparad en la mano de la Providencia allí donde uno se inclinaba a darla por ausente, y haced buen uso del milagro del que voy a hablaros. Negro como el ala del cuervo, nadó tres veces entre el grupo de palmípedos de blancura deslumbradora; por tres veces conservó ese color distintivo que lo asemejaba a un bloque de carbón. Pues Dios, en su justicia, no permitió que su astucia pudiera engañar ni siquiera a una bandada de cisnes. De ese modo, permaneció ostensiblemente en el interior del lago; pero todos se mantuvieron apartados, y no hubo ave que se acercara a su deshonroso plumaje para hacerle compañía. Finalmente, circunscribió sus inmersiones en un área apartada, en el extremo del estanque, solo entre los habitantes del aire, como lo estaba entre los hombres. ¡Así se preparaba para el increíble suceso de la plaza Vendôme!
El corsario de cabellos de oro recibió la respuesta de Mervyn. Sigue en esa página singular el rastro de los trastornos intelectuales de quien la escribió, juguete de las endebles fuerzas de su propia sugestión. Hubiera sido mucho mejor consultar a sus padres antes de responder a la amistad del desconocido. No obtendrá ningún beneficio, mezclándose, como principal actor, en esa equívoca intriga. Pero, en fin, él lo quiso así. A la hora indicada, Mervyn, desde la puerta de su casa, avanzó en línea recta, siguiendo el bulevar Sebastopol hasta la fuente Saint-Michel. Tomó el malecón de Les Grands-Augustins y atravesó el malecón Conti; en el instante de pasar por el malecón Malaquais, ve caminando por el malecón del Louvre, paralelamente a su propia dirección, a un individuo que lleva una bolsa bajo el brazo y que parece observarlo con atención. La bruma matinal se ha disipado. Los dos caminantes desembocan a un tiempo por cada lado del puente del Carrusel. ¡Aunque no se habían visto jamás, se reconocieron! En verdad era conmovedor ver a esos seres de edades tan distintas, acercar sus almas llevados por la grandeza de los sentimientos. Al menos ésa hubiera sido la opinión de quienes se hubiesen detenido frente a ese espectáculo que más de uno, aun poseedor de un espíritu matemático, consideraría emocionante. Mervyn, con el rostro humedecido por las lágrimas, imaginaba haber encontrado, por así decir, en la puerta de la vida, un precioso sostén para el caso de futuras adversidades. Tened por seguro que el otro no decía nada. Esto fue lo que hizo: desplegó la bolsa que llevaba, y ensanchando la abertura, tomó al adolescente por la cabeza e hizo pasar el cuerpo entero dentro de la envoltura de tela. Ató con su pañuelo el extremo que servía de entrada. Como Mervyn lanzara agudos gritos, levantó la bolsa como si fuera un paquete de ropa blanca, y golpeó con él, repetidas veces, el parapeto del puente. Entonces el paciente, percibiendo el crujido de sus huesos, enmudeció. ¡Escena única que ningún novelista volverá a encontrar! Está pasando un carnicero, sentado sobre la carne de su carro. Un individuo corre hacia él, lo induce a detenerse y le dice: «Hay un perro encerrado en esta bolsa; tiene sarna; termine con él lo antes posible». El interpelado se muestra complacido. El interruptor, al alejarse, se topa con una muchacha harapienta que le tiende la mano. ¿Hasta qué colmo de audacia e impiedad llega? ¡Le da una limosna! Decidme si queréis que os conduzca, algunas horas más tarde, hasta la puerta de un matadero alejado. El carnicero está de vuelta y dice a sus camaradas, arrojando un fardo a tierra: «Apurémonos a matar este perro sarnoso». Son cuatro y cada uno empuña el martillo habitual. Y, sin embargo, vacilan porque la bolsa se agita fuertemente. «¿Qué emoción me domina?», grita uno de ellos dejando caer lentamente su brazo. «Este perro lanza gemidos de dolor que parecen de un niño», dice otro; «se diría que comprende la suerte que le espera». «Tienen esa costumbre», respondió un tercero, «hasta cuando no están enfermos, como en este caso, basta que su dueño se ausente por algunos días de su vivienda, para que se empeñen en hacer oír aullidos que verdaderamente resulta penoso soportar». «¡Deteneos!… ¡deteneos!…», gritó el cuarto, antes de que todos los brazos se hubiesen levantado al unísono para golpear, esta vez resueltamente, sobre la bolsa. «Deteneos, os digo, hay aquí algo difícil de entender. ¿Quién nos asegura que esta tela encierra un perro? Yo quiero comprobarlo». Entonces, pese a las burlas de sus compañeros, desató el paquete y fue sacando uno tras otro los miembros de Mervyn. Éste se hallaba casi ahogado por la incomodidad de la postura. Perdió el conocimiento al volver a ver la luz. Algunos momentos después dio muestras indudables de vida. El salvador dijo: «Aprended para otra vez a ser prudentes hasta en vuestro oficio. Habéis estado a punto de comprobar, vosotros mismos, que de nada sirve practicar la inobservancia de esta ley». Los carniceros se marcharon. Mervyn, con el corazón oprimido y rebosante de presentimientos funestos, retorna a su casa y se encierra en su habitación. ¿Tengo que insistir sobre esta estrofa? ¡Ay, quién no deplorará los acontecimientos que en ella se consumaron! Esperemos el final para emitir un juicio todavía más severo. Está por precipitarse el desenlace, y, en esta clase de relatos, en los que una pasión, sea del género que fuere, se abre camino sin temor a través de todos los obstáculos, no es oportuno concentrar en una cápsula la goma laca de cuatrocientas páginas triviales. Lo que puede ser dicho en una media docena de estrofas, hay que decirlo y después callarse.
Para construir mecánicamente el meollo de un cuento soporífero, no basta con disecar estupideces y embrutecer a fondo con dosis repetidas la inteligencia del lector, de modo tal que se llegue a paralizar sus facultades por el resto de sus días, como consecuencia de la ley infalible de la fatiga; es necesario, además, mediante un excelente fluido magnético, colocarlo hábilmente en una condición de sonambulismo en la que es imposible moverse, forzándolo a ofuscar sus ojos, contra su naturaleza, por la fijeza de los vuestros. Quiero decir, no para hacerme comprender mejor, sino tan sólo para desarrollar mi pensamiento que interesa e irrita a la vez por una armonía de las más penetrantes, que no creo en la necesidad, para alcanzar el objetivo propuesto, de inventar una poesía completamente al margen del proceso ordinario de naturaleza, y cuyo hálito pernicioso parece subvertir hasta las verdades absolutas; pero lograr tal resultado (conforme, por lo demás, con las reglas de la estética, si uno lo piensa bien), no es tan fácil como se cree: esto es lo que quería dar a entender. ¡Por eso haré todos los esfuerzos para lograrlo! Si la muerte pone término a la fantástica emaciación de los dos largos brazos que pertenecen a mis hombros, utilizados en el lúgubre aplastamiento de mi yeso literario, quiero al menos que el enlutado lector pueda decir: «Hay que hacerle justicia. Me ha cretinizado en forma. ¡Qué no habría hecho de haber vivido más tiempo! Es el mejor profesor de hipnotismo que conozco». Grabarán estas pocas palabras conmovedoras en el mármol de mi tumba, y mis manes quedarán satisfechos. Continúo. Había una cola de pescado que se meneaba en el fondo de un orificio al lado de una bota destalonada. No era lógico preguntarse: «¿Dónde está el pescado? Sólo veo una cola que se mueve». Ya que, precisamente, al admitir de modo implícito que no veía el pescado, significaba que en realidad no estaba allí. La lluvia había dejado algunas gotas de agua en el fondo de ese embudo, excavado en la arena. En cuanto a la bota destalonada, hay quien pensó más tarde que provenía de un abandono voluntario. El cangrejo paguro, por el poder divino, debía renacer de sus átomos disociados. Sacó del pozo la cola de pescado y le prometió unirla a su cuerpo perdido, si anunciaba al Creador, la impotencia de su mandatario para dominar las furibundas olas del mar maldoriano. Le prestó dos alas de albatros, con lo que la cola de pescado levantó vuelo. Pero se dirigió hacia la morada del renegado, para referirle lo que pasaba, y traicionar al cangrejo paguro. Éste adivinó las intenciones del espía, y, antes de que el tercer día tocara a su fin, atravesó la cola de pescado con una flecha envenenada. La garganta del espía emitió una débil exclamación, que dio el último suspiro antes de tocar tierra. Entonces, una viga secular situada en la techumbre de un castillo, se enderezó en toda su altura de un salto y exigió venganza con grandes voces. Pero el Todopoderoso, convertido en rinoceronte, le informó que aquella muerte era merecida. La viga, tranquilizada, fue a colocarse en el fondo del castillo, recobró su posición horizontal, y llamó nuevamente a las arañas asustadas, para que continuasen tejiendo, como antes, sus telas en los rincones. El hombre de labios de azufre reconoció la debilidad de su aliada; por eso ordenó al loco coronado quemar la viga y reducirla a cenizas. Aghone ejecutó esa orden severa. “Ya que ha llegado el momento, según usted”, exclamó, “he ido a recuperar el anillo que había enterrado debajo de la piedra, y lo he atado a uno de los extremos de la cuerda. Aquí está el paquete”. Y mostró una gruesa cuerda arrollada sobre sí misma, de sesenta metros de largo. Su amo le preguntó qué hacían los catorce puñales. Contestó que permanecían fieles y listos para cualquier evento, si fuera necesario. El esforzado inclinó la cabeza en señal de satisfacción. Demostró sorpresa y hasta inquietud cuando Aghone agregó que había visto un gallo partir con el pico un candelabro en dos, hundir la mirada por turno en cada una de las partes, y exclamar batiendo las alas con frenéticos movimientos: “No es tan grande como se cree la distancia entre la rue de la Paix y la place du Panthéon. Pronto tendrán la demostración lamentable”. El cangrejo paguro montado en un fogoso corcel, corría a rienda suelta en dirección del escollo, testigo del lanzamiento del garrote por un brazo tatuado, y asilo del primer día de su descenso a la tierra. Una caravana de peregrinos se había puesto en marcha para visitar ese sitio, consagrado en adelante por una muerte augusta. Esperaba alcanzarlos para solicitarles socorro urgente contra la confabulación que se preparaba y de la que tenía conocimiento. Veréis, algunas líneas más adelante, con ayuda de mi silencio glacial, que no llegó a tiempo para contarles lo que le había relatado un trapero escondido tras el andamiaje cercano de una casa en construcción, el día en que el puente del Carrusel, todavía empapado por el húmedo rocío nocturno, vio con horror cómo el horizonte de su pensamiento se expandía confusamente en círculos concéntricos ante la aparición matinal de la rítmica soba de una bolsa icosaédrica contra su parapeto calcáreo. Antes de que los incite a la compasión por el recuerdo de ese episodio, será conveniente que destruyan en sí mismos la semilla de la esperanza… Para quebrar vuestra pereza, poned en acción los recursos de la buena voluntad, marchad a mi lado sin perder de vista a ese loco con la cabeza coronada por un orinal, que empuja hacia adelante, con la mano armada de un garrote, a aquel que tendría dificultad en reconocer si yo no hubiese tomado la precaución de advertiros y de recordar a vuestro oído la palabra que se pronuncia Mervyn. ¡Cómo ha cambiado! Avanza con las manos atadas a la espalda, como si fuera al cadalso, y, sin embargo, no es culpable de ninguna fechoría. Acaban de llegar al recinto circular de la plaza Vendôme. Sobre la cornisa de la sólida columna, apoyado contra la balaustrada cuadrangular, a más de cincuenta metros de altura sobre el suelo, un hombre lanza y desenrolla una cuerda, que cae al suelo a algunos pasos de Aghone. Con el hábito se hace rápidamente cualquier cosa, pero puedo decir que el último no tardó mucho en atar los pies de Mervyn al extremo de la cuerda. El rinoceronte se había enterado de lo que estaba por ocurrir. Cubierto de sudor apareció jadeando en la esquina de la Calle Castiglione. Ni siquiera tuvo la satisfacción de entablar combate. El individuo que examinaba los contornos desde lo alto de la columna amartilló su revólver, apuntó con cuidado y apretó el gatillo. El comodoro que mendigaba por las calles desde el día en que había comenzado lo que imaginó fuera la locura de su hijo, y la madre a quien apodaban la muchacha de nieve a causa de su extremada palidez, pusieron sus pechos para proteger al rinoceronte. Inútil precaución. La bala perforó su piel como un taladro; se hubiese podido creer, con cierto sentido lógico, que la muerte se produciría fatalmente. Pero nosotros sabemos que en ese paquidermo se había introducido la sustancia del Señor. Se retiró afligido. De no haberse probado con toda certeza que no fue demasiado bondadoso con una de sus criaturas, compadecería al hombre de la columna. Éste, con un movimiento brusco de su muñeca, tiró hacia arriba de la cuerda así cargada. Colocada fuera de lo normal, sus oscilaciones balancean a Mervyn, con la cabeza hacia abajo. Se prende vivamente con las manos de una larga guirnalda de siemprevivas que une dos ángulos consecutivos de la base, contra la que golpea su frente. Arrastra consigo, por el aire, lo que no era un punto fijo. Después de haber amontonado a sus pies en forma de elipses superpuestas, una gran parte de la cuerda, de modo que Mervyn quedara suspendido a mitad de camino del obelisco de bronce, el forzado evadido, con su mano derecha hace que el adolescente adquiera un movimiento acelerado de rotación uniforme, en un plano paralelo al eje de la columna, mientras recoge con la izquierda los arrollamientos serpentinos de la cuerda, que están a sus pies. La honda silba en el espacio; el cuerpo de Mervyn la sigue por todas partes, siempre alejado del centro por la fuerza centrífuga, siempre conservando su posición móvil y equidistante, en una circunferencia aérea, independiente de la materia. El salvaje civilizado va soltando poco a poco, hasta alcanzar el otro extremo que retiene con metacarpo firme, lo que erróneamente se tomaría por una barra de acero. Se echa a correr alrededor de la balaustrada, tomándose de la barandilla con una mano. Esta maniobra da por resultado un cambio en el plano primitivo de revolución de la cuerda y un aumento de su fuerza de tensión que ya era considerable. En adelante, gira majestuosamente en un plano horizontal, después de haber pasado sucesivamente, y de modo insensible, por toda la serie de los diversos planos oblicuos. El ángulo recto que forman la columna y el cordón vegetal, tiene los lados iguales. El brazo del renegado y el instrumento homicida se confunden en la unidad lineal como los elementos corpusculares de un rayo de luz que penetra en la cámara oscura. Los teoremas de la mecánica me autorizan a hablar de este modo; ¡ay! se sabe que una fuerza agregada a otra fuerza engendra una resultante compuesta de las dos fuerzas primitivas. ¿Quién osaría sostener que la cuerda lineal ya se hubiera roto a no ser por el vigor del atleta y por la buena calidad del cáñamo? El corsario de cabellos de oro, brusca y simultáneamente, detiene la velocidad adquirida, abre la mano y suelta la cuerda. El contragolpe de esta operación, tan opuesta a las precedentes, hace crujir las junturas de la balaustrada. Mervyn, seguido de la cuerda, semeja un cometa que arrastra tras sí su reluciente cola. El anillo de hierro del nudo corredizo que centellea a los rayos del sol, sirve para completar la ilusión. En el recorrido de su parábola, el condenado a muerte hiende la atmósfera hasta la orilla izquierda, la sobrepasa en virtud a la fuerza de impulsión que imagino infinita, y su cuerpo va a chocar con la cúpula del Panteón, mientras la cuerda rodea parcialmente con sus vueltas la pared superior de la inmensa cúpula. Sobre su esférica y convexa superficie, que no se parece a una naranja sino por la forma, se ve, a todas horas del día, un esqueleto desecado que ha quedado suspendido. Cuando el viento lo balancea, cuentan que los estudiantes del Barrio Latino, temerosos de un destino similar, pronuncian una breve plegaria; son rumores insignificantes a los que no se puede dar crédito, aptos sólo para asustar a los niños.
Entre sus manos crispadas tiene como una gran cinta de viejas flores amarillas. La distancia debe tenerse en cuenta, por lo que nadie puede afirmar, aunque garantice una vista excelente, que ésas sean, realmente, las siemprevivas de que os hablé, y que una lucha desigual, que tuvo lugar cerca de la nueva Ópera, vio arrancar de un grandioso pedestal. No es menos cierto que las colgaduras en forma de media luna no retienen más la expresión de su simetría definitiva en el número cuaternario: id a comprobarlo vosotros mismos si no me queréis creer.