Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a dar comienzo al cuarto canto[10]. Cuando el pie resbala sobre una rana, se experimenta una sensación de repulsión; pero cuando se roza apenas con la mano el cuerpo humano, la piel de los dedos se agrieta como las escamas de un bloque de mica que se rompe a martillazos; y así como el corazón de un tiburón que ha muerto hace una hora, palpita todavía sobre la cubierta con tenaz vitalidad, de igual modo nuestras entrañas se agitan en toda su extensión, mucho tiempo después del contacto. ¡Tanto horror inspira el hombre a sus semejantes! Es probable que al declarar esto me equivoque, pero también es probable que diga la verdad. Puedo prever y concebir una enfermedad más terrible que los ojos hinchados por largas meditaciones sobre las extrañas características del hombre, pero aunque continúo buscando… ¡no he podido dar con ella! No me creo menos inteligente que otros, y sin embargo, ¿quién osaría afirmar que el éxito ha coronado mis investigaciones? ¡Buena mentira saldría de su boca! El antiguo templo de Denderah está situado a una hora y media de la orilla izquierda del Nilo. Hoy, falanges innumerables de avispas se han apoderado de las canaletas y de las cornisas. Revolotean alrededor de las columnas como las espesas ondas de una negra cabellera. Únicos moradores del frío pórtico, custodian la entrada de los vestíbulos como por un derecho hereditario. Comparo el zumbido de sus alas metálicas con el choque incesante de los témpanos, precipitados unos contra otros durante el deshielo de los mares polares. ¡Pero si examino la conducta de aquel a quien la providencia entregó el trono en esta tierra, las tres aletas de mi dolor producen un murmullo más intenso! Cuando de noche un cometa aparece súbitamente en una región del cielo, después de ochenta años de ausencia, muestra a los habitantes de la tierra y a los grillos su cola brillante y vaporosa. Es indudable que no tiene conciencia de ese largo viaje; no pasa lo mismo contigo: acodado en la cabecera de mi lecho mientras la línea dentada de un horizonte árido y sombrío se destaca vigorosamente en el fondo de mi alma, me sumerjo en sueños de compasión, y me avergüenzo del hombre. Partido en dos por el cierzo, el marinero, después de haber cumplido su cuarto nocturno, se apresura a volver a su hamaca: ¿por qué no tendré yo ese consuelo? La idea de que he caído, por propia voluntad, tan bajo como mis semejantes, y de que tengo menos derecho que cualquier otro a lanzar lamentaciones sobre nuestra suerte que nos mantiene encadenados a la costra endurecida de un planeta, y sobre la naturaleza de nuestra alma perversa, me penetra como un clavo de herrería. Se conocen explosiones de grisú que han aniquilado familias enteras; pero sólo sufrieron una corta agonía, porque la muerte es casi instantánea en medio de los escombros y los gases deletéreos; pero yo… ¡existo eternamente como el basalto! Tanto en la mitad como al comienzo de la vida, los ángeles se parecen a sí mismos; ¡en cambio hace demasiado tiempo que no me parezco a mí mismo! El hombre y yo, encerrados en los límites de nuestra inteligencia, como a veces un lago en un cinturón de islas de coral, en lugar de unir nuestras respectivas fuerzas para defendernos del azar y del infortunio, nos separamos con el estremecimiento del odio, tomando dos caminos antagónicos como si nos hubiésemos herido mutuamente con la punta de una daga. Diríase que el uno es consciente del desprecio que inspira al otro; impulsados por el móvil de una discutible dignidad, nos apresuramos a no inducir en error a nuestro adversario; cada uno se mantiene en su sitio aunque no ignore que será imposible conservar la paz proclamada. Pues bien, ¡sea!, que mi guerra contra el hombre se eternice, ya que cada uno descubre en el otro su propia degradación… ya que los dos somos enemigos mortales. Tanto si logro una victoria desastrosa, como si sucumbo, el combate será hermoso: yo solo contra toda la humanidad. No utilizaré armas construidas con madera o hierro; apartaré con el pie las formaciones minerales extraídas de la tierra; la sonoridad poderosa y seráfica del arpa se convertirá por obra de mis dedos en un terrible talismán. En más de una emboscada, el hombre, simio sublime, ha atravesado ya mi pecho con su lanza de pórfido, pero un soldado no exhibe sus heridas por gloriosas que sean. Esta guerra terrible arrojará el dolor sobre ambos contendientes: ¡dos amigos que procuran obstinadamente destruirse! ¡curioso drama!
Dos pilares que no era difícil, pero tampoco probable, tomar por baobabs, se distinguían en el valle, con un tamaño superior al de dos alfileres. En efecto, eran dos torres enormes. Y aunque dos baobabs, al primer golpe de vista no se parecen en nada a dos alfileres, ni siquiera a dos torres, se puede afirmar sin temor a equivocarse que, manejando con habilidad los hilos de la prudencia (pues si esta afirmación estuviera acompañada de la menor pizca de incertidumbre, ya no sería una afirmación; aunque un mismo nombre designe a esos dos fenómenos del alma que presentan caracteres demasiado netos para que se los pueda confundir con ligereza) un baobab no difiere tanto de un pilar como para hacer inconcebible la comparación entre esas formas arquitecturales… o geométricas… o una y otra… o más bien formas elevadas y compactas. Acabo de encontrar, no tengo la pretensión de sostener lo contrario, los epítetos apropiados para los sustantivos pilar y baobab; y entiéndase bien que no es sin mezcla de alegría y orgullo que lo hago notar a aquellos que, después de haber abierto los ojos, han tomado la loable decisión de recorrer estas páginas, mientras arde la bujía, si es de noche, y mientras brilla el sol, si es de día. Y hay que advertir además que aun cuando una potencia superior nos ordenara, en los términos más claramente precisos, arrojar a los abismos del caos la juiciosa comparación que todos han podido sin duda saborear con impunidad, aun en ese caso, y justamente en ese caso, no debe perderse de vista este axioma primordial, los hábitos adquiridos en el transcurso de los años, los libros, el contacto con sus semejantes y el carácter inherente a cada uno que se desarrolla en rápido florecimiento, impondría al espíritu humano, el irreparable estigma de la recidiva en el empleo criminal (criminal si nos colocamos momentánea y espontáneamente en el punto de vista de la potencia superior) de una figura retórica que más de uno desprecia pero que muchos ponderan. Si el lector encuentra esta frase demasiado larga, le pido que acepte mis excusas, aunque sin esperar bajezas de mi parte. Puedo tener defectos, pero no los agravaré por cobardía. Mis razonamientos chocan a veces contra los cascabeles de la locura, y la apariencia seria de lo que a fin de cuentas sólo es grotesco (aunque según ciertos filósofos, sea difícil diferenciar al bufón del melancólico, puesto que la vida misma es un drama cómico o una comedia dramática); sin embargo, le está permitido a todo el mundo matar moscas, y hasta rinocerontes, a fin de distraerse, de vez en cuando, de un trabajo demasiado escabroso. Para matar moscas ésta es la manera más expedita, aunque no quizás la mejor: se las aplasta entre los dos primeros dedos de la mano. La mayor parte de los autores que han tratado este asunto a fondo, han llegado a la conclusión, muy verosímil, de que es preferible, en muchos casos, cortarles la cabeza. Si alguien me reprocha el hablar de alfileres por ser un tema radicalmente frívolo, que considere, sin prejuicios, que los más grandes efectos los producen, a menudo, las más pequeñas causas. Y para no alejarme demasiado del marco de esta hoja de papel, ¿no se advierte que el laborioso fragmento literario que estoy por componer desde el comienzo de esta estrofa, sería quizás menos gustado si tomara su punto de apoyo en una cuestión espinosa de química o de patología interna? Por lo demás, todos los gustos están en la naturaleza, y, cuando al comienzo comparé los pilares con los alfileres con tanta exactitud (por supuesto no imaginaba que un día habrían de reprochármelo) me basé en las leyes de la óptica, las que establecen que, mientras más alejado esté el rayo visual de un objeto, más pequeña resulta la imagen reflejada en la retina.
De este modo sucede que la inclinación de nuestro espíritu a la farsa toma por una miserable salida ingeniosa, lo que no es, la mayoría de las veces, en la intención del autor, sino una verdad importante proclamada solemnemente. ¡Oh, ese filósofo insensato que estalla en carcajadas al ver a un asno comiendo un higo! No invento nada: los antiguos libros relatan, con todos sus detalles, esa voluntaria y vergonzosa renuncia a la humana nobleza. En cuanto a mí, no sé reír. Nunca he podido reír aunque lo he intentado en diversas oportunidades. Aprender a reír es muy difícil. O más bien creo que un sentimiento de repulsión hacia tal monstruosidad constituye una característica fundamental de mi tempera mento. Pues bien, fui testigo de algo más grande: ¡vi a un higo comerse a un asno! Y, sin embargo, no me reí; con toda franqueza no se movió ni un músculo de mi boca. La necesidad de llorar se apoderó de mí con tal fuerza, que mis ojos dejaron escapar una lágrima. «Naturaleza, naturaleza», exclamaba yo sollozando, «el gavilán destroza al gorrión, el higo se come al asno, y la tenia devora al hombre». Sin decidirme a seguir adelante, me pregunto a mí mismo si ya hablé del modo cómo se matan las moscas. Sí, ¿no es cierto? ¡No es menos cierto que no he hablado de la destrucción de los rinocerontes! Si algunos amigos pretendieran lo contrario, yo no los escucharía, y recordaría que el elogio y la adulación son dos grandes piedras de escándalo. Sin embargo, a fin de tranquilizar mi conciencia en lo posible, no puedo negarme a hacer notar que esa disertación sobre el rinoceronte, me arrastraría más allá de los límites de la paciencia y de la sangre fría, y, por otra parte, desalentaría probablemente (tengamos hasta la audacia de decir indudablemente) a las generaciones actuales. ¡No haber hablado del rinoceronte después de la mosca! Por lo menos, como excusa aceptable, debería haber mencionado sin demora (¡y no lo hice!) esa omisión impremeditada, que no asombrará a aquellos que han estudiado a fondo las contradicciones reales e inexplicables que habitan los lóbulos del cerebro humano. Nada es indigno para una inteligencia grande y simple: el más mínimo fenómeno de la naturaleza, si en él hay misterio, se convertirá para el lúcido, en inagotable materia de reflexión. Si alguien ve a un asno comer un higo o a un higo comer un asno (estas dos circunstancias no se presentan con frecuencia, salvo en poesía), ¡tened por seguro que después de haber reflexionado dos o tres minutos para saber qué conducta asumir, abandonará el sendero de la virtud para echarse a reír como un gallo! Además, no está del todo probado que los gallos abran deliberadamente el pico para imitar al hombre haciendo una mueca atormentada. ¡Denomino mueca aquello que en las aves tiene el mismo nombre que en los humanos! El gallo no escapa a su naturaleza, no tanto por incapacidad como por orgullo. Enseñadles a leer y se rebelarán. ¡No es un loro que se extasiaría ante su debilidad, ignorante o imperdonable! ¡Oh execrable envilecimiento! ¡Cómo se asemeja uno a la cabra cuando ríe! La serenidad de la frente desaparece para dar lugar a dos enormes ojos de pescado que (¿no es deplorable?), que… se ponen a brillar como faros. Aunque a menudo me ocurrirá enunciar solemnemente las proposiciones más bufonescas, no encuentro que eso se convierta en motivo suficientemente perentorio para ensanchar la boca. No puedo contener la risa, me contestaréis. Acepto esa explicación absurda, pero entonces que sea una risa melancólica. Reíd, pero llorando al mismo tiempo. Si no podéis llorar con los ojos, llorad con la boca. Y si tampoco es posible, orinad: pues he advertido que un líquido cualquiera es necesario, para atenuar la sequedad que produce en sus partes laterales la risa, de líneas hendidas hacia atrás. En cuanto a mí, no me dejaré confundir por los cloqueos burlones y los mugidos extravagantes de los que encuentran siempre algo que desaprobar en una personalidad que no se parece a la de ellos, por ser una de las innumerables variantes intelectuales que Dios, sin apartarse del tipo primordial, creó para gobernar las armazones óseas. Hasta la época actual, la poesía fue por mal camino; elevándose hasta el cielo o arrastrándose por la tierra, ella ha desconocido los fundamentos de su existencia, y ha sido, no sin razón, escarnecida por la buena gente. No supo ser modesta… cualidad la más bella que debe encontrarse en un ser imperfecto. Yo quiero mostrar mis cualidades, pero no soy lo bastante hipócrita para ocultar mis defectos. La risa, el mal, el orgullo, la locura, aparecerán, alternando con la sensibilidad y el amor a la justicia, y servirán de ejemplo a la estupefacción humana; todos se reconocerán, no como deberían ser, sino como son. Y quizás ese simple ideal, concebido por mi imaginación, llegue sin embargo a sobrepasar todo lo que la poesía ha encontrado hasta el presente de más grandioso y sagrado. Pues al dejar traslucirse el vicio en estas páginas, se creerá más en las virtudes que yo hago resplandecer, y cuya aureola colocaré tan alto que los mayores genios del porvenir me testimoniarán un sincero reconocimiento. De tal modo, la hipocresía será expulsada sin más trámites de mi morada. Darán mis cantos una imponente prueba de poderío, al despreciar así las opiniones consagradas. Él canta sólo para sí mismo, y no para sus semejantes. Él no coloca la medida de su inspiración en la balanza humana. Libre como la tempestad, le ha ocurrido encallar, un día, en las playas indómitas de su terrible voluntad. No teme a nadie salvo a sí mismo. En sus combates sobrenaturales, atacará con ventaja al hombre y al Creador, como cuando el pez espada hunde su arma en el vientre de la ballena: ¡maldito sea, por sus hijos y por mi mano descarnada, aquel que persiste en no comprender los canguros implacables de la risa y los piojos audaces de la caricatura!… Dos torres enormes se distinguían en el valle; ya lo dije al comienzo. Multiplicándolas por dos el producto daba cuatro… pero yo no advertía claramente la necesidad de esa operación aritmética. Proseguí mi camino con la fiebre en el rostro, y exclamando continuamente: «¡No… no… no me doy cuenta clara de la necesidad de esa operación aritmética!». Había oído un rechinar de cadenas y dolorosos lamentos. ¡Ojalá nadie encuentre posible, cuando pase por ese lugar, multiplicar las torres por dos para que el producto sea cuatro! Hay quienes suponen que amo a la humanidad como si yo fuera su propia madre, y la hubiera llevado nueve meses en mi perfumado vientre; ¡por esa razón no pasaré más por el valle donde se elevan las dos unidades del multiplicando!
Una horca se levantaba sobre el suelo; a un metro de éste, estaba suspendido por los cabellos un hombre, con los brazos atados a la espalda. Le habían dejado las piernas libres para acrecentar sus sufrimientos, y para hacerle desear cualquier cosa que fuera lo opuesto a la atadura de los brazos. La piel de la frente estaba tan tensa por el peso del colgado, que su rostro, perdida por las circunstancias su expresividad natural, se parecía a la concreción pétrea de una estalactita. Había pasado tres días sufriendo ese suplicio. Clamaba: «¿Quién me desatará los brazos? ¿Quién me desatará los cabellos? Me desarticulo con movimientos que sólo logran que la raíz de los cabellos se separe cada vez más de mi cabeza; ni la sed ni el hambre son las causas principales que me impiden dormir. Es imposible que mi existencia prolongue su duración más allá de los límites de una hora. ¡Ojalá alguien me abra la garganta con un guijarro filoso!». Y cada palabra era precedida y seguida de intensos aullidos. Me precipité desde atrás del matorral donde estaba escondido y me dirigí hacia el fantoche o trozo de tocino que se encontraba colgado. Pero hete aquí que del lado opuesto llegaron bailando dos mujeres borrachas. Una llevaba una bolsa y dos látigos de tiras de plomo; la otra, un barrilillo lleno de alquitrán y dos pinceles. Los cabellos grises de la más vieja flotaban al viento, como los jirones de una vela desgarrada, y los tobillos de la otra sonaban al chocar entre sí como los coletazos de un atún en la toldilla de un barco. Sus ojos brillaban con llama tan negra e intensa, que no creí al principio que esas dos mujeres pertenecieran a mi especie. Se reían con aplomo tan egoísta, y sus rasgos inspiraban tanta repugnancia, que no dudé un solo instante de que estaba en presencia de los dos especímenes más horrorosos de la raza humana. Volví a ocultarme detrás del matorral, y me estuve muy quieto, como el acantophorus serraticornis que sólo muestra la cabeza fuera del nido. Ellas se acercaban con la rapidez de la marea; aplicando el oído contra el suelo, el sonido claramente perceptible me traía las líricas sacudidas de su marcha. Cuando los dos orangutanes hembras llegaron bajo la horca, resoplaron durante algunos segundos, y exhibieron mediante ademanes grotescos, la magnitud realmente notable de estupefacción que experimentaron al comprobar que nada había cambiado en esos lugares: el desenlace de la muerte, conforme a sus deseos, no había sobrevenido. Ni siquiera se dignaron levantar la cabeza para averiguar si la mortadela seguía en el mismo lugar. Una dijo: «¿Es posible que todavía respires? Tienes el cuero duro, esposo bienamado». Como cuando dos chantres en una catedral entonan alternadamente los versículos de un salmo, la segunda siguió: «¿Entonces no quieres morir, oh hijo encantador? ¿Dime cómo has hecho (seguramente por medio de algún maleficio) para ahuyentar a los buitres? ¡A decir verdad tu armazón se ha vuelto tan escuálida! El céfiro la balancea como una linterna». Cada una de ellas tomó un pincel y alquitranó el cuerpo del colgado… cada una de ellas tomó un látigo y levantó el brazo… Yo admiraba (era absolutamente imposible no hacerlo) con qué enérgica precisión las tiras de metal, en lugar de deslizarse por la superficie, como cuando se lucha con un negro y se realizan esfuerzos inútiles, propios de una pesadilla, para asirlo por los cabellos, penetraban gracias al alquitrán hasta la profundidad de las carnes, recorridas por surcos tan hondos como el obstáculo de los huesos podía razonablemente permitir. Me resistí a la tentación de encontrar alguna voluptuosidad en ese espectáculo excesivamente curioso, pero menos profundamente cómico de lo que era dable esperar. Y sin embargo, pese a las excelentes decisiones tomadas de antemano, ¿cómo no reconocer la fuerza de esas mujeres, la musculatura de sus brazos? ¡Su habilidad, que consistía en acertar en las partes más sensibles, como el rostro y el bajo vientre, no será mencionada por mí, sino en caso de aspirar a la ambición de relatar la verdad total! A menos que, aplicando mis labios uno contra otro, especialmente en dirección horizontal (aunque nadie ignora que es el modo habitual de engendrar esta presión) prefiera guardar un silencio repleto de lágrimas y de misterios, cuya penosa manifestación sería impotente para ocultar, no sólo tan bien como mis palabras sino todavía mejor que ellas (pues no creo engañarme, aunque no es por cierto conveniente negar en principio, so pena de faltar a las reglas más elementales de la habilidad, las posibilidades hipotéticas de error) los resultados funestos ocasionados por el furor que desencadenan los secos metacarpos y las robustas articulaciones: aunque no se situara en el punto de vista del observador imparcial y del moralista experimentado (es casi tan importante que yo sepa que no admito, por lo menos enteramente, esa restricción más o menos engañosa), la duda, a este respecto, ya no tendría la facultad de extender sus raíces, pues yo no la creo, por el momento, entre las manos de una potencia sobrenatural, y perecería inevitablemente, no de modo repentino quizás, por la falta de una savia que llene las condiciones simultáneas de nutrición y de ausencia de sustancias tóxicas. Se da por sobrentendido —de no ser así no me leáis— que sólo pongo en escena al tímido personaje de mi opinión; lejos de mí, sin embargo, la idea de renunciar a derechos que son incontestables. Ciertamente, no es mi intento combatir la afirmación, en la que brilla un criterio de certeza, de que hay un modo más simple de entenderse; consistiría —lo traduzco solamente en pocas palabras, pero que valen más de mil— en no discutir, lo cual es más difícil de llevar a la práctica de lo que pueda creer el común de los mortales. Discutir es la palabra gramatical, y muchas personas encontrarán que no habría que contradecir sin un voluminoso legajo de pruebas lo que acabo de asentar en el papel; pero la cosa difiere notablemente si se conviene en conceder que el propio instinto emplea una rara sagacidad al servicio de su circunspección cuando formula juicios que parecerían de otro modo, tenedlo por seguro, de una audacia que orilla los límites de la fanfarronería. Para cerrar este pequeño incidente, que se ha despojado a sí mismo de su ganga por una ligereza tan irremediablemente deplorable como fatalmente llena de interés (lo que cada cual no habrá dejado de verificar, a condición de haber examinado sus recuerdos más recientes), es conveniente, si posee facultades en perfecto equilibrio, o mejor, si la balanza del idiotismo no supera por mucho al platillo en el cual descansan los nobles y magníficos atributos de la razón, es decir, a fin de ser más claros (pues hasta ahora he sido sólo conciso, lo que algunos quizás no admitan a causa de mi extensión, la que es sólo imaginaria, pues cumple su objetivo de acosar con el escalpelo del análisis a las fugitivas apariciones de la verdad, hasta en sus últimos reductos), si la inteligencia predomina suficientemente sobre las imperfecciones bajo cuyo peso ha sido parcialmente sofocada por la costumbre, la naturaleza y la educación, es conveniente, repito por segunda y última vez, pues a fuerza de repetir se acaba —muy a menudo no es falso— por no entenderse más, retornar con la cola entre las piernas (siempre que sea verdad que tengo una cola) al asunto dramático cimentado en esa estrofa. Es útil que beba un vaso de agua antes de emprender la continuación de mi trabajo. Prefiero beber dos a no beber ninguno. Así, durante la caza de un negro cimarrón a través de la selva, en un momento dado, todos los miembros de la expedición cuelgan su fusil de las lianas, y se reúnen a la sombra de un macizo para apagar la sed y calmar el hambre en común. Pero el alto dura sólo algunos segundos, la persecución se reanuda con encarnizamiento, y no tarda en resonar el hallali. Y lo mismo que el oxígeno se reconoce por la propiedad que posee, sin altanería, de reanimar una cerilla que presenta algunos puntos de ignición, así se reconocerá el cumplimiento de mi deber en la urgencia que muestro por volver a la cuestión. Cuando las mujeres se vieron en la imposibilidad de retener el látigo, que la fatiga hacía caer de sus manos, ellas pusieron juiciosamente fin al trabajo gimnástico que habían estado ejecutando casi durante dos horas, y se retiraron con una alegría que no estaba desprovista de amenazas para el porvenir. Yo me dirigí hacia aquel que solicitaba mi auxilio con un ojo glacial (pues la pérdida de su sangre era tanta que la debilidad le impedía hablar), y mi opinión era —aunque yo no fuese médico— que la hemorragia se había atraído la cólera de su mujer, que acariciaba la esperanza de una recompensa si lograba inducir a su marido a que prestara su cuerpo para satisfacer las pasiones de la vieja. Ellas decidieron complotarse para colgarlo de una horca, preparada de antemano en algún paraje no frecuentado, y dejarlo perecer insensiblemente, expuesto a todas las desgracias y a todos los peligros. No fue sino después de maduras y numerosas reflexiones, llenas de dificultades casi insuperables, que habían logrado encauzar su elección hacia el refinado suplicio que sólo encontró término gracias al socorro inesperado de mi intervención. Las más vivas señales de agradecimiento subrayaban cada expresión y no dejaban de prestar a esas confidencias su más significativo valor. Lo trasladé a la cabaña más próxima, pues acababa de perder el conocimiento, y no me alejé de los labriegos hasta que les dejé mi bolsa para que suministraran al herido los cuidados necesarios, haciéndoles prometer que prodigarían al desdichado, como a su propio hijo, las muestras de una dedicación perseverante. A mi vez, les conté el episodio, y me dirigí hacia la puerta para retomar el camino; pero he aquí que después de haber hecho un centenar de metros, volví maquinalmente sobre mis pasos, entré de nuevo en la cabaña y, dirigiéndome a sus ingenuos propietarios, exclamé: «¡No, no… no creáis que todo esto me conmueve!». En seguida me alejé definitivamente; pero la planta de los pies no podía apoyarse con firmeza; quizá cualquier otro no lo hubiera advertido. El lobo ya no pasa más bajo la horca que levantaron, un día de primavera, las manos combinadas de una esposa y de una madre, como en el momento en que su imaginación hechizada le hizo emprender el camino de una comida ilusoria. Al ver en el horizonte esa negra cabellera balanceada por el viento, no cedió a la fuerza de la inercia, y emprendió la fuga con una velocidad incomparable. ¿Habrá que admitir en ese fenómeno psicológico una inteligencia superior al instinto ordinario de los mamíferos? Sin asegurar nada y sin prejuzgar nada, me parece que el animal comprendió el significado del crimen. ¡Cómo no habría de comprenderlo, cuando los seres humanos mismos han desechado hasta un punto indescriptible el imperio de la razón, para no dejar subsistir, en lugar de esa reina destronada, sino una venganza feroz!
Soy sucio. Los piojos me roen. Los cerdos vomitan al mirarme. Las costras y las escaras de la lepra han convertido en escamosa mi piel cubierta de pus amarillento. No conozco el agua de los ríos ni el rocío de las nubes. En mi nuca crece, como en un estercolero, un hongo enorme de pedúnculos umbelíferos. Sentado en un mueble informe no he movido mis miembros desde hace cuatro siglos. Mis pies han echado raíces en el suelo y forman hasta la altura de mi abdomen una especie de vegetación viviente, repleta de innobles parásitos, que todavía no llega a ser planta y que ha dejado de ser carne. Sin embargo, mi corazón late. Pero ¿cómo podría latir si la podredumbre y las exhalaciones de mi cadáver (no me atrevo a llamarlo cuerpo) no lo nutrieran abundantemente? Bajo mi axila izquierda una familia de sapos ha fijado su residencia, y cuando uno de ellos se mueve, me hace cosquillas. Tened cuidado de que no se escape alguno, y vaya a frotar con la boca el interior de vuestra oreja: sería capaz de penetrar luego en vuestro cerebro. Bajo mi axila derecha hay un camaleón que perpetuamente les da caza para no morirse de hambre: es justo que todos vivan. Pero cuando una parte desbarata completamente los ardides de la otra, no encuentran nada mejor que dejar de molestarse, y entonces chupan la grasa delicada que recubre mis costillas: ya estoy acostumbrado. Una víbora maligna ha devorado mi verga para tomar su lugar: esa infame me ha convertido en eunuco. ¡Oh!, si hubiese podido defenderme con mis brazos paralizados, pero creo que se han transformado más bien en dos leños. Sea lo que fuere, importa dejar constancia de que la sangre ya no llega hasta ellos para pasear su rojez. Dos pequeños erizos que no crecen más, arrojaron a un perro, que no los rehusó, el contenido de mis testículos, y después de haber lavado cuidadosamente la epidermis, se alojaron en su interior. El ano ha quedado obstruido por un cangrejo; envalentonado por mi inercia, guarda la entrada con sus pinzas, haciéndome mucho daño. Dos medusas cruzaron los mares, saboreando una esperanza que no fue defraudada. Examinaron atentamente las dos porciones carnosas que formaban el trasero humano, y adhiriéndose al contorno convexo, las han achatado en tal forma mediante una presión constante, que los dos trozos de carne desaparecieron, quedando sólo dos monstruos surgidos del reino de la viscosidad, iguales en color, en forma y en saña. ¡No habléis de mi columna vertebral porque es una espada! Sí, sí… no prestaba atención… vuestro pedido es justo. Queréis saber, ¿no es así?, cómo y por qué se encuentra clavada verticalmente en mi lomo. Yo mismo no lo recuerdo con precisión; sin embargo, si me decido a considerar como recuerdo lo que quizás no sea más que un sueño, sabed que el hombre, cuando averiguó que yo había hecho votos de vivir enfermo e inmóvil hasta lograr vencer al Creador, vino detrás de mí de puntillas, pero no tan quedamente que no lo oyese. Luego no percibí nada durante un lapso que no fue largo. Esa aguda cuchilla se hundió hasta el mango entre las paletillas del toro de las fiestas, y su osamenta se estremeció como un terremoto. La hoja ha quedado adherida tan firmemente al cuerpo, que nadie hasta ahora ha podido extraerla. Los atletas, los filósofos, los médicos, han ensayado sucesivamente los medios más diversos. ¡No sabían que el daño hecho por el hombre no puede repararse! Les perdoné la profundidad de su ignorancia innata, y los saludé con un movimiento de los párpados. Viajero, cuando pases a mi lado, te ruego que no me dirijas la menor palabra de consuelo: debilitarías mi ánimo. Déjame templar mi tenacidad en la llama del martirio voluntario. Vete… que yo no inspire piedad alguna. El odio es más extraño de lo que crees; su conducta es inexplicable como la rotura aparente de un palo que penetra en el agua. Tal como me ves, puedo hacer todavía excursiones hasta los muros del cielo, al frente de una legión de asesinos, y volver para retomar esta postura, y meditar de nuevo sobre los nobles proyectos de venganza. Adiós, no te retendré más, y para que te instruyas y seas cauto, reflexiona en la suerte fatal que me ha empujado a la revuelta, cuando es probable que haya nacido bueno. Contarás a tu hijo lo que has visto, y tomándole la mano, hazle admirar la belleza de las estrellas y las maravillas del universo, el nido del petirrojo y los templos del Señor. Te sorprenderá verlo tan dócil a los consejos de la paternidad, y lo recompensarás con una sonrisa. Pero cuando piensa que nadie lo observa, échale una mirada, y lo verás escupir su baba sobre la virtud; te ha engañado, el descendiente de la raza humana, pero no te engañará más: en adelante sabrás todo lo que llegará a ser. Oh padre infortunado, prepara, para acompañar los pasos de tu vejez, el patíbulo indestructible que cortará la cabeza de un criminal precoz, y el dolor que te mostrará el camino que lleva hasta la tumba.
En la pared de mi cuarto ¿qué sombra dibuja con incomparable vigor, la fantasmagórica proyección de su silueta encogida? Cuando deposito sobre mi corazón esta pregunta delirante y muda, la sobriedad del estilo actúa de ese modo, más para dar un cuadro de la realidad que por la majestad de la forma. Quienquiera que seas, defiéndete, pues voy a apuntar hacia ti la honda de una terrible acusación: esos ojos no te pertenecen… ¿de dónde los has tomado? Un día vi pasar ante mí una mujer rubia; ella los tenía parecidos a los tuyos: tú se los arrancaste. Veo que pretendes hacer creer en tu belleza, pero a nadie engañarás, y a mí menos que a nadie. Te digo esto para que no me tomes por tonto. Toda una serie de aves rapaces, aficionadas a la carne ajena y defensoras de la utilidad de la persecución, bellas como esqueletos que deshojan panoccos de Arkansas, revolotean alrededor de tu frente, como servidumbre sumisa y tolerada. Pero ¿se trata de una frente? No es difícil que se interponga una fuerte vacilación en creerlo. Es tan estrecha que resulta imposible verificar las pruebas, numéricamente exiguas, de su existencia equívoca. No me guía el deseo de divertirme al decirte esto. Puede ser que no tengas frente, tú que paseas por la pared, como símbolo mal reflejado de una danza fantástica, las febriles sacudidas de tus vértebras lumbares. ¿Quién te ha escalpado, entonces? Si fue un ser humano, a causa de haberlo tú encerrado durante veinte años en una prisión, de la que se ha escapado para preparar una venganza digna de su desquite, hizo lo que correspondía, y lo aplaudo; excepto —hay un excepto— que no fue bastante severo. Ahora te pareces a un piel roja apresado, por lo menos (señalémoslo previamente) en la falta elocuente de cabellera. No es que no pueda volver a brotar puesto que los fisiólogos han descubierto que hasta los cerebros extirpados reaparecen a la larga en los animales; pero mi pensamiento, al detenerse en una simple comprobación que no está desprovista, por lo poco que advierto, de una enorme voluptuosidad, no llega, aun en sus consecuencias más atrevidas, hasta los límites de una rogativa por tu curación, y se detiene, por el contrario, justificado por el empleo de una neutralidad más que sospechosa, a considerar (o por lo menos desear) como el preludio de mayores desgracias lo que no puede ser para ti más que una pérdida transitoria de la piel que recubre la parte superior de tu cabeza. Espero que me hayas comprendido. Y hasta si el azar te permitiese, por un milagro absurdo, pero que puede a veces ser razonable, volver a encontrar esa preciosa piel, conservada por la religiosa vigilancia de tu enemigo como recuerdo embriagador de su victoria, es casi extremadamente posible que, aunque no se hubiera estudiado la ley de las probabilidades más que bajo su aspecto matemático (y se sabe que la analogía transporta fácilmente la aplicación de esta ley a los otros dominios de la inteligencia), tu auténtico temor, si bien algo exagerado, de un resfrío total o parcial, no rehusaría la ocasión importante y hasta única, que se presentaría tan oportunamente, aunque de modo repentino, de preservar las diversas partes de tu cerebro del contacto con la atmósfera, especialmente en invierno, mediante un peinado que con todo derecho te pertenece, puesto que es natural, y que te sería permitido además (sería incomprensible que lo negaras) llevar de continuo en la cabeza, sin correr los riesgos siempre desagradables de infringir las reglas más simples de una elemental conveniencia. ¿No es cierto que me escuchas atentamente? Si me escuchas por más tiempo, no habrá modo de desprender tu tristeza del interior de tus rojas narices. Pero como soy exageradamente imparcial, y te detesto menos de lo que debería (si me equivoco, dímelo), prestas, a pesar tuyo, oídos a mis razones, como obligado por una fuerza superior. No soy tan malo como tú: ésta es la razón por la que tu genio se inclina espantosamente ante el mío… En efecto, ¡no soy tan malo como tú! Acabas de echar una mirada a la ciudad construida sobre el flanco de esa montaña. Y ahora, ¿qué veo?… ¡Todos los habitantes han muerto! Tengo tanto orgullo como otro cualquiera, y constituye un vicio más, tenerlo quizás en exceso. Pues bien, escucha… escucha, si la confesión de un hombre que recuerda haber vivido medio siglo bajo la forma de un tiburón en las corrientes submarinas que recorren las costas de África, despierta en ti bastante interés como para prestarle atención, si no con amargura, por lo menos sin la torpeza irreparable de mostrar la repugnancia que te inspiro. No arrojaré a tus pies la máscara de la virtud para aparecer ante ti tal cual soy, pues nunca la he usado (si acaso esto puede ser una disculpa), y, desde los primeros instantes, si examinas atentamente mis rasgos, reconocerás en mí un respetuoso discípulo tuyo en perversidad, pero no un rival temible. Ya que no te disputo la palma del mal, no creo que ningún otro lo haga: ante todo tendría que igualarme, cosa nada fácil… Escucha, a menos que seas la endeble condensación de una niebla (escondes tu cuerpo en alguna parte donde no puedo hallarlo): una mañana vi a una niña que se inclinaba sobre un lago para recoger un loto rosado, con la firmeza resultante de una experiencia precoz; se inclinaba hacia las aguas cuando sus ojos encontraron mi mirada (cierto es que de mi parte no fue sin premeditación). Inmediatamente vaciló, semejante al torbellino que produce la marea en torno de una roca, sus piernas se aflojaron, y, cosa digna de ver, fenómeno que se desarrolló con tanta veracidad como el hecho de que hablo contigo, cayó al fondo del lago, con el resultado imprevisto de que ya no recogió más ninfeas. ¿Qué hace ella allá abajo?… no he logrado saberlo. ¡Sin duda su voluntad, alistada bajo la bandera de la redención, libra encarnizados combates contra la podredumbre! En cuanto a ti, ¡oh dueño mío!, bajo tu mirada los habitantes de las ciudades quedan instantáneamente destrozados, como un montículo de hormigas que aplasta el talón de un elefante. ¿No acabo de ser testigo de un ejemplo demostrativo? Mira… la montaña ya no está jubilosa… se queda solitaria como un anciano. Las casas existen, no hay duda, pero no sería paradójico afirmar, en voz baja, que no podrías decir lo mismo de aquellos que ya no existen en ellas. Ahora las emanaciones de los cadáveres llegan basta mí. ¿No las percibes? Observa esas aves de rapiña que están esperando nuestro alejamiento para iniciar su gigantesco festín; llegan en nubarrones continuos desde los cuatro puntos cardinales. ¡Ay! ya habían estado aquí, pues vi cómo sus alas rapaces trazaban, por encima de ti, el monumento de las espirales, como incitándote a apresurar el crimen. ¿Tu olfato no recibe entonces el menor efluvio? No es más que un impostor… Tus nervios olfativos al fin son conmovidos por la percepción de los átomos aromáticos; éstos ascienden desde la ciudad aniquilada, aunque sea obvio decirlo… Quisiera besar tus pies pero mis brazos sólo rodean un vapor transparente. Busquemos ese cuerpo que no puede hallarse, y que sin embargo mis ojos distinguen: merece de mi parte las más efusivas expresiones de una admiración sincera. El fantasma se burla de mí: me ayuda a buscar su propio cuerpo. Si le hago señas de que se quede en el lugar en que está, he ahí que repite mis propias señas… Se ha descubierto el secreto, pero no —lo digo con franqueza— a mi entera satisfacción. Todo queda aclarado, tanto los grandes como los pequeños detalles; no vale la pena reproducirlos ante el espíritu, por ejemplo el arrancamiento de los ojos a la mujer rubia: ¡es eso tan insignificante!… ¿No recordaba yo que también fui escalpado, aunque sólo duró cinco años (la cantidad exacta de tiempo se me había escapado), y que encerré a un ser humano en una prisión, para gozar del espectáculo de sus sufrimientos, porque me había rehusado, con justo derecho, una amistad que no se concede a seres como yo? Puesto que simulo ignorar que mi mirada puede determinar la muerte hasta de los planetas que giran en el espacio, no se equivocará aquel que pretenda que no tengo la facultad de recordar. Sólo me resta hacer añicos este espejo con ayuda de una piedra… No es la primera vez que la pesadilla de la pérdida momentánea de la memoria fija su residencia en mi imaginación, cuando, por las inflexibles leyes de la óptica, me sucede encontrarme frente al desconocimiento de mi propia imagen.
Me había dormido sobre el acantilado. Aquel que por todo un día persiguió al avestruz a través del desierto sin poder darle alcance, no tuvo tiempo de tomar alimento ni de cerrar los ojos. Si llega a ser lector de esto es capaz de adivinar con exactitud, cuál fue el sueño que se abatió sobre mí. Pero cuando la tempestad empuja verticalmente un barco con la palma de su mano hasta el fondo del mar, y sobre la balsa sólo queda, de toda la tripulación, un único hombre agotado por fatigas y privaciones de todo género; si el oleaje lo zarandea como un despojo durante horas más largas que la vida misma y, si una fragata que más tarde surca esos parajes de desolación, con la quilla partida, distingue al desdichado que pasea por el océano su osamenta descarnada, y le presta un socorro que ha estado a punto de ser tardío, creo que ese náufrago adivinará mejor todavía el grado a que llegó el sopor de mis sentidos. El magnetismo y el cloroformo, cuando quieren hacerlo, saben producir a veces tales catalepsias letárgicas. No se parecen en nada a la muerte: sería una verdadera mentira afirmarlo. Pero vayamos inmediatamente al tema del sueño, a fin de que los impacientes, ávidos de este género de lecturas, no se pongan a rugir, como un banco de cachalotes macrocéfalos que combaten entre sí por una hembra preñada. Yo soñaba que me había introducido en el cuerpo de un cerdo, que no me resultaba fácil salir de él, y que revolcaba mi pelambre en los pantanos más fangosos. ¿Era acaso una recompensa? ¡Objetivo de mis anhelos, al fin no pertenecía ya a la humanidad! A mi entender, ésa era la interpretación, lo que me producía un júbilo mucho más que hondo. Sin embargo, yo buscaba febrilmente cuál podía ser el acto virtuoso que había realizado para merecer de parte de la Providencia ese insigne favor. Ahora que he repasado en mi memoria las diversas fases de aquel achatamiento espantoso contra el vientre del granito, mientras la marea, sin yo advertirlo, pasaba dos veces sobre aquella mezcolanza irreductible de materia muerta y de carne viva, no carece quizás de utilidad proclamar que esa degradación no fue, probablemente, más que un castigo impuesto por la justicia divina. Pero ¿quién conoce sus necesidades íntimas o la causa de sus pestilenciales alegrías? La metamorfosis no pareció jamás a mis ojos sino como la elevada y magnánima repercusión de una felicidad perfecta, que yo esperaba desde hacía mucho tiempo. ¡Al fin había llegado el día en que sería cerdo! Probaba yo mis dientes en la corteza de los árboles, contemplaba mi hocico con delicia. No quedaba en mí la más ínfima partícula de divinidad: supe elevar mi alma hasta la altura excepcional de esa voluptuosidad inefable. Escuchadme, pues, y no os avergoncéis, inagotables caricaturas de lo bello, que tomáis en serio el cómico rebuzno de vuestra alma, soberanamente despreciable, y que no comprendéis por qué el Todopoderoso, en un momento excepcional de magnífica bufonería, que por cierto no llega a superar las grandes leyes generales de lo grotesco, se dio un día el mirífico placer de poblar un planeta con ciertos seres singulares y microscópicos que llamaron humanos, y cuya materia es similar a la del coral bermejo. No hay duda de que tenéis razón para enrojecer, hueso y grasa, pero escuchadme. No me dirijo a vuestra inteligencia, le haríais vomitar sangre por el horror que os demuestra: olvidadla y sed consecuentes con vosotros mismos… Vamos, que no haya más trabas. Cuando quería matar, mataba, lo que me ocurría con harta frecuencia sin que me lo impidiera nadie. Las leyes humanas me perseguían con su venganza, aunque yo no atacase a la raza que había abandonado tan serenamente; pero mi conciencia no me hacía ningún reproche. Durante el día yo combatía con mis nuevos congéneres y el suelo quedaba sembrado de numerosas capas de sangre coagulada. Como yo era el más fuerte, todas las victorias fueron mías. Heridas abrasadoras me cubrían el cuerpo aunque aparentaba no darme cuenta. Los animales terrestres se alejaban de mí, y me quedé solo en el centro de mis deslumbradora grandeza. ¿Cuál no sería mi estupor cuando, después de haber atravesado un río a nado, para alejarme de las comarcas que mi furor había despoblado, y pisar otros campos donde imponer mis hábitos de asesinato y carnicería, intenté caminar por esa ribera florida? Mis pies estaban paralizados; ni el menor movimiento se producía para delatar la certidumbre de esa inmovilidad forzosa. En medio de esfuerzos sobrenaturales para continuar mi camino, de pronto desperté, y tuve la sensación de que volvía a ser hombre. La Providencia me daba a entender así, de un modo que no resultaba inexplicable, que ella no quería que mis proyectos sublimes se cumplieran ni siquiera en sueños. Retornar a mi forma primitiva fue para mí un dolor tan grande que por las noches lloro todavía. Mis sábanas están constantemente empapadas, como si las hubieran metido en agua, por lo cual necesito cambiarlas todos los días. Si no lo creéis, venid a verme; comprobaréis con vuestros propios ojos, no la verosimilitud, sino más todavía: la verdad misma de mi aserto. ¡Cuántas veces después de aquella noche pasada a cielo descubierto sobre un acantilado, me he unido a las piaras de cerdos para recobrar, como si me correspondiera por derecho, mi metamorfosis destruida! Ya es tiempo de abandonar esos gloriosos recuerdos que no dejan tras sí más que la pálida vía láctea de las penas eternas.
No es imposible ser testigo de una desviación anormal en el funcionamiento latente o visible de las leyes de la naturaleza. En efecto, si cada uno se tomara el ingenioso trabajo de interrogar las diversas etapas de su existencia (sin olvidar una sola, pues podría ser ésa la destinada a aportar la prueba de lo que adelanto) no dejaría de recordar, sin cierta sorpresa, que en otras circunstancias sería cómico que un día determinado, para hablar en primer término de cosas objetivas, fue testigo de cierto fenómeno que parecería sobrepasar y realmente sobrepasaba las conocidas nociones suministradas por la observación y la experiencia, tal como por ejemplo la lluvia de sapos, espectáculo mágico, que no llegó a ser comprendido en un comienzo por los sabios. Y que, otro día determinado, para hablar en segundo y último término de cosas subjetivas, su alma presentó al ojo investigador de la psicología, no diré un extravío de la razón (hecho, empero, no menos curioso, sino, por el contrario, mucho más) pero al menos, para no pasar por difícil frente a ciertas personas frías que no me perdonarían nunca las lucubraciones flagrantes de mi exageración, un estado insólito, frecuentemente muy grave, indicador de que el límite permitido por el sentido común a la imaginación resulta a veces, pese al pacto efímero convenido entre esas dos potencias, desgraciadamente rebasado por la enérgica presión de la voluntad, pero también, en una gran mayoría de casos, por la falta de su colaboración efectiva: mencionemos para corroborarlo algunos ejemplos, cuya oportunidad no es difícil apreciar con tal de que se tome por compañera una atenta mesura. Presento dos ejemplos: los arrebatos de cólera y las enfermedades del orgullo. Debo prevenir a quien me lea que tome la precaución de no formarse una idea vaga y, con mayor motivo, falsa, de las bellezas literarias que voy deshojando en el desarrollo por demás rápido de mis frases. ¡Ay! quisiera desplegar mis razonamientos y comparaciones lentamente y con gran señorío (pero ¿quién tiene tiempo de hacerlo así?) para que todo el mundo comprenda bien, si no mi espanto, por lo menos mi turbación, cuando un anochecer de verano, en el momento en que el sol parecía descender por el horizonte, vi nadando en el mar, con anchas patas de ánade en lugar de las extremidades de los brazos y las piernas, portador de una aleta dorsal, proporcionalmente tan larga y afilada como la de los delfines, a un ser humano de músculos vigorosos al que numerosos bancos de peces (en ese cortejo vi, entre otros habitantes de las aguas, al torpedo, el anarnak groenlandés y la horrible escarpena) seguían con las demostraciones ostensibles de la mayor admiración. A veces se sumergía, y su cuerpo viscoso reaparecía casi inmediatamente, a doscientos metros de distancia. Las marsopas, que a mi entender no han robado su reputación de buenas nadadoras, apenas podían seguir de lejos a ese anfibio de nuevo género. Yo no creo que el lector tenga oportunidad de arrepentirse si presta a mi narración, no el nocivo obstáculo de una credulidad estúpida, sino el supremo favor de una confianza profunda, que discuta legalmente, con secreta simpatía, los misterios poéticos demasiado escasos, según su opinión personal, que me encargo de revelarle cada vez que se presenta la ocasión, como la que inesperadamente se ha presentado hoy, íntimamente impregnada de los estimulantes olores de las plantas acuáticas que la brisa refrescante transporta a esta estrofa, donde está metido un monstruo que se ha apropiado las formas características de la familia de los palmípedos. ¿Quién habla de apropiación? Sépase bien que el hombre, gracias a su naturaleza múltiple y compleja, no desconoce los medios de ampliar cada vez más las fronteras de esa naturaleza suya: vive en el agua como el hipocampo, en las capas superiores de la atmósfera como el osígrafo, y bajo tierra como el topo, la cochinilla, y la sublime lombriz. Tal es, en su forma más o menos concisa (mejor más que menos), el criterio exacto del consuelo extremadamente fortificante que me esforzaba por hacer surgir de mi espíritu, cuando pensé que el ser humano que se distinguía a gran distancia, nadando con sus cuatro miembros en la superficie de las aguas, como no lo hizo nunca el más soberbio cormorán, no había sufrido, quizás, esa novedosa transformación de las extremidades de los brazos y de las piernas sino como castigo expiatorio de algún crimen desconocido. No era necesario que me atormentase el seso para fabricar de antemano las melancólicas píldoras de la piedad, pues yo no sabía que ese hombre, cuyos brazos golpeaban alternadamente la onda amarga mientras sus piernas, con fuerza similar a la que poseen los colmillos retorcidos del narval, provocaban el retroceso de las masas acuosas, ni se había apropiado voluntariamente esas extraordinarias formas ni le habían sido impuestas como suplicio. Según lo que averigüé más tarde, he aquí la pura verdad: la existencia prolongada en ese fluido elemento había producido insensiblemente en el ser humano, exilado por propia voluntad de los continentes pedregosos, los cambios importantes aunque no esenciales que había observado en un objeto, que una mirada discretamente confusa me había hecho tomar en los momentos iniciales de su aparición (por una ligereza incalificable cuyos extravíos engendran ese sentimiento tan penoso que fácilmente comprenderán los psicólogos y los amantes de la prudencia) por un pez de formas extrañas, no incluido aún en las clasificaciones de los naturalistas, pero que figuraría quizás en sus obras póstumas, aunque no tenga yo el justificado derecho de inclinarme por esta última suposición, concebida en condiciones excesivamente hipotéticas. En efecto, ese anfibio (pues se trataba de un anfibio, sin que reste posibilidad de afirmar lo contrario) sólo era visible para mí, abstracción hecha de los peces y los cetáceos, pues advertí que algunos labriegos que se habían detenido a contemplar mi rostro turbado por ese fenómeno sobrenatural, y que en vano trataban de explicarse la razón de que mis ojos estuvieran constantemente fijos, con una perseverancia aparentemente invencible, aunque en realidad no lo era, en un lugar del mar donde ellos no distinguían más que una apreciable y limitada cantidad de bancos de peces de todas clases, dilataba la abertura de sus bocas enormes casi tanto como la de las ballenas. «Eso les hacía sonreír, pero no palidecer como a mí —decían ellos en su pintoresco lenguaje— y no eran tan bestias como para no notar que yo no observaba precisamente las evoluciones campestres de los peces, sino que mi vista se dirigía mucho más allá». De modo que en lo que a mí respecta, girando maquinalmente la vista hacia el lado correspondiente a la notable envergadura de esas potentes bocas, decía para mí que, a menos que se encontrara en la totalidad del universo un pelícano grande como una montaña, o por lo menos como un promontorio (os ruego que admiréis la sutileza de la restricción que no pierde un ápice de terreno), ningún pico de ave de rapiña o quijada de animal salvaje serían capaces de superar, ni siquiera de igualar, cualquiera de esos cráteres abiertos, pero lúgubres en exceso. Y sin embargo, aun cuando reserve un buen lugar al simpático empleo de la metáfora (esta figura de retórica presta mucha más utilidad a las aspiraciones humanas hacia el infinito de lo que normalmente ni siquiera intentan figurarse aquellos que están imbuidos de prejuicios o de falsas ideas, que al fin de cuentas son una misma cosa) no es menos cierto que las bocas reidoras de esos labriegos resultaban bastante amplias como para engullir tres cachalotes. Achiquemos más nuestro pensamiento, portémonos seriamente, y conformémonos con tres elefantitos que acaban justamente de nacer. De una sola brazada, el anfibio dejaba atrás un surco espumoso de un kilómetro. Durante el brevísimo momento en que el brazo extendido hacia adelante queda suspendido en el aire antes de sumergirse de nuevo, sus dedos separados que se reúnen por un repliegue de la piel en forma de membrana, parecían lanzarse hacia las alturas del espacio para atrapar las estrellas. De pie en la roca me serví de las manos como de un altavoz para gritar, mientras los cangrejos y los langostinos huían hacia las tinieblas de las grietas más recónditas: «Oh tú, cuya natación supera el vuelo de las largas alas de la fragata, si todavía comprendes el significado del gran clamor que, como intérprete fiel de su íntimo pensamiento lanza con fuerza la humanidad, dígnate hacer una pausa en tu veloz carrera y cuéntame brevemente los sucesivos episodios de tu verídica historia. Pero te advierto que no necesitas dirigirme la palabra, si tu intención audaz es hacer surgir en mí la amistad y la veneración que ya sentí por ti desde que por primera vez te observé cumplir, con la gracia y el vigor del tiburón, tu peregrinación indómita y rectilínea». Un suspiro que me heló los huesos e hizo tambalear la roca sobre la cual descansaban las plantas de mis pies (a menos que fuese yo mismo el que me tambaleaba a causa de la brutal penetración de las ondas sonoras que transportaban a mis oídos semejante grito de desesperación) se oyó hasta en las entrañas de la tierra: los peces se sumergieron bajo las olas con un estruendo de alud. El anfibio no se atrevió a acercarse demasiado a la costa, pero cuando estuvo seguro de que su voz llegaba distintamente hasta mis tímpanos, disminuyó el movimiento de sus miembros palmeados de modo de poder sostener su busto, cubierto de algas, por sobre las olas bramadoras. Le vi inclinar la frente como para invocar, mediante una orden solemne, la jauría errante de los recuerdos. No me atrevía a interrumpirlo en esa tarea sacramente arqueológica: sumergido en el pasado, se parecía a un escollo. Al fin me dirigió la palabra en estos términos: «La escolopendra no carece de enemigos; la fantástica belleza de sus innumerables patas, en lugar de ganarle la simpatía de los animales, resulta quizás tan sólo el estímulo poderoso de un envidioso resentimiento. Y no me asombraría saber que ese insecto es blanco de los odios más intensos. Te ocultaré el lugar de mi nacimiento que no interesa en mi relato; pues la vergüenza que recae sobre mi familia me compete a mí. Mi padre y mi madre (¡que Dios los perdone!) después de un año de espera vieron que el cielo atendió sus ruegos: dos gemelos, mi hermano y yo, vieron la luz. Razón de más para amarse. Pero no fue así. Como yo era el más hermoso de los dos, y el más inteligente, mi hermano me tomó odio y no se cuidó de ocultar sus sentimientos: por todo ello, la mayor parte del amor de mi madre y de mi padre recayó sobre mí, en tanto que con mi amistad sincera y constante me esforzaba por apaciguar un alma que no tenía derecho de rebelarse contra quien había sido extraído de la misma carne. Entonces el furor de mi hermano no conoció límites, y me desplazó en el corazón de nuestros padres mediante las calumnias más inverosímiles. Viví durante quince años en un calabozo con larvas y agua fangosa por único alimento. No te contaré en detalle los tormentos inauditos que sufrí en ese prolongado e injusto secuestro. De vez en cuando, en determinados momentos del día, uno de los tres verdugos que se turnaban, entraba bruscamente cargado de pinzas, tenazas y otros instrumentos de suplicio. Los gritos que me arrancaban las torturas los dejaban impávidos; la pérdida abundante de mi sangre los hacía sonreír. ¡Oh hermano mío, ya te he perdonado, tú, la causa primera de todos mis males! ¡Cómo es posible que un ciego furor no acabe al fin por abrirle los ojos! ¡He reflexionado mucho en mi prisión eterna! Adivinarás a qué grado llegó mi odio hacia la humanidad toda. El progresivo debilitamiento, la soledad del cuerpo y del alma todavía no me habían llevado a la pérdida total de la razón, hasta el punto de sentir resentimiento contra aquellos a quienes no había cesado de amar: triple argolla de la que yo era esclavo. ¡Usando de astucia logré finalmente recobrar mi libertad! Lleno de repulsión hacia los habitantes de tierra firme, que, aunque se llamasen mis semejantes, en nada parecían asemejárseme hasta el momento (¿si ellos creían ser mis semejantes por qué me hacían daño?) dirigí los pasos hacia los guijarros de la playa, con la firme resolución de darme muerte, si el mar me ofrecía reminiscencias de una existencia anterior fatalmente vivida. ¿Creerás a tus propios ojos? Desde el día en que abandoné la casa paterna, no me lamento tanto como imaginarías, de habitar el mar y sus grutas de cristal. La Providencia, como puedes comprobar, me ha otorgado, en parte, un organismo de cisne. Vivo en paz con los peces, y ellos me proveen del alimento que necesito como si yo fuera su monarca. Voy a lanzar un silbido particular, siempre que no te contraríe, y verás cómo ellos reaparecen». Sucedió tal como había predicho. Reanudó su regia natación, rodeado de su cortejo de súbditos. Y aunque al cabo de algunos segundos desapareció completamente de mi vista, con un catalejo pude distinguirlo todavía en los últimos límites del horizonte. Con una mano nadaba y con la otra se enjugaba los ojos que estaban inyectados de sangre por la violencia que se había hecho al aproximarse a tierra firme. Había obrado así para complacerme. Arrojé el instrumento revelador contra la pendiente cortada a pico; rebotó de roca en roca hasta que las olas recibieron sus fragmentos dispersos: tales fueron la última demostración y el supremo adiós con los que me incliné como en sueños, ante una noble e infortunada inteligencia. Sin embargo, fue real todo lo que pasó en ese anochecer de verano.
Noche tras noche, hundiendo la envergadura de mis alas en mi memoria agonizante, yo evocaba el recuerdo de Falmer… noche tras noche. Sus cabellos rubios, su cara oval, sus rasgos majestuosos estaban todavía impresos en mi imaginación… indeleblemente… en especial sus cabellos rubios. Apartad, apartad, por lo tanto, esa cabeza sin cabello, lisa como el caparazón de la tortuga. Él tenía catorce años, y yo sólo un año más. Que se calle esa voz lúgubre. ¿Por qué viene a denunciarme? Pero ¡si el que habla soy yo mismo! Sirviéndome de mi propia lengua para enunciar mi pensamiento compruebo que mis labios se mueven y que soy yo mismo el que habla. Soy yo mismo el que, relatando una historia de mi juventud y sintiendo el remordimiento penetrar en mi corazón… soy yo mismo, a menos que me equivoque… soy yo mismo el que habla. Yo sólo tenía un año más. ¿Quién es finalmente ese a quien aludo? Es un amigo que tuve en otros tiempos, según creo. Sí, sí, ya he dicho cómo se llama… no quiero volver a deletrear esas seis letras, no, no. Tampoco es útil repetir que yo tenía un año más. ¿Quién sabe? Repitámoslo, a pesar de todo, pero con un penoso murmullo, yo tenía sólo un año más. Aún entonces el predominio de mi fuerza física era más un motivo para servir de apoyo, por el áspero sendero de mi vida, a aquel que se había entregado a mí, que para maltratar a un ser evidentemente más débil. Pues creo, en efecto, que era más débil… aún entonces. Es un amigo que tuve en otros tiempos, según creo. El predominio de mi fuerza física… noche tras noche… En especial sus cabellos rubios. Hay más de un ser humano que ha visto cabezas calvas: la vejez, la enfermedad, el dolor (juntas las tres o consideradas separadamente) explican ese fenómeno negativo de modo satisfactorio. Tal es, por lo menos, la respuesta que me daría un sabio si yo lo interrogara sobre el asunto. La vejez, la enfermedad, el dolor. Pero no ignoro (yo también soy sabio) que un día, porque detuvo mi mano en el momento en que levantaba mi puñal para clavarlo en el seno de una mujer, lo tomé por los cabellos con brazo de hierro, y lo hice girar en el aire con tal velocidad que su cabellera se quedó en mi mano, y su cuerpo, impulsado por la fuerza centrífuga, fue a estrellarse contra el tronco de una encina… No ignoro que un día su cabellera se quedó en mi mano. Yo también soy sabio. Sí, sí, ya he dicho cómo se llama. No ignoro que un día ejecuté un acto infame, mientras su cuerpo era impulsado por la fuerza centrífuga. Tenía catorce años. Cuando preso de una crisis de alienación mental, corro por el campo, llevando oprimido contra mi corazón una cosa sangrante que conservo desde hace mucho tiempo como una reliquia venerada, los chicuelos que me persiguen… los chicuelos y las viejas que me persiguen a pedradas, lanzan estos gemidos lamentables: «Ésa es la cabellera de Falmer». Apartad, apartad, por lo tanto, esa cabeza calva, lisa como el caparazón de la tortuga… Una cosa sangrante. Pero soy yo mismo el que habla. Su cara oval, sus rasgos majestuosos. Pues creo, en efecto, que era más débil. Las viejas y los chicuelos. Pues creo, en efecto… ¿qué quería decir?… pues creo, en efecto, que era más débil. Con brazo férreo. Ese golpe, ese golpe, ¿lo mató? ¿Se destrozaron sus huesos contra el árbol… irremediablemente? ¿Lo mató ese golpe provocado por el vigor de un atleta? ¿Ha conservado la vida, aunque sus huesos estén irremediablemente destrozados… irremediablemente? ¿Ese golpe lo mató? Temo llegar a saber aquello de lo que mis ojos cerrados no fueron testigos. En efecto… En especial sus cabellos rubios. En efecto, huí lejos con una conciencia en adelante implacable. Tenía catorce años. Con una conciencia en adelante implacable. Noche tras noche. Cuando un joven aspirante a la gloria, en un quinto piso, inclinado sobre su mesa de trabajo a la hora silenciosa de la medianoche, percibe un murmullo que no sabe a qué atribuir, vuelve hacia todas partes la cabeza, agobiada por la meditación y los manuscritos polvorientos; pero nada, ningún indicio descubierto que le revele la causa de lo que oye tan débilmente, aunque, con todo, lo oye. Al final advierte que el humo de su bujía, elevándose hacia el techo, provoca a través del aire ambiente, las vibraciones casi imperceptibles de una hoja de papel colgada de un clavo fijo en la pared. En un quinto piso. Así como un joven aspirante a la gloria percibe un murmullo que no sabe a qué atribuir, del mismo modo oigo yo una voz melodiosa que pronuncia a mis oídos: «¡Maldoror!». Pero antes de descubrir su engaño creía oír las alas de un mosquito… inclinado sobre su mesa de trabajo. Sin embargo, no sueño; ¿qué importa que esté acostado en mi lecho de raso? Conservando mi sangre fría hago la observación perspicaz de que tengo los ojos abiertos aunque sea la hora de los dominós rosas y de los bailes de máscaras. ¡Jamás!… ¡Oh, no, jamás!… ¡Una voz mortal hizo oír esos acentos seráficos, pronunciando con tal dolorosa elegancia las sílabas de mi nombre! Las alas de un mosquito… ¡Qué voz benevolente!… ¿Entonces me ha perdonado? Su cuerpo fue a estrellarse contra el tronco de una encina… «¡Maldoror!».