Recordemos los nombres de esos seres imaginarios de naturaleza angelical que mi pluma, durante el segundo canto, ha extraído de un cerebro que brilla con una luz emanada de ellos mismos. Mueren apenas nacidos, como esas chispas que, por su rápida desaparición, el ojo tiene dificultad en seguir sobre el papel encendido. ¡Leman!… ¡Lohengrin!… ¡Lombano!… ¡Holzer!… Aparecisteis un instante, revestidos de las insignias de la juventud, en mi horizonte hechizado; pero os dejé caer otra vez en el caos como campanas de buzo. Ya no saldréis más. Me conformo con guardar vuestro recuerdo; tenéis que ceder el lugar a otras naturalezas, quizá menos bellas, que dará a luz el desbordamiento tempestuoso de un amor que ha resuelto no calmar su sed al lado de la raza humana. Amor insaciable que se devoraría a sí mismo de no buscar su alimento en ficciones celestiales, creando, con el andar del tiempo, una pirámide de serafines más numerosos que los animálculos que bullen en una gota de agua, para entrelazarlos formando una elipse que hará remolinar a su alrededor. Durante ese lapso, el viajero, detenido ante el espectáculo de una catarata, verá a lo lejos, al levantar el rostro, a un ser humano arrastrado hacia las cavernas del invierno por una guirnalda de camelias vivas. Pero… ¡silencio! La imagen flotante del quinto ideal se dibuja lentamente, como las sinuosidades indecisas de una aurora boreal, sobre el plano vaporoso de mi inteligencia, para ir tomando una consistencia cada vez más definida… Mario y yo íbamos por la ribera. Nuestros caballos, con los cuellos estirados, hendían las membranas del espacio, y arrancaban chispas a los guijarros de la playa. El cierzo, que nos azotaba el rostro, se metía bajo nuestros mantos, y hacía revolar hacia atrás los cabellos de nuestras cabezas gemelas. La gaviota, con sus graznidos y aletazos, se esforzaba en vano por advertirnos de la presunta cercanía de la tempestad y exclamaba: «¿Adónde se dirigirán a tan insensato galope?». Guardábamos silencio; sumidos en la fantasía, nos dejábamos transportar en alas de esa carrera furibunda; el pescador, al vernos pasar con la rapidez del albatros, y creyendo ser testigo de la fuga de los dos hermanos misteriosos, como se los llamaba por encontrárselos siempre juntos, sé apresuraba a persignarse, y se escondía, con su perro paralizado, tras alguna roca inaccesible. Los habitantes de la costa habían oído relatar cosas extrañas de esos dos personajes, que aparecían sobre la tierra, en medio de las nubes, en las épocas de grandes calamidades, cuando una guerra pavorosa amenazaba clavar su arpón en el pecho de dos países enemigos, o cuando el cólera se aprestaba a lanzar el hondazo de la descomposición y la muerte sobre ciudades enteras. Los viejos ladrones de restos de naufragios, fruncían el ceño con aire grave afirmando que los dos fantasmas, con alas negras de enorme envergadura que habían observado durante los huracanes, por encima de los bancos de arena y de los escollos, eran el genio de la tierra y el genio del mar, quienes paseaban su majestad por los aires durante las grandes conmociones de la naturaleza, estrechamente unidos en una amistad eterna, que por su singularidad y grandeza ha engendrado el asombro en la infinita cadena de las generaciones. Se decía que mientras volaban juntos como dos cóndores de los Andes, les gustaba planear trazando círculos concéntricos en las capas de la atmósfera más cercanas al sol, que se nutrían, en esos parajes, de las más puras esencias de la luz, y que no se decidían sino de mala gana a volcar la inclinación de su vuelo vertical hacia la órbita aterrorizada por la que gira el globo humano en delirio, habitado por espíritus crueles que se matan entre ellos en los campos donde ruge la batalla (cuando no se asesinan pérfidamente, en secreto, en el centro mismo de las ciudades, con el puñal del odio o de la ambición), y que se alimentan de seres tan plenos de vida como ellos, aunque colocados algunos grados por debajo en la escala de las existencias. O bien, cuando después de tomada la firme decisión —con el objeto de incitar a los hombres al arrepentimiento mediante las estrofas de sus profecías— de nadar, dirigiéndose a grandes brazadas hacia las regiones siderales donde un planeta se desplaza en medio de espesas exhalaciones de avaricia, de orgullo, de imprecación y de befa, que se desprenden como vapores pestilentes de su horrible superficie, y que parece pequeño como una bola, siendo casi invisible a causa de la distancia, no dejaban de presentarse ocasiones en que se arrepentían amargamente de su benevolencia incomprendida y menospreciada, e iban a ocultarse en el fondo de los volcanes para dialogar con el fuego vivo que bulle en las cubas de los subterráneos centrales, o en el fondo del mar, para dejar que sus ojos desilusionados descansen plácidamente en los monstruos más feroces del abismo, que les parecían modelos de dulzura, comparados con los bastardos humanos. Al arribo de la noche y su propicia oscuridad, se lanzaban desde los cráteres con cresta de pórfido y desde las corrientes submarinas, para dejar, muy lejos, el orinal rocoso donde se desahoga el ano estreñido de las cacatúas humanas, hasta que ya no les fuese posible distinguir la silueta suspendida del planeta inmundo. Entonces, pesarosos por su infructuosa tentativa, en medio de las estrellas que compadecían su dolor, y ante la mirada de Dios, se abrazaban llorando, el ángel de la tierra y el ángel del mar… Mario y el que galopa a su lado no desconocían los vagos y supersticiosos rumores que hacían circular, durante las veladas, los pescadores de la costa, cuchicheando alrededor del hogar con las puertas y ventanas cerradas, mientras el viento de la noche, que busca calentarse, hace oír sus silbidos alrededor de la cabaña de paja, y sacude vigorosamente esas frágiles paredes rodeadas en su base por trozos de conchas acarreados por las ondulaciones moribundas de las olas. No hablábamos. ¿Qué se dicen dos corazones que se aman? Nada. Pero nuestras miradas lo decían todo. Le advertí que ciñera más el manto alrededor de su cuerpo, y él me hizo notar que mi caballo se separaba demasiado del suyo: cada uno toma tanto interés por la vida del otro como por la propia; no nos reíamos. Intenta dirigirme una sonrisa, pero percibo en su rostro la carga de las terribles impresiones que en él grabó la reflexión, perpetuamente atenta a las esfinges que desconciertan con su mirada oblicua las grandes ansiedades de la inteligencia de los mortales. Comprobando la inutilidad de sus manejos, desvía los ojos, muerde su freno terrestre babeando de rabia, y contempla el horizonte que huye delante de nosotros. A mi vez, procuro recordarle su juventud dorada que sólo pide penetrar en los palacios de los placeres como una reina, pero él nota que las palabras brotan con dificultad de mi boca demacrada, y que mis años primaverales han pasado, tristes y helados como un sueño implacable que pasea sobre las mesas de los banquetes y sobre los lechos de raso donde dormita la pálida sacerdotisa de amor, pagada con el relumbrón del oro, las voluptuosidades amargas del desencanto, las arrugas pestilenciales de la vejez, los pavores de la soledad y las llamaradas del dolor. Al comprobar la inutilidad de mis manejos, no me asombro de no poder hacerle feliz; el Todopoderoso se me aparece provisto de sus instrumentos de tortura, en toda la aureola resplandeciente de su horror; aparto los ojos y contemplo el horizonte que huye delante de nosotros… Nuestros caballos galopaban a lo largo de la costa, como si rehuyeran la mirada humana… Mario es más joven que yo; la humedad del tiempo y la espuma salada que nos salpica, llevan a sus labios el contacto del frío. Le digo: «¡Cuídate…! ¡Cuídate…! Aprieta bien tus labios uno contra otro, ¿no ves que las garras afiladas de las resquebraduras surcan tu piel de ardorosas llagas?». Me clavó la mirada en la frente y me replicó con los movimientos de su lengua: «Sí, veo esas garras verdes, pero no modificaré la posición natural de mi boca para ahuyentarlas. Mira si miento. Puesto que parece ser la voluntad de la Providencia, quiero someterme a ella. Su voluntad podría haber sido mejor». Y yo exclamé: «Admiro esa noble venganza». Quise mesarme los cabellos, pero me lo prohibió con una mirada severa, y le obedecí respetuosamente. Se hacía tarde, y el águila regresaba a su nido cavado en las anfractuosidades de la roca. Me dijo: «Voy a prestarte mi manto para protegerte del frío. Yo no lo necesito». Le repliqué: «Pobre de ti si haces lo que dices. No quiero que nadie sufra en mi lugar, y menos tú». No contestó nada porque tenía yo razón, pero me dediqué a consolarlo con motivo del tono demasiado impetuoso de mis palabras… Nuestros caballos galopaban a lo largo de la costa como si rehuyeran la mirada humana… Levanté la cabeza como la proa de un barco que levanta una ola enorme, y le dije: «¿Lloras, acaso? Te lo pregunto, rey de las nieves y de las brumas, aunque no veo lágrimas en tu rostro bello como la flor de cactus, y aunque tus párpados están secos como el lecho del torrente; pero distingo en el fondo de tus ojos un recipiente lleno de sangre donde hierve tu inocencia, mordida en el cuello por un escorpión de especie gigante. Un fuerte viento se precipita sobre el fuego que calienta la caldera, y esparce las llamas oscuras hasta por fuera de tu órbita sagrada. Al acercar mis cabellos a tu frente rosa percibí un olor a chamuscado porque se me quemaron. Cierra los ojos, pues de no hacerlo, tu cara calcinada como la lava de un volcán caerá hecha cenizas en el hueco de mi mano». Y él volvió hacia mí sin prestar atención a las riendas que empuñaba, y me contempló con ternura, mientras abría y cerraba lentamente sus párpados de lirio, igual que el flujo y el reflujo del mar. Respondió sin reparo a mi atrevida pregunta, y he aquí cómo lo hizo: «No te preocupes por mí. Así como la bruma de los ríos se arrastra a lo largo de las laderas de la colina, y, una vez alcanzada la cumbre, asciende a la atmósfera formando nubes, así tus inquietudes en cuanto a mí han ido aumentando insensiblemente, sin un motivo justificado, y forman por encima de tu imaginación el cuerpo falaz de un espejismo desolador. Te aseguro que no hay fuego en mis ojos, aunque yo experimente la impresión de que mi cráneo estuviera colocado dentro de un casco de carbones encendidos. ¿Cómo pretendes que las carnes de mi inocencia hiervan en la caldera si no oigo más que gritos débiles y confusos, que para mí son tan sólo los gemidos del viento que pasa por encima de nuestras cabezas? Es imposible que un escorpión haya fijado su residencia y sus afiladas pinzas en el fondo de mi órbita despedazada; creo más bien que son poderosas tenazas que trituran los nervios ópticos. Sin embargo, coincido contigo en la opinión de que la sangre que llena el recipiente, fue extraída de mis venas la última noche por un verdugo invisible mientras yo dormía. Te he estado esperando mucho tiempo, hijo amado del océano, y mis brazos entumecidos entablaron un inútil combate con Aquel que había penetrado en el vestíbulo de mi casa… Sí, siento que mi alma lleva un candado sobre el cerrojo de mi cuerpo, por lo que no puede soltarse para huir lejos de las costas que azota el mar humano, y para no seguir siendo testigo del espectáculo de la jauría lívida de los infortunios que persiguen sin descanso, a través de los barrancos y precipicios del inmenso desaliento, a las gamuzas humanas. Pero no me quejaré. Recibí la vida como una herida, y he prohibido al suicidio que haga desaparecer la cicatriz. Quiero que el Creador contemple hora tras hora, durante su eternidad, ese tajo abierto. Es el castigo que le inflijo. Nuestros corceles disminuyen la velocidad de sus patas de bronce; sus cuerpos tiemblan como el cazador sorprendido por una manada de pécaris. No conviene que ellos presten atención a lo que decimos. Con tanta atención, sus inteligencias se desarrollarían y podrían llegar a comprendernos. ¡Pobres de ellos, porque entonces sufrirían mucho más! Para convencerte, no tienes más que pensar en los jabatos de la humanidad: el grado de inteligencia que los separa de los otros seres de la creación, ¿no parece haberles sido otorgado únicamente al precio indefectible de sufrimientos incalculables? Imita mi ejemplo, y que tu espuela de plata se hunda en los ijares de tu corcel…». Nuestros caballos galopaban a lo largo de la costa como si rehuyeran la mirada humana.
Allí tenéis a la loca que pasa bailando, mientras rememora vagamente algo. Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Enarbola un palo, y hace ademán de correrlos; luego prosigue su camino. Ha perdido un zapato en el trayecto, pero no lo nota. Largas patas de araña recorren su nuca: son tan sólo sus cabellos. Su rostro ha dejado de parecerse a un rostro humano, lanza carcajadas como la hiena. Se le escapan jirones de frases, en las que, por más que se las hilvane, muy pocos encontrarían un significado claro. Su vestido, con agujeros en más de un sitio, está animado de violentas sacudidas en torno de sus piernas huesudas y embarradas. Ella marcha hacia adelante como la hoja del álamo, viéndose arrastrada, ella, su juventud, sus ilusiones y su felicidad pasada que vuelve a ver a través de las brumas de una inteligencia destruida, por el torbellino de las facultades inconscientes. Ha perdido su encanto y su belleza primeros; su andar es grosero y su aliento hiede a aguardiente. Si los hombres fueran felices en esta Tierra, entonces sería la ocasión para asomarse. La loca no hace ningún reproche, es demasiado altiva para quejarse, y morirá sin haber revelado su secreto a los que se interesan por ella, pero a quienes ha prohibido que le dirijan la palabra. Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Se le acaba de caer del seno un rollo de papel. Un desconocido lo recoge, se encierra en su casa toda la noche y lee el manuscrito que contiene lo que sigue. «Después de muchos años de esterilidad, la Providencia me envió una hija. Durante tres días estuve arrodillada en las iglesias, y no cesé de agradecer al gran nombre de Aquel que finalmente había atendido mis súplicas. Alimenté con mi propia leche a la que era más que mi vida, y que yo veía crecer rápidamente, dotada de todas las cualidades del alma y del cuerpo. Ella me decía: “Quisiera tener una hermanita para divertirme con ella; ruega al buen Dios que me envíe una, y, como recompensa, tejeré para él una guirnalda de violetas, mentas y geranios”. Por única respuesta la levanté hasta mi pecho y la besé con amor. Ella había aprendido ya a interesarse por los animales y me pedía que le explicara por qué la golondrina se conforma con rozar con el ala las cabañas humanas sin atreverse a entrar. Pero yo, colocando un dedo sobre mis labios, le daba a entender que había que guardar silencio sobre esa grave cuestión, cuyos fundamentos no quería hacerle comprender todavía, a fin de no herir con una impresión excesiva su imaginación infantil, y me apresuraba a desviar la conversación de ese asunto, penoso de tratar para todo ser perteneciente a la raza que ha impuesto una dominación injusta sobre los demás animales de la creación. Cuando ella me hablaba de las tumbas del cementerio, diciéndome que en ese ambiente se respiraban los agradables perfumes de los cipreses y de las siemprevivas, me cuidaba de contradecirla, pero le decía que era la ciudad de los pájaros; que allí cantaban desde el alba hasta el crepúsculo vespertino, y que las tumbas eran sus nidos donde reposaban de noche con sus familias, levantando las losas. Todos los lindos vestidos que llevaba, los había cosido yo, así como los encajes de mil arabescos que le reservaba para los domingos. En invierno, tenía su lugar propio alrededor de la gran chimenea, pues ella se consideraba una persona seria, y, en el verano, el prado reconocía la suave presión de sus pasos, cuando se aventuraba, con su redecilla de seda atada al extremo de un junco, detrás de los colibríes, plenos de independencia, y de las mariposas, con su zigzag irritante. “¿Qué haces, pequeña vagabunda, mientras la sopa te espera hace una hora con la cuchara impaciente?”. Pero ella exclamaba, saltando a mi cuello, que no se volvería a repetir. Al día siguiente se escapaba de nuevo a través de las margaritas y las resedas, a través de los rayos del sol y el revoloteo de los insectos efímeros; conocía la prismática copa de la vida, todavía no la hiel; feliz de ser más grande que el abejaruco; se burlaba de la curruca que no canta tan bien como el ruiseñor; le sacaba la lengua con disimulo al antipático cuervo, que la miraba paternalmente; y era graciosa como un gatito. Yo no habría de gozar mucho tiempo de su presencia; estaba por llegar la hora en que debía, de modo inesperado, despedirse de los encantos de la vida, abandonando para siempre la compañía de las tórtolas, de las gallinetas, de los verderones, la charla del tulipán y de la anémona, los consejos de las hierbas del pantano, el espíritu mordaz de las ranas, y la frescura de los arroyos. Me contaron lo que había sucedido, pues yo no estuve presente en el acontecimiento que determinó la muerte de mi hija. Si lo hubiera estado, habría defendido a aquel ángel a costa de mi sangre… Maldoror pasaba con su bull-dog; ve a una chiquilla que duerme a la sombra de un plátano; la confunde al principio con una rosa. No podría decirse qué fue lo que primero surgió en su espíritu, si la visión de aquella niña o la resolución que tomó al verla. Se desnuda rápidamente, como un hombre que sabe lo que quiere. Desnudo como una piedra se arroja sobre el cuerpo de la niña y le levanta el vestido para cometer un atentado al pudor… ¡a la claridad del sol! ¡No tendrá reparo alguno, vamos!… No hay que insistir sobre este acto impuro. Con el espíritu disconforme, se vuelve a vestir precipitadamente, lanza una mirada cauta al camino polvoriento, por donde nadie transita, y ordena al bull-dog que estrangule con la presión de sus quijadas a la niña sangrante. Indica al perro de la montaña el sitio por donde respira y grita la víctima sufriente, y se hace a un lado para no ser testigo de la penetración de los puntiagudos dientes en las venas rosadas. El cumplimiento de esta orden pudo parecer severo al bull-dog. Creyó que le exigían lo que ya se había realizado, y se limitó, ese lobo de hocico monstruoso, a violar a su vez la virginidad de la niña delicada. Desde su vientre desgarrado, la sangre corre de nuevo a lo largo de las piernas por el prado. Sus lamentos se unen a los quejidos del animal. La joven le presenta la cruz de oro que adorna su cuello para que se aparte; ella no se había atrevido a ponerla ante los ojos salvajes de aquel que en primer término había ideado aprovecharse de la debilidad de sus pocos años. Pero el perro no ignoraba que, si desobedecía a su dueño, un cuchillo sacado de debajo de la manga le abriría súbitamente las entrañas sin decir agua va. Maldoror (¡cuán repugnante resulta pronunciar este nombre!) oía los lamentos agónicos, asombrado de la resistencia de la víctima, que ya daba por muerta. Se acerca al altar de inmolación y comprueba la conducta de su bull-dog, que entregado a sus bajos instintos levantaba la cabeza por encima de la niña, como un náufrago eleva la suya por encima de las olas encolerizadas. Le da un puntapié y le revienta un ojo. El bull-dog, irritado, huye a campo traviesa, arrastrando tras sí durante un trecho que siempre resulta demasiado largo, por corto que fuere, el cuerpo de la niña suspendida, que sólo se desprende gracias a las sacudidas irregulares de la fuga; pero teme atacar a su amo, que no volverá a verlo. Éste saca de su bolsillo un cortaplumas americano, compuesto de diez o doce hojas que sirven para diversos usos. Abre las patas angulosas de esa hidra de acero, y armado de semejante escalpelo, viendo que el césped no había todavía desaparecido bajo el color de tanta sangre vertida, se apresta sin palidecer a hurgar animosamente la vagina de la desventurada niña. De aquel orificio ampliado retira sucesivamente los órganos internos; los intestinos, los pulmones, el hígado, y, finalmente, el corazón mismo, son arrancados de sus pedículos y llevados a la claridad del día a través de la espantosa abertura. El sacrificador comprueba que la niña, pollo vaciado, ha muerto hace rato, y pone fin a la perseverancia creciente de sus estragos, dejando reposar el cadáver a la sombra de un plátano. El cortaplumas abandonado fue recogido unos pasos más allá. Un pastor, testigo del crimen, cuyo autor no fue descubierto, hizo el relato sólo mucho tiempo después, cuando estuvo seguro de que el criminal había alcanzado libremente la frontera, y de que ya no tenía que temer la indefectible venganza lanzada contra él en caso de delación. Sentí lástima por el insensato que había cometido esa perversidad, no prevista por el legislador, y que no tenía precedentes. Sentí lástima porque es probable que hubiera perdido la razón cuando manejó el puñal de hoja cuatro veces triple removiendo de arriba abajo las paredes de las vísceras. Sentí lástima porque si no era loco, su conducta vergonzosa debía cobijar un odio inmenso contra sus semejantes, para ensañarse de ese modo con las carnes y las arterias de la inofensiva niña que fue mi hija. Asistí al entierro de esos residuos humanos con muda resignación, y todos los días voy a rezar junto a una tumba». Al concluir esta lectura, el desconocido no puede conservar sus fuerzas y se desvanece. Al recobrar el sentido quema el manuscrito. Había olvidado ese recuerdo de su juventud (la rutina embota la memoria), y después de veinte años de ausencia, volvía a aquel país fatal. ¡Ya no comprará bull-dogs!… ¡No charlará con los pastores!… ¡No se acostará a dormir a la sombra de los plátanos!… Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo.
Tremdall acaba de estrechar por última vez la mano a aquel que se ausenta voluntariamente, siempre huyendo hacia adelante, siempre con la imagen del hombre que lo persigue. El judío errante piensa que, si el cetro de la Tierra perteneciera a la raza de los cocodrilos, no huiría de ese modo. Tremdall, de pie en el valle, ha puesto una mano ante lo ojos, para concentrar los rayos solares y hacer más penetrante su visión, mientras la otra palpa el seno del espacio, con el brazo horizontal e inmóvil. Inclinado hacia adelante, estatua de la amistad, mira, con ojos que tienen el misterio del mar, subir polla pendiente de la costa las polainas del viajero, con ayuda de su bastón herrado. Siente como si le faltara la tierra bajo los pies, y, aunque lo quisiera, no podría contener sus lágrimas y sus sentimientos:
«Él está lejos; veo desplazarse su silueta por un estrecho sendero. ¿Adónde se dirige con paso tardo? Ni él mismo lo sabe… Sin embargo, estoy convencido de que no sueño: ¿qué cosa se acerca y va al encuentro de Maldoror? ¡Qué dragón enorme… mayor que una encina! Se diría que sus alas blancuzcas fijadas por fuertes inserciones, tienen nervaduras de acero, por la facilidad con que cortan el aire. Su cuerpo comienza con un busto de tigre y termina en una larga cola de serpiente. Yo no estaba habituado a ver cosas así. ¿Qué tiene en la frente? Veo escrito en ella, en lenguaje simbólico, una palabra que no puedo descifrar. Con un aletazo final se traslada cerca de aquel cuyo timbre de voz conozco. Le dice: “Esperaba encontrarte y tú también. Ha sonado la hora: aquí estoy. Lee en mi frente mi nombre escrito con caracteres jeroglíficos”. Pero aquél, apenas ve llegar al enemigo, se metamorfosea en una inmensa águila, y se prepara para el combate haciendo rechinar de contento su pico encorvado, queriendo decir con eso, que él solo se basta para devorar la parte posterior del dragón. Ahí están, trazando circuitos concéntricos gradualmente decrecientes, espiando sus recíprocos recursos antes de entrar en combate; y hacen bien. El dragón me parece más fuerte; me gustaría que obtuviera la victoria sobre el águila. Éste será un espectáculo que me deparará grandes emociones, y en el que está empeñada una parte de mi ser. Poderoso dragón, te estimularé con mis gritos, si es necesario, pues es conveniente para el águila que sea vencida. ¿Qué esperan para atacarse? Me domina una zozobra mortal. Vamos, dragón, comienza el ataque, tú primero. Acabas de administrarle un golpe seco con tu garra: no está del todo mal. Te aseguro que el águila lo sintió; el viento se lleva la belleza de sus plumas, manchadas de sangre. ¡Ah!, el águila te arranca un ojo con su pico, y tú, tú tan sólo le arrancaste piel; tú hubieras debido cuidar mejor. Bravo, toma tu desquite y rómpele un ala; no hay nada que decir, tus dientes de tigre son excelentes. ¡Si pudieras acercarte al águila mientras, dando vueltas en el espacio, se precipita hacia la campiña! Compruebo que esta águila provoca tu prevención, hasta cuando cae. Ahora está en tierra, ya no podrá levantarse. El aspecto de todas sus heridas abiertas me embriaga. Vuela a ras del suelo a su alrededor, y, con los golpes de tu cola escamosa de serpiente, acaba con ella, si puedes. Ánimo, hermoso dragón; húndele tus garras vigorosas, de modo que la sangre se mezcle con la sangre para formar arroyos que no contengan agua. Fácil es decirlo, pero no es fácil hacerlo. El águila acaba de preparar un nuevo plan estratégico de defensa, sugerido por las alternativas aciagas de esa contienda memorable; demuestra qué prudente es. Se acaba de sentar sólidamente en una posición inexpugnable sobre el ala restante y sus dos muslos, así como sobre la cola que antes le servía de timón. De ese modo desafía esfuerzos más extraordinarios que los que hasta ahora ha resistido. Tan pronto gira con la rapidez del tigre sin demostrar ningún cansancio, tan pronto se acuesta sobre el lomo con sus dos poderosas patas en el aire, y, con sangre fría, observa a su adversario irónicamente. Tendré que llegar a saber, de una vez por todas, quién será el vencedor; el combate no puede eternizarse. Pienso en las consecuencias que tendrá. El águila es terrible, y ejecuta enormes saltos que sacuden la tierra, como si fuera a emprender vuelo; sin embargo, bien sabe que eso es imposible. El dragón no se fía: sospecha que el águila lo atacará por el lado en que le falta el ojo… ¡Desventurado de mí! Es justamente lo que sucede. ¿Por qué el dragón se ha dejado agarrar por el pecho? Aunque emplee toda su astucia, y su fuerza, advierto que el águila, adherida a él con la totalidad de sus miembros, como una sanguijuela, hunde más y más su pico, a pesar de las nuevas heridas que recibe, hasta la raíz del cuello, en el vientre del dragón. Sólo queda afuera el cuerpo. Parece estar cómoda y no tiene prisa de salir. Sin duda busca algo, mientras el dragón con cabeza de tigre lanza bramidos que despiertan a los bosques. Ahí está el águila que sale de esa caverna. ¡Águila, qué horrible te veo! ¡Más roja que una charca de sangre! Aunque tienes en tu pico un corazón palpitante, estás tan cubierta de heridas que apenas puedes sostenerte sobre tus patas emplumadas, y te bamboleas, sin abrir el pico, al lado del dragón que muere entre sufrimientos espantosos. La victoria fue difícil; no importa, es tuya: hay que resignarse a la verdad… Procedes, de acuerdo con las normas de la razón, a despojarte de la forma de águila, al tiempo que te alejas del cadáver del dragón. Pues bien, Maldoror, ¡resultaste vencedor! Pues bien, Maldoror, ¡venciste a la Esperanza! ¡En adelante, la desesperación se alimentará de tu más pura sustancia! ¡En adelante entrarás, con paso medido, por el camino del mal! A pesar de que estoy, por así decir, embotado para el sufrimiento, tu último golpe contra el dragón no ha dejado de hacer sentir sus efectos en mí. ¡Juzga tú mismo si sufro! Pero me das miedo. Mirad, mirad allá lejos, ese hombre que huye. Sobre él, tierra sin par, la maldición hace brotar su espeso follaje; es maldito y maldice. ¿Adónde llevas tus sandalias? ¿Adónde vas, titubeando como un sonámbulo, por sobre los techos? ¡Que tu destino perverso se cumpla! ¡Adiós, Maldoror! ¡Adiós, hasta la eternidad, en que ya no nos volveremos a encontrar juntos!».
Era un día de primavera, los pájaros derramaban sus melodías de trinos, y los humanos, entregados a sus diversas ocupaciones, se bañaban en la santidad de la fatiga. Todo trabajaba en su destino: los árboles, los planetas, los escualos. ¡Todo, excepto el Creador! Estaba echado en el camino con las ropas destrozadas. Su labio inferior pendía como un cable somnífero; sus dientes no estaban lavados, y se entremezclaba el polvo con las ondas rubias de sus cabellos. Amodorrado por un irresistible sopor, molido por los guijarros, su cuerpo hacía esfuerzos inútiles para levantarse. Sus fuerzas lo habían abandonado, y yacía allí, débil como la lombriz de tierra, impasible como la corteza. Chorros de vino llenaban las huellas dejadas por los sobresaltos nerviosos de sus hombros. El embrutecimiento de hocico de cerdo lo cubría con sus alas protectoras, y le arrojaba una mirada amorosa. Sus piernas con los músculos flojos, barrían el suelo como dos mástiles ciegos. Manaba sangre de sus narices, pues al caer, su rostro había dado contra un poste… ¡Estaba borracho! ¡Horriblemente borracho! ¡Borracho como una chinche que ha sorbido durante la noche tres toneles de sangre! Llenaba el eco con palabras incoherentes que me cuidaré de repetir aquí; si el beodo supremo no se respeta, yo debo respetar a los hombres. ¿Sabíais que el Creador… se emborrachaba? ¡Piedad para ese labio manchado en las copas de la orgía! El erizo que pasaba le clavó sus púas en la espalda y dijo: «Eso para ti. El sol está en la mitad de su carrera; trabaja, haragán, y no comas el pan de los otros. Espera un rato y ya verás si llamo a la cacatúa de rostro ganchudo». El picoverde y la lechuza que pasaban le clavaron el pico en el vientre y dijeron: «Eso para ti. ¿Qué vienes a hacer a esta tierra? ¿Has llegado para ofrecer esta siniestra comedia a los animales? Pues ni el topo, ni el casuario, ni el flamenco te imitarán; te lo juro». El asno que pasaba le dio una coz en la sien y dijo: «Eso para ti. ¿Qué te hice yo para que me dieras unas orejas tan largas? Hasta el grillo me desprecia». El sapo que pasaba le arrojó un chorro de baba a la frente y dijo: «Eso para ti. Si no me hubieras hecho el ojo tan voluminoso, al encontrarte en el estado en que te veo, habría ocultado púdicamente la belleza de tus miembros bajo una lluvia de ranúnculos, de miosotis y de camelias, para que nadie te viera». El león que pasaba inclinó su real semblante y dijo: «En cuanto a mí, lo respeto aunque nos parezca que su esplendor sufre un momentáneo eclipse. Vosotros que presumís de orgullosos, y no sois más que cobardes, pues lo habéis agredido mientras dormía, ¿os gustaría estar en su lugar y sufrir de parte de los que pasan, las injurias que no le habéis ahorrado?». El hombre que pasaba se detuvo ante el Creador irreconocible y, con los aplausos de la ladilla y de la víbora ¡defecó durante tres días sobre su augusto rostro! ¡Malhadado el hombre culpable de esa injuria, que no supo respetar al enemigo, caído sobre una mezcla de barro, sangre y vino, indefenso y casi inanimado!… Entonces, el Dios soberano, despierto al fin por todos esos mezquinos insultos, se levantó como pudo; tambaleándose fue a sentarse en una piedra, con los brazos caídos como los dos testículos de un tísico; y lanzó una mirada vidriosa, sin fuego, sobre toda la naturaleza que le pertenecía. Oh humanos, sois los niños terribles, pero os suplico que perdonemos a esa gran existencia que todavía no ha concluido de dormir el líquido inmundo, y no habiendo recuperado bastante fuerza para mantenerse de pie, vuelve a caer pesadamente sobre una roca en la que se sienta, como un viajero. Poned atención en ese mendigo que pasa; vio que el derviche extendía un brazo hambriento, y, sin saber a quien daba limosna, arroja un trozo de pan en la mano que implora misericordia. El Creador le expresa su agradecimiento con una inclinación de cabeza. ¡Oh, no, nunca sabréis lo difícil que resulta empuñar constantemente las riendas del universo! Hay veces que la sangre se sube a la cabeza, cuando uno se dedica a sacar de la nada un último cometa, con una nueva raza de espíritus. La inteligencia, demasiado removida hasta las heces, se retira como alguien derrotado, y puede caer, una vez en la vida, en los desvaríos de que habéis sido testigos.
Un farol rojo, bandera del vicio, suspendido del extremo de una varilla, balanceaba su armazón azotada por todos los vientos, sobre una puerta maciza y carcomida. Un corredor sucio que olía a muslo humano, daba sobre un patio en el que buscaban su comida algunos gallos y gallinas más flacos que sus propias alas. Sobre la pared que servía de cerca al patio y daba al lado oeste, se habían practicado minuciosamente aberturas cerradas por ventanillos enrejados. El musgo revestía ese cuerpo de edificio, que había sido, sin duda, un convento y servía en la actualidad, como el resto del edificio, de vivienda a todas esas mujeres que exhiben, día a día, a los que entran, el interior de sus vaginas a cambio de unas monedas. Yo estaba sobre un puente cuyos pilares se hundían en el agua cenagosa de un foso. Desde ese plano elevado, contemplaba aquella construcción en el campo, agobiada por la vejez y los mínimos detalles de su arquitectura interna. A veces, la reja de un ventanillo se abría hacia arriba rechinando, como por el impulso ascendente de una mano que violentaba la naturaleza del hierro; un hombre asomaba la cabeza por la abertura libre a medias, avanzaba los hombros sobre los que caía el yeso escamoso, y terminaba haciendo salir, mediante esa laboriosa extracción, su cuerpo cubierto de telarañas. Con las manos apoyadas a modo de corona sobre las inmundicias de toda clase que agobiaban el suelo con su peso, mientras la pierna permanecía todavía enganchada en la reja retorcida, recobraba su posición natural, e iba a enjuagar sus manos en una tina roja, cuya agua jabonosa había visto levantarse y caer a generaciones enteras, para alejarse después, lo más rápido posible, de esa calleja de arrabal, y respirar el aire puro en el centro de la ciudad. Cuando el cliente se había alejado, una mujer completamente desnuda salía a su vez del mismo modo, y se dirigía a la misma tina. Entonces los gallos y gallinas acudían en tropel desde diversos puntos del patio, atraídos por el olor seminal, la tiraban al suelo a pesar de sus vigorosos esfuerzos, pisoteaban la superficie de su cuerpo como si fuera un estercolero, y laceraban a picotazos, hasta hacer manar sangre, los labios fláccidos de su tumefacta vagina. Los gallos y gallinas, con el buche satisfecho, retornaban a escarbar la hierba del patio; la mujer, a la que habían dejado limpia, se levantaba trémula, sembrada de heridas, como alguien que despierta de una pesadilla. Dejaba caer el estropajo que había traído para enjuagar sus piernas, no teniendo ya necesidad de la tina común, se volvía a su madriguera del mismo modo que había salido, a la espera de otra sesión. ¡Ante ese espectáculo también yo quise penetrar en la casa! Estaba por descender el puente cuando vi en el remate de un pilar esta inscripción en caracteres hebraicos: «Caminante que pasas por este puente, no vayas a esa casa. Porque el crimen tiene allí su residencia junto con el vicio. Un día sus amigos esperaron en vano a un joven que había franqueado la puerta fatal». La curiosidad fue más fuerte que el temor; al cabo de unos momentos, llegué hasta una ventanilla, cuya reja estaba formada por sólidos barrotes que se entrecruzaban apretadamente. Quise mirar al interior a través de ese espeso tamiz. Al principio no pude ver nada, pero no tardé en distinguir los objetos que estaban en la habitación oscura, gracias a los rayos del sol cuya luz declinante habría de desaparecer pronto en el horizonte. La primera y única cosa que llamó mi atención fue un palo rubio, compuesto de cornetillas superpuestas que entraban unas en otras. ¡Ese palo tenía movimiento! ¡Andaba por la habitación! Daba unas sacudidas tan fuertes que el piso se bamboleaba. Con sus dos cabos producía enormes melladuras en la pared al modo de un ariete lanzado contra la puerta de una ciudad sitiada. Sus esfuerzos eran inútiles, los muros estaban construidos con piedra de sillería, y cuando chocaba contra la pared, lo veía encorvarse como una hoja de acero y rebotar como una pelota de goma. ¡Por lo tanto ese palo no era de madera! Noté, además, que se enrollaba y desenrollaba fácilmente igual que una anguila. Aunque tenía la altura de un hombre no se mantenía erguido. A veces lo intentaba mostrando entonces uno de sus extremos delante de la reja de la ventanilla. Ejecutaba unos saltos impetuosos, y volvía a caer al suelo sin que el obstáculo cediera. Me puse a examinarlo con creciente atención hasta descubrir que era un cabello. Después de una lucha titánica con la materia que lo circundaba como una cárcel, fue a apoyarse en el lecho que había en la habitación, con la raíz descansando sobre una alfombra y la punta sobre la cabecera. Tras unos instantes de silencio, durante los cuales percibí algunos sollozos entrecortados, alzó la voz y dijo así: «Mi amo me ha olvidado en este cuarto: no viene a buscarme. Se levantó de esa cama en la que estoy apoyado, peinó su perfumada cabellera sin reparar en que yo había caído al suelo. Con todo, de haberme él recogido, no habría yo encontrado sorprendente ese acto de elemental justicia. Me abandonó emparedado en esta habitación, después de haberse revolcado entre los brazos de una mujer. ¡Y qué mujer! Las sábanas todavía están húmedas de su cálido contacto y conservan en su desorden las huellas de una noche dedicada al amor…». ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!… «Mientras la naturaleza toda se amodorraba en su castidad, él se unió con una mujer degradada, en abrazos lascivos e impuros. Se rebajó hasta el punto de dejar aproximarse a su augusta faz mejillas de lozanía marchita despreciables por su impudicia consuetudinaria. No daba muestras de avergonzarse, pero yo me avergonzaba por él. No hay duda de que estaba muy contento de dormir con semejante esposa de una noche. La mujer, asombrada del porte majestuoso del huésped, parecía experimentar voluptuosidades incomparables, le besaba el cuello con frenesí». ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!… «Durante ese lapso, yo sentía que pústulas ponzoñosas, que se desarrollaban cada vez en mayor número a causa de su insólito ardor por los placeres carnales, rodeaban mi raíz con su hiel mortal, para absorber con sus ventosas la sustancia generatriz de mi vida. Mientras más se abstraían ellos, sumidos en sus insensatos movimientos, más sentía yo decaer mis fuerzas. En un momento en que los deseos corporales alcanzaron el paroxismo del furor, noté que mi raíz se retorcía sobre sí misma como un soldado herido por una bala. Habiéndose apagado en mí la antorcha de la vida, me desprendí de su cabeza ilustre como una rama muerta; caí al suelo sin ánimo, sin fuerza, sin vitalidad, con una profunda compasión por aquel a quien pertenecía, pero con un dolor eterno por su deliberado extravío…». ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!… «¡Si tan siquiera su alma se hubiese prodigado sobre el seno inocente de una virgen! Ella hubiera sido más digna de él, y la degradación hubiera sido menor. ¡Posa sus labios sobre esa frente cubierta de lodo, que los hombres han pisoteado con el talón lleno de polvo!… ¡Aspira con su impúdica nariz las emanaciones de esas dos axilas húmedas!… Vi cómo el tegumento de estas últimas se contraía de vergüenza, mientras, por su lado, la nariz misma se resistía a esa aspiración infame. Pero ni él ni ella prestaban la menor atención a las advertencias solemnes de las axilas, a la repulsa lívida y taciturna de la nariz. Ella levantaba más, los brazos y él, con mayor empuje, hundía su rostro en sus huecos. Me veía obligado a ser cómplice de esa profanación. Me veía obligado a ser espectador de ese contoneo inaudito, a asistir a la unión absurda de dos seres cuyas distintas naturalezas estaban separadas por un abismo inconmensurable…». ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!… «Cuando se sació de aspirar a esa mujer, se le ocurrió arrancarle los músculos uno por uno; pero como era mujer, la perdonó, y prefirió hacer sufrir a un ser de su sexo. Llamó en la celda contigua a un joven, que había llegado a aquella casa para pasar un rato de solaz con una de aquellas mujeres, y le pidió que viniese a colocarse a un paso de sus ojos. Hacía mucho tiempo que yo estaba tendido en el suelo. Sin fuerzas para incorporarme sobre mi raíz dolorida, no pude ver lo que hicieron. Sólo sé que apenas el joven estuvo al alcance de su mano, jirones de carne fueron cayendo a los pies del lecho al lado mío. Me contaron muy quedamente que las garras de mi amo los habían arrancado de los hombros del adolescente. Éste, al cabo de algunas horas en las que luchó contra una fuerza más poderosa, se levantó del lecho y se retiró dignamente. Literalmente desollado de pies a cabeza, arrastraba por las losas de la habitación su piel desprendida, mientras se decía que estaba dotado de un carácter bondadoso, que le gustaba creer que sus semejantes eran igualmente buenos, que por eso había accedido al requerimiento del distinguido extranjero que lo había llamado a su lado, pero que nunca, nunca, se le hubiera ocurrido que iba a ser torturado por un verdugo. Y por un verdugo semejante, agregó después de una pausa. Por último, se dirigió hacia la ventanilla que cedió piadosamente hasta el nivel del suelo en presencia de ese cuerpo desprovisto de epidermis. Sin abandonar su piel, que todavía podía servirle, aunque sólo fuera como manto, se esforzó por salir de ese paraje peligroso; una vez lejos de la habitación no pude comprobar si le alcanzaron las fuerzas para llegar a la puerta de salida. ¡Oh, con qué respeto se apartaban los gallos y gallinas, a pesar de su hambre, de ese largo rastro sangriento que empapaba la tierra!». ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!… «Entonces, aquel que hubiese debido tener más en cuenta su dignidad y su justicia, se incorporó trabajosamente sobre su codo fatigado. ¡Solitario, sombrío, asqueado y horrible!… Se vistió lentamente. Las monjas sepultadas desde hacía siglos en las catacumbas del convento, después de haber sido arrancadas de su sueño por los ruidos de aquella noche espantosa, que se entremezclaban en una celda situada encima de las criptas, se tomaron de la mano para formar una ronda funeraria alrededor de él. Mientras reunía los residuos de su antiguo esplendor, y se lavaba las manos con esputos para secarlas después en sus cabellos (es mejor lavarlas con esputos, que no lavarlas del todo, al final de una noche entera dedicada al vicio y al crimen), entonaron ellas las plegarias de lamentación por los muertos que corresponde cuando alguien es bajado a la tumba. En efecto, el joven no debía sobrevivir al suplicio ejecutado en él por una mano divina, y su agonía tuvo fin mientras las monjas entonaban sus preces…». Me acordé de la inscripción en el pilar; comprendí lo que había pasado con el púber soñador que sus amigos todavía esperaban un día tras otro desde el momento de su desaparición… ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!… «Los muros se apartaron para dejarlo pasar; las monjas viéndole ascender por los aires con alas que había ocultado hasta entonces en su ropaje de esmeralda, volvieron a refugiarse en silencio bajo las losas de sus tumbas. Él partió hacia su morada celestial, dejándome aquí, lo que es injusto. El resto de los cabellos sigue en su cabeza, mientras yo estoy tendido en esta habitación siniestra, sobre el parqué cubierto de sangre coagulada y de jirones de carne seca; esta habitación quedó condenada desde que él penetró en ella; nadie entra ya aquí, y con todo sigo encerrado. ¡No hay esperanza! Ya no volveré a ver a las legiones de ángeles marchar en densas falanges, ni a los astros pasearse por los jardines de la armonía… Pues bien, sea… Sabré soportar mi desgracia con resignación. Pero no dejaré de informar a los hombres lo que aconteció en esta celda. Les facilitaré las razones para arrojar la dignidad como una vestidura inútil, puesto que tienen el ejemplo de mi amo; les aconsejaré que chupen la verga del crimen, puesto que otro ya lo ha hecho…». El cabello enmudeció… ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!… Pronto estalló el trueno, una luminosidad fosfórica penetró en el cuarto. Retrocedí a pesar mío, por no sé qué instinto premonitorio; aunque estaba alejado de la ventanilla, percibí otra voz, pero ésta tenue y humilde como temerosa de que la oyeran: «¡No brinques de esa manera! ¡Cállate… cállate… si alguien llegara a oírte! Te volveré a colocar entre los otros cabellos, pero espera primero a que el sol se oculte en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos… no te he olvidado, pero te hubieran visto salir, y yo me habría comprometido. ¡Oh, si supieras cómo he sufrido desde aquel momento! De regreso al cielo, mis arcángeles me rodearon con curiosidad; no quisieron preguntarme el motivo de mi ausencia. Ellos que no se habían atrevido nunca a levantar la vista hasta mí, echaban miradas atónitas a mi rostro abatido, esforzándose por descifrar el enigma aunque no tuvieran idea de la profundidad de ese misterio, y se comunicaban muy quedamente la sospecha de algún cambio desacostumbrado en mí. Derramaban lágrimas en silencio; presentían vagamente que no era el mismo, que me había vuelto inferior a mi identidad. Hubiesen querido averiguar qué funesta resolución me había hecho franquear las fronteras del cielo, para bajar a la tierra y gozar voluptuosidades efímeras que ellos mismos desprecian profundamente. Notaron en mi frente una gota de esperma, una gota de sangre. ¡La primera había saltado desde los muslos de la cortesana, la segunda había saltado desde las venas del mártir! ¡Odiosos estigmas! ¡Rosetas inmutables! Mis arcángeles encontraron, prendida en las redes del espacio, los restos resplandecientes de mi túnica de ópalo, que flotaban sobre los pueblos pasmados. No la han podido reconstruir, y mi cuerpo continúa desnudo frente a la inocencia de ellos; castigo memorable de la virtud abandonada. Observa los surcos que se han trazado un lecho en mis mejillas descoloridas: corresponden a la gota de esperma y a la gota de sangre que corren lentamente a lo largo de mis secas arrugas. Llegadas al labio superior, logran mediarle un inmenso esfuerzo, penetrar en el santuario de mi boca, atraídas como un imán por las fauces irresistibles. Me sofocan, esas dos gotas implacables. Yo me había creído hasta ahora el Todopoderoso, pero no, tengo que doblar el cuello ante el remordimiento que grita: “¡Eres sólo un miserable!”. ¡No brinques de esa manera! ¡Cállate… cállate… si alguien llegara a oírte! Te volveré a colocar entre los otros cabellos, pero espera primero a que el sol se oculte en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos… Vi a Satán, el gran enemigo, recomponer el desbarajuste óseo del esqueleto, por encima de su embotamiento de larva, y de pie, triunfante, sublime, arengar a sus tropas reagrupadas; y tal como me merezco, llegar a hacer befa de mí. Proclamó el asombro que le producía el que su orgulloso rival, al fin sorprendido en flagrante delito por el éxito de un espionaje incesante, hubiese podido rebajarse hasta llegar a besar, después de un largo viaje a través de los arrecifes del éter, el vestido de la corrupción humana, además de haber hecho morir entre sufrimientos a un miembro de la humanidad. Dijo que ese joven, triturado en el engranaje de mis refinados suplicios, probablemente hubiera llegado a ser una inteligencia genial de aquellas que consuelan a los hombres de esta tierra, gracias a sus admirables cantos de poesía y de aliento, de los golpes del infortunio. Dijo que las monjas del convento-lupanar no pueden recuperar el sueño; merodean por el patio, gesticulando como autómatas, pisotean los ranúnculos y las lilas, se han vuelto locas de indignación, pero no lo bastante como para no recordar el motivo que engendró esa enfermedad de sus cerebros… (Vedlas avanzar, envueltas en su blanco sudario; no hablan, están tomadas de la mano. Sus cabellos caen en desorden sobre sus hombros desnudos; llevan un ramillete de flores negras inclinado en el seno. Monjas, volved a vuestras criptas; la noche no se ha instalado por entero, es apenas el crepúsculo vespertino… ¡Oh cabello!, lo ves tú mismo: por todos lados me asalta el sentimiento desatado de mi depravación). Dijo que el Creador que se vanagloria de ser la Providencia de todo lo que existe, se ha conducido con excesiva ligereza —para usar el término más leve— al ofrecer semejante espectáculo a los mundos siderales, y afirmó claramente su designio de ir a informar a los planetas orbiculares de qué modo mantengo, mediante mi ejemplo personal, la virtud y la bondad en la vastedad de mis reinos. Dijo que la gran estima que sentía por un enemigo tan noble, se había desvanecido de su espíritu, y que prefería llevar la mano al pecho de una muchacha, aunque fuera éste un acto de execrable maldad, antes que escupirme al rostro cubierto de tres capas de sangre y esperma mezclados, a fin de no manchar su babosa saliva. Dijo que se consideraba, con justo título, superior a mí, no por el vicio, sino por la virtud y el pudor; no por el crimen, sino por la justicia. Dijo que merecía ser condenado al suplicio a causa de mis innumerables faltas; que se me quemara a fuego lento en un brasero encendido, para arrojarme luego al mar, siempre que el mar se dignara recibirme. Que, puesto que me vanagloriaba de ser justo, yo que lo había condenado a las penas eternas por una insignificante rebelión sin consecuencias graves, debía dictar severa justicia contra mí mismo, y juzgar imparcialmente mi conciencia cargada de iniquidades… ¡No brinques de esa manera! ¡Cállate… cállate… si alguien llegara a oírte! Te volveré a colocar entre los otros cabellos, pero espera primero a que el sol se oculte en el horizonte a fin de que la noche encubra tus pasos». Hizo una pausa y aunque no lo viese, comprendí por ese lapso forzoso de silencio, que una oleada de emoción levantó su pecho tal como un giratorio ciclón levanta una familia de ballenas. ¡Pecho divino que un día manchó el amargo contacto de las mamas de una mujer impúdica! ¡Alma regia, entregada en un momento de extravío al cangrejo de la corrupción, al pulpo de la debilidad de carácter, al tiburón de la abyección personal, a la boa de la amoralidad, y al caracol monstruoso de la imbecilidad! El cabello y su amo se abrazaron estrechamente como dos amigos que se vuelven a encontrar después de larga ausencia. El Creador prosiguió tal como un acusado que compareciese ante su propio tribunal. «¡Y qué dirán los hombres de mí, ellos que tanto me veneraban, cuando lleguen a conocer los extravíos de mi conducta, el andar vacilante de mi sandalia por los laberintos fangosos de la materia, la trayectoria de mi marcha tenebrosa a través de las aguas estancadas y de los húmedos juncos de la charca donde, envuelto por la niebla, se vuelve morado y ruge el crimen de pata sombría!… Comprendo que debo trabajar mucho en mi rehabilitación futura, para poder reconquistar su estima. ¡Soy el Gran Todo, y, sin embargo, hay algo en mí que me hace sentir inferior a los hombres a los que he creado con un poco de arenilla! Cuéntales alguna mentira audaz y diles que jamás he salido del cielo, donde estoy permanentemente encerrado, absorbido por las tareas del trono, entre los mármoles, las estatuas y los mosaicos de mi palacio. Me presenté ante los hijos celestiales de la humanidad y les dije: Arrojad el mal de vuestras cabañas y dad entrada en vuestro hogar al manto del bien. Aquel que ponga la mano sobre uno de sus semejantes provocándole una herida mortal en el pecho con el hierro homicida, que no espere los efectos de mi misericordia, y que se cuide de la balanza de la justicia. Irá a esconder su tristeza en los bosques, pero el murmullo de las hojas a través de los espacios claros cantará a sus oídos la balada del remordimiento; y huirá de esos parajes pinchado en la cadera por la zarza, el espino y el cardo azul, sus rápidos pasos obstaculizados por la elasticidad de las lianas y las picaduras de los escorpiones. Se encaminará hacia los guijarros de la playa, pero la alta marea con su rocío y su proximidad peligrosa, le explicarán que no ignoran su pasado; entonces él se lanzará en ciega carrera hacia lo alto del acantilado, en tanto que los vientos estrepitosos del equinoccio, al penetrar en las grutas naturales del golfo, y en las canteras excavadas bajo la muralla de rocas resonantes, mugirán como las inmensas manadas de búfalos en las pampas. Los faros de la costa lo perseguirán hasta los límites del septentrión con sus destellos sarcásticos, y los fuegos fatuos de las marismas, simples vapores en combustión con sus danzas fantásticas, harán temblar los pelos de sus poros, y volverse verde el iris de sus ojos. Que el pudor tome asiento en vuestras cabañas y esté seguro a la sombra de vuestros campos. De ese modo vuestros hijos se criarán hermosos y reverenciarán a sus padres con agradecimiento; de otro modo, enfermizos y encogidos como el pergamino de las bibliotecas, avanzarán a grandes trancos, encabezados por la rebeldía, contra el día de su nacimiento y el clítoris de su madre impura». «¿Cómo se van a someter los hombres a esas leyes, si el legislador mismo es el primero que se rehúsa a ceñirse a ellas?… ¡mi vergüenza es inmensa como la eternidad!». Oí al cabello perdonarle humildemente su secuestro, puesto que su amo había obrado con prudencia y no con ligereza, y el último y pálido rayo de sol que iluminaba mis ojos se retiró de los barrancos de la montaña. Vuelto hacia él le vi plegarse como un sudario… ¡No brinques de esa manera! ¡Cállate… cállate… si alguien llegara a oírte! Te volveré a colocar entre los otros cabellos. Y ahora que el sol ya se ha ocultado en el horizonte, viejo cínico y cabello doméstico, arrastraos los dos bien lejos del lupanar, mientras la noche, extendiendo su sombra sobre el convento, encubre vuestros pasos furtivos que se demoran en la llanura… Entonces el piojo, saliendo súbitamente de detrás de un promontorio me dijo erizando sus garras: «¿Qué piensas de esto?». Pero yo no quise contestarle. Me alejé de allí y llegué al puente. Borré la inscripción primera y la reemplacé por ésta: «Doloroso es guardar como un puñal un secreto así en el corazón, pero juro no revelar nunca aquello de lo que fui testigo al entrar por primera vez en ese terrible torreón». Arrojé por encima del parapeto el cortaplumas que me había servido para grabar las letras, y, haciendo algunas consideraciones sobre la chochera del Creador, quien, ¡ay!, haría sufrir a la humanidad por mucho tiempo todavía (la eternidad es larga), sea por el ejercicio de la crueldad, sea por el espectáculo innoble de los chancros que ocasiona un gran vicio, cerré los ojos como un hombre ebrio ante el pensamiento de tener a un ser semejante por enemigo, y proseguí con tristeza mi camino a través del dédalo de calles.