¿Adónde ha ido este primer canto de Maldoror desde el momento en que su boca, llena de hojas de belladona, lo dejó escapar a través de los reinos de la cólera, en un momento de reflexión? Dónde ha ido ese canto… No se sabe con exactitud. Ni los árboles ni el viento lo retuvieron. Y la moral que pasaba por ese sitio, sin presentir que ella tenía en esas páginas incandescentes un enérgico defensor, lo vio dirigirse, con paso firme y recto, hacia los recovecos oscuros y las fibras secretas de las conciencias. Por lo menos la ciencia da por admitido que desde entonces el hombre de figura de sapo ya no se reconoce a sí mismo, y cae a menudo en accesos de furor que lo hacen parecerse a una bestia de los bosques. No es culpa suya. En todo tiempo creyó, con los párpados que ceden bajo las resedas de la modestia, que está compuesto de bien y una cantidad mínima de mal. De pronto, yo le hice saber, poniendo al descubierto en pleno día su corazón y su trama que, por el contrario, no está compuesto sino de mal y de una mínima cantidad de bien, que los legisladores tratan con gran esfuerzo de no hacer evaporar. Yo, que no le he enseñado nada nuevo, no quisiera que él experimentara un bochorno eterno a causa de mis amargas verdades; pero la realización de este deseo no estaría de acuerdo con las leyes de la naturaleza. En efecto, arranco la máscara de su rostro traidor y lleno de fango, y hago caer una a una, como bolas de marfil sobre una fuente de plata, las mentiras sublimes con las que se engaña a sí mismo; por lo tanto, es comprensible que no ordene a la serenidad que le aplique las manos sobre el rostro, ni siquiera cuando la razón dispersa las tinieblas del orgullo. Ahí está la causa de que el héroe que pongo en escena se haya atraído un odio sin remedio, atacando a la humanidad, que se creía invulnerable, por la brecha de absurdas tiradas filantrópicas, que están amontonadas como granos de arena en sus libros, cuya comicidad risible pero tediosa a veces estoy a punto de apreciar, cuando la razón me abandona. Él lo había previsto. No vasta con esculpir la estatua de la bondad sobre el frontón de los pergaminos que contienen las bibliotecas. ¡Oh ser humano! ¡Hete aquí ahora, desnudo de la cabeza a los pies en presencia de mi espada de diamante! Abandona tu método; pasó el momento de hacerse el orgulloso; hacia ti dirijo mi plegaria en actitud de prosternación. Hay alguien que observa los menores movimientos de tu vida culpable; estás envuelto en las redes sutiles de su encarnizada perspicacia. No te fíes de él cuando te vuelva la espalda, pues te está mirando; no te fíes de él cuando cierra los ojos, pues te sigue mirando. Es difícil suponer que en lo tocante a astucias y malignidad, pueda tu temible resolución llegar a superar al producto de mi fantasía. Acierta todos los tiros. Con algunas precauciones es posible hacer saber a aquel que cree ignorarlo, que los lobos y los bandidos no se devoran entre sí: quizá no sea su costumbre. Por consiguiente, entrega sin temor entre sus manos el cuidado de tu existencia: él la conducirá de una manera que conoce bien. No creas en la intención, que saca a relucir abiertamente, de corregirte, pues tú le interesas relativamente, mejor diría casi nada, y aun así no llego a aproximar a la verdad total el metro benevolente de mi verificación. Pero a él le gusta hacerte daño por la legítima convicción de que llegarás a ser tan malo como él, y de que lo acompañarás hasta el anchuroso abismo del infierno, cuando suene su hora. Su sitio está señalado desde hace mucho tiempo en el lugar donde se distingue una horca de hierro, de la cual están suspendidas cadenas y argollas. Cuando el destino lo conduzca allí, el fúnebre embudo no habrá gustado nunca una presa más sabrosa, ni él habrá visto jamás una morada más conveniente. Me parece que hablo de modo deliberadamente paternal, y que la humanidad no tiene derecho de quejarse.
Tomo la pluma que va a construir el segundo canto… instrumento arrancado de las alas de algún pigargo rojo. Pero… ¿qué pasa con mis dedos? Las articulaciones se paralizan en el momento en que empiezo a trabajar. Sin embargo, tengo necesidad de escribir… ¡Es imposible! Pues bien, repito que tengo necesidad de escribir mi pensamiento; tengo derecho, como cualquier otro, de obedecer a esa ley natural… Pero ¡no, no, la pluma sigue inerte!… Pronto, mirad a través de la planicie el relámpago que brilla a lo lejos. La tormenta recorre el espacio. Llueve… Continúa lloviendo… ¡Cómo llueve!… El rayo estalla… ha caído sobre mi ventana entreabierta y me ha tendido en el piso de un golpe en la frente. ¡Pobre joven! Tu rostro estaba ya demasiado alterado por las arrugas precoces y la deformación de nacimiento, para necesitar el agregado de esa larga cicatriz sulfurosa. (Acabo de dar por cierto que la herida está curada, cosa que no sucederá tan pronto). ¿Por qué esta tormenta, y por qué la parálisis de mis dedos? ¿Es una advertencia de lo alto para impedirme que escriba y para que recapacite bien sobre los riesgos que corro al dejar fluir la baba de mi boca cuadrada? Pero esta tormenta no me ha provocado temor. ¡Nada me importaría una legión de tormentas! Esos agentes de la policía celeste cumplen con celo su penoso deber si he de juzgar sucintamente por mi frente herida. No tengo por qué agradecer al Todopoderoso su notable destreza; envió el rayo justamente para cortar mi cara en dos a partir de la frente, sitio donde la herida resultó más perjudicial; que lo felicite otro. Pero las tormentas atacan a alguien más fuerte que ellas. Así, pues, horrible Eterno con aspecto de víbora, ¿era necesario que, no satisfecho de haber colocado mi alma entre las fronteras de la industria de la insania y los pensamientos coléricos que matan de un modo lento, creyeras conveniente para tu majestad, después de un sesudo examen, hacer manar de mi frente una copa de sangre?… Pero, en fin, nadie te reprocha nada. Sabes que no te amo, y que, por el contrario, te detesto: ¿por qué insistes? ¿Cuándo tu conducta decidirá no tomar más las apariencias de la extravagancia? Háblame con franqueza como a un amigo: ¿no se te ocurre sospechar que muestras en tu odiosa persecución un apresuramiento ingenuo cuya total ridiculez no se atrevería a poner en evidencia ninguno de tus serafines? ¿Qué clase de furor se apodera de ti? Quiero que sepas que si me dejas vivir al abrigo de tus persecuciones, tendrás mi eterna gratitud… Vamos, Sultán, líbrame con tu lengua de esa sangre que mancha el parqué. El vendaje está terminado; lavé mi frente restañada con agua y sal y pasé las vueltas de venda cruzando mi cara. El resultado no es fabuloso: cuatro camisas empapadas en sangre, y dos pañuelos. A primera vista no se sospecharía que Maldoror tuviera tanta sangre en las arterias, pues su rostro luce sólo resplandores cadavéricos. Pero, en fin, así son las cosas. Quizá se trate de casi toda la sangre que pudo contener su cuerpo, y es probable que no le quede mucha. Basta, basta, perro voraz: deja el parqué como está; tienes el vientre lleno. No debes continuar bebiendo pues no tardarías en vomitar. Ya estás bastante repleto, ve a acostarte en la casilla, haz de cuenta que nadas en felicidad, pues no tendrás que pensar en el hambre por tres inmensos días, gracias a los glóbulos que has hecho descender por tu gaznate con una satisfacción pomposamente visible. Tú, Leman, toma una escoba, yo también quisiera usar una, pero me faltan las fuerzas. ¿No es cierto que entiendes mi falta de fuerzas? Vuelve las lágrimas a su vaina, o creeré que no tienes el coraje de contemplar con sangre fría la gran cuchillada, resultado de un suplicio que se pierde ya para mí en la noche del pasado. Tú irás a la fuente a buscar dos cubos de agua. Una vez lavado el parqué, pondrás esa ropa blanca en el cuarto vecino. Si la lavandera viene esta noche, como lo hace siempre, se la entregarás; pero como ha estado lloviendo mucho desde hace una hora, y sigue lloviendo, no creo que salga de su casa; entonces vendrá mañana temprano. Si te pregunta de dónde procede esa sangre no estás obligado a responder. ¡Qué débil me siento! No importa; tendré la fuerza suficiente de levantar la pluma y el valor para ahondar en mi pensamiento. ¿Qué le ha reportado al Creador su intento de inquietarme, como si yo fuera un niño, con una tormenta portadora de rayos? No por eso dejo a un lado mi resolución de escribir. Estas vendas me incomodan, y la atmósfera de mi cuarto está impregnada de sangre…
¡Ojalá no llegue el día en que Lohengrin y yo pasemos por la calle uno al lado del otro sin mirarnos, rozándonos los codos como dos caminantes que tienen prisa! ¡Ojalá pueda estar siempre muy distante de esta suposición! El Eterno ha creado el mundo tal cual es; demostrará gran cordura si durante el tiempo estrictamente necesario para romper de un martillazo la cabeza de una mujer, olvida su majestad sideral a fin de revelarnos los misterios en medio de los cuales nuestra existencia se asfixia, como un pez en el fondo de una barca. Pero él es grande y noble; nos aventaja por la potencia de sus concepciones; si él conferenciara con los hombres, todas las vergüenzas le salpicarían el rostro… ¡miserable de ti! ¿Por qué no enrojeces? No basta con que el ejército de los dolores físicos y morales que nos rodea haya sido engendrado: el secreto de nuestro destino andrajoso no nos ha sido transmitido. Conozco al Todopoderoso… y también él debe conocerme. Si, por azar, caminamos por el mismo sendero, su vista penetrante me ve llegar desde lejos; entonces toma un atajo para evitar el triple dardo de platino con que la naturaleza me proveyó a modo de lengua. Tú me harás el placer, ¡oh Creador!, de permitirme explayar mis sentimientos. Manejando las ironías terribles con mano firme y glacial, te advierto que mi corazón las contiene en cantidad suficiente para habérmelas contigo hasta el fin de mi existencia. He de golpear tu hueco armazón con tal fuerza, que me encargo de hacer salir esas otras parcelas de inteligencia que no quisiste otorgar al hombre —porque hubieras sentido celos de hacerlo igual a ti— y que tú habías escondido descaradamente en tus tripas, astuto bandido, como si no supieras que tarde o temprano yo las descubriría con mi ojo siempre avizor, y las arrebataría para compartirlas con mis semejantes. Lo hice tal como te digo, y es el momento en que ya no te temen; tratan contigo de potencia a potencia. Envíame la muerte para que me arrepienta de mi audacia: descubro mi pecho y espero con humildad. ¡Vamos, apareced, magnitudes irrisorias de castigos eternos!… ¡despliegues enfáticos de atributos excesivamente ponderados! Ha puesto de manifiesto su incapacidad para detener la circulación de mi sangre que lo afrenta. Sin embargo, tengo pruebas de que no titubea en extinguir, en la flor de la edad, el soplo vital de otros seres humanos, cuando casi no han saboreado los goces de la vida. Lo que es sencillamente atroz; claro que sólo desde el punto de vista de mi débil opinión. He visto al Creador, acuciando su crueldad inútil, provocar incendios en los que perecían ancianos y niños. No soy yo el que inicia el ataque; él mismo me obliga a hacerlo girar como un trompo con el látigo de tiras de acero. ¿Quién sino él me suministra las acusaciones contra él mismo? Nunca agotará mi verba temible, que se nutre de las pesadillas insensatas que atormentan mis insomnios. Lohengrin fue el motivo de que se escribiera lo que antecede, volvamos, pues, a él. Por temor de que con el tiempo no llegara a ser como los otros hombres, yo había resuelto en un principio matarlo a cuchilladas, una vez que hubiera pasado la edad de la inocencia. Pero después de haber reflexionado sensatamente abandoné mi resolución a tiempo. Él ni siquiera sospecha que su vida estuvo en peligro durante un cuarto de hora. Todo estaba dispuesto y el cuchillo había sido comprado. Era un estilete precioso —pues me gustan la gracia y la elegancia hasta en los instrumentos mortíferos— pero largo y aguzado. Una sola herida en el cuello que atravesara con justeza una de las arterias carótidas, hubiera bastado, según creo. Estoy satisfecho de mi conducta: me hubiera arrepentido más adelante. Así pues, Lohengrin, haz lo que quieras, obra como mejor te plazca, enciérrame toda la vida en una prisión oscura, con escorpiones como camaradas de cautiverio, o asiéndome un ojo, tira de él hasta hacerlo caer al suelo; jamás te haré el más mínimo reproche; soy tuyo, te pertenezco, ya no vivo para mí mismo. El dolor que me produzcas no será comparable a la felicidad de saber que aquel que me lacera con sus manos criminales está impregnado de una esencia más divina que la de sus semejantes. Sí, todavía es agradable dar la propia vida por un ser humano, y conservar de este modo la esperanza de que todos los hombres no son malos, ya que al fin hay uno que ha sabido atraer con firmeza hacia sí la resistencia desconfiada de mi amarga simpatía.
Es medianoche; no se ve un solo ómnibus de la Bastilla a la Magdalena. Rectifico: aquí aparece uno de pronto como si surgiera de bajo tierra. Los pocos transeúntes rezagados lo observan atentamente, pues no se parece a ningún otro. Están sentados en la imperial hombres con ojos inmóviles como de pescado. Se apretujan unos contra otros y parece que se les hubiera fugado la vida; por lo demás, no exceden del número reglamentario. Cuando el cochero fustiga a los caballos, se diría que el látigo hace mover su brazo y no su brazo al látigo. ¿Qué significa este conjunto de seres extraños y mudos? ¿Son habitantes de la luna? Por momentos siente uno la tentación de creerlo, pero más bien semejan cadáveres. El ómnibus, apremiado por llegar a la última estación, devora el espacio y hace crujir el pavimento… ¡Se aleja!… Pero una masa informe lo persigue encarnizadamente, siguiendo sus huellas en medio del polvo. «Deteneos, os lo suplico; deteneos… tengo las piernas hinchadas por haber andado durante todo el día… no como desde ayer… mis padres me han abandonado… ya no sé qué hacer… he decidido volver a casa y podría llegar pronto si me concedierais un lugar… soy un chiquillo de ocho años y os tengo confianza…». ¡Se aleja!… Pero una masa informe lo persigue encarnizadamente, siguiendo sus huellas en medio del polvo. Uno de aquellos hombres de ojos fríos da un codazo a su vecino, y parece manifestarle su descontento por esos gemidos, de timbre argentino, que llegan hasta sus oídos. El otro baja la cabeza imperceptiblemente, a modo de asentimiento, para volver a sumirse en seguida en la inmovilidad de su egoísmo, como una tortuga en su caparazón. Todo indica en los rasgos de los restantes viajeros sentimientos similares a aquéllos de los dos primeros. Se oyen todavía los gritos durante dos o tres minutos, más penetrantes de segundo en segundo. Se ven abrir algunas ventanas sobre la avenida, y una figura azorada con una luz en la mano, después de echar un vistazo a la calzada, vuelve a cerrar el postigo, para no reaparecer más… ¡Se aleja!… ¡Se aleja!… Pero una masa informe lo persigue encarnizadamente, siguiendo sus huellas en medio del polvo. Solamente un joven, sumido en sueños en medio de esos personajes de piedra, parecía conmoverse con el infortunio. No se atreve a elevar la voz en favor del niño, que cree poder alcanzarlos con sus piernecillas doloridas, pues los otros hombres le lanzan miradas despectivas y autoritarias, y sabe que nada puede hacer contra todos. Con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos, se pregunta desconcertado si es realmente eso lo que llaman caridad humana. Reconoce entonces que es sólo una palabra vacua, que ya ni siquiera figura en el diccionario de la poesía, y confiesa sinceramente su error. Se dice a sí mismo: «En realidad, ¿por qué preocuparse por un chicuelo? No le hagamos caso». Con todo, una lágrima ardorosa rueda por la mejilla del adolescente que acaba de blasfemar. Se pasa con pena la mano por la frente como para apartar una nube cuya opacidad oscurece su inteligencia. Se debate, aunque en vano, en ese siglo en que ha sido arrojado; tiene la sensación de que no está en el lugar que le corresponde, y, sin embargo, no puede salir de él. ¡Prisión terrible! ¡Fatalidad espantosa! Lombano, desde ese día estoy satisfecho de ti. No dejaba de observarte, en tanto que mi rostro reflejaba la misma indiferencia que el de los otros viajeros. El adolescente se levanta, movido por la indignación, y quiere retirarse para no participar, ni siquiera involuntariamente, en una mala acción. Le hago señas y vuelve a mi lado… ¡Se aleja!… ¡Se aleja!… Pero, una masa informe lo persigue encarnizadamente, siguiendo sus huellas en medio del polvo. Los gritos cesan de súbito, porque el niño ha tropezado con un adoquín saliente, y se ha producido una herida en la cabeza al caer. El ómnibus desaparece en el horizonte, y ya no se ve más que la calle silenciosa… ¡Se aleja!… ¡Se aleja!… Pero una masa informe ya no lo persigue encarnizadamente, siguiendo sus huellas en medio del polvo. Ved ese trapero que pasa encorvado sobre su linterna mortecina; hay en él más corazón que en todos sus congéneres del ómnibus. Acaba de levantar al niño; tened la seguridad de que lo curará y no lo abandonará como hicieron sus padres. ¡Se aleja!… ¡Se aleja!… Pero desde el lugar en que se encuentra, la mirada penetrante del trapero lo persigue encarnizadamente, siguiendo su huella en medio del polvo… ¡Raza estúpida e idiota! Te arrepentirás, ¡claro que sí!, te arrepentirás. Mi poesía tendrá por objeto atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debería haber engendrado semejante carroña. Los volúmenes se amontonarán sobre los volúmenes hasta el fin de mis días, y en todos ellos no se verá más que esta única idea, siempre presente en mi conciencia.
Al realizar mi paseo cotidiano, todos los días pasaba por una calle estrecha; todos los días una esbelta chiquilla de diez años me seguía respetuosamente a cierta distancia, a lo largo de esa calle, mirándome con ojos simpáticos y curiosos. Estaba desarrollada para su edad, y tenía el talle esbelto. Abundantes cabellos negros, partidos en dos sobre la cabeza, caían en trenzas independientes sobre sus hombros marmóreos. Un día que me seguía como de costumbre, los brazos musculosos de una mujer del pueblo la apresaron por los cabellos así como el torbellino apresa a la hoja, administraron dos brutales bofetadas a unas mejillas altivas y mudas, y condujeron a su casa a aquella conciencia extraviada. Por más que yo fingiera indiferencia, ella nunca dejaba de acosarme con su presencia importuna. Cuando a buen paso tomaba yo por otra calle para continuar mi camino, se detenía, haciendo un violento esfuerzo sobre sí misma, al final de aquella calle estrecha, inmóvil como la estatua del silencio, y no cesaba de mirar adelante hasta que yo desaparecía. Cierta vez, la muchacha me precedió en la calle y acompasó su andar al mío. Si yo apresuraba la marcha para pasarla, ella casi echaba a correr para conservar la distancia; pero si yo aminoraba la marcha para crear un mayor intervalo entre ambos, ella también la aminoraba, poniendo al hacerlo toda la seducción de la infancia. Cuando hubo llegado al final de la calle, se volvió lentamente de manera de obstruirme el paso. No tuve tiempo de esquivarla, y me encontré frente a su rostro. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. No era difícil ver que quería hablarme, pero no sabía cómo hacerlo. Poniéndose de pronto pálida como un cadáver, me preguntó: «¿tendría la bondad de decirme qué hora es?». Le dije que no llevaba reloj, y me alejé rápidamente. Desde ese día, niña de imaginación inquieta y precoz, no has vuelto a ver en la calle estrecha al joven misterioso que vagaba arrastrando penosamente, por el pavimento de encrucijadas tortuosas, sus pesadas sandalias. La aparición de este cometa ardiente no brillará más como un triste motivo de curiosidad fanática sobre la fachada de tu vigilancia desilusionada; y pensarás a menudo, demasiado a menudo, y quizá siempre, en aquel que no parecía preocuparse por los males y los bienes de la vida presente, y deambulaba al acaso, la cara horriblemente muerta, los cabellos desgreñados, el andar vacilante, y agitando los brazos ciegamente en las aguas irónicas del éter como para buscar allí la sanguinolenta presa de la esperanza, que hace rebotar continuamente, a través de las inmensas regiones del espacio, el quitanieves implacable de la fatalidad. No me verás más ni yo te veré más… ¿Quién sabe? Quizás esa niña no fuera lo que parecía. Bajo un exterior ingenuo, es probable que ocultara una inmensa astucia, el peso de dieciocho años, y el encanto del vicio. Se ha visto a mercenarias del amor expatriarse alegres de las Islas Británicas, y atravesar el estrecho. Hacían resplandecer sus alas girando en dorados enjambres a la luz parisiense; y al advertirlas, uno decía: «Pero si todavía son niñas; no tienen más de diez o doce años». En realidad tenían veinte. ¡Oh, si esto fuera cierto, malditos sean los meandros de esta calle oscura! ¡Horrible! ¡Horrible lo que allí pasa! Probablemente su madre la castigó porque no era bastante hábil en su oficio. También es posible que fuera realmente una niña, y entonces su madre resultaría aún más culpable. No quiero creer en esta posibilidad que es sólo una hipótesis, y prefiero amar en ese personaje novelesco a un alma que se revela precozmente… ¡Ah!, lo ves, chiquilla, te encarezco que no vuelvas a presentarte ante mis ojos, si acaso pasara alguna vez por la calle estrecha. ¡Podría costarme caro! Ya la sangre y el odio me suben a la cabeza en oleadas bullentes. ¿Que sea yo tan generoso como para amar a mis semejantes? ¡No, no! Lo he resuelto desde el día de mi nacimiento. Ellos no me aman. Se verá la destrucción de los mundos y al granito deslizarse como un cormorán sobre la superficie de los mares antes de que yo estreche la mano infame de un ser humano. ¡Fuera… fuera esa mano!… Chiquilla, no eres un ángel, y al cabo llegarás a ser como las otras mujeres. No, no, te lo suplico; no vuelvas a presentarte ante mis cejas fruncidas y sombrías. En un momento de extravío, podría tomarte los brazos, retorcerlos como ropa lavada de la que se exprime el agua, o quebrarlos ruidosamente como dos ramas secas para hacértelos comer luego, obligándote por la fuerza. Yo podría, tomando tu cabeza entre mis manos con aire dulce y acariciador, hundir mis dedos ávidos en los lóbulos de tu cerebro inocente, con el propósito de extraer de allí, con la sonrisa en los labios, una grasa eficaz para lavar mis ojos, lastimados por el insomnio eterno de la vida. Yo podría, cosiendo tus párpados con una aguja, privarte del espectáculo del universo, poniéndote en la imposibilidad de encontrar tu camino; no sería yo quien te serviría de guía. Yo podría, levantando tu cuerpo virginal con brazo férreo, asirte por las piernas y hacerte girar a mi alrededor como una honda, para concentrar mis fuerzas al describir la última circunferencia y arrojarte contra el muro. ¡Cada gota de sangre salpicará un pecho humano, para espantar a los hombres y enfrentarlos con el ejemplo de mi maldad! Se arrancarán sin tregua jirones y jirones de carne, pero la gota de sangre permanecerá imborrable en el mismo sitio, y brillará como un diamante. Quédate tranquila, daré orden a una media docena de sirvientes de guardar los restos venerados de tu cuerpo, y de preservarlos del hambre de los perros voraces. Indudablemente el cuerpo ha permanecido pegado al muro como una pera madura, razón por la cual no ha caído al suelo; pero los perros saben ejecutar saltos elevados, si no se toman precauciones.
¡Qué niño encantador está sentado en un banco del jardín de las Tullerías! Sus ojos audaces miran fijamente algún objeto invisible, allá lejos en el espacio. No debe tener más de ocho años, y, sin embargo, no se divierte como sería lógico. Por lo menos debería reír y pasear con algún camarada, en lugar de apartarse; pero no está en su temperamento.
¡Qué niño encantador está sentado en un banco del jardín de las Tullerías! Un hombre movido por un oculto designio, va a sentarse a su lado en el mismo banco, con actitudes equívocas. ¿Quién es? No necesito decíroslo, pues lo reconoceréis por su conversación tortuosa. Escuchemos sin molestarlos:
—¿En qué pensabas, niño?
—Pensaba en el cielo.
—No es necesario que pienses en el cielo; nos sobra con pensar en la tierra. ¿Estás cansado de vivir, tú, que apenas acabas de nacer?
—No, pero todo el mundo prefiere el cielo a la tierra.
—Oye bien, yo no. Pues como el cielo ha sido hecho por Dios, lo mismo que la tierra, ten por seguro que encontrarás los mismos males que acá abajo. Después de la muerte no obtendrás una recompensa de acuerdo con tus méritos, pues si cometen injusticias contigo en este mundo (como lo comprobarás por experiencia más tarde), no hay razón para que en la otra vida ya no las cometan más. Lo mejor que puedes hacer es no pensar en Dios, y hacerte justicia por ti mismo, ya que te la rehúsan. Si uno de tus camaradas te ofendiera, ¿acaso no te haría feliz matarlo?
—Pero está prohibido.
—No está tan prohibido como crees. Se trata simplemente de no dejarse atrapar. La justicia que suministran las leyes no vale nada; es la jurisprudencia del ofendido la que cuenta. Si detestaras a uno de tus camaradas, ¿no serías desdichado al saber que en todo instante lo tienes en la mente?
—Es cierto.
—Tenemos, pues, uno de tus camaradas que te hará desdichado toda la vida; porque al comprender que tu odio es sólo pasivo, no dejará de burlarse de ti, y de hacerte daño impunemente. No hay más que un medio de poner fin a la situación: desembarazarte del enemigo. He ahí donde quería llegar para hacerte comprender sobre qué bases está fundada la sociedad actual. Cada uno debe hacerse justicia por sí mismo, salvo que sea un imbécil. Obtiene la victoria sobre sus semejantes sólo el más astuto y el más fuerte. ¿Acaso no querrás algún día dominar a tus semejantes?
—Sí, sí.
—Sé entonces el más fuerte y el más astuto. Todavía eres demasiado joven para ser el más fuerte; pero desde hoy puedes emplear la astucia, el más precioso instrumento de los hombres de genio. Cuando el pastor David alcanzó en la frente al gigante Goliath con una piedra lanzada con su honda, ¿no resulta admirable comprobar que solamente por la astucia David venció a su rival, y que, por el contrario, si hubiesen luchado a brazo partido, el gigante lo habría aplastado como a una mosca? Lo mismo pasa contigo. En lucha abierta, no podrás jamás vencer a los hombres, sobre quienes ansias extender el imperio de tu voluntad; pero con la astucia, tú podrás luchar solo contra todos. ¿Deseas riquezas, hermosos palacios y gloria?, ¿o me engañaste cuando afirmabas tan nobles pretensiones?
—No, no, no os engañaba. Pero quisiera adquirir lo que deseo por otros medios.
—Entonces no lograrás nada. Los medios virtuosos y bonachones no conducen a nada. Es preciso poner en acción palancas más enérgicas y maquinaciones más inteligentes. Antes de que llegues a ser célebre por tu virtud y que alcances la meta, centenas de otros tendrán tiempo de realizar cabriolas por encima de tu lomo, y llegar al final de la carrera antes que tú, de modo que ya no habrá allí lugar para tus ideas limitadas. Hay que saber abarcar con más grandeza el horizonte del tiempo presente. ¿No has oído hablar nunca, por ejemplo, de la gloria inmensa que aportan las victorias? Y, sin embargo, las victorias no se producen solas. Es necesario derramar sangre, mucha sangre, para engendrarlas y depositarlas a los pies de los conquistadores. Sin los cadáveres y miembros esparcidos que se observan en la llanura donde se ha realizado la juiciosa carnicería, no habría guerra, y sin guerra no habría victoria. Así, ves, que cuando se pretende alcanzar la celebridad, es imprescindible sumergirse con elegancia en ríos de sangre alimentados por la carne de cañón. El fin justifica los medios. La primera condición para llegar a ser célebre es tener dinero. Ahora bien, como no lo tienes, tendrías que asesinar para adquirirlo, pero como no eres bastante fuerte para manejar el puñal, hazte ladrón, en espera de que tus miembros se desarrollen. Y para que se desarrollen más rápido, te recomiendo hacer gimnasia dos veces por día, una hora por la mañana y una hora por la noche. De esta manera tú podrás intentar el crimen, con ciertas probabilidades, desde la edad de quince años, en lugar de esperar hasta los veinte. El amor por la gloria todo lo justifica, y quizás más tarde, dueño y señor de tus semejantes, les puedas hacer casi tanto bien como mal les has hecho en un comienzo…
Maldoror nota que la sangre hierve en la cabeza de su joven interlocutor; tiene las ventanas de la nariz hinchadas, y de sus labios brota una leve espuma blanca. Le palpa el pulso: las pulsaciones están aceleradas. La fiebre domina su cuerpo frágil. Teme las consecuencias de sus palabras; el infeliz se aparta contrariado por no haber podido conversar más tiempo con ese niño. Si en la edad madura es tan difícil dominar las pasiones, oscilando entre el bien y el mal, ¿qué no ha de suceder en un espíritu todavía colmado de inexperiencia?, y ¿qué cantidad proporcionalmente mayor de energía no ha de necesitar? Tres días de cama bastarán para que el niño se ponga bien. ¡Quiera el cielo que el contacto materno lleve la paz a esa flor sensible, frágil envoltura de un alma encantadora!
Allí, en un bosquecillo rodeado de flores, sumido en profundo sopor, duerme el hermafrodita sobre el césped, y empapado en llanto. La luna acaba de desprender su disco de la masa de nubes, y acaricia con sus pálidos rayos ese suave rostro de adolescente. Sus rasgos denotan la energía más viril a la par que el encanto de una virgen celestial. Nada parece natural en él, ni siquiera los músculos de su cuerpo, que se abren paso a paso a través de los armoniosos contornos de formas femeninas. Tiene una mano sobre la frente y la otra apoyada contra el pecho como para retener los latidos de un corazón cerrado a todas las confidencias y abrumado por la pesada carga de un secreto eterno. Cansado de la vida y avergonzado de andar entre seres que no se le parecen, la desesperación domina su alma y se aleja solo como el mendigo del valle. ¿Cómo se procura los medios de subsistir? Almas compasivas velan de cerca por él, sin que sospeche esa vigilancia, y no lo abandonan: ¡es tan bueno! ¡tan resignado! Con gusto habla a veces con aquellos que tienen temperamento sensible, pero sin estrecharles la mano y manteniéndose a distancia, temeroso de un peligro imaginario. Si le preguntan por qué ha elegido la soledad por compañera, eleva los ojos al cielo, reteniendo con esfuerzo una lágrima de reproche a la Providencia, pero no responde a esa pregunta imprudente que hace extender por la nieve de sus párpados el rubor de la rosa matutina. Si la conversación se prolonga, comienza a inquietarse, vuelve los ojos hacia los cuatro puntos cardinales, como tratando de eludir la presencia de un enemigo invisible que se aproxima, hace con la mano una brusca seña de adiós, se aleja en alas de su pudor siempre vigilante, y desaparece en el bosque. Generalmente lo toman por loco. Cierta vez, cuatro hombres enmascarados que habían recibido órdenes, se arrojaron sobre él y lo sujetaron sólidamente de modo que no pudiera mover sino las piernas. El látigo dejó caer sus rudas tiras sobre su espalda, y le dijeron que tomara sin dilación el camino que lleva a Bicêtre. Al recibir los golpes comenzó a sonreír y a hablar con tanto sentimiento e inteligencia sobre las muchas ciencias humanas que había estudiado, demostrando conocimientos excepcionales en alguien que todavía no había franqueado el umbral de la juventud, y sobre los destinos de la humanidad, revelando allí por entero la nobleza poética de su alma, que los guardianes, mortalmente espantados por la acción que acababan de cometer, soltaron sus miembros heridos y se arrastraron a sus plantas rogándole un perdón que les otorgó, para finalmente alejarse con los testimonios de una veneración que no se concede habitualmente a los hombres. Después de este acontecimiento que fue muy comentado, todos adivinaron su secreto, aunque aparentaban ignorarlo para no aumentar sus sufrimientos; y el gobierno le otorgó una pensión honorable para hacerle olvidar que por un momento se lo quiso internar por la fuerza, sin previa verificación, en un hospicio de alienados. En cuanto a él, sólo emplea la mitad de su dinero, el resto lo distribuye entre los pobres. Cuando ve a un hombre y una mujer paseando por alguna avenida de plátanos, siente que su cuerpo se hiende en dos de abajo arriba, y cada una de las nuevas porciones va a abrazar a uno de los paseantes; pero es sólo una alucinación, y pronto la razón recobra su dominio. Éste es el motivo por el cual no se hace presente ni entre los hombres ni entre las mujeres, pues su pudor exagerado, que ha nacido con la idea de que es tan sólo un monstruo, le impide otorgar su simpatía abrasadora a quienquiera que sea. Le parecería que se profana y que profana a los otros. Su orgullo le repite este axioma: «Que cada cual persevere en su naturaleza». Su orgullo, dije, porque teme que uniendo su vida a un hombre o a una mujer, le reprochen tarde o temprano, como una falta enorme, la conformación de su organismo. Entonces se retrae en su amor propio, agraviado por esta suposición impía que nadie sino él mismo ha hecho nacer, perseverando en medio de tormentos, en una soledad sin consuelo. Allí, en un bosquecillo rodeado de flores, sumido en profundo sopor, duerme el hermafrodita sobre el césped, empapado en llanto. Los pájaros despiertos contemplan hechizados esa figura melancólica, a través de las ramas de los árboles, y el ruiseñor no quiere hacer oír sus cavatinas de cristal. El bosque se ha vuelto solemne como un sepulcro debido a la presencia nocturna del infortunado hermafrodita. ¡Oh, viajero extraviado!, por tu espíritu aventurero que te ha hecho dejar a tu padre y a tu madre desde la más tierna edad; por los sufrimientos que te ha provocado la sed en el desierto; por tu patria que acaso buscas después de haber errado proscripto durante mucho tiempo por comarcas extranjeras; por tu corcel y su fidelidad amiga que ha soportado contigo el exilio y la intemperie de los climas que te obligaba a recorrer tu humor vagabundo; por la dignidad que dan al hombre los viajes por tierras lejanas y mares inexplorables, en medio de los témpanos polares o bajo los efectos de un sol tórrido, no toques con tu mano, como si fuera el estremecimiento de la brisa, los bucles de esa cabellera esparcidos por el suelo y mezclados con la hierba. Sería mejor que te apartaras unos pasos. Esa cabellera es sagrada; el hermafrodita mismo lo ha querido así. No acepta que labios humanos besen con fervor religioso sus cabellos perfumados por los soplos de la montaña, ni tampoco su frente que en este momento resplandece como las estrellas del firmamento. Pero más vale creer que se trata de una verdadera estrella, que ha descendido de su órbita atravesando el espacio para posarse en esa frente majestuosa a la que circunda con su luminosidad de diamante como una aureola. La noche que aparta con la mano su tristeza se reviste de todos sus encantos para festejar el sueño de esa encarnación del pudor, de esa imagen perfecta de la inocencia de los ángeles: el zumbido de los insectos se va apagando. Las ramas inclinan sobre él sus elevados penachos, a fin de protegerlo del rocío, y la brisa, haciendo sonar las cuerdas de su arpa melodiosa, envía sus gozosos acordes a través del silencio universal hasta sus párpados cerrados que creen asistir inmóviles al armónico concierto de los mundos suspendidos. Sueña que es feliz, que su naturaleza corporal se ha modificado, o que, por lo menos, vuela sobre una nube purpúrea hacia otra esfera habitada por seres de su misma naturaleza. ¡Ay! ¡Ojalá su ilusión se prolongue hasta el despertar de la aurora! Sueña que las flores danzan en ronda a su alrededor como inmensas guirnaldas enloquecidas, impregnándolo con sus delicados perfumes, mientras él canta un himno de amor entre los brazos de un ser humano de mágica belleza. Pero sus brazos no estrechan más que el verbo del crepúsculo, y cuando despierte, sus brazos no estrecharán nada. No te despiertes, hermafrodita; te ruego que todavía no te despiertes. ¿Por qué no me haces caso? Duerme… duerme siempre. Sólo te concedo que tu pecho se dilate al perseguir la esperanza quimérica de la felicidad; pero no abras los ojos. ¡Ah, no abras los ojos! Quiero dejarte así, para no ser testigo de tu despertar. Acaso un día, con el auxilio de un libro voluminoso, en páginas conmovedoras, relate yo tu historia, espantado de lo que ella contiene y de las enseñanzas que se desprenden. Hasta ahora no he podido hacerlo, pues, cada vez que lo intenté, lágrimas abundantes se derramaban sobre el papel mientras mis dedos temblaban, y no era de vejez. Pero quiero tener ese valor al fin. Me indigna no poseer más nervios que una mujer, y desmayarme como una doncella cada vez que medito en tu gran infortunio. Duerme… duerme siempre; pero no abras los ojos. ¡Adiós, hermafrodita! Día tras día no olvidaré de rogar al cielo por ti (si fuese por mí, no le rogaría). ¡Que la paz sea en tu seno!
Cuando una mujer con voz de soprano emite sus notas vibrantes y melodiosas, al percibir esa armonía humana mis ojos se llenan de un fuego latente y despiden chispas dolorosas, mientras en mis oídos parece resonar el retumbo de los cañones. ¿De dónde puede provenir ese disgusto profundo por todo lo que se refiere al hombre? Si los acordes se desprenden de las cuerdas de un instrumento, escucho con voluptuosidad esas notas perladas que se deslizan cadenciosas por las ondas elásticas de la atmósfera. La percepción no transmite a mi oído más que una impresión de una dulzura capaz de derretir los nervios y la mente; un sopor inefable envuelve con sus mágicas adormideras, como un velo que tamizara la luz del día, la potencia activa de mis sentidos y las fuerzas vivas de mi imaginación. Cuentan que nací en brazos de la sordera. En las primeras épocas de mi infancia, no oía lo que me decían. Cuando con muchas dificultades consiguieron enseñarme a hablar, sólo después de haber leído lo que alguien escribía en una hoja podía yo comunicar a mi vez el hilo de mis razonamientos. Por ese tiempo —tiempo funesto— yo me desarrollaba en belleza e inocencia, y todos admiraban la inteligencia y la bondad del divino adolescente. Muchas conciencias enrojecían cuando contemplaban aquellos rasgos límpidos en los que el alma había asentado su trono. No se aproximaba a él sino con veneración, porque descubrían en sus ojos la mitad de un ángel. Pero no, yo sabía de sobra que las rosas felices de la adolescencia no florecían perpetuamente, trenzadas en caprichosas guirnaldas sobre su frente modesta y noble que besaban frenéticamente todas las madres. Comenzaba a parecerme que el universo, con su bóveda sembrada de globos impasible e irritantes, no era quizás lo que yo había soñado de más grandioso. Así es que un día, fatigado de marcar el paso en el sendero abrupto del viaje terrestre, y de andar tambaleándome como un ebrio a través de las catacumbas oscuras de la vida, alcé lentamente mis ojos spleenizados, que cercaban sendos círculos azulinos, hacia la concavidad del firmamento, y me atreví a escudriñar, yo, tan joven, los misterios del cielo. No habiendo encontrado lo que buscaba, levanté mis párpados azorados más arriba, aún más arriba, hasta que percibí un trono formado de excrementos humanos y de oro, desde el cual ejercía el poder con orgullo idiota, el cuerpo envuelto en un sudario hecho con sábanas sin lavar de hospital, aquel que se denominaba a sí mismo el Creador. Tenía en la mano el tronco podrido de un hombre muerto y lo llevaba alternativamente de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca; una vez en la boca, puede adivinarse qué hacía. Sumergía sus pies en una vasta charca de sangre en ebullición, en cuya superficie aparecían bruscamente, como tenias a través del contenido de un orinal, dos o tres cabezas medrosas que se volvían a hundir con la velocidad de una flecha: un puntapié bien aplicado en el hueso de la nariz era la consabida recompensa por la infracción del reglamento, provocada por la necesidad de respirar otro ambiente, ya que, después de todo, esos hombres no eran peces. ¡Todo lo más, anfibios que nadaban entre dos aguas en ese líquido inmundo! Hasta que, no teniendo ya nada en la mano, el Creador, con las dos primeras garras del pie tomó a otro de los zambullidos por el cuello como con unas tenazas, y lo levantó en el aire, sacándolo del fango rojizo, ¡salsa exquisita! Con éste hizo lo mismo que con el otro. Le devoró primero la cabeza, las piernas y los brazos, y, en último término, el tronco, hasta que, al no quedar nada, roía los huesos. Y así sucesivamente en todas las horas de su eternidad. A veces exclamaba: «Os he creado, por lo tanto tengo derecho de hacer con vosotros lo que quiera. No me habéis hecho nada, no digo lo contrario. Os hago sufrir para mi propio placer». Y proseguía con su cruel manjar, moviendo la mandíbula inferior, la que a su vez movía la barba salpicada de sesos. Oh lector, ¿ante este último detalle no se te hace agua la boca? No cualquiera come un seso semejante, tan sabroso, tan fresco y que acaba de ser pescado no hace un cuarto de hora en el lago de los peces. Con los miembros paralizados y la boca cerrada, contemplé algún tiempo ese espectáculo. Por tres veces estuve a punto de caer de espaldas como un hombre que sufre una emoción violenta; tres veces alcancé a mantenerme de pie. Ni una fibra de mi cuerpo quedó inmóvil, pues temblaba como tiembla la lava interior de un volcán. Finalmente, al no poder mi pecho oprimido expulsar con la suficiente rapidez el aire que da vida, mis labios se entreabrieron y lancé un grito… un grito tan desgarrador… ¡que lo oí! Las obstrucciones en mi oído desaparecieron bruscamente, el tímpano crujió por el choque de esa masa de aire sonoro expulsada de mí con violencia, y se produjo un fenómeno en el órgano condenado por la naturaleza. ¡Acababa de oír un sonido! ¡Un quinto sentido se revelaba en mí! ¿Pero qué gozo podría yo extraer de semejante descubrimiento? En adelante, el sonido humano no llegó a mis oídos sino como el sentimiento del dolor que engendra la piedad hacia una gran injusticia. Cuando alguien me hablaba, yo recordaba lo que había visto un día por encima de las esferas visibles, y la traducción de mis sentimientos reprimidos en un grito impetuoso cuyo timbre era idéntico al de mis semejantes. No podía responderle, porque los suplicios puestos en práctica sobre la debilidad humana en ese horroroso mar de púrpura, pasaban ante mí rugiendo como elefantes desollados, y rozaban con sus alas de fuego mis cabellos calcinados. Más tarde, cuando conocí mejor a la humanidad, a ese sentimiento de compasión se unió un furor intenso contra esa tigresa madrastra, cuyos hijos empedernidos no saben sino maldecir y hacer el mal. ¡Astucia de la mentira! ¡Dicen que entre ellos el mal es sólo una excepción!… Hoy todo acabó desde hace tiempo; desde hace tiempo no dirijo la palabra a nadie. Oh tú, quienquiera que seas, cuando estés al lado mío no hagas que las cuerdas de tu glotis dejen escapar ninguna inflexión; que tu laringe inmóvil no tenga que esforzarse por superar al ruiseñor, y tú mismo no intentes vanamente hacerme conocer tu alma mediante el lenguaje. Observa un silencio religioso que nada interrumpa; cruza humildemente tus manos sobre el pecho y dirige tu mirada hacia abajo. Ya lo dije, desde aquella visión que me hizo conocer la verdad suprema, demasiadas pesadillas me han chupado con avidez la garganta, durante noches y días, para que yo tenga todavía ánimo de renovar, ni siquiera mentalmente, los sufrimientos que experimenté en aquella hora infernal, que me persigue sin descanso con su recuerdo. Oh, cuando oigas al alud precipitarse desde lo alto de la fría montaña, lamentarse a la leona en el árido desierto de la desaparición de sus cachorros, realizar su destino a la tempestad, mugir al condenado en su prisión la víspera de que lo guillotinen, y relatar al pulpo feroz sus victorias sobre los nadadores y los náufragos a las olas del mar, dime: ¿esas voces majestuosas no suenan más armónicas que la risa sarcástica del hombre?
Hay un insecto que los hombres alimentan a su costa. No le deben nada, pero le temen. El tal, que no gusta del vino, y en cambio prefiere la sangre, si no se satisfacen sus legítimas necesidades, sería capaz, merced a un oculto poder, de adquirir el tamaño de un elefante y aplastar a los hombres como espigas. Por esa razón hay que ver cómo se le respeta, cómo se le tiene en la más alta estima por sobre todos los animales de la creación. Se le otorga la cabeza como trono, y él fija sus garras en la raíz de los cabellos, con dignidad. Más adelante, cuando está gordo y entra en una edad avanzada, imitando la costumbre de un antiguo pueblo, se le sacrifica a fin de que no sufra los achaques de la vejez. Le organizan grandiosos funerales, como a un héroe, y el féretro que lo conduce directamente hacia la losa del sepulcro es cargado sobre los hombros de los principales ciudadanos. Junto a la tierra húmeda que el sepulturero extrae con su diestra pala, se combinan frases multicolores sobre la inmortalidad del alma, sobre la futilidad de la vida, sobre la voluntad inexplicable de la providencia, y el mármol se cierra para siempre sobre esa existencia, laboriosamente cumplida, que ya no es más que un cadáver. La muchedumbre se dispersa, y la noche no tarda en cubrir con sus sombras los muros del cementerio.
Pero consolaos, humanos, de su dolorosa pérdida. He aquí que avanza su incontable familia, que os cede con toda liberalidad para que vuestra desesperación sea menos amarga y encuentre alivio en la grata presencia de esos engendros huraños, que se convertirán más tarde en magníficos piojos, con las galas de una notable belleza, monstruos con aire de sabios. Incubó muchas docenas de queridos huevos, con maternal dedicación, sobre vuestros cabellos desecados por la succión encarnizada de esos temibles forasteros. Pronto llega el momento en que los huevos estallan. No os preocupéis, esos adolescentes filósofos no tardan en desarrollarse a través de esta vida efímera. Se desarrollarán hasta un modo que no podréis ignorar gracias a sus garras y órganos chupadores.
Vosotros no sabéis por qué razón no devoran vuestro cráneo, conformándose con extraer mediante sus bombas, la quintaesencia de vuestra sangre. Un momento de paciencia que os lo voy a explicar: no lo hacen, simplemente, porque carecen de la fuerza suficiente. Tened por seguro que si sus mandíbulas respondieran a la magnitud de sus ansias infinitas, los sesos, la retina, la columna vertebral, todo vuestro cuerpo desaparecería. Como una gota de agua. Sobre la cabeza de algún mendigo joven de la calle observad con un microscopio a un piojo que trabaja: ya me contaréis después. Desgraciadamente son pequeños, esos bandoleros de enorme melena. No servirían para conscriptos, pues no alcanzan la talla exigida por la ley. Pertenecen al mundo liliputiense de los patizambos, y los ciegos no vacilan en clasificarlos entre los infinitamente pequeños. Desgraciado el cachalote que luchara contra un piojo. Sería devorado en un abrir y cerrar de ojos, a pesar de su talla. Ni siquiera la cola quedaría para anunciar la nueva. El elefante se deja acariciar, el piojo no. No os aconsejo intentar esa experiencia peligrosa. Especial cuidado debéis tener si vuestra mano es peluda, y también si sólo está compuesta de carne y huesos. Vuestros dedos no tendrán remedio. Crujirán como si estuvieran sometidos a la tortura. La piel desaparece por un extraño encantamiento. Los piojos nunca pueden llegar a cometer tanto mal como el que les sugiere su imaginación. Si encontráis un piojo en vuestro camino, seguid adelante sin lamerle las papilas de la lengua. Os ocurriría alguna desgracia. Eso está probado. No importa, estoy de todos modos contento por la magnitud del mal que te hace, ¡oh raza humana!, aunque me gustaría que todavía te hiciera más.
¿Hasta cuándo mantendrás el culto carcomido de ese dios, insensible a tus plegarias y a las ofrendas generosas que le presentas en holocausto expiatorio? Ya lo ves, el horrible manitú no te agradece las grandes copas de sangre y de eso que tú distribuyes en sus altares, piadosamente adornados con guirnaldas de flores. No te agradece… pues los terremotos y las tempestades continúan haciendo estragos desde el comienzo de las cosas. Y sin embargo —hecho digno de ser observado— mientras más indiferente se muestra, más lo admiras. Se ve que tú sospechas la existencia de cualidades que él conserva ocultas; y tu razonamiento se apoya en la siguiente consideración: que sólo una divinidad de poder superior puede mostrar tanto menosprecio hacia los fieles que obedecen a su religión. Por eso, en cada país existen dioses distintos: aquí el cocodrilo, allá la mercenaria del amor; pero cuando se trata del piojo, al conjuro de ese nombre sagrado, todos los pueblos sin excepción inclinan las cadenas de su esclavitud, arrodillándose juntos en el atrio augusto ante el pedestal del ídolo informe y sanguinario. El pueblo que no obedeciera a sus propios instintos rastreros y diera señales de rebelión, desaparecería tarde o temprano de la tierra, como hoja de otoño, aniquilado por la venganza del dios inexorable.
¡Oh piojo de pupila contraída!, en tanto que los ríos derramen el declive de sus aguas en los abismos del mar, en tanto que los astros persistan en la trayectoria de sus órbitas, en tanto que el mundo vacío no tenga límites, en tanto que la humanidad desgarre sus propios flancos en guerras funestas, en tanto que la justicia divina arroje sus rayos vengadores sobre este globo egoísta, en tanto que el hombre desconozca a su creador y se burle de él —no sin razón— agregando una pizca de desprecio, tu reino estará asegurado sobre el universo, y tu dinastía extenderá sus eslabones de siglo en siglo. Yo te saludo, sol naciente, libertador celestial, a ti, enemigo recóndito del hombre; continúa aconsejando a la inmundicia que se una con él en impuros abrazos, y que le prometa con juramentos no escritos en el polvo, que seguirá siendo su fiel amante por toda la eternidad. Besa de vez en cuando el vestido de esa gran impúdica, como gratitud por los servicios importantes que nunca deja de prestarte. Si ella no sedujera al hombre con sus pechos lascivos, probablemente no existirías, tú, producto de ese acoplamiento justo y consecuente. ¡Oh hijo de la inmundicia!, di a tu madre que si abandona el lecho del hombre para encaminarse por rutas solitarias, sola y sin protección, llegará a ver su existencia comprometida. Que sus entrañas, que te llevaron nueve meses entre sus perfumadas paredes, se conmuevan un instante con los peligros que de resultas correría su tierno fruto tan gentil y tranquilo, pero en adelante helado y feroz. Inmundicia, reina de los imperios, cuida, en presencia de mi odio, el espectáculo del crecimiento insensible de los músculos de tu prole hambrienta. Para lograr ese propósito, sabes que no tienes más que ceñirte estrechamente al costado del hombre. Tú puedes hacerlo sin que el pudor se resienta, porque ambos estáis desposados desde hace mucho tiempo.
Por mi parte, si se me permite agregar algunas palabras a este himno de glorificación, diré que he hecho construir un foso de cuarenta leguas cuadradas y de profundidad proporcionada. Allí reposa, en su inmunda virginidad, un yacimiento viviente de piojos, que cubre el fondo del foso, y luego serpentea en amplias y densas vetas en todas direcciones. He aquí cómo he construido este yacimiento artificial. Saqué un piojo hembra de la cabellera de 1a humanidad. Me han visto acostarme con ella por tres noches consecutivas, y luego la eché en el foso. La fecundación humana, que hubiera sido nula en casos parecidos, fue aceptada esta vez por la fatalidad, y, al cabo de algunos días, millares de monstruos, bullendo en una maraña compacta de materia, surgieron a la luz. Esa maraña horrorosa se volvió con el tiempo más y más enorme, adquiriendo las propiedades líquidas del mercurio y ramificándose en cuantiosos ramales que en la actualidad se nutren devorándose unos a otros (los nacimientos superan a las muertes), salvo que yo les arroje como alimento algún bastardo recién nacido cuya madre desea su muerte, o un brazo que logro cortar a alguna muchacha, de noche, merced al cloroformo. Cada quince años, las generaciones de piojos que se alimentan del hombre disminuyen notablemente, y ellas mismas predicen, indefectiblemente, la época cercana de su completa extinción. Pues el hombre, más inteligente que su enemigo, logra vencerlo. Entonces, con una pala infernal que acrecienta mis fuerzas, extraigo de este yacimiento inagotable, bloques de piojos tan grandes como montañas; los corto a hachazos y los transporto, en las noches profundas, a las arterias de las ciudades. Allí, en contacto con la temperatura humana se derriten como en los tiempos de su primitiva formación en las galerías tortuosas del yacimiento subterráneo, se labran un lecho en la grava, y se expanden en arroyos por las habitaciones, como espíritus perniciosos. El guardián de la casa ladra sordamente, pues le parece que una legión de seres desconocidos penetra por los poros de las paredes y acarrea el terror a la cabecera del sueño. Quizá no hayáis dejado de oír, por lo menos una vez en la vida, esas clases de ladridos dolorosos y prolongados. Con sus ojos impotentes trata de penetrar en la oscuridad de la noche, pues su cerebro de perro no comprende lo que sucede. Ese murmullo lo irrita, y se siente traicionado. Millones de enemigos se abaten así sobre cada ciudad como nubes de langostas. Hélos ahí por quince años. Combatirán al hombre provocándole lesiones abrasadoras. Después de transcurrido ese lapso, enviaré una nueva cantidad. Cuando trituro los bloques de materia animada, puede suceder que un fragmento sea más compacto que otros. Sus átomos se esfuerzan rabiosamente por separar su aglomeración para ir a atormentar a la humanidad; pero la cohesión se mantiene firme. En un espasmo supremo, engendran tal energía, que la piedra, no pudiendo dispersar sus elementos vivientes, se lanza ella misma hacia las alturas como por efecto de la pólvora, para volver a caer introduciéndose profundamente en el suelo. A veces, el labriego soñador percibe un aerolito que hiende verticalmente el espacio, para dirigirse al bajar hacia un campo de maíz. Ignora de dónde procede la piedra. Vosotros tenéis ahora la explicación clara y sucinta del fenómeno.
Si la tierra estuviera cubierta de piojos como de granos de arena la orilla del mar, la raza humana sería aniquilada, presa de terribles dolores. ¡Qué espectáculo! ¡Y yo, con alas de ángel, inmóvil en los aires, para presenciarlo!
¡Oh matemáticas severas!, nunca os he olvidado desde que vuestras sabias lecciones, más dulces que la miel, filtraron en mi corazón como agua refrescante; desde la cuna yo aspiraba instintivamente a beber de vuestro manantial más antiguo que el sol, y todavía continuó, yo, el más fiel de vuestros iniciados, hollando el atrio sagrado de vuestro templo solemne. Había cierta vaguedad en mi espíritu, un algo espeso como humo, pero supe escalar religiosamente las gradas que conducen a vuestro altar, y habéis ahuyentado ese velo oscuro del mismo modo que el viento ahuyenta el tablero[9]. Dejasteis en su lugar una frialdad excesiva, una prudencia consumada y una lógica implacable. Con ayuda de vuestra leche fortificante, mi inteligencia se ha desarrollado rápidamente, adquiriendo proporciones enormes en medio de la estupenda claridad que entregáis como regalo a todos aquellos que os aman con amor sincero. ¡Aritmética! ¡Álgebra! ¡Geometría! ¡Trinidad grandiosa! ¡Triángulo luminoso! Insensatos son aquellos que os desconocen. Merecerían sufrir los mayores suplicios, pues su negligencia ignorante contiene un ciego desprecio; pero aquel que os conoce y estima no aspira ya a otros bienes en la tierra; se satisface con vuestros goces mágicos, y, transportado en vuestras oscuras alas, sólo desea elevarse en un rápido vuelo que trace una espiral ascendente hacia la bóveda esférica de los cielos. La tierra sólo le ofrece ilusiones y fantasmagorías morales, pero vosotras, ¡oh matemáticas concisas! por el encadenamiento riguroso de vuestras tenaces proposiciones y la constancia de vuestras leyes férreas, hacéis brillar ante los ojos deslumbrados un reflejo poderoso de esa verdad suprema cuyo rastro se advierte en el orden del universo. Pero el orden que os circunda, representado especialmente por la regularidad perfecta del cuadrado —camarada de Pitágoras— es todavía mayor, pues el Todopoderoso se manifestó completamente, él en persona y sus atributos, en esa labor memorable que consistió en hacer surgir de las entrañas del caos los tesoros de vuestros teoremas y vuestros magníficos esplendores. Tanto en épocas pasadas como en los tiempos modernos, más de una gran imaginación humana sintió cohibido su genio al contemplar vuestras figuras simbólicas trazadas sobre el papel inflamado como otros tantos signos misteriosos que anima un hálito latente, incomprensibles para el vulgo profano, y que no son sino la manifestación resplandeciente de axiomas y de jeroglíficos eternos, que existieron antes del universo, y que persistirán cuando éste deje de ser. Entonces aquélla se pregunta, inclinada sobre el precipicio de un punto de interrogación fatal, por qué las matemáticas contienen tantas grandezas imponentes y tanta verdad irrefutable, en tanto que, al compararlas con el hombre, en éste sólo encuentra mentiras y un orgullo postizo. Entonces ese espíritu superior, al que la noble familiaridad de vuestros consejos hace sentir más aún la insignificancia de la humanidad y su locura incomparable, deja caer, entristecido, su cabeza canosa sobre una mano descarnada, y permanece absorto en meditaciones sobrenaturales. Se hinca de rodillas ante vosotras, y su veneración rinde homenaje a vuestro rostro divino como a la propia imagen del Todopoderoso. En los tiempos de mi infancia, os aparecisteis ante mí una noche de mayo, a la luz de la luna, en un prado verdeante, cerca de un límpido arroyo, las tres iguales en gracia y pudor, las tres rebosantes de una majestad de reinas. Disteis algunos pasos hacia mí, con vuestros largos vestidos flotantes como vapor, y me atrajisteis hacia vuestros altivos senos como a un hijo bendecido. Entonces acudí presuroso y mis manos se aferraron a vuestros pechos. Me nutrí, lleno de reconocimiento, de vuestro maná fecundo, y sentí que la humanidad crecía en mí y se volvía mejor. Desde ese momento, ¡oh diosas rivales!, nunca os he abandonado. Desde ese momento, ¡cuántos proyectos pujantes, cuántas inclinaciones que creí haber grabado en las páginas de mi corazón como se graba en el mármol, no han ido borrando lentamente, de mi razón desengañada, las líneas de sus contornos, tal como el alba naciente borra las sombras de la noche! Desde ese momento he visto a la muerte, con la intención evidente de poblar las tumbas, asolar los campos de batalla cebados con carne humana y hacer brotar flores matutinas sobre las fúnebres osamentas. Desde ese momento he asistido a las revoluciones de nuestro globo; los terremotos, los volcanes con su lava abrasadora, el simún del desierto y los naufragios de la tempestad, han tenido en mí un testigo imperturbable. Desde ese momento he visto a muchas generaciones humanas elevar por la mañana sus alas y sus ojos hacia el espacio, con la alegría inexperta de la crisálida que saluda su última metamorfosis, y morir al atardecer, antes de la puesta del sol con la cabeza inclinada como flores marchitas que oscilan al son quejumbroso del viento. Pero vosotras, vosotras permanecéis siempre idénticas. Ningún cambio, ningún aire pestilente roza las escarpadas peñas y los inmensos valles de vuestra identidad. Vuestras modestas pirámides durarán más que las pirámides de Egipto, hormigueros levantados por la estupidez y la esclavitud. El fin de los siglos verá todavía, de pie sobre las ruinas del tiempo, a vuestras cifras cabalísticas, vuestras ecuaciones lacónicas y vuestras líneas esculturales, sentarse a la diestra vengadora del Todopoderoso, en tanto que las estrellas se hundirán con desesperación, como trombas, en la eternidad de una noche horrible y universal, y la humanidad gesticulante pensará en ajustar sus cuentas con el juicio final. Gracias, por los innumerables servicios que me habéis prestado. Gracias, por las extrañas cualidades con que habéis enriquecido mi inteligencia. Sin vosotras, quizás hubiera resultado vencido en mi lucha con el hombre. Sin vosotras, él me hubiera hecho revolver por la arena y besar el polvo de sus pies. Sin vosotras, me hubiera lacerado las carnes y los huesos con sus pérfidas garras. Pero he estado siempre en guardia como un atleta experimentado. Vosotras me proporcionasteis la frialdad que surge de vuestras concepciones sublimes, exentas de pasión; me serví de ella para rechazar con desdén los placeres efímeros de mi corto viaje, y para alejar de mi puerta los ofrecimientos atrayentes pero engañosos de mis semejantes. Vosotras me proporcionasteis la prudencia tenaz que se descubre a cada paso en vuestros métodos admirables de análisis, de síntesis y de deducción; me serví de ella para malograr los ardides perniciosos de mi enemigo mortal, para atacarlo a mi vez con habilidad, y hundir en las vísceras del hombre un puntiagudo puñal que quedará clavado para siempre en su cuerpo, pues es una herida de la cual nunca se recuperará. Vosotras me proporcionasteis la lógica llena de sabiduría, que es como el alma misma de vuestras enseñanzas; con sus silogismos, cuyo complicado laberinto los hace en realidad más comprensibles, mi inteligencia sintió que se duplicaban sus audaces poderes. Con la ayuda de este terrible auxiliar descubrí en la humanidad, nadando hacia los bajos fondos, frente al arrecife del odio, la maldad negra y horrorosa que vegetaba en medio de miasmas deletéreos, admirándose el ombligo. Fui el primero en descubrir, en las tinieblas de sus entrañas, ese vicio funesto, ¡el mal!, que en él supera al bien. Con esa arma emponzoñada que me prestasteis, hice descender de su pedestal, construido por la cobardía del hombre, ¡al Creador mismo! Rechinó los dientes y soportó esta afrenta ignominiosa porque tenía por adversario a alguien más fuerte. Pero lo dejaré a un lado como un ovillo de hilo, con objeto de volar más bajo… El pensador Descartes hacía cierta vez la reflexión de que nada sólido se había edificado sobre vosotras. Era un modo ingenioso de dar a entender que el primer advenedizo no podía, sin más ni más, descubrir vuestro inestimable valor. En efecto, ¿hay algo más sólido que las tres cualidades principales ya mencionadas, que se elevan, entrelazadas en una corona única, sobre la cima augusta de vuestra arquitectura colosal? Monumento que crece incesantemente con los diarios descubrimientos en vuestras minas de diamantes y con las exploraciones científicas en vuestros soberbios dominios. ¡Oh santas matemáticas, ojalá pudierais, mediante vuestra perpetua asistencia, consolar el resto de mis días de la maldad del hombre y de la injusticia del Gran Todo!
«Oh lámpara de mechero de plata, mis ojos te distinguen en los aires, camarada de la bóveda de las catedrales, y se preguntan la razón de ese aparato colgante. Se dice que tus fulgores iluminan por la noche la turba de los que llegan para adorar al Todopoderoso, y que muestras a los arrepentidos el camino que conduce al altar. Escucha, todo es posible, pero… ¿acaso tienes necesidad de prestar tales servicios a quienes no debes nada? Deja que las columnas de las basílicas se hundan en las tinieblas, y cuando una bocanada de la tempestad que transporta por el espacio al diablo remolinante, penetra con éste en el sagrado lugar diseminando terror, en lugar de luchar valientemente contra la ráfaga contaminada por el príncipe del mal, extínguete al punto ante su hálito febril, para que, sin ser visto, pueda elegir sus víctimas entre los creyentes arrodillados. Si procedes así, puedes proclamar que te seré deudor de toda mi felicidad. Cuando brillas de ese modo, esparciendo tus claridades vacilantes pero suficientes, no me atrevo a entregarme a los impulsos de mi temperamento, y me quedo bajo el pórtico sagrado, contemplando, a través de la puerta entornada, a aquellos que escapan a mi venganza, cobijándose en el seno del Señor. ¡Oh lámpara poética!, tú que serías mi amiga si pudieras comprenderme, cuando mis pies huellan el basalto de las iglesias, en las horas nocturnas, ¿por qué te pones a brillar de un modo que, lo confieso, me resulta extraordinario? Tus reflejos se colorean entonces con los blancos tonos de la luz eléctrica; el ojo no puede mirarte de frente, y tú iluminas con una llama nueva y poderosa los menores detalles de la pocilga del Creador, como si te sintieras dominada por una sagrada cólera. Y cuando me retiro después de haber blasfemado, te vuelves de nuevo imperceptible, pálida y modesta, segura de haber cumplido un acto de justicia. Dime sinceramente, ¿será porque conoces las vueltas y revueltas de mi corazón que, al aparecer yo donde tú velas, te apresuras a señalar mi presencia perniciosa dirigiendo la atención de los adoradores hacia donde acaba de mostrarse el enemigo de los hombres? Me inclino hacia esta opinión, pues yo también comienzo a conocerte, y sé quién eres, vieja hechicera que velas también en las sagradas mezquitas, donde se pavonea, como la cresta de un gallo, tu extraño dueño. Vigilante guardiana, te has reservado una insensata misión. Te advierto que la primera vez que me señales al recelo de mis semejantes, aumentando tus fulgores fosforescentes, como no me gusta ese fenómeno de óptica, que por otra parte ningún libro de física menciona, te arrancaré la piel del pecho y, clavando mis garras en las costras de tu nuca tiñosa, te arrojaré al Sena. No puedo tolerar que, no haciéndote yo nada, te comportes deliberadamente de un modo que me perjudica. Allí te permitiré brillar mientras me resulte agradable; allí te burlarás de mí con una sonrisa inextinguible; allí, convencida de la ineficacia de tu aceite criminal, lo orinarás amargamente». Después de haber hablado en estos términos, Maldoror ya no sale del templo, y se queda mirando fijamente la lámpara del santo lugar… Cree descubrir una especie de provocación en la actitud de esa lámpara, cuya inoportuna presencia lo irrita al máximo. Piensa que si hay un alma en el interior de esa lámpara, revela cobardía al no responder con sinceridad a un ataque leal. Azota el aire con sus brazos nerviosos, deseando que la lámpara se transforme en hombre; se promete a sí mismo hacerle pasar entonces un mal cuarto de hora. Pero no es por medios naturales que una lámpara se transforma en hombre. No puede resignarse, por lo que va a buscar, en el atrio de la miserable pagoda, una piedra plana de canto afilado. La arroja al aire con fuerza… la cadena se corta por la mitad como la hierba por acción de la guadaña, y el instrumento del culto cae al suelo, derramando su aceite sobre las losas… Toma la lámpara para llevarla afuera, pero ésta se resiste y aumenta de tamaño. Le parece ver alas en sus costados y la parte superior adquiere la forma de un busto de ángel. El conjunto pretende elevarse por los aires para emprender vuelo, pero él lo retiene con mano firme. Una lámpara y un ángel que forman un solo cuerpo es algo que no se ve a menudo. Reconoce la forma de la lámpara y reconoce la forma del ángel, pero no las puede separar en su espíritu; en efecto, en la realidad, están pegadas una a otra formando un solo cuerpo independiente y libre, pero él cree que una nube ha velado sus ojos haciéndole perder parte de su excelente visión. A pesar de todo, se prepara valientemente para la lucha, pues su adversario no tiene temor. La gente simple cuenta, a quienes quieren creerlo, que la puerta sagrada se cerró por sí sola, girando sobre sus desconsolados goznes, para que nadie pudiera asistir a esa lucha impía, cuyas peripecias habrían de desarrollarse en el recinto del santuario violado. El hombre del manto, mientras recibe crueles heridas con una espada invisible, se esfuerza por acercar su boca al rostro del ángel; piensa sólo en eso y toda su acción tiende a ese fin. El ángel va perdiendo energías, y parece presentir su suerte. Ya lucha sólo débilmente, y ve llegar el momento en que su adversario podrá besarlo a su gusto, si eso es lo que quiere hacer. Pues bien, ha llegado el momento. Con su musculatura oprime la garganta del ángel, que ya no puede respirar, y le vuelve el rostro, apoyándolo sobre su odioso pecho. Por un instante se conmueve ante la suerte deparada a ese ente celestial, que le hubiera gustado tener por amigo. Pero piensa que es el enviado del Señor, y no puede contener su enojo. Ya está: ¡algo horrible va a tener entrada en la jaula del tiempo! Se inclina y acerca la lengua llena de saliva a esa mejilla angélica, de la que parten miradas suplicantes. Pasea un rato su lengua por esa mejilla. ¡Oh!… ¡mirad!… ¡Eh, mirad!… ¡la mejilla blanca y rosa se ha vuelto negra como el carbón! Exhala miasmas pútridos. Se trata de la gangrena, ya no se puede dudar. El mal corrosivo se extiende por todo el rostro, y de allí prolonga su furia hacia las partes inferiores; pronto todo el cuerpo se convierte en una vasta llaga inmunda. Él mismo, atemorizado (pues no creía que su lengua contuviera un veneno tan potente), recoge la lámpara y huye de la iglesia. Una vez afuera, percibe en el aire una forma negruzca, con las alas carbonizadas, que emprende vuelo penosamente hacia las regiones celestiales. Ambos se miran, mientras el ángel asciende hacia las alturas serenas del bien, y él, Maldoror, por el contrario, desciende hacia los abismos vertiginosos del mal… ¡Qué mirada! ¡Todo lo que la humanidad ha pensado durante sesenta siglos y hasta lo que pensará en los siglos venideros, podría estar cómodamente contenido en esa mirada, tantas cosas se dijeron en ese adiós supremo! Pero debe entenderse que eran pensamientos más elevados que los surgidos de la inteligencia humana, en primer término por tratarse de esos dos personajes, en segundo término por la circunstancia misma. Esa mirada los ligó con una ansiedad eterna. Le causa asombro que el Creador pueda tener misioneros de alma tan noble. Por un instante cree haberse engañado, y se pregunta si no hubo un error en seguir la ruta del mal como lo hizo. El desconcierto ha pasado: persevera en su resolución, y piensa que es un destino glorioso vencer tarde o temprano al Gran Todo, a fin de reinar en su lugar sobre el universo entero y sobre legiones de ángeles tan hermosos. El ángel le hace comprender sin palabras que recobrará su forma primitiva a medida que se acerque al cielo; deja caer una lágrima que refresca la frente de aquel que le provocó la gangrena, y desaparece poco a poco como un buitre, elevándose entre las nubes. El culpable mira la lámpara, causante de todo lo que antecede. Corre como un demente por las calles en dirección al Sena y allí lanza la lámpara por el parapeto. La lámpara remolinea unos instantes para hundirse definitivamente en las aguas cenagosas. Desde ese día, todas las tardes, cuando cierra la noche, se ve aparecer una lámpara refulgente que flota graciosamente sobre la superficie del río, a la altura del puente Napoleón, llevando, en lugar de asas, dos preciosas alas de ángel. Se desliza lentamente sobre las aguas, avanza hasta cruzar los arcos del puente de la Estación y del puente de Austerlitz, y prolonga su estela silenciosa sobre el Sena hasta el puente del Alma. Una vez allí, remonta con facilidad el curso del río, y retorna al cabo de cuatro horas al punto de partida. Y así sucesivamente durante toda la noche. Su resplandor blanco como la luz eléctrica, cubre el de los faroles que bordean ambas orillas, entre las que avanza como una reina solitaria, impenetrable, con una sonrisa inextinguible, sin que su aceite se derrame con amargura. En un comienzo las embarcaciones la perseguían, pero ella burlaba esos esfuerzos inútiles, escapaba de todas las persecuciones, sumergiéndose con coquetería, y reapareciendo más allá, a gran distancia. En la actualidad, los marinos supersticiosos, cuando la ven, reman en dirección opuesta y suspenden sus canciones. Si de noche pasáis por un puente, prestad atención: seguramente veréis brillar la lámpara, más cerca o más lejos; aunque se dice que no se muestra a todo el mundo. Si pasa por el puente un ser humano que tiene algún peso sobre la conciencia. Ella apaga súbitamente sus reflejos, y el caminante despavorido escudriña en vano, con ojos desesperados, la superficie y el légamo del río. Sabe lo que eso significa. Le hubiera gustado creer que ha visto la claridad celestial, pero se dice a sí mismo que la luz provenía de la proa de los barcos o del reflejo de los faroles; y hace bien. Sabe que esa desaparición la provoca él mismo, y, enfrascado en tristes reflexiones, aprieta el paso para llegar a su casa. Entonces la lámpara de mechero de plata reaparece en la superficie y prosigue su marcha señalada por elegantes y caprichosos arabescos.
Escuchad los pensamientos de mi infancia cuando me despertaba, humanos de verga roja: «Acabo de despertarme, pero mi pensamiento está todavía embotado. Todas las mañanas siento un peso en la cabeza. Raramente la noche me trae el reposo, pues me atormentan sueños terroríficos apenas logro dormirme. De día, mi pensamiento se fatiga en meditaciones extrañas, mientras mis ojos vagan al azar por el espacio, y de noche no puedo conciliar el sueño. ¿En qué momento debo entonces dormir? Sin embargo, la naturaleza tiene necesidad de reclamar sus derechos. Como la desdeño, ella hace palidecer mi rostro y brillar mis ojos con la llama acerba de la fiebre. Por otra parte, yo no deseo más que no agotar mi espíritu en una continua meditación; pero aunque yo no lo quiera, mis sentimientos desconcertados me arrastran irremediablemente por esa pendiente. He notado que los otros niños se me parecen, aunque son todavía más pálidos, y fruncen el ceño como los hombres, nuestros hermanos mayores. ¡Oh Creador del universo!, no dejaré de ofrecerte, esta mañana, el incienso de mi plegaria infantil. A veces lo olvido y he observado que esos días me siento más feliz que de costumbre: mi pecho se dilata libre de toda opresión, y respiro más fácilmente el aire embalsamado de los campos; por el contrario, cuando cumplo el penoso deber, exigido por mis padres, de dirigirte cotidianamente un cántico de alabanzas, acompañado del inseparable tedio que me causa su laboriosa invención, estoy triste e irritado el resto del día, porque no me parece natural y lógico decir lo que no pienso, y busco entonces el retiro de las inmensas soledades. Si a ellas pido una explicación de ese estado extraño de mi alma, no me contestan. Quisiera amarte y adorarte, pero demasiado grande es tu poder, y hay temor en mis himnos. Si con la simple manifestación de tu pensamiento puedes destruir o crear mundos, mis débiles plegarias no te serán útiles; si cuando te place envías el cólera para asolar a las ciudades, o la muerte para arrebatar con sus garras, sin distingos, las cuatro épocas de la vida, no quiero anudar una amistad tan temible. No se trata de que el odio conduzca el hilo de mis razonamientos, sino que, por el contrario, tengo miedo de tu propio odio, que, obedeciendo a un orden caprichoso, puede salir de tu corazón y llegar a ser enorme como la envergadura del cóndor de los Andes. Tus sospechosos pasatiempos no están a mi alcance, y yo sería probablemente la primera víctima de ellos. Eres el Todopoderoso, no te discuto ese título porque tú solo tienes derecho de llevarlo y porque tus deseos, por felices o funestos que sean sus consecuencias, sólo en ti tienen término. He ahí justamente la razón por la que me sería doloroso marchar al lado de tu cruel túnica de zafiro, pues no siendo tu esclavo, podría llegar a serlo de un momento a otro. Es verdad que cuando desciendes dentro de ti mismo para escrutar tu conducta soberana, si el fantasma de una injusticia pasada, cometida contra esa desventurada humanidad que te ha obedecido siempre como tu amiga más fiel, yergue delante de ti las vértebras inmóviles de una espina dorsal vengadora, tu ojo feroz deja caer la lágrima despavorida del remordimiento tardío, y entonces, con los cabellos erizados, crees tú mismo tomar la sincera resolución de suspender para siempre, en las malezas de la nada, los juegos inconcebibles de tu imaginación de tigre, que sería grotesca si no fuera lamentable; pero también sé que la constancia no ha fijado en tus huesos, al modo de una médula tenaz, el arpón de su morada eterna, y que caes a menudo, tú con tus pensamientos recubiertos por la lepra negra del error, en el lago fúnebre de las sombrías maldiciones. Quiero creer que éstas son inconscientes (aunque no por eso dejan de contener su veneno fatal), y que el bien y el mal reunidos, se derraman en saltos impetuosos desde tu regio pecho gangrenado, como el torrente de las rocas, por el encanto secreto de una fuerza ciega; pero nada hay que lo pruebe. He visto demasiado a menudo rechinar de rabia a tus inmundos dientes y enrojecer como carbón encendido a tu augusto rostro recubierto por el moho del tiempo, a causa de alguna futilidad microscópica que los hombres habían cometido, para detenerme por más tiempo frente al poste indicador de esa hipótesis bonachona. Todos los días, con las manos unidas, elevaré hacia ti los acentos de mi humilde plegaria, pues hay que hacerlo; pero te suplico que tu providencia no piense en mí; déjame a un lado como a la lombricilla que se arrastra bajo tierra. Has de saber que preferiría alimentarme ávidamente de las plantas marinas de islas desconocidas y salvajes, que las olas tropicales transportan, en medio de esos parajes, en su seno espumoso, que saber que me observas, y aproximas a mi conciencia tu sarcástico escalpelo. Ella misma acaba de revelarme la totalidad de mis pensamientos, y espero que tu prudencia aplaudirá en éstos el sano juicio cuya huella imborrable conservan. Dejando a un lado las reservas hechas sobre el género de relaciones más o menos íntimas que debo mantener contigo, mi boca está pronta —en no importa qué hora del día— a exhalar, como un soplido artificial, el torrente de mentiras que tu fatuidad exige severamente de todo ser humano, desde que despunta la aurora azulada buscando la luz en los repliegues de raso del crepúsculo, del mismo modo que yo busco la bondad incitado por el amor al bien. Mis años no son muchos, y sin embargo ya presiento que la bondad no es más que una unión de sílabas sonoras: no la encontré en ninguna parte. Dejas traslucirse demasiado tu carácter; convendría que lo ocultaras con más tino. Por lo demás, puede ser que me equivoque y lo hagas adrede, pues tú sabes mejor que nadie cómo conducirte. Ellos, los hombres, cifran su gloria en imitarte; por esa razón la santa bondad no reconoce su tabernáculo en esos ojos feroces: de tal palo, tal astilla. Cualquier cosa que deba pensarse de tu inteligencia, yo sólo hablo de ella como crítico imparcial. Nada me resultaría más grato que haber sido inducido en error. No deseo mostrarte el odio que por ti siento, y que cuido con amor como a un hijo querido, pues vale más ocultarlo a tu vista, y tomar ante ti exclusivamente la apariencia de un censor severo, encargado de controlar tus actos impuros. Dejarás así de tener cualquier comercio activo con mi odio, lo olvidarás, y destruirás completamente ese insecto ávido que roe tu hígado. Prefiero hacerte oír palabras dulces y soñadoras… Sí, tú eres quien ha creado el mundo y todo lo que encierra. Eres perfecto. No te falta ninguna virtud. Eres muy poderoso, todos lo saben. ¡Que la totalidad del universo entone, a cada hora del tiempo, tu cántico eterno! Los pájaros te bendicen cuando levantan vuelo en la campiña. Las estrellas te pertenecen… ¡Así sea!». No os asombréis, después de estos comienzos, de que yo sea tal cual soy.
Yo buscaba un alma similar a la mía, y no pude encontrarla. Registré todos los rincones de la tierra: mi perseverancia fue inútil. Sin embargo, no podía seguir estando solo. Necesitaba a alguien que aprobara mi modo de ser; necesitaba a alguien que tuviera las mismas ideas que yo. Era de mañana; el sol surgió en el horizonte con toda su magnificencia cuando he aquí que ante mis ojos surgió también un joven cuya presencia bacía brotar flores a su paso. Se me acercó, y tendiéndome la mano: «He llegado hasta ti, hasta ti que me buscas. Bendigamos este día feliz». Pero yo: «Vete; no te he llamado; no necesito tu amistad…». Era el atardecer; la noche comenzaba a extender la negrura de su velo sobre la naturaleza. Una hermosa mujer, a la que apenas distinguía, extendió también sobre mí su influencia hechizante, y me miraba compasivamente; sin embargo, no se atrevía a hablarme. Yo dije; «Acércate para que pueda distinguir claramente los rasgos de tu rostro, pues la luz de las estrellas no es lo bastante intensa para iluminarlo a esta distancia». Entonces, con recatado andar y los ojos bajos, marchó sobre la hierba del prado en dirección a mí. En cuanto la pude ver: «Observo que la bondad y la justicia han fijado su residencia en tu corazón: no podríamos vivir juntos. Ahora admiras mi belleza que ha trastornado a más de una, pero tarde o temprano te arrepentirás de haberme dedicado tu amor, pues tú no conoces mi alma. No se trata de que alguna vez te fuera infiel: a la que se me entrega con tanto abandono y confianza, con igual confianza y abandono me entrego yo; pero grábate esto en la cabeza para no olvidarlo jamás, los lobos y los corderos no se miran con buenos ojos». ¿Qué me hacía falta, entonces, a mí, puesto que rechazaba con tanto desvío lo que había de más hermoso en la humanidad? No hubiera sabido explicarlo. No estaba acostumbrado todavía a darme cuenta exacta de los fenómenos de mi espíritu mediante los métodos que recomienda la filosofía. Me senté en una roca cerca del mar. Un navío acababa de izar todas sus velas para alejarse del lugar; un punto imperceptible acababa de aparecer en el horizonte, y se aproximaba poco a poco impelido por la ráfaga, aumentando de tamaño rápidamente. La tempestad estaba por iniciar sus embates, y ya el cielo se oscurecía adquiriendo un color negro casi tan horrible como el corazón del hombre. El navío, que era un gran barco de guerra, acababa de arrojar todas sus anclas para no ser arrastrado contra las rocas de la costa. El viento silbaba furiosamente desde los cuatro puntos cardinales, y convertía a las velas en hilachas. Los truenos estallaban en medio de los relámpagos sin poder dominar el fragor de las lamentaciones que partían de la mansión sin cimientos, sepulcro móvil. El bamboleo de las masas acuosas no había logrado romper las cadenas de las anclas, pero sus embates habían abierto una vía de agua en los flancos del navío. Brecha enorme, pues las bombas no alcanzaban a desalojar las moles de agua salada que se abatían espumosas sobre el puente, igual que si fueran montañas. El navío en peligro lanza cañonazos de alarma, pero zozobra lentamente… majestuosamente. Aquel que no haya visto zozobrar un barco en medio del huracán, de la alternancia de los relámpagos y la más profunda oscuridad, mientras los que van en él están abrumados por esa desesperación que ya conocéis, aquél, digo, no sabe lo que son desgracias en la vida. Finalmente brota un grito universal de inmenso dolor de entre los flancos del barco, en tanto que el mar redobla sus temibles ataques. Es el grito que expresa el agotamiento de las fuerzas humanas. Cada uno se envuelve en el manto de la resignación y entrega su suerte en las manos de Dios. Se apretujan como un rebaño de carneros. El navío en peligro lanza cañonazos de alarma, pero zozobra lentamente… majestuosamente. Hicieron funcionar las bombas durante todo el día. Esfuerzos inútiles. Llega la noche densa, implacable, para llevar al máximo ese espectáculo seductor. Cada uno piensa que, una vez en el agua, ya no podrá respirar, pues, por más que busque en lo remoto de la memoria, no reconoce a ningún pez por antecesor; pero se exhorta a sí mismo a contener la respiración el mayor tiempo posible, a fin de prolongar su vida por dos o tres segundos más: es la ironía vengadora que quiere enviar a la muerte… El navío en peligro lanza cañonazos de alarma, pero zozobra lentamente… majestuosamente. No sabe que el barco, al hundirse, provoca una poderosa circunvolución de olas que giran sobre sí mismas, que el limo cenagoso se mezcla con las aguas turbias, y que una fuerza proveniente de abajo, contragolpe de la tempestad que realiza sus estragos arriba, imprime al elemento sacudidas bruscas y nerviosas. De este modo, a pesar del acopio de sangre fría que ha hecho previamente el futuro ahogado, después de amplia reflexión, tendrá que sentirse feliz si prolonga su vida, en los torbellinos del abismo, la mitad de una respiración corriente, para hacer un cálculo holgado. Le será imposible, por lo tanto, burlarse de la muerte, aspiración suprema. El navío en peligro lanza cañonazos de alarma, pero zozobra lentamente… majestuosamente. Es un error; ya no tira cañonazos, ya no zozobra. La cáscara de nuez se abismó por completo. ¡Oh cielo! ¿Cómo es posible vivir después de haber experimentado tantas voluptuosidades? Acababa de tener el privilegio de ser testigo de las agonías mortales de varios de mis congéneres. Minuto a minuto seguí las peripecias de sus congojas. Unas veces, el bramido de alguna vieja que había enloquecido de terror lo dominaba todo. Otras, el simple vagido de un niño de pecho impedía oír las órdenes para las maniobras. El barco estaba demasiado lejos para percibir distintamente los gemidos que me traían las ráfagas; pero yo los acercaba mediante la voluntad, y la ilusión óptica resultaba completa. Cada cuarto de hora, cuando una borrasca más fuerte que las otras, entregando sus lúgubres acentos a través del grito de los petreles despavoridos, desquiciaba al navío con un crujido longitudinal, aumentando los lamentos de aquellos que iban a ser ofrendados en holocausto a la muerte, yo me hundía en la mejilla la punta aguda de un hierro, y pensaba para mí: «Ellos sufren aún más». De este modo tenía, al menos, un término de comparación. Desde la orilla los apostrofaba, lanzándoles imprecaciones y amenazas. Me parecía que podían oírme. Me parecía que mi odio y mis palabras, salvando la distancia, anulaban las leyes físicas del sonido, y llegaban claras a sus oídos, ensordecidos por el fragor del océano encolerizado. Me parecía que debían estar pensando en mí, y desahogaban su venganza en una rabia impotente. De vez en cuando echaba una mirada hacia las ciudades adormecidas en la tierra firme, y al ver que nadie sospechaba que un barco se hundía a algunas millas de la costa, con una corona de aves de rapiña y un pedestal de gigantes acuáticos con el vientre vacío, yo recobraba el ánimo y volvía a tener esperanza: ¡estaba seguro de su perdición! ¡No podían escapar! Para mayor seguridad, había ido a buscar mi escopeta de dos cañones, a fin de que, si algún náufrago intentara llegar a las rocas a nado para librarse de una muerte inminente, una bala en el hombro le destrozaría el brazo, impidiéndole así cumplir su propósito. En un momento en que la tempestad arreciaba vi, sosteniéndose sobre las aguas con desesperados esfuerzos, una cabeza enérgica con los cabellos erizados. Tragaba litros de líquido y se hundía en la profundidad balanceándose como un corcho. Pero poco después reaparecía con los cabellos chorreantes, y, clavando los ojos en la orilla, parecía desafiar a la muerte. Mostraba una presencia de ánimo admirable. Una ancha herida sangrante, provocada por la punta de algún escollo sumergido, le cruzaba el rostro intrépido y noble. No debía tener más de dieciséis años, pues apenas se notaba, a la luz de los relámpagos que iluminaban la noche, un vello de melocotón sobre su labio. Estaba ahora tan sólo a doscientos metros del acantilado, y yo lo distinguía claramente. ¡Qué coraje! ¡Qué espíritu indómito! ¡Cómo parecía burlarse del destino la actitud firme de su cabeza, mientras hendía vigorosamente las aguas cuyos surcos cedían con dificultad ante él!… Lo había decidido con anticipación. Era una promesa contraída conmigo mismo y debía mantenerla: la hora final había sonado para todos, y nadie debía escapar. Tal era mi resolución; nada la cambiaría… Se oyó un ruido seco, e inmediatamente se hundió la cabeza para no reaparecer más. Ese asesinato no me produjo tanto placer como podría suponerse, por el hartazgo de matar continuamente, lo que hacía en adelante como una mera costumbre de la que uno no puede prescindir, pero que sólo proporciona un goce insignificante. La sensibilidad se embota, se endurece. ¿Qué placer podría experimentar con la muerte de aquel ser humano, cuando más de un centenar me ofrecían el espectáculo de su lucha final contra las olas, una vez hundido el navío? Aquella muerte no representaba para mí ni siquiera la atracción de lo peligroso, pues la justicia humana, mecida por el huracán de aquella noche espantosa, dormitaba en las casas, a pocos pasos de allí. Hoy que los años hacen sentir su peso sobre mi cuerpo, declaro sinceramente como verdad suprema y solemne que yo no era tan cruel, como ha circulado después entre los hombres; aunque a veces la maldad de éstos se ejercitaba en perseverantes estragos durante años enteros. Entonces, no reconocía límites a mi furor, y sufría arrebatos de crueldad que me tornaban terrible para el que se presentaba ante mi mirada salvaje, si por acaso pertenecía a mi raza. En cambio, si se trataba de un caballo o un perro, los dejaba alejarse: ¿habéis oído lo que termino de decir? Desgraciadamente, aquella noche de tempestad estaba dominado por uno de estos arrebatos; mi razón me había abandonado (pues habitualmente, a pesar de seguir siendo cruel, era más prudente), y todo lo que en aquella oportunidad estuviera al alcance de mis manos, debía perecer; no pretendo con esto disculpar mis errores; tampoco toda la culpa es achacable a mis semejantes. Sólo dejo constancia de los hechos a la espera del Juicio Final, que me hace rascar la nuca con mucha anticipación… ¡Qué me importa el Juicio Final! Mi razón no me abandona jamás, a pesar de lo que antes afirmé para engañaros. Y, cuando cometo un crimen, sé lo que hago: era eso y no otra cosa lo que quería hacer. De pie sobre la roca, mientras el huracán me azotaba los cabellos y el manto, observaba extasiado esa fuerza de la tempestad que se encarnizaba con un navío, bajo un cielo sin estrellas. Seguí, con actitud triunfante, todas las peripecias del drama desde que el barco echó anclas hasta el momento en que se sumergió, vestidura fatal que arrastró a las entrañas del mar a todos aquellos a quienes envolvía como un manto. Pero se aproximaba el instante en que yo mismo tendría que intervenir como actor en aquellas escenas de la naturaleza convulsionada. Cuando el lugar donde se había desarrollado la lucha del barco mostró claramente que éste había ido a pasar el resto de sus días en la planta baja del mar, entonces, una parte de los que fueron arrastrados por las olas reaparecieron en la superficie. Luchaban a brazo partido dos juntos o tres juntos; era el mejor modo de no salvar sus vidas, pues trababan sus movimientos y se hundían como cántaros agujereados… ¿Qué significa ese ejército de monstruos marinos que hiende las aguas velozmente? Son seis; tienen aletas vigorosas y se abren paso a través de las olas encrespadas. Con todos esos seres humanos que menean los cuatro miembros en ese continente tan poco sólido, los tiburones hacen bien pronto una tortilla sin huevos y la reparten de acuerdo con la ley del más fuerte. La sangre se mezcla con las aguas y las aguas con la sangre. Sus ojos feroces iluminan satisfactoriamente el escenario de la carnicería… Pero ¿qué significa ese nuevo tumulto de las aguas allá lejos en el horizonte? Parecería una tromba que se acerca. ¡Qué golpes de remo! Ya distingo lo que es. Un enorme tiburón hembra viene a participar del picadillo de hígado y del puchero frío. Llega enfurecida por el hambre. Una lucha silenciosa se entabla entre ella y los tiburones por la disputa de los escasos miembros palpitantes que flotan esparcidos sobre la crema roja. A derecha e izquierda, aplica dentelladas que producen heridas mortales. Pero tres tiburones vivos la rodean todavía, y se ve forzada a girar en redondo para desbaratar sus maniobras. Con creciente emoción hasta entonces desconocida, el espectador situado en la orilla sigue ese combate naval de nuevo género. Tiene los ojos clavados en esa valerosa hembra de tiburón, de dientes poderosos. Ya no titubea más, se echa la escopeta al hombro, y, con su habitual destreza, aloja su segunda bala en las agallas de uno de los tiburones en el momento en que era visible por encima de una ola. Quedan dos tiburones que demuestran un encarnizamiento todavía mayor. Desde lo alto de la roca, el hombre de la saliva salobre se arroja al mar y nada hacia la alfombra agradablemente coloreada, llevando en la mano ese cuchillo de acero que no lo abandona jamás. En adelante, cada tiburón tiene que habérselas con un enemigo. Él avanza hacia su adversario fatigado y sin apresurarse le hunde en el vientre la aguzada hoja. La fortaleza móvil se desembaraza fácilmente del último adversario… Se encuentran frente a frente, el nadador y la hembra de tiburón salvada por él. Se miran a los ojos durante algunos minutos, y cada uno se asombra de encontrar tanta ferocidad en la mirada del otro. Dan vueltas en redondo nadando sin perderse de vista y diciéndose para sus adentros: «He vivido engañado hasta hoy; he aquí alguien que me supera en maldad». Entonces, de común acuerdo, nadando entre dos aguas, se deslizaron el uno hacia la otra con mutua admiración, separando el agua con sus aletas la hembra del tiburón, batiendo las olas con los brazos Maldoror, y retuvieron el aliento con una veneración profunda, uno y otro deseosos de contemplar por primera vez su vivo retrato. Cuando los separaban sólo tres metros, de pronto, sin ningún esfuerzo, se dejaron caer el uno sobre el otro como dos amantes, para abrazarse con dignidad y reconocimiento, tan estrecha y tiernamente como un hermano y una hermana. Los deseos carnales siguieron de cerca a esa demostración amistosa. Dos muslos inquietos se adherían fuertemente a la piel viscosa del monstruo como dos sanguijuelas, y los brazos y las aletas se entrelazaban alrededor del cuerpo del objeto querido al que rodeaban con amor, mientras las gargantas y los pechos pronto no formaron más que una masa glauca con exhalaciones de algas marinas. En medio de la tempestad que continuaba enconada, a la luz de los relámpagos, teniendo por tálamo nupcial la ola espumosa, transportados por una corriente submarina como en una cuna, rodando sobre sí mismos hacia las profundidades abismales, se unieron en un acoplamiento prolongado, casto y horroroso… ¡Por fin había encontrado alguien que se me pareciera!… ¡En adelante ya no estaría solo en la vida!… ¡Ella tenía las mismas ideas que yo!… ¡Me encontraba frente a mi primer amor!
El Sena arrastra un cuerpo humano; en tales circunstancias el río adquiere un continente solemne. El cadáver hinchado se sostiene en la superficie; desaparece bajo la arcada de un puente, para reaparecer más adelante, girando lentamente sobre sí mismo como una rueda de molino, y hundiéndose por momentos. El dueño de un barco, con ayuda de una pértiga, lo engancha al pasar y lo lleva a tierra. Antes de trasladar el cuerpo a la morgue, se lo deja algún tiempo sobre la ribera para intentar devolverle la vida. La multitud compacta se reúne alrededor del cuerpo. Los que no pueden ver, por estar atrás, empujan todo lo que pueden a los que están adelante. Cada cual piensa: «Lo que es yo, no me tiraría al río». Se compadece al hombre que se suicida, se lo admira, pero no se lo imita. Y, sin embargo, él encontró muy natural darse muerte, cuando llegó a la conclusión de que en la Tierra no había nada que pudiera satisfacerlo, ya que aspiraba a algo más elevado. Tiene un rostro distinguido y su vestimenta revela riqueza. ¿Alcanza a tener diecisiete años? ¡Sí que es morir joven! La multitud paralizada sigue con los ojos clavados en él… Está oscureciendo. Todos se retiran silenciosamente. Nadie se atreve a dar vuelta al ahogado para que arroje el agua que rellena su cuerpo. Temen pasar por sensibles, por lo que nadie se mueve, atrincherado cada uno en su cuello duro. Alguien se aleja silbando torpemente una absurda melodía tirolesa, otro hace crujir los dedos como castañuelas… Hostigado por sus sombríos pensamientos, Maldoror pasa a caballo por ese lugar a la velocidad de un relámpago. Advierte al ahogado. Eso basta. Inmediatamente detiene su corcel y echa pie a tierra. Levanta al joven sin repugnancia, y le hace expulsar el agua abundantemente. La idea de que ese cuerpo inerte pudiera volver a la vida con su ayuda le hace brincar el corazón y redobla su ánimo ante tan excelente perspectiva. ¡Vanos esfuerzos! Dije, vanos esfuerzos, y es lo cierto. El cadáver continúa inerte y se deja volcar dócilmente en cualquier dirección. Él le frota las sienes, fricciona de pronto un miembro, de pronto otro, le sopla durante una hora en la boca, apretando sus labios contra los del desconocido. Por fin le parece sentir bajo su mano aplicada contra el pecho, un suave latido. ¡El ahogado vive! En aquel momento supremo se pudo notar que muchas arrugas desaparecieron de la frente del caballero, rejuveneciéndolo diez años. Pero ¡ay!, las arrugas volverán, quizá mañana, quizás apenas se aleje de las orillas del Sena. Entretanto, el ahogado abre unos ojos turbios, y con una sonrisa descolorida agradece a su bienhechor, pero todavía está débil y no puede hacer ningún movimiento.
¡Qué hermoso es salvarle la vida a alguien! ¡Y cómo redime las faltas esta acción! El hombre de labios de bronce, ocupado hasta entonces en arrebatarlo a la muerte, observa al joven con más atención y sus rasgos no le parecen desconocidos. Reflexiona que entre el asfixiado de rubios cabellos y Holzer, no hay mucha diferencia. ¡Vedlos cómo se abrazan efusivamente! ¡No importa! El hombre de pupilas de jaspe quiere conservar la apariencia de un papel severo. Sin decir nada, hace montar a su amigo en la grupa y el corcel se aleja al galope. Oh tú, Holzer, que te creías tan fuerte y razonable, ¿no has comprobado, con tu propio ejemplo, lo difícil que es, en un arrebato de desesperación, conservar esa sangre fría de la que te jactabas? Espero que no vuelvas a causarme semejante disgusto; en cuanto a mí, te he prometido no atentar nunca contra mi vida.
Hay horas en la vida en que el hombre de melena piojosa lanza, con los ojos fijos, miradas salvajes a las membranas verdes del espacio, pues le parece oír delante de sí, el irónico huchear de un fantasma. Él menea la cabeza y la baja; ha oído la voz de la conciencia. Entonces sale precipitadamente de la casa con la velocidad de un loco, toma la primera dirección que se ofrece a su estupor, y devora las planicies rugosas de la campiña. Pero el fantasma amarillo no lo pierde de vista y lo persigue con similar rapidez. A veces, en noches de tormenta, cuando legiones de pulpos alados, que de lejos parecen cuervos, se ciernen por encima de las nubes, dirigiéndose con firmes bogadas hacia las ciudades de los humanos, con la misión de prevenirles que deben cambiar de conducta, el guijarro de ojo sombrío ve pasar, uno tras otro, dos seres a la claridad de un relámpago, y, enjugando una furtiva lágrima de compasión que se desliza desde su párpado helado, exclama: «Por cierto que lo merece; no es más que un acto de justicia». Después de haber dicho esto, recobra su actitud huraña, y sigue observando, con un temblor nervioso, la caza del hombre, y los grandes labios de la vagina de sombra, de donde se desprenden incesantemente, como un río, inmensos espermatozoides tenebrosos que toman impulso en el éter lúgubre, escondiendo en el vasto despliegue de sus alas de murciélago, la naturaleza entera, y las legiones solitarias de pulpos que se han vuelto taciturnos ante el aspecto de esas fulguraciones sordas e inexpresables. Pero durante ese lapso, el steeple-chase continúa entre los dos infatigables corredores, mientras el fantasma lanza por la boca chorros de fuego sobre la espalda calcinada del antílope humano. Si durante el cumplimiento de este deber encuentra en el camino a la piedad, que quiere cerrarle el paso, cede a sus súplicas de mala gana, y deja escapar al hombre. El fantasma hace chasquear la lengua, como para decirse a sí mismo que da por terminada la persecución, y vuelve a su pocilga hasta nueva orden. Su voz de condenado se oye basta en las capas más lejanas del espacio, y, cuando su aullido espantoso penetra en el corazón humano, éste preferiría tener, según dicen, a la muerte por madre antes que al remordimiento por hijo. Hunde la cabeza hasta los hombros en las complejidades terrosas de un agujero, pero la conciencia volatiliza este ardid de avestruz. La excavación se evapora, gota de éter; la luz aparece con su cortejo de rayos, como una bandada de chorlitos que desciende sobre las alhucemas; y el hombre se encuentra frente a sí mismo con los ojos abiertos y turbios. Lo he visto encaminarse en la dirección del mar, subir sobre un promontorio carcomido y azotado por la ceja de la espuma, y precipitarse como una flecha en las olas. He aquí el milagro: el cadáver reaparecía al día siguiente en la superficie del océano, que devolvía a la orilla este despojo de carne. El hombre se desprendía del molde que su cuerpo había excavado en la arena, exprimía el agua de sus cabellos mojados, y volvía a emprender, con la frente gacha y muda, el camino de la vida. La conciencia juzga severamente nuestros pensamientos y nuestros actos más secretos, y no se equivoca. Como ella es a menudo impotente para prevenir el mal, no se cansa de acosar al hombre como si fuera un zorro, sobre todo en la oscuridad. Ojos vengadores, que la ciencia ignorante llama meteoros, esparcen una llamarada lívida, pasan girando sobre sí mismos, y articulan palabras de misterio… que él comprende. Entonces su almohada queda deshecha por las sacudidas de su cuerpo abrumado por el insomnio, y oye la siniestra respiración de los vagos rumores de la noche. El mismo ángel del sueño, mortalmente herido en la frente por una piedra desconocida, abandona su tarea, y se remonta hacia los cielos. Pues bien, esta vez me presento para defender al hombre, yo, el escarnecedor de todas las virtudes, yo, el que no ha podido olvidar al Creador, desde el día glorioso en que, derribando de su zócalo los anales del cielo, donde, por medio de no sé qué infames embrollos, estaban consignados su poderío y su eternidad, le apliqué mis cuatrocientas ventosas debajo de la axila hasta hacerle lanzar gritos terribles… Se transformaron en víboras al salir de su boca, y fueron a ocultarse entre las malezas, en los muros ruinosos, al acecho de día, al acecho de noche. Esos gritos, que se volvieron reptantes, dotados de innumerables anillos, con una cabeza pequeña y aplastada, y ojos pérfidos, han jurado dar caza a la inocencia humana, y cuando ésta se pasea entre la maraña de los montes, o junto al respaldo de los taludes, o sobre las arenas de las dunas, no tarda en cambiar de idea. Siempre que todavía esté a tiempo, pues a veces el hombre advierte la penetración del veneno en las venas de su pierna, por una mordedura casi imperceptible, antes de que pueda retroceder y huir. Así, el Creador, conservando una admirable sangre fría, hasta en los sufrimientos más atroces, sabe extraer del propio seno de ellos, gérmenes nocivos para los habitantes de la Tierra. Cuál no sería su asombro cuando vio a Maldoror, convertido en pulpo, avanzar hacia su cuerpo ocho patas monstruosas, cada una de las cuales, sólida correa, habría podido abarcar fácilmente la circunferencia de un planeta. Tomado de sorpresa, se debatió algunos instantes contra ese brazo viscoso, que se estrechaba cada vez más… yo temía algún golpe peligroso de su parte. Tras haber sorbido abundantemente los glóbulos de su sangre sagrada, me separé bruscamente de su cuerpo majestuoso, y me escondí en una caverna que desde entonces constituyó mi morada. Después de infructuosas búsquedas, no pudo encontrarme. Hace mucho tiempo de eso, pero sospecho que ahora ya conoce mi morada; se cuida de entrar en ella; ambos vivimos como monarcas vecinos que conocen sus fuerzas respectivas, y no pudiéndose vencer el uno al otro, están hartos de las batallas inútiles del pasado. Él me teme, yo le temo; uno y otro, sin haber sido vencidos, hemos experimentado los rudos golpes del adversario, y nos conformamos con eso. Sin embargo, estoy dispuesto a recomenzar, la lucha cuando él quiera. Pero que no espere un momento favorable para sus ocultos designios. Estaré siempre en guardia, sin apartar de él mi mirada. Que no vuelva a la tierra la conciencia y sus tormentos. Enseñé a los hombres cuáles son las armas para combatirla con ventaja. Todavía no están familiarizados con ella, pero sabes que para mí es como paja que lleva el viento. Ése es el caso que le hago. Si quisiera aprovechar la oportunidad que se me presenta de sutilizar tales discusiones poéticas, agregaría que hasta hago más caso de la paja que de la conciencia, pues la paja es útil para el buey que la rumia, mientras que la conciencia sólo sabe mostrar sus garras de acero. Estas últimas sufrieron una penosa derrota el día que se enfrentaron conmigo. Como la conciencia había sido enviada por el Creador, creí conveniente no dejarme cerrar el paso por ella. Si se hubiera presentado con la modestia y humildad propias de su rango, y de las que nunca hubiera debido separarse, yo la habría escuchado. No me gustó su orgullo. Extendí la mano y mis dedos trituraron las garras, que cayeron hechas polvo bajo la presión multiplicada de ese mortero de nuevo estilo. Extendí la otra mano y le arranqué la cabeza. Inmediatamente después arrojé de mi casa a latigazos a aquella mujer, y no la he vuelto a ver más. Conservé su cabeza como recuerdo de mi victoria… Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo yo roía, me erguí sobre un pie como la garza real, al borde del precipicio tallado en las laderas de la montaña. Me han visto descender al valle, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Con una cabeza en la mano cuyo cráneo yo roía, atravesé a nado los remolinos más peligrosos, salvé los escollos mortales, y me sumergí por debajo de las corrientes para asistir como forastero a los combates de los monstruos marinos; me separé de la costa hasta que mi vista penetrante no la alcanzara; y los horrorosos calambres, con su magnetismo paralizador, rondaban alrededor de mis miembros que hendían las olas con movimientos firmes, sin osar acercarse. Me han visto volver sano y salvo a la playa, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo yo roía, subí los escalones ascendentes de una elevada torre. Llegué con las piernas cansadas a la plataforma vertiginosa. Desde allí contemplé la llanura, el mar; contemplé el sol, el firmamento; rechazando con el pie el granito que no cedió, desafié a la muerte y a la venganza divina con un supremo abucheo, y me precipité como un adoquín en la boca del espacio. Los hombres oyeron el choque doloroso y retumbante que resultó del encuentro del suelo con la cabeza de la conciencia, que yo había soltado en mi caída. Me vieron descender con la lentitud de un pájaro, transportado por una nube invisible, y recoger la cabeza, para forzarla a ser testigo de un triple crimen que yo debía cometer aquel día, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo yo roía, me dirigí hacia el sitio donde se levantan los postes que sostienen la guillotina. Coloqué el delicado candor de los cuellos de tres muchachas bajo la cuchilla. En mi papel de verdugo, solté el cordón con la aparente experiencia de toda una vida, y el hierro triangular, cayendo oblicuamente, cortó tres cabezas que me miraban con dulzura. Puse en seguida la mía bajo la pesado navaja, y el verdugo se dispuso a cumplir con su deber. Tres veces la cuchilla descendió deslizándose por las ranuras, cada vez con mayor vigor; tres veces mi armazón material, sobre todo en el lugar del cuello, fue sacudido hasta sus cimientos, como cuando en sueños uno se imagina ser aplastado por una casa que se derrumba. Para dejarme alejar de la fúnebre plaza, el pueblo estupefacto me abrió paso; vio cómo seguía mi camino a codazos en medio de la masa ondulante, y cómo me desplazaba lleno de vida, avanzando con la cabeza alta, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Dije que esta vez quería defender al hombre, pero temo que mi apología no sea expresión de la verdad y, por lo tanto, prefiero callarme. La humanidad sabrá aplaudir esta medida con gratitud.
Ya es hora de ponerle frenos a mi inspiración, y de hacer una pausa en el camino como cuando se observa la vagina de una mujer; conviene examinar el trecho recorrido para partir luego de un salto impetuoso, los miembros ya descansados. Hacer una tirada de un solo golpe no es fácil, y las alas se fatigan mucho en un vuelo elevado, sin esperanza ni remordimiento. No… no conduzcamos aún más profundamente la jauría salvaje de picos y excavaciones de las minas explosivas de este canto impío. El cocodrilo no cambiará una sola palabra del vómito salido del interior de su cráneo. Tanto peor si alguna sombra furtiva, estimulada por el loable designio de vengar a la humanidad injustamente atacada por mí, abre subrepticiamente la puerta de mi cuarto, y rozando el muro como el ala de una gaviota, hunde un puñal en las costillas del saqueador de restos celestiales. Da lo mismo que la arcilla disuelva sus átomos de ese modo o de otro.