Quiera el cielo que el lector, animoso y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre sin desorientarse su camino abrupto y salvaje a través de las ciénagas desoladas de estas páginas sombrías y rebosantes de veneno; pues, a no ser que aplique a su lectura una lógica rigurosa y una tensión espiritual equivalente por lo menos a su desconfianza, las emanaciones mortíferas de este libro impregnarán su alma, igual que el agua impregna el azúcar. No es aconsejable para todos leer las páginas que seguirán; solamente a algunos les será dado saborear sin riesgo este fruto amargo. Por lo tanto, alma tímida, antes de penetrar más en semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante. Escucha bien lo que te digo: dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante, del mismo modo que los ojos de un niño se apartan respetuosamente de la augusta contemplación del rostro maternal; o, mejor, como un ángulo, extendido hasta donde alcanza la vista, de grullas friolentas y meditabundas que durante el invierno vuelan briosamente a través del silencio, a toda vela, hacia un punto determinado del horizonte, de donde parte repentinamente un viento extraño y violento, precursor de la tempestad. La grulla más vieja, convertida en avanzada solitaria, al ver esto mueve la cabeza —y a continuación hace crujir también su pico— como una persona razonable que no se siente satisfecha (yo tampoco lo estaría en su lugar), mientras su viejo cuello desplumado, contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en ondas exasperadas que presagian la tormenta cada vez más próxima. Después de arrojar, demostrando sangre fría, repetidas miradas a todos lados, con ojos saturados de experiencia, muy prudentemente, y la primera de todas (pues ella tiene el privilegio de mostrar las plumas de su cola a las otras grullas inferiores en inteligencia), con su grito alertador de centinela melancólico que hace retroceder al enemigo común, gira con flexibilidad la punta de la figura geométrica (podría ser un triángulo, pero no se ve el tercer lado que forman en el espacio esas curiosas aves de paso) sea a babor, sea a estribor, como una hábil capitana; y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, como no es estúpida, emprende así un nuevo camino filosófico y más seguro.
Lector, quizá desees que invoque al odio en el comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no has de aspirar, sumergido en infinitas voluptuosidades tanto cuanto quieras, con tus orgullosas ventanas nasales amplias y afiladas, volviéndote de vientre al modo de un tiburón en el aire hermoso y negro, como si comprendieras la importancia de ese acto y la importancia no menor de tu legítimo apetito, lenta y majestuosamente, las rojas emanaciones? Te aseguro que los dos agujeros informes de tu asqueroso hocico, ¡oh monstruo!, se regocijarán si previamente te ejercitas en respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita del Eterno. Tus ventanas nasales, desmesuradamente dilatadas por el goce inefable, por el éxtasis inmóvil, no pedirán nada mejor al espacio embalsamado como de perfumes e incienso; pues se colmarán hasta el hartazgo de una dicha completa, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los cielos deleitosos.
En pocas líneas dejaré establecido que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida en los que conoció la felicidad; ya está dicho. Luego descubrió que había nacido malo: ¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter lo mejor que pudo durante muchos años; pero finalmente, a causa de esta contención opuesta a su naturaleza, todos los días le subía la sangre a la cabeza, hasta que no pudiendo soportar más ese género de vida, se lanzó resueltamente por el camino del mal… ¡atmósfera grata! ¡Quién lo hubiera dicho!, cuando besaba a un pequeñuelo de cara rosada, sentía deseos de rebanarle las mejillas con una navaja, y muy a menudo lo hubiera hecho si la Justicia, con su largo séquito de castigos, no lo hubiera impedido en cada ocasión. No era mentiroso, confesaba la verdad y declaraba ser cruel. Humanos, ¿lo habéis oído? ¡Se atreve a repetirlo con esta pluma que tiembla! Así, pues, hay un poder más fuerte que la voluntad… ¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad? Imposible. Imposible que el mal se conjugue con el bien. Es lo que decía más arriba.
Hay quienes escriben para lograr los aplausos humanos mediante nobles cualidades del corazón que la fantasía inventa o que ellos puedan tener. Pero yo hago servir mi genio para representar las delicias de la crueldad. Delicias ni efímeras ni artificiales, sino que, nacidas con el hombre, terminarán cuando él termine. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en los secretos designios de la Providencia?, ¿acaso el hecho de ser cruel lo priva a uno de genio? Se verá la confirmación de ello en mis palabras; en vosotros está el escucharme, si os place… Perdón, me pareció que se me erizaban los cabellos, pero no es nada, pues con mi mano he vuelto a colocarlos fácilmente en su anterior posición. Aquel que canta no pretende que sus cavatinas sean una cosa desconocida; todo lo contrario, se aprecia de que los pensamientos altaneros y perversos de su héroe estén en todos los hombres.
He visto durante toda mi vida, sin encontrar una sola excepción, a los seres humanos de hombros estrechos ejecutar actos estúpidos y numerosos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los medios. Justifican sus acciones con un nombre: la gloria. Al presenciar tales espectáculos quise reír como los otros; pero ello, imitación extraña, no fue posible. Tomé un cuchillo cuya hoja tenía un filo muy agudo, y hendí mi carne en los sitios donde se unen los labios. Por un instante creí haber logrado mi objeto. Contemplé en un espejo esa boca lacerada por mi propia voluntad. ¡Qué equivocación! La sangre que manaba profusamente de las dos heridas impedía, por otra parte, distinguir si realmente se trataba de la risa de los otros. Pero al cabo de algunos instantes de comparación, comprobé que mi risa no se parecía a la de los humanos, más bien dicho, que yo no reía. He visto a los hombres con feas cabezas y con ojos terribles hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, la furia insensata de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los comediantes más extraordinarios, la fortaleza de carácter de los sacerdotes, y a los seres más ocultos para el exterior, los más fríos de los mundos y del cielo; hostigar a los moralistas para que descubran su corazón, y hacer recaer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto todos a un tiempo, unas veces el puño más robusto dirigiéndose al cielo igual que el de un niño ya perverso contra su madre, al parecer azuzados por algún espíritu infernal, con ojos repletos de un remordimiento lancinante y a la vez rencoroso, guardando un silencio glacial, sin atreverse a expresar las vastas e ingratas meditaciones que cobijan sus pechos, tan llenas están de injusticia y de horror, y entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces, en cualquier momento del día, desde que comienza la infancia hasta que acaba la vejez, mientras derramaban increíbles anatemas, que no tenían el sentido corriente, contra todo lo que respira, contra sí mismos y contra la Providencia, prostituir a las mujeres y a los niños, y deshonrar así las partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces los mares levantan sus aguas que arrastran a sus abismos los maderos; los huracanes y los terremotos derriban las casas; la peste y las enfermedades más diversas diezman a las familias suplicantes. Pero los hombres no lo advierten. También los he visto enrojecer o palidecer de vergüenza por su conducta en esta tierra; excepcionalmente. Tempestades hermanas de los huracanes, firmamento azulado cuya belleza no acepto, mar hipócrita imagen de mi corazón, tierra de seno misterioso, habitantes de las esferas, universo entero, Dios que lo has creado con esplendor, a ti te invoco: muéstrame un hombre bueno… Pero en ese caso, que tu gracia decuplique mi vigor natural, pues ante el espectáculo de un monstruo tal, puedo morir de asombro; por mucho menos se muere.
Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. Entonces, qué grato resulta arrebatar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene vello sobre el labio superior y, con los ojos muy abiertos, hacer como si se le pasara suavemente la mano por la frente, llevando hacia atrás sus hermosos cabellos. Inmediatamente después, en el momento en que menos lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, pero evitando que muera, pues si muriera, no contaríamos más adelante con el aspecto de sus miserias. Luego se le sorbe la sangre lamiendo sus heridas, y durante ese tiempo, que debería tener la duración de la eternidad, el niño llora. No hay nada tan agradable como su sangre, obtenida del modo que acabo de referir, y bien caliente todavía, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre, ¿nunca has probado el sabor de tu sangre, cuando por accidente te has cortado un dedo? Es deliciosa, ¿no es cierto?, porque no tiene ningún sabor. Además, ¿no recuerdas el día que, en medio de lúgubres reflexiones, llevabas la mano formando una concavidad hasta tu rostro enfermizo empapado por algo que caía de tus ojos; la cual mano se dirigía luego fatalmente hacia la boca que bebía a largos sorbos, en esa copa trémula, como los dientes del alumno que mira de soslayo a aquel que nació para oprimirlo, las lágrimas? Son deliciosas, ¿no es cierto?, porque tienen el sabor del vinagre. Se dirían las lágrimas de la que ama apasionadamente; pero las lágrimas del niño dan más placer al paladar. El niño no traiciona pues todavía no conoce el mal, mientras la que ama apasionadamente acaba por traicionar, tarde o temprano… lo que adivino por analogía, aunque ignoro qué son la amistad y el amor (y es probable que nunca los acepte, por lo menos de parte de la raza humana). Y ya que tu sangre y tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate con confianza de las lágrimas y de la sangre del adolescente. Tenle vendados los ojos mientras tú desgarras su carne palpitante; y después de haber oído por largas horas sus gritos sublimes, similares a los estertores penetrantes que lanzan en una batalla las gargantas de los heridos en agonía, te apartarás de pronto como un alud, y te precipitarás desde la habitación vecina, simulando acudir en su ayuda. Le soltarás las manos de venas y nervios hinchados, permitirás que vean nuevamente sus ojos despavoridos, y te pondrás a lamer otra vez sus lágrimas y su sangre. ¡Qué auténtico es entonces el arrepentimiento! La chispa divina que existe en nosotros y que sólo muy pocas veces se revela, aparece demasiado tarde. Cómo rebosa el corazón al poder consolar al inocente a quien se ha hecho tanto daño: «Adolescente que acabas de sufrir dolores crueles, ¿quién ha sido capaz de cometer en ti un crimen que no sé cómo calificar? ¡Desdichado de ti! ¡Cómo debes sufrir! Si lo supiera tu madre, no estaría ella más cerca de la muerte, tan detestada por los culpables, de cuanto lo estoy yo ahora. ¡Ay! ¿Qué son, entonces el bien y el mal? ¿Son acaso la misma cosa que testimonia nuestra furibunda impotencia y el ardiente deseo de alcanzar el infinito por cualesquier medios, por insensatos que fueren? ¿0 bien son dos cosas distintas? Sí… es mejor que sean la misma cosa… porque de no ser así, ¿qué me ocurrirá el día del Juicio Final? Adolescente, perdóname; éste que se encuentra frente a tu noble y sagrado rostro, es el mismo que acaba de quebrar tus huesos y desgarrar esa carne que cuelga de diversos sitios de tu cuerpo. ¿Es acaso un delirio de mi razón enferma, es acaso un instinto secreto que escapa al control de mis razonamientos, y similar al del águila que desgarra su presa, lo que me ha impulsado a cometer este crimen? ¡Y con todo yo he sufrido a la par de mi víctima! Adolescente, perdóname. Cuando hayamos abandonado esta vida efímera, quiero que estemos estrechamente abrazados para toda la eternidad, que ambos formemos un único ser, tu boca íntimamente unida a la mía. Pero aun así mi castigo no será completo. Tendrás, además, que desgarrarme sin detenerte nunca, con los dientes y las uñas a la vez. Adornaré mi cuerpo con guirnaldas perfumadas para este holocausto expiatorio; y entonces sufriremos los dos, yo por ser desgarrado, tú por desgarrarme… con mi boca unida a la tuya. ¡Oh adolescente de cabellos rubios, de ojos tan dulces! ¿Harás ahora lo que te pido? Quiero que lo hagas a pesar tuyo, para que mi conciencia vuelva a ser feliz». Después de hablar en estos términos, habrás hecho daño a un ser humano, pero al mismo tiempo serás amado por él: es la mayor dicha que pueda concebirse. Más adelante podrás internarlo en un hospital, porque el lisiado no podrá ganarse la vida. Un día te llamarán magnánimo, y las coronas de laurel y las medallas de oro esparcidas sobre el gran sepulcro ocultarán tus pies descalzos al rostro del viejo. ¡Oh tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la santidad del crimen!, me consta que tu perdón fue inmenso como el universo. En cuanto a mí, todavía existo.
Hice un pacto con la prostitución para sembrar el desorden en las familias. Recuerdo la noche que precedió a esta peligrosa asociación. Vi ante mí una tumba. Oí que un gusano de luz, grande como una casa, me decía: «Voy a iluminarte. Lee la inscripción. No proviene de mí esta orden suprema». Una inmensa luz del color de la sangre, ante cuyo aspecto mis mandíbulas castañetearon y mis brazos cayeron inertes, se esparció por el aire hasta el horizonte. Me apoyé contra un muro ruinoso, pues estaba por caerme, y leí: «Aquí yace un adolescente que murió de sus pulmones: ya sabéis por qué. No roguéis por él». No muchos hombres habrían tenido el valor que yo demostré. Entre tanto, una hermosa mujer desnuda vino a tenderse a mis pies. Yo, a ella, con semblante triste: «Puedes levantarte». Le tendí la mano con la que el fratricida degüella a la hermana. El gusano de luz, a mí: «Toma una piedra y mátala,». «¿Por qué?», le pregunté. Él a mí: «Ten cuidado tú, el más débil, porque yo soy el más fuerte. Ésta se llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos y furia en el corazón, sentí que nacía en mí un vigor desconocido. Tomé una piedra grande; después de muchos esfuerzos logré levantarla con gran trabajo hasta la altura de mi pecho; la mantuve sobre el hombro con los brazos. Escalé una montaña hasta la cima; desde allí aplasté al gusano de luz. Su cabeza penetró en el suelo el grandor de un hombre; la piedra rebotó hasta la altura de seis iglesias. Fue a caer en un lago, cuyas aguas cedieron por unos instantes, remolinando, para formar un inmenso cono invertido. Luego la calma volvió a la superficie. La luz sanguinolenta dejó de brillar. «¡Ay, ay!», exclamó la hermosa mujer desnuda, «¿qué has hecho?». Yo a ella: «Te prefiero a él, porque tengo piedad por los desdichados. No es culpa tuya que la justicia eterna te haya creado». Ella, a mí: «Algún día los hombres me harán justicia; no te digo nada más. Déjame partir para esconder en el fondo del mar mi infinita tristeza. Sólo tú y los monstruos horribles que pululan en esos negros abismos no me despreciáis. Eres bueno. Adiós, tú que has amado». Yo, a ella: «¡Adiós! ¡Una vez más, adiós! ¡Te amaré siempre!… Desde hoy abandono la virtud». He ahí por qué, ¡oh pueblos!, cuando oís gemir el viento invernal sobre el mar y cerca de las costas, o por encima de las grandes ciudades que desde hace mucho tiempo llevan luto por mí, o a través de las frías regiones polares, decís: «No es el espíritu de Dios el que pasa; es sólo el suspiro agudo de la prostitución junto con los graves gemidos del montevideano». «Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces, rebosando misericordia, hincaos de rodillas; y que los hombres, más numerosos que los piojos, hagan largas plegarias».
Al claro de luna, cerca del mar, en los parajes solitarios de la campiña, uno ve, sumido en amargas reflexiones, que las cosas revisten formas amarillas, vagas, fantásticas. Las sombras de los árboles, de pronto rápidas, de pronto lentas, corren, van y vuelven, variando sus formas, aplanándose hasta adherirse a la tierra. En la época en que me trasportaban las alas de la juventud, todo eso me hacía soñar, me parecía extraño, ahora estoy habituado. El viento se lamenta a través del follaje con lánguidas notas, y el búho entona su grave endecha que hace erizar los cabellos de quienes escuchan. Entonces los perros que se han vuelto furiosos rompen sus cadenas y huyen de las granjas distantes; corren de aquí para allá por la campiña, dominados por la locura. De pronto se detienen, miran en todas direcciones con feroz inquietud, con ojos relampagueantes; y así como los elefantes, antes de morir, lanzan en el desierto una última mirada al cielo, alzando desesperadamente sus trompas, dejando caer las orejas inertes, así también los perros dejan caer las orejas inertes, alzan la cabeza, hinchan el cuello terrible, y comienzan a ladrar por turno, sea como un niño que grita de hambre, sea como un gato herido en el vientre sobre un tejado, sea como una mujer que está por parir, sea como un enfermo de peste que agoniza en un hospital, sea como una jovencita que entona una melodía sublime, contra las estrellas al norte, contra las estrellas al este, contra las estrellas al sur, contra las estrellas al oeste, contra la luna, contra las montañas parecidas desde lejos a gigantes rocosos que yacen en la oscuridad, contra el aire frío que aspiran a pleno pulmón y que les vuelve rojo y quemante el interior de las narices, contra el silencio de la noche, contra los mochuelos cuyo vuelo sesgado les roza el hocico y que llevan una rata o una rana en el pico, alimento vivo grato para las crías, contra las liebres que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, contra el ladrón que huye al galope de su caballo después de haber cometido un crimen, contra las serpientes que al remover los matorrales les hacen estremecer la piel y rechinar los dientes, contra sus propios ladridos que a ellos mismos espantan, contra los sapos a los que trituran con un solo golpe de sus quijadas (¿por qué se habrán alejado de la ciénaga?), contra los árboles, cuyas hojas que se balancean suavemente, constituyen otros tantos misterios que ellos no comprenden pero que quieren descubrir con sus ojos fijos, inteligentes, contra las arañas suspendidas de sus largas patas que trepan por los árboles para salvarse, contra los cuervos que, no encontrando nada que comer en toda la jornada, retornan a su refugio con alas transidas, contra los riscos de la costa, contra los fuegos que se encienden en los mástiles de navíos invisibles, contra el rumor sordo de las olas, contra los grandes peces que al nadar dejan ver sus negros dorsos para en seguida hundirse en las profundidades, y contra el hombre que los esclaviza. Después de lo cual echan de nuevo a correr por el campo, saltando con sus patas sanguinolentas por encima de las zanjas, los caminos, los sembradíos, las hierbas y las rocas escarpadas. Se los creería atacados de rabia, en busca de un gran estanque para apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos espantan a la naturaleza toda. ¡Ay del viajero rezagado! Estos amigos de los cementerios se echarán sobre él, lo despedazarán, lo devorarán con bocas que chorrean sangre, porque sus dientes no están dañados. Los animales salvajes temerosos de acercarse para participar en el festín carnicero, huyen temblando hasta perderse de vista. Después de algunas horas, los perros, rendidos de correr de aquí para allá, casi muertos, con la lengua colgando fuera de la boca, se arrojan unos contra otros sin saber lo que hacen, y se destrozan en mil pedazos con una rapidez increíble. No actúan así por crueldad. Un día, con los ojos vidriosos, me dijo mi madre: «Cuando estés en cama y oigas los ladridos de los perros en el campo, ocúltate bajo los cobertores; no te burles de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito, como yo, como todos los otros humanos de rostro pálido y alargado. Hasta te permito que, acercándote a la ventana, observes ese espectáculo por demás sublime». Desde entonces respeto la voluntad de la muerta. Igual que los perros, experimento esa necesidad de infinito Pero ¡no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Hijo soy de hombre y de mujer, según me han dicho. Lo que me deja asombrado… creía ser más. Por otra parte, ¿qué me importa mi origen? De haber dependido de mi voluntad, habría preferido ser hijo de la hembra de tiburón, cuyo apetito es camarada de las tempestades, y del tigre cuya crueldad es bien conocida: quizá no sería tan malo. Vosotros que me miráis, alejaos de mí porque mi aliento exhala un aire ponzoñoso. Nadie ha advertido todavía las arrugas verdes de mi frente, ni los huesos salientes de mi rostro demacrado, similares a las espinas de un pez de gran tamaño, o a los riscos que bordean el mar o a las abruptas montañas alpestres que recorría frecuentemente cuando mi cabeza ostentaba cabellos de otro color. Y cuando rondo las viviendas de los hombres, en las noches de tormenta, con ojos ardientes, con los cabellos flagelados por vientos tempestuosos, solitario como una piedra en medio del camino, cubro mi cara marchita con un pedazo de terciopelo tan negro como el hollín que colma el interior de las chimeneas: no es necesario que los ojos sean testigos de la fealdad que el Ser Supremo, con una sonrisa de odio potente, ha depositado en mí. Cada mañana, cuando el sol se levanta para los otros, esparciendo por la naturaleza la alegría y el calor saludables, mientras miro fijamente el espacio inundado de tinieblas sin que se mueva uno solo de mis rasgos, acurrucado en el fondo de mi amada caverna, presa de una desesperación que me embriaga como el vino, arranco con mis manos poderosas jirones de mi pecho. Con todo, tengo la impresión de no estar atacado de rabia. Con todo, tengo la impresión de que soy el único que sufre. Con todo, tengo la impresión de que respiro. Como un condenado que pronto ha de subir al cadalso y ejercita sus músculos mientras reflexiona en su suerte, de pie sobre mi jergón, con los ojos cerrados, muevo lentamente mi cuello de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, por largas horas; no caigo muerto de golpe. Algunos momentos, cuando ya mi cuello no puede seguir girando en el mismo sentido, y hace una pausa para volver a girar en sentido opuesto, miro súbitamente el horizonte a través de los escasos intersticios que dejan las densas malezas que obstruyen la entrada: ¡no veo nada! Nada… a no ser las campiñas que danzan arremolinadas con los árboles y las largas hileras de aves que cruzan los aires. Eso me trastorna la sangre y el cerebro… ¿Quién, entonces, me golpea la cabeza con una barra de hierro, tal como un martillo que golpeara el yunque?
Me propongo, sin estar emocionado, declamar con voz potente la estrofa seria y fría que vais a oír. Prestad atención a su contenido y no os dejéis llevar por la impresión penosa que al modo de una contusión ha de producir seguramente en vuestras imaginaciones alteradas. No creáis que yo esté a punto de morir, pues todavía no me he vuelto esquelético ni la vejez está marcada en mi frente. Descartemos, por lo tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su existencia lo abandona, y no veáis ante vosotros sino un monstruo cuyo semblante me hace feliz que no podáis contemplar: si bien es menos horrible que su alma. Con todo, no soy un criminal… Pero dejemos esto. No hace mucho tiempo que he vuelto a ver el mar y que he puesto los pies sobre los puentes de los barcos, y mis recuerdos son tan vivos como si lo hubiera dejado ayer. Tratad, con todo, de mantener la misma calma que yo en esta lectura que ya estoy arrepentido de ofreceros, y de no enrojecer ante la idea de lo que es el corazón humano. ¡Oh pulpo de mirada de sedal[1]!, tú, cuya alma es inseparable de la mía, tú, el más bello de los habitantes del globo terráqueo, que mandas sobre un serrallo de cuatrocientas ventosas, tú, en quien residen noblemente como en su morada natural, en perfecto acuerdo y unidas por lazos indestructibles, la dulce virtud comunicativa y las divinas gracias, ¿por qué razón no estás junto a mí, tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, ambos sentados sobre alguna roca de la costa, para contemplar ese espectáculo que idolatro?
Viejo océano de ondas de cristal, te pareces, guardadas las proporciones, a esas marcas azuladas que se ven en el dorso magullado de los grumetes, eres una inmensa equimosis que se muestra sobre el cuerpo de la tierra: me encanta esta comparación. Así, al primer golpe de vista, un soplo prolongado de tristeza, que se tomaría por el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando rastros inefables sobre el alma profundamente sacudida, y recuerdas a la memoria de tus amantes, sin que ellos lo adviertan, los duros comienzos del hombre en los que inicia sus relaciones con el dolor, que no ha de abandonarlo nunca más. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que regocija la cara grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojillos del hombre, parecidos por su pequeñez a los del jabalí, y a los de las aves nocturnas por la perfección circular del contorno. Sin embargo, en el transcurso de los siglos, el hombre no ha dejado nunca de creerse bello. Pero pienso que más bien cree en su belleza por amor propio, aunque en realidad no es bello y lo sospecha; si no, ¿por qué contempla el rostro de sus semejantes con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. No presentas cambios fundamentales, y si tus olas en alguna parte están encrespadas, más lejos, en otra zona, se encuentran en la más completa calma. No eres como el hombre que se detiene en la calle para ver cómo se toman por el cuello dos bull-dogs, pero que no se detiene cuando pasa un entierro; por la mañana está afable y por la tarde malhumorado, que hoy ríe y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, no sería del todo imposible que escondieras en tu seno futuros beneficios para el hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las ciencias naturales los mil secretos de tu íntima estructura: eres modesto. El hombre se jacta continuamente, y sólo de minucias. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, las especies diversas de peces que alimentas, no se han jurado fraternidad entre sí. Cada especie vive apartada. Los temperamentos y las conformaciones variables de una a otra, explican, de manera satisfactoria, lo que al comienzo sólo parece una anomalía. Lo mismo pasa con el hombre, que no tiene los mismos motivos de disculpa. Si un trozo de tierra está ocupado por treinta millones de seres humanos, éstos se creen obligados a no mezclarse en la existencia de sus vecinos, que han echado raíces en el trozo de tierra contiguo. Grande o pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su guarida, y sale de ella muy poco para visitar a sus congéneres, acurrucados igualmente en otra guarida. La gran familia universal de los seres humanos es una utopía digna de la lógica más mediocre. Además, del espectáculo de tus Mantas fecundas se deduce la noción de ingratitud: pues se piensa inmediatamente en la multitud de padres tan ingratos hacia el Creador como para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu grandeza material sólo puede medirse con la magnitud que uno se representa de la potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte es imprescindible que la vista haga girar su telescopio con movimiento continuo hacia los cuatro puntos del horizonte, del mismo modo que un matemático está obligado, para resolver una ecuación algebraica, a examinar por separado los distintos casos posibles, antes de superar la dificultad. El hombre ingiere sustancias nutritivas y realiza otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar idea de que es corpulento. Que se hinche todo lo que quiera esa rana adorable. Quédate tranquilo, nunca igualará tu volumen; por lo menos ésa es mi opinión. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tus aguas son amargas. Tienen exactamente el mismo gusto que la hiel destilada por la crítica sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre todo. Si alguien tiene genio, se le hace pasar por idiota, si algún otro es corporalmente bello, resulta un horrible contrahecho. No hay duda de que el hombre debe sentir intensamente su imperfección, cuyas tres cuartas partes son, por lo demás, obra suya, para criticarla de tal modo. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, los hombres, pese a la excelencia de sus métodos, todavía no han logrado, con ayuda de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la profundidad vertiginosa de tus abismos, algunos de los cuales hasta las sondas más largas y pesadas han reconocido inaccesibles. A los peces… les está permitido; no a los hombres. Muchas veces me he preguntado si será más fácil de reconocer la profundidad del océano que la profundidad del corazón humano. A menudo, con la mano apoyada en la frente, de pie sobre los barcos, en tanto que la luna se balanceaba entre los mástiles en forma irregular, me he sorprendido mientras hacía a un lado todo aquello que no era el fin que yo perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema. Sí, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos: el océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pueden, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una u otra solución, me estará permitido decir que, pese a lo profundo del océano, no podrá igualarse en lo que respecta a dicha propiedad, con lo profundo del corazón humano. Estuve en contacto con hombres que fueron virtuosos. Morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: «Han practicado el bien en este mundo, lo que quiere decir que han sido caritativos: eso es todo; no hay en ello picardía alguna y cualquiera puede hacer otro tanto». ¿Quién comprenderá por qué dos amantes que se idolatraban la víspera, se separan por una palabra mal interpretada, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y de los remordimientos, y no se vuelven a ver nunca más, embozado cada uno en su altanería solitaria? Es un milagro que, aunque se renueva diariamente, no deja por eso de ser menos peligroso. ¿Quién comprenderá por qué se saborean, no sólo las desgracias generales de los semejantes, sino también las particulares de los amigos más queridos, aunque al mismo tiempo se sufra la aflicción? Un ejemplo irrebatible para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente sí y piensa no. Por esta razón los jabatos de la humanidad confían tanto los unos en los otros, y no son egoístas. Todavía le queda a la psicología mucho camino por andar. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu poder es extraordinario y los hombres han aprendido a conocerlo a sus expensas. Por más que empleen todos los recursos de su genio, son incapaces de dominarte. Han encontrado a su maestro. Debo agregar que han encontrado algo más fuerte que ellos. Ese algo tiene un nombre. Ese nombre es: ¡océano! El miedo que les inspiras ha hecho que te respeten. Con todo, haces danzar sus máquinas más pesadas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces ejecutar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables zambullidas hasta el fondo de tus dominios que despertarían la envidia de un saltimbanqui. Bienaventurados aquellos que no llegas a envolver definitivamente con tus pliegues burbujeantes, para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuosas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo, cómo lo pasan ellos mismos. El hombre dice: «Yo soy más inteligente que el océano». Es posible; quizás hasta sea cierto; pero más miedo le tiene el hombre al océano, que el que éste le tiene al hombre: lo cual no necesita demostración. Ese patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo suspendido, sonríe compasivo cuando asiste a los combates navales de las naciones. Ahí tenéis un centenar de leviatanes salidos de las manos de la humanidad. Las órdenes enfáticas de los superiores, los gritos de los heridos, el estruendo de los cañones, constituyen una barahúnda apropiada para aniquilar a unos pocos segundos. Pareciera que el drama ha concluido, y que el océano lo ha tragado todo en su vientre. Las fauces son formidables. ¡Qué inmenso debe de ser hacia abajo en la dirección de lo desconocido! Como remate de la estúpida comedia, que ni siquiera despierta interés, se ve en medio de los aires alguna cigüeña retrasada por la fatiga, que se pone a gritar sin disminuir el empuje de su vuelo: «¡Vaya!… ¡no me gusta nada! Había allá abajo unos puntos negros; cerré los ojos y ya no están más:». ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, oh gran célibe; cuando recorres la solemne soledad de tus reinos flemáticos, te enorgulleces con justicia de tu magnificencia natural y de la merecida alabanza que me apresuro a dedicarte. Voluptuosamente mecida por los tiernos efluvios de tu lentitud majestuosa —atributo, el más grandioso entre aquellos con que el soberano te ha favorecido—; tú haces rodar, en medio de un sombrío misterio, por toda tu superficie sublime, las olas incomparables, con el sentimiento sereno de tu eterno poder. Ellas desfilan paralelamente, separadas por cortos intervalos. Apenas una disminuye, otra que crece va a su encuentro, acompañada del rumor melancólico de la espuma que se deshace para advertirnos que todo es sólo espuma. (Así los seres humanos, esas olas vivientes, perecen uno tras otro, de un modo monótono, sin producir siquiera un rumor espumoso). El ave de paso reposa sobre ellas confiada, dejándose llevar por sus movimientos llenos de gracia arrogante, hasta que el armazón de sus alas haya recobrado el vigor normal para continuar su aérea peregrinación. Quisiera que la majestad humana fuera por lo menos la encarnación del reflejo de la tuya. Pido demasiado, y este deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres más bello que la noche. Contéstame, océano: ¿quieres ser mi hermano? Muévete impetuosamente… más… todavía más, si aspiras a que te compare con la venganza de Dios; alarga tus garras lívidas fraguándote un camino en tu propio seno… está bien. Haz rodar tus olas espantosas, océano horrible que sólo yo comprendo, y ante el cual caigo prosternado. La majestad del hombre es prestada; no se me impone; tú, sí.
Oh, cuando avanzas con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un séquito, magnético y salvaje, haciendo rodar tus ondas unas sobre otras, con la conciencia de lo que eres, en tanto que lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un intenso remordimiento que no puedo descubrir, ese sordo bramido perpetuo que tanto atemoriza a los hombres, hasta cuando te contemplan trémulos desde la seguridad de la costa; entonces comprendo que no poseo el insigne derecho de proclamarme tu igual. Por eso, frente a tu superioridad, te entregaría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor contenida en mis aspiraciones hacia lo bello) si no me recordaras dolorosamente a mis semejantes, que forman contigo el más irónico contraste, la antítesis más grotesca que jamás se haya visto en la creación: no puedo amarte, te aborrezco. ¿Por qué entonces vuelvo a ti, por milésima vez, hacia tus manos amigas que se disponen a acariciar mi frente ardorosa, cuya fiebre desaparece a tu contacto? No conozco tu destino secreto, todo lo que te concierne me interesa. Dime, entonces, si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo… dímelo, océano (solamente a mí para no entristecer a aquellos que hasta ahora sólo han conocido ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades que levantan tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me alegraría saber que el infinito está tan cerca del hombre. Quiero que ésta sea la última estrofa de mi invocación. Por lo tanto, quiero saludarte una vez más y presentarte mi adiós. Viejo océano de ondas de cristal… abundantes lágrimas humedecen mis ojos, y me faltan fuerzas para proseguir, pues siento que ha llegado el momento de retornar con los hombres de aspecto brutal; pero… ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, viejo océano!
No me verán, en mi última hora (escribo esto en mi lecho de muerte), rodeado de curas. Quiero morir, mecido por las olas de la mar tempestuosa, o erguido sobre la montaña… pero no con los ojos vueltos a lo alto: sé que mi aniquilamiento será completo. Por lo demás yo no podría esperar gracia. ¿Quién abre la puerta de mi cámara mortuoria? Había pedido que nadie entrara. Quienquiera que seas, aléjate; pero si crees percibir alguna señal de dolor o de miedo en mi rostro de hiena (uso esta comparación aunque la hiena es más hermosa que yo, y más agradable a la vista), desengáñate: que se adelante. Estamos en una noche de invierno, cuando los elementos se entrechocan por todas partes, el hombre tiene miedo, y el adolescente medita algún crimen contra uno de sus amigos, si se parece a mí cuando fui joven. Que el viento, cuyos lastimeros silbidos entristecen a la humanidad desde que viento y humanidad existen, me transporte, momentos antes de la agonía final, sobre el armazón de sus alas a través del mundo impaciente por mi muerte. Todavía disfrutaré en secreto de los numerosos ejemplos de la maldad humana (a un hermano le gusta observar, sin ser visto, las hazañas de sus hermanos). El águila, el cuervo, el inmortal pelícano, el pato salvaje, la grulla viajera, despiertos y tiritando, me verán pasar a la claridad de los relámpagos, espectro horrible y satisfecho. Ellos no sabrán lo que eso significa. En la tierra, la víbora, el ojo saliente del sapo, el tigre, el elefante; en el mar, la ballena, el tiburón, el pez martillo, la raya informe, el diente de la foca polar, se preguntarán qué significa esta derogación de la ley de la naturaleza. El hombre, temblando, tocará con la frente la tierra en medio de sus gemidos. «Sí, os supero a todos por mi crueldad innata, crueldad que no ha dependido de mí que desapareciera. ¿Ésa es la razón por la que os presentáis prosternados ante mi vista?, ¿o bien porque me veis recorrer —fenómeno desconocido— como un cometa aterrador el espacio sanguinolento? (Cae una lluvia de sangre de mi vasto cuerpo parecido a una nube negruzca que el huracán impele hacia adelante). No temáis, niños, no quiero maldeciros. El mal que me habéis hecho es demasiado grande, y demasiado grande el mal que os hice, para que sea deliberado. Vosotros habéis seguido vuestro camino, y yo el mío, ambos similares, ambos perversos. Fatalmente tuvimos que encontrarnos, dada esa similitud de caracteres; el choque resultante nos ha sido recíprocamente fatal». Entonces, los hombres volverán a levantar poco a poco la cabeza, retomando valor, para ver al que así habla, estirando el cuello como el caracol. De pronto sus rostros ardorosos, descompuestos, que muestran las más terribles pasiones, se contraerán en muecas tales que los lobos se asustarán. Todos se pondrán de pie a un tiempo como por un inmenso resorte. ¡Qué imprecaciones! ¡Qué voces desgarradoras! Me han reconocido. He ahí que los animales terrestres se unen a los hombres para hacer oír sus extraños clamores. Nada de odio recíproco: ambos se han vuelto contra el enemigo común: yo; y se reconcilian por un asentimiento universal. Vientos que me sostenéis, elevadme más alto; temo la perfidia. Sí, desaparezcamos poco a poco de su vista, testigos, una vez más, de las consecuencias de las pasiones, completamente satisfechos… Te agradezco, ¡oh rinolofo[2]!, por haberme despertado con el batir de tus alas, tú que ostentas sobre la nariz una cresta en forma de herradura: me doy cuenta de que, desgraciadamente, sólo se trataba de una enfermedad pasajera, y siento, con disgusto, que retorno a la vida. Hay quien dice que te acercaste a mí para succionarme la poca sangre que contiene mi cuerpo: ¡ojalá esta sospecha se hubiese convertido en realidad!
Una familia se encuentra rodeando una lámpara situada sobre la mesa[3].
—Hijo mío, alcánzame las tijeras que están en esa silla.
—No están, madre.
—Entonces ve a buscarlas al otro cuarto. ¿Te acuerdas de aquella época, dulce dueño, en la que hacíamos votos para tener un niño, en el cual renaceríamos, y que sería el sostén de nuestra vejez?
—La recuerdo, y Dios nos lo ha enviado. No podemos quejarnos de lo que nos ha tocado en este mundo. Día tras día bendecimos a la Providencia por sus beneficios. Nuestro Eduardo posee todos los atractivos de su madre.
—Y las cualidades varoniles del padre.
—Aquí tienes las tijeras, madre; al fin las encontré.
Él reanuda su trabajo… Pero alguien se encuentra en la puerta de entrada, y contempla durante unos instantes el cuadro que se ofrece a sus ojos:
—¿Qué significa este espectáculo? Hay mucha gente que no es tan feliz como ésta. ¿En qué razonamientos fundan su amor por la existencia? Aléjate, Maldoror, de este hogar tranquilo; tu sitio no está aquí.
Y se retira.
—No sé qué pasa, pero siento que las facultades humanas libran combates en mi corazón. Mi alma se inquieta y sin saber por qué; la atmósfera está pesada.
—Mujer, experimento las mismas impresiones que tú; tiemblo por el temor de que nos ocurra alguna desgracia. Tengamos fe en Dios; en él está la suprema esperanza.
—Madre, casi no puedo respirar; me duele la cabeza.
—¿También tú, hijo mío? Voy a humedecerte la frente y las sienes con vinagre.
—No, querida madre…
Vedlo cómo apoya su cuerpo sobre el respaldo de la silla, fatigado.
—Hay algo que da vueltas en mí, y que yo no sabría explicar. En este momento cualquier cosa me contraría.
—¡Qué pálido estás! ¡No acabará esta velada sin que algún suceso funesto nos hunda a los tres en el lago de la desesperación!
Oigo a lo lejos prolongados gritos del más punzante dolor.
—¡Hijo mío!
—¡Ay, madre!… ¡Tengo miedo!
—Dime rápido si sufres.
—Madre, no sufro… No digo la verdad.
El padre no vuelve en sí de su asombro:
—Eso son los gritos que suelen oírse en el silencio de las noches sin estrellas. Aunque se oigan los gritos, aquel que los lanza no está cerca de aquí, pues esos lamentos pueden llegar a oírse a tres leguas de distancia, transportados por el viento de una ciudad a otra. Me habían hablado muchas veces de ese fenómeno, pero nunca había tenido ocasión de juzgar por mí mismo su veracidad. Mujer, me hablabas de desgracias: nunca existió desgracia más concreta en la larga espiral del tiempo, que la desgracia de aquel que en este momento trastorna el sueño de sus semejantes…
Oigo a lo lejos prolongados gritos del más punzante dolor.
—Quiera el cielo que su nacimiento no se convierta en una calamidad para su país, que lo ha expulsado de su seno. Va de comarca en comarca, abominado por todos. Unos dicen que es víctima de una especie de locura de origen, desde la infancia. Otros creen saber que es una extremada e instintiva crueldad, que a él mismo lo avergüenza y por cuya causa sus padres murieron de dolor. Hay quienes pretenden que fue afrentado en su juventud con un apodo, que lo ha dejado inconsolable para el resto de su existencia, porque su dignidad herida veía en eso una prueba flagrante de la maldad de los hombres, que empieza en los primeros años y luego va aumentando progresivamente. Ese apodo era: el vampiro…
Oigo a lo lejos prolongados gritos del más punzante dolor.
—Esos mismos agregan que, tanto de día como de noche, sin tregua ni reposo, horribles pesadillas le hacen manar sangre de la boca y de las orejas, y que ciertos espectros se sientan a la cabecera de su cama para arrojarle al rostro, impulsados a su pesar por una fuerza desconocida, unas veces con voz dulce, otras con voz que recuerda el rugir de las batallas, con persistencia implacable, ese apodo siempre vivo, siempre borroso, que no desaparecerá sino con el universo. Algunos han llegado a afirmar que el amor lo ha reducido a este estado, o que sus gritos atestiguan el arrepentimiento por algún crimen sepultado en la noche de su misterioso pasado. Pero la mayoría cree que un orgullo inconmensurable lo tortura, como otrora a Satán, y que querría equipararse a Dios…
Oigo a lo lejos prolongados gritos del más punzante dolor.
—Hijo mío, éstas son confidencias excepcionales y me duele que tengas que oírlas a tu edad; espero que no imitarás nunca a ese hombre.
—Habla, ¡oh Eduardo mío!, y dime que no imitarás nunca a ese hombre.
—¡Oh, madre bienamada, a quien debo la luz!, te prometo, si la sagrada promesa de un niño tiene algún valor, no imitar nunca a ese hombre.
—Muy bien, hijo mío; es preciso obedecer a la madre en todo.
Ya no se oyen las lamentaciones.
—Mujer, ¿has concluido tu trabajo?
—Me faltan algunas puntadas en esta camisa aunque hayamos prolongado la velada hasta tan tarde.
—Yo tampoco he dado fin a un capítulo empezado. Aprovechemos los últimos destellos de la lámpara, pues ya no hay casi aceite, y acabemos cada uno nuestro trabajo…
El niño ha exclamado:
—¡Siempre que Dios nos deje vivir!
—Ángel radioso, ven a mí; te pasearás por el prado de la mañana a la noche, no trabajarás. Mi magnífico palacio está construido con muros de plata, columnas de oro y puertas de diamantes. Irás a dormir cuando quieras, al son de una música celestial, sin rezar tus plegarias. Por la mañana, cuando el sol muestre sus rayos resplandecientes y la alondra contenta arrastre consigo su grito por los aires hasta perderse de vista, tú podrás seguir en cama mientras no te aburras. Caminarás sobre los más preciosos tapices, y te sentirás constantemente envuelto por una atmósfera compuesta de esencias perfumadas de las más aromáticas flores.
—Es hora de descansar el cuerpo y el espíritu. Levántate, madre de familia, sobre tus musculosos tobillos. Es justo que tus dedos tiesos abandonen la aguja del trabajo excesivo. Todos los extremos son malos.
—¡Oh qué existencia apacible tendrás! Te daré un anillo encantado; cuando des vuelta al rubí, te volverás invisible como los príncipes en los cuentos de hadas.
—Guarda tus armas cotidianas en el armario protector, mientras yo pongo en orden mis asuntos.
—Cuando lo vuelvas a la posición normal, reaparecerás tal como te ha hecho la naturaleza ¡oh joven mago! Todo esto porque te quiero y aspiro a hacer tu felicidad.
—Vete, quienquiera que seas; no me tomes de los hombros.
—Hijo mío, no te duermas mecido por los ensueños de la infancia: la plegaria en común no ha comenzado aún, y tampoco has colocado ordenadamente tus ropas sobre la silla… ¡De rodillas! Eterno creador del universo, muestras tu inagotable bondad hasta en las cosas mínimas.
—¿No te agradan, pues, los arroyos límpidos, donde se deslizan millares de pececillos rojos, azules y plateados? Los atraparás con una red tan bella, que atraerá por sí sola a los peces, hasta que esté repleta. A través de la superficie verás guijarros brillantes, más pulidos que el mármol.
—Madre, mira esas garras; desconfío de él; pero mi conciencia está tranquila porque no tengo nada que reprocharme.
—Nos ves postrados a tus pies, abrumados por el sentimiento de tu grandeza. Si algún pensamiento arrogante se insinúa en nuestra imaginación, lo arrojamos en el acto con la saliva del desdén, y te lo ofrecemos en sacrificio irremisible.
—Te bañarás con chiquillas que te enlazarán con sus brazos. Y una vez fuera del baño, te tejerán coronas de rosas y claveles. Tendrán transparentes alas de mariposas y largos cabellos ondulados que se agitarán alrededor de la delicadeza de sus frentes.
—Aunque tú palacio fuera más hermoso que el cristal, no abandonaría yo esta casa para seguirte. No me pareces más que un impostor, ya que me hablas tan quedo por temor de que te oigan. Dejar a sus padres es una mala acción. Yo no seré un hijo ingrato. En cuanto a tus chiquillas, no son tan hermosas como los ojos de mi madre.
—Nuestra vida toda se ha consumido en cantar tu gloria. Tal como hemos sido hasta ahora, seguiremos siendo hasta el momento en que recibamos de ti la orden de abandonar la tierra.
—Ellas te obedecerán a tu menor señal, y no pensarán más que en complacerte. Si quieres el pájaro que nunca descansa, te lo traerán. Si quieres la carroza de nieve que lleva hasta el sol en un abrir y cerrar de ojos, te la traerán. ¡Qué cosa no te traerían! Hasta te traerían la cometa del tamaño de una torre, que han escondido en la luna, y de cuya cola están suspendidos, por lazos de seda, pájaros de toda clase. Piensa en ti… no eches en saco roto mis consejos.
—Haz lo que quieras; no quiero interrumpir mi plegaria para pedir socorro. Aunque tu cuerpo se evapore cuando quiero apartarlo, has de saber que no te temo.
—Ante ti, nada es grande, a no ser la llama que surge de un corazón puro.
—Reflexiona en lo que te he dicho, si no quieres arrepentirte.
—Padre celestial, conjura, conjura las desgracias que pueden precipitarse sobre nuestra familia.
—¿Entonces no quieres retirarte, espíritu maligno?
—Consérvame esta querida esposa, que me ha consolado en mis abatimientos…
—Ya que me rechazas, haré que llores y que tus dientes rechinen como los de un ahorcado.
—Y este hijo amante cuyos castos labios apenas se entreabren para los besos de la aurora de la vida.
—Madre, me estrangula… Padre, ayúdame… Ya no puedo respirar… ¡Vuestra bendición!
Un grito de inmensa ironía se eleva por los aires. Ved cómo las águilas, aturdidas, se precipitan desde lo alto de las nubes, dando vueltas sobre sí mismas, literalmente fulminadas por la columna de aire.
—Su corazón ha dejado de latir… Y ahora ella ha muerto al mismo tiempo que el fruto de sus entrañas, fruto que no puedo reconocer, tan desfigurado está… ¡Esposa mía!… ¡Hijo mío!… Recuerdo un tiempo lejano en que fui esposo y padre.
Se había dicho ante el cuadro que se ofreció a sus ojos que no soportaría tamaña injusticia, y si el poder que le habían otorgado los espíritus infernales, o más bien que extrae de sí mismo, es eficaz, ese niño debía dejar de existir antes de transcurrida la noche.
Aquel que no sabe llorar (pues siempre rechazó el sufrimiento hacia adentro) notó que se encontraba en Noruega. En las islas Feroe, asistió a la búsqueda de nidos de aves marinas en los desfiladeros que caen a pico, y se asombró de que la cuerda de trescientos metros que retiene al explorador por encima del precipicio, la hubiesen elegido de tal solidez. Vio en eso, por más que se diga, un ejemplo sorprendente de la bondad humana, y no podía dar crédito a sus ojos. Si le hubiera tocado a él preparar la cuerda, le hubiera practicado unos cortes en diversos sitios a fin de que se rompiera y precipitara al cazador en el mar. Una noche se encaminó al cementerio, y los adolescentes que encuentran placer en la violación de los cadáveres de bellas mujeres recién fallecidas, pudieron, si así lo querían, oír la conversación siguiente, perdida en el cuadro de una acción que se irá desarrollando al mismo tiempo.
—¿No es cierto, sepulturero, que te gustará conversar conmigo? El cachalote asciende lentamente del fondo del mar para asomar la cabeza por sobre las aguas y ver el navío que pasa por esos lugares solitarios. La curiosidad nació con el universo.
—Amigo, me es imposible cambiar ideas contigo. Hace rato que los dulces rayos de la luna hacen brillar el mármol de los sepulcros. Es la hora silenciosa en que más de un ser humano sueña con la aparición de mujeres encadenadas que arrastran sus mortajas salpicadas de manchas de sangre como estrellas en un cielo negro. Ese durmiente lanza gemidos semejantes a los de un condenado a muerte, hasta que despierta y advierte que la realidad es tres veces peor que el sueño. Debo concluir de cavar esta fosa, con mi pala infatigable, para que esté lista para mañana temprano. No se pueden hacer dos cosas a la vez si uno quiere hacer un trabajo serio.
—¡Él cree que cavar una fosa es un trabajo serio! ¿Crees, acaso, que cavar una fosa es un trabajo serio?
—Cuando el salvaje pelícano se resuelve a entregar su pecho para que lo devoren sus pequeños, sin tener más testigo que aquel que supo crear tanto amor para vergüenza de los hombres, aunque el sacrificio es grande, es una acción comprensible. Cuando un hombre joven ve en brazos de su amigo a la mujer que idolatraba, se pone a fumar un cigarro, se encierra en la casa y entabla una indisoluble amistad con el dolor, es una acción comprensible. Cuando un alumno interno de liceo es gobernado durante años que son siglos, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana siguiente, por un paria de la civilización que no le quita los ojos de encima, siente oleadas tumultuosas de odio palpitante subir como una espesa humareda a su cerebro que parece a punto de estallar. Desde el momento en que fue arrojado a la prisión hasta aquél, ya próximo, en que saldrá, una intensa fiebre le otorga a su cara un tinte amarillo, acerca sus cejas y le sume los ojos. Por la noche reflexiona, porque se niega a dormir. De día su pensamiento se precipita por encima de los muros de la mansión del embrutecimiento, hasta el momento en que se escapa o lo expulsan como un pestífero de ese claustro eterno; esa acción se comprende. Cavar una fosa es algo que a menudo supera las fuerzas de la naturaleza. Cómo quieres tú, extranjero, que la azada remueva esta tierra, que primero nos alimenta, y después nos suministra un cómodo lecho, preservado del viento del invierno que sopla con furia en estas frías comarcas, cuando el que maneja la azada con manos temblorosas, después de haber palpado convulsivamente durante toda la jornada, las mejillas de los que fueron vivientes y retornan a su reino, ve ante sí, por la noche, escrito en letras de fuego en cada cruz de madera, el enunciado del pavoroso problema que la humanidad todavía no ha resuelto: el de la mortalidad o inmortalidad del alma. He conservado siempre mi amor por el creador del universo, pero si después de mi muerte ya no tenemos que existir, ¿por qué veo, entonces, la mayor parte de las noches, que se abren las tumbas, y sus habitantes levantan suavemente las tapaderas de plomo para ir a respirar aire fresco?
—Deja de trabajar. La emoción te quita fuerzas; te veo débil como una caña; sería una gran locura continuar. Yo soy fuerte, tomaré tu lugar. Hazte a un lado; me darás consejos si no lo hago bien.
—¡Qué musculosos son tus brazos, y qué gusto da verlo cavar la tierra con tanta facilidad!
—No es preciso que una duda inútil atormente tu pensamiento: todas estas tumbas esparcidas en un cementerio como las flores en un prado, comparación que carece de veracidad, son dignas de ser medidas con el compás sereno del filósofo. Las alucinaciones peligrosas pueden producirse de día, pero generalmente se producen de noche. Por lo tanto, no te turbes por las visiones fantásticas que parecen percibir tus ojos. Durante el día, cuando el espíritu está en reposo, interroga a tu conciencia; ella te dirá, seguramente, que el Dios que ha creado al hombre con una parcela de su propia inteligencia, posee una bondad sin límites, y recibirá, después de su muerte terrena, a esa obra maestra en su seno. Sepulturero, ¿por qué lloras? ¿Por qué esas lágrimas parecidas a las de mujer? Recuérdalo bien: estamos en este barco desmantelado para sufrir. Es un mérito del hombre que Dios lo haya juzgado capaz de sobreponerse a sus más graves sufrimientos. Habla, y puesto que de acuerdo con tus más caros deseos, no habría que sufrir más, explícame en qué consistiría entonces la virtud, ideal que todos se esfuerzan por alcanzar, si tu lengua está hecha como la de los otros hombres.
—¿Dónde estoy? ¿No he cambiado de personalidad? Siento que un potente soplo de consuelo roza mi frente serenada, igual que la brisa primaveral reanima la esperanza de los viejos. ¿Quién es este hombre que con sublime lenguaje ha dicho cosas que nunca podría pronunciar ningún recién llegado? ¡Qué riqueza musical en la melodía incomparable de su voz! Prefiero oírle hablar a él antes que cantar a otros. Sin embargo, cuanto más lo observo, tanto menos franco me resulta su rostro. La expresión general de sus rasgos contrasta singularmente con sus palabras que sólo el amor de Dios ha podido inspirar. Su frente, recorrida por algunos pliegues, presenta la marca de un estigma indeleble. Ese estigma que lo ha envejecido prematuramente, ¿es honorable o infamante? ¿Sus arrugas deben ser contempladas con veneración? Lo ignoro, y temo saberlo. Aunque diga lo que no piensa, con todo, creo que tiene motivos para actuar como lo ha hecho, impulsado por los restos andrajosos de una caridad destrozada en él. Lo absorben meditaciones desconocidas para mí, y su actividad se duplica en un trabajo arduo que no tiene costumbre de realizar. El sudor moja su piel; ni se da cuenta de ello. Está más triste que los sentimientos inspirados por la visión de un niño en la cuna. ¡Oh, qué sombrío es! ¿De dónde vienes?… Extranjero, permíteme tocarte, y que mis manos, que tan raramente estrechan las de los vivos, se posen sobre la nobleza de tu cuerpo. Suceda lo que suceda, sabré a qué atenerme. Esos cabellos son los más hermosos que he tocado en mi vida. ¿Quién sería lo bastante audaz para sostener que no conozco la calidad de los cabellos?
—¿Qué quieres de mí en el momento en que estoy cavando una tumba? No le gusta al león que lo molesten mientras se alimenta. Si no lo sabes, te lo aclaro. Vamos, date prisa; cumple tus deseos.
—Lo que se estremece a mi contacto, haciéndome estremecer a mí mismo, es carne, no hay duda. Es verdad… no estoy soñando. ¿Quién eres, tú que estás allí inclinado cavando una tumba, mientras yo, como un holgazán que come el pan de los otros, no hago nada? Es hora de dormir, o de sacrificar el reposo en pro de la ciencia. De todos modos, no hay nadie que esté ausente de su casa, y todos se guardan de dejar la puerta abierta para que no entren los ladrones. Se encierran en sus cuartos lo mejor que pueden, mientras las cenizas de la vieja chimenea todavía no han olvidado entibiar la sala con un resto de calor. Tú no te comportas como los demás; tu vestimenta revela el habitante de algún país lejano.
—Aunque no estoy fatigado es inútil cavar una fosa más honda. Ahora, desvísteme; luego me colocarás dentro de ella.
—La conversación que mantenemos ambos desde hace unos instantes es tan extraña que no sé qué contestarte… Pienso que pretendes burlarte.
—Sí, sí, es cierto, pretendía burlarme; no hagas caso de lo que te dije.
Se tambalea, y el sepulturero se apresura a sostenerlo.
—¿Qué te pasa?
—Sí, sí, es cierto, mentí… estaba fatigado cuando dejé la pala… es la primera vez que realizo un trabajo así… no hagas caso de lo que te dije.
—Mi opinión se vuelve cada vez más firme: se trata de alguien que sufre espantosos pesares. Que el cielo me quite la idea de interrogarlo. Prefiero quedar en la incertidumbre, tanta piedad me inspira. Además, es seguro que no querría contestar; abrir el corazón en ese estado anormal equivale a sufrir dos veces.
—Déjame salir de este cementerio; proseguiré mi camino.
—Tus piernas ya no te sostienen; te extraviarías durante la noche. Es mi deber ofrecerte un tosco lecho; no tengo otro. Ten confianza en mí, pues la hospitalidad no exigirá la violación de tus secretos.
—¡Oh piojo venerable! Tú, cuyo cuerpo está desprovisto de élitros, me reprochaste un día con acritud no amar bastante tu sublime inteligencia, que se resiste a ser leída; quizá tuvieras razón, puesto que ni siquiera siento reconocimiento hacia este hombre. Fanal de Maldoror, ¿adónde guías sus pasos?
—A mi casa. Seas tú un criminal que no ha tenido la precaución de lavar su mano derecha con jabón después de haber cometido su fechoría, lo que se puede fácilmente deducir del examen de esa mano, o bien un hermano que ha perdido a su hermana, o algún monarca destituido que fuga de sus reinos, mi palacio realmente grandioso es digno de recibirte. No fue construido con diamantes y piedras preciosas, pues sólo es una pobre choza precaria; pero esta choza célebre tiene un pasado histórico que el presente renueva y continúa sin cesar. Si ella pudiera hablar te asombraría, a ti, que pareces no asombrarte de nada. Cuantas veces, al mismo tiempo [4] que ella, he visto desfilar ante mis ojos féretros que contenían huesos, pronto más carcomidos que el reverso de la puerta contra la cual me apoyaba. Mis súbditos innumerables aumentan día a día. No necesito hacer, en fechas determinadas, ningún censo para comprobarlo. Aquí, como entre los vivos, cada uno paga un tributo proporcional a la riqueza de la morada que ha elegido; y si algún avaro rehusara entregar su cuota, tengo orden, previniéndole personalmente, de proceder como los alguaciles: no faltan chacales y buitres que gustarían de una buena comida. He visto alistarse bajo las banderas de la muerte al que fue hermoso, al que cumplida su vida no se ha desfigurado, al hombre, a la mujer, al mendigo, a los hijos de reyes, a las ilusiones de la juventud, a los esqueletos de los ancianos, al genio, a la locura, a la pereza y a su antagonista, al que fue falsario, y al que fue veraz, a la máscara del orgulloso, a la modestia del humilde, al vicio coronado de flores y a la inocencia traicionada.
—No, por supuesto, no rechazo tu cama que es digna de mí hasta que llegue la aurora, que no ha de tardar. Te agradezco tu benevolencia… Sepulturero, es hermoso contemplar las ruinas de las ciudades, pero es más hermoso contemplar las ruinas de los humanos.
El hermano de la sanguijuela marcha a paso lento por el bosque. Se detiene a menudo abriendo la boca como para hablar. Pero en cada oportunidad la garganta se cierra y rechaza hacia atrás el esfuerzo fallido. Finalmente exclama[5]: «Hombre, cuando encuentres un perro muerto dado vuelta, apoyado contra una esclusa que le impide partir, no vayas, como los otros, a tomar los gusanos que salen de su vientre hinchado para examinarlos con asombro, abrir una navaja, y luego despedazar un gran número de ellos, diciéndote que tú no serás más que ese perro. ¿Qué misterio investigas? Ni yo ni las cuatro aletas del oso marino en el océano boreal, hemos podido solucionar el problema de la vida. Ten cuidado, la noche se aproxima, y tú estás allí desde la mañana. ¿Qué dirá tu familia, en especial tu hermanita, al verte llegar tan tarde? Lávate las manos, retorna el sendero que va al lugar en que duermes… ¿Quién es ese ser, allá lejos, en el horizonte, que se atreve a acercarse a mí sin temor, a saltos oblicuos y exagerados, y con una majestad unida a una serena dulzura? Su mirara, aunque dulce, es profunda. Sus enormes párpados juguetean con la brisa y parecen animados de vida. Es un desconocido para mí. Al mirar fijamente sus ojos monstruosos, mi cuerpo tiembla, lo que me sucede por primera vez desde que succioné las secas mamas de lo que se denomina madre. Hay como una aureola de luz deslumbrante a su alrededor. Cuando habló, todo en la naturaleza hizo silencio y experimentó un intenso escalofrío. Puesto que te agrada venir a mí, como atraído por un imán, no me opondré. ¡Qué hermoso es! Me cuesta decir esto. Debes de ser poderoso, pues tienes un semblante más que humano, triste como el universo, bello como el suicidio. Te aborrezco con todas mis fuerzas, y prefiero ver una serpiente enlazada alrededor de mi cuello desde el comienzo de los tiempos que contemplar tus ojos… ¡Cómo!… ¡eres tú, sapo[6]!… ¡sapo inmenso!… ¡sapo infortunado!… ¡Perdóname!… ¡perdóname!… ¿Qué vienes a hacer en esta tierra donde están los malditos? Pero ¿qué has hecho de tus pústulas viscosas y fétidas, para tener un aspecto tan grato? Cuando descendiste de lo alto, por una orden superior, con la misión de consolar a las diversas razas de seres existentes, te precipitaste a la tierra con la rapidez de un milano, sin que tus alas mostraran fatiga por esta larga, magnífica travesía; te vi. ¡Pobre sapo! Cómo reflexionaba yo entonces sobre el infinito al mismo tiempo que sobre mi debilidad». «Uno más que es superior a los seres terrestres —me decía a mí mismo—, y eso por la voluntad divina. ¿Por qué no yo? ¿Qué sentido tiene la injusticia, en los decretos supremos? Insensato es el Creador, aunque su poder sea el máximo y su cólera terrible. Desde que te apareciste ante mi, monarca de los charcos y las ciénagas, cubierto de una gloria que sólo pertenece a Dios, tú me has consolado en parte; pero mi razón vacilante se desploma frente a tanta grandeza. ¿Quién eres, al fin? Quédate… ¡Oh!, ¡quédate todavía sobre esta tierra! Recoge tus blancas alas y no mires hacia lo alto con párpados inquietos… Si partes, partamos juntos». El sapo se sentó sobre su cuarto trasero (que tanto se parece al del hombre) y, en tanto que las babosas, las cochinillas y los caracoles huían al ver a su enemigo mortal, tomó la palabra en estos términos: «Maldoror, escúchame. Observa mi semblante sereno como un espejo, y creo además tener una inteligencia igual a la tuya. Un día me llamaste el sostén de tu vida. Desde entonces nunca desmentí la confianza que en mí depositaste. Es verdad que no soy más que un simple habitante de los cañaverales, pero gracias justamente al contacto contigo, y no tomando de ti sino lo bello, mi razón se ha desarrollado, por lo cual puedo hablarte. He llegado hasta ti para sacarte del abismo. Los que se consideran amigos tuyos te miran, sumidos en consternación, cada vez que te encuentran, pálido y encorvado, en los teatros, en las plazas públicas, en las iglesias, u oprimiendo con dos nerviosos muslos ese caballo que sólo galopa de noche, llevando a su dueño-fantasma embozado en un amplio manto negro. Abandona esos pensamientos que dejan a tu corazón vacío como un desierto; ellos son más abrasadores que el fuego. Tu espíritu está tan profundamente enfermo que ni siquiera lo notas, y crees encontrarte en tu estado natural cada vez que de tu boca salen palabras insensatas, aunque rebosantes de infernal grandeza. ¡Desdichado! ¿Qué palabras has pronunciado desde el día de tu nacimiento? ¡Oh triste residuo de una inteligencia inmortal creada por Dios con tanto amor! ¡No has engendrado sino maldiciones más horrendas que el espectáculo de panteras hambrientas! ¡Yo preferiría tener los párpados soldados, un cuerpo sin brazos ni piernas, haber asesinado a un hombre, antes que ser tú! Porque te odio. ¿Cuál es la causa de esa personalidad que me sorprende? ¿Con qué derecho vienes a esta tierra para escarnecer a los que la habitan, despojo corrompido, juguete del escepticismo? Si no estás a gusto, es mejor que vuelvas a tus esferas de origen. Un habitante de la ciudad no debe residir en una aldea, donde nunca dejará de ser extranjero. Sabemos que en los espacios existen esferas más vastas que la nuestra, en las cuales hay espíritus con una inteligencia que nosotros ni siquiera podemos concebir. Y bien, ¡vete!… ¡retírate de este suelo móvil!… muestra al fin tu esencia divina que hasta ahora has ocultado; y, lo más rápidamente posible, dirige tu vuelo ascendente hacia tu esfera, que no te envidiamos, a ti, orgulloso, pues no he logrado llegar a saber si eres un hombre o más que un hombre. Adiós, entonces; no esperes volver a encontrar al sapo [7] en tu camino. Has sido la causa de mi muerte. ¡Yo inicio mi viaje hacia la eternidad, con el fin de implorar tu perdón!».
Si algunas veces resulta lógico atenerse a la apariencia de los fenómenos, este primer canto termina aquí. No seáis severos con aquel que hasta ahora sólo ha estado probando su lira: ¡de ella se desprenden tan extraños sonidos! Sin embargo, si queréis ser imparciales, tendréis que admitir un fuerte sello personal en medio de sus imperfecciones. En lo que a mí respecta, voy a ponerme a trabajar de nuevo para dar a luz un segundo canto, a un lapso que no se dilate demasiado. El final del siglo XIX tendrá su poeta (sin embargo, al principio no debe iniciarse con una obra maestra, sino obedecer a la ley natural); nació en las costas americanas, en la desembocadura del Plata, allí donde dos pueblos, otrora rivales, se esfuerzan actualmente por superarse mediante el progreso material y moral. Buenos Aires, la reina del sur, y Montevideo, la coqueta, se tienden una mano amiga a través de las aguas plateadas del gran estuario. Pero la guerra eterna ha instalado su imperio destructor sobre los campos y cosecha con alegría numerosas víctimas. Adiós, anciano, y piensa en mí si me has leído. Tú, muchacho, no desesperes; pues tienes un amigo en el vampiro, aunque no lo creas. Y contando el acarus sarcopte [8] productor de la sarna, tendrás dos amigos.