Y ahora, ¡a la ciudad de la montaña! Sepamos de sus virtudes, de sus defectos y de la contrariedad de un soldado…
Subimos de nuevo al cielo, vosotros y yo, sobre campos y valles que al llegar parecían serenos, mas tal vez ahora los encontréis menos idílicos; remontamos las laderas de la montaña solitaria, primero entre los gruesos árboles y la maleza de la zona baja para adentrarnos luego en un laberinto aún más traicionero, hecho de roca y secos matorrales; y al fin, llegar a lo más alto, donde los grupos diseminados de desafiantes abetos ceden el lugar a las formaciones pétreas, despojadas de toda vida y alzadas, como si fuera por su propia voluntad, con el porte definitivo y ordenado de los poderosos muros…
—¿Sentek?[23]
Sixt Arnem[24] está sentado a la sombra del parapeto, con la mirada fija en una pequeña lámpara de aceite de bronce, instalada encima de una mesa plegable de acampada que ha traído consigo desde las barracas de los Garras.
—¡Sentek Arnem! —repite el centinela, ahora con más urgencia.
Arnem se inclina hacia delante y cruza los brazos sobre la mesa, de tal modo que sus rasgos se vuelven visibles a la luz de la lámpara: ojos de un marrón claro, nariz fuerte y un mohín malcarado en la boca que la barba de burdo corte nunca llega a esconder del todo.
—No estoy sordo, pallin —contesta con voz de cansancio—. No hace falta gritar.
A modo de saludo, el joven pallin se da un golpe en el costado con la lanza.
—Lo lamento, sentek. —Con la agitación ha olvidado que no se dirigía a un oficial cualquiera—. Es que… hay unas antorchas. En la linde del Bosque de Davon.
Arnem se queda una vez más mirando la lámpara humeante.
—Ah, ¿sí? —pregunta, tranquilo, mientras mete un dedo en la llama amarilla y contempla cómo se va formando una capa de hollín en la piel—. ¿Y por qué te parece tan interesante? —musita.
—Bueno, sentek… —El pallin respira hondo—. Se mueven hacia el río y hacia la Llanura de Lord Baster-kin.
Las cejas de Arnem se alzan un poquito.
—¿La Llanura?
—¡Sí, sentek!
Arnem se levanta con un quejido, echa hacia atrás su capa, del color del vino, y revela una armadura de buena factura y bastante usada. Dos racimos de plata labrada, que representan la forma de las patas y las garras de un águila, sujetan la capa a los musculosos hombros.
—De acuerdo, pallin —concede mientras se acerca al ansioso joven—. Veamos qué es eso que tanto te emociona.
—¡Allí, sentek! ¡Justo al lado del bosque! —anuncia el pallin con voz triunfal.
Despertar el interés del mejor soldado de Broken supone, sin duda, todo un logro.
Arnem otea la lejanía con la mirada tranquila de un veterano, que todo lo abarca. Pese a la luz de la naciente Luna, la oscura masa que compone en el horizonte la frontera del norte del Bosque de Davon se niega a revelar detalle alguno de esos oscilantes alfileres de luz. Arnem suelta un suspiro ambiguo.
—Bueno, pallin… Hay, como tú mismo dices, una serie de antorchas. Y se mueven justo por dentro del Bosque de Davon, hacia el río y la Llanura.
Entonces, bajo la mirada de los dos hombres, las luces lejanas desaparecen de pronto. Los rasgos de Arnem flaquean un poco.
—Y ahora ya no están…
El pallin contempla con rostro incrédulo mientras Arnem regresa a su pequeño taburete junto a la mesa de acampada.
—Sentek, ¿no deberíamos informar?
—Ah, por las pelotas de Kafra…
A Arnem se le ha escapado una blasfemia común entre los pobres, pero no menos grave por ser popular. Estudia los rasgos juveniles del pallin, recién afeitado y con gesto decidido bajo el yelmo de chapa de acero[25] sin adornos que suele formar parte del equipamiento regular de los Garras. Al ver hasta qué punto ha impresionado al muchacho su comentario vulgar, no puede evitar una sonrisa.
—¿Cómo te llamas, pallin?
—Ban-chindo —replica el joven.
De nuevo golpea la lanza, paralela a un costado de tal modo que la punta se alza por encima del metro noventa que alcanza su cuerpo.
—¿De qué distrito?
El pallin parece sorprendido.
—¿Sentek? Del Tercero, claro.
Arnem asiente.
—Hijo de un mercader. Supongo que tu padre pagó para que te aceptaran en los Garras porque el ejército regular no te parecía suficiente.
El pallin pierde la mirada más allá de la cabeza de Arnem, molesto pero esforzándose por no demostrarlo. Conoce el pasado de Sixt Arnem como cualquier otro soldado de los Garras: nacido en el Distrito Quinto —el de quienes han disgustado a Kafra por su pobreza o su fealdad—, Arnem fue el primero que consiguió pasar de pallin del ejército regular al rango de sentek, dueño de los destinos de quinientos hombres. Cuando lo pusieron al mando de los Garras, el khotor[26] más elitista del ejército, muchos de los oficiales de ese cuerpo mayor arrugaron la nariz; mas cuando repelió un intento de invasión que duró varios meses por parte de un ejército de jinetes torganios[27], tan duros que llegaron a atreverse a pasar por los pocos pasillos de las Tumbas que permanecen abiertos en lo más crudo del invierno, la gente de Broken se lo agradeció de todo corazón. Aunque su familia vive todavía en el Distrito Quinto, el sentek Arnem es reconocido como favorito de Kafra y del Dios-Rey.
Pero al fin el pallin decide que nada de todo eso excusa los malos modos.
—Kafra favorece a quienes vencen en el mercado, sentek —dice, manteniendo la mirada fija, pero apartada de los ojos de Arnem—. No veo por qué los hijos de estos han de renunciar a defender, a cambio, su ciudad.
—Ah, pero muchos lo hacen hoy en día —responde Arnem—. Demasiados, pallin Ban-chindo. Y los que sí prestan el servicio siempre piden una plaza en los Garras. Pronto nos quedaremos sin ejército regular.
El pallin se ha metido en un buen charco y lo sabe.
—Bueno, si los que están dispuestos a servir pueden permitirse un lugar en la mejor legión del ejército, ¿no será por deseo de Kafra? ¿Y por qué habrían de dar un paso atrás ante la gloria? ¿O ante el peligro?
Arnem suelta un chasquido inconfundiblemente amistoso.
—No hace falta que te pongas nervioso, pallin Ban-chindo. Ha sido un sentimiento positivo y lo has expresado con valentía. Acepto la reprimenda. —Arnem se levanta y agarra al joven por el hombro un instante—. De acuerdo. Hemos visto varias antorchas que se dirigían desde el Bosque hacia la Llanura de Lord Baster-kin. ¿Qué vamos a hacer?
—Eso… Eso no debo decirlo yo, sentek.
Arnem alza enseguida una mano abierta.
—Venga, venga… Entre un futuro sentek y un antiguo pallin. ¿Qué harías tú?
—Bueno… Yo… —Al pallin se le atragantan las palabras con torpeza aún mayor y se enoja consigo mismo. ¿Cómo va a merecer un ascenso si no es capaz de aprovechar esta oportunidad?—. Yo informaría. Creo.
—Informarías. Ah. ¿A quién?
—Bueno, a… Quizás al yantek Korsar o…
—¿Al yantek Korsar? —Arnem finge un simpático asombro—. ¿Estás seguro, pallin? El yantek Korsar ya tiene bastantes preocupaciones con comandar todo el ejército de Broken. Además, se ha hecho mayor… Y es viudo.
El sentek se queda pensativo por un instante, recordando no solo a su comandante y viejo amigo, el yantek Herwald Korsar[28], sino también a su difunta esposa, Amalberta[29]. Conocida como «la madre del ejército», Amalberta era una de las pocas personas a la que Arnem ha conocido en las que encontró una bondad verdadera y su muerte, hace dos años, afectó al sentek casi tanto como a Korsar.
Pero Arnem no debe sumirse en la tristeza, porque la posibilidad de evitar esos sentimientos fue precisamente lo que lo trajo a estos muros.
—Por todo eso —dice, recuperando el tono autoritario—, nuestro comandante valora doblemente el poco sueño que consigue conciliar. No, no creo que queramos arriesgarnos a sufrir un estallido de su famoso temperamento, Ban-chindo. ¿No hay nadie más?
—No sé…, quizás… —A Ban-chindo se le ilumina la cara—. ¿Quizá Lord Baster-kin? Al fin y al cabo, las antorchas avanzan hacia sus tierras.
—Cierto. Baster-kin, ¿eh? ¿Y esta vez estás seguro?
—Sí, sentek. Informaría de este asunto a Lord Baster-kin.
—Ban-chindo… —Arnem camina arriba y abajo junto al muro de gruesa piedra con zancadas deliberadamente grandes—. Ya ha salido la Luna; estamos en plena noche. ¿Por casualidad conoces al Lord del Consejo de los Mercaderes?
—¡Es un patriota legendario! —Ban-chindo vuelve a plantar la lanza con firmeza.
—Te vas a hacer daño, muchacho —dice Arnem—, si no consigues refrenar tu entusiasmo. Sí, Lord Baster-kin es, efectivamente, un patriota.
El sentek tiene un respeto inusual por el Lord Mercader de Broken, pese a las tensiones y rivalidades que siempre han existido entre el Consejo de los Mercaderes y los cabecillas del ejército de Broken. Sin embargo, sabe también que Baster-kin es un hombre de poca paciencia, dato que se dispone a compartir con el pallin Ban-chindo.
—Pero su señoría también es muy dado a trabajar a cualquier hora de la noche y no suele reaccionar con ligereza a los asuntos triviales. Entonces, ¿se supone que debo entrar a empujones, donde sin duda está estudiando minuciosamente algún libro de cuentas, y ponerme a dar golpes con la lanza como si fuera un lunático recién mordido por un perro,[30] y decir: «Lo siento, mi señor, pero el pallin Ban-chindo ha visto una serie de antorchas que se movían hacia tu llanura y cree que debe hacerse algo de inmediato…, pese a que tu guardia personal está ya patrullando por la zona?».
El pallin afloja la tensión de la lanza y se queda mirando fijamente el camino empedrado.
—No…
—¿Cómo?
Ban-chindo estira el cuerpo.
—No, sentek —contesta—. Solo es…
—Solo es por aburrimiento, Ban-chindo. Nada más.
El joven soldado mira a Arnem a los ojos.
—¿Es que…?
Arnem asiente lentamente y mira primero hacia la izquierda, a la garita de guardia más cercana, encerrada en una torrecilla, y luego a una estructura de piedra similar que queda a unos quince metros de distancia por el lado derecho. Cerca de cada una de ellas permanece alerta un joven muy parecido al pallin Ban-chindo. Armen suelta un suspiro de plomo.
—Llevamos mucho tiempo en paz, Ban-chindo. Ocho años desde que terminó la guerra torgania. Y ahora… —El sentek se apoya en el burdo parapeto—. Ahora nuestra única esperanza de tener algo de acción pasa por luchar contra una tribu de carroñeros que miden la mitad que nosotros en un bosque maldito que solo un enano podría llegar a dominar y solo un loco atacaría. —Da un golpe suave con el puño en la superficie del parapeto—. Sí, Ban-chindo, entiendo tu aburrimiento.
«Y ojalá pudiera compartirlo de verdad», cavila Arnem en silencio. Se recuerda una vez más que no hay razón que obligue al comandante de los Garras a permanecer en guardia y concentra su atención en el área en que, a lo lejos, han danzado durante un instante tan breve esas luces terriblemente minúsculas, con la esperanza de que vuelvan a aparecer y eso provoque una crisis de guerra que mantenga sus pensamientos alejados de los preocupantes pensamientos personales que lo están reconcomiendo desde hace días. Pero las luces han desaparecido y el sentek se vuelve, decepcionado, para contemplar la ciudad que se extiende ante él.
Broken permanece dormida en su mayor parte, esperando el día de febril mercadeo que empezará con el alba. Desde su atalaya, Arnem tiene una vista diáfana de los mercados y de las casas de los mercaderes de los distritos Segundo y Tercero, las secciones más grandes de la ciudad, que a esta hora permanecen en penumbra y serenas. Más al norte, en el Distrito Primero, más rico, no se conoce este descanso; unos braseros de aceite y carbón, de un metro ochenta de altura, arden perpetuamente en los aledaños del Alto Templo de Kafra, alimentados día y noche por acólitos diligentes. El alma de Arnem entra en una agitación todavía más profunda al verlos, y busca solaz en el Distrito Cuarto, donde se acuartela el cuerpo principal del ejército de Broken, y luego en su propio distrito, el Quinto, cuya paz nocturna tan solo quiebran quienes han fracasado en la feroz competición de los mercados y tienen por único consuelo la bebida.
Suena como una erupción el rugido distante de una multitud y Arnem vuelve a mirar hacia el norte, hacia el estadio de la ciudad, que se alza justo detrás del Templo y que, desde hace una cantidad de años que el sentek ya ni puede recordar, permanece abierto día y noche por orden de la autoridad. A Arnem le han asegurado con frecuencia que el desarrollo de la destreza física y la belleza, tan esenciales para la adoración de Kafra, mejora con las competiciones deportivas; mientras tanto, el dinero que va cambiando de manos entre los apostadores crea nuevas fortunas, revelando así qué almas se convierten en favoritas y castigando a quienes han perdido el fervor. El sentek se ha esforzado mucho por aceptar ese razonamiento: por lo menos, se ha guardado de opinar que los jóvenes que dedican tantas horas al deporte o a las apuestas harían mucho mejor sirviendo al reino y a su dios en el ejército. Pero últimamente este control, este hábito de tragarse las dudas, se ha convertido en una tarea difícil. Porque últimamente los sacerdotes de Kafra —a quienes Arnem siempre ha obedecido con toda lealtad— le han pedido algo que él no puede darles.
Le han pedido uno de sus hijos.
Los ojos de Arnem derivan aún más a la izquierda, hacia las murallas de granito liso de la Ciudad Interior y, más allá, los tejados del palacio real. Sede del Dios-Rey.[31] su familia, el Gran Layzin (el más alto de los sacerdotes de Kafra y mano derecha del Dios-Rey), así como de las bellas altas sacerdotisas conocidas como Esposas de Kafra, la Ciudad Interior no ha sido visitada por ningún ciudadano común en más de dos siglos de historia de Broken y sigue siendo el misterio supremo de la ciudad. Precisamente por eso Arnem es reticente a enviar a su segundo hijo a servir en ella, aunque se trata de algo que se espera en todas las familias de la sociedad de Broken, aun si su estatura es moderada. A los hijos que entran al servicio del Dios-Rey no se les permite volver a ver a sus familias; y como Arnem pasó su infancia en los callejones del Distrito Quinto, hace mucho tiempo que desconfía de ese secretismo. Tal vez el servicio que emprenden estos niños sea pío y más valioso que cualquier vida en el mundo exterior de Broken; pero a tenor de la experiencia de Arnem, la virtud puede necesitar en ocasiones un velo, mas nunca esa oscuridad total.
¿Acaso no fue Oxmontrot[32] quien lo quiso así? Oxmontrot, fundador de Broken, el primer rey, el mejor guerrero y un héroe para los soldados como Arnem, nacidos en el seno de familias pobres. Hace más de dos siglos, a Oxmontrot (nacido también en la parte baja de la escala social y capaz de liderar a su gente solo tras años de trabajar como mercenario al servicio de ese vasto imperio que los ciudadanos de Broken llaman Lumun-jan[33], aunque los estudiosos lo conocen por «Roma») lo tomaron por loco por su determinación feroz, al regresar a casa, de obligar a los granjeros y pescadores del oeste del Valle del Meloderna y del norte del Bosque de Davon a excavar una ciudad de granito en la cima de Broken. Hasta entonces, las tribus que vivían por debajo de las grandes masas pétreas de la cumbre de la montaña las habían usado tan solo como lugar en el que celebrar sacrificios, tanto humanos como animales, a sus diversos dioses. Pero el Rey Loco había sido astuto, cavila Arnem esta noche, como tantas otras: Broken había resultado ser, ciertamente, el mejor lugar desde el que construir un gran estado. Desde aquella cumbre, la gente de los valles y hondonadas podía soportar las arremetidas procedentes del sudeste, del este y del norte, mientras que cualquier otro acercamiento al reino quedaba bloqueado por el Bosque de Davon. Ningún guerrero de la época del Rey Loco[34] pudo encontrarle pegas al ambicioso plan, como tampoco ha podido hacerlo ninguno de los posteriores: los únicos enemigos que han logrado arañar las defensas de la ciudad son los Bane, y Arnem sabe que ni siquiera de Oxmontrot se podía esperar que fuese capaz de avanzarse al problema interminable en que acabaría por convertirse aquella raza de desterrados.
El hecho de que el Rey Loco hubiera sido un pagano, un adorador de la Luna como los Bane, no lo convertía precisamente en mejor previsor a este respecto, y Arnem lo sabe; sin embargo, pese a sus creencias particulares, Oxmontrot presidió la construcción del edificio de la Ciudad Interior como santuario para su familia real en sus últimos años y no se opuso a la introducción en la ciudad de la fe de Kafra y de todos sus rituales secretos. Sin duda, el fundador de Broken vio que podía beneficiarse de la religión kafrana (importada por algunos de sus camaradas mercenarios que habían trabajado al servicio de los Lumun-jani) precisamente por la fuerza con que enfatizaba la perfección de la forma humana y la acumulación de riquezas. Su nuevo reino, como cualquier otro, necesitaba guerreros fuertes y grandes fortunas en la misma medida que albañiles para construir sus estructuras y agricultores para abastecerse de comida; si una religión podía instar a los súbditos de Broken a luchar por aumentar su fuerza y sus riquezas y al mismo tiempo marginar a quienes no contribuían, ¿qué importancia tenían las creencias privadas del rey (del Dios-Rey, como empezaban a llamarlo muchos pese a que Oxmontrot rechazó el título de manera sistemática)? «Dejemos que florezca la nueva fe», declaró.
Sin embargo, ese beneficio tuvo también un lado áspero: pronto, no solo quienes se negaban a contribuir a la seguridad y a la riqueza del reino, sino también aquellos que estaban incapacitados para ello —los flojos, los que padecían debilidad mental, los raquíticos, todos los que no tuvieran como objetivo la fuerza física y la perfección— se vieron desterrados al Bosque de Davon por los sacerdotes de Kafra. Los peligros de la vida silvestre darían una solución definitiva al problema de su imperfecta existencia, o eso creían algunos entre el sacerdocio kafránico y la creciente clase de mercaderes que construía sus grandes casas en torno a las amplias avenidas que convergían en el Alto Templo dedicado a su dios dorado y sonriente. La severidad de los sacerdotes se había vuelto tan clara y omnipresente que incluso antes de que Oxmontrot fuera víctima de una trama criminal liderada por su esposa y por Thedric[35], su hijo mayor, corrió el rumor de que se había dado cuenta de que había sido un error aprovecharse de aquella nueva religión en vez de prohibirla. De hecho, muchos consideraban que lo que había sellado el destino del Rey Loco eran precisamente sus dudas al respecto. Oficialmente, la versión de la historia determinada por los sacerdotes de Kafra afirmaba que la blasfema perpetuación de la idolatría Lunar había causado su muerte; y pese a que el malestar con las demandas recientes de los sacerdotes de Kafra no le ha llevado a tanto como abrazar la fe antigua, últimamente ha habido momentos en los que Arnem ha deseado lo contrario: porque la creencia absoluta en algo ha de ser mejor que estas dudas silenciosas.
Ese silencio de los últimos tiempos se ha vuelto especialmente difícil porque el hijo que Arnem tanto desea mantener alejado del alcance de los sacerdotes de Kafra está ansioso por entrar al servicio del Rey-Dios en la encerrada Ciudad Interior; en cambio su madre —la esposa de Arnem, la extraordinaria Isadora[36], famosa por sus labores de sanadora en el Distrito Quinto— proclama con la misma firmeza que el largo y leal servicio prestado por su marido al reino debería librar a todos y cada uno de sus cinco hijos de unas obligaciones religiosas que destrozarían la familia. El propio Arnem se desgaja entre los dos argumentos: y la duda religiosa, que puede resultar inquietante para aquellos cuyas vidas no incluyen una confrontación asidua con la Muerte violenta, representa una especie de crisis totalmente distinta para un soldado. Sentir que se pierde la fe en ese mismo dios al que se ha rezado fervorosamente para pedirle suerte en medio de los horrores de la batalla no es una mera contrariedad filosófica; sin embargo, Arnem sabe que debe resolver esta crisis él solo, pues ni su esposa ni su hijo van a ceder terreno. Su hogar está sumido en una agitación extenuante desde que se presentaron unos cuantos sacerdotes de Kafra para informar a Sixt e Isadora de que había llegado la hora de que el pequeño Dalin, un muchacho de apenas doce años, se uniera a la sociedad elevada. Esa agitación es lo que ha llevado al sentek a las murallas cada noche desde hace una quincena, para pasar largas horas suplicando a Kafra —o a cualquiera que sea la deidad que guíe ciertamente los destinos de los hombres— que le dé fuerzas para tomar una decisión.
Arnem coge una piedrecilla suelta del parapeto y la sopesa con levedad en una mano mientras pierde la mirada en las imponentes murallas exteriores de Broken. Cuando se excavaron originalmente a partir de las formaciones de piedra que componían la cumbre de la montaña, estos muros tenían la forma básica de la cima, una figura más o menos octogonal con unas puertas gigantescas de roble y de hierro recortadas en todas las caras. Arnem mira hacia el portal que queda a sus espaldas y ve a dos soldados del ejército regular de Broken. Pese a que están de guardia como centinelas, ambos pretenden robar unos pocos minutos de sueño: se esfuerzan por permanecer en la oscuridad, por debajo del puente tendido sobre el Killen’s Run, un arroyo que emerge de la montaña justo a las afueras de la muralla, aunque su curso subterráneo nace en el Lago de la Luna Muriente, de claridad eterna e insondable profundidad, dentro de la Ciudad Interior.
Desde el punto en que emerge bajo la muralla del sur, el arroyo desciende montaña abajo para unirse con el Zarpa de Gato. En otro tiempo, hace muchos años, estos guardias que ahora buscan el modo de esconderse en sus orillas habrían sido camaradas de Arnem. El sentek recuerda vívidamente la flojera que impulsa a los soldados regulares a conciliar el sueño siempre que pueden. Mas la compasión que siente por sus penurias no paraliza su mano de comandante. Arnem tira la piedrecilla hacia abajo y golpea a uno de los soldados en la pierna. Los centinelas abandonan de un salto la cobertura del puente y miran enfadados hacia arriba.
—¡Ah! —les grita el sentek—. Si llega a ser una flecha envenenada de los Bane no estaríais tan enfadados, ¿verdad? No, no sentiríais nada, porque el veneno de serpiente del bosque ya os habría matado. Y la Puerta Sur se habría quedado sin vigilancia. ¡Manteneos en guardia!
Los dos soldados regresan a sus puestos a ambos lados de la puerta de seis metros de altura y Arnem les oye quejarse acerca de la vida fácil de los «malditos Garras». El sentek podría hacer que los azotaran por su insolencia, pero sonríe, sabedor de que, por muy exhaustos que estén, ahora cumplirán con la tarea asignada aunque solo sea para fastidiarle.
Eco de pasos: un andar ansioso, pero absolutamente profesional, que Arnem reconoce como propio del linnet Reyne Niksar[37], su ayudante.
—¡Sentek Arnem!
Arnem se vuelve para encararse al linnet, pero no se levanta. Niksar, que responde a la rubia imagen ideal de la virtud en Broken, es el vástago del hogar de un gran mercader que renunció hace unos cinco años al mando de su propio khotor (o legión, pues cada khotor se componía de unos diez fausten)[38], dicen que por el honor de servir tan cerca del sentek Arnem. De hecho, Niksar fue propuesto para el puesto por el Gran Layzin, porque procede de una de las familias más antiguas de la ciudad; la elite que manda en Broken, al contrario que el resto de los ciudadanos, no termina de fiarse del sentek del Distrito Quinto. El propio Arnem sospecha que Niksar podría ser un espía a su pesar; sin embargo, admira la dedicación de su ayudante y el plan no ha provocado todavía ninguna fricción ni ha planteado dudas de lealtad.
Cuando se acerca el linnet, Arnem sonríe.
—Buenas noches, Niksar. ¿También tú has visto las antorchas al borde del llano?
—¿Antorchas? —Niksar contesta con una inquieta perplejidad—. No, sentek. ¿Había muchas?
—Unas pocas. —Arnem escudriña las profundas arrugas de preocupación que tensan la frente de Niksar—. Pero a menudo basta con unas pocas. —El comandante se detiene—. Me traes un mensaje, ya veo.
—Sí, sentek. Del yantek Korsar.
—¿Korsar? ¿Qué hace levantado a estas horas?
El sentek se ríe con cariño; el yantek Korsar fue el primero en reconocer el extraordinario potencial de Arnem y lo patrocinó para su ascenso hasta los altos cargos.
—Dice que es de la mayor urgencia. Has de acudir con un ayudante…
—Tú mismo.
—Sí, sentek. —Niksar se esfuerza por mantener la disciplina—. Que acudas a sus cuarteles con tu ayudante. Se va a celebrar un consejo en la Sacristía del Alto Templo. El Gran Layzin acudirá, y también Lord Baster-kin.
Arnem se pone en pie y mira al pallin Ban-chindo, quien, pese a mantener la mirada fija en el horizonte, no puede reprimir una sonrisa al oír las noticias. Arnem urge a Niksar a avanzar unos pasos más a lo largo de la muralla.
—¿Quién te lo ha dicho? —El tono de Arnem es severo.
—El propio yantek Korsar —responde Niksar, sin preocuparse ya de disimular su incomodidad ante la presencia de los atentos centinelas—. Sentek, tenía un comportamiento extraño, yo nunca lo había visto… —Alza las manos—. No lo puedo describir. Como un hombre que siente el acecho de la muerte y sin embargo no hace nada por eludirlo.
Arnem detiene el paso, asiente lentamente y se rasca la barba recortada. No cree que esta convocatoria tenga nada que ver con el encendido debate que mantienen sobre la entrada de su hijo en el servicio real y sagrado. Si así fuera, ¿por qué habrían de involucrar a tan altos oficiales de la religión, el comercio y el ejército, por no decir nada del joven Niksar? Aun así, la posibilidad es inquietante. Al fin, en cualquier caso, el sentek se encoge de hombros y finge una preocupación apenas leve.
—Bueno, si nos llaman, tendremos que ir.
—Pero, sentek… a mí nunca me han convocado a la Sacristía.
Arnem entiende el miedo de Niksar: el Gran Layzin puede ordenar cualquier cosa, desde el destierro de un hombre al Bosque de Davon hasta su incorporación a la nobleza, sin necesidad de dar ninguna explicación que los vulgares mortales puedan comprender. Ser convocado a la Sacristía, sede del poder del Layzin, supone por tanto causa de gran celebración o de profundo pavor; ni siquiera Niksar —un hombre que exhibe todas las señales obvias posibles de haber recibido los favores de Kafra— es capaz de reaccionar a la llamada con confianza.
¿Cuánto mayor causa de alarma será, entonces, la de un hombre mayor y menos favorecido, alguien que carece de grandes riquezas y ni siquiera está seguro de su fe?
Mas Arnem se ha enfrentado a miedos mayores que este.
—Mantén la calma, Niksar —le dice—. ¿Qué interés puede tener en ti el Layzin? —El sentek apresura a Niksar hacia la torre de guardia y añade entre risas—: Venga, si hasta haces que yo mismo parezca un expedicionario de los Bane…
Justo antes de bajar por la escalera de caracol, Arnem palmea la espalda del hombre que lo acompañaba antes.
—Mantente alerta, Ban-chindo. ¡Aún puede que tengas la acción que buscabas!
El pallin respira hondo con orgullo y sonríe.
—¡Sí, sentek!
Dentro de la torre de guardia, donde la luz de las antorchas baila en las superficies de piedra, Arnem y Niksar se disponen a emprender el descenso por la escalera espiral; sin embargo, antes de arrancar, se quedan congelados, junto con cualquier otro soldado que se encuentre en el lado occidental de la muralla, al oír un sonido inconfundible: desde el lado opuesto de la Llanura de Lord Baster-kin, llega un aullido aterrador de pánico y dolor, claramente emitido por un hombre.
Al abandonar la torre a toda prisa, Arnem y Niksar ven que la lanza de Ban-chindo flojea ahora, insegura, a su lado.
—¿Sentek? —murmura este—. Viene de la dirección de las antorchas…
—Así es, pallin.
Arnem escucha por si se repite el grito; mas no se oye nada.
—Nunca… Nunca había oído nada igual —admite en voz baja el pallin.
—Es probable que algún Bane haya caído en las garras de los lobos —musita Niksar, cuyo rostro también está constreñido por la perplejidad—. Aunque no se han oído aullidos.
—¿Ultrajadores? —La voz de Ban-chindo está apenas un poco por encima del susurro, lo cual revela en qué medida los Bane incursores son no solo despreciados, sino también temidos, en Broken—. ¿Habrán atacado a alguien de la Guardia de Lord Baster-kin? Si lo hemos podido oír nosotros, seguro que los demás también.
—Quizá —murmura Arnem, mientras los tres soldados se mueven hacia los parapetos—. Pero cerca de las rocas del Zarpa de Gato el sonido gasta bromas de mal gusto a los hombres. Una vez estuvimos acampados allí durante un mes y perdimos a muchos hombres en manos de los lobos. Sus aullidos se oían a más de un kilómetro de distancia y, en cambio, se te podían llevar sin que tus camaradas lo detectaran. Aun así, como ha dicho Niksar, no hemos oído ningún aullido.
—¿Una pantera? —sugiere Niksar—. Sus ataques son silenciosos.
—También lo son sus presas —responde Arnem—. Es difícil gritar con toda la dentadura de una pantera clavada en tu cuello.
El pavor del pallin Ban-chindo aumenta mientras sus superiores discuten estas lúgubres hipótesis y contribuye a que se le suelte la lengua.
—Sentek, ya sé que los habitantes del bosque son despreciables, pero… me da pena la criatura que ha hecho ese ruido. Aunque sea un Bane. Si no son los lobos, ni una pantera, ¿qué puede haberlo causado?
—Sea cual sea la explicación completa, Ban-chindo —dice Arnem—, has de entender que lo que acabas de oír es la voz inconfundible de la agonía humana. Entiéndela, respétala… y acostúmbrate a ella. Porque ese es el ruido de la gloria que tan desesperadamente buscas. —Arnem suaviza el tono—. Mantén la guardia con atención. Cabe la posibilidad de que las antorchas y este grito no tengan ninguna conexión, pero si un grupo de los Ultrajadores Bane ha superado a los hombres de Baster-kin, quiere decir que pretenden entrar en la Ciudad Interior. Y quiero pararlos: aquí. Manda el aviso por toda la muralla y alerta también a esos dos haraganes de abajo. —Ban-chindo asiente con un movimiento de cabeza, tiene la boca demasiado seca para hablar—. ¿Puedo contar contigo, pallin?
Con mucha tensión, Ban-chindo logra rescatar la voz.
—Puedes, sentek.
—Bien hecho. —Arnem sonríe y mueve la lanza de Ban-chindo de manera que quede de nuevo pegada al hombro del joven—. Presenten armas,[39] muchacho. Esto aún ha de empeorar, si no me equivoco, y tendremos que estar todos preparados…