Sobre los Bane: sus tribulaciones, sus proezas y sus escándalos; y sobre el primero de una serie de sucesos notables presenciados esta noche por tres de ellos…
El aroma que emiten las tres figuras escurridizas es extraño, menos humano incluso que su estatura. Sin embargo, entre sus muchas peculiaridades, esta es voluntaria por su parte: ser identificado como humano en el Bosque de Davon equivale a ser señalado como presa fácil, de modo que se esfuerzan por disimular su olor. Eso implica, en primer lugar, el uso de hojas muertas, plantas y el fértil suelo del bosque, además de agua, siempre y cuando sobre, para librar sus cuerpos del sudor, la grasa, la comida y los restos de sus propios desechos. Luego se aplican fluidos drenados de las bolsas olfativas de ciertos animales, tanto de zarpa como de pezuña. El resultado de esta cuidadosa preparación es que hasta los depredadores más inteligentes, así como las presas más atentas, se quedan confusos al acercarse estos tres viajeros, efecto acrecentado por los aromas incongruentes que emanan de los rebosantes sacos piel de ciervo que llevan a los hombros. Las tentadoras fragancias de las hierbas más raras del bosque, de sus raíces y flores; el punzante olor de las piedras y de los huesos medicinales; y la insinuación de miedo que procede de unas pocas jaulas pequeñas y trampas en cuyo interior hay pájaros cantores capturados y algunas raras musarañas gregarias de los árboles: todos esos olores, y otros más, se mezclan para reducir las posibilidades de que los componentes del trío sean identificados con exactitud. Así es como estas tres almas pequeñas y astutas casi se hacen con el dominio del Bosque de Davon.
Los tres pertenecen a los Bane, una tribu conformada por los desterrados de la ciudad en la montaña, así como por los descendientes de aquellos que sufrieron similar castigo en el pasado; una tribu para cuya supervivencia en el bosque se esfuerzan grupos de expedicionarios como este, enviados en busca de extraños bienes apreciados en Broken por su condición curativa o placentera. En pago por asumir riesgos que ni siquiera correrían los mercaderes de más desesperada avaricia, los Bane reciben de estos ciertos alimentos que no pueden cultivarse en el bosque, así como los instrumentos de bronce y hierro que los gobernantes de la gran ciudad se atreven a permitirles depositar en sus manos. Las expediciones por el bosque suponen un trabajo peligroso incluso para los Bane, y el consejo que gobierna la tribu —llamado «Groba»[14]— solo encarga esa tarea a sus hombres y mujeres más listos y valientes. A veces (como en el caso de nuestros tres expedicionarios), eso incluye a aquellos que han incumplido las leyes de la tribu: una etapa productiva de expediciones puede absolver a esas almas ingobernables de casi todos los pecados, salvo los mayores, y curar casi cualquier tentación de reincidencia, de tantos como son los peligros encontrados en estas misiones. Por cuanto respecta a quienes se dedican a las expediciones de avituallamiento de manera voluntaria, pueden tener la esperanza de recibir grandes honores por parte de los Groba en caso de que regresen con el cuerpo y la mente intactos.
Así han sobrevivido los Bane en el bosque, y a lo largo de dos siglos han desarrollado una sociedad, unas leyes… De hecho, una civilización, por muy bestiales que parezcan a sus incómodos vecinos. Incluso hablan la lengua de Broken, aunque por tratarse de una raza muy inventiva la han modificado:
—Ficksel![15]
El expedicionario que viaja en la retaguardia de este rápido grupo acaba de escupir el insulto (una sugerencia urgente, aunque poco práctica, de que el objeto del insulto se retire a fornicar consigo mismo) al compañero de tribu que camina delante de él; sin embargo de inmediato su rostro —un borrón de cicatrices interrumpido tan solo por dos ojos grises y duros y un enorme hueco negro entre los dientes, aunque los que le quedan tienen puntas afiladas— se vuelve en busca de cualquier peligro que pueda acercarse por detrás. Sus labios, tantas veces partidos por los golpes que bien podrían ser los de un anciano, se fruncen en una fea mueca de asco y continúa con el murmullo de insultos; mas sus ojos claros y penetrantes no cesan de escudriñar el bosque con mirada experta.
—Siempre has sido un falso, Veloc[16], saco de zurullos, pero esto…
—¡La verdad de la Luna, Heldo-Bah! —contesta indignado el que se llama Veloc (pues los Bane siguen adorando a la patrona del antiguo Broken).
Veloc echa chispas por los ojos redondos y oscuros y avanza con firmeza su bien formada barbilla en una actitud de desafío que tensa sus hombros mientras se asegura de que primero el saco de piel de ciervo para las vituallas y luego el arco corto de fina talla y las flechas están en su sitio. Si no fuera por la estatura se podría decir que es guapo, incluso en Broken (de hecho, al menos unas cuantas mujeres de la ciudad así lo creen en secreto cuando él infringe la ley de los Bane y se cuela tras los poderosos muros de la ciudad), mas no por su belleza está menos atento. Pese al calor de la discusión, escudriña la gruesa maraña que se extiende a ambos lados del grupo veloz con tanta atención como su compañero estudia la retaguardia.
—Parece que debo recordarte que me propusieron para el puesto de historiador de la tribu Bane y que los Padres del Groba estuvieron a punto de aprobar el nombramiento.
Heldo-Bah esquiva un fresno caído, sin agitar apenas su saco de vituallas y sin dejar de refunfuñar.
—Vaya panda de eunucos con el cerebro de granito…
Al oír el crujido de unas ramitas a lo lejos, saca de pronto sus armas favoritas: un conjunto de tres cuchillos lanzaderos, originalmente confiscados a un saqueador oriental por un soldado de Broken que más tarde tuvo la desgracia de encontrarse con Heldo-Bah al otro lado de una mesa de taberna en el centro comercial del reino de Broken, junto al río Meloderna, en el pueblo amurallado de Daurawah[17].
—No necesitas recordarme nada, Veloc. Las mentiras crecen como los hongos en las ingles y los «historiadores» no son más que las putas que los contagian…
—¡Basta!
La orden, pese a proceder de una mujer más pequeña que ellos, es obedecida al instante; porque se trata de Keera, la de la cara redonda y el cabello cenizo, la rastreadora más hábil de toda la tribu de los Bane. Con poco menos de un metro veinte centímetros de estatura, Keera es cinco centímetros más baja que Heldo-Bah, mientras que su hermano Veloc le saca casi ocho. Sin embargo, no hay ninguna superioridad de estatura capaz de compensar su conocimiento de la vida en el bosque, y sus pendencieros compañeros están acostumbrados a hacer lo que ella diga sin preguntas, rencores ni dudas.
Keera se monta de un salto diestro en el tocón carcomido de un roble caído y sus sabios ojos azules ven por delante, en el bosque, lo que ningún otro humano podría discernir. La expresión de Heldo-Bah ha cambiado de aspecto para pasar de un enfado rabioso a la preocupación a una velocidad que resulta casi cómica y representa su humor tempestuoso.
—¿Qué es, Keera? —susurra con urgencia—. ¿Lobos? Me ha parecido oír uno.
En el Bosque de Davon los lobos alcanzan un tamaño extraordinario y representan todo un desafío aun para tres Bane juntos; incluso para estos tres. En cualquier caso, Keera menea lentamente la cabeza y responde:
—Una pantera.
También el rostro de Veloc muestra su temor, mientras que en el de Heldo-Bah se aprecia un pánico infantil. Las solitarias y silenciosas panteras de Davon —que pueden alcanzar envergaduras de más de tres metros y medio y pesar cientos de quilos— son los asesinos de mayor tamaño y eficacia que se conocen, cada una de ellas es por sí sola tan letal como una manada de lobos y, como todos los felinos, es casi imposible detectar su presencia antes de que ataquen. Les gustan especialmente las cuevas y las rocas cercanas a la Zarpa del Gato.
Keera escucha con atención los sonidos del bosque, apoyada en un báculo de arce con el que ha humillado a más hombres incluso de los que estaría dispuesta a admitir.
—Hace rato que lo he percibido —murmura—, pero creo que no nos acecha. Sus movimientos son… extraños. —Alza la cabeza—. Las cataratas Hafften…[18] Cerca del río. Hay rocas altas con buenos escondrijos por aquí. Es una buena zona para las panteras. En cualquier caso… —Mete una mano en la bolsa para sacar un palo con unos trapos chamuscados e impregnados de grasa, envueltos en torno a un extremo—. Vamos a necesitar antorchas. A esta velocidad, y con lo oscuro que está, podríamos resbalar en cualquier loma y partirnos el cuello sin darnos cuenta siquiera. Veloc: el pedernal.
Mientras su hermano rebusca en el saco, Keera se dirige a Heldo-Bah con el ceño tan fruncido que su naricilla parece señalarlo en plena acusación.
—Y tú, Heldo-Bah, por la Luna, ¡deja de protestar! Lo de la caza furtiva fue idea tuya. Lo que pasa es que tu estómago ya no soporta el jabalí de bosque…
—¡Solo tienen grasa y cartílagos! —murmura Heldo-Bah.
—Pero ya nos vamos, ¿no? —contesta Keera en tono severo—. ¡Deja de llamar la atención con tus quejas eternas!
—No es culpa mía, Keera —responde Heldo-Bah, al tiempo que tira su antorcha al suelo delante de Veloc—. Dile al tonto de tu hermano que sus mentiras…
—No son mentiras, Heldo-Bah. ¡Es historia! —Tanto la cara como la voz de Veloc adquieren un tono improbablemente pomposo mientras saca chispas del pedernal para las tres antorchas que los otros sujetan delante de él—. Si decides ignorar los hechos, el tonto eres tú. Y es un hecho bien simple que, mucho antes de Broken, todos los hombres eran más o menos de la misma estatura. Los Bane no existían, ni tampoco los Altos: esos nombres carecían de significado. Así quedó registrado, Heldo-Bah.
Este contesta refunfuñando:
—Sí, lo registraste tú mismo, seguro. Lo escribiste en las ancas de alguna esposa ajena.
Heldo-Bah recorre el espacio con la mirada, en busca de algún objeto al que hacer pagar su amargura, pero solo ve un gusano naranja que repta por un tronco recubierto de musgo. Como una centella, corta en cuatro la criatura con su mortífero cuchillo.
—Bastante grave me parece que te inventes esos cuentos de locura para hechizar a las mujeres y llevártelas a la cama, pero que encima pretendas colarlos como «historia», como si nadie pudiera ponerlos en duda… —Heldo-Bah recoge los cuatro trozos chorreantes[19] de gusano de la madera y se los mete uno tras otro en la boca, mastica con violencia, al parecer satisfecho por un sabor que obligaría a la mayoría de los humanos a entrar en erupción por más de un orificio.
Keera lo mira con cara de asco.
—¿Te has planteado, Heldo-Bah, la posibilidad de que los causantes de tus dolencias no sean precisamente los jabalíes del bosque?
—Ah, no —se limita a contestar Heldo-Bah—. Es el jabalí. He estudiado el asunto. Y esta noche… ¡voy a comer ternera! ¿Qué ves, Keera?
—Hemos trazado bien el rumbo de nuestra carrera. Deberíamos llegar al Puente Caído en pocos minutos y cruzar directos a la llanura de Lord Baster-kin.
Heldo-Bah gime de placer y parece olvidarse de la pantera.
—Ah, ganado peludo… Buena carne. Y encima, carne de ese cerdo de Baster-kin.
—¿Y la guardia privada del Lord Mercader? —pregunta Veloc a su hermana.
Keera menea la cabeza.
—No puedo contestar hasta que estemos más cerca. Pero… —levanta el cayado, tira de una rama de un abedul frondoso y aparta la temblorosa cortina verde para desvelar la lejana cumbre de Broken, perfectamente encuadrada por los árboles— todo parece en calma esta noche en la ciudad…
Ante la visión de la metrópolis iluminada por antorchas, fuente de poder en el reino de Broken y manantial de miseria para quienes habitan el bosque de Davon, un apasionado silencio se impone en el grupo y, acto seguido, entre muchas de las criaturas del bosque que comparten ese repentino atisbo del horizonte hacia el norte. La calma fantasmagórica no se rompe hasta que Heldo-Bah escupe el último bocado de su repugnante comida.
—O sea que el Groba no ha enviado a ningún Ultrajador —rezonga.
Da la sensación de que esta última palabra le resulta infinitamente más mareante que lo que acaba de comerse.
Veloc le dirige una mirada dubitativa.
—¿Se lo habían planteado?
—Los del último grupo de expedicionarios que nos encontramos hablaban de algo así —contesta Heldo-Bah—. Dijeron que habían presenciado un rito mortuorio de los Altos en la linde del bosque y que habían enviado a un hombre de regreso a Okot para dar la noticia. Este, a su vuelta, les había contado que los Ultrajadores opinaban que aquel acto exigía respuesta, porque los Altos habían cometido su asesinato en nuestro lado del río.
Keera le acucia:
—Pero… ¿están seguros de que fue responsabilidad de los Altos? El Groba tiene prohibido enviar Ultrajadores, salvo que estén seguros por completo, y los espíritus del río están muy activos después del deshielo primaveral… Puede que convencieran a alguna fiera del bosque para que atacase a algún hombre de Baster-kin…
—Y puede que yo tenga las pelotas del tamaño de las de un buey —responde Heldo-Bah con un nuevo escupitajo—. Pero no las tengo. Duendes de las rocas y gnomos del río…
El escepticismo del expedicionario provoca unos crujidos más audibles todavía en el suelo del bosque, cerca de ellos. Con una expresión de miedo infantil en el rostro, Heldo-Bah agarra una antorcha encendida y mira hacia todas partes.
—… cuya existencia —añade con voz transparente— acepto como un artículo de fe.
Keera se le echa encima con unos pocos brincos y le tapa la boca con una mano. Sin dejar de mover los ojos y la cabeza en todo momento, le susurra:
—La pantera… —Keera avanza con sigilo hasta los mismos límites del brillo tembloroso generado por las tres antorchas, con el cayado de arce listo—. Tal vez me haya equivocado. Puede que sí nos aceche. Aunque no me lo parecía.
Veloc se acerca a su lado.
—¿Qué podemos hacer?
—¿Correr? —propone Heldo-Bah, tras unirse a ellos de un salto.
—Sí —contesta Keera—. Pero no avanzaremos ni cincuenta yardas, por mucho que llevemos antorchas, si no le damos algo en que pensar. Una ofrenda… ¿Dónde está la articulación del jabalí de ayer? —Veloc saca un trozo de hueso y carne envuelto con un pedazo de piel—. Déjalo aquí —ordena Keera—. Eso atraerá a la pantera y, si le queda algún interés por nosotros, el fuego de las antorchas lo eliminará.
—Al tiempo que atrae el de la Guardia de Lord Baster-kin —responde Veloc, aunque no deja de cumplir las órdenes de su hermana.
—Las apagaremos en el Puente Caído —declara Keera, solucionando, como siempre, los problemas en su mente antes de que Veloc y Heldo-Bah los hayan contemplado siquiera—. Y ahora, vayámonos deprisa.
Tras retomar su ritmo característico por el bosque, a los tres Bane les cuesta apenas unos momentos alcanzar la orilla escarpada y ensordecedora del Zarpa de Gato, donde se encuentran ante el grueso tronco, de una treintena de metros, de un enorme abeto rojo cuyas raíces han abandonado hace poco la lucha desesperada por agarrarse a la escasa tierra de las escarpadas orillas. El gigantesco cuerpo del antiguo centinela señala ahora directamente al norte, hacia las cataratas Hafften, de las más sobrecogedoras entre las muchas que jalonan el Zarpa de Gato. Con su sacrificio, el gran árbol aporta el puente natural más fiable de cuantos se tienden entre el Bosque de Davon y Broken, puentes que muchos de los comandantes del ejército de Broken quisieran ver destruidos y, con ellos, caída la amenaza que suponen los maliciosos y a veces criminales Bane. Mas los mercaderes de Broken, pese a despreciar a los desterrados, obtienen enormes beneficios de los bienes que los expedicionarios de la tribu sacan del mundo silvestre: un niño de Broken, por ejemplo, que no cuente entre sus posesiones con una pequeña musaraña de los árboles de Davon —como las que ahora mismo transporta el grupo de Keera dentro de las jaulas que llevan en los sacos— puede dar por seguro el menosprecio de sus compañeros de juego, del mismo modo que la mujer incapaz de adornarse con las suficientes joyas de plata, oro y piedras preciosas de las tierras salvajes tan solo saldrá de su casa por la noche o cubierta con prolijos velos. Y, aun peor, si un marido o un padre no pueden permitirse comprar esas cosas se interpretará que su devoción por Kafra desfallece.
Kafra: el extraño dios cuya imagen trajo alguien por primera vez ascendiendo el valle del Meloderna hace siglos y que, con su amor por la belleza y las riquezas, pronto robó el alma a los ciudadanos de Broken y les llevó a abandonar los dogmas pragmáticos del antiguo culto a la Luna, cambiando así la misma base de sus vidas. Mas pronto nos veremos obligados de nuevo a hablar de Kafra; bastante habrá de asquearme entonces…
Ágiles como siempre, los tres expedicionarios se preparan para cruzar el puente, y el derrame de las aguas por debajo del mismo les produce más diversión que espanto. El haberse librado de la pantera y la idea de disfrutar de una comida digna del más rico de los Altos (y, sobre todo, la perspectiva de crear algún follón en una noche por lo demás tranquila) se combinan para volverlos cada vez más bulliciosos. Nada más encaramarse al puente empiezan a amenazarse entre ellos con tirarse a empujones y hasta juegan a hacerlo, libres al fin los dos hombres para gritar tanto como quieran; en las rocosas orillas, el rugido del río acalla sus voces.
Para poner fin a sus juegos tendría que ocurrir algo tremendo, pero el talento de Keera consiste precisamente en su capacidad para detectar esas señales siniestras. Alza la nariz en la leve brisa y tensa todo el cuerpo; luego, con un rápido vaivén de su cayado de arce silencia una vez más a sus compañeros.
—¿Qué pasa ahora? —murmura Heldo-Bah—. ¿No será el felino…?
—¡Silencio! —sisea Keera.
Luego, a la carrera, abandona el puente de un salto y se pone a rebuscar algo por el suelo rocoso de la orilla sur del río siguiendo el rastro de un olor inconfundible.
—Ha muerto alguien —anuncia Veloc.
—Sí —contesta Heldo-Bah—. Y lo han dejado pudrirse…
Al poco, están junto a los restos de un joven de Broken. Otrora fue tan alto y bien formado como cualquiera; ahora es una carcasa podrida entre cuyas costillas asoman unas cuantas flechas de bella factura artesanal; varas de madera con revestimiento de hoja de oro, plumas de águila de Davon y puntas de pavorosa plata.
—Debe de ser ese tipo. —La voz de Veloc delata una mínima compasión, aunque ese hombre putrefacto probablemente habría escupido al expedicionario Bane si en vida se hubieran cruzado sus caminos—. El que mataron en ese ritual del que hablabas, Heldo-Bah. Es poco más que un crío…
Heldo-Bah gruñe asqueado.
—Mira las flechas. Que la Luna me fulmine si no proceden de la Sacristía del Alto Templo de la ciudad.
Keera mueve la cabeza en señal de asentimiento, aunque su rostro revela sospechas algo más complejas.
—Pero no hay ninguna mutilación: la cabeza, los brazos y las piernas están intactos. Y lo mataron en nuestro lado del río. ¿Por qué? —Se acerca unos pasos, aún perpleja por lo que ven sus ojos—. ¿Y qué pasa con los carroñeros? Nadie ha tocado este cadáver, cuando lo normal sería que los lobos y los osos lo hubieran desparramado por este lado del bosque. ¿Qué puede…? —Se detiene de repente con el rostro arrugado al detectar un nuevo olor que la lleva de inmediato a desandar sus pasos—. ¡Apartaos! —ordena, al tiempo que alza la antorcha—. No es solo que su carne se esté pudriendo; está enferma. Hasta los carroñeros se han dado cuenta. Por eso no lo han tocado.
—Vale, entonces… —musita Veloc mientras se aleja de los restos—, lo mataron porque estaba enfermo. Lo hacen muy a menudo.
—Pero no tiene sentido —insiste Keera, extrañamente asustada—. Miradlo: nada sugiere que fuera otra cosa que un perfecto joven de Broken. Alto, bien formado, sin debilidad alguna en los huesos de las piernas, un buen cráneo… Y lo mataron aquí, cuando a los enfermos se limitan a abandonarlos en el bosque con ese ritual que llaman mang-bana[20].
—¿Un criminal? —se pregunta Heldo-Bah—. No, no, tienes razón, Keera, no hay ninguna mutilación. Si fuera un criminal, las habría.
—Hemos de descubrir el significado de esta muerte —anuncia Keera.
—¿Y a quién podemos preguntar? —Se nota que a Veloc le pone nervioso la determinación de su hermana—. Somos expedicionarios, Keera. Hacemos incursiones en busca de comida decente. ¿Vamos a preguntar a la guardia de Lord Baster-kin qué ha ocurrido?
El tono resuelto de Keera nunca desfallece.
—Si es necesario, sí, Veloc.
Heldo-Bah sonríe de oreja a oreja, mostrando el hueco negro que se abre entre sus dientes.
—Bueno, ¡la noche promete ser divertida! Además de practicar la caza furtiva, también vamos a capturar a un soldado del Lord Mercader…
Keera mira una vez más hacia el hombre muerto.
—Esto no tiene nada de divertido, Heldo-Bah. Es el peor de los males: el ejercido por los hombres, sea por medio de la brujería o mero asesinato.
—Bien, entonces exige la devolución del mal, ¿no? —Mientras se aleja de regreso hacia el Puente Caído, Heldo-Bah afloja las cintas que sujetan el saco de piel de ciervo a sus hombros—. Lo dejamos todo aquí y nos llevamos solo las armas. —Clava su antorcha en el suelo y luego trepa con destreza hasta una rama alta de un arce en la que deja atado su saco—. Dejadlo todo en alto. No quiero que los carroñeros nos destruyan tres semanas[21] de trabajo.
Veloc no puede ocultar la satisfacción que le produce la nueva misión del grupo, pero al mismo tiempo está enojado con su hermana. Keera es la única del grupo que tiene una familia esperándola a su regreso a la aldea Bane de Okot, que queda a un día entero de carrera hacia el sudeste, incluso a la velocidad de estos tres. El bello Bane se acerca a su hermana para hablarle en tono confidencial mientras Heldo-Bah se mantiene ocupado.
—Keera —murmura Verloc, al tiempo que apoya las manos en sus hombros—, creo que tienes razón acerca de lo que hemos de hacer, pero… ¿Por qué no dejas que Heldo-Bah y yo nos encarguemos y nos esperas aquí? Al fin y al cabo, si nos ocurre algún infortunio nadie llorará por nosotros, mientras que Tayo[22] y los niños necesitan que vuelvas con ellos. Y yo me comprometí a que así fuera.
Aunque conmovida por las palabras de su hermano, Keera frunce un poco el ceño al oírlo.
—¿Y con qué derecho prometiste que volvería, Veloc?
—Tienes razón —contesta Veloc en un tono cada vez más contrito—. Pero yo soy el responsable de que estés aquí… Hasta tus hijos lo saben.
—No seas estúpido, hermano. ¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que esos Ultrajadores os dejaran sin sentido de una paliza tan solo porque cuentan con el favor de la nueva Sacerdotisa de la Luna? No, Veloc. Tayo y los niños saben que el castigo de emprender esta expedición fue una injusticia y lo mejor que puedo hacer por ellos es descubrir si lo que ha ocurrido supone algún peligro para nuestra tribu.
Veloc se encoge de hombros, sabedor de que el sentimiento de culpa que ya experimenta por el castigo que el Groba infligió a Keera se volverá insoportable si ahora le ocurre alguna desgracia. Sin embargo, como aprendió ya hace tiempo a no discutir asuntos importantes con su hermana, sabia y talentosa, empieza a trepar por un roble que queda junto al arce de Heldo-Bah.
—Muy bien. Dame tu saco. Heldo-Bah tiene razón. Si vamos a hacer lo que tú deseas, será mejor que viajemos con poco peso.
—No es lo que deseo —contesta Keera, mientras se suelta las cintas del saco—. Lo que desearía es que no hubiéramos descubierto esta pesadilla. Porque te equivocas, Heldo-Bah.
—Sin ninguna duda —contesta desde arriba el Bane de los dientes afilados, como si la cosa no fuera con él—. Mas dime, te ruego, ¿en qué me equivoco esta vez?
—Has dicho que el mal llama al mal.
—¿A ti te parece que no?
—Me consta que no —dice Keera, alzando el saco—. El mal genera el mal, hace que se extienda como el fuego. Calcina las almas de los hombres, igual que el Sol quema sus pieles. Si hubieras prestado atención a los principios básicos de tu fe, sabrías que fue así como los primeros Sacerdotes de la Luna determinaron que todos los males nacen del mismo Sol, mientras que la Luna, por la noche, recuerda a cada corazón humano su lugar en el mundo, humilde y solitario, y así lo llena de compasión. Mas nosotros no hemos de encontrar compasión al otro lado del río. No, me temo que caminamos hacia el mal. Así que os pido a los dos, por favor, que intentéis no caer en la trampa que el mal nos ha tendido. —Los Bane clavan en ella sus miradas, confundidos—. Nada de matar —aclara Keera—, si no es estrictamente necesario.
—Por supuesto —contesta Heldo-Bah. Baja al suelo de un salto y sus gruesas piernas absorben el impacto con facilidad. Luego añade en voz baja—: Aunque por alguna razón sospecho que lo será…