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La «batalla» por Broken

1.

Durante la breve visita de Arnem a Okot, mientras aquel buen hombre y gran soldado aprendía que, efectivamente, los miembros de la tribu Bane no eran demonios, ni degenerados, ni seres humanos defectuosos empeñados en traicionar aquella tregua para preparar mejor su asalto a Broken, el sabio y astuto Calpihestros no había permanecido ocioso. Trabajando, tan solo por un tiempo, sin la colaboración de los tres expedicionarios, de la que había llegado a depender, pero con la ayuda de su acólito Visimar, parcialmente tullido, junto con otra gente que había aprendido a aceptar su presencia y prestarle toda la ayuda que pudieran, había localizado los dos carromatos más grandes de la ciudad, así como todas las ollas, jarros, ánforas y otros continentes de latón disponibles. Llenaron con ellos los dos carromatos y, mecidos como si fueran en lechos móviles, subieron todos los continentes al laboratorio de la cueva del anciano estudioso. Es decir, los llevaron algunos fuertes guerreros, pues los Bane no tenían bueyes, ni reses ni caballos propios. Una vez allí, Caliphestros y Visimar llenaron todos los botes con diversas sustancias, por lo general malolientes: los verdaderos y misteriosos frutos de los peculiares trabajos que Keera había observado emprender de vez en cuando a Caliphestros durante el tiempo pasado con su gente, ingredientes que al juntarse formaban la misteriosa respuesta a la Adivinanza del Agua, del Fuego y de la Piedra, una respuesta cuyos componentes había que tratar con amabilidad, insistía enfáticamente Caliphestros, durante el viaje de regreso al campamento de Arnem en la Llanura de Lord Baster-kin.

Pese a las inescrutables actividades de los dos sabios (cuya verdadera explicación, según había contado Caliphestros una y otra vez a los Bane, sería más conveniente aportar cuando los resultados del experimento se hicieran visibles ante las puertas de Broken), la visita del sentek Arnem y su comportamiento habían generado un aire tan perceptible de sorpresa y de confianza abierta en Okot, y con tal rapidez, que se llegaba a la inevitable conclusión de que los Groba —cuando se reunieran con él a la mañana siguiente de su llegada, antes del regreso al campamento— ordenarían sin duda al yantek Ashkatar que tomara a tantos de sus hombres como Arnem considerara oportuno y los pusiera bajo el mando del sentek para que formasen parte de la tropa que iba a ascender la montaña de Broken para determinar cuál era exactamente la verdadera situación dentro de la ciudad. Se había producido, por supuesto, cierta oposición por parte de la Sacerdotisa de la Luna, que objetó a que no hubiera ningún papel en aquella campaña para sus Caballeros del Bosque; sin embargo, cuando el sentek Arnem les aseguró, tanto a ella como a los Ancianos del Groba, que la oposición contra los Ultrajadores era tan fuerte en Broken como la de los Bane contra la Guardia de Lord Baster-kin, y que su presencia no haría más que complicar, y quizás arruinar, el propósito de la misión, los Padres del Groba decretaron con absoluta firmeza que los Ultrajadores no participarían. Ni siquiera en una acción de retaguardia para garantizar que ninguna tropa de Broken se escabullera del ataque de los Garras y Ashkatar para lanzar otro asalto al Bosque de Davon.

Cuando el comandante de los Bane preguntó a su homólogo de Broken cuántos guerreros de su tribu iba a necesitar para apoyar a sus dos khotores de Garras, la respuesta del sentek fue tal vez predecible: solo aquellos a quienes pudiera dotarse de armas forjadas con el asombroso nuevo metal de Caliphestros (forja que había visto el sentek con gran interés y satisfacción tras escalar la montaña que se alzaba detrás de Okot). El número se había calculado en tan solo unos doscientos cincuenta de los hombres y mujeres mejor entrenados de la tribu; porque sin aquellas armas, aseguró Arnem a los Ancianos del Groba, ningún guerrero Bane debía atreverse a participar en el inminente ataque a la ciudad imponente y rodeada de murallas de granito. Una vez decididos esos últimos asuntos, habían emprendido el regreso al campamento de Arnem. La marcha se volvía mucho más ardua por la necesidad de manejar con delicadeza los carromatos de Caliphestros y transportar su contenido, bote a bote, por el Puente Caído: cada continente iba firmemente sellado para que los vapores que emitían sus diversos contenidos no contaminaran a quienes los cargaban, y aun así estuvieron a punto de producirse un par de accidentes en lo alto del Zarpa de Gato. De todos modos, cuando ya los tuvieron en la Llanura y dentro de los carromatos, y dispusieron de caballos, y no de hombres, para transportarlos, empezaron a progresar con mucho mejor ritmo; sin embargo, nada podía evitar que los soldados de ambos ejércitos se preguntaran qué podía haber dentro de aquellos botes para crear semejante efecto.

El aire de misterio se vuelve más profundo ahora, cuando los Garras abandonan el campamento: porque, con la fuerza combinada de los guerreros de Broken y los Bane empezando a moverse por la ruta del sur que asciende hacia la gran ciudad, un anillo de bruma se va formando en las partes media y alta de la montaña. Pese a su blanca pureza, es una bruma llamativamente seca; y entre los Bane y los Garras —que se han acostumbrado con extraordinaria rapidez a verse como aliados, sentimiento instado por sus respectivos comandantes, a quienes ambos bandos respetan o incluso adoran— se contagia a toda velocidad la tendencia a ver esa bruma como una especie de bendición de sus respectivas deidades, pues hará que sus movimientos sean mucho más difíciles de detectar desde las murallas de la ciudad. (No tienen modo de saber, como vosotros, lectores que encontraréis este Manuscrito dentro de muchos años, que eso que consideran un regalo divino y único, era, de hecho, la primera aparición en la historia de la montaña del mismo halo brumoso que ha hecho famoso a Broken desde entonces y por el que, probablemente, quedará marcado hasta el fin de los tiempos).[252] Equiparada al entusiasmo general por el acero de Caliphestros —que tanto los Bane como los Garras, por su gran experiencia en la batalla, reconocen como indiscutible bendición—, la bruma genera un aire que todavía promueve con mayor intensidad los sentimientos más cordiales entre estos antiguos enemigos.

La niebla, mientras tanto, tiene un efecto totalmente distinto en Broken: tal como esperaba Arnem, efectivamente hace casi imposible que los hombres de la Guardia de Lord Baster-kin que controlan las murallas de la ciudad determinen por dónde se acercan los ejércitos aliados[253]. Y el conocimiento de esa confusión, aportado por los sigilosos exploradores de Akillus, provoca que una atmósfera cada vez más cordial se apodere de la expedición: tanto los Garras como los Bane saben muy bien que van a necesitar de esa clase de ventajas compensatorias. Por mucho que se diga de la Guardia de Baster-kin, ahora no va a luchar en el terreno oscuro y ajeno del Bosque de Davon, sino detrás de las murallas inquebrantables de Broken y sus imponentes puertas de roble y hierro: una posición cuya superioridad es casi imposible medir en números o por medio de la comparación de habilidades. Ciertamente, de todos modos, la proporción de dos guerreros contra uno —a la que se enfrentarán los Guardias si consiguen no solo luchar sobriamente, sino organizar sus posiciones y su sistema de respuesta al asalto de manera rápida y eficaz— no debería bastar, en circunstancias normales, para causar alarma alguna a los defensores de la ciudad, así como tampoco los atacantes deberían entenderla como un buen presagio. Así, Arnem y Ashkatar se inclinan a contemplar cualquier desarrollo o disposición favorable con un ánimo mayor incluso del usual y se obligan a tratar con ojos y oídos indulgentes las diversas situaciones, a menudo divertidas, que surgen del proceso en que los Garras y los Bane se van familiarizando con las costumbres ajenas durante la marcha.

Esa necesidad de indulgencia no hace más que reforzarse cuando se plantean la probabilidad de que quien se sitúe a espaldas de los soldados de la Guardia sea su estricto y a menudo aterrador comandante: el Lord Mercader, impulsado sin duda por el deseo incontenible de una nueva esposa y una nueva familia cuya obtención ha implicado tantos sacrificios, así como por la deserción de su senescal, presionará a sus hombres para que ofrezcan una dura resistencia que están muy capacitados de mantener.

—¿Qué opinas de esto, Lord Caliphestros? —pregunta Arnem con alegría mientras galopa hacia la zona de intendencia desde su posición habitual, a la cabeza de la columna—. ¿Una bruma casi seca? ¿Qué nos anuncia con respecto a tu predicción de lluvia asegurada?

Caliphestros sigue agarrado con fuerza a los hombros de Stasi mientras la pantera camina junto al primero de los dos carromatos, en el que viaja Visimar y conduce Keera, compensando su falta de fuerza física con su capacidad para comunicarse por medio de la manipulación de las riendas y los arneses con los dos caballos que tiran del vehículo. Stasi, por su parte, deja bien claro a las bestias que solo será tolerable su estricta obediencia a su conductora, sin llegar a asustar tanto a los caballos como para que se encabriten. Veloc y Heldo-Bah llevan las riendas del segundo carromato y en el interior de ambos vehículos viajan Garras de retaguardia para asegurarse de que las cuerdas que mantienen fijos los contenedores no vayan ni demasiado apretadas ni demasiado sueltas y ofrezcan justo la flexibilidad necesaria para inmovilizar ese cargamento que tan valioso parece y, al mismo tiempo, absorber los golpes de los baches que, por invisibles, no puedan evitar los carromatos.

—Me doy cuenta de las ventajas de este fenómeno desde una perspectiva militar —responde Caliphestros, con los ojos siempre fijos en el interior de los dos carromatos—. Y me encanta que no traiga consigo nada de humedad… Todavía. Pero cuando llegue el momento, sentek, necesitaremos lluvia: una buena lluvia que lo empuje todo. Y como no tengo una visión clara del cielo de la noche, ya no estoy tan convencido de que vayamos a tenerla. Ciertamente, el viento del oeste que tanto prometía ha amainado… Y eso no me complace.

—Bueno, si me contaras por qué necesitas esa lluvia —responde Arnem, con la esperanza de que este rodeo para sonsacarle no suene tan grosero como parece—, podría enviar a unos cuantos hombres de Akillus montaña arriba, o abajo, a alguna posición desde la que pudieran intentar adivinar qué tiempo se acerca con más claridad.

—Y yo podría caer en tu estratagema, bastante obvia, sentek —responde Caliphestros—, si de verdad me pareciera posible que tus exploradores hicieran algo así. Sin embargo, la caída del viento, junto con la presencia de estas montañas y colinas que nos rodean y que canalizan los patrones climáticos pero también los esconden, hace que me parezca imposible que la visión de tus exploradores, desde cualquier punto de este camino, sea rigurosa… —El anciano asiente una sola vez con un movimiento de cabeza—. Pero, a cambio, te ofrezco esto: envía al linnet Akillus, pues sé que será incapaz de dejar pasar esta oportunidad de vivir una aventura y obtener información, junto con los hombres que necesite para este encargo, y si vuelven con buenas noticias aceptaré explicarte lo que pueda acerca de lo que llevamos en esos carromatos.

—O sea que te fías absolutamente de Akillus —dice Arnem con una sonrisa—, y de mí apenas con algunas reservas. Hak, en tu división entre lo bueno y lo malo no sé quién es mejor de nosotros dos.

El viejo sabio no puede evitar devolverle la sonrisa al soldado:

—Entonces, has pensado en mis palabras, ¿eh, sentek? Y sospecho que las has entendido.

—Estudiarlas, sí, pero… ¿entenderlas? —Arnem menea la cabeza y luego se vuelve y se da cuenta de que tanto Keera como Visimar los escuchan con atención—. Sigo sin saber quién es el hombre de Broken que hace el mal en nombre de lo que él cree una buena causa.

—¿De verdad no lo has adivinado, sentek? —responde Caliphestros, sorprendido.

Tras instar a Arnem a acercarse a su lado tanto como permita Ox, habida cuenta de la presencia de Stasi, el veterano estudioso estira el cuerpo tanto como le permite su comprometido estado hacia el comandante y le dice en un susurro:

—Es el mismo Lord Baster-kin.

Keera suelta un resuello repentino, casi audible para los conductores del carromato que va detrás de ellos, eternamente inquisitivos. Arnem, por su parte, se aparta, atónito.

—¡Lord…!

Caliphestros sisea para exigir silencio.

—Por favor, sentek. Te lo he dicho con toda confianza. Ha de permanecer oculto, especialmente para ese ruidoso saco de obscenidades verbales y físicas que conduce el carromato que llevamos detrás. O sea que no se hable más. Ahora lo estudiarás, igual que estudiaste mi afirmación anterior, y llegarás a comprender lo que quiero decir cuando te corresponda.

Todavía aturdido en parte por lo que acaba de oír, Arnem no puede más que responder con debilidad:

—Me temo que habrá demasiado poco tiempo, mi señor. No estamos tan lejos de la Puerta Sur de Broken como podría parecerte y solo podré dedicar a ese estudio el tiempo que tardemos en llegar hasta allí.

—Pero eso no es del todo así —responde Caliphestros—. ¿No has dicho tú mismo que nos tendremos que detener en la pradera abierta y más o menos llana que usa vuestra caballería para entrenar, justo al sur de la ciudad, antes de llegar a las murallas? ¿Tenías la intención, si no recuerdo mal, de permitir que tus ingenieros empezaran a contruir las distintas ballistae que he pedido con madera de los árboles colindantes, así como determinar cuántos caballos se han escapado de los esfuerzos de Lord Baster-kin por hacerse con ellos para aportar provisiones extraordinarias de carne a la población de la ciudad durante el asedio que se les echa encima?

—Así es —contesta—. Y eso llevará tiempo, porque a esos caballos se les ha enseñado a evitar que los capturen, y más unas manos tan poco entrenadas como las de los guardias, y probablemente estarán diseminados. Además, no sé por qué sigues insistiendo en lo de las ballistae si sabes tan bien como yo que tanto el granito de las murallas de Broken como la densa madera de roble de sus puertas son inmunes a esa clase de armas. Y la construcción de esos ingenios nos llevará la mejor parte del día y de la noche, incluso contando con artesanos tan habilidosos como los linnetes Crupp y Bal-deric y sus hombres.

—Quizá mi explicación de por qué quiero esas máquinas, cuando la oigas, altere tu punto de vista —repite Caliphestros, consciente de que está mostrando un cebo al que el sentek no se podrá resistir—. Entonces, parece que te sobran el tiempo y el razonamiento.

—Y parece que, una vez más, me has manipulado —comenta Arnem sin resentimiento—. Ahora ya sé quién enseñó esa maniobra a Visimar. Muy bien, entonces… ¡Akillus!

El sentek, con la mente concentrada de nuevo en lo que les ocupa, espolea a Ox para que avance y los otros siguen oyéndole llamar a gritos a su jefe de exploradores incluso cuando la extraña nube que los rodea se lo ha tragado ya.

—Bueno —comenta Visimar con una risilla—. Muy bien llevado. Tus dotes para la negociación no han sufrido durante los años que has pasado entre los habitantes del Bosque, mi señor.

—Tal vez, Visimar —responde Caliphestros—. Pero he dicho algo que es simple e indiscutiblemente cierto: hemos de averiguar qué cambios augura esta extraña bruma para el tiempo de la montaña, si es que va a producirse alguno.

—Y yo diría que lo conseguiremos —afirma Visimar—. Akillus tiene buen ojo para los detalles, además de habilidad para reunirlos con rapidez.

—Esa era precisamente mi impresión —concede Caliphestros—. Entonces, no tendremos que esperar mucho.

—No, no mucho —añade Keera en voz baja desde su asiento, detrás del antiguo acólito de Caliphestros—. Pero tal vez lo suficiente, y con la suficiente distancia de cualquier oído que no sea el tuyo y los nuestros, mi señor, para que nos expliques, sin temor a ninguna interrupción resentida, qué ocurrió en el Bosque justo antes de la matanza del primer khotor de la Guardia de Lord Baster-kin…

El comentario no parece sorprender a Visimar y por ello Keera se da cuenta de que este deber de haber hablado ya con Caliphestros acerca del encuentro de este con la Primera Esposa de Kafra. Le toma desprevenida que Visimar se vuelva hacia el carromato que va tras ellos y grite:

—¡Eh! ¡Heldo-Bah! ¡Veloc! Venid, ayudadme a bajar para que pueda comprobar que vuestros botes van bien asegurados. No es que desconfíe de vuestros ayudantes, pero ni ellos ni vosotros habíais manejado nunca materiales como estos.

—¿Qué te hace creer que necesitamos la ayuda de un hombre con una sola pierna y medio cerebro? —responde Heldo-Bah—. Tú preocúpate de tu carromato, acólito. —Stasi se vuelve hacia Heldo-Bah y le dedica una mirada admonitoria que, pese a su brevedad, cumple su propósito—. Ah, venga, ve a traer a ese viejo lunático, Veloc.

Veloc trota con agilidad hacia ellos y, mientras los dos carros se detienen brevemente, ofrece a Visimar un hombro y dos buenas piernas en las que apoyarse para que pueda liberar de su peso la gastada pieza de madera y cuero que tantos años ha pasado atada a un cuerpo, que en otro tiempo estuvo entero.

—Volvamos a emprender el camino en cuanto podamos —ordena Caliphestros. Keera hace arrancar a los caballos de nuevo y él se dirige a la rastreadora en privado—. Porque quiero terminar esta historia antes de que lleguemos al prado del que hablábamos con el sentek Arnem, cuando vuelvan Akillus y sus exploradores.

Heldo-Bah está tan ocupado con el asunto de volver a llevar a Visimar al banco de su carro que no puede ni intentar escuchar la conversación que se desarrolla en el vehículo de delante. Cuando los caballos avanzan de nuevo, sin embargo, el Bane desdentado se inclina a un lado y habla con su nuevo pasajero.

—Bueno, acólito, te voy a facilitar mi amistad: dime de qué van hablando esos dos.

—¿Y por qué quieres saberlo, Heldo-Bah? —pregunta Visimar, con tono firme, pero cordial—. Aunque te lo dijera, sería como un idioma extranjero para ti: pura charlatanería que no representaría más que un conflicto con tu manera de ver el mundo.

A Heldo-Bah se le abren los ojos como platos.

—¿Tan bien me conoces como para decir eso con certeza?

—Eso creo —responde Visimar. Luego mira a su amigo desdentado y dice con orgullo—: Hablan de amor, Heldo-Bah, si no me equivoco.

—Ah —protesta Heldo-Bah—. ¿O sea que yo no sé nada de amor? ¿O de pérdida?

—No he dicho eso —contesta Visimar—. Simplemente, no del tipo de amor del que están hablando.

—Vosotros dos podéis creer lo que queráis —dice Heldo-Bah, con la intención de elevarse por encima del insulto con un orgullo bastante absurdo—. Pero, al mismo tiempo, volved a nuestra historia. Quiero saber cómo se las arregló esa reliquia inteligente que ha viajado con nosotros —añade, señalando a Caliphestros— para convencer a esta mujer de que se dejara llevar a la cama.

—¿Y por qué tuvo que ser él quien convenciera a la otra parte? —quiere saber Visimar.

—Otra vez esa discusión —gruñe el expedicionario de los colmillos afilados—. Deja esas ideas para los tontos como Veloc, anciano. Son inferiores a ti, si es que tu talla como sabio místico llega a la mitad de lo que daban por hecho los Altos en otro tiempo.

Ante el obvio dilema, Visimar niega una sola vez con la cabeza.

—No es así… Y si Veloc me ayuda a traducirlo a este lenguaje tuyo tan especial, Heldo-Bah, te lo explicaré. —Heldo-Bah asiente con firmeza, sin darse cuenta de que lo acaban de insultar de pleno, y la historia continúa—. Bueno —dice Visimar—, te advierto que lo que he de decir no coincide con lo que tienes en mente, de ninguna manera. Tú deseas una historia llena de lascivia, pero la historia circula más bien en la dirección opuesta.

—Cualquiera que sea la dirección —responde Heldo-Bah—, deseo saber cómo alcanzó el anciano un logro como llevarse a esa bella criatura a la cama.

—Te vas a llevar un chasco —repite Visimar—. Porque creo que mi maestro, o antiguo maestro, le está contando ahora a Keera que fue Alandra quien se lo llevó a él… Y el resultado fue una devastación. Para los dos.

2.

El gran campo de entrenamiento de la caballería del que hablaba el sentek Arnem está flanqueado por los lados sur y oeste por caras de acantilados, de modo que el camino que lleva hasta él llega desde el este y luego sigue ascendiendo hacia el norte. El último tramo del sendero que los dos carromatos han de recorrer todavía no es largo, pero como el campo está en un altiplano la aproximación es muy pronunciada y se ven obligados a prestar una atención especial a los carromatos, muy cargados; y sin embargo, ni siquiera esa necesidad de calma y tranquilidad impide que los caballos anuncien su llegada, pues el lugar les resulta familiar, ya que han pasado mucho tiempo en él, entrenándose para la batalla. La experiencia de llegar ahora arrastrando esos carromatos tan cargados les resulta confusa e irritante. Por ello el resto del viaje se vuelve complejo y Heldo-Bah dispone de más tiempo para agobiar a Visimar con preguntas acerca del romance entre Caliphestros y la Primera Esposa de Kafra, llamada Alandra. No es que a Heldo-Bah le resulte difícil entender los datos básicos de la historia: es perfectamente fácil ver que un hombre como Caliphestros —diez o más años más joven entonces, con el cuerpo entero y en forma, con su experiencia, su sabiduría y su mundo, con tanto prestigio ante el Dios-Rey Izairn y su séquito que hasta le dieron cámaras propias y un laboratorio dentro de la alta torre del palacio real de la Ciudad Interior, y con su cargo de Viceministro, que nadie había ostentado nunca— pudo verse seducido por los encantos de una mujer joven como la Primera Esposa de Kafra, habida cuenta de sus hechiceros ojos verdes y su larga melena brillante, lisa y negra como el carbón, por no hablar de esa figura que todavía hoy representa todos los atributos que los Altos admiran. Efectivamente, Caliphestros había sido el tutor de los descendientes de Izairn desde poco después de llegar a Broken: durante el mismo período, en realidad, en que se murmuraba que era el líder de un grupo (del que Visimar era miembro principal) que robaba cadáveres, los usaba para hacer experimentos profanos, con incursiones en toda clase de artes negras al tiempo que cumplía con sus tareas reales. Sus acusadores terminaron preguntando cuál era su mayor ofensa, si la brujería o el haber «guiado», supuestamente, a la joven a convertirse en su amante. Era ciertamente una pregunta extraña en una sociedad cuyos dioses y sacerdotes exigían toda clase de indulgencias físicas entre todos los sexos y edades (o hasta especies en algún caso). Por ello, la segunda acusación no habría tenido peso alguno sin la primera, y por eso los enemigos de Caliphestros entre el clero kafránico —tras haber sobornado al joven príncipe Saylal— sabían que debían obtener también el apoyo de la Princesa Real si aspiraban a que alguna vez se cumpliera su sueño de expulsar al extranjero influyente, aunque blasfemo, y a sus seguidores.

Y, sin embargo, el problema se presentaba una y otra vez: en un mundo en el que los sacerdotes no solo podían permitirse los excesos físicos, sino que llegaban incluso a ritualizarlos, ¿cómo podía ser que una historia de amor (y Visimar ponía un énfasis especial en señalar que en primer lugar, y por encima de todo, se trataba de una historia de amor) entre dos personas que solo diferían en su edad, por grande que fuera esa diferencia, fuera considerada como una especie de «perversión»? Para los sacerdotes, la única manera de convencer a Alandra de que ella no se había entregado, sino que había sido robada, era hacerle ver que él se había metido en su mente gracias a la brujería cuando ella no era todavía su amante, sino su alumna, no para llenarla de enseñanzas sagradas, sino de ciencia blasfema… y de deseos.

—Gran Luna —masculla Heldo-Bah al oírlo. Al fin y al cabo, como él mismo ha dicho, no es tan ignorante en las cosas del amor y del deseo como para no comprender esas ideas—. Yo sabía que esos sacerdotes eran demonios manipuladores y sus seguidores poco más que ovejas esquiladas, pero… entonces, ¿tú no tienes ninguna duda de que ella lo amaba de verdad, Visimar?

—Yo se lo noté —responde Veloc, antes de que pueda hablar el viejo tullido.

—Ah —gruñe Heldo-Bah—. Claro que lo viste, historiador. Tú lo ves todo para poder cantárselo algún día a nuestros hijos…

—No digo que lo entendiera, Heldo-Bah —susurra Veloc en tono de protesta—. Pero vi algo. Y Keera también, y ella lo entendió y luego me lo explicó. El dolor en los ojos de Caliphestros, y también en los de ella, aunque fuera apenas durante unos instantes. Mezclado con sus amargas afirmaciones…

—Sí, amargas —dice Visimar—. Porque, como se ha observado a menudo, no hay mayor amargura que la que resulta de un amor destruido con obstinación. Y la felicidad que mi maestro y Alandra habían conocido fue destruida con obstinación; planificaron su muerte con tanta certeza como el asesinato de Oxmontrot, y la ejecutaron con la misma crueldad. Y si Alandra tenía alguna duda, los sacerdotes solo tuvieron que aprovecharse de la ambición que había en ella: al fin y al cabo, le dijeron, ¿acaso había compartido con ella sus secretos más profundos, sus mayores conocimientos, por muy blasfema que fuera esa brujería? ¿Era eso amor, no darle todo lo que sabía? En realidad, mi maestro solo estaba protegiendo a Alandra, pues sabía bien el papel que le tocaba representar en Broken por nacimiento; si la hubiese involucrado del todo en sus trabajos, ella podría haber terminado mutilada y, casi con total seguridad, asesinada también al borde del Bosque de Davon. Y, sin embargo, desde el momento en que ella empezó a creer que él le escondía fuerzas y conocimientos poderosos, secretos que a Alandra no le parecían propios de brujería, sino de magia, su acusación pasó a ser mera cuestión de tiempo. Eso lo vimos todos y le pedimos que abandonara la ciudad. Pero él se negó a irse. Mirad, nunca aceptó que el ansia de poder que sentía Alandra era mayor que su amor por él; y, como digo, privada de la totalidad de su poder, estuvo dispuesta a aceptar la forma más vulgar que le ofrecían los sacerdotes (por mucho que se la presentaran como «sagrada») e interpretar que Caliphestros, más que protegerla, estaba más decidido que nunca a mantener una posición de poder entre ellos dos. Así selló él su destino, primero con los sacerdotes y luego con él; y, más doloroso todavía para Caliphestros, ella empezó a verlo cada vez más como a un viejo malvado, o incluso blasfemo, que en vez de adorarla se había dedicado a contaminarla.

—Hak… —murmura Heldo-Bah. Sin embargo, hay compasión en su interjección, algo parecido a lo que mostró ante la pantera blanca cuando descubrió que quien había matado a sus cachorros era Rendulic Baster-kin—. Pobre viejo loco… Bueno, todo eso demuestra que puedes viajar por todo el mundo y aprender de los grandes filósofos y, en cambio, cometer los errores de un pueblerino Lunático e inexperto que, en materia de mujeres, no conoce ni el pueblo vecino.

Visimar se vuelve un momento para estudiar con cierta sorpresa al sucio y apestoso conductor del carromato.

—Eso ha sido un comentario extaordinariamente pertinente, Heldo-Bah.

—No los esperes a intervalos regulares —comenta Veloc con una sonrisa—. Pero de vez en cuando se le escapa alguno.

Heldo-Bah echa mano de uno de sus cuchillos a toda prisa, pero Visimar, con la misma rapidez, le frena la mano con una fuerza sorprendente para alguien que lleva muchos años obligado a moverse con un bastón y una pata de palo.

—Dejaos de tonterías —dice el anciano—. Escuchadme los dos atentamente, porque ahora llegamos a la parte más interesante de la historia.

—Ah, ¿sí? —responde Heldo-Bah mientras relaja el brazo y azuza a los caballos—. ¿Hay algo más interesante que acostarse con la Primera Esposa de Kafra?

—Sí que lo hay, Heldo-Bah —dice Visimar en tono tranquilo—. Porque la última vez que me reuní con mi maestro en el Bosque para llevarle provisiones, poco antes de que los sacerdotes se me llevaran para la tortura de mi Denep-stahla, tenía todavía la mente destrozada pese a su gran afecto por la pantera blanca. Sabía que Alandra, una vez tomada la decisión de condenarlo como monstruo y demonio, seguiría cultivando ese sentimiento. Y eso le causaba una herida muy profunda. Y sin embargo esa herida ya casi está curada del todo. En cierto modo esa gran fiera ha estado a la altura del nombre que él le dio, Anastasiya, al devolverlo a la vida cuando resignarse a morir hubiera sido el camino más fácil. No solo lo devolvió a la vida, sino que en cierto modo lo cambió: ella hizo desaparecer gran parte de la arrogancia que él tenía y que provocó su crisis definitiva con los sacerdotes y Alandra. ¿Cómo consigue eso un animal, por muy poderoso que sea? ¿Alguno de vosotros puede decírmelo, después de tantos años en el Bosque?

Tanto Heldo­-Bah como Veloc parecen en cierta medida avergonzados por su incapacidad de dar a Visimar la respuesta que busca. Al fin, Veloc se limita a decir:

—La que sabe de estas cosas, mucho más que nosotros, es mi hermana.

—Bueno —suspira Visimar, levemente desconcertado—. Tiene que haber alguna explicación.

—La hay —masculla Heldo-Bah, que siempre que habla de estos asuntos parece reprochárselo a sí mismo—. Y, aunque Veloc está en lo cierto y nosotros no podemos darte detalles, viejo, hay un factor básico del que me he dado cuenta y del que, sospecho, proceden los detalles. —Señala hacia delante, a las figuras de Caliphestros y Stasi: dos seres que, en el inminente crepúsculo, parecen combinarse en una sola criatura—. A veces los seres de tu propia especie son las últimas criaturas que pueden o quieren ayudarte y ni siquiera les importa si vives o mueres. Pero si alguien de gran corazón, como ese felino, sí que se preocupa, si escoge preocuparse, si, en resumen, te escoge, entonces llena un espacio que ningún humano puede ocupar. Ningún simple ser humano, ninguna poción, ningún polvo o droga… Y hacedme caso: yo he probado las que él crea para aliviar el dolor y son eficaces. Pero no lo suficiente. Nada lo es, salvo otro gran corazón. Y lo contrario también es cierto: fue un humano quien curó el corazón de Stasi. Yo lo he visto entre ellos dos. —Heldo-Bah echa un escupitajo ladera abajo y menea la cabeza—. Por tanto, si ese viejo está sano y todavía es capaz de hacer lo que parece estar haciendo, buscar conocimiento y justicia, se debe solo a esa razón. No me pidas que te explique cómo ocurre: eso, como dice Veloc, se lo preguntas a Keera. Yo solo sé que es así…

De nuevo —esta vez, en silencio—, Visimar estudia a Heldo-Bah apenas un instante, impresionado por las palabras del expedicionario, y luego mira a Veloc, que se encoge de hombros.

—Y entonces, Heldo-Bah —pregunta Visimar—, ¿qué «gran corazón» mantuvo tu alma viva cuando te desterraron de Broken? Porque a mi señor Caliphestros y a mí también nos han contado esa historia. —Heldo-Bah fulmina a Veloc con una mirada gélida y este se limita a negar meneando enfáticamente la cabeza—. No, no fueron tus amigos —se apresura a puntualizar Visimar—. Fueron sus padres, Selke y Egenrich, cuando mi maestro y yo volvimos a vuestra ciudad a preparar estos carromatos. Son gente amable de verdad, Heldo-Bah, y sin embargo tú volviste a tus viejos hábitos incluso cuando vivías con ellos.

—Eso —dice Heldo-Bah— es porque en mi alma arde un tipo de alma distinto, Visimar.

—Ah —contesta el tullido en tono cómplice—. Venganza.

Heldo-Bah asiente con la cabeza.

—Un espíritu muy distinto que también puede llenar el corazón. No defenderé que tenga efectos de la misma grandeza —dice en voz baja—. Pero es mucho más letal.

De nuevo, Visimar se vuelve hacia Veloc, pero esta vez el guapo historiador se limita a sonreír y rechaza la última afirmación de Heldo-Bah como pura bravuconería.

A continuación se produce un sliencio incómodo; pero entonces, de repente, los caballos airean su frustración y su cansancio con grandes resoplidos y los carromatos dan un último tirón repentino y luego quedan planos; con la misma velocidad y precariedad los dos grupos abandonan el camino flanqueado de árboles y maleza y se encuentran en el campo de entrenamiento de la caballería, mucho más grande de lo que imaginaba Visimar, en el que muchos de los jinetes del sentek Arnem, así como los pocos exploradores que no han salido a averiguar qué condiciones climáticas se aproximan, galopan por el amplio campo persiguiendo a los caballos del ejército regular que quedan sueltos y están muy desaten­didos.

—Baster-kin se llevó unos cuantos a la ciudad, Lord Caliphestros —explica el sentek Arnem, que cabalga de nuevo hacia los carromatos, que, entre la bruma y la cercanía del anochecer, resultan difíciles de encontrar porque se han detenido a la sombra de varios abetos grandes—. Pero parece que lo hizo simplemente para satisfacer los sentimientos de los más poderosos de sus compañeros mercaderes y sus familias, a quienes debían de pertenecer los ca­ballos, porque también se ha llevado algunos ponis[254] de los niños ricos.

En ese momento, el ruido de unos cascos más rápidos y ligeros que se acercan saliendo de la penumbra y la bruma interrumpe a Arnem y todos los presentes en los carromatos, o alrededor de los mismos, presencian la aparición del yantek Ashkatar, montado en un caballo pequeño de color canela, con la cola y la crin blancas. El tamaño inusual del animal hace que Stasi —convencida de que se trata meramente de un caballo de guerra joven de Broken— abra mucho los ojos y agite la cola con pensamientos de cacería; sin embargo, mientras Caliphestros la calma, hasta la pantera se da cuenta de que eso no es ningún potro, sino una criatura adulta; un descubrimiento desconcertante, pues iguala a la montura con, al menos, algunos de los Bane.

—¡Mira este diablillo, Keera! —exclama Ashkatar—. ¿Has visto alguna vez algo parecido? Aguanta mi peso con tanta facilidad como cualquiera de sus primos mayores, pero me permite cabalgar con un control total.

—Sí, he visto otros parecidos, yantek —responde Keera, sin dejar de sonreír y hasta reírse por la alegría de su comandante.

—Cualquiera que haya estado en Broken ha visto algo parecido, Ashkatar —dice Heldo-Bah en tono desdeñoso, mientras desmonta—. Los Altos crían algunos para sus hijos y otros, de variedades más burdas, para tirar de carromatos y vagonetas montaña arriba, porque son ciertamente tan fuertes como extraños.

—Bueno, pues yo nunca había estado en Broken, como sabéis —responde Ashkatar—. Y por lo tanto estoy sorprendido y a la vez encantado de descubrirlos. Tiene que haber unos cincuenta en este campo, junto con una cantidad de caballos tal vez mayor. Parece que a Baster-kin no le da miedo nuestra llegada.

—Sí —afirma Arnem mientras se baja de Ox—, ojalá ni se la espere. Pero, tal como ya nos han dicho los exploradores… —entrega las riendas de su montura a Ernakh, siempre listo, se acerca al carromato delantero y mira a Caliphestros, aunque guarda una distancia prudencial entre su cuerpo y Stasi—, está vigilando para captar la primera señal de nuestra llegada a la cumbre de la montaña. Así que te tocará a ti castigarle por habernos dejado tantas monturas. Ese… y tantos otros crímenes y errores, mi señor. Castigarle con eso… Lo que sea que va dentro de esos botes. —Al asomarse al carromato de Keera, Arnem aspira una bocanada del olor que sale de su interior y da un paso atrás—. Por las pelotas de Kafra, ¡vaya peste! Espero que sea un presagio de algo inusual… Porque las puertas de Broken, como sabes, no se someterán con las ballistae, ni siquiera con llamas ordinarias.

De repente, por el sendero de la montaña se repite el eco que aumenta los cascos de caballos al galope tendido, junto con un grito que les pide, una y otra vez, que se aparten a un lado del camino. Heldo-Bah vuelve a montar en su carromato de un salto para dirigirlo al lado izquierdo de la apertura del camino que lleva al campo de entrenamiento, mientras que Keera mueve el otro hacia la derecha.

—¡Es ese explorador tuyo, sentek, que tiene fuego en el cerebro! —grita Heldo-Bah—. A juzgar por cómo suena su voz y por el ritmo de su caballo, no sé qué quiere, pero yo de ti me movería. Ese hombre es capaz de atropellar con el caballo a su madre con tal de conseguir su propósito.

—Por eso confío en él —responde Arnem.

Sin embargo, el comandante, Ashkatar y Niksar hacen caso de la sugerencia de Heldo-Bah y luego se quedan mirando el sendero lleno de surcos, a la espera de que aparezca el rostro de Akillus. Pero antes de eso se oye el resonar de otros cascos de caballo por el norte, que llegan al campo de entrenamiento por un fragmento relativamente corto de camino que lleva hasta el terreno que se extiende ante las puertas del sur y sudoeste de Broken.

—¿Dónde está el sentek Arnem?

El grito procede de ese segundo grupo de exploradores enviados hace rato en esa dirección por el comandante. Enseguida les dicen dónde y bajan a toda prisa hasta donde se encuentran los carromatos, a los que llegan casi en el mismo instante que Akillus.

—¡Sentek! —llama el linnet de la línea que lidera el grupo del norte—. El cielo está despejado cuando se llega a campo abierto más arriba. Todavía hay una tormenta violenta entre las colinas del oeste, desde luego, pero con esta luz es muy difícil decir cuánto tardará en descargar sobre Broken, y eso suponiendo que sea así.

—Nuestros informes también lo confirman, sentek —añade Akillus—. ¡Todo es incierto!

Arnem asiente con frialdad y se da media vuelta para administrar órdenes a Ernakh.

—Informa a los linnetes Crupp y Bal-deric que han de consultar a Lord Caliphestros qué clase de ballistae quiere que hagan y que empiecen a prepararlas de inmediato. No vamos a pasar más de un día y una noche en esta tierra antes de avanzar hacia Broken.

Ernakh se monta de un salto en su pequeña montura y Arnem se vuelve hacia Caliphestros.

—Bueno, mi señor —dice, no con poca incomodidad en la voz—. Ha llegado el momento: tú has de elaborar tu respuesta a la Adivinanza del Agua, el Fuego y la Piedra, y los demás tenemos preparativos que hacer.

—No estés tan preocupado, sentek, aunque solo sea por el bien de tus hombres —responde Caliphestros con una risilla. Mientras se baja del lomo de Stasi, el anciano acepta la ayuda de Keera para atarse el aparato de andar a los muslos y luego ella le entrega las muletas—. La unión será tan necesaria para nuestro empeño como la fuerza. Baster-kin, recuérdalo, cree que tiene la razón de su lado. Está convencido de que lucha por una buena causa y resistirá tanto como pueda. Los únicos amigos que nos quedan son la rapidez y la esperanza; esperanza de que, gracias a esta bruma, no sepa todavía con exactitud dónde nos encontramos.

—Muy bien, Lord Caliphestros —dice Arnem mientras hace girar a Ox para cruzar el campo de entrenamiento y empezar a organizar su ataque—. Haré caso de esos razonamientos para animarme, pero seguiré esperando a ver qué milagro sacas de esos botes.

Cuando las siluetas de los diversos oficiales se desvanecen en la bruma, Caliphestros alza la mirada hacia la montaña pese a que, desde donde se encuentran él, los expedicionarios y Visimar, solo se puede ver el brillo de las teas y la parte más alta de las murallas y de las torres de vigía de Broken.

—Ningún milagro, sentek —dice en tono suave. Luego alza la voz y se dirige a su antiguo acólito—. Ningún milagro, ¿eh, Visimar?

—Ah, ¿no? —dice Heldo-Bah en tono escéptico mientras empieza a desatar los contenedores de los carromatos con la ayuda de los otros expedicionarios—. ¿Y entonces, anciano?

—Dime, Heldo-Bah —responde Caliphestros—, tú tienes más mundo que la mayoría de los presentes en este campo; ¿alguna vez has oído nombrar, entre los comerciantes y los mercenarios que frecuentaban Daurawah, o cualquier otro lugar, de lo que los kreikisch llamaban «el automatos del fuego»?[255]

Heldo-Bah para de trabajar y se queda mirando fijamente a Caliphestros con una mezcla de asombro e incredulidad.

—No has…

—Sí que he… —responde Caliphestros, mientras Visimar se ríe con levedad del asombro del Bane.

—¡Pero si el automatos del fuego es un mito! —protesta Heldo-Bah, con la voz controlada para no provocar una extensión del pánico, pero pataleando como un crío, como tiene por costumbre cuando se le presenta algo que no es capaz de soportar—. Tiene tanto de mito como tu Adivinanza del Agua, el Fuego y la Piedra.

—¿Qué es un mito? —preguntan Keera y Veloc, casi al uní­sono.

—¡Ah, Luna…! —exclama el Bane desdentado, con la misma urgencia soterrada en la voz.

Pero Keera lo interrumpe:

—¡Heldo-Bah! ¡Ya te he advertido por tus blasfemias!

—¿Blasfemias? —responde Heldo-Bah—. ¿Qué importan las blasfemias? Keera, estos dos viejos locos han confiado todo nuestro empeño a una fantasía.

Pero Caliphestros y Visimar siguen riéndose en voz baja mientras el primero instruye al segundo a propósito de dónde ha de ponerse cada bote.

—Ni la Adivinanza ni el automatos del fuego son mitos, Heldo-Bah —dice Caliphestros, todavía entre risillas—. De hecho, el fuego es la respuesta de la adivinanza…

En vez de intentar discutirlo, Heldo-Bah se limita a mover la cabeza para asentir con resignación.

—Ah, sí, estoy seguro. Así que… venga, seguid riendo, tontos —dice—. Lo que deberíais hacer es rezar. ¡Rezar para que llegue la lluvia!

—Llegará —responde Caliphestros. Luego, con una voz ligeramente más seria, añade—: Pero… ¿llegará con la suficiente violencia? Ahora mismo no importa. Heldo-Bah, si sabes lo que es el automatos del fuego sabrás también que vamos a necesitar todos los contenedores rompibles que haya en los carromatos de los cocineros y en la zona de intendencia. ¿Por qué no empiezas a recogerlos, en vez de lloriquear?

Heldo-Bah deja de protestar y se va dócilmente, asintiendo con gesto obediente y mascullando con una voz que suena llamativamente como la de un niño quejica:

—Muertos… Estamos todos muertos…

3.

Ver cómo el khotor de los Garras de Sixt Arnem, así como los doscientos cincuenta de los mejores guerreros de la tribu Bane, pone todo su compromiso en la tarea de preparar un ataque a Bro­ken bajo la dirección de subcomandantes tan expertos en sus diversas especialidades que no se podría encontrar a nadie que los iguale en cientos de millas a la redonda desde la ciudad de la montaña (o desde el Bosque de Davon), significa ver a una serie de hombres y mujeres reunidos para prepararse para hacer de la mejor manera posible el trabajo más aterrador y horrible al que jamás puede enfrentarse un ser humano. Porque, tal como cuenta Caliphestros a quienes lo rodean, solo cuando la violencia esencial de la guerra se combina con las artes del aprendizaje, de la construcción y la experimentación, del condicionamiento y refuerzo del cuerpo y la mente —y también con la más fina de las artes, la del descubrimiento— consigue la guerra entrar en contacto con esa parte del hombre que es, en verdad, a la vez superior y moral. ¿Acaso no se alcanzan mejor esas cualidades por medio de otras actividades? En la mayor parte de las ocasiones, probablemente sí; en efecto, podría ser una verdad universal. Sin embargo, igual que esa lluvia que Caliphestros espera en el campo de entrenamiento de la caballería de Broken con tanta impaciencia, y al mismo tiempo con tanta confianza, mientras mezcla su extraño brebaje de materias sacadas de las ciénagas y de las minas más profundas de la Tierra, la guerra acaba por visitar siempre las vidas de todos los hombres y mujeres. Y es la cuestión de la mayor o menor atención con que cada fuerza armada consigue o no esforzarse por conectar su práctica con esos otros estudios más nobles, en vez de permitir que la conviertan en mera derramadora de sangre, lo que determinará la moralidad verdadera, aunque relativa, de un ejército (o la falta de la misma).

Pocas veces se han hecho tan evidentes esas conexiones como ahora, durante las relativamente escasas horas (aunque ampliamente suficientes) que los soldados Bane y los Garras pasan en el campo de entrenamiento de la caballería bajo las murallas del sur de Broken durante la primera noche, el día siguiente y el atardecer posterior a su llegada, preparando el avance hacia la ciudad, amparados en la oscuridad. Las actividades de esos hombres y mujeres no resultarían particularmente exóticas para quien haya sido testigo de diversos encuentros de armas o haya leído acerca de cuantos se han producido a lo largo de las eras y en todo el mundo conocido: los Bane que tienen por lo menos un poco de experiencia en cabalgar (que no son la mayoría del contingente de su tribu) aprenden de los jinetes de Broken a manejar con soltura a los ponis más pequeños y a coordinar sus movimientos con los grandes fausten de la caballería de Broken. Ese grupo lo dirige un recuperado Heldo-Bah, a quien nada saca de las dudas con tanta eficacia como la acción. Juntos, los jinetes de los Bane y de los Altos aportarán al ejército atacante ese único elemento del que carecen, con demasiada frecuencia, las fuerzas sitiadoras: la movilidad, la capacidad de poner a prueba los puntos de fuerza del enemigo y luego retirarse e informar sobre su posición y volver a hacerlo cuando encuentran debilidades que pueden explotarse con rapidez. Pero hay un tercer papel, el de fuerza de distracción, en el que la caballería juega el que acaso sea su mayor papel en cualquier asedio; y Caliphestros sermonea a Heldo-Bah hasta que este ya no puede soportar oír una palabra más de la boca del anciano acerca del papel que jugará la caballería de los aliados, especialmente la de los Bane.

La tarea general de los jinetes, en resumidas cuentas, consiste en generar en el enemigo desde el principio una sensación constante de desequilibrio, de sorpresa desagradable y de confusión, en general, que destruye la coherencia del mando y de los movimientos. Por lo que concierne a los Bane que lucharán a pie, están estudiando cómo integrar sus acciones en el ataque bajo la tutela global del linnet Taankret; cómo obtener un papel en los famosos kreb­kellen del Rey Loco, Oxmontrot, para los que un comandante menos imaginativo que Sixt Arnem no encontraría función en un asedio; sin embargo, la tienen, como enseguida ve el yantek Ashkatar (para gran satisfacción tanto de Arnem como de Taankret), si se reimagina su despliegue.

Las importantes contribuciones que los Bane pueden aportar a la gran empesa que van a compartir con sus antiguos enemigos no se circunscriben a su condición de estudiosos. Como ya hemos visto en la aniquilación del Primer Khotor de la Guardia de Lord Baster-Kin, los Bane tienen sus propios métodos para confundir y despistar al enemigo, métodos que los soldados de Broken siempre habían considerado engañosos e ilegítimos porque no dependían de la confrontación directa entre soldados y entre ejércitos. Y, sin embargo, están lejos de esa vileza, tal como descubren ahora Taankret, Bal-deric, Crupp y hasta el mismo Arnem (por no mencionar a todos los oficiales y soldados del sentek), sobre todo —en esto, como en todos los demás asuntos parecidos— gracias a las explicaciones ofrecidas por Caliphestros y Visimar. Y una vez más es Akillus —siempre dispuesto a modificar las tácticas de sus exploradores y, en muchos sentidos, el más inteligente de todos los oficiales del contingente de Arnem— el primero en ver que el acólito cojo y su maestro desmembrado pueden tener razón al afirmar que el khotor de la Guardia de Baster-kin que defiende la ciudad contra el asedio de una tropa formada por la mitad de hombres puede ser vulnerable si se usan todos los «trucos» o, por llamarlo con más exactitud, «engaños» posibles contra las trampas de Baster-kin. Esos engaños no envilecen en absoluto a los atacantes, según cuentan a sus soldados, mientras que las trampas solo sirven para deshonrar a quienes se rebajan a usarlas; en este caso, la voluntad —o incluso determinación— por parte del Lord Mercader de esconder los abundantes problemas a que se enfrenta el reino, así como su propio deseo de alcanzar unas metas deshonestas, tanto personales como de toda condición, bajo la excusa de salvaguardar el reino.

Al fin y al cabo, argumenta Akillus durante la primera comida en el campo de la caballería, solo hay que considerar cuantas trampas verdadera­mente despreciables ha usado ya Baster-kin a lo largo de esta campaña: ¿o acaso era muy honesto enviar a los talones a una zona que él mismo tenía razones para considerar afectada por, cuando menos, una enfermedad mortal? ¿Y mandar luego al Primer Khotor de su Guardia a la que él creía que era todavía una zona segura, quizá la última zona segura de la provincia del sur de Broken, para que atacaran a los Bane y se apoderasen de toda la gloria que el sentek Arnem y sus Garras pudieran haber obtenido por su encargo original de terminar con ellos? No son actos propios de un hombre verdaderamente honesto, insiste Akillus. Y pronto todos los mandos de Arnem se ven obligados a mostrar su conformidad. (Y por eso yo, vuestro guía y narrador, he hablado aquí de la «Batalla» de Broken, señalando la palabra de un modo que podía parecer burlón, pero que solo pretendía ser un aviso para aclarar que sería un grave error esperar, en lo que queda de mi relato, esa clase de ciego y brutal entrechocar de armas y hombres que muchos lectores asocian a la palabra «batalla», más que un ejemplo del empleo inteligente de la astucia para apartar del poder a los injustos).

Y sin embargo, entonces, ¿cómo puede ser que Caliphestros, que tiene más razones que nadie en el campo de los aliados para despreciar a Lord Baster-kin (con la posible excepción de su compañera, Stasi), llame al Lord Mercader «el último hombre bueno de Broken»? Porque, tal como explica en esa misma comida, en un sentido muy real el lord lo ha sido y sigue siéndolo: incluso su disposición a provocar la muerte de su inútil hijo Adelwülf, por no hablar de sus planes para destruir el Distrito Quinto y acabar con los Garras, y encima tomar a Isadora Arnem por esposa, ha nacido, en la mente del lord, de una verdadera creencia en su patriotismo y en el deseo de reforzar el reino como consecuencia del refuerzo del clan Baster-kin; los dos son uno y el mismo, afirmación que, tal como están las cosas, sería difícil refutar.

Esa es la noción que empieza a carcomer a Sixt Arnem en lo más profundo del alma cuando, durante las últimas horas que sus fuerzas pasan en combinación con las de Ashkatar en el campo que se extiende por debajo de Broken, oye a Caliphestros, Crupp y Bal-deric explicar las últimas fases de la construcción de su único grupo de ballistae. Algunas son máquinas de guerra bastante ordinarias y se construyen con facilidad; pero otras son ingenios que ningún soldado de Broken había visto jamás, diseñadas no tanto para el simple maltrato y destrucción como para mandar, de un modo engañosamente suave, los llamativos misiles de Caliphestros; misiles que no están hechos de piedra, sino de humildes vasijas de barro que ahora mismo están llenando con el ingrediente legendario que Heldo-Bah, siempre tan lúgubre, ha etiquetado como mito y, al mismo tiempo, causa futura de la destrucción de las fuerzas aliadas, tan bien coordinadas en este momento: el automatos del fuego.

A estas alturas, la mayor parte de la fuerza avanza ya hacia el norte para subir el último tramo de montaña que lleva hasta las murallas de Broken, bajo la muy difusa luz del inminente amanecer: un amanecer aumentado de vez en cuando por el fulgor de los relámpagos, acompañado en intervalos cada vez más cortos por estridentes restallidos de truenos. Y si parece extraño que, incluso en medio de tanta actividad y tanto logro, la mente de Arnem se entretenga pensando en la aparente falsedad de Lord Baster-kin, será necesario recordar que pende algo más que una amenaza sobre las vidas de la esposa del sentek y su hijo mayor. También está en juego el principio que permitió al sentek poner orden en su vida, tan problemática antes, y dotar de sentido a toda terrible violencia que ha sufrido e infligido a lo largo de los años desde que se alistó en el ejército de Broken: el código de honor del soldado, que pasa, en no escasa medida, por la fe ciega en que la sabiduría y la moralidad de sus superiores no solo no debe ser puesta en duda jamás, sino que ha de ser merecedora de confianza.

De todos modos, pronto se obliga el sentek a librarse de la confusión de esos pensamientos; de nuevo se concentra en el objetivo.

—Ahora ya no se puede cambiar de dirección —dice a sus oficiales, reunidos ante él—. Y no creáis que paso por alto, o dejo de agradecer, todo lo que cada uno de vosotros está sacrificando, tanto en beneficio de esta empresa como de mi esposa e hijo, que, hasta donde yo sé, pueden estar bajo custodia de Baster-kin, o algo peor, incluso ahora, mientras hablamos. En consecuencia, vayamos con nuestros hombres… O, mejor dicho, con nuestros hombres y mujeres… —En un tono más cordial, mientras los dos abandonan el campo, Arnem pregunta al antiguo senescal del clan Baster-kin—: ¿Te has dado cuenta, Radelfer, de la gran facilidad con que algunos Garras se mezclan con las guerreras Bane?

—Me he dado cuenta, sentek —se ríe Radelfer, contento de ver que Arnem se anima—. Aunque, si me lo llegan a decir antes, apenas lo habría creído posible. Nuestro mundo está a punto de experimentar cambios extraños y profundos…

4.

Hemos observado, entonces, que el sentek Arnem ha tomado la decisión firme, influido por las lecciones de Caliphestros sobre la historia y el armamento de la guerra, de que el sitio de Broken no se resuelva por su funesta extensión, sino en una lucha rápida y decisiva. Las probabilidades no juegan a su favor, como también hemos visto: el único khotor de la tropa de la Guardia no sería rival para un número similar de aliados Bane y Garras en campo abierto, pero protegidos por las murallas de granito y por las puertas de roble de la ciudad de Broken, de medio metro de anchura y forradas de hierro, los Guardias representan un desafío formidable, un enemigo cuya principal debilidad —la inexperiencia y la falta de profesionalidad que esta siempre conlleva— tendrá que explotar Arnem no con la armas brutales propias de un asedio, sino con la operación más difícil de conducir: un gran engaño. Un engaño que no se basa en un solo aparato, ni en las acciones de una unidad en una fase concreta o en un área de batalla, sino que exige la coordinación y la dirección de un ejército entero en todas las partes del campo y que además se desarrolla sin recurrir a la fuerza bruta.

Los observadores podemos entender mejor esa estrategia a medida que se desarrolla, en vez de intentar entender cada una de las órdenes que emiten quienes la han diseñado. Al contrario, alcémonos a los cielos una vez más, como hicimos al principio de esta historia, para posarnos en las murallas de Broken, desde donde contemplaremos cómo se desarrolla, a nuestros pies, todo este ardid. Ahora, sin embargo, volamos con buena y natural compañía: la de los dos aliados de Caliphestros, la enorme lechuza a la que puso Nerthus por nombre y el pequeño pero atrevido estornino al que llama Traviesillo. No resulta difícil encontrarlos, pues ambos están en el aire, por encima de la ciudad, repasando sus calles en busca de cualquier señal inusual de problemas para ponerlos de inmediato en conocimiento de ese hombre extraordinario que es su único amigo. Pero enseguida vemos que hemos alzado el vuelo en la lúgubre primera hora del día, que revela nubes de tormenta desplazándose todavía hacia Broken desde el horizonte por el oeste. Su velocidad amenaza a la ciudad con una lluvia tan violenta que podría equipararse a los rayos y truenos que han brillado y atronado durante toda la noche: pero… ¿resultará útil esa lluvia para los extraños propósitos de Caliphestros? ¿Traerá la respuesta a la Adivinanza del Agua, el Fuego y la Piedra? ¿Y lo hará a tiempo?

Las trompas de alarma de la Guardia de Baster-kin suenan por encima de la puerta principal de Broken, la del este, punto por el que atacaría cualquier ejército impulsado por la voluntad de capturar los distritos más ricos de Broken. Y si descendemos en picado por las calles del Distrito Primero de la ciudad, junto con nuestros emplumados guías, pronto veremos a una alta figura que emerge del kastelgerd Baster-kin, envuelta desde el cuello hasta las pantorrillas en una capa de terciopelo negro, con la cabeza, el cuello y los hombros cubiertos por una capucha del mismo material lujoso. Es el señor del kastelgerd en persona: y cuando monta a toda prisa en la parihuela que lo estaba esperando oímos cómo su reconocible voz ordena a los portadores que se encaminen hacia esa puerta del este de la ciudad. Seguimos el rápido avance de la parihuela y enseguida vemos que ese hombre alto y ataviado de negro desaparece en una de las dos torres de astuta ingeniería que defienden el portal. Ninguna otra entrada de la ciudad (todas integradas en las grandes murallas de granito y, en consecuencia, capaces sostener puertas de un peso y espesor mucho más prodigioso que ninguna otra de la que ciudad alguna haya podido jamas ufanarse) es tan fuerte como la del este, por la simple razón de que esa es la dirección de la que procedían, a lo largo de los siglos, las distintas oleadas de saqueadores que al final eran derrotados o se convencían de la necesidad de olvidarse de Broken. Así, Lord Baster-kin sube los gastados y continuos escalones internos de una de las torres sin ningún miedo. Y si nosotros, como Nerthus y Traviesillo, nos instalamos en una atalaya sobre la casa cercana de un rico mercader, observaremos con facilidad el intercambio de palabras entre Baster-kin y los Guardias ubicados en tan crucial posición.

—¡Allí, mi señor! —exclama un Guardia, señalando hacia un punto en que el camino del este traza una leve curva para descender montaña abajo, antes de perderse de vista—. ¡Solo veo el polvo! ¡Han de ser miles!

Una gran nube de polvo como la que, efectivamente, levantaría una tropa tan numerosa al acercarse, se extiende por encima del último tramo de camino que se alcanza a ver desde la muralla. Sin embargo, Baster-kin responde con calma:

—Calla, estúpido. —Luego se quita la capucha y revela la parte alta de una malla de la más fina cadenilla. Después, tras recorrer la muralla con la mirada y ver que se han reunido unos treinta o cuarenta hombres para observar la nube fantasmal que parece demasiado cercana a la puerta, exclama con una voz llena de rabia—: ¡Vosotros! ¡Recuperad la cabeza, rápido! El traidor de Armen y sus malditos aliados Bane no tienen una tropa de mil hombres para atacarnos. Ese polvo solo indica cómo se han secado en las últimas semanas los caminos que llegan a la ciudad, igual que nuestras calles. Esa nube de polvo, cuando se aposente, se extinguirá como la engañosa desaparición que es. De todos modos… —Baster-kin achina los ojos al volverlos de nuevo hacia el camino del este y la nube de polvo—, esto ha de significar, con toda seguridad, que Arnem ha decidido lanzar el primer ataque contra esta puerta, sin duda con la esperanza de apoderarse de nuestros más sagrados centros de poder y las personas que lo representan, para forzar luego la liberación de su esposa y los demás rebeldes del Quinto Distrito. Bueno, pronto nos encargaremos de Lady Arnem y sus amigos. Sin embargo, de momento, reunid nuestras ballistae más poderosas en esta muralla, dentro de esta posición, junto con la mayor porción de hombres. No abandonéis las otras puertas, pero dejad tan solo una pequeña guardia en cada una. Situad a los hombres y las máquinas de tal modo que, si el sentek logra lo que jamás ha conseguido ningún líder de los saqueadores y consigue entrar de algún modo por esta masa de roble, hierro y piedra, tanto él como sus seguidores queden atajados en cuanto entren en la ciudad. ¡Moveos todos! ¡Tenemos poco tiempo!

Al oírlo, los hombres de la Guardia salen zumbando mientras sus oficiales intentan transmitir a gritos órdenes coherentes y coordinadas… Y Lord Baster-kin lamenta en silencio la calidad de los hombres a su disposición para defender la ciudad. Pero su fe en los muros y las puertas, sobre todo en la del este, tan poderosa, es absoluta, porque él mismo se ha encargado desde que es Lord Mercader de que fuera reforzada una y otra vez. Incluso ha abandonado muchas otras grandes estructuras de la ciudad, originales, pero no tan visibles, y ha permitido que cayeran en la degradación, empezando por el Distrito Quinto.

Nerthus y Traviesillo pueden regresar ahora al cielo, tras ver la gran actividad que ha empezado a desarrolarse en las murallas que flanquean la Puerta del Este de Broken y en las calles circundantes. La lechuza y el estornino y también nosotros alcanzamos a ver desde el cielo que la fuerza que se acerca justo por debajo de la línea de visión disponible hacia el este desde las murallas de Broken no es, de hecho, la fuerza principal de Caliphestros y Arnem. Se trata más bien de un destacamento de pequeños humanos del Bosque de Davon. Y al sobrevolar a este grupo, dirigido por algunos de los hombrecillos montados en esos extraños caballos minúsculos cuya incorporación al ejército en el ascenso a la montaña han presenciado la lechuza y el estornino, podremos comprobar todos el número limitado que forma esta pequeña unidad desgajada de la tropa principal de Caliphestros y Arnem, aparentemente con el único propósito de crear esta enorme nube de polvo que ahora llena el cielo desde el acceso a la ciudad por el este.

Efectivamente, no son más de cincuenta los hombres y mujeres del Bosque que, montados en sus pequeños caballos, se afanan por el camino y a lo largo de sus grandes extensiones de tierra seca para arrastrar grandes ramas arrancadas de los abetos cercanos, cuyas agujas cortan la tierra cuarteada casi con la misma violencia que los cascos de los caballos. Estos se desplazan con movimientos hasta cierto punto más activos, o incluso más frenéticos, que los de sus primos más familiares, igual que los pequeños humanos parecen también más ágiles, o incluso alocados, que sus correspondientes parientes mayores. Es una visión extraña que ni Nerthus ni Traviesillo alcanzan a comprender del todo; en cualquier caso, ambos pájaros cumplen la orden de descender hacia la figura familiar de Visimar, siempre tan amistoso, y averiguar cuáles son sus siguientes instrucciones.

Encuentran al hombre sentado en su yegua, al borde de la amplia zona en la que los hombres y mujeres del Bosque están levantando la nube de polvo, cada vez mayor. Junto a Visimar está esa misma mujer pequeña con la que ambos pájaros se encontraron la última vez en la copa de un árbol, justo antes de reunirse con Caliphestros en el Bosque de Davon. Parece que esos dos —Visimar y la mujer pequeña— intentan dirigir la actividad de los demás; sin embargo queda claro que la verdadera autoridad corresponde a un hombre mejor preparado, en apariencia, para ese trabajo: un hombre pequeño y sucio a quien los pájaros considerarían afectado por una de esas enfermedades que, entre los de su especie, te llevan a picotearte y arrancarte las plumas, así como a parlotear en una cháchara sin sentido.

Lo más llamativo, sin embargo, es que este hombre pequeño montado en un caballo pequeño tiene unos extraños dientes afilados que quedan claramente a la vista; y, a pesar de todas sus alocadas particularidades, ese humano de olor atroz no fracasa en el intento de obtener de sus camaradas un comportamiento muy activo, lo cual convierte en casi innecesarias las tareas autoritarias de Visimar y la mujer que sigue a su lado. Por eso Traviesillo no tiene reparos en aterrizar en la cabeza de Visimar; este, mientras tanto, pronuncia con alegría el nombre del estornino y luego extiende rápidamente el brazo, sabedor de que el compañero del pájaro, la enorme (y enormemente altiva) reina de la noche, Nerthus, bajará bien pronto en picado para agarrarse a su muñeca y a su puño; por fortuna, Visimar ha tenido el cuidado de cubrir ambos, así como el otro brazo y el antebrazo, con unos guanteletes de cuero. El cuero alivia un poco la presión de las garras de la gran lechuza, aunque el alivio no resulte ni mucho menos completo.

¡Vi-si-ma! —estalla el estornino desde la cabeza del viejo tullido.

Puntúa el nombre con esos crujidos y cloqueos que tan a menudo convierten al estornino en un animal molesto, sobre todo a primera hora de la mañana.

—¡Mi señor! —exclama Keera, encantada y confundida a partes iguales—. Son los mismos pájaros con los que vi a Caliphestros mantener una extraordinaria charla cuando marchábamos hacia Okot.

—Hace años que hacen de mensajeros entre Lord Caliphestros y yo, desde mucho antes de esta empresa —responde Visimar—. Aunque sus servicios nunca habían sido tan vitales como en estas últimas semanas. —Sosteniendo todavía a la gran lechuza, sugiere a Keera que extienda dos dedos—. Venga, Traviesillo —dice—. Salta a los dedos de una nueva amiga: Keera.

La cabeza del pájaro gira y sube y baja encima de su cuerpo en movimiento permanente, y luego el ave salta para descender hasta la mano de Keera, provocando con sus minúsculas garras una sensación vital y temblorosa que recorre la mano y el cuerpo de la expedicionaria. Esa sensación no es nada, de todos modos, comparada con la que se produce cuando el estornino mira a la mujer Bane con sus ojos negros y pronuncia:

¡Kee-rah!

—¡Señor! —exclama con voz suave la rastreadora.

—Ah, no tiene nada que ver conmigo —responde Visimar—. Es uno de los muchos experimentos exitosos, basados en estudios previos de pájaros y otras formas de vida animal aparte de la nuestra, que mi maestro llevó a cabo en el Bosque y en otros sitios. Ahora Traviesillo, porque ese es el nombre que le dio Caliphestros, te conocerá siempre. No fingiré saber cómo ni por qué, pero sí sé que puede resultar muy útil. —Visimar fija su mirada intensamente durante un momento en la del estornino y luego le dice—: Traviesillo, irás con Kee-rah hasta la parte alta de la colina. A ver qué hacen y cuántos son los hombres de las murallas de Boh-ken. —Después, Visimar alza la mirada—. ¿Keera?

Keera está demasiado hechizada por la magia del momento para poner siquiera en duda la orden que ha recibido.

—¡Sí, Lord Visimar! —contesta.

Dirige su poni hacia el este y avanza hacia la cresta del camino a cuyo amparo han trabajado tanto sus camaradas Bane para crear una ilusión. El viaje de la mujer y el pájaro es corto, de todos modos. A los pocos minutos Keera regresa junto a Visimar con el entusiasmo en la cara.

—¡Están haciendo justo lo que esperábamos, señor! —exclama—. Los hombres se reúnen en las murallas, entre las torres de vigía, y han llevado en su apoyo las ballistae más pesadas.

Visimar le dedica una sonrisa inteligente.

—Oxmontrot fue sabio al hacer que esas paredes tuvieran la amplitud suficiente para soportar esas máquinas de guerra —dice—. Aunque en este caso, como en tantos otros, parece que sus descendientes convertirán esa sabiduría en una debilidad. —Visimar intenta mirar de nuevo a los ojos del estornino, que sigue aferrado a los dedos de Keera, pero se ve obligado a apretar los labios y soltar un silbido agudo, porque el pájaro está todavía hechizado por los rasgos de Keera, como lo estuvo ya cuando se vieron en un árbol del Bosque de Davon.

—¡Escúchame ahora, Traviesillo! —insiste Visimar con urgencia, ahora que el silbido ha atraído por fin la atención del estornino—. Ve a buscar a Ca-uif-es-tross y dile esto. —Y luego añade con palabras que Traviesillo, de quien Keera ha decidido que merece plenamente ese nombre, pueda entender—: Sol-daros. Sol-daros, soldaros, sol-daros, Boh-ken, estee.

La repetición de la primera palabra, supone Keera, pretende indicar que los soldados son muchos; la última, que se han reunido en la Puerta Este. Visimar espera hasta que detecta en los ojos del estornino un brillo —que acaso no implique comprensión, pero sí al menos una correcta memorización— y luego Keera ve que el anciano se saca de la túnica un pedazo de pergamino y, con la mano libre, se lo coloca encima del muslo y le pinta un extraño símbolo con un carboncillo.

Visimar se percata de su expresión de interés y le explica:

—Solo es un método codificado que mi maestro y yo teníamos para transmitirnos puntos de encuentro y movimientos del enemigo cuando él estaba en el Bosque y yo en la ciudad, antes de que mi Denep-stahla truncara nuestra comunicación.

Tras completar el breve garabato al carbón, Visimar lo eleva para mostrárselo a su amiga Bane, pero Keera ha de preguntar:

—Entonces, ¿es un código completamente inventado por vosotros? Porque no son iguales a los que aparecen en las rocas antiguas que usamos para señalar los caminos.

—No del todo —explica Visimar—. También es una escritura rúnica, aunque no muerta del todo; mi maestro se limitó a tomarla prestada de las tribus del norte, porque había pocas posibilidades de que la comprendieran los kafranos, que muestran bien poco interés por los reinos y naciones que los rodean.

Tras plegar cuidadosamente el pergamino, Visimar saca un cordón con el que es obvio que pretende anudar el sencillo mensaje a las garras de Nerthus, que estaba eserando. Pero la gran lechuza se lo toma como un insulto y, con un solo movimiento aleja de un golpe el cordón y luego usa la misma garra para aferrar el pergamino, como si quisiera decir a Visimar que el cordón le hace tan poca falta para llevar a cabo un encargo importante como a ese estornino que prevé una permanente fuente de compañía irritante (aunque a veces cariñosa) y competencia. Visimar, escarmentado hasta cierto punto, capta a la perfección el sentido de la lechuza.

—Muy bien entonces, Nerthus. Lleva tu mensaje a Caliphestros con toda libertad, como hace Traviesillo, pero date prisa, dama grande y hermosa. Porque ahora el tiempo apremia y la tormenta se acerca a la ciudad…

Así, mientras Heldo-Bah, Veloc y su destacamento de guerreros Bane siguen encantados con la tarea de levantar polvo y hacer todo el ruido posible en el camino del este de Broken, los dos pájaros alzan el vuelo. Keera los ve partir con una sonrisa y plantea una última pregunta:

—Hay algo que todavía me desconcierta, Visimar: ¿por qué espera Caliphestros a que llueva para empezar nuestro asalto principal?

—Porque la lluvia encenderá el automatos del fuego —responde Visimar—. La llama de más feroz combustión jamás conocida, incluso en los reinos más poderosos. Y todos nuestros planes posteriores dependen de ese fuego antiguo.

Keera se queda perpleja.

—¿Que el agua encenderá el fuego, mi señor?

Visimar menea la cabeza.

—Una vez más, no puedo fingir que lo entiendo, Keera, como tampoco entiendo la Adivinanza del Agua, el Fuego y la Piedra. Solo te puedo decir una cosa: que la ciencia de mi maestro, hasta donde yo sé, nunca ha fallado. O sea que, sí, cuando empiece la gran tormenta apuesto a que veremos algo muy sorprendente y llamativo.

5.

No mucho más tarde, en la cresta del sendero que conecta un trozo de tierra, al sur de las murallas de Broken, con el llano inferior en el que las fuerzas aliadas del sentek Arnem y del yantek Ashkatar han recibido sus últimas instrucciones y terminado su preparación, se alzan estruendosos sonidos de asombro —algunos sonrientes, otros perplejos, pero todos de aceptación— desde la tienda del sentek, recién reconstruida. Arnem ha establecido sus cuarteles centrales para el ataque a la ciudad al final de este camino, de tal modo que su tienda, como el resto del campamento, queda al menos parcialmente protegida de la mirada de los centinelas de la muralla sur por varios grupos de abetos que han sobrevivido a la tierra rocosa y a los siglos de viento en la cima de la montaña. Pero lo que provoca las exclamaciones dentro de la tienda no son los planes de despliegue de la parte principal de las fuerzas aliadas, sino las siluetas de los dos pájaros que se alejan volando desde el refugio en busca de la seguridad que ofrecen los árboles circundantes. Porque esos pájaros —Traviesillo y Nerthus— acaban de entregar a Lord Caliphestros algo que, según él, es la confirmación certera de que el engaño que Visimar y Keera están supervisando bajo la Puerta Este de Broken ha triunfado de pleno; en consecuencia, la segunda fase de la acción aliada ha de dar comienzo de inmediato.

Tras entregar esa confirmación al sentek Arnem, Lord Caliphestros ha decidido trasladarse, a lomos de Stasi, hasta un punto cercano a la tienda del comandante para que su presencia no tenga una influencia negativa en las reacciones de los demás ante la idea de que la información provenga de unos pájaros. Y ahora, cuando salen varios comandantes tras el último consejo y se alejan para preparar las fases segunda y tercera del ataque, Caliphestros permanece en ese punto cercano y sombrío y mantiene a su compañera —que percibe la cercanía del clímax tanto en los asuntos de los hombres como en la tormenta que se cierne sobre la montaña— en calma; Arnem los encuentra allí a los dos, mirando casi con tristeza hacia la gran sombra que traza la Puerta Sur de Broken.

—Voy a decir una cosa, mi señor —anuncia Sixt Arnem mientras, antes de reunirse con el anciano desmembrado, mira a sus leales comandantes alejarse en pos de sus diversas tareas—. Tus años en el Bosque te han enseñado a perseverar, pero también te han hecho olvidar lo extraordinarias que han de parecer a los demás hombres, ya sean de Okot o de Broken, muchas cosas que tú te has acostumbrado a dar por hechas. Las nuevas realidades y nociones no son tan fáciles de aceptar; la facilidad con que has conseguido que yo mismo, el yantek Ashkatar y nuestros respectivos oficiales aceptemos y apreciemos las nuevas realidades que nos presentabas es motivo de felicitación… Y de no poco asombro, me permito añadir.

—El sentek dice la verdad, Lord Caliphestros —opina Ashkatar, con la risa que lo caracteriza brotando desde su pecho mientras sigue a Arnem—. Nadie comparte tu odio por los hombres que gobiernan en Broken más que nosotros, los Bane; sin embargo, a veces, aunque creía que nos estabas ofreciendo una esperanza, yo no entendía tus órdenes y tus acciones, y admitiré que incluso dudaba que tuvieran algún sentido: aquellas excavaciones interminables en nuestro regreso a Okot, cuando nos acabábamos de conocer; o la propia identidad de tu compañera, la pantera blanca, una de las grandes leyendas de nuestro pueblo… Una vez explicado todo, por supuesto, las dudas quedaban despejadas; pero cada día, a cada hora, en cada momento, me ha parecido que no solo a nuestros oficiales, sino también a los soldados llanos, se les pedía que aceptasen ideas extrañas o increíbles y, sin embargo, ahora lo hacen ya como si se tratara de las instrucciones más comunes. Y aquí nos tienes al sentek y a mí, como ejemplo profundo, listos para arriesgar la planificación de las diferentes etapas de nuestro ataque en función de informaciones que te traen unos mensajeros con plumas en vez de pies.

—Tal vez todo eso sea cierto —dice al fin Caliphestros—. Mas si no hubiera topado con hombres y mujeres dispuestos a creer en todo lo que yo he aprendido, cualquier intento de explicar mis «nuevas realidades» habría sido vano. Y ahora… solo me falta demostrar una «nueva realidad». —Estira la espalda para rebuscar entre los oficiales que se van alejando de la tienda—. ¿Están aquí los linnetes Crupp y Bal-deric?

—Estamos, mi señor —responde Crupp.

Ambos dan un paso adelante.

—¿Y nuestras diversas ballistae están listas para ocupar sus posiciones? —Caliphestros señala entonces las turbias nubes que siguen oscureciendo la luz del alba—. Porque hemos de estar preparados cuando golpee la tormenta.

—Y lo estaremos, mi señor. Por favor, no lo dudes. —Quien habla ahora es Bal-deric—. El primer grupo de máquinas ha llegado a su posición antes de que se dispersara este consejo. En cuanto a los demás… —Bal-deric señala el sendero que sube desde el campo de entrenamiento, en cuyos márgenes no solo está la tienda de Arnem, sino también la segunda colección de ballistae de Caliphestros—. Solo esperamos que nos lleguen noticias de la Puerta del Sudoeste, o cualquier movimiento de los Guardias, y en ese momento usaremos las ruedas para colocarlas en su sitio… Y ponerlas en acción.

—Que vuestros actos no dependan demasiado de esas noticias o señales —responde Caliphestros, con una urgencia que ninguno de los oficiales persentes le ha visto exhibir hasta ahora—. ¡La lluvia, caballeros! —El anciano se inclina hacia delante para recoger un trozo de una rama de abeto y luego lo agita ante las mandíbulas de Stasi y la pantera blanca se pone a mordisquear el pedazo de madera y agujas con ánimo juguetón, pero no por ello menos aterrador—. Cuando arranque a llover, la Puerta del Sur ha de quedar empapada… —Señala con la rama hacia los carromatos de las ballistae, llenos de vasijas de arcilla, todas listas para el lanzamiento—. Y si así ocurre, veréis algo que jamás se ha presenciado antes en esta montaña. —Permite por fin que Stasi le quite la rama de abeto para seguirla mordisqueando y luego añade tan solo—: Seguro que estaréis de acuerdo en que ya he hablado bastante. Sentek Arnem, dejo todo lo demás en tus manos.

Mientras Caliphestros procede, como tantas otras veces a lo largo de la marcha, a buscar solaz en la compañía solitaria de la pantera blanca, Sixt Arnem declara:

—Bueno, entonces… Bal-deric, termina de instalar tus ballistae en la Puerta Sur y empieza a bombardear. Con algo de suerte, pronto nos enteraremos de que habéis completado bien el encargo por los gritos de terror de la Guardia de Lord Baster-kin.

Felizmente, esos gritos llegan pronto y el linnet Crupp y Caliphestros se preparan para mover su segundo grupo de ballistae y unirlo al anterior mucho antes de que la lluvia se asome a las laderas de Broken. Los preparativos ya están casi terminados: lo que a Lord Baster-kin le parece un ataque carente de disciplina, que ataca primero la Puerta del Este y luego la del Sudoeste, llevado a cabo por aliados que apenas se conocen (y se fían menos todavía), ha sido de hecho, hasta este momento, una exhibición sofisticada e interpretada precisamente para impulsarlo a llegar a esa conclusión. Ahora debe someter a un test mortal el acierto o el error que ha cometido al confiar en sus prejuicios innatos, en las creencias e incredulidades recibidas tras generaciones de predecesores arrogantes pero innegablemente eficaces. Aunque el verdadero ataque no llegará a la Puerta Este de Broken, la más fuerte, ni a la del Sudoeste, en cuya cercanía se ha visto inducido Baster-kin a instalar ahora hombres y máquinas a la espera; al contrario, el ataque se lanzará, tal como se pretendía desde el principio, a la Puerta del Sur: otro portal formidable ante el cual resulta particularmente difícil reunir a una multitud numerosa con máquinas de apoyo y, sobre todo, un punto que las fuerzas aliadas se han esforzado cuidadosamente por convencer a Baster-kin —que de todos modos probablemente jamás habría esperado un asalto por ahí— de que estaba descartado entre las opciones posibles.

Sin embargo, como sabe cualquiera que haya estudiado las guerras de Oriente, los grandes generales no atacan allá donde se encuentra el enemigo, sino donde no se encuentra: un pensamiento que puede parecer obvio si no fuera por la increíble frecuencia con que muchos comandantes lo violan. Además, esos mismos maestros militares de Oriente enseñan que las batallas se libran en las mentes de quienes las conciben mucho antes de que las armas se crucen entre gritos por primera vez; y se ganan cuando el comandante enemigo entrega su espada o su cabeza subyugada. Todos esos factores son importantes, porque Caliphestros se ha adentrado más hacia el este que ningún otro hombre no nacido allí y ha estudiado bien esas teorías y prácticas de guerra. Así, suya es la visión que más interviene en la «Batalla» de Broken, que ya casi se puede dar por concluida cuando las ballistae convencionales del Linnet Bal-deric empiezan a asaetear la Puerta Sudoeste de la ciudad con enormes piezas de granito viejo: piedra extraída en otro tiempo para liberar el espacio que permitiría construir las murallas de la ciudad, pero que luego nunca llegó a ser utilizada en la construcción de hogares para los residentes del Distrito Quinto y ahora, en cambio, sirve para aportar fuerzas a la zarpa izquierda de las krebkellen del sentek Arnem, absolutamente reinventadas.

Pese a la superioridad del plan de batalla de las fuerzas aliadas en la mente de Caliphestros, él mismo admite que no es el comandante de los hombres sobre el terreno. Por eso corresponde al sentek Arnem y al yantek Ashkatar asegurarse de que sus guerreros matendrán la resolución cuando llegue el momento de la batalla de verdad. Por lo que concierne a los soldados Bane, Ashkatar sabe que no ha de preocuparse por el contingente de la Puerta Este de la ciudad. A sus hombres, montados en ponis, solo se les ha pedido una responsabilidad: que creen y matengan tal confusión que a los de dentro de la ciudad les parezca que una tremenda compañía de caballos y hombres está tomando posiciones para atacar. Era y sigue siendo un encargo perfectamente adaptado a las virtudes de Heldo-Bah, según decidió hace tiempo ya Ashkatar. Puede que Visimar y Keera hayan supervisado la correcta iniciación para asegurarse de que Heldo-Bah no lo convirtiera en la clase de éxtasis enloquecido del que el Bane de dientes afilados es tan capaz. Y lo han conseguido con la ayuda de Veloc, no tan eficaz, cuya alma permanece peligrosamente equilibrada entre las relucientes alturas de la filosofía y las tentadoras profundidades de la depravación. Pero el verdadero trabajo de reunir a los tramposos del este y espolearlos ha sido obra, sobre todo, de Heldo-Bah, con sus gritos irreprimibles y constantes.

De vuelta al lugar en que se lleva a cabo el trabajo de preparar de verdad un asalto, los distintos estilos de Ashkatar y de Sixt Arnem para inspirar y motivar a sus tropas están ahora en plena exhibición, igual que los hemos observado ya tantas veces en estas páginas. Ashkatar conserva esa extraña combinación de estímulo cariñoso y duras advertencias, puntuadas por los secos crujidos de su muy fiable látigo, que mantiene en movimiento a los hombres y mujeres que forman sus filas. Pero, al estar la mayor parte de los jinetes Bane trabajando en el lado este, ¿cuál es exactamente la responsabilidad del resto de los soldados Bane, si del trabajo principal de la fase de apertura de la batalla se encargan los hombres que manejan las ballistae del sentek Arnem? Bien pronto nos ocuparemos de esos asuntos: de momento, baste con decir que llega el sonido de las hachas Bane (nuevas, forjadas para ellos por Caliphestros a partir del hierro que los hombres de la tribu creen que viene de las estrellas y es un regalo de la Luna) desde los grupos de árboles más altos de la montaña, donde resuenan sus golpes en los troncos de los abetos gigantescos, poderosos y solitarios. No resulta sorprendente, habida cuenta de toda esa actividad, que la voz de Ashkatar —ya de por sí bastante atronadora, y más aterradora todavía en este momento por cómo resuena desde allí, justo debajo del pico de la montaña— vaya tan cargada de juramentos profanos y cariñosos a la vez; tan cariñosos que ningún soldado Bane se ofende por referencias aparentemente insultantes a cosas como su parentesco.

—¡Tú! ¡Ese de ahí! —podría bramar a un miembro de una panda de leñadores—. ¡A un cachorro mío no le permito un esfuerzo tan flojo! —Y luego restallaría el látigo con un sonido tan seco como los primeros crujidos del árbol talado; al fin la voz del comandante suena de nuevo—. Ah, ¿no eres descendiente mío? No me mires así, soldado. Hay muchos Bane hoy en esta montaña para los que soy más que el yantek. ¡Ha! ¡Dale al hacha como lo haría yo, cachorrillo perezoso!

Y lo asombroso es que los guerreros a su mando se animan de verdad con esas regañinas acaso absurdas, pero no por ello menos dulces. El trato de Ashkatar a las guerreras de la tribu Bane, a su vez, no se atempera por ninguna creencia en que las mujeres posean un alma más frágil que los hombres: si hubiera sido así, les recuerda a las primeras de cambio, habrían hecho bien en quedarse en casa. En vez de ser menos exigente con las mujeres, Ashkatar restalla el látigo más a menudo en su presencia; y cuando, tal como habían previsto Arnem y Caliphestros, el golpeteo atronador contra la Puerta Sudoeste causado por las ballistae de Bal-deric provoca un pánico repentino en la muralla del este y se oyen los gritos de Baster-kin (igual de estridentes, pero mucho menos dulces) para ordenar que más de la mitad de la artillería se desplace hacia la puerta del sudoeste, son las arqueras Bane las que reciben la orden de avanzar para hostigar ese desplazamiento, bajo la protección ofrecida por los gruesos escudos reunidos por todos los arqueros de los dos contingentes, así como por los grandes escudos de las wildfehngen de Taankret.

Sin embargo, lo que resulta especialmente descorazonador para los soldados de Baster-kin, inferiores, son los insultos y el desprecio que las guerreras Bane dispensan a los hombres de la Guardia cuando van pasando del este al sudoeste. Porque recibir una flecha, para esos hombres, ya es suficientemente aterrador o letal; pero recibirla entre los gritos de mujeres en un estado, aparentemente constante, de risa descontrolada, es algo bien distinto. Sin embargo, cuando un linnet de la Guardia tiene la temeridad de sugerir a Lord Baster-kin que algunos de los pocos arqueros de la Guardia podrían desplazarse para encargarse de ese problema, resuena la tormenta de palabras que le cae desde la Puerta Sudoeste (pues esa es la posición a la que se ha trasladado Baster-kin para supervisar la reconstrucción de muchas de las ballistae que acababan de montar con éxito entre todos sus hombres a ambos lados de la puerta del Este), palabras que suenan como mucho más que música en los oídos de Bal-deric.

—¡Silencio, idiota! Esas mujeres antinaturales solo están ahí para ablandarte las piernas y confundirte la mente… ¡Y a fe que lo están consiguiendo! Ya te lo he dicho: una de estas dos acciones, la de la Puerta del Este o la del Sudoeste, es solo un ardid: pero de qué sirve un ardid, si ni siquiera las piedras más pesadas logran apenas hacer mella en el roble y el hierro del sudoeste. Por Kafra, si eso es todo lo que el traidor de Arnem tiene para nosotros, podemos tener claras expectativas de éxito… ¡Suponiendo que los cobardes lloricas como tú recuperen su virilidad y no se echen a temblar por una colección de brujos locos pero inocuos con armadura!

Ese comentario es inmediatamente trasladado por un mensajero al «traidor de Arnem», quien sabe que ahora debe exhortar a su fuerza principal a prepararse para el asalto verdaderamente crítico, el único ataque que seguirá al trabajo de las ballistae de Caliphestros en la Puerta del Sur. Porque no se trata solo de que el viejo filósofo mutilado ha prometido la destrucción de esa puerta al empezar lo que cada vez parece más claro que será una tempestad; ese es solo el tercer engaño que compone su plan. Hay un cuarto engaño que completa el gran dibujo, y este exige que los hombres de Arnem, sobre todo sus jinetes, estén preparados para moverse con rapidez y decisión.

Así, justo cuando por fin empujan sobre sus ruedas la primera de las extrañas y, en términos comparativos, escasas máquinas de guerra de Caliphestros —cuya construcción solo ha sido posible gracias a la experiencia y buena comprensión del linnet Crupp—, para que ocupe el pequeño espacio abierto ante la Puerta Sur, el sentek Arnem empieza a recorrer a caballo, arriba y abajo, las posiciones que mantienen sus hombres y los prepara para un acto que ellos no consideran tan natural como sus aliados: un asalto a la ciudad que alberga el corazón de su propio reino. Los sermones preparatorios como este, por mucho que diga la leyenda, rara vez son eficaces si no llegan precedidos por años de experiencia, respeto y recordatorios casi constantes de que un comandante nunca ha pedido a sus hombres que entren en acción sin haber atendido antes a todos los preparativos necesarios para garantizar su éxito, así como a su absoluta disposición a compartir sus riesgos. Por eso ahora Arnem tiene pocas palabras que decir.

—Hay pocas cosas más que os pueda decir, Garras —declara, con su figura imponente todavía después de tantos años transcurridos principalmente sobre la silla de montar, a lomos de ese gran semental cuyo nombre alude al Rey Loco—. Pocas cosas, salvo aquellas que, hasta ahora, he intentado no decir; sin embargo, ahora debo hacerlo. Todos corremos el riesgo de que al otro lado de estas murallas, nuestras familias, para quienes las tengan, sufran como mínimo el ostracismo, probablemente la censura y tal vez cosas mucho, mucho más graves, por nuestra participación en estos hechos de hoy. La lealtad que demostráis al no permitir que eso debilite ni un ápice vuestra dedicación habla por sí sola. Y si no fuera así, ¿qué podría decir yo para suplir esa carencia? Y, sin embargo, os he escondido un dato porque no quería que esa misma dedicación sostenida se convirtiera en fanatismo indisciplinado: Lord Baster-kin se asegurará de castigarme, si fracasamos, con tanta injusticia y crueldad como las que aplicó a Lord Caliphestros, que hoy regresa con nosotros, valiente, a esta ciudad para ver el castigo de su antiguo enemigo. Pero lo que me hiela el alma no es el veneno que el Lord Mercader pueda usar contra mí. No, es más bien el deseo enfermizo, contaminado de rabia, que dirige contra Lady Arnem… ¡contra mi esposa!, lo que me asustaba tanto que hasta hoy no he sido capaz de mencionarlo siquiera: ¡porque parece que el Lord Mercader lleva muchos años anhelando a Lady Arnem! —Unos murmullos de asombro que se convierten rápidamente en estallidos de rabia circulan entre los Garras—. ¡Y eso no es todo! —sigue el comandante—. Para hacer posible su capricho enfermizo, me mandó conscientemente a las zonas del reino que él sabía contaminadas. ¡No solo a mí, sino a todo nuestro khotor! El lord daba por hecho que si sobrevivíamos a ese tormento acabaríamos muriendo en el Bosque, y cualquiera de las dos posibilidades le convenía. Pero si no se cumplía ninguna de las dos le convenía igualmente porque, además de declararnos traidores al Gran Lay­zin y, en consecuencia, también al Dios-Rey, el Lord Mercader lleva todos estos meses envenenando a su esposa enferma, bajo la pretensión de administrarle medicamentos, con el objetivo de quedar libre para tomar a mi esposa y procrear con ella nuevos hijos para el clan Baster-kin. Hijos más capacitados para el liderazgo que su primogénito, cuya muerte el propio lord, en una muestra de locura, fue capaz de supervisar personalmente hace bien poco en el estadio.

Estas noticias, tal como esperaba el sentek, provocan la erupción de toda la rabia y la determinación de los Garras. Pese a que siempre han mostrado una clara lealtad a su comandante, más de unos cuantos estaban confundidos, en los más recónditos rincones de sus almas, por todo lo que han visto y todo lo que se les ha ordenado hacer en esta marcha tan extraña. Pero hasta la mínima insinuación de que pueda causarse algún daño —o, peor que un daño, una violación— a Isadora, la mujer de quien el propio Arnem ha declarado con razón que cumple mejor que él mismo la función de corazón batiente de las filas, es más de lo que estos hombres están dispuestos a aguantar. Combinada con la profunda preocupación por los destinos de sus propias familias, esa revelación provoca una erupción de protestas en todas las direcciones, así como la emisión de toda clase de promesas y juramentos: el sentek ya no necesita instar a sus hombres a mostrar su valor.

Lo único que le queda por hacer es demostrar a los Garras, y a todo el ejército, que el acceso al Distrito Quinto, y a la ciudad que se extiende tras él, es posible. Porque ese es, de hecho, el engaño definitivo del plan aliado: no pretenden sacar de Broken a los ciudadanos del Quinto Distrito, sino tomar posesión del mismo y usarlo como base de operaciones desde la que destruir a la Guardia de Lord Baster-kin. Así, mientras sus hombres rugen todavía su rabioso desafío al Lord Mercader, así como su apasionada defensa de Lady Arnem, por no decir nada del duradero odio que sienten por los Guardias, Arnem galopa hasta la posición de Caliphestros y Crupp delante de la Puerta Sur.

—Bueno, sentek —anuncia Caliphestros—, no me parece probable que encontremos jamás un momento más propicio.

—Efectivamente, mi señor —responde Arnem.

Caliphestros se da cuenta de que la pasión del sentek no era una mera interpretación destinada a exhortar a sus tropas; ahora que ya lo ha mencionado en público, el miedo de Arnem por su esposa y su hijo ha salido a la superficie y se muestra impaciente por lo que vendrá.

—Dime, señor… ¿qué diablos son estos cacharros?

Mientras Arnem pregunta, Crupp manda a los hombres que manejan las ballistae que carguen las primeras vasijas de arcilla que contienen esa sustancia del anciano, de una peste endemoniada, en los grandes cuencos que rematan unas rampas largas y engrasadas. Las rampas están retenidas por unos ejes de elevación ajustable, sujetos a unos marcos gruesos y montados sobre ruedas, pero el ángulo de vuelo que parecen buscar es claramente más alto de lo que sería posible para cualquier artilugio jamás usado por los hombres al mando de Bal-deric o de Crupp. Sin embargo, Crupp y sus hombres tienen experiencia con ese tipo de armas y no es probable que hayan cometido ningún error obvio. Lo que ocurre es que las ballistae ya no parecen, como siempre, máquinas de torsión que sirven para golpear, como la que sigue usando el linnet Bal-deric contra la Puerta del Sur, sino arcos enormes tumbados.

—Diseñé por primera vez aparatos como estos y experimenté con ellos cuando viví durante un tiempo en la tierra de los mahometanos —explica Caliphestros— hasta que también ellos declararon «ofensiva» mi presencia. Sin embargo, pronto decidieron, igual que acabas de hacer tú, sentek, con mil perdones, que esas armas no servían como arietes y por lo tanto eran un mero capricho. Como yo ya había encontrado en Alexandría la fórmula para el automatos del fuego, estaba pensando desde el principio en cómo podía adaptar esas máquinas para que lanzaran la sustancia: un tamaño mayor para las dos alas del arco, una fuerza de lanzamiento más suave, compensada por una trayectoria más alta. —Caliphestros se vuelve hacia el cielo del oeste y, como todo el resto de la fuerza de Arnem, percibe que una nueva bruma, sin duda mucho más húmeda, está reptando montaña arriba—. Nos queda poco tiempo. El yantek Ashkatar ha señalado que está listo. Sentek, te corresponde dar la orden.

—No creo que de verdad sea yo quien ha de dar la orden, Caliphestros —responde Arnem—. Pero, suponiendo que fuera así, ya está dada.

Y con eso empieza el gran experimento…

6.

Con unos golpes fuertes pero cuidadosos de sus grandes mazos de madera, los hombres del linnet Crupp liberan los bloques que refrenaban las extrañas máquinas de Caliphestros. La primera vasija de arcilla se desliza casi en silencio (pues, igual que los raíles por los que se mueven, todas han sido engrasadas), se alza por los cielos y se mantiene en suspensión durante un período de tiempo que parece imposible. Ni un solo miembro de la fuerza atacante emite sonido alguno, aunque sí sueltan gritos de repentina alarma algunos miembros de la Guardia del Lord Mercader posicionados en lo alto de la Puerta Sur.

—¡Lord Baster-kin! —gritan esos hombres—. ¡Hay más ballistae en la Puerta Sur!

Al poco, Baster-kin se hace visible, antes incluso de que la primera vasija alcance el fin de su vuelo.

—Por el nombre de Kafra, ¿qué…? —blasfema el Lord Mercader.

Su mirada furiosa sigue el vuelo de las vasijas, que parece destinado a morir antes de llegar a la puerta. Pero no ha tenido en cuenta la maestría del linnet Crupp en el manejo de esta clase de arcos; aunque las vasijas golpean la parte inferior de la puerta, llegan a alcanzarla, se hacen añicos y empapan áreas apreciables del robusto roble con una sustancia llamativamente pegajosa cuyo olor no es capaz de identificar.

Sin embargo, cuando Crupp ordena una serie de rápidos ajustes a las ballistae para que se levanten un poco más los arcos y las rampas sobre sus marcos y luego manda un segundo lanzamiento, el siguiente vuelo de vasijas se abre paso hasta la parte alta de la puerta con precisión experta; desde allí, a todos los hombres que permanencen en lo alto de las murallas les resulta imposible no reconocer ese hedor.

—¿Incendiarias, sentek? —grita Lord Baster-kin en tono despectivo—. ¿Para esto has ligado tu destino al brujo Caliphestros? ¿No ves que se le ha ablandado el cerebro? ¡Ha! Solo tenéis que mirar hacia la ladera oeste de la montaña, estúpidos. Dentro de unos minutos nos caerá encima una lluvia arrolladora. ¿De qué servirán entonces vuestras incendiarias, memos traidores?

Arnem observa la negra figura sobre la muralla con el odio sonriente y la mirada aguda que se dedica al enemigo cuando nos creemos a punto de descargar sobre él el golpe decisivo.

—Sí, una lluvia arrolladora —murmura—. ¿Verdad, Lord Caliphestros?

—Todavía estás demasiado confiado, sentek —responde Caliphestros—. ¡Crupp, date prisa! Ahora tenemos bien calculado el tiro. En menos tiempo del que te parecería imaginable, esa puerta ha de quedar empapada. ¡Empapada! ¡Disparad, disparad y, sobre todo, seguid disparando!

El cubrimiento del resto de la superficie de la Puerta Sur requiere menos tiempo del que tardan los expertos cargadores de Crupp en soltar todas las ataduras que mantienen fijas las vasijas en los carromatos; bien está que así sea, porque, justo cuando acaban de cumplir su función las primeras vasijas, Arnem, como todos los demás en la montaña, queda momentáneamente cegado por una serie de relámpagos que brillan lo suficiente para hendir la brumosa mañana, y luego sacudido por el estallido del trueno más fuerte que recuerda haber oído jamás. La lluvia, cuando llega, es tal como Caliphestros la predecía, deseaba y confiaba; y a su paso, quienes están delante de la Puerta Sur, así como quienes permanecen en lo alto de la misma, se convierten en testigos de algo que ninguno de ellos (salvo el viejo sabio) ha visto antes y que muchos, sobre todo desde encima de la muralla, desearán no haber visto jamás.

Lo anuncia Heldo-Bah, que ha dejado a su contingente de jinetes con su trabajo a los pies de la Puerta Este en cuanto ha notado que caían las primeras gotas de lluvia; en ese momento, tras asegurarse de que los Bane permanecerían en su posición mientras la lluvia les permitiera seguir levantando polvo, se reunió con Keera, Veloc y Visimar en un galope salvaje hacia la Puerta Sur. Ninguno de ellos quería perderse la prometida creación por parte de Ca­liphestros de un fenómeno que Heldo-Bah ha tachado repetidamente de fantasioso. Sin embargo, pese a las vociferadas dudas de los Bane, al llegar a su destino ninguno de los cuatro se lleva una decepción, como ninguno de los cientos de soldados Bane o de Broken que se han adelantado para ver la prueba viviente de…

El automatos del fuego. Cuando la lluvia azotada por el viento golpea la Puerta Sur, el portal está completamente empapado por el brebaje de Caliphestros, que gotea lentamente; y para asombro de todos, el grueso roble comprimido entre las láminas de hierro de la puerta se consume de repente en un fuego extraño por completo, que parece salido de una visión, o quizá sería más exacto decir de una pesadilla. Es un fuego que impulsa a Heldo-Bah a declarar, como solo él podría:

—¡Por el pis infernal de Kafra…![256]

El primer y más llamativo aspecto del fuego es su brillo. Porque mientras los miembros de la fuerza de Arnem esperaban, como mucho, ver un fuego tradicional que en cierta medida desafiara la lluvia, esto es una conflagración de un color primordialmente azul y especialmente blanco… Y lo más importante de todo es que el agua, en vez de apagarlo, lo ha encendido. Al contrario, cuanto más fuerte es el golpeo de la tormenta sobre la puerta, más feroz el ardor del fuego. Y no arde por encima de los grandes bloques de roble: más bien parece que su calor rabioso y destructivo queme la madera por dentro, como si se tratara de un ser vivo, roedor, ansioso por llegar a algún punto que queda dentro del roble o al otro lado del mismo. Además, su acción es rápida: las partes más blancas de su terrible llama sisean y crujen para igualarse con el agua suelta que las empuja.

En la tropa de Arnem están todos ansiosos por superar a los escasos arqueros de la Guardia que siguen en lo alto de la Puerta Sur (es imposible decir para qué, porque se ven claramente superados por los arqueros de los Bane y de los Garras que cubren los movimientos de las ballistae de Crupp) y turnarse para seguir alimentando las grandes máquinas. Porque, tal como afirma cada dos por tres Caliphestros a voz en grito, el automatos del fuego hay que rellenarlo, alimentarlo constantemente para que la criatura de llamas azules y blancas continúe saciando su apetito febril para desplazarse hacia dentro, siempre hacia dentro, como si se tratara de un ser, además de voraz, obsesivo.

Y su único objetivo, al parecer, consiste en llegar al otro lado del roble que tiene delante y convertir las poderosas láminas de hierro que comprimen esas robustas torres de madera en una pila de restos ardientes que los jinetes de Broken podrán retirar con relativa facilidad.

Por todas esas razones, y pese a todas las dudas que ha manifestado siempre a propósito de la Adivinanza del Agua, el Fuego y la Piedra (¿y quién puede dudar, ahora, que el agua y el fuego se han unido efectivamente para derrotar a las poderosas murallas de piedra de Broken?) y del automatos del fuego, Heldo-Bah corre de un lado a otro con su poni en un éxtasis enloquecido hasta que sus ojos captan al viejo desmembrado que tan a menudo ha sido objeto de sus burlas. Cuando ve a Caliphestros sentado con pose altiva —aunque sin dar muestras todavía de una satisfacción completa— a lomos de la pantera blanca, Heldo-Bah desmonta y echa a correr hacia ellos: primero hunde el rostro en el complacido cuello de la pantera y se mete tanto como puede en su pellejo húmedo y pungente; luego insiste en quitarle el solideo al viejo filósofo y besarle la coronilla despejada.

—¡Heldo-Bah! —protesta Caliphestros, aunque ni siquiera Stasi puede tomarse en serio sus protestas e intentar defenderlo—. Heldo-Bah, aquí queda trabajo por hacer y te estás portando como un niño con la mente y los sentidos desordenados.

—Puede ser —responde Heldo-Bah, mientras toma asiento sobre la poderosa espalda de Stasi y se acerca tanto a dar un abrazo al distinguido caballero que tiene delante como este le permite—. ¡Pero acabas de cumplir tu promesa, viejo! —grita—. Y al hacerlo has conseguido que todas las demás partes de este ataque parezcan posibles.

Tras volverle a colocar el solideo sin ningún esmero y manosearle las barbudas mejillas, el expedicionario vuelve al suelo y planta un beso sonoro en el hocico del gran felino, que pese a su desconcierto no deja de entender lo que pretende y en una reacción de pura alegría abre la boca para soltar ese curioso semirrugido que suele usar para comunicarse.

Sin embargo, piensa Heldo-Bah, no es el sonido lúgubre que le ha oído emitir en el pasado; más bien al contrario. El expedicionario regresa hacia Caliphestros, que sigue ocupado en recolocarse el solideo, y algo enojado, para preguntarle:

—Lord Caliphestros, ¿eso es alegría por la humillación de quienes segaron la vida de sus hijos? ¿U otra clase de felicidad que yo no puedo entender?

A esas alturas, Caliphestros se ha dado cuenta de que toda la escena anterior ha sido presenciada por Visimar, Keera y Veloc, todos ellos sentados en sus monturas con amplias sonrisas, mientras Heldo-Bah recupera su poni y vuelve a montar en él.

—No —dice Caliphestros—. Eso es una alegría específica, según he aprendido hace poco. Cuando Lord Radelfer llegó a nuestro campamento, trajo una noticia extraordinaria: el único cachorro de Stasi que la partida de caza de Baster-kin atrapó con vida, tantos años atrás, sigue vivo para mayor entretenimiento de los atletas del gran estadio. Tan «vivo», claro, como puede mantenerse cualquier animal conservado en las mazmorras subterráneas de ese lugar de nauseabundos espectáculos.

Un ruido aislado interrumpe al viejo filósofo: el primer crujido, grande y estruendoso, de las planchas de roble de la Puerta Sur. De pronto, los atacantes reunidos ante la entrada distinguen sobre el deteriorado portal la figura de Lord-Baster-kin, que regresa del muro del sudoeste: porque el Lord Mercader se había convencido de que el ataque principal a Broken se ejecutaría por allí.

Y, aunque tal vez sea imposible que los de abajo perciban ese detalle, el rostro altivo de Baster-kin se hunde de pronto en una desesperanza total cuando se da cuenta de que sus cálculos no eran correctos; de que cualquiera que sea la brujería (porque persiste en llamarlo así) empleada por el apestado criminal de Caliphestros para crear este fuego —no solo nacido de la lluvia, sino capaz incluso de arder con tan terrible ardor en medio de la tormenta— terminará por ser el fuego de su perdición.

—Muy bien —musita con amargura mientras se mesa el cabello empapado y olisquea el hedor de la capa de terciopelo que, empapada por la lluvia, se le pega a la armadura—. Pero si ha de desaparecer mi mundo… antes me llevaré conmigo algún fragmento del vuestro. —Alza la mirada al cielo y, al darse cuenta de que su plan de quemar el Distrito Quinto, tan largo tiempo aplazado, tampoco es posible ya, Baster-kin siente que su amargura se vuelve más profunda; ya solo piensa en la venganza—. Porque si podíais desposeerme del triunfo también descubriréis, todos vosotros, que el vuestro puede convertirse en ceniza en vuestras bocas. —Mira a los Guardias que tiene más cerca—. ¡Tres de vosotros! ¡Aquí! Vamos a emprender la que podría ser nuestra última misión de sangre.

Y entonces, tras meterse en la torre vigía más cercana, Baster-kin desciende al Distrito Quinto y va sacando de la capa una daga mortal.

Alguien, sin embargo, le arrancará la daga de la mano al Lord Mercader en cuando salga de la torre vigía, igual que perderá la vida de inmediato el desgraciado Guardia que lo acompaña. Y al mirar a su alrededor, dispuesto a desatar su ira sobre quienquiera que sea el desafortunado residente del Distrito Quinto responsable de ese acto, Baster-kin descubre un hecho terrible que cambia en un instante la perspectiva sobre toda su existencia. La Puerta Sur de la ciudad ha empezado ya a brillar por la destrucción de su cara interna y, a la luz de ese ardor, Baster-kin puede ver con claridad que lo rodean…

… Diez enormes y fortísimos auxiliares del Alto Templo, todos ellos armados con sus terribles alabardas sagradas, de más de dos metros de longitud, con unas cuchillas tan bien cuidadas que reflejan la luz del fuego a su alrededor, de modo que Baster-kin se da cuenta incluso de que nunca había visto a ninguno de esos diez auxiliares. También sus cabezas perfectamente rapadas reflejan la luz de la puerta, a punto de desplomarse entre llamas, mientras indican por gestos al Lord Mercader que avance por el Camino de la Vergüenza.

—Rendulic Baster-kin —afirma uno de ellos, en un tono tan impresionante como su túnica negra, ribeteada de oro—, el Dios-Rey Sayal y el Gran Layzin requieren tu presencia. Y te sugiero que nos movamos deprisa, pues lo que se te confió como uno de los impermeables portales de la ciudad sagrada se está desplomando sobre nuestras cabezas.

—¿El Dios-Rey? —repite Baster-kin. Por primera vez, este hombre de poder supremo siente el mismo terror que cuando, en la infancia, lo convocaban ante la presencia iracunda de su tempestuoso padre; sin embargo ahora, como entonces, intenta acogerse a la resistencia inicial—. ¿Por qué no te diriges a mí por el título que me corresponde?

—Ya no tienes título ni rango alguno —responde el auxiliar con una extraña alegría en la mirada—. En cambio, se te ha concedido el más raro de los regalos: un viaje a la Ciudad Interior.

El miedo rellena las tripas de Baster-kin; sin embargo, no demostrará ante esta colección de aterradores sacerdotes el mismo pánico que sí permitió presenciar a su padre. Encuentra de algún modo la fuerza suficiente para tensar el cuerpo y alcanzar su mayor altura, su postura más altanera, y luego, mientras señala el paseo militar, se limita a decir:

—Muy bien, entonces. Abrid vosotros el camino para que al fin pueda conocer el rostro de mi más gracioso y sagrado soberano. Porque no tengo razón alguna para temer una audiencia con él, pues no he hecho más que servir su voluntad.

Cuando el desposeído lord da un paso adelante, sin embargo, varias de las alabardas sagradas se cruzan para impedirle avanzar.

—Por ese camino, no —dice el mismo auxiliar, respondiendo al orgullo con desdén—. Subirás por el Camino de la Vergüenza.

El Lord Mercader se queda de piedra un momento.

—Pero el Camino de la Vergüenza ha quedado aislado del resto de la ciudad.

El auxiliar asiente con un movimiento de cabeza.

—Cierto. Y el Dios-Rey te preguntará por ello. De momento, se ha practicado una apertura en tu barrera ilegal. Tiene la anchura suficiente para que podamos entrar y salir. ¿Vamos, Rendulic Baster-kin?

—¿Mi «barrera ilegal»? —repite Baster-kin.

Pero, en silencio, se está dando cuenta ya: «O sea que así van a ser las cosas…». Ya no vuelve a pronunciar palabra en voz alta durante el que sabe con toda certeza que será su último paseo por las calles de la gran ciudad.

Sin embargo, pronto se detiene su avance: un grupito de veteranos de guerra —a uno de los cuales reconoce vagamente cuando el viejo soldado avanza renqueante con una muleta de bella factura artesanal— sale de la casa de los Arnem, junto al principio del Camino de la Vergüenza. Baster-kin ve enseguida que los hombres rodean a una mujer, la señora de la casa: aquella por la cual (y sin embargo en contra de quien) ha emprendido tantos de sus recientes empeños. Lady Isadora Arnem. Con su hijo mayor a un lado, ella sale por la puerta del jardín de la familia; y, aunque tanto la madre como el hijo parecen más demacrados que cuando se enfrentó a ellos por última vez, están bastante más sanos que la mayor parte de los ciudadanos a cuyo lado el destino le manda ahora caminar, en otros distritos de la ciudad.

—Mi señor —suena la voz de Isadora, irremediablemente amable, aunque fuerte, trayendo a Baster-kin de inmediato el recuerdo de los días más extraños y, a su manera, más felices de su vida—. Rendulic —sigue ella, tomándose una libertad que parece inédita; sin embargo, ninguno de los auxiliares reales y sagrados mueve un solo dedo para intentar impedir que se acerque o para exigirle respeto. Isadora mira al hombre que lidera este grupo, cada vez más ominoso—. ¿Puedo, auxiliar? —continúa la señora.

El hombre exhibe una sonrisa superficial.

—Por supuesto —responde—. El Dios-Rey nos exige mostrar la mayor deferencia a la familia del gran sentek Arnem, en consideración a la pérfida confusión que de algún modo llegó a dominar el trato ofrecido por su Alteza a ese gran hombre y a todos sus seres queridos.

Baster-kin se limita a asentir amargamente con movimientos de cabeza, mirando de nuevo a los auxiliares, y luego clava los ojos en Isadora. Sus palabras, sin embargo, van dirigidas a los escoltas.

—Por favor, informad a Lady Arnem de que en este momento no tengo nada que decirle.

Pero antes de que el cabecilla de los auxiliares pueda responder Isadora da un paso adelante, con una dulzura en la urgencia que solo un hombre con el corazón amargado a lo largo de los años por la soledad y el desencanto podría dejar sin respuesta.

—Rendulic, por favor, has de intentar… —empieza Isadora, sin estar del todo segura de qué mensaje pretender darle.

Tampoco Baster-kin entiende qué le dice, ni con qué fin: ¿quiere que huya?, se pregunta. Improbable. ¿Será que por fin ella ha recordado, aunque sea solo por un momento, lo que él lleva tanto tiempo recordando con toda viveza: la cercanía que compartieron cuando él era un joven enfermo y ella una doncella, aprendiza de la sanadora que lo cuidaba?

Deseoso de creer esto último, Baster-kin prefiere que ella no siga hablando. Y ese anhelo se cumple en ese mismo instante gracias al sonido de los últimos restos de la Puerta Sur al hacerse añicos por el impacto de un enorme ariete sobre ruedas cuya construcción ha ocupado el trabajo febril de los guerreros Bane durante las horas anteriores al asalto. La puerta se desploma y luego resuena por las calles de todo el Distrito Quinto el estridente repiqueteo de las láminas ardientes de hierro, arrancadas del portal abierto por medio de cadenas y ganchos y arrastradas por la ciudad por los intrépidos equinos de la caballería de los Garras.

Sin embargo, Baster-kin no aparta la mirada del rostro de la mujer que tiene delante.

—No te inquietes por mí, lady —le dice, con una preocupación que parece genuina. Al fin se aparta por un instante para mirar al cielo—. Porque en ese asunto, como en tantas otras cosas, el viento ha soplado hoy a favor de tu familia. —Se vuelve de nuevo hacia ella—. No lo pongas en duda… Porque todo lo bueno que pudiéramos decirnos se dijo ya hace mucho tiempo.

Y entonces el rostro de Baster-kin se oscurece de pronto y se convierte en una máscara de todo el mal que ha causado en el nombre de su dios dorado y del mismo Dios-Rey que ahora, al parecer, lo ha abandonado; el cambio en sus rasgos es tan brusco que el joven Dagobert —que entendía la resignación y el tono conciliador del Lord Mercader como algo genuino e incluso honroso— se sorprende tanto que agarra de inmediato la empuñadura de la espada de saqueador de su padre y se planta delante de su madre. Con una leve sonrisa de aspecto cruel, el lord mantiene la mirada fija en Isadora.

—Además —le dice sin alzar la voz—, todavía no estoy muerto. Todavía no.

Sin suavizar en ningún momento su mirada de mortal intensidad, Baster-kin se da media vuelta e indica a los auxiliares que pueden seguir avanzando. A Isadora solo le queda verlo desaparecer por el hueco, cada vez más ancho, que han abierto en la tapia los mismos albañiles que construyeron esa estructura, al principio del Camino de la Vergüenza, antes de perderlo de vista por la que espera —a beneficio de sus hijos, si no ya propio— sea la última vez.

—¿Madre? —pregunta Dagobert con un suspiro de alivio—. Parecía casi… Por un instante, parecía como cualquier otro hombre. Hasta me ha dado pena lo que le estaban haciendo esos auxiliares del Alto Templo. Pero luego, con la misma velocidad, se ha vuelto… malo.

Isadora abraza a su hijo y declara:

—Malo… No estoy muy segura de que los pobres humanos lleguemos a entender nunca esa palabra, o a conocer sus cualidades, hijo mío… —Un escalofrío repentino le recorre el cuerpo. Luego, añade—: Y ahora, Dagobert… Kriksex, todos vosotros, hemos de prepararnos para la llegada del sentek. Si mi opinión sirve de algo, está…

Justo entonces llega el sonido atronador de unos cascos que ascienden el Camino hacia la casa de los Arnem y cada vez están más cerca. Los veteranos, la esposa del sentek y su hijo se preparan a la vez para la llegada del mayor soldado de Broken, con su anterior gloria tan precipitadamente recobrada, aunque él mismo lo ignore todavía.

Cuando el grupo da un paso adelante hacia el Camino para esperar la llegada de Sixt Arnem y su tropa triunfal, sin embargo, Isadora, Dagobert y los guardianes que los rodean se ven obligados a echarse atrás de nuevo ante algo que se les antoja como una aparición y que se mueve más rápido que la caballería del sentek: es la legendaria pantera blanca del Bosque de Davon, que avanza a toda prisa hacia el mismo agujero de la tapia por el que acaban de llevarse a Lord Baster-kin. El animal no requiere guía: es todo lo que el desdentado anciano que galopa sobre ella puede hacer para mantenerse allí. Tampoco le hará falta dirección alguna, ya venga de un hombre bueno o malo, cuando ese par cruce como un dardo el Camino Celestial para avanzar hacia el estadio de la ciudad.

7.

Cuando la avanzadilla de jinetes de la caballería de los Garras llega por fin a la vista de la casa de los Arnem, ni Isadora ni Dagobert consiguen determinar qué pretenden exactamente los soldados; su paso relativamente lento no se corresponde con el ruido inmenso que provocan mientras los seis primeros jinetes tiran, por medio de cuerdas atadas al borrén de sus sillas de montar, de un aparato burdo pero aterrador que avanza sobre ruedas. Tras haber escuchado con toda la atención que le permitía la salvaguarda de su seguridad todos los mensajes que Rendulic Baster-kin y sus guardias intercambiaban a gritos durante el ataque a la Puerta Sur, a Isadora le sorprende ver que ningún guerrero Bane acompañe a los soldados de su marido; pero, como sabrá bien pronto, tras golpear con su ariete, tan prodigioso y de tan experta construcción, hasta destrozar las relucientes torres de madera quemada, o todavía ardiente, que antes representaban la «impermeabilidad» de ese mismo portal, se han negado a seguir avanzando.

Como siempre, no se fían de que algún grupo entre los súbditos del Dios-Rey no intente castigarlos por haber participado en el asalto a la ciudad, y han decidido esperar fuera de sus murallas hasta que el sentek Arnem pueda garantizarles que absolutamente ningún Alto intentará vengarse de la tribu de marginados, pues hasta hace bien poco los ciudadanos clamaban por su destrucción y, en el fondo de sus corazones (hasta donde saben los Bane), podrían conservar todavía ese deseo. Con esa consideración en mente, Ashkatar ha concedido a Arnem el control del ariete sobre ruedas para usarlo contra la tapia del principio del Camino de la Vergüenza, que el sentek tiene razones para creer que sigue intacta. Ashkatar y sus soldados, mientras tanto, se retiran hasta los grupos de árboles de las altas laderas de la montaña hasta que les llegue la voz de que pueden adentrarse en la ciudad sin mayor riesgo. Solo Visimar y los tres expedicionarios de los que se ha hecho amigo en tan poco tiempo se atreven a cuestionar a quién corresponde qué poder antes de que ese asunto quede decidido; y hasta ellos se mueven con gran precaución.

Gracias a su aguda visión Kriksex explica enseguida a Lady Arnem que los jinetes de los Garras avanzan despacio y con tanto ruido por su carga inusual, un ingenio que el anciano soldado ha visto en muchas ocasiones. Al poco de recibir esa explicación, Isadora y Dagobert ven aliviada su gran ansiedad cuando, a la velocidad que solemos asociar típicamente a los contingentes montados de los Garras, por detrás de los jinetes que siguen esforzándose por tirar del gran ariete sobre la superficie del Camino de la Vergüenza, ablandado por la lluvia, aparecen no solo el comandante del khotor, sino también su ayudante y algunos de sus exploradores. Como ha atisbado el desmantelamiento de la tapia al principio del Camino al poco de entrar en la ciudad, Arnem ha concluido que el Dios-Rey y el Gran Layzin han descubierto la traición de Lord Baster-kin; en consecuencia, nada puede impedir al sentek que se diriga a toda prisa hasta su casa, donde recibe los vítores de los veteranos que rodean a su esposa y a su hijo. Pero sus ojos se concentran en los de su mujer de inmediato, y luego en la imagen de su hijo, que lleva la armadura que el propio Sixt le confió antes de partir y carga con la espada de saqueador del sentek. Como el mismo Dagobert, es evidente que tanto el arma como la armadura han participado en alguna clase de combate en los días recientes, detalle que causa no poca preocupación a Arnem; de todos modos, todavía es el líder de una tropa que ha de permanecer preparada para más traiciones parecidas a las que han acechado a sus hombres desde que iniciaron la marcha. Así, antes de obedecer su más profunda pasión y echarse en brazos de su esposa e hijo, suelta un grito por encima del hombro:

—¡Akillus! Informa a la avanzadilla de que ya pueden abandonar el ariete y que vayan a cuidarse de la seguridad de sus familias si así lo desean. Parece que el asunto está acabado y que hoy es nuestro día, pero han de estar atentos a cualquier intento de la Guardia del Lord Mercader de atacar a nuestras unidades o cometer cualquier acto criminal en su esfuerzo por huir de la ciudad y de la justicia del Dios-Rey.

Luego, por fin, Arnem salta desde la silla y se apresura a abrazar a Isadora, aunque mantiene un brazo libre para acercar a Dagobert a su seno. Lágrimas de alegría y alivio llenan rápidamente tanto los ojos de la esposa del comandante como los de su vástago; el sentek ha de hacer acopio de toda la disciplina de que es capaz para no echarse a llorar delante de sus hombres. Sin embargo, al acercarse, Arnem no consigue evitar que su alegría se vea empañada por la desagradable sorpresa que le provoca el aspecto demacrado de los rasgos de sus familiares. Isadora, capaz como siempre de comprender los pensamientos de su marido, le toca la cara con una mano y, con una sonrisa más amable todavía, le dice:

—No es nada, Sixt. Hemos compartido nuestras provisiones de comida con los más necesitados, eso es todo. Tampoco hemos sufrido tanto como la mayoría…

Arnem besa a su mujer con la pasión aumentada por el orgullo de saberla tan valiente, y luego se vuelve hacia su hijo.

—¿Y tú, Dagobert? —pregunta, apretando el brazo con que coge al joven del hombro—. Parece que mi vieja armadura y la espada de saqueador han sido algo más que adornos.

—Tu hijo encontró su lugar entre nosotros, sentek —responde Kriksex al ver que Dagobert es demasiado modesto para ufanarse delante de la colección de valientes veteranos que rodean a sus padres—. Cuando hizo falta defender el distrito.

La expresión de Arnem se vuelve ambigua de pronto.

—¿Y durante esas acciones te has visto obligado a matar a alguien, hijo?

—Yo… —también el rostro de Dagobert se convierte en máscara de incertidumbre— hice lo que tuvimos que hacer todos, padre. No puedo ufanarme de ello, porque fue… —al joven le falla la voz y baja la mirada al suelo— fue necesario y terrible. Nada menos… ni nada más.

Arnem se agacha para clavar su mirada intensa en los ojos de Dagobert.

—Y eso es la guerra, joven —dice en voz baja—. Porque ya no hay que tratarte como a un muchacho… Ni yo ni nadie más. Eso está claro. —Se levanta de nuevo y se vuelve hacia el veterano, que permanece apoyado en su muleta—. Y tú eres Kriksex… Eso no se disimula con unas pocas arrugas. Sé que me perdonarás que la preocupación por mi familia me haya impedido saludarte hasta ahora, linnet. Pero no dudes que soy consciente de cuánto te debo: porque mi esposa me dejó claro en sus cartas que no has ahorrado ningún esfuerzo para garantizar su seguridad.

—Pese a tantas cosas extrañas que hemos visto últimamente en el Distrito Quinto, sentek —responde Kriksex—, mi lealtad a los Garras, a ti y a tu casa ha permanecido intacta. Como tu hijo, he cumplido con mi deber y nada más, aunque lo he hecho con no poca alegría, en este caso, porque tu señora y Dagobert comparten tu valor y tu devoción por todo lo que es bueno y noble en Broken.

—Y por eso me encargaré de que el Dios-Rey y el Gran Layzin te recompensen con mucho más que una muleta, por muy bien hecha que esté la muleta —declara Arnem—. Porque parece que nuestros gobernantes cayeron en las enloquecidas trampas de Baster-kin, igual que muchos de nosotros.

—Pero, Sixt… —dice Isadora, con la alegría mitigada de pronto por una preocupación—, no veo a los otros niños…

Arnem se vuelve para señalar a Radelfer, que cabalga con la avanzadilla de su caballería.

—No temas, esposa —dice el sentek—. Radelfer hizo más que cumplir la misión que le encargaste. Los demás niños esperan, a salvo y bien alimentados, dentro de mi tienda, en las afueras de la ciudad.

Isadora mira al antiguo senescal del clan Baster-kin y recupera la nobleza que suele caracterizar su comportamiento con los demás.

—Gracias, Radelfer —le dice—. Yo sé, más que nadie, el precio que has pagado por cambiar tus lealtades y por mantener a mis hijos a salvo, no solo en la pérdida de rango, sino en la aceptación de que el corazón de Rendulic Baster-kin, al fin, no había sobrevivido al tormento que sufrió en la infancia.

—Cierto, mi señora —dice Radelfer con suavidad, tras acercar su caballo a la puerta del jardín y saludar con una respetuosa inclinación de cabeza—. Aun así, el precio no era tan alto como hubiera sido el deshonor de rechazar tu petición. Y podría robar un momento para añadir —se vuelve hacia Kriksex— que me encanta descubrir que este viejo camarada mío también se las ha arreglado para cumplir la promesa que te hizo, amén de conservar él mismo la vida. Aunque no tengo muy claro que haya existido jamás un miembro de la Guardia del Lord Mercader capaz de dar fin a un hombre como este.

Kriksex alza el hombro que no descansa en la muleta.

—Algunos lo intentaron con mucha determinación —responde—. Aunque me alegra decir que ya dejaron de respirar…

Arnem y Radelfer se dan media vuelta y ven que la mayor parte de la vanguardia de los Garras, dándose cuenta de que su comandante prefería estar a solas con su familia, han aprovechado su permiso para dispersarse de manera ordenada y cuidar de la seguridad de sus familias o bien han empezado la tarea de acosar a las unidades remanentes de Lord Baster-kin: hombres que, se diría, han hecho todo lo posible por desaparecer entre la población de la ciudad, porque no hay señal alguna de resistencia organizada por su parte. Y, sin embargo, como buen comandante experto, a Sixt Arnem no le reconforta demasiado ese dato aparente, de momento, porque sospecha que la Guardia demostrará ser tan pérfida en la derrota como lo ha sido su comandante desde que empezó la campaña de los Garras.

—Me alegra saberlo, Kriksex —murmura Arnem mientras pasea la mirada por las calles—. Pero hay algo tan extraño en lo que ha pasado dentro de esta ciudad en un período de tiempo tan breve, que no puedo evitar preguntarme si aquí han actuado otras fuerzas, además de la espada. —Se vuelve hacia Isadora con una leve sonrisa—. No te habrá dado por los conjuros, ¿verdad, mujer?

—Si hubiese sido capaz —responde Isadora, devolviéndole con valentía la sonrisa al tiempo que le apoya un puño suavemente en el pecho—, habría cambiado una o dos características a ciertas personas. No, si esto ha sido cosa de magia, entonces ha sido de otra persona, porque en cuanto estuvo claro que la Puerta Sur iba a caer, empezaron a llegar órdenes desde la Ciudad Interior y la Sacristía del Gran Templo. No sabemos exactamente qué decían, pero han arrestado al menos a la mitad de los miembros del Consejo de Mercaderes y les han confiscado las propiedades. En los tres primeros distritos nadie está seguro, ni siquiera ahora, del destino que espera a sus familias, pero han ordenado a todos los ciudadanos que permanezcan en sus casas hasta la conclusión de las «incomodidades presentes». Y, sin embargo, todavía no se ha emitido ningún comunicado para explicar cuáles son esas «incomodidades» o quién ha sido responsable de las mismas, aunque hace apenas unos minutos he visto que Lord Baster-kin iba hacia el norte, escoltado por un grupo de sacerdotes del Alto Templo armados. Y poco después he visto a un hombre, que diría que era Caliphestros, montado en algo que solo podía ser una pantera del Bosque de Davon, de camino al Alto Templo. Podría sospechar que la brujería es suya, pero hace tiempo que me enteré de que él nunca ha practicado la clase de artes oscuras por las que lo condenaron, ni ha creído siquiera en ellas. ¿Cómo puede ser que ese pobre hombre haya vuelto a Broken por medios tan extraordinarios? Y nuestros hijos, ahora que todo esto ya ha pasado, ¿no estarían más seguros aquí, con nosotros, que en tu campamento?

Pese a que como buen soldado mantiene la inquietud por los desaparecidos miembros de la Guardia del Lord Mercader, Arnem se da cuenta al estudiar por un instante más el rostro de Isadora, de que —por muy aliviada que parezca gracias a su regreso, y por muy decidida que esté a comportarse con la confianza que los hombres del sentek esperan de ella— su mente no descansará hasta que todos los niños estén de vuelta en casa. Con esa idea se dirige al antiguo senescal del gran kastelgerd que, según parece, ya ha dejado de ser el centro de poder de Rendulic Baster-kin.

—Mi esposa y yo ya te hemos pedido mucho estos últimos días, Radelfer, no dudes que soy consciente de ello —afirma el sentek—. Pero tengo un último servicio… No, mejor llamémoslo una solicitud.

Arnem se encara hacia el Camino de la Vergüenza, donde lo siguen esperando solo dos de sus más leales linnetes, Akillus y Niksar.

—Akillus —dice—; acompaña a Radelfer a nuestro campamento y corre la voz de que nuestra tropa principal puede regresar a la ciudad, siempre con las precauciones que he declarado previamente. Y tú, Radelfer, si acompañas a mis oficiales podrás hacernos este último favor: mis hijos te han cogido confianza y si los traes a casa, junto a su madre, en el mismo carromato que los sacó sanos y salvos de Broken, Akillus te escoltará con media docena de sus mejores hombres.

Radelfer da claras muestras de estar encantado por la confianza que implica el encargo y da media vuelta sobre su montura para reunirse rápidamente con Akillus, que avanza a buen ritmo hacia una Puerta Sur ya reducida por completo.

—Y tú, Niksar —continúa Arnem—, cabalga, si quieres, hasta el Distrito Cuarto. Informa al sentek Gerfrehd, o a cualquier otro oficial mayor que esté actualmente al mando de la vigilancia, de que hemos vuelto y emprendemos la persecución de la Guardia del Lord Mercader. Pueden unirse a nosotros o no, pero, como no hemos recibido más que señales favorables a nuestro empeño de parte del Gran Layzin y el Dios-Rey, no tienen por qué sentir ningún conflicto de lealtades. Luego, sigue adelante con el asunto del Distrito Primero tal como hemos hablado antes.

—¡Sí, yantek! —responde Niksar, complacido, como los demás, por la confianza con que se le otorga una misión importante que, al parecer, dará inicio al proceso de limar las diferencias entre la ciudad y el reino.

Su impresionante caballo blanco se encabrita una sola vez y luego jinete y montura desaparecen en dirección a la empalizada del Distrito Cuarto.

Kriksex, mientras tanto, llama la atención de sus hombres con una inclinación de cabeza y luego se encara por última vez a Arnem.

—Bueno, yantek —le dice—, no soy tan mayor como para no darme cuenta de que tu familia desea reunirse en privado, un deseo muy natural. Por lo tanto, con tu permiso, mis hombres y yo empezaremos la caza de los huidizos miembros de la Guardia…

Pero de pronto el rostro de Kriksex se congela, igual que el de los distintos veteranos que permanecen en un burdo círculo en torno a los tres miembros del clan Arnem allí presentes. Al principio, Arnem se queda perplejo por su cambio de cara, pero Isadora no se engaña ni un momento y se lleva a la boca la mano que no sostiene la de su marido para acallar un grito de aflicción. Arnem no entiende lo que ocurre hasta que Dagobert le grita.

—¡Padre! —dice el joven alarmado, desenvainando su espada de saqueador—. ¡Guardias!

Los veteranos que rodean a los Arnem caen lentamente al suelo, cada uno de ellos con un grito de dolor cuando la punta de una lanza corta de Broken atraviesa el frontal de sus gastadas armaduras. Con el desplome de Kriksex y los demás devotos defensores del Distrito Quinto y de la familia Arnem, se revela un nuevo grupo de caras: agachados, los hombres se esconden bajo capas de paño grueso y solo cuando están seguros de haber matado a sus víctimas, mucho más valiosas que ellos, sueltan los instrumentos de su cobarde ataque y luego se ponen en pie para despojarse de las capas, revelando así su bien trabajada armadura y unas túnicas, que lucen el escudo de Rendulic Baster-kin. Arnem se percata de que su hijo tenía razón y de que su propia incomodidad instintiva acerca de la condición traicionera de la Guardia ha vuelto a resultar certera: al mirar hacia la Puerta Sur, ahora, ve que un fauste de esos supuestos soldados —o más, tal vez hasta un total de sesenta— se ha reunido para imponer su superioridad numérica a la habilidad de los pocos Garras que han permanecido en la retaguardia para mantener las posiciones en la entrada. Sin el apoyo de los aliados Bane, los Garras han quedado, igual que el comandante con su esposa y su hijo, en una posición de evidente peligro por el celo de sus compañeros, que se han tomado con entusiasmo la tarea de dar caza a los Guardias por toda la ciudad: la experiencia sugiere que esos dandis repintados y pasados de elegancia tendrían que estar corriendo hacia las puertas del otro lado de Broken para evitar una pelea en su huida de la ciudad. En cambio, esta unidad de «soldados» —poco más que rufianes y asesinos, como acaban de de­mostrar una vez más— ha vuelto a aparecer por el punto de entrada de los Garras, calculando con acierto que encontrarían a su enemigo indefenso ante un contraataque de esa naturaleza.

Arnem mira fijamente al linnet que lidera a la banda que tiene ante sí y luego, mientras desenvaina la espada corta, le dice:

—Por una vez, la Guardia demuestra algo parecido a la inteligencia, aunque vuestros métodos cobardes son miserablemente coherentes. —Impulsa a Isadora y Dagobert hacia la puerta del jardín de la familia mientras saca la espada y sigue hablando—. Supongo que tu grupo se ha separado del resto del fauste tan solo para encargarse de la tarea de obtener venganza contra mi familia antes de reunirse con los demás fugitivos, ¿verdad?

—Supones correctamente, sentek —dice el Guardia a quien se ha dirigido Arnem—. Aunque yo no lo llamaría una tarea, sino, más bien, un placer. Y no se puede decir todavía que seamos fugitivos, porque esta acción podría dar la vuelta a la batalla. Puede que hayan detenido a nuestro señor, y que a ti te alaben en toda la ciudad; pero eso podría volverse al revés, si caes tú con tu familia y los traidores que han seguido…

Arnem contaba con la típica incapacidad de evitar la presunción por parte del Guardia: mientras el hombre sigue con su cháchara, la supuesta víctima empuja a su mujer y a su hijo al jardín de la familia y luego, con la misma velocidad, cierra la puerta desde dentro. De inmediato, los guardias empiezan a aporrear las planchas de madera de la puerta con los puños, los pies y las empuñaduras de sus espadas. La debilidad de la posición de los Arnem es tan evidente que hasta Dagobert se da cuenta.

—¡Padre, se nos van a echar encima en un momento!

—Y ese momento es justo lo que necesitamos —responde Arnem con calma mientras presiona con el hombro contra la puerta—. Luego le quita la espada de saqueador a Dagobert y la tira a un lado. —Pronto llegarán Akillus y sus hombres, y puede que hasta algunos soldados del Cuarto. Para enfrentarte a los desafíos que se nos plantean hasta su llegada, de todos modos, esa cuchilla no te servirá de mucho.

—Sixt —interviene Isadora con urgencia reprimida—, ¿qué estás tramando? Ya has visto lo que le han hecho al pobre Kriksex y a esos hombres. No dudarán en tratarnos de la misma manera en cuanto rompan esa puerta.

—Y entonces, esposa, llegará el momento en que yo compruebe cuánto ha aprendido de verdad nuestro hijo en sus tardes en el Cuarto Distrito, así como de sus recientes camaradas —responde Arnem. Acerca a Isadora, le planta un beso y luego, con el hombro todavía apretado contra la puerta, que no deja de temblar, indica la casa con un movimiento de cabeza—. Llévate a tu madre dentro, Dagobert: encárgate de que se encierre en ese sótano que se supone que todos nosotros hemos de ignorar que visita con frecuencia. Luego, sube al piso de arriba y consíguete una espada corta de Broken que sea decente. De las mejores de las mías, junto con uno de mis escudos más grandes.

—¿De verdad? —contesta Dabogert, tragándose el miedo y esforzándose por emular la confianza que muestra su padre mientras tira de su madre hacia la casa.

—De verdad —le dice a voces Arnem—. ¿Recuerdas la primera regla del espadachín de Broken?

Dagobert asiente.

—Sí. El tajo hiere, pero la estocada mata.

Arnem recibe la afirmación con una sonrisa orgullosa.

—Como bien saben los saqueadores del este con sus armas curvas, que tantas veces han pagado el aprendizaje con la vida. Ve, entonces: un arma nueva y recta para ti y un escudo decente para que lo compartamos… ¡Porque vamos a tener que dar muchas estocadas!

—Pero… Sixt —insiste Isadora—. ¡Ven con nosotros! Si has de defender algo, que sea la casa. Porque entre los dos es imposible que…

—Isadora —contrapone Arnem—, lo imposible es que hagamos otra cosa. Si nos encierran en la casa, las llamas nos consumirán a todos. Y tu belleza no se creó para sufrir un destino tan feo. Date prisa entonces, mujer. Dos buenos soldados de Broken siempre han valido por diez Guardias. Es un mero dato que Dagobert y yo vamos a demostrar ahora mismo, tanto para ti como para esos cerdos asesinos de ahí fuera.

Cuando los golpes de los guardias en la puerta empiezan a quebrar las tablas, Sixt Arnem baja más todavía los hombros, clava las botas en el terreno silvestre del muy heterodoxo jardín de sus hijos y contempla la desaparición, por el otro extremo, de Isadora y Dagobert hacia la casa.

8.

La pantera blanca y su extraordinario jinete han llegado a la entrada del estadio de Broken con extraordinaria diligencia, porque el Camino Celestial, desde el extremo norte hasta el sur, se ha quedado vacío salvo por las almas más furtivas, e incluso los pocos hombres a los que Caliphestros y Stasi llegan a ver gritan alarmados en cuanto descubren su presencia y se dan todavía más prisa en cualquier dirección que los aleje de esa visión sobrenatural. Pero lo que ha mantenido a los habitantes de la gran ciudad de granito en sus casas no es solo el miedo a la pantera, al brujo o a cualquier otro atacante. En cuanto Stasi ha echado a correr hacia el norte, Caliphestros ha empezado a ver bandos públicos enganchados a todas las fachadas lisas de los edificios —casas, mercados y templos de distrito— y al final también en las grandes columnas que durante tanto tiempo han escoltado muchas entradas a los jardines del Distrito Primero. Al principio Caliphestros no conseguía descifrar su significado por la velocidad con que Stasi avanzaba hacia el norte para llegar a la enorme estructura ovalada que se alza tras el Alto Templo y que, desde el principio, el anciano ha sospechado que era su destino. Al final, en cualquier caso, el desterrado pródigo ha renunciado a intentar siquiera frenar a su compañera al descubrir que el contenido de todos los bandos era idéntico, de manera que podía leer una sección cada vez que pasaba por delante de una copia e irlas sumando hasta conformar una orden que ha resultado ser muy singular.

Y no lo era solo por el hecho de llevar el sello personal del Dios-Rey Saylal, tan pocas veces visto. Más bien, su cualidad más curiosa era que no comprometía a ese sagrado gobernante con ninguno de los bandos del conflicto civil que había estallado en el Distrito Quinto y sus proximidades, incluida la Puerta Sur de Broken, y que a esas alturas, según la acertada presunción de Caliphestros, estaría ya contagiándose a los demás distritos de la ciudad. La orden exigía a lores y ciudadanos por igual que permanecieran en sus casas y se abstuvieran de practicar comercio alguno durante «este período de confusión y crisis»; sin embargo, ni un bando de las «actuales incomodidades» ni el contrario recibían el apoyo real. Caliphestros se había dado cuenta de que, sin duda, era una treta inteligente: porque no solo permitía al Dios-Rey y al Gran Layzin tratar el asunto como una cuestión de política seglar, sino que más adelante podrían también defender sin faltar del todo a la verdad que habían apoyado al lado victorioso, cualquiera que este fuese.

«Sí, inteligente —ha pensado Caliphestros mientras se esforzaba por mantener el equilibrio sobre los musculosos hombros y el cuello de Stasi—. Casi perversamente inteligente, como siempre ha sido Saylal…».

Cuando la pareja llega a la entrada al estadio, Caliphestros puede respirar con más tranquilidad un momento porque Stasi se detiene por primera vez: la compuerta de entrada —una extensión casi insignificante (en términos militares) de tablones entrecruzados que cumplen mejor la función de aviso que de auténtica barrera— está cerrada, aunque Caliphestros no recuerda haberla visto así ni una sola vez. Sin embargo, pese a que la reja en sí no sea precisamente impresionante, está fijada por la base a una prodigiosa cadena de hierro, con un cierre igual de imponente que la une a un aro, también de hierro, enterrado hace mucho tiempo en el granito de la montaña. Hay una cadena más pequeña que se entrecruza con una sección de la compuerta a metro y medio de altura, con los dos extremos sujetos a un largo tablón de madera que sostiene un bando de Lord Baster-kin en el que se afirma que el estadio permanecerá cerrado hasta que los jóvenes de Broken hayan derrotado a los Bane.

Caliphestros se queda mirando el aro del suelo para reconocer el básico mecanismo y luego empieza a rebuscar en el interior de uno de los sacos pequeños que lleva todavía cruzado sobre los hombros.

—No temas, Stasi —anuncia—. Tengo un juego de herramientas que, a la larga, nos permitirá…

Nunca llega a decir qué les permitirá porque Stasi, evidentemente, reconoce el tono de búsqueda y estudio en la voz de su compañero y decide encargarse personalmente del asunto de la compuerta. Antes de que Caliphestros pueda plantear ninguna objeción coherente, la pantera da unos cuantos pasos largos hacia atrás, agacha la cabeza para que el duro hueso de su frente quede encarado a la entrada y emprende una brusca carrera con una intención inconfundible.

—¡Stasi!

Su jinete apenas tiene tiempo de gritar antes de darse cuenta de que no puede decir nada para impedir el intento de la pantera. Teniendo eso en cuenta, adopta una posición más baja, se agarra con más fuerza y cierra los ojos. Casi sin tiempo de entender lo que ha ocurrido, oye un enorme crujido de maderas partidas, de las que solo algunos pedazos inocuos le caen sobre la espalda gracias a la velocidad con que sigue avanzando la pantera. Una vez dentro, Stasi se detiene para mirar hacia atrás con la satisfacción de la misión cumplida: un hueco abierto en la compuerta, a un lado de la cadena y el cierre, que permanecen intactos, y un impacto tan extremo que las piezas más grandes de madera que han estallado apenas empiezan a posarse en el suelo ahora mismo. Caliphestros sonríe, acaricia la piel del cuello de la pantera con una mano y le frota la frente con la otra mientras le dice:

—Tenías razón, muchacha. Tu plan era mucho mejor. ¡Sigue adelante!

Tras entender por completo sus palabras, Stasi se da media vuelta, como si conociera el interior del estadio (aunque Caliphestros sabe que se orienta solo por el olor), y avanza hacia la puerta de la oscura escalera que baja a las jaulas soterradas bajo la arena.

Solo al llegar aquí encuentran los dos viajeros al fin una presencia humana: uno de los cuidadores de las fieras en las jaulas de hierro. Es un hombre sucio, con ropa igualmente descuidada; y, pese a que sostiene ante sí una lanza, contempla la llegada de la pantera blanca y su jinete, a la luz de una antorcha, con temor y reverencial asombro a la vez.

—Maldito sea Kafra —dice, tirando la lanza a un lado—. No pienso interponerme ante una determinación tan asombrosa, por no decir nada de esta visión, que desafía todo lo que nos han enseñado los sacerdotes.

—Sabia decisión —contesta Caliphestros—. Pero… ¿dónde están los otros hombres que trabajan en este…? —El anciano echa una mirada a su alrededor—. ¿En este pedacito de infierno?

—Se han ido —responde el hombre—. Se fueron en cuanto Lord Baster-kin mandó cerrar y abandonar el estadio, mi señor Caliphestros.

—O sea que me conoces —musita el desmembrado jinete con una mezcla de satisfacción y desdén—. Parece que no me habéis olvidado del todo en Broken.

—¿Olvidado? —repite con asombro el cuidador—. En Broken eres una leyenda, igual que esa pantera en la que vas montado. Aunque hace poco que se sabe que viajáis juntos.

—Viajar… Sí, y mucho más que eso —responde Caliphestros.

Stasi mueve la cabeza a uno y otro lado, pues su irrefrenable determinación se ve de pronto confundida por los muchos olores y los crecientes chillidos de las fieras en las jaulas que los rodean: celdas iluminadas apenas por los largos huecos en la piedra, en lo alto de los muros, que captan restos de luz solar de los tragaluces cubiertos por rejas en la base de las paredes del estadio, así como por las antorchas que arden en los arbotantes junto a cada celda. El antiguo Viceministro del reino intenta calmar a su montura mientras obtiene más información del vigilante.

—Dices que los demás de tu ralea se han ido. Si es así, ¿por qué te has quedado tú?

—Por los animales, mi señor —responde el cuidador—. Se hubieran muerto de hambre poco a poco. Aun así, mucho me ha costado conseguir carne, aunque fuera podrida, para mantenerlos vivos.

—¿Y por qué tantos sacrificios para salvar la vida de lo que Kafra y sus sacerdotes te enseñaron hace tiempo que solo son bestias, destinadas al uso y abuso que los humanos consideremos oportuno?

—Mi señor, porque —continúa el cuidador— por muy salvajes que sean me he acostumbrado un poco a estas criaturas y sé lo que han sufrido en manos de los ociosos ricos de Broken: hombres y mujeres jóvenes que también, en algún momento, han abusado de mí. Dejarlas morir, sobre todo esta desgraciada muerte por abandono, hubiera sido… inhumano.

La expresión del rostro de Caliphestros se suaviza.

—Y así encontró la piedad el camino hasta aquí. Gracias a lo que acabas de decir, carcelero, puedes seguir con vida. Pero, antes, entrégame las llaves.

El cuidador, encantado, saca de su cinturón un aro de hierro que sostiene tantas llaves como celdas hay alrededor y las tira a los pies de Stasi.

—Gracias, mi señor —dice.

Y luego, antes de que el «malvado brujo» pueda cambiar de opinión, se da media vuelta y huye.

Tras instar a Stasi a agacharse para permitirle desmontar, Caliphestros gruñe al rodar por el suelo. Luego, de inmediato, busca en uno de sus sacos diversas bolas que contienen varios medicamentos y se las mete en la boca. Se pone a masticar con vigor, pese al gusto amargo, para que su efecto alivie el dolor de este viaje tan rápido a través de la ciudad; luego recupera el aparato de caminar que lleva colgado a la espalda y se lo ata a las piernas, suplicando a vete a saber quién que las potentes drogas se apoderen enseguida de sus sentidos. Cuando eso ocurre al fin, se agarra a un barrote de hierro de una celda e intenta ponerse de pie. Sin embargo, el esfuerzo es superior a su capacidad, y por eso agradece notar que el hocico de Stasi, impulsado por la imponente fuerza de su cuello, lo levanta con suavidad. Encaja las muletas bajo las axilas y, mientras nota que la medicación ya actúa con plenos poderes, anuncia:

—Y ahora, mi amiga constante, busquemos a esa que tanto has soñado con liberar para llevártela a casa. Y, mientras tanto, liberemos también a los demás desgraciados… Aunque te estaré muy agradecido si impides que alguno de ellos confunda nuestras intenciones y me arañe el cuello.

Mientras la pantera blanca y el hombre que camina de un modo distinto al que conocen las fieras empiezan a recorrer los pasillos que separan las celdas, Caliphestros se va deteniendo para abrir todas las puertas: le alegra, aunque no le sorprende del todo, descubrir que todos los animales —lobos, gatos silvestres, osos y demás— prefieren salir corriendo hacia la escalera y hacia lo que todos perciben claramente como la libertad, en vez de detenerse a matar a una presa tan extraña y poco valiosa como debe de parecerles el anciano. Aun así, la tarea de liberarlos resulta particularmente larga: son muchas las celdas, los sonidos terribles —aunque estimulantes— que emiten los prisioneros al ser liberados resultan confusos y el camino se va volviendo cada vez más oscuro a medida que avanzan por el laberinto de hierro.

Al fin, de todos modos, la pantera y el hombre llegan a la última celda y los movimientos de Stasi se vuelven más nerviosos y agitados. Caliphestros alcanza a ver que dentro de ese último reducto de sucio aprisionamiento camina de un lado a otro el animal tan buscado por su compañera: una pantera muy parecida a ella, aunque algo más pequeña, bastante más delgada y con un pelaje mucho más dorado, manchado además por la suciedad de la celda. Como todos los demás animales se han ido ya, Caliphestros entiende que está a salvo si permite que Stasi se acerque primero a la celda aunque él quede a un lado sin protección, para observar uno más de los milagros que, al parecer, es infinitamente capaz de ejercer su compañera.

Stasi avanza lentamente hasta los barrotes: una lentitud extraña, habida cuenta del ardor y la velocidad con que ha llegado hasta el estadio. Pero Caliphestros no se confunde: a estas alturas ya conoce las expresiones de la pantera y ahora nota un aire de contrición en su rostro y en sus movimientos, mientras avanza para meter el hocico entre los barrotes de hierro y tocar así el de la joven pantera de dentro. Cuando se mueve para lamer el hocico de su criatura, perdida tanto tiempo atrás, esta gruñe al principio suavemente y a Caliphestros le parece como si quisiera preguntar por qué la han dejado tantos años en ese lugar miserable. Solo cuando la pantera blanca vuelve la mirada hacia su compañero humano este avanza con las muletas y su única pata de madera para abrir la puerta de la celda. Stasi entra enseguida y soporta dos o tres golpes de la zarpa fuerte que, gracias a los jóvenes ricos de Broken, se ha mantenido ágil: está claro que de esa manera no pretende genuinamente herir a Stasi, sino hacer constar su profunda rabia por un abandono tan largo. Stasi lo soporta sin reaccionar y luego avanza de nuevo para lamer la piel de su hija y limpiarle la mugre de la celda. Cuando la hija acepta al fin someterse y empieza a devolver lo que en su caso son toques de afecto con la lengua, desaparece en la celda la sensación momentánea de tensión; al poco, las dos panteras ronronean con un volumen extraordinario.

Caliphestros es incapaz de decir cuánto dura este ritual: su propia sensación de arrobo, combinada con el efecto total de las medicinas (aumentado a su vez por algunos tragos de una bota de vino que ha encontrado colgada de una pared cercana), vuelve absolutamente irrelevante el tiempo. Aun así, se trata de un momento delicado para el anciano: todavía ignora si las dos panteras, una vez reunidas, aceptarán su compañía; o incluso si su relación con Stasi se verá afectada por el descubrimiento de esa hija a la que, a lo largo de tantos atardeceres, llamaba desde la lejana montaña, mucho más allá de la ciudad de granito.

Pronto, sin embargo, Stasi se vuelve hacia Caliphestros con una expresión de absoluta bondad. Tampoco en el rostro de su hija se aprecia maldad alguna: el anciano se da cuenta de que, con toda probabilidad, se debe a que (como les ocurría a las otras fieras enjauladas) él apenas se parece a ningún otro humano que haya conocido durante su largo tormento. En vez de blandir un látigo o una cadena, Caliphestros ni siquiera tiene piernas; es consciente de que ningún otro hombre resultaría menos amenazador y por primera vez en su vida, aunque no llega a agradecer la pérdida de las piernas, sí obtiene al menos de su mutilada imagen un consuelo momentáneo. Tal como esperaba, le ofrecen unirse a la madre y la hija. Stasi ha comunicado de algún modo a su descendiente que debe aceptarlo, tal vez incluso le haya impartido la noción de que él es quien ha hecho posible el reencuentro. Con una sensación de reverencia tan grande como jamás había conocido, el anciano entra en la celda y se acerca a las dos panteras. Como entiende a la perfección el significado del gesto de Stasi cuando esta agacha el rostro y dobla las patas delanteras para indicarle que debe montar de nuevo en su espalda —y mostrar así a su hija cómo han vivido y sobrevivido tantos años, al tiempo que le hace ver la necesidad de abandonar ese lugar que encarna lo peor del comportamiento humano antes de que alguien intente encerrarlos de nuevo—, Caliphestros se quita rápidamente el aparato de caminar, se echa de nuevo las tres piezas de madera a la espalda por medio de las cintas que las sujetan y se encarama a lomos de la pantera. Luego, mirando a los ojos a la hija de su compañera, anuncia:

—Y ahora, mis dos bellezas, terminemos de una vez por todas con las cosas y los sitios de los hombres… —La pantera blanca parece entender por completo lo que quiere decir y guía a su hija para abandonar primero la celda y luego dirigirse a la escalera por la que ha llegado con su jinete—. Volvamos al Bosque, Stasi —continúa Caliphestros—, y no hablemos nunca más de este lugar maldito y cruel, ni pensemos en él, ni en el reino de unos humanos capaces de construirlo…

Y tras eso emprenden los tres el camino, siguiendo la pista de los demás animales liberados para salir por la compuerta destrozada y tomar el Camino Celestial, que sigue tan vacío como a su llegada. La huida parece asegurada; aun así, Caliphestros sabe que queda una tarea de la que sus dos compañeras se encargarían encantadas si tuvieran la ocasión. La libertad, en este momento, es sin duda más importante; sobre todo cuando parece estarles esperando sin obstrucción alguna, aunque tanto la madre como la hija miran a todas partes rápidamente, no tanto por miedo como por un aparente deseo…

El Destino no otorga a las panteras —por no hablar de su desmembrado compañero— el fin que corresponde a los estúpidos o los indignos de merecimiento; al menos, hoy todavía no. Al contrario, en este momento ha decidido ser amable (o, tratándose del Destino, lo que queramos entender por «amable») con las tres figuras fugaces: justo cuando pasan por la plaza abierta delante del Alto Templo de Broken, un grupo de hombres aparece a media distancia, delante de ellos. No es un grupo grande: un hombre en el centro, aparentemente desarmado y ataviado con una gruesa capa negra, rodeado por tres miembros de la Guardia del Lord Mercader, todos empapados de sangre y con las cruentas espadas a un costado. Los hombres ven acercarse a las panteras y al jinete con incredulidad, mientras que Caliphestros, Stasi y su hija recién liberada observan al hombre con una mezcla de desafío y satisfacción, al tiempo que se detienen en seco.

—Había oído que volvías a estar en la ciudad, y montado en la pantera que una vez estuve a punto de matar —suena la voz de Rendulic Baster-kin—. He de confesar que no me creía esos informes. Me preguntaba por qué, si el gran Caliphestros había logrado efectivamente sobrevivir a su castigo, iba a regresar a Broken tan solo para liberar a una simple mala bestia.

Caliphestros tarda un poco para asegurarse de responder con voz estable.

—En cuanto concierne a su maldad, en las circunstancias adecuadas, solo puedo afirmar, igual que tú mismo, que he oído algo de eso, Baster-kin. —El anciano se retira de la espalda agachada de Stasi sin perder tiempo siquiera en preparar sus prótesis para caminar—. En cambio, lo de la simpleza… —continúa mientras las panteras se ponen a gruñir, caminar de un lado a otro y tensar sus poderosos músculos—. Creo que descubrirás que tienen toda clase de virtudes, menos precisamente esa.

Baster-kin mira a su alrededor para observar el miedo creciente de los tres guardias que conforman su escolta —y que acaban de cometer el gran sacrilegio de asesinar a un grupo de confiados auxiliares del Alto Templo (pues sin duda sabían que su única esperanza de sobrevivir pasaba por salvar a su señor y matar a quienes dirigen a sus enemigos)— y, con una rudeza inusual incluso para él, grita:

—¿Por qué tembláis, perros miserables? Solo hay dos panteras, y las dos temen el sonido de mi voz. Mantened la espada por delante, como yo… —En ese momento, el Lord Mercader saca de pronto una espada que llevaba bajo la capa y adopta una postura que indica su clara intención de plantar batalla a Stasi y su hija—. Y preparaos para matar a estas fieras para luego poder terminar de una vez con el viejo hereje tullido que cabalga con ellas y dirige sus acciones por medio de la brujería.

Pero Rendulic Baster-kin, que suele juzgar esta clase de situaciones con sensatez, comete dos errores críticos en este momento: Caliphestros, como hemos visto a menudo, no dirige las acciones de Stasi y, en consecuencia, es aún menos probable que controle las de su hija. Y más importante todavía, solo una de las nobles criaturas teme el sonido de la voz de Baster-kin. La hija de Stasi, efectivamente oye y ve a quien fuera Lord Mercader con odio y vacilación al mismo tiempo, como le ocurrió en el estadio durante los sucesos que llevaron a la muerte de Adelwülf. Libre de la restricción de las cadenas del estadio, sin embargo, al menos puede oler el miedo que emana de los tres guardias y su mirada de ojos verdes se vuelve gélida al clavarse en ellos. Por su parte, a Stasi no le preocupan lo más mínimo los ladridos de Baster-kin; solo la consume un anhelo de venganza que acaba de desatarse, después de permanecer aplazada durante tantos años la posibilidad de darle cumplimiento, obligándola a languidecer de pena. En su mente, ahora, regresa al lugar del Bosque en que le robaron a su familia; solo que esta vez no tiene la pierna herida, ni hay a la vista ninguno de aquellos lanceros a caballo que le infligieron esa herida incapacitante. Concentra la mirada en Baster-kin con una rabia que rara vez se le ha visto exhibir, incluso en las tierras silvestres del Bosque de Davon.

Lo que Caliphestros ve a continuación haría palidecer de horror, miedo y repulsión a la mayoría de los hombres. Pero el anciano desterrado ha pasado tantos años deseando que llegara este momento que supera esas emociones. Mientras se arrastra hasta una puerta cercana e insiste en levantarse a pulso para adoptar la posición más digna posible durante los escasos minutos que va a durar la confrontación que está presenciando, no siente compasión por lo que en otro tiempo hubiera considerado sus congéneres, ni repugnancia por la visión que se le presenta.

Las panteras se lanzan contra los tres guardias que tienen delante sin darles tiempo siquiera a levantar del todo el brazo que sostiene la espada. Uno de los humanos asesinos sale por los aires y aterriza a una distancia extraordinaria, con el cuerpo golpeado y el cuello rajado por un rápido movimiento de una zarpa de la hija de Stasi; aunque el hombre boquea desesperado mientras la sangre sale a borbotones por las aperturas de una serie de heridas largas y paralelas, todo su esfuerzo es vano y muere en pocos momentos. Un segundo miembro de la escolta de Baster-kin, mientras tanto, ha recibido el impacto de la cabeza de la pantera joven en pleno pecho y en las costillas: los huesos se le parten y se le clavan en el corazón. Para asegurar su muerte, los colmillos enormes y afilados de la hija se cierran enseguida en torno a su cuello y casi llegan a separar del cuerpo esa pelota de hueso y carne ya inútil que poco antes descansaba sobre los hombros.

Stasi, mientras tanto, ha despachado al último guardia con la misma rapidez y habilidad, envolviéndolo con sus zarpas desgarradoras y sus asfixiantes mandíbulas al ver que emprendía un absurdo intento de proteger a su líder. Ha tenido el cuidado de llevarse al hombre, con la misma fuerza de que dispone para el salto, hacia un lugar apartado de la espada de Baster-kin. Una espada sostenida por una fuerza que en este momento se ha debilitado por la consciencia de que la blanca pantera no tiene, en realidad, ningún miedo; que lo único que la retenía hace tantos años, en su encuentro en el Bosque, era su herida. El tercer escolta asesino de Baster-kin tarda bien poco en abandonar también el reino de los vivos cuando los grandes dientes frontales de Stasi le parten el cráneo, provocando la muerte inmediata. Ahora, las dos panteras se vuelven hacia su antiguo antagonista sin tener claro cuál de las dos emprenderá la tarea de mandarlo a reunirse con sus secuaces.

Mientras observa con el convencimiento de que se acerca la condena de su torturador, Caliphestros espera que el orgullo del antiguo Lord Mercader termine por desplomarse. En ese momento, en cambio, Baster-kin recupera la altivez; una altivez nacida de los años de sufrir el abuso enfermizo y borracho de su padre y de su capacidad de sobreponerse a ese abuso para convertirse en el Lord Mercader más poderoso y, ciertamente, mejor de cuantos han existido en la historia de Broken. Se pone a gritar cosas sin sentido instando a las panteras a atacarle; Caliphestros no sabría decir si es verdadero coraje o mera locura provocada por el momento. Pero sí ve que causa un momento más de duda en la pantera joven, un instante que, dada la fuerza física de Baster-kin, podría resultar peligroso. Acierta al volverse para enfrentarse primero a la pantera blanca y mantiene la posición, como si en verdad estuviera dispuesto a aceptar su carga inicial. En el último instante se sirve de sus potentes piernas para evitar con destreza el ataque y enseguida se da media vuelta para asegurarse de que Stasi rueda ya al suelo, detrás de él, antes de perseguirla a toda prisa y con maldad, la espada en alto. Caliphestros grita para avisarla y Stasi consigue recuperar el equilibrio; pero cuando el hombre carga contra la pantera, esta vez, el riesgo de que el encuentro termine con un final desgraciado, demasiado parecido al que se dio en el Bosque (ya sea la muerte u otra herida grave), basta para dejar a Caliphestros mudo de terror. Sin embargo, cuando parece que Baster-kin podría, efectivamente, asestar un tajo a Stasi, ese hombre que otrora fuera indiscutido en su reino se ve de pronto impelido hacia delante con la boca abierta como si quisiera gritar de dolor… Algo que haría si el golpe que acaba de recibir en la espalda no hubiera sido tan fuerte como para partirle la columna e inmovilizarle la lengua. La mano suelta la espada y él manotea largo rato, incapaz de recuperar el arma o de mover siquiera la parte inferior del cuerpo hasta que nota que la cabeza de una de las panteras le está tapando el cielo.

La hija de Stasi ha respondido a la inspiración de su madre para superar la incertidumbre causada por tantos años de terror ante la voz de Baster-kin; en el último instante ha encontrado el valor para cargar y mutilar a su torturador y luego lanzarlo al aire con tal fuerza que ahora ha quedado tumbado boca arriba. Stasi se reúne con su hija, deseosa de participar al menos en la finalización de esta vida que ha quebrado las suyas durante tanto tiempo; y cuando nota que los dientes de la pantera blanca agarran lentamente su cuerpo para darle la vuelta, Baster-kin capta enseguida otra imagen que jamás se había visto en estas calles, las más sagradas de Broken: son tres Bane que emergen del lado contrario de la calle adjunta al Camino Celestial por el que Baster-kin y sus hombres esperaban escapar. Los tres tienen los modales bruscos y la apariencia de los expedicionarios Bane; o, mejor dicho, dos de ellos la tienen. La tercera, una mujer, no va cubierta de una fina capa de barro (Baster-kin se da cuenta de que ese barro, no hace mucho, era el polvo que ha servido para hacerle creer con toda seguridad que sus enemigos iban a atacar por la Puerta Este de la ciudad), ni se la ve tan ansiosa de venganza como a sus compañeros. Se acerca corriendo a Caliphestros, se echa un brazo del anciano al cuello y le ayuda a mantener vertical el cuerpo mutilado, de pronto más débil todavía al pensar en la posibilidad de perder a su compañera. Al volver a mirar a los dos hombres Bane, Baster-kin ve que uno de ellos lo observa con una mirada adusta que solo percibe que se está haciendo justicia; el tercero, en cambio, sonríe y muestra una hilera de dientes afilados y rotos.

—Es un mero acto de justicia, mi señor —dice ese hombre, regodeándose en la amargura del tono y con un estilo que ni siquiera parece menos malvado por su escasa estatura—. Intenta luchar contra ella como lo intentó ella contigo: sin armas, herida e incapaz de moverse…

Pero Baster-kin no tiene ocasión de contestar antes de que las mandíbulas que se ciernen sobre él, y que pertenecen a la hija de Stasi, aunque él no puede verla, se cierren sobre su espina para quebrarla, hundiéndose lo suficiente en la carne para provocar que brote la sangre por los grandes vasos sanguíneos del cuello. A continuación ve que la pantera blanca le envuelve lentamente el cráneo con la boca y se dispone a usar esos mismos dientes como cuchillas asesinas para llegar directamente al cerebro: una muerte mucho más clemente que las que el antiguo Lord Mercader concedió a muchos hombres y criaturas. Mientras la pantera joven se une a la blanca para ver el instante de la muerte de su torturador, a Baster-kin le queda la vida suficiente para oír que ese mismo Bane, mientras se desplaza hacia Caliphestros con el otro hombre del grupo, le grita:

—Y ahora, mi lord despiernado… ¿Te importaría decirnos exactamente adónde ibais con tanta prisa antes de nuestra llegada para enfrentaros a esos perros del suelo?

«Qué extrañas palabras para ser las últimas que oigo, sobre todo por venir de una criatura como esa —piensa Baster-kin mientras se cierran las mandíbulas de la pantera blanca—. Pero el dios dorado ha determinado que tantas cosas fueran extrañas en mi vida, o sea que a lo mejor también esto forma parte de sus designios…».

9.

En el jardín de los Arnem se ha producido una violencia igualmente salvaje, pero de muy distinta naturaleza. Tras encontrar a toda prisa una de las buenas espadas cortas de su padre, junto con un escudo casi tan alto como él, Dagobert se ha reunido con el yantek del ejército de Broken. Arnem inserta ágilmente su brazo izquierdo, más experto que el de su hijo, en las cintas de cuero que van fijadas al dorso del escudo; al ver la facilidad con que su padre es capaz de empuñar ese peso, Dagobert se da cuenta de que su verdadero momento de alistarse en el ejército no ha llegado todavía, de que ha de permitir que su cuerpo crezca y sus brazos sigan aprendiendo el oficio antes de merecer que lo tomen por un verdadero soldado. Pero, soldado de verdad o mero aprendiz, hay otros asuntos que pronto requieren su atención, pues la puerta del jardín termina por ceder al asalto de los guardias de fuera.

—Quédate cerca de mí, hijo —dice Arnem, sin el menor paternalismo, pero con el respeto que le parece debido para un guerrero que, pese a su juventud, ha actuado en defensa de su madre y de su hogar a lo largo de muchos días—. Estos escudos están diseñados de tal manera que con uno nos podremos proteger los dos, si lo usamos correctamente. ¿Dónde va tu espada?

—Por encima del escudo, padre —responde Dagobert.

Está orgulloso porque, incluso con el miedo provocado por el grupo de guardias que se les echa encima, recuerda a los soldados de los cuadrángulos del Distrito Cuarto practicando la posición correcta que deben adoptar dos hombres cuando solo tienen un escudo. Mueve el brazo rápidamente para que la punta de su espada se extienda por encima del extenso escudo hecho de capas de metal, piel y madera, cediendo así espacio para que Arnem pueda acercarse mucho más a él.

—Exactamente —contesta el yantek mientras coloca su espada en una posición parecida—. Veo que no te has olvidado de ponerte tus sarbein[257] Bien. Nos bastarán si estos hombres son todavía más inexpertos de lo que creo y tratan de alcanzarnos por debajo del escudo, exponiendo los cuellos. En ese caso, yo…

—Tú usarás rápidamente el escudo para tirarlos al suelo, padre, para que así podamos atacar sus cuellos con las espadas —recita de carrerilla Dagobert, que usa la repetición de las reglas básicas de la formación de la infantería de Broken[258] para calmar los nervios.

Arnem echa un vistazo alrededor y va asintiendo con un movimiento de reconocimiento al repasar el jardín como si lo viera por primera vez.

—Resulta que desde un punto de vista militar tus hermanos y tú, tan listos, construisteis bien este jardín. Los guardias… —Arnem mira ahora por encima del escudo, ve que los dos primeros asesinos recelosos se acercan lentamente y sigue revisando el terreno disponible—. Los guardias se quedarán en el sendero del centro, más que atreverse a meterse en el arroyo o en los montículos de árboles y jungla que creasteis por aquí. Apuesto a que no han visto nunca un lugar como este dentro de las murallas de Broken…

—¡Padre!

Arnem se vuelve una vez más hacia delante al oír el grito de Dagobert, justo a tiempo para ver que los dos primeros guardias se acercan más rápido ahora por el sendero del jardín, seguidos de un tercero y un cuarto. Arnem percibe al instante que su táctica —si es que en verdad merece tal nombre— es débil: la primera pareja atacará por arriba, como se espera, mientras que los otros dos se están agachando e intentarán colarse por debajo del escudo que sostiene Arnem. Ha llegado la hora de descubrir si Dagobert ha aprendido no solo los términos que se usan en las tácticas de combate cuerpo a cuerpo, tal como se enseñan en el ejército de Broken, sino también su práctica…

Y tarda bien poco en descubrir que sí. Cuando Arnem levanta el escudo deprisa para obligar a los primeros atacantes a levantar las cabezas justo cuando pretendían saltar por encima, una buena parte de las espadas del padre y el hijo se extienden de pronto con una fuerza brutal que cabía esperar de Arnem, pero que en el caso de Dagobert resulta sorprendente y, en la misma medida, impresionante. Sin dudar, Dagobert encuentra el cuello del guardia de la izquierda, mientras que su padre atraviesa un ojo al de la derecha y luego penetra hasta el cerebro. Tanto el padre como el hijo quedan rociados de sangre de esos dos primeros enemigos, pero eso no les impide retirar las espadas rápidamente cuando Arnem grita:

—¡Abajo!

El yantek baja el escudo con fuerza veloz para golpear a los dos hombres siguientes en los hombros y hundirles las caras en la tierra húmeda del sendero del jardín cuando intentan blandir las espadas. Allí mueren los dos intrusos tan deprisa como los primeros guardias, cuando las puntas largas y estrechas de las espadas cortas de Broken se abren paso hasta atravesar sus espinas desde la espalda, justo debajo de la cabeza. Al ver el movimiento —brutal, pero eficaz— con que Arnem hunde aún más la cara de su oponente en el suelo con un pie para poder retirar más deprisa la espada, Dagobert le copia y luego oye la orden de su padre.

—Atrás. Dos pasos solo, Dagobert.

Tras desplazarse hacia una zona de tierra que todavía no está empapada de sangre y obstaculizada por los cadáveres, y dejar a sus oponentes con el obstáculo adicional de tener que sortear a sus muertos por el camino, Sixt y Arnem recuperan la posición de atención. Como ve que los guardias creen haber aprendido la lección y pretenden ahora atacar de tres en tres, Arnem ordena a su hijo retrasarse todavía otra paso bien largo, gesto que los enemigos interpretan como señal de retirada completa y que les provoca el entusiasmo suficiente para aumentar la velocidad de su ataque.

Pero Arnem ya se ha fijado en que, desde donde están ahora, Dagobert y él van a tener dos árboles de tamaño mediano pero bastante robustos a los lados, lo cual aumentará con eficacia la protección lateral.

—Bloqueamos al hombre por el centro —dice Arnem.

Se acaba de dar cuenta de que a este grupo no le han seguido de inmediato los otros tres. Entre esos últimos está el furibundo líder, que para empezar ha favorecido la huida de Arnem, su esposa y su hijo por no ser capaz de reprimirse a la hora de proclamar sus planes particulares, y los de la Guardia en general. Ahora, ese mismo hombre exige a los que vienen detrás que se adelanten, con gritos y amenazas que parecen innecesarios. Los tres atacantes, al presentarse antes quienes parecen ser sus víctimas, revelan un plan que, evidentemente, les parece muy astuto. Los dos de la izquierda se enfrentan a Arnem y Dagobert, pero no se lanzan hacia su posición; al contrario, su función consiste simplemente en garantizar que el hombre y el joven que tienen delante no puedan cambiar de posición, mientras que el tercer guardia, tras fingir un ataque por la izquierda de Dagobert, rodea a toda prisa el árbol que tiene al lado y abandona la lucha para avanzar directamente hacia la puerta de la casa de los Arnem. Momentáneamente sorprendidos, tanto Dagobert como su padre echan una rápida mirada atrás para ver a ese hombre, y eso permite a los guardias salir volando de la misma manera hacia la puerta. Una vez allí, ambos alzan las piernas y se ponen a golpear la gruesa madera, alternando las patadas con golpes, aunque no los propinan con los remates de las lanzas de grueso hierro de las lanzas cortas que se han dejado en los cuerpos de Kriksex y los demás veteranos, en un error estúpido, sino una vez más con las empuñaduras de las espadas.

De pronto, Arnem entiende la intención de ese par —dividir la fuerza de los Arnem al plantear una amenaza contra la casa, y contra Isadora, que está dentro— y grita:

—¡No rompemos la concentración de la fuerza, Dagobert! ¡Primero, este hombre!

A continuación levanta el escudo, lanza un tajo con agilidad hacia el brazo que sostiene la espada del guardia, que seguía en el centro del camino, le acierta por debajo del codo y luego tira hacia delante del hombre, que grita penosamente, para que Dagobert —que ha adivinado los propósitos de su padre y elevado su espada en una postura lateral, con ambos brazos preparados— pueda descargar el golpe mortal, hundiendo la espada bajo el tembloroso y parcialmente segado brazo del hombre, para clavarla profundamente en el pecho. Casi podríamos considerarlo un dauthu bleith por la velocidad con que pone fin al sufrimiento del hombre, si no fuera por la intención asesina que ha animado al atacante, para empezar.

—Y ahora, a por los otros dos —ordena Arnem, al tiempo que da un paso adelante para retirar la espada de la mano y el brazo cortados del guardia muerto—. Rápido, Dagobert —continúa mientras se da media vuelta y sale corriendo hacia la casa—. Antes de que los de la puerta se den cuenta de que tienen un ventaja momentánea.

Para ser conscientes de ello, sin embargo, los guardias tendrían que haber ganado experiencia en ese tipo de combates, y contra oponentes como estos, al menos en unas cuantas ocasiones previas, en vez de pasarse casi todo el tiempo acosando a los ciudadanos y visitantes de Broken y, de vez en cuando, practicar algún delito ocasional para contribuir a los propósitos de su comandante, ya caído (aunque ellos todavía no lo sepan). Y así, el líder del grupito y los dos lacayos que le quedan se quedan junto a la puerta del jardín viendo el desarrollo de su torpe asalto; cuando se encuentra a pocos pasos de la terraza que se extiende ante la puerta de la casa, Arnem lanza la espada del guardia muerto con una fuerza prodigiosa hacia la espalda del atacante que tiene más cerca, que sigue golpeando y pataleando la madera, y el filo volador alcanza al hombre en el hombro izquierdo y penetra casi hasta el pecho, aunque no llega a incapacitarlo por completo. Por eso, Arnem grita:

—Enfréntate tú al herido, Dagobert. ¡Déjame el otro a mí!

Padre e hijo intercambian rápidamente sus posiciones en la terraza, Dagobert se ocupa de la derecha y ataca al hombre que busca la espada que le ha herido por la espalda, pero aun así consigue blandir la suya con el brazo derecho, intacto, para repeler el golpe inicial de Dabogert. En un instante, todo el entrenamiento que ha presenciado, y en el que se le ha permitido participar durante las prácticas de los cuadrángulos en el Distrito Cuarto, acude directamente al pensamiento y a las extremidades del joven, que descubre que, pese a ser prodigioso el poderío físico del guardia, con herida y todo, simplemente carece de las habilidades que Dagobert ha aprendido gracias a muchas horas de práctica. Dagobert hace mucho más que defenderse, aunque pronto se empieza a preocupar porque, al mirar de reojo hacia la puerta del jardín, ve que los restantes asesinos han reunido poder y se están acercando al enfrentamiento junto a la puerta de la casa de Arnem.

—¿Padre…?

Apenas le da tiempo a avisar, antes de que su oponente aproveche la ocasión para levantar una pierna y plantarle una patada en el pecho que lo deja tumbado en la terraza. Dagobert tiene la presencia de ánimo suficiente para mantener agarrada la espada y repeler el primer ataque de su contrincante; pero tendrá que esforzarse para ponerse de nuevo en pie, detalle que no pasa inadvertido a Arnem, que se deshace de sus guardias con diversos golpes ejecutados con una furia propia ya no de un comandante, sino de un padre. Aun así, se ve obligado a permitir que Dagobert siga luchando con su enemigo porque ha de regresar a toda prisa al camino del jardín para bloquearlo con su escudo y prepararse para una lucha desigual contra tres: incluso si te enfrentas a asesinos inexpertos, las perspectivas son poco halagüeñas y él lo sabe, aunque antes haya dicho lo contrario.

Se enfrenta de todos modos, justo cuando Dagobert consigue ponerse de nuevo en pie y adoptar una postura de pelea contra su guardia, cada vez más débil a causa del dolor y la pérdida de sangre que le provoca la herida del hombro. Sin embargo, las dos peleas permanecen en un punto muerto, en el mejor de los casos; Arnem gira el antebrazo de tal modo que el escudo queda delante de los tres guardias robustos en posición horizontal, lo cual elimina a dos de ellos, al menos en gran parte: el yantek sufre un corte en la parte superior del brazo que sostiene el escudo, pero no es tan profundo como para impedirle mantener a raya a los dos hombres mientras encara con la espada al tercero. Entretanto, Dagobert sufre para defenderse, pero no consigue llegar a disfrutar de una posición favorable contra su oponente. Ha llegado el momento de que los dos defensores de la casa de los Arnem reciban alguna clase de ayuda, y esta les llega de la fuente más inesperada.

La puerta de la casa, que tanto han sufrido Sixt y Dagobert por mantener cerrada, se abre de repente y —con un grito que recuerda a las guerreras de su pueblo nórdico, tan poderoso antaño, gran parte de las cuales han muerto ya o se han diseminado— Isadora clava con su mano derecha una espada de asalto de las tribus del norte (sacada también de la colección de Sixt) en la espalda del hombre que lucha con Dagobert. En la izquierda lleva una lanza larga de Broken, con astil de madera, y la alza en el aire justo por encima de la cabeza y del hombro derecho para agarrarla ahora con la derecha, como si también ella conociera las prácticas de los mejores soldados de Broken, y luego la lanza con una fuerza impresionante contra el guardia a quien su marido ataca con la espada, más alejado que los otros del escudo y, por lo tanto, más desprotegido. La lanza le golpea en pleno pecho, obligándolo a dar unos cuantos pasos hacia atrás antes de caer al suelo, donde permanece en un momentáneo intento de ponerse en pie antes de soltar, entre toses, su último aliento ensangrentado.

Dagobert se detiene un instante para mirar atónito a su madre antes de que ella grite:

—¿Qué? A lo mejor os habéis creído que soy inútil para pelear, Dagobert, pero me niego. Y ahora, vete a ayudar a tu padre.

Con su propio grito de guerra, Dagobert cruza gran parte de la terraza de un salto y se echa encima del hombre que queda a la izquierda de Arnem, que no esperaba esa ayuda del joven ni de la mujer. Tan perplejo como estaba su hijo al principio por la aterradora aparición de Isadora, Sixt no pierde tiempo sin embargo en deshacerse del hombre que queda a su derecha, y lo supera en destreza de espadachín (si es que puede decirse verdadera­mente que algún guardia posea esa virtud) con unos cuantos golpes terribles del brazo que sostiene la espada y que tanta fama le han brindado desde la frontera oriental del reino hasta el Paso de Atta. Tras arrancar la espada de la mano del guardia, el yantek tan solo necesita dos golpes poderosos a uno y otro lado del cuello de su enemigo para cortar las dos clavículas y dejar prácticamente separada la cabeza del cuello. Sin pausa, Arnem se vuelve para ayudar a su hijo, pero descubre que Dagobert, gracias a la intervención de su madre, ha reunido la determinación suficiente para no necesitar al menos que los dos padres acudan en su ayuda para enfrentarse al último guardia, el líder fanfarrón que recibió el encargo de asesinar a las tres personas que ahora tiene, vivas, ante sí. Con un último grito de rabia, Dagobert introduce la espada en la boca jadeante del estúpido —un golpe final muy apropiado— y luego da un tirón para liberar el arma y el hombre cae al suelo, muerto al instante. El primogénito de los Arnem hinca entonces una rodilla en el suelo y se esfuerza por recuperar el aliento.

Al ver la sangre que corre por el brazo de su marido, más abundante que peligrosa, Isadora pierde la furia momentánea y recupera su papel más familiar de sanadora. Se arranca una manga del vestido para usarla como venda, envuelve con ella el brazo de Arnem y luego busca a su hijo con una mirada hacia atrás.

—¿No estás herido, Dagobert? —lo llama con firmeza, pero con preocupación maternal.

El joven menea la cabeza, luchando toda vía por llenar de aire los pulmones.

—Solo estoy ahogado, madre… Nada más. Encárgate de padre…

—Ah, claro que me encargaré de él —responde Isadora. Al volverse hacia Sixt da un tirón repentino a la venda que ya había puesto bien tirante y provoca un grito del yantek—. Oh, cállate —le ordena al instante—. La venda ha de estar tirante. Y hay que tener la cara muy dura para gritar como una niña cuando tu hijo podría estar muerto… ¡delante de la puerta de nuestra casa!

Arnem olvida el dolor y suelta un gruñido de indignación.

—Así que esta es la gratitud propia de una esposa, ¿verdad, mujer? Cuando lo único que he hecho…

—Lo único que has hecho no lo podrías haber hecho sin mí —interrumpe Isadora con firmeza, tirando todavía una vez más de la venda—. Y no quiero volver a oír hablar de esto. Ya te lo he dicho antes, Sixt, tu vanidad de soldado me parece insoportable, pero mira que pavonearte en un momento como este…

Isadora seguiría, pero la aparición repentina ante la puerta del jardín de Akillus y varios de sus exploradores, requiere su atención, así como la de Sixt y Dagobert. Los Garras recién llegados echan un vistazo a la matanza del jardín con asombro y perplejidad, antes de apresurarse a acudir junto a su comandante y su esposa.

—Sentek… —consigue decir Akillus con gran preocupación antes de recibir una orden de Isadora.

—¡Yantek, Akillus! Llámalo por su verdadero rango, si vas a aparecer cuando tu presencia ya no es necesaria.

Humillado por el tono brusco de Isadora, que nunca había sufrido hasta ahora, Akillus inclina la cabeza hacia ella.

—Perdóname, mi señora. Solo que… Bueno, nos hemos encontrado con el resto de estos cerdos asesinos en la Puerta Sur; Niksar, por supuesto, ha acortado su misión al Distrito Cuarto con la intención de coger a unos cuantos hombres y ayudar a Radelfer en la misión de trasladar tus hijos a un lugar más seguro, mientras mis exploradores y yo limpiábamos el… el problema. —Akillus mira a su alrededor y se fija en Dagobert, salpicado de sangre y jadeando, y este le devuelve una mirada propia del soldado que acaba de entrar en acción verdadera por primera vez: no se ufana, ni siquiera está orgulloso, pero sabe bien que ha hecho, como él mismo ha dicho antes, lo que había que hacer—. Lo hemos conseguido. Y no te preocupes… Nuestros hombres controlan ya casi todas las partes de la ciudad. He mandado a un fauste de la caballería salir por la Puerta Este para perseguir a los guardias restantes que han conseguido huir de la ciudad. —Ante la cara de preocupación de Isadora, que deja a las claras que le da demasiado miedo preguntar, Akil­lus sonríe y dice—: Quédate tranquila, mi señora. Niksar ha vuelto a la ciudad, mientras que Radelfer y los niños se han quedado fuera, esperando tu llegada. Ningún peligro les acecha… Creo que puedes darlo por cierto.

Arnem asiente y luego se le ocurre preguntar:

—¿Y qué pasa con Lord Baster-kin?

—Muerto, yantek —responde Akillus, con un extraño tono de confusión.

—¿Muerto? —susurra Isadora.

Su hijo se une por fin a ella y Sixt. A Isadora no se le ha escapado esa palabra con satisfacción, sino con algo que su marido interpretaría como alivio, teñido de lamento.

—¿A manos de los sacerdotes que se lo han llevado? —pregunta Dagobert.

—No —responde Akillus—. Todos esos sacerdotes han muerto. Los han matado otros hombres de Baster-kin, convencidos de que podían cambiar el signo de la batalla si él sobrevivía y vosotros moríais. En cuanto a los responsables de su muerte, y sus intenciones actuales… Bueno, tal vez eso requiera tu intervención, yantek. O sea, suponiendo que la herida no te impida cumplir con…

—Mi «herida» apenas merece tal nombre, Akillus —responde Arnem, al tiempo que echa a andar con su esposa, su hijo y su jefe de exploradores hacia la puerta abierta del jardín que da al Camino de la Vergüenza—. Pero me gustaría que tus hombres sacaran estos malditos cadáveres del jardín de mis hijos antes de que vuelvan ellos a casa.

—¡Por supuesto, yantek! —replica enseguida Akillus.

Encarga la tarea a sus hombres y estos la emprenden con un asombro igual que el de su jefe.

—De acuerdo, dime, entonces, Akillus —retoma Arnem—, ¿qué otros asesinos le han quitado la vida a Baster-kin, si no han sido los sacerdotes? ¿Y dónde están ahora?

—Justo al pie de la Puerta Sur —responde Akillus—. Detenidos cuando intentaban emprender el camino de vuelta al Bosque de Davon.

—¿Al Bosque de Davon? —pregunta Dagobert—. Entonces… ¿lo han matado los Bane?

—De hecho, son varios Bane los que intentan impedir que los que han matado a Baster-kin se vayan —dice Akillus, aparentemente desconcertado todavía por la historia que él mismo está contando—. Pero voy a dejar que lo juzguéis vosotros mismos. Porque si es cierto, es muy llamativo. Muy llamativo, desde luego…

10.

Lo primero que ven Sixt, Isadora y Dagobet Arnem al avanzar hacia el Camino de la Vergüenza es más Garras todavía, que reciben su aparición con los vítores propios de un entusiasmo genuino. Se han llevado ya los cuerpos de Kriksex y sus veteranos, asesinados a traición, y tras preguntar por ellos Arnem se entera de que les están construyendo, al otro lado de las murallas de la ciudad, unas piras funerarias a la altura de su lealtad y de la lucha desempeñada. Ese dato satisface al yantek, pero apenas alivia el dolor de Isadora y Dagobert, que durante el asedio del Distrito Quinto han llegado a conocer bien a esos hombres y a depositar en ellos la máxima confianza. Como ya ha visto muchas veces durante sus campañas militares reacciones parecidas ante la caída de los protectores, Arnem ni siquiera intenta pronunciar palabras de apenado consuelo para su esposa y su hijo, pero sí aprieta más todavía los brazos con que los sostiene a ambos lados, sin prestar atención a su herida con tal de ofrecer a los suyos el único consuelo que, según ha aprendido por experiencia, puede tener alguna eficacia.

Por fortuna, este dolor reconcentrado dura poco: cuando los tres siguen a Akillus hasta la zona contigua a la Puerta Sur, llena de cuerpos de guardias y de fragmentos en llamas de roble desplomado, aparece ante sus ojos una confrontación humana que es exactamente como la ha descrito el jefe de exploradores: muy llamativa. Llamativa y bastante desconcertante, porque los participantes en el desacuerdo parecían haberse convertido en buenos camaradas durante la marcha hasta Broken. Los que pretenden abandonar la ciudad son Caliphestros, montado en la pantera Stasi, que ahora viaja junto a otra fiera de piel más dorada: su hija perdida, concluye Arnem, que conoce bien la famosa historia de la caza de la pantera en el Bosque de Davon por parte de Lord Baster-kin. Pero delante de esos tres, y bloqueándoles cualquier movimiento de huida con la velocidad y la valentía que el sentek ya se ha acostumbrado a esperar de ellos, están los expedicionarios Bane, Keera, Veloc y Heldo-Bah, este último entre acusaciones al antiguo Viceministro de Broken que casi parecen destinadas a provocar un ataque. Observando la escena hay unos cuantos Garras de Arnem no muy seguros de qué papel han de representar, suponiendo que les corresponda alguno, y encantados al ver que se acerca su comandante.

—Escúchame, viejo —dice Heldo-Bah, sosteniendo un pedazo grande y humeante de la destrozada Puerta Sur a modo de barrera—. No es momento para huir. Ya has oído lo que ha dicho el linnet Niksar: habrá un nuevo orden en el reino, un orden que barrerá el pasado y resultará de enorme importancia para la tribu Bane, sobre todo ahora que el comandante del ejército de Broken sabe, aunque solo grosso modo, dónde está Okot. Mientras eso sea así, y por mucho respeto que me merezca tu compañera o, mejor dicho, tus compañeras, de momento no te vas a ningún lado.

—No es momento para que la sabiduría y la justicia abandonen la ciudad y el reino, Lord Caliphestros —dice Veloc, con más afán conciliador que su compañero, mas con todavía menos eficacia que él.

Caliphestros permanece a lomos de Stasi, con la cara convertida en una máscara de piedra que no muestra más emoción que la determinación: una determinación inamovible de salir de la ciudad que en otro tiempo lo quiso tanto, pero que al fin estuvo a punto de costarle la vida y, según la expresión de sus ojos, no ha cambiado tanto como para estar seguro de que no pueda volverlo a intentar si él decide quedarse.

Keera insta a su hermano y a su amigo a guardar silencio y luego implora con humildad:

—Mi señor… —Pero enseguida se da cuenta de su error—. Lo siento. No deseas ese título. Caliphestros, ¿no ves lo necesaria que será tu influencia a la hora de construir el nuevo tipo de reino que se desprenderá de la proclamación que el linnet Niksar nos ha leído? ¿No puedes hacer el esfuerzo de contribuir a ello por nuestro bien, ya que no por la gente de Broken?

Pero Caliphestros se niega a hablar incluso con Visimar, que permanece cerca de él; y Arnem se da cuenta de que es necesario intervenir de algún modo. Al apartarse de su esposa e hijo, dejándolos juntos, ve que Niksar, a lomos de su caballo de pura blancura, sostiene un fragmento de pergamino sin desenrollar, como si bastara con anunciarlo para resolver todos los problemas y, por la expresión de su cara, el hecho de que no sea así lo pillara totalmente por sorpresa. En vez de acercarse directamente a los participantes en la confrontación ante la puerta, Arnem se aproxima por un lado con voz delibera­damente tranquila e inquisitiva.

—Niksar —llama.

—¡Yantek! —llega la respuesta.

A Arnem le suena el cargo más raro que nunca.

—¿Qué estabas haciendo, linnet? —pregunta Arnem—. Tenía entendido que ibas a ocuparte de unos encargos en los distritos Cuarto y Primero.

—Y así ha sido, yantek —se apresura a explicar Niksar—. Bueno, o sea, en el Primero. Tu encargo de visitar el Cuarto se ha retrasado por la aparición de estos…

Niksar señala los cuerpos de los hombres de Baster-kin amontonados en el suelo, en torno a ellos.

—¿Y mis hijos están a salvo? —pregunta Arnem, decidido a asegurarse.

—Por completo, yantek —responde rápidamente Niksar—. Esperan extramuros con uno de nuestros faustes y con Radelfer, tal como has indicado. Pero también he resuelto el segundo encargo y mientras lo hacía he pensado que sería mejor esperar y traer a los niños solo cuando haya resuelto este asunto de… de Lord Caliphestros y sus panteras.

Por primera vez Caliphestros vuelve la cabeza, aunque solo ligeramete, en dirección a Niksar, como si ya se hubiera esperado ese comentario.

—Así que ahora son animales peligrosos, ¿eh, Niksar? —le pregunta con voz amarga—. ¿Después de viajar tantos días con Stasi y ver que no pretende hacer daño alguno si nadie la amenaza?

—Pero, mi señor… —empieza a contestar Niksar.

—No soy el señor de nadie —responde Caliphestros sin alzar la voz, pero con una rabia inconfundible—. Si eso no ha quedado claro durante esta campaña, entonces he empeorado mucho más de lo que creía en el arte de la comunicación con mis congéneres.

—Bueno… —Pero el momento supera la capacidad de negociar de Niksar, que se vuelve hacia Arnem—. Es que, yantek, he ido, tal como habíamos hablado…

—Como habíais hablado vosotros dos —lo interrumpe Caliphestros sin cambiar de tono—. Por lo que parece. Yo no sabía nada de ese plan, ni tampoco ningún miembro de la tribu Bane.

—Eso es una cuestión menor, señor… —Arnem se refrena—. Perdón, Caliphestros. Solo pretendíamos descubrir las verdaderas intenciones del Layzin y del Dios-Rey y trazar nuestros planes de futuro en consecuencia. ¿Ha sido un error?

—Como vuestras «verdaderas intenciones» incluían revelar mi presencia en la ciudad —responde Caliphestros—, yo diría que sí, que habéis cometido un error por no consultar a vuestros aliados.

—Quizá —concede Arnem—. Pero… ¿en serio crees que Baster-kin, habiendo observado nuestras acciones al otro lado de las murallas, no habría dado a conocer tu presencia y la de los Bane en el Alto Templo, y por lo tanto a la familia real? ¿Y pones en duda que yo solo quería explicar que no debían temer tu presencia? —Parece que esas preguntas mitigan por un instante la furia de Caliphestros, y Arnem se cuela por esa apertura—. Y como es evidente que Niksar ha venido con buenas noticias… Bueno, ¿cuáles son esas noticias, Niksar?

—Léelo tú mismo, yantek —contesta Niksar, y entrega el documento a su comandante, con un saludo militar.

—De verdad, me encantaría que no siguieras llamándome así —murmura Arnem—. Aunque supongo que es inevitable…

—Según el Dios-Rey —aclara Niksar— es más que inevitable; es más necesario que nunca porque tienes una nueva posición… Y un nuevo poder.

Mientras lee a toda prisa la proclamación, Arnem entiende por qué la manera en que está redactada —tan fundada en la fe y el sistema de gobierno kafránicos— ha inflamado las pasiones de los participantes en esta discusión cuando Niksar la ha leído en voz alta por primera vez. Por tal motivo, como no quiere empeorar las cosas, se limita a resumirla con rapidez.

—Esto declara que Rendulic Baster-kin, el difunto Rendulic Baster-kin, si puedo añadir eso, Caliphestros…

—Eso ha sido cosa suya, no nuestra —declara Caliphestros con enojo. En vez de calmarse, sus miedos han resurgido—. Mis compañeras y yo solo queríamos huir de esta maldita ciudad, que tan injusta ha sido con nosotros.

El anciano mira a las panteras. La hija de Stasi camina de un lado a otro, presa de una confusión creciente y peligrosa, y es evidente que, si es necesario, está dispuesta a recurrir de nuevo a la misma violencia que ha aplicado a Baster-kin y sus guardias hace apenas unos momentos. Solo su madre se lo impide: parece que Stasi es capaz de transmitir a su hija que no hay razón para temer ni atacar a esos hombres, especialmente a los Bane, pero tampoco a los soldados; al menos, no de momento.

—Es verdad, sentek Arnem —declara Keera, usando el título que de momento parece preferir el comandante del ejército de Broken como método de acercamiento. Veloc y Heldo-Bah mueven la cabeza en señal de conformidad—. Nosotros hemos llegado justo cuando se cruzaban los dos grupos —sigue la rastreadora—. Caliphestros, Stasi y su hija solo pretendían abandonar la ciudad cuando Baster-kin ha incitado a los guardias que lo acompañaban, y de los que ahora sabemos que acababan de asesinar a los sacerdotes enviados por vuestro Dios-Rey a arrestar al Lord Mercader, para que perpetrasen otro ataque igual de traicionero: una decisión que hubieran hecho muy bien en no tomar, si es que pretendían salir con vida.

—Aunque —apunta Heldo-Bah— si llegan a intentar huir corriendo hacia la Puerta Este se habrían encontrado con nosotros y habrían corrido la misma suerte, aunque ejecutada con medios distintos.

—¿Hubieras cometido un asesinato dentro de las murallas de la ciudad, Heldo-Bah? —pregunta Arnem.

Por primera vez, los tres Bane miran a Arnem con una expresión parecida a la de Caliphestros en sus caras.

—¿Asesinato, yantek? —responde Heldo-Bah, provocando deliberadamente a Arnem—. ¿Acaso no ordenaste tú mismo que diéramos caza a todos los miembros de la Guardia de Baster-kin que pudiéramos encontrar y los presentáramos ante la justicia?

—No tengo queja alguna a propósito de los guardias —responde Arnem—. Pero no di ninguna orden sobre lo que debía hacerse con Baster-kin.

—¿El jefe de la Guardia no merecía ser considerado como miembro de la misma? —responde Veloc, atónito—. ¿Un jefe que ya había ordenado el asesinato de una escolta de sacerdotes que actuaban en cumplimiento de las instrucciones directas de vuestro Dios-Rey?

—Hay una incoherencia inquietante en eso, yantek, admítelo —añade Keera con gravedad—. Y, como ya te he dicho, han sido ellos los que, en cumplimiento de las órdenes del lord, han intentado ejecutar la sentencia que se dictaminó contra Caliphestros hace tantos años. Una sentencia que tú mismo has declarado injusta. Las panteras han actuado en defensa propia y en defensa de su benefactor. Cuando les hemos insistido en que se quedaran aquí era para que, al asumir tu nuevo poder, puedas contar con la sabiduría de este gran hombre. —La expresión de Keera pasa de la sorpresa a la suspicacia—. Pero a lo mejor lo hemos entendido mal…

—Sí —dice Caliphestros a los tres Bane, al tiempo que asiente con golpes de cabeza—. Ahora lo empezáis a ver…

—¿De qué nuevo poder están hablando, Sixt? —dice Isadora, acercándose a su marido con Dagobert.

Pero los asuntos presentes requieren la plena atención de Arnem.

—Permíteme decir, por el contrario, Caliphestros, que eres tú quien no empieza a ver —interpela el yantek al sabio—. Si esa proclamación es cierta, y lleva el sello real, tú vuelves a ser lord y tienes cargo de consejero.

—¿Yo? —se ríe Caliphestros—. ¿De quién? ¿De un rey que, según me consta, ha sido perverso desde la infancia y, a medida que crecía, ha superado en perfidia incluso a Baster-kin? ¿O tal vez de su hermana, que querrá ver mi cuello cortado a la primera ocasión para librarse de ciertos recuerdos… inconvenientes? ¿O me vas a recomendar al Gran Layzin, que me atribuyó personalmente la condición de brujo, hereje y criminal merecedor de la tortura y la muerte?

—No, señor Caliphestros —responde Arnem—. Te convertirás en asesor… mío. —El comandante pasea la mirada entre la colección de soldados, Bane y residentes del Distrito Quinto reunidos a su alrededor—. ¿Habéis oído todos las palabras que ha pronunciado Niksar? —Tras un asentimiento general, se vuelve hacia su esposa e hijo y resume los puntos principales del documento—. El Consejo de Mercaderes queda abolido y el Salón de los Mercaderes será destruido. Se declara a Rendulic Baster-kin enemigo del reino y deberá ser arrestado y sufrir el castigo que el Dios-Rey considere oportuno. El yantek del Ejército de Broken…

—Tú, padre —apostilla Dagobert.

—Eso parece —responde Arnem, aunque con cierta reticencia—. El yantek del Ejército de Broken se convertirá en primer oficial secular y primer poder civil del reino.

—¡Padre! —exclama Dagobert, como si viera vindicada en cierto modo toda su reciente batalla.

—Los hijos secretos de Rendulic Baster-kin… —Al notar la confusión de la mayor parte de su audiencia ante esta mención, Arnem levanta una mano—. Yo conozco esta referencia, así que conservad la calma todos. Baste decir que están vivos y que su «naturaleza maldita» es una herencia inocente, traspasada por el traidor Baster-kin. Se les declara como meros desafortunados y se encarga a Lady Arnem de su cuidado. —Mira un momento a su mujer—. El kastelgerd Baster-kin quedará, mientras dure la curación de los hijos, bajo la supervisión de su senescal, Radelfer. Los demás miembros de la familia Baster-kin podrán servir al Dios-Rey en otras partes del reino, salvo que revelen intenciones tan pérfidas como las del anterior jefe del clan. Por último, un khotor del ejército de Broken, en vez de la Guardia del Lord Mercader, ya disuelta, se encargará de conservar la paz dentro de las murallas de la ciudad, en cooperación con la guardia de la casa que Radelfer ha reunido de manera informal en el kastelgerd Baster-kin. —Tras enrollar el pergamino y devolvérselo a Niksar, Arnem continúa—: Y tú, esposa, quedas absuelta de toda sospecha. También Visimar. El Distrito Quinto será reconstruido, no destruido. El asedio, junto con el atentado contra la vida del Dios-Rey atribuido a los Bane, formaba parte del pernicioso plan de Baster-kin para obtener un poder casi absoluto y no procede de sus superiores, ni de nadie del Bosque de Davon. Hay otros detalles menores, todos con el mismo espíritu. Y te recuerdo, Caliphestros, que lleva el sello real.

Caliphestros menea la cabeza con incredulidad y al fin contesta:

—Sentek… yantek, sea cual sea el cargo que vas a aceptar ahora: ¿has visto la proclamación repartida por toda la ciudad antes de nuestra llegada? También llevaba el sello real.

Al comprobar que Arnem no la ha visto, Niksar le pide una lámina de pergamino, recubierta de algún tipo de cola o laca, a un soldado cercano.

—Uno de nuestros exploradores ha arrancado esto de una pared del Distrito Tercero, yantek. Estaban colgados por toda la ciudad.

Arnem lo lee deprisa y se lo pasa a su mujer.

—¿Y qué más da? Simplemente da la misma información con mayor brevedad.

—Sixt… —dice Isadora, con repentina preocupación en la voz.

—Tu esposa ve la verdad tan clara en este momento como cuando se formaba con la mujer más sabia de Broken —declara Caliphestros, en parte apaciguado—. Mi señora —sigue, al tiempo que se lleva una mano al pecho e inclina la cabeza tanto como puede dada su postura, a horcajadas sobre el cuello y los hombros de Stasi—. Aunque yo no te conocía entonces, sí conocí a tu maestra, cosa que ella sin duda te escondió. Incluso me sugirió que te convirtieras en mi acólita, pero yo rechacé esa propuesta por tu seguridad. No hacía falta demasiada inteligencia para ver que estabas destinada a algo importante y no convenía arriesgar tu vida en mi servicio. El destino de Visimar, aunque por fortuna esté hoy con nosotros, y el final aún peor que encontraron todos mis seguidores son buena prueba de la sabiduría de mi decisión.

—Mi señor —responde Isadora, con no poca sorpresa y gratitud—, cualquier alabanza tuya es sin duda un honor, mi maestra siempre lo decía. —Se vuelve hacia su marido—. Y por esta razón, Sixt, en tanto que esposa tuya, he de dar voz a sus preocupaciones. Esta proclamación, emitida antes de que quedara decidido el conflicto, no se emite a favor tuyo ni de Baster-kin. Efectivamente, está redactada con la intención de que, fuera cual fuese el bando ganador, los ciudadanos creyeran que el Dios-Rey y el Gran Lay­zin habían adivinado y aprobado el resultado.

Arnem revisa el comunicado y ladea la cabeza, confundido.

—Es una interpretación posible, cierto. Pero es la más cínica, por no decir la más siniestra…

—¿Cínica? —interrumpe Heldo-Bah—. ¿Siniestra? Yantek Arnem, nosotros también hemos visto ese decreto y nos consta que lo que dice tu esposa es de sentido común, por el maldito y pestilento rostro…

—¡Heldo-Bah! —se ve obligada a intervenir Keera—. No estropees más las cosas con tus blasfemias… Sean del tipo que sean.

—Con o sin blasfemia, yantek Arnem —dice Caliphestros—, cada intervención tuya revela que das crédito a todas estas maniobras reales.

—«Maniobra» es una palabra dura, Caliphestros —dice Arnem—. Puede que tenga alguna duda. Pero si esta última proclamación me concede el poder para hacer lo que debo hacer, entonces esta ciudad y el reino se pueden reformar. Con tu ayuda y la de Visimar, encontraremos la fuente de la primera pestilencia…

—Según entiendo, tu esposa ya ha comprendido el problema esencial y no necesita mis consejos —replica Caliphestros—. Lo mismo puede decirse de la segunda enfermedad y el diagnóstico de Visimar. Entre los dos, respaldados por la autoridad que te han dado, podrán ingeniar un par de soluciones. Si es que existen las soluciones permanentes.

—Pero necesitamos tu sabiduría, mi lord —suplica Arnem—. Creo que no ofendo a Visimar si digo que tu mente no tiene igual.

—No me ofende en absoluto —se apresura a apuntar Visimar.

—Y tu súplica es muy halagadora, Arnem —declara Heldo-Bah al tiempo que tira a un lado el trozo de roble chamuscado que estaba usando para cortarles el camino a las panteras—. Salvo por una cosa: teniendo aquí a tu esposa y a Visimar, no necesitas a mi señor, como él mismo dice. En cambio, los Bane sí que vamos a necesitar a nuestro sabio en el Bosque. Y aunque estoy seguro de que esta no es la razón principal por la que Caliphestros quiere regresar, cualquier argumento en contra de su vuelta, sobre todo si procede de ti, que te has convertido de pronto en la criatura favorita de un Dios-Rey que mata de hambre a los suyos y caga oro, equivale a una demanda egoísta y a la que las dos panteras, en particular, van a hacer oídos sordos. Así que te advierto que, si sigues oponiéndote a su partida, lo haces por tu cuenta y riesgo, yantek.

Desde su posición, sobre un montón de escombros, Veloc y Keera se unen a su amigo, de pronto tan elocuente, y los tres proceden a situarse junto a Stasi, su jinete y su hija; sus expresiones dejan tan claro como las palabras de Heldo-Bah que sus opiniones sobre el lugar que corresponde a Caliphestros han cambiado.

—Para estar seguros de que nos entendemos del todo… ¿Sigues creyendo en la honestidad y rectitud del Dios-Rey y del Layzin, yantek? —pregunta Veloc—. ¿Por esos dos trozos de pergamino que llevan el sello real y sagrado?

—No pretendas hablar por mí, Veloc —advierte Arnem—. Mis creencias y mis reservas son de sobra conocidas. Pero tengo la autoridad. Nadie se va a oponer porque dirijo el único poder de Broken que podría apoyar esa oposición.

—Ah —masculla Caliphestros—. Al fin hemos llegado ahí: el poder. Tu poder lo arreglará todo. Dime, yantek: ¿no se te ha ocurrido que lo que destruyó a Rendulic Baster-kin fue el poder? ¿Y que este, como ya te dije, no creía estar haciendo el mal, sino apoyando con obediencia los deseos del Dios-Rey?

Arnem asiente con un movimiento de cabeza.

—Dijiste que era «el último hombre bueno de Broken».

—Y ciertamente lo era… Según los criterios de tu reino. Tu esposa lo conoció de joven. ¿Era ya igual entonces en espíritu, señora, a lo que terminaría siendo por influencia del poder?

—En lo esencial —responde Isadora, que ahora desea defender a su marido—. Luego, cuando tuvo la capacidad y se libró del tormento del dolor…

—Sí, cuando tuvo el poder. Planeó la muerte de su esposa, que ha muerto durante nuestra marcha, y creyó que se libraba de una hija querida, mientras mantenía virtualmente esclavizado a un hijo desgraciado y repudiado. El poder le permitió hacer todo eso, pero él siempre creyó estar cumpliendo con su deber; su deber con el Dios-Rey y con el reino. Incluso cuando te cortejaba y a la vez te amenazaba, Lady Isadora, y trataba de arreglar la muerte de tu marido y sus hombres, creía hacerlo por el bien de Broken con el poder que le otorgaba el verdadero demonio que habita este lugar. Bueno… —encantado de comprobar que los tres expedicionarios se han desplazado hacia la Puerta Sur y, al parecer, han decidido acompañarlo en su salida de la ciudad, Caliphestros dice por último—: créetelo todo si quieres, y si debes, Sixt Arnem. Hazlo lo mejor que puedas porque, recuérdalo… —De pronto, Caliphestros clava en Arnem una mirada que llega al alma del yantek— a partir de ahora serás el último hombre bueno de Broken, y por lo tanto el más peligroso. Cometerás toda clase de maldades en el nombre del bien y tu primera prueba llegará de inmediato. Porque te juro que si quieres que me quede tendrás que matarnos a mí y a mis amigos Bane. Y sospecho que ellos aconsejarán a Ashkatar y sus hombres que opinen lo mismo. Los que venimos del Bosque volveremos a él. Y si te interpones lo harás a riesgo de tu alma, más que de tu vida.

—Pero, señor —dice Visimar mientras Caliphestros avanza al fin hacia la puerta—, ¿ni siquiera nos vas a aconsejar desde lejos?

—Visimar, viejo amigo —llega la respuesta en un tono más cordial—, has aprendido a sobrevivir en esta ciudad. Ahora podrás incluso prosperar. Pero te lo advierto de nuevo, ten cuidado. Llegará el día en que cada uno de vosotros entienda, en el fondo de su lama, que Baster-kin no era la única fuente de traición de Broken, ni en muchos casos la principal. Tú lo sabes ya ahora mismo en el fondo, Lady Arnem. Pero os prometo una cosa —Caliphestros se inclina hacia delante para acariciarle el cuello a Stasi, cada vez más ansiosa, y transmitirle algo de paciencia—: si algún día descubrís cuál es el mal verdadero y queréis enfrentaros a él… Entonces, si sigo vivo, volveré para ayudaros. Pero ahora tengo que despedirme de vosotros…

El anciano permite al fin que la pantera se mueva hacia la puerta mientras un resignado Arnem indica a sus hombres que no obstaculicen al jinete, su montura, la segunda pantera o los tres expedicionarios. Al pasar al fin por la Puerta Sur, Caliphestros suelta una risa: una carcajada compleja que Keera ha aprendido a reconocer.

—No temas, Visimar —dice el sabio en su despedida—, nos mantendremos en contacto por los medios habituales. —Dedica a su viejo amigo una última y severa mirada—. Porque en verdad me dolería no saber qué tal te va…

—Pero… ¿dónde te voy a encontrar, maestro? —pregunta Vi­simar.

—No me vas a encontrar —dice Caliphestros mientras traspone la puerta—. Solo tres humanos saben dónde está mi… nuestra madriguera. Y creo… —Lanza una mirada a los tres expedicionarios—. Creo que puedo confiar en que nunca revelarán su ubicación.

—Así baje el dios dorado a la Tierra, soy capaz de tallarle un ano nuevo con la espada que me diste, viejo —afirma un Heldo-Bah sonriente, con el ánimo cambiado por completo—, antes de revelar algo así.

—La verdad de la Luna —añade Veloc—. Tal vez componga la saga de nuestro viaje, pero nunca revelaré dónde os encontramos.

—Puedes contar con ello —asegura Keera gentilmente al jinete—. Ni esos dos ni yo revelaremos dónde se encuentra. Pero… ¿podremos al menos, o podré yo, visitarte de vez en cuando?

—Siempre serás bienvenida, Keera —responde Caliphestros—. En cuanto a tu hermano y el otro… —con una repentina sonrisa amable, el anciano parece ablandarse por fin— supongo que pueden venir si así lo desean. Pero, por lo más sagrado, que Heldo-Bah se bañe antes. Y ahora… os tenéis que ir para explicar a Ashkatar todo lo que ha ocurrido. Yo iré directamente al Bosque con mis compañeras. —Baja la mirada hacia Stasi y su hija, con una profunda alegría—. Sí, vayámonos a casa.

A continuación, las dos panteras y el hombre, que conserva todavía la fuerza suficiente para mantenerse a lomos de la mayor de ambas, echan de inmediato a correr a tal velocidad que a los expedicionarios les cuesta seguirles. Al poco rato desaparecen todos entre los últimos grupos de árboles de las altas laderas de Broken y en medio de la extraña bruma que rodea la montaña.

Mientras contemplan la desaparición del grupo, Arnem, su esposa y si hijo se abstienen de pronunciar palabra y caminan hacia los restos de la puerta. Solo Niksar rompe el silencio.

—¡Yantek! ¿Encargo a un fauste de jinetes que los persigan?

—¿Y con qué intención, Linnet? —pregunta Visimar, con los ojos achinados para tratar de atisbar por última vez a su maestro—. Por lo que parece, tú, tus hombres, todos nosotros debemos la vida a esa pequeña tropa. ¿Intentarías traer de nuevo a Caliphestros en contra de su voluntad? Este reino ya lo intentó en una ocasión y fracasó.

—Fracasó por completo —murmura Isadora mientras hurga en la armadura de su marido para asegurarse de que la medalla que puso allí antes de la partida sigue en su sitio.

—Sí, por completo —accede Arnem, y la mira brevemente.

—Pero, después de haberte ayudado hasta ahora, padre —pregunta Dagobert—, ¿van a desaparecer así?

—Nunca he tenido razones para dudar de Lord Caliphestros —responde Arnem—. Y no me parece que me las haya dado ahora. Dice que si algún día descubrimos en esta ciudad una maldad más profunda de lo que jamás se ha conocido, podemos entrar en contacto con él por medio de Lord Visimar, que ahora, espero, aceptará la posición de honor que he ofrecido antes a su maestro.

Visimar inclina la cabeza en una reverencia breve.

—Será un honor, yantek.

Luego vuelve la mirada de nuevo hacia la montaña con la esperanza de atrapar una última visión del gran filósofo a quien tiene el orgullo de considerar su amigo.

—Entonces —concluye Arnem—, puede que regrese algún día, pero yo pondré todo mi ser en impedir que haya razones para eso. En cuanto a los Bane, nuestras relaciones no solo volverán a lo que eran antes de esta crisis, sino que mejorarán ahora que se han establecido al menos dos excepciones en la política del reino de desterrar a los imperfectos: los hijos de Baster-kin. Y pienso convertir esas excepciones en precedentes. Porque os confieso que esos rituales siempre me parecieron antinaturales… —En ese momento, la voz del nuevo poder supremo secular en el reino de Broken se dirige de nuevo a su esposa e hijo—. Bueno, ¿y entonces? ¿Vamos a ver qué tal están los demás niños? También he de informar a Radelfer de su buena fortuna.

Contentos, de momento, por haber puesto fin a la posibilidad de un conflicto interno, Isadora y Dagobert manifiestan felices su conformidad: sin embargo, no puede decirse que Lady Arnem esté en paz todavía con su alma…

Visimar, por su parte, casi parece no haber oído ese intercambio, de tan fija como está su mirada en la lejanía. Al fin, sin embargo, abandona la búsqueda; y es una lástima, porque si hubiera esperado apenas un poco más se habría llevado sin duda una alegría al distinguir —saliendo del bosque que se extiende en la base de la montaña— las figuras de dos panteras de Davon en plena carrera para volver a su hogar en el Bosque con un hombre anciano y mutilado que se aplica con todas sus fuerzas a mantenerse a lomos de la más grande, la de más blanco fulgor de las dos…