Sixt Arnem, tras sonsacar cuanto puede al aterrado joven de la Guardia de Lord Baster-kin, recibe una desconcertante variedad de visitantes…
Mientras cabalgaba hasta el borde oriental del campamento central que sus Garras seguían levantando en la Llanura de Lord Baster-kin, Sixt Arnem tenía la firme intención de mostrar una actitud muy severa al interrogar al único superviviente del primer khotor de la Guardia del Lord Mercader. Sin embargo, cuando el comandante del ejército de Broken ve en qué condiciones está el joven no puede evitar que su postura se ablande. El guardia tenía apenas unos pocos años más que Dagobert, el hijo de Arnem, y aunque de ordinario debía de ser algo más alto que el chico del sentek, todo lo que había visto y oído lo había encogido de todos los modos posibles. Ante un recuerdo tan vívido no solo de su hijo, sino también de su mujer y del extraño peligro que, según le habían contado, corrían ambos en el Distrito Quinto de Broken, Arnem se agacha para mirar a la cara al joven aterrado.
—¿De dónde eres, hijo? ¿Quieres que en mi próximo paquete de mensajes haga llegar a Broken la noticia de que sigues vivo?
El asustado joven agita la cabeza, asustado y vigoroso.
—No quiero que mi familia sepa que no he querido seguir a mi comandante hasta el peligro que nos esperaba al otro lado del río. No quiero que me tengan por desobediente o cobarde.
Arnem apoya una mano en el hombro del muchacho
—No eres ninguna de las dos cosas, pallin. La disciplina es vital en un ejército; también puede ser letal. En muchas ocasiones habría estado de acuerdo en que tu rebeldía era irresponsable. Pero… ¿en este caso? —Arnem baja la mirada hacia la línea de árboles de la frontera sur de la Llanura, ahora casi invisible en la creciente oscuridad—. No encuentro en mi interior el valor para afirmarlo. Porque llevar a casi quinientos hombres borrachos al Bosque de Davon, cuando tenía todas las razones para creer que los Bane eran plenamente conscientes de nuestra intención de invadir su patria, ha sido una decisión que ahora adjudica toda la culpa del desastre a tu sentek, no a ti. Aunque sinceramente dudo que ese estúpido esté vivo para asumir esas responsabilidad. Bueno, venga, en pie. —El pallin obedece la orden lentamente, pero con algo aceptable como estilo marcial—. Acércate más a la luz y deja que te examine mi amigo, que es un sanador talentoso.
Arnem señala a Visimar y el tullido avanza.
Visimar va emitiendo sonidos de satisfacción a medida que inspecciona las partes del cuerpo del pallin que mostrarían las primeras señales de fiebre del heno, o bien del Fuego Sagrado, y cada murmullo parece animar al guardia, hasta tal extremo que al cabo de unos instantes dice:
—Si no te importa, sentek Arnem, prefiero marchar con tus hombres a regresar a la ciudad.
Arnem mueve la cabeza para decirle que no, de modo inmediato y definitivo.
—Hay muchos soldados que quisieran marchar con los Garras, pallin. Pero nuestra reputación no se basa en el orgullo ni en la arrogancia. Hay maniobras que deberías conocer y aprender a ejecutar con rapidez y sin dudar por medio de un largo entrenamiento. Las vidas de otros hombres dependen de tu conocimiento, como ya se ha demostrado en esta marcha. Entiendo tu reticencia, pero, como ya te he dicho, te daré unas notas con buenas referencias acerca de tu comportamiento, para que puedas entregárselas tanto a tu familia como a Lord Baster-kin. Mantén tu espíritu en calma: no habrá recriminación alguna. Además, te ofrezco lo siguiente, pallin: inclinaremos la mesa un poquito para asegurarnos de que los nudillos[245] rueden a tu favor. En mi informe afirmaré que al llegar conseguimos rescatarte, a ti y solo a ti, de una acción que tu fauste llevaba a cabo en la retaguardia. Puedo incluso añadir que nos vimos obligados a retirarte del combate, porque tenías la sangre caliente. Creo que con eso bastará.
El pallin mira incómodo hacia el suelo.
—Si aceptas oír un dato más en secreto, sentek, a cierta distancia de los demás, haré lo que dices si te sigue pareciendo inteligente.
Arnem mira a los demás, se encoge de hombros y les indica que permanezcan donde están con un movimiento de la mano, luego se aleja hasta el límite del pequeño mundo de luz creado por la antorcha de Akillus.
Cuando regresan Arnem y el joven guardia, parece que el oficial mayor ha convencido al pallin de que podrá regresar sin sufrir castigo alguno si sigue el plan original del sentek.
—Pero a cambio te pediré un favor, pallin —dice Arnem mientras se acerca a Ox y luego monta en su grupa—. Quédate fuera del campamento mientras yo voy a mi tienda para asegurarte una montura y redactar los mensajes que hemos comentado. Mis hombres sabrán bien pronto la verdad de lo que ha ocurrido en el Bosque, no quiero que por el campamento circulen más rumores de los que puedo manejar. Akillus, quédate aquí con el pallin y luego te enviaré a uno de tus exploradores con el caballo y los informes, junto con las raciones que hayan preparado.
Akillus saluda, reticente pero sin cuestionar sus órdenes, y el pallin se apresura a imitarlo. Arnem les despide con una inclinación de cabeza a cada uno e intenta dedicar una sonrisa tranquilizadora al guardia.
—La vida de un soldado no es como la de un guardia, pallin —dice el sentek—. En particular cuando abandonas las murallas de Broken. En la frontera no hay muchas ocasiones de arrestar a gente o dar unos porrazos, y mucho menos de vigilar el ganado. Lamento que tu primer contacto con la acción a gran escala haya tenido que ser tan horrendo, pero recuerda esas cosas la próxima vez que tengas la tentación de castigarte a ti mismo. —Suelta una risa cómplice—. Y plantéate cambiar de servicio cuando regreses a Broken… —Arnem se vuelve hacia su jefe de exploradores—. Y no le des la lata al muchacho, Akillus —declara.
—De acuerdo, sentek —responde Akillus—. Vamos, pallin. Veamos qué trozos de madera podemos recoger para que esta antorcha sea algo más que una fuente de luz. Aunque la noche sea cálida, nos ayudará a mantener a raya a los lobos.
Es un tipo de actitud generosa que Arnem y Niksar han aprendido a esperar desde hace tiempo del gregario Akillus. En cambio Visimar, que se ha montado en su yegua con la ayuda de Niksar, está impresionado.
—Desde luego, Akillus es un hombre excepcional. Hay que felicitarte por haberlo ascendido, Sixt Arnem.
—Es mi brazo izquierdo —concede Arnem, sonriendo mientras tanto a Niksar—. Ahora que Niksar ha suspendido sus actividades de espionaje y se ha convertido en mi incuestionable brazo derecho…
—¡Sentek! —protesta el linnet, hasta que se da cuenta de que su comandante está bromeando.
Arnem dedica a su amigo y camarada una sonrisa cansada pero genuina y un instante después los tres jinetes han pasado ya por encima de la zanja de estacas y por la entrada del este, igualmente erizada, de la barrera de protección del campamento que los ingenieros de los Garras han construido con una velocidad asombrosa en las escasas horas transcurridas desde que el khotor llegó a la Llanura. El viento del oeste levanta hacia atrás las capas de color vino tinto de los oficiales que entran en el campamento al trote, en una imagen marcial que se vuelve aún más impresionante en contraste directo con la capa de Visimar, de negro ajado y plata. Pero incluso esta resulta extrañamente reconfortante con su elevada implicación de una influencia acaso arcana, pero no menos afortunada: porque el anciano ha demostrado de manera innegable tanto su sabiduría como el poder de la buena suerte que su presencia aporta a las tropas.
La tienda de Arnem, imponente desde el exterior, es acaso más austera y sobria que lo que podría esperarse de un hombre de su rango. Al fondo hay unas gruesas divisiones hechas con retales para establecer la zona personal, amueblada tan solo con catre, escritorio y lámparas de aceite, todo ello reservado por las cálidas pieles que apagan los ruidos y ofrecen intimidad con respecto a la sección delantera de la tienda. Esta área está dominada por una mesa grande que sirve de comedor de oficiales y centro del consejo: en resumen, una estructura de gran movilidad que incluye todo lo que el comandante necesita y mucho más de lo que esperaba merecer cuando era joven. No se hace ilusiones —como, por ejemplo, los saqueadores del este— de crear una guarida del placer itinerante para que le sirva de hogar mientras dure la campaña. Por eso al entrar no le sorprende encontrarse a los mismos oficiales mayores (salvo Akillus), todos ellos hablando con calma y respeto mientras lo esperan y levantándose luego para saludarlo cuando se une a ellos: ese es el principal propósito de la tienda para el sentek —un profesional— y cuanto antes puedan planificarse y ejecutarse los planes de sus hombres, antes conseguirá obtener el poco descanso que se va a permitir; y antes también quedarán completadas las tareas que le han asignado y podrá reunirse con su familia, en lo alto de la montaña de Broken…
Y sin embargo, esta noche, sus pensamientos acerca de la familia, normalmente tranquilizadores, se ven usurpados por lo que, primero Akillus y luego el joven de la Guardia de Baster-kin, acaban de contarle sobre su esposa y sus hijos: una suma muy extraña de cosas que el guardia no tenía por rumores, sino por hechos confirmados, acerca de una especie de rebelión en el Distrito Quinto y de la participación —más que eso, el liderazgo— de Isadora y Dagobert en el levantamiento; está decidido a averiguar algo más sobre esas historias antes de emprender cualquier movimiento contra un enemigo de los Bane que inevitablemente estará lanzado hacia la victoria contra el brazo más odiado del enemigo.
Con un movimiento de la mano, Arnem insta a sus oficiales a tomar asiento.
—Necesito un momento, caballeros —de clara, sin detener las grandes zancadas que lo llevan hacia su cuarto personal—. Por lo tanto, seguid como estabais, pero aseguraos de tener los informes listos.
Una vez detrás de la cortina que divide su cuarto de la zona del consejo, Arnem se detiene a lavarse la cara y las manos en una jofaina de latón con agua fría y limpia que Ernakh, siempre silencioso y fiable, se ha asegurado de preparar. Tras pasarse las manos por el pelo, más por mantenerse espabilado que por su apariencia, Arnem se seca el agua que pueda quedar, se echa al cuello el trozo de tela húmeda y fría y regresa para inclinarse sobre la mesa de acampada, donde toma dos trozos de pergamino y un carboncillo y se apresura a redactar las notas que ha prometido al joven guardia para Lord Baster-kin y para sus familiares. Luego ordena a Ernakh que mande a un explorador a entregar esos escritos y libere a Akillus para que este pueda representar a sus hombres en el consejo, se asegura de que Ernakh obliga al explorador a llevarse un poco de la comida que están preparando junto a su tienda y luego manda al skutaar abandonar la tienda por la parte trasera y él regresa por fin, cruzando la cortina de pieles, a sentarse en la silla de acampada solitaria que ocupa la presidencia de la mesa del consejo. Se permite al fin respirar hondo y con alivio y luego mira los rostros expectantes que lo rodean y se fija en primer lugar en su maestro arquero.
—Fleckmester —le dice, con un tono levemente sorprendido, aunque aprobatorio—, ¿debo entender por tu disponibilidad para acudir a este consejo que estás satisfecho con las posiciones de defensa que han tomado tus arqueros en el Puente Caído?
—Así es, sentek —responde el jefe de arqueros—. No dudo que los Bane tendrán todavía espías silenciosos en los árboles que bordean la orilla sur para observar todos nuestros movimientos; pero ahora cualquier intento por su parte de cruzar el Puente en dirección a la Llanura sería tan absurdo como lo fue la marcha original de la Guardia hacia el Bosque.
—Hum —masculla Arnem—. Ojalá pudiera decir que no te creo y que hay un modo fácil de lograr que nuestros hombres crucen el Zarpa de Gato y logren el objetivo que se nos marcó originalmente; pero los Bane han demostrado ser más listos de lo habitual en esta acción. —Preparándose para lo que está a punto de anunciar, Arnem toca la toalla que conserva en torno al cuello y la agarra con fuerza, como si le ayudara a aguantar una mente sobrecargada, y luego afirma en voz alta—: Estoy seguro de que a estas alturas todos sabéis ya lo que uno o dos de vosotros entendieron desde el principio y otros han deducido: la verdadera identidad de nuestro acompañante en esta marcha.
El sentek extiende una mano para señalar al tullido, que está sentado a su izquierda, en el primer asiento de ese lado de la mesa. Algunos sonidos de conformidad general van circulando entre los oficiales, pero son pocos, si es que hay alguno, los que denotan sorpresa o incomodidad.
—Sí, lo hemos descubierto, sentek, y hemos hablado de ello —dice un linnet llamado Crupp,[246] con quien Arnem ha compartido servicio durante mucho tiempo. El sentek tiene en gran consideración a este hombre lleno de cicatrices, no solo por su dominio de las ballistae, sino porque siempre ha demostrado tan poco fervor verdadero por la fe del dios dorado como él mismo—. ¿De verdad es posible que seas tú? —sigue Crupp, ahora con una sonrisa al volverse hacia Visimar—. ¿El mismo hombre demoníaco con cuyo nombre solía asustar yo a mis hijos algunas noches en que estaban especialmente traviesos para que obedecieran?
Visimar bebe una copa de vino mientras se masajea la pierna, que empieza a latir con un dolor especial que, como sabe desde hace tiempo, señala que en algún lugar lejano ha empezado a llover.[247] Dadas las condiciones generales de esta primavera, cálida y seca, lleva un tiempo sin tener esa sensación y estaría encantado de seguir librándose de ella durante un tiempo más: todavía no puede saber (pese a todo su aparente poder profético) que la llegada de la lluvia en realidad supondrá una ayuda vital para los esfuerzos secretos que comparte con su antiguo maestro para socavar al reino de Broken.
—Me encantaría que mi nombre nunca hubiese tenido esa clase de notoriedad, linnet, por muy divertido que pueda parecer ahora —dice el anciano, con tanta cordialidad como le permite su malestar—, si eso significara haberme librado de la década de dolor que he sufrido.
Leves risas —sueltas en su mayor parte, algunas reservadas— recorren la mesa y en ese momento se abre la entrada delantera de la tienda para permitir el paso de varios pallines cargados con bandejas de madera en las que llevan codillo asado y filetes de res rodeados de diversos montones de tubérculos asados en la hoguera y pilas de pan sin levadura asado a la piedra. Su visión, repentina y bienvenida, genera un vitoreo inmediato de gratitud y anticipación. Se arma tal clamor que Arnem se ve obligado a gritar para hacerse oír por el jefe de los portadores:
—¡Pallin! ¿Estás seguro de que estos tubérculos y este pan proceden tan solo de nuestras provisiones y no los hemos recogido de ningún sitio? ¿Y también de que no tienen ninguna de las marcas que te mostró Visimar antes de prepararlos?
El pallin contesta afirmativamente con un vaivén de cabeza y con la clase de sonrisa que, durante esta campaña, tanto se ha echado de menos.
—Sí, sentek —responde—. Pero ya no nos atrevemos a seguir conservando las provisiones, habida cuenta del tiempo que llevamos en marcha y el moho que, según nuestro «invitado» —sigue el joven soldado, señalando a Visimar con una inclinación de cabeza—, es probable que se forme con los cambios de tiempo que se avecinan. Los de intendencia llevábamos tiempo esperando la ocasión adecuada para consumirlas y, con el campamento bien asegurado, nos ha parecido que esta era tan buena como cualquier otra.
—¿Lo veis, camaradas Garras? —anuncia el linnet Taankret con una sonrisa abierta, al tiempo que se acaricia el bigote y la barba, cuidadosamente esculpidos, para apartarlos de los labios, de modo que no se manchen con la grasa de la carne, y se encaja una esquina de una amplia servilleta bajo el mentón para proteger su túnica inmaculada—. Nos acaban de confirmar la identidad de Visimar y resulta que ya podemos disfrutar de algo más que carne seca y galletas duras como una piedra. Siempre he sabido que este anciano, se llame como se llame, era un vivo y benevolente talismán.
—Espero que tu buen humor dure toda la comida —advierte Arnem—, porque quedan todavía algunos asuntos extraordinarios por revelar, Taankret. Por ahora, de todos modos, vamos a comer. ¡Pero no más de una copa de vino o de cerveza por hombre! —añade, señalando a los pallines que han empezado ya a distribuir las bebidas entre los oficiales.
—Espero que te refieras a una copa llena hasta arriba, sentek —afirma Akillus, que entra en la tienda y es recibido a gritos por los demás oficiales antes de tomar asiento en el banco corrido que se extiende al pie de la mesa.
—Sí, acepto que sea hasta arriba —contesta Arnem—. Pero los hombres estarán en plenas facultades esta noche y no tengo ninguna intención de que mis oficiales estén peor que ellos.
Un linnet de la línea, un ingeniero llamado Bal-deric,[248] en quien Visimar se ha fijado en más de una ocasión a lo largo de la marcha y ha hablado con él (sobre todo porque al hombre le falta casi toda la parte baja del brazo izquierdo, perdida por un percance en una excavación hecha con grandes maquinarias movidas por bueyes, y la ha sustituido con una ingeniosa suma de accesorios de piel, fragmentos de madera densa y ruedecillas y alambres de acero)[249], señala ahora al anciano y luego se echa hacia atrás para poderle pasar con la mano derecha una pequeña tela de algodón que contiene un paquete bien prieto de hierbas y medicinas. Bajo el ruido de la conversación de los demás oficiales, Bal-deric se dirige en tono cordial a su compañero de sufrimiento.
—Es por la cercanía de la lluvia, ¿verdad, Visimar? A mi brazo le pasa lo mismo. Parte eso en trocitos y trágatelo con el vino. Es un brebaje de mi invención, lo desarrollé hace años. Estoy seguro de que sabrás distinguir sus ingredientes y te parecerán de lo más eficaces. Pero, por todos los cielos, no dejes que ningún sacerdote de Kafra sepa que te lo he dado.
Visimar sonríe y recibe con gratitud el paquete. Luego se inclina por detrás de los hombres que se interponen entre ellos dos para decir:
—Te lo agradezco, Bal-deric. Y tal vez, si salimos con vida de esta, podamos hablar de la construcción de un sustituto para mis piernas mejor que este apoyo que yo mismo tallé un año después de cambiar de condición, más o menos, y cuya crudeza reconozco. Hace tiempo que admiro el ingenio que has creado para ocupar el lugar de tu brazo.
Bal-deric sonríe y asiente y Visimar vuelve a mirar al frente, aliviado al comprobar que, al parecer, Arnem no ha captado nada de ese intercambio.
Mientras fuera de la tienda la última luz del crepúsculo se convierte en oscuridad absoluta, dentro los oficiales —que siguen expresando palabras de sorpresa y congratulación ante un Visimar cada vez más contento, al tiempo que vocean su satisfacción absoluta con las provisiones que les han puesto delante— empiezan a perder interés inevitablemente en la comida y a centrarse en cambio en una serie de debates sobre cuál sería la mejor y más rápida manera de avanzar en su campaña. Arnem tenía la intención de que ocurriera esto; por esa razón ha limitado la bebida a una copa por hombre. Y sin embargo, incluso él, el comandante seguro de sí mismo y siempre lleno de recursos, se encuentra perplejo al respecto de cómo revelar la parte siguiente del plan, porque no implica la acción que desea la mayor parte de sus oficiales —una confrontación militar directa—, sino algo ciertamente distinto. Al fin, sabedor de que no puede aplazar el asunto, golpea la mesa con la empuñadura de su espada corta y empieza a exigir informes de cada uno de sus oficiales acerca de la disposición y el estado de ánimo de sus respectivas unidades.
—Te aseguro, sentek —declara Taankret—, que cuando hayas decidido el modo concreto de adentrar a los Garras en el Bosque de Davon estarán tan preparados para la tarea como lo estaban para luchar en la retirada de esa locura de Esleben… Y que el Wildfehngen estará igualmente preparado para dirigirlos.
Arnem mira un instante a Visimar y este le hace una levísima señal con un movimiento de cabeza para que el sentek siga adelante por un rumbo que, al parecer, solo ellos dos conocen.
—Esa locura de Esleben, Taankret, es precisamente de lo que estamos hablando. Tal vez os preguntéis por qué he ordenado que establezcamos una posición que podría parecer muy adelantada en nuestro propio territorio en vez de esperar a que cruzáramos el Zarpa de Gato.
—Ninguno de mis exploradores se lo ha preguntado —declara Akillus con solemnidad—. No, viendo de qué está lleno el río. No sé qué artes negras están practicando los Bane para defendcerse, pero… para esta campaña vamos a necesitar un santuario seguro en nuestro territorio.
—Suponiendo que efectivamente siga habiendo una campaña —anuncia Arnem, para la repentina consternación de todos los presentes.
—Pero, Sentek —declara Bal-deric—, teníamos entendido que esas eran nuestras órdenes. En las calles de Broken, antes de nuestra partida, era bien sabido cuáles eran nuestros objetivos: la invasión definitiva del Bosque de Davon y la destrucción de la tribu Bane…
—Sí —responde Arnem—. Era bien sabido… por parte de quienes no habían visto lo que hemos visto nosotros a lo largo de nuestra marcha.
—Pero… el yantek Korsar dio la vida precisamente porque se negó a ejecutar esa orden —apunta Niksar con cautela.
El sentek asiente.
—Y yo confieso que en ese momento no supe por qué, Reyne —responde Arnem—. Pero durante este viaje se han revelado muchas cosas. Revelaciones que nos aportan respuestas a esa pregunta y a otras. Ciertamente, el horrible destino del khotor de Lord Baster-kin nos dice por qué el yantek no quería que entrásemos en el Bosque: en ese territorio salvaje parece que nuestra superioridad numérica significa bien poco, o nada, por lo bien que han aprendido los Bane a luchar entre los árboles.
—Pero… —un joven linnet sentado junto a Akillus cavila el dilema con tesón, como la mayor parte de sus camaradas— pero los Bane también atacan fuera del Bosque. Y de maneras horribles.
—Los Ultrajadores sí —responde Visimar—. Pero… ¿el ejército Bane? No tenemos pruebas de que lo estén haciendo o de que lo hayan hecho alguna vez.
—Entonces… ¿no merecen castigo por conceder a los Ultrajadores una libertad tan perversa? —resuena otra voz.
Arnem se apresura a contestar:
—¿Acaso todos los súbditos de Broken merecen el mismo tratamiento severo por el comportamiento de la Guardia del Lord Mercader, igual de horrendo? ¿O por el comportamiento de unos pocos nobles que excusan su persecución criminal de los Bane bajo el epígrafe de «deporte»?
El sentek se aleja unos pasos de la mesa del consejo, en dirección a su cuarto: por primera vez, los oficiales se dan cuenta de que se ha añadido una piel adicional, grande y vuelta, a la pesada cortina que separa las dos áreas. Arnem retira una tela ligera que cubre esa piel para revelar un mapa detallado no solo del lado norte del Zarpa de Gato, sino de buena parte del Bosque de Davon… Lo suficiente para mostrar, tras una búsqueda de varias generaciones, lo que parecería ser la situación general de Okot.
—Sentek… —suspira un oficial de orondo cuerpo y similar rostro, llamado Weltherr[250], jefe de cartografía de Arnem. El hombre está tan fascinado que no puede evitar levantarse, acercarse a la imagen y alzar una mano para tocarla, casi como si creyera que se trata de algo irreal—. Pero este mapa incluye no solo la ubicación de las comunidades, sino también rasgos de la topografía. Con esta representación podríamos completar con facilidad nuestra tarea original: la invasión del Bosque de Davon y la destrucción de los Bane y de Okot.
—No lo creo, Weltherr —dice Arnem, volviéndose hacia el mapa—. He llegado a entender que el yantek Korsar en su advertencia final no se refería tan solo a los rasgos físicos del Bosque, sino a las tácticas de los Bane. Recordad lo que les ha pasado a los hombres de Baster-kin, al fin y al cabo. Han sufrido la destrucción en un territorio con el que estamos familiarizados desde hace tiempo, a la vista del Zarpa de Gato. Lo que los destruyó no fue el lugar de sus acciones, sino la manera de actuar. No tengo ninguna intención de que a los Garras les ocurra lo mismo.
—Sentek —dice Akillus, con tranquila fascinación—, todavía no nos has dicho cómo has podido componer un mapa así.
Arnem respira hondo una sola vez.
—No lo he compuesto yo, pero para que oigáis quién lo ha hecho necesito sonsacaros a todos un compromiso especial: nada de lo que vais a oír podrá repetirse jamás fuera de esta compañía. Si alguien siente que no puede asumir ese compromiso, que se vaya ahora. —Tras conceder a sus hombres un momento para absorber esa afirmación, Arnem continúa al fin, en un tono más bajo todavía, mientras camina lentamente en torno a la mesa—: No os voy a pedir nada que pueda interpretarse como una traición en sentido genuino; sin embargo, como todos sabemos, durante esta campaña han ocurrido cosas extrañas y puede ser que su explicación implique a personas que ocupan altos lugares en Broken. En consecuencia, recordad que como soldados nos debemos por juramento a nuestro reino y a nuestro soberano. Y es probable que el mantenimiento de la fe en ese juramento nos lleve, ahora, a un territorio más secreto que los más remotos rincones del Bosque de Davon, si seguimos el plan que os voy a sugerir. Empezamos por preguntas, a las que seguirán los hechos: ¿a ninguno de vosotros le parece extraño que el Lord Mercader mandara a un khotor entero de su Guardia personal a reforzar las patrullas de la Llanura o, más todavía, a atacar a los Bane dentro del Bosque, justo cuando, según mis cálculos, nosotros acabábamos de enterarnos de la verdad de todo este asunto en Esleben y en otras poblaciones de la Vía de Daurawah y nos dirigíamos ya hacia ese puerto, donde encontramos todavía peores condiciones? ¿Casi como si no quisiera que el ejército tuviera un papel crucial en el ataque de Broken a los Bane?
—Sí —responde Taankret, con algo de remordimiento—. Aunque no me hubiera atrevido a ser el primero en decirlo. ¿Es posible que él no supiera lo que estábamos descubriendo, sentek?
—Ya conoces mis costumbres, Taankret —responde Arnem—. Envié mensajeros al noble lord a lo largo de toda la marcha. Y el hermano de Niksar, el desgraciado Donner, llevaba semanas suplicando ayuda. Siempre sin respuesta. Y luego… —Arnem mete la mano en un bolsillo de su armadura de piel y saca un puñadito de granos de cereal— luego estaba esto… —Tira los granos en el centro de la mesa y, al instante, todos los oficiales se incorporan a medias para verlos más de cerca—. ¡Que nadie los toque! —exlama el sentek antes de retirarse a lavarse las manos.
—¿Qué es eso, sentek? —pregunta un linnet inexperto, claramente inquieto por el rumbo que está tomando la conversación.
Arnem regresa desde la jofaina y se vuelve hacia su izquierda.
—¿Visimar?
El tullido responde con seguridad en sí mismo:
—Centeno de cosecha invernal. El mismo que se almacena en casi todos los pueblos y ciudades de Broken, cuya abundancia era evidente en Esleben.
—Pero… —interviene Bal-deric, dando voz a su perplejidad— ¿centeno de invierno? Estamos ya en plena primavera. ¿Por qué habrían de hacer acopio del centeno del invierno todavía los habitantes de Esleben, si lo más probable es que en la ciudad, o tal vez en las provincias, lo hubieran necesitado durante el último invierno, tan severo?
—A mí también me desconcertó esa pregunta —responde Arnem—, hasta que conversé con el desgraciado Donner. Pero al parecer nuestros granjeros y mercaderes ya no son la única fuente de cereal de invierno, ni siquiera la fuente principal: los asaltadores del norte lo obtienen por saqueo en tierras lejanas, lo traen al reino y se lo venden a agentes del Lord Mercader: incluido, lamento decirlo, Lord Baster-kin en persona, quien considera que nuestros granjeros provinciales y sus representantes han empezado a pedir unos precios demasiado altos para la tesorería del reino. —Circulan de nuevo suaves murmullos hasta que Arnem retoma la palabra—. Akillus, tú viste los barcos de los asaltadores, o lo que queda de ellos, en las partes más calmas del Zarpa de Gato, así como en el Meloderna… ¿Correcto?
Akillus asiente sin dudar.
—Sí, sentek. Y no estaba claro qué relación tenían exactamente los Bane con su destrucción.
—Los Bane no tenían nada que ver con eso —respondió Arnem—. Los destruyeron los nuestros cuando se dieron cuenta de que los mercaderes de Broken habían encontrado maneras ilegales, o incluso pérfidas, de frustrar sus intentos de elevar los precios. Estos granos, cuando se estropean, generan un veneno que produce la misma enfermedad que nosotros identificamos como heridas de fuego después de las batallas…
El murmullo de la mesa se vuelve más temeroso, pero Arnem prosigue:
—Y sin embargo estos granos no pertenecen al cereal que nuestros enemigos han traído recientemente a nuestro reino. Estos vienen de los almacenes de pueblos como Esleben. De provisiones que esos aldeanos y ciudadanos desgraciados tuvieron que consumir porque se negaron a pedir menos que los ladrones en la competición por el grano que se vende para alimentar a la ciudad de Broken y garantizar su seguridad.
—Entonces —dice el Fleckmester, razonando lentamente y en voz alta—, esas eran las heridas de fuego que enloquecían a la gente de Esleben. Las heridas de fuego o comoquiera que se llame el veneno cuando adopta esas otras formas…
—Gangraenum —dice Visimar en voz baja.
El fleckmester asiente con un movimiento de cabeza, sin comprender nada del término pero sabiendo que, si Visimar lo dice, ha de ser así.
—Las heridas de fuego —explica el anciano—, no son más que una forma de una enfermedad que tiene muchos nombres. Los lumun-jani lo llaman Ignis Sacer, el Fuego Sagrado. Para los Bane es Fuego de Luna, la causa de las más terribles formas de morir entre humanos y animales, tal como vieron tus hombres río arriba y abajo, Akillus.
—Pero esto… —continúa Fleckmester, trazando la lógica del argumento— ¿esto significa que algunas de las cosas más importantes que han fortalecido a nuestro reino, ahora, por culpa de la tozudez de la gente de las provincias, combinada con la avaricia del Consejo de los Mercaderes, lo están debilitando…?
—Ese es el hecho predominante, linnet —responde Visimar—. En tantas partes de esta historia…
—Y ahora está claro —interviene Arnem— que esa debilidad afecta a casi todas las provincias, si no a todas. No solo por lo que vimos en las afueras de Daurawah, sino porque, según me asegura Visimar, en esas mismas regiones se está cosechando en grandes cantidades la única medicina que la naturaleza ofrece para esta enfermedad. Además, he recibido informes escritos de diversas fuentes que confirman que, en consecuencia, la enfermedad está en plena expansión.
—Pero… —dice Weltherr, con un temblor nuevo en la voz— nos habían dicho que la plaga era un arma, puesta en el agua de Broken por espías y agentes Bane.
—Y sin embargo, si fuera así —responde lentamente Niksar—, ¿sabríamos ahora no solo que son dos las enfermedades que se expanden por Broken, sino que una de ellas aflige a los Bane tanto como a nosotros?
—¿Tan seguros estamos de que la enfermedad que hay en el Bosque es una de esas dos? —pregunta Taankret.
Visimar mira incómodo a Arnem y este, que no desea dar muestras de una inseguridad que sin duda siente en este momento, asiente con una sola inclinación de cabeza. El tullido alarga un brazo entonces hacia el lado derecho de su silla, a una bolsa que ha cargado consigo largo tiempo. De ella saca todos los objetos que Caliphestros entregó a Nerthus, la gran lechuza. Los deja sobre la mesa, los va identificando de uno en uno (aunque muchos de los presentes no necesitan que se les diga qué es la flecha dorada de los Sacerdotes de Kafra) y sigue explicando qué revela cada planta por la forma de haber sido cortada, qué función ha tenido a la hora de identificar el origen de sus problemas actuales y qué papel juega en el tratamiento de las enfermedades que andan sueltas.
—Todo eso está muy bien, Visimar —dice Bal-deric cuando el anciano termina su presentación—, pero ¿cómo te has enterado de todo eso, si llevas tantos días marchando con nosotros?
—Por la misma fuente que me proporcionó este mapa —responde Visimar.
Bal-deric los mira a los dos.
—¿Y tú, sentek? —continúa, peligrosamente al borde de la impertinencia—. ¿Cómo puede ser que sepas tanto de lo que está ocurriendo en la ciudad, si no se ha visto que te trajera información ningún mensajero de la casa real o de los mercaderes?
—Ni de la casa real, ni de los mercaderes, Bal-deric —responde Arnem—. Pero sí he recibido mensajeros privados… de Lady Arnem.
—¿Lady Arnem? —brama Taankret, al tiempo que suelta una costilla de ternera, se arranca de un tirón la servilleta del pecho y se levanta con gesto desafiante—. ¿Alguien se ha atrevido a ofender a tu esposa, sentek?
—Me temo que sí, Taankret —contesta el sentek con mesura, sin intención de permitir que la pasión del consejo se desate antes de lo necesario—. De hecho, acabamos de saber que acusan a Lady Arnem de liderar una rebelión que se ha expandido por todo el Distrito Quinto. Acusación que procede nada menos que del propio Lord Baster-kin. Me ha costado tanto como a cualquiera creer que su señoría pudiera comportarse de ese modo. Pero hemos podido confirmar que el distrito está sellado y sometido efectivamente a sitio, mientras que algunos veteranos de nuestro ejército lideran a los jóvenes y a las mujeres en la resistencia.
Arnem comprueba enseguida que había calculado bien: igual que Taankret, casi todos los oficiales abandonan la comida y la bebida, se levantan indignados y empiezan a vociferar su condena a esas acciones. Isadora es, según ha sabido razonar correctamente el sentek, la única figura cuyo destino podía causar una reacción así; y es precisamente esa reacción lo que permitirá, cuando Arnem logre que los oficiales guarden silencio, su buena predisposición a escuchar la información que se dispone a darles a continuación, todavía más sorprendente.
—Os aseguro de nuevo, caballeros —dice el sentek—, que esas revelaciones no han inquietado a nadie tanto como a mí. —Arnem permanece sentado y se esfuerza por mostrar coraje incluso en una situación que representa una amenaza para su familia y, en consecuencia, también para él mismo—. Pero hay más. Los mensajeros de la ciudad los mandaba mi esposa, pero estas pruebas —añade mientras señala las plantas marchitas y la flecha dorada—, estas nos las ha confiado una fuente bien distinta. Una fuente cuya existencia, me atrevería a decir, a muchos os parecerá imposible.
—Si se cuestiona el honor de Lady Arnem, además del de nuestros veteranos —declara Weltherr—, entonces te aseguro, sentek, que todo nos parecerá posible.
El silencio vuelve a dominar el interior de la tienda mientras Arnem intercambia una última mirada con Visimar; luego el comandande se inclina hacia el centro de la mesa, apoyado en el codo derecho, y todos los oficiales se inclinan hacia él. Al fin, en un susurro ahogado, el sentek anuncia:
—Hemos recibido esta ayuda nada menos que de… Caliphestros.
Los oficiales de Arnem dan un respingo como si una mano invisible los hubiera golpeado en la cara; sin embargo, antes de que alguno de ellos pueda manifestar ni un eco de sorpresa, suenan fuera de la tienda unos gritos de alarma y uno de los pallines que han servido la comida de los oficiales entra corriendo entre los retales de la entrada.
—¡Maldita sea, pallin! —declara el sentek, poniéndose en pie de pura indignación—. Será mejor que traigas información vital de verdad, después de entrar de golpe en un consejo de guerra sin anunciarte.
—Yo… O sea… sí, creo que sí, sentek —dice el pallin, esforzándose por mantener la posición de firmes y saludar—. Nuestros hombres en los puestos de avanzada han visto a guerreros que se acercan al campamento.
—¿Guerreros? —dice Arnem—. ¿Tal vez serán más guardias de Lord Baster-kin que bajan de la montaña a ver qué ha pasado con sus compañeros?
—No, señor —contesta el pallin—. Por el norte solo se acerca un carromato.
De pronto, Arnem parece molesto de nuevo.
—Bueno, entonces… ¿a qué vienen todos esos aullidos sobre los «guerreros»?
—Los guerreros se acercan por el sur, señor —dice el pallin—. Un gran cuerpo de infantería de Bane… ¡Y avanzan con bandera de tregua!
—¿Tregua, sentek? —interviene Taankret, con claro escepticismo—. Los Bane saben tan poco de treguas honrosas como de piedad.
Visimar se levanta ahora con ayuda de la pierna buena y la de palo y se agarra a la mesa para tener mejor apoyo.
—La verdad es que no puedo estar de acuerdo, linnet Taankret. Eso son leyendas que ha contado el Consejo de Mercaderes durante muchas generaciones hasta que los hombres decentes como tú se las creen. Los Bane sí que saben de treguas; y de piedad también.
—¿Y tú cómo lo sabes, tullido? —pregunta Bal-deric.
—Por el mismo método que ha servido para entregarme estas pruebas, Bal-deric —responde Visimar—. Por quien fue en otro tiempo mi maestro, que cabalga ahora con los Bane. Porque él es quien ha preparado esta tregua; me hizo llegar la noticia de que así sería, y de que los Bane están dispuestos a cumplirla: unos con más reticencias, otros con menos. Esos son los hechos que puedo asegurarte.
—Ah, ¿sí? —dice Taankret, sin convencerse todavía—. ¿Y cómo te has enterado de esos supuestos hechos, Visimar?
—Gracias a métodos y mensajeros a los que, de nuevo, darás poco crédito mientras no veas las pruebas —responde el tullido—. Pero ten una cosa por segura: no se ha empleado ningún poder sobrenatural ni de brujería.
La actitud de Taankret se ablanda.
—Cierto, anciano. Porque si de verdad tuvieras esos poderes lo más probable habría sido que los usaras para defendernos, o al menos para defenderte.
—Me encanta oírte aplicar esa lógica a nuestra situación, linnet —responde Visimar, aliviado—. Si yo hubiera sido lo que dicen los sacerdotes de Kafra, habría podido y deseado hacer muchas cosas para ayudar a vuestros valientes camaradas. De todos modos, tanto mi maestro como yo podemos usar el conocimiento y las habilidades que sí tenemos para ayudar a vuestra causa. Por eso os suplico que aceptéis esa petición de tregua y que hablemos con el grupo que se acerca.
—Eso haremos —anuncia Arnem. Sin embargo, pese a sus palabras decididas, su comportamiento transmite una genuina perplejidad—. Lo que más me inquieta en este momento, de todos modos, es ese carromato solitario que se acerca desde Broken. ¡Pallin! —El soldado joven que ha traído la información se pone bien firme, temeroso de recibir otra regañina—. ¿No sabes nada sobre qué carga lleva ese vehículo y por qué?
—No, sentek —contesta el pallin—. Nuestra única información era que…
Justo en ese instante, otro joven explorador entra en la tienda con el escaso respeto que le permite su información, aparentemente importantísima. Encuentra a Akillus y, pese a estar cubierto de un polvo que se ha convertido ya en lodo al mezclarse con sudor de hombre y de caballo, se dirige a su comandante. Intercambian algunos datos al parecer asombrosos y luego Akillus despide con rapidez al soldado.
—Sentek —anuncia Akillus—, acabo de enterarme de la identidad de quienes van en el carromato, que evidentemente partió de Broken con el mayor de los sigilos. —Akillus se detiene para reunir valor—. Son tus hijos, sentek.
—Mis… —susurra Arnem. Le cuesta un buen rato seguir hablando—: ¿Todos? ¿Sin su madre?
—El explorador solo ha contado cuatro —responde Akillus, con el corazón partido por el dolor que acaba de causar al hombre que más admira de todo el ejército; de todo el mundo, en realidad—. Y tu esposa no va con ellos. De hecho, su guardián, el conductor del carromato, es tal vez la elección más peculiar que se podría imaginar. Es el senescal del kastelgerd Baster-kin, sentek, el hombre llamado Radelfer. Y, como digo, no parece representar amenaza alguna para los niños. Más bien al contrario. Parece que los protege.
Arnem alza la vista de pronto y hace cuanto puede por recuperar la compostura.
—Bueno… nos enfrentamos a un encuentro crucial, caballeros. Y mis dificultades personales han de quedar fuera. —Mientras el comandante se pone en pie, su voz se endurece—. Cada hombre a su puesto de mando, y bien rápido, pero aseguraos de que todos vuestros hombres entiendan que tienen órdenes y obligación de respetar los términos formales de la tregua hasta que yo les libere personalmente de esa obligación.
Todos los oficiales de Arnem se ponen firmes, saludan rápidamente y abandonan la tienda. A medida que se transmiten a voz en grito las órdenes y las unidades se ponen en marcha, se genera fuera de la tienda un coro más estruendoso que nunca, pero siempre ordenado. Visimar se queda a estudiar la reacción de Arnem a la información vital que acaba de recibir. Al fin, Sixt Arnem se limita a murmurar:
—Por las pelotas de Kafra… —Y casi de inmediato se levanta y grita—: ¡Ernakh! —No ha pasado ni el instante más breve cuando el skutaar aparece ya desde el cuarto privado de Arnem, al fondo de la tienda, y se presenta ante su señor casi con el mismo porte que los oficiales que acaban de partir—. ¿Te has enterado de todo lo que ha pasado?
—Sí, señor —responde Ernakh, ansioso por prestar sus servicios.
—Entonces, sal a caballo hacia el norte para recibir al carromato —ordena el comandante—, y guíalo hasta aquí. Directamente aquí, a la parte trasera de mi tienda. Mis hijos te conocen y se fían de ti, e incluso si el senescal no se fía, al ver que ellos sí lo hacen dará su conformidad. ¿Está claro?
Tras asentir a toda prisa, Ernakh saluda y sale corriendo de la tienda hacia su caballo, que ya lo espera.
Cuando el muchacho ya ha salido, Arnem se vuelve hacia Visimar y le dice:
—Bueno, tullido… he aquí una novedad sobre la que ni tu maestro ni sus fieles pájaros podían avisarnos.
—No, sentek —responde Visimar.
Unos cuantos días antes de la noche en que se celebra este consejo, el anciano decidió que era conveniente contar al comandante la verdad acerca de los extraordinarios mensajeros alados de Caliphestros para que Arnem supiera cómo se las arreglaba para recibir mensajes de su antiguo maestro.
—Cuando yo trabajaba a su servicio, mi maestro tenía una habilidad particular para comunicarse con criaturas no humanas —le dice ahora—. Y apostaría algo a que diez años de vida silvestre no han hecho más que aumentar esa capacidad. Pero las razones que explican la llegada de este carromato solitario, a esa velocidad y cargado con esos pasajeros… Sospecho que ninguna criatura, ya fuera humana, aviaria o de cualquier otra naturaleza, podía conocerlas ni adivinarlas. Hasta que lleguen…
—Tal vez tengas razón —concede Arnem mientras descorre el cierre de la entrada trasera de su tienda y mira hacia el oscuro paisaje del norte—. Desde luego, yo no puedo decirlo todavía… Pero antes de que pase esta noche habré determinado qué diablos está ocurriendo aquí.