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Mientras la batalla entre los hombres de Ashkatar y la Guardia de Lord Baster-kin se propaga en torno a ellos, los expedicionarios descubren la verdad subyacente de lo que están presenciando…

Gracias a su habilidad, compartida por Stasi, para desplazarse con una velocidad sin par, Keera, Veloc y Heldo-Bah consiguieron compensar el tiempo perdido durante el extraño pero revelador encuentro que había dejado a Lord Caliphestros destrozado por la confusión y el agotamiento del espíritu y llegaron a la alta formación rocosa que habían escogido originalmente como destino antes de que se desataran las hostilidades. Allí tomaron posiciones detrás de algunos parapetos de piedra a tiempo para observar las lecciones que pronto se impartirían a los soldados de Broken (aunque solo fuera la Guardia del Lord Mercader) acerca de la guerra: no la clase de guerra que enseñaban y practicaban los oficiales y soldados de aquel reino, sino la guerra tal como la entendían y libraban los Bane.

—Pero yo no entiendo esa distinción de la que hablabas, mi señor —dijo Keera en voz baja, mirando hacia la tierra extendida al sur y al este de los brumosos peñascos que se alzaban sobre las Cataratas Hafften y el Puente Caído, que ya empezaban a cruzar las avanzadillas de la Guardia de Lord Baster-kin y por el que en aquel mismo momento intentaban, con un fracaso casi uniforme, arrastrar sus ballistae, que casi en su totalidad resbalaban en la superficie de aquel árbol gigantesco para hacerse añicos en las aguas rocosas que corrían por debajo—. Un martillo o una espada no cambian porque los use gente distinta —continuó Keera—. ¿Acaso no es igual la guerra? ¿Por qué tendría que haber una guerra para los Altos y otra para los Bane?

—Porque la guerra no existe separada de la mente, como el martillo o la espada —contestó Caliphestros en voz baja, volviendo la cabeza cada dos por tres para distinguir las figuras de los espadachines, lanceros y arqueros Bane que ya habían tomado posiciones en la parte norte del Bosque de Davon, mientras que cada vez más miembros de la Guardia de Lord Baster-kin seguían marchando con la presunción de que se acercaban al enemigo—. Es una expresión de la mente —siguió hablando el viejo sabio— que se usa para obtener un cierto objetivo, sí, y que denota la naturaleza de la mente colectiva de un pueblo.

—Sí, sí, todo muy interesante, estoy seguro —interrumpió Heldo-Bah—. Pero ahora, Lord Caliphestros, si podemos volver al asuntillo de lo que hemos visto entre la Primera Esposa de Kafra y tú…

Un golpe de advertencia en las costillas por parte de Veloc silenció a Heldo-Bah.

—¡Ayyy, Veloc! —masculló Heldo-Bah, en voz baja, pero con tono de urgencia—. ¿Estás loco? ¿Acaso no hay suficientes Altos entrando en el Bosque, que te da por atacar a uno de tus pocos amigos?

—Deja que esas cosas las pregunte Keera, Heldo-Bah —respondió Veloc, mientras sacaba varias láminas de pergamino y un carboncillo de una bolsa pequeña que llevaba en el costado—. Tú tienes el tacto de un novillo.

Heldo-Bah estaba dispuesto a seguir discutiendo, pero se distrajo al darse cuenta de lo que estaba haciendo su amigo.

—¿Y qué significa todo esto? —preguntó, señalando el pergamino y el carboncillo.

—Voy a tomar algunas notas —respondió Veloc—, para acordarme sin ningún error de lo que diga su señoría.

—¿Tú? —preguntó Heldo-Bah—. ¿El hombre que cree que un historiador solo puede contar con su preciosa historia por medio de la palabra hablada, mientras que la escritura brinda oportunidades para mentir?

—Y lo sigo creyendo —declaró Veloc—. Como ya he dicho, esto solo serán notas para recordar ciertos detalles que, cuando los cuente más adelante, podrían ser útiles para recordar el conjunto con más exactitud.

—Con más mentiras todavía, quieres decir —opinó Heldo-Bah.

—Ahora, a callar —atajó Veloc, dándose gran importancia—. Sepamos qué quiere contarnos su señoría…

La conversación entre Keera y Caliphestros no había cesado durante ese intervalo y el anciano seguía dando explicaciones sobre el mismo asunto.

—Si el yantek Ashkatar hubiese mantenido su plan original —decía— habría cometido un error de enormes proporciones. Los Bane no tienen la formación necesaria para enfrentarse a los soldados de los Altos, o siquiera a la Guardia de Lord Baster-kin, ni tampoco las armas y la estatura adecuadas. Los hubieran descuartizado. Ahora, en cambio… —En ese momento, Caliphestros alargó una mano hacia las sombras que se movían por el bosque, cientos de sombras que marchaban sin ninguna organización por culpa de los árboles que por todas partes imposibilitaban el orden—. Ahora es la Guardia la que ha cometido el terrible error de intentar luchar en el terreno del enemigo y según sus métodos.

Keera parecía extrañada, pero ya no tan confundida, tras recibir esos pensamientos de una mente tan extraña.

—Debes de haber luchado en muchas guerras para, mi señor, para conocer esos principios.

—¿En persona? —Caliphestros negó con la cabeza—. Qué va. Ah, he sido testigo de muchas batallas, cierto, aunque solo como hombre de medicina empleado por uno u otro bando para atender a los heridos y aliviar su dolor. Pero… ¿entender de verdad esas cosas? Hay grandes mentes, Keera, que han practicado la guerra: generales, reyes, emperadores que han recogido sus conocimientos, y los de otros, en libros de instrucciones disponibles para quien quiera leerlos y que yo mismo usé para aconsejar al yantek Ashkatar. Y en ese sentido hemos sido afortunados.

—¿Afortunados, viejo? —repitió Heldo-Bah—. ¿Cuál es la «fortuna» de encontrarse un khotor entero de la Guardia del Lord Mercader entrando en el Bosque de Davon? Divertido puede ser, pero…

Aunque Veloc volvió a dar un codazo a su amigo por atreverse a interrumpir, Caliphestros se volvió y se dirigió a Heldo-Bah sin enfado ni encono.

—Porque ahora es a toda luz evidente que ni el Gran Layzin ni Lord Baster-kin se han dignado leer esos libros, mientras que un soldado sabio de verdad, como el sentek Arnem, que ahora mismo avanza con su khotor de Garras hacia el Zarpa de Gato, jamás habría cometido ese error. Sería una violación de todo lo que aprendió de su mentor, el yantek Korsar, o de su propia experiencia en la lucha contra tribus como los Torganios y los saqueadores del este. Él hubiera esperado para obligar a Ashkatar a salir a la Llanura… Y, como os decía, pese a que el acero que hemos forjado estos días es superior incluso al que llevan los Garras, su manera de luchar, su disciplina y organización, son cosas que requieren años de aprendizaje para estos grupos numerosos. Y su ausencia entre la Guardia demostrará que son más importantes que cualquier calidad de acero.

—Eso nos deja con el único fallo —murmuró Heldo-Bah, que ahora también escuchaba el ruido de los Guardias que pasaban bajo las rocas en cuya cima se habían escondido cuidadosamente los tres expedicionarios y la pareja que se había convertido en su compañía de viaje— de que la Guardia está formada por un grupo de asesinos perversos, capaces por sí mismos de hacer algo más que un poquito de daño a nuestros guerreros.

—Algunos, quizá —respondió Caliphestros, encogiéndose de hombros—. Pero al final, a cambio de las pocas heridas que puedan recibir los Bane, esos Guardias darán la vida. Y cuando el sentek Arnem llegue al Zarpa de Gato se encontrará con una escena de muerte y horror, con cientos de cadáveres de Altos en el río, entre los pobres Bane que se quitaron la vida en sus aguas cuando aún no habíamos sido capaces de determinar la causa de la fiebre del heno y dar con un método para prevenirla. Y ese horror le obligará a detenerse, sin ganas de arriesgar las mejores tropas de su reino a cambio de un beneficio altamente incierto. Y, entonces, quizá lo encontremos dispuesto a parlamentar con nosotros. Pero ahora callemos…

El anciano puso su cara en contacto con la piel de Stasi en el cuello y la mejilla y la hundió en la lustrosa piel blanca del costado como si le aportara alguna clase de consuelo profundo, casi místico: a Keera le pareció ver que no era solo por el peligro que los rodeaba por todas partes en aquel momento, sino por el dolor persistente y todavía inexplicado que había sufrido el alma (qué va, pensó ella, el corazón) del anciano tras su encuentro con la Primera Esposa de Kafra, aquella mujer llamada Alandra.

—Guardemos silencio o hagamos el mínimo ruido posible —continuó el anciano—. Seguir hablando solo servirá para que nos descubran y, como ha dicho Heldo-Bah, por mucho que esos Guardias carezcan de orden y sabiduría, no les falta avidez de sangre.

Acaso animado al ver que por fin el anciano reconocía la validez de sus ideas, aunque no fuera precisamente de una manera directa y congratulatoria, Heldo-Bah se levantó y blandió en una mano la espada que llevaba desde el encuentro con Caliphestros y en la otra el cuchillo de destripar.

—Bueno, en ese sentido —susurró— puedes tener la seguridad de que estaréis todos a salvo. Quizá no me adentre en esa locura, pero si algún Guardia, o hasta cinco de ellos, se acerca demasiado a estas rocas le convendrá que la Luna lo proteja. Agachaos todos. —Miró directamente a Stasi a los ojos—. Eso te incluye, mi querida —añadió antes de desaparecer entre las sombras que se alzaban bien cerca de allí.

Veloc se volvió, sorprendido de repente.

—¡Heldo-Bah! —siseó tan fuerte como pudo—. No seas loco…

—No te preocupes, Veloc —murmuró Caliphestros. Cuando Veloc se volvió hacia él, se llevó la sorpresa de ver que el anciano sonreía con auténtica admiración—. Tenías razón en esto, Keera, como en tantas otras cosas: un hombre profundamente irritante, pero dotado de un gran coraje… —Stasi soltó un gruñido grave por la desaparición del tercer expedicionario y Caliphestros pasó las manos a fondo por su piel para acariciar y rascar con la intención de calmarla—. Tranquila, Stasi. Nuestro sucio amigo está mejor preparado que nadie para esa tarea. En cambio tú tienes que quedarte aquí conmigo.

A Keera, mientras alzaba los ojos para determinar la posición de la Luna y, a partir de ella, la hora de la noche, esa última afirmación le pareció más una súplica que una orden.

La Luna no se había alejado demasiado del lugar en que Keera la atisbara por primera vez antes de empezar la batalla. La confrontación se inició donde Caliphestros había dicho que era probable que empezara: cerca del Zarpa de Gato, garantizando así que, una vez estuviera ya todo el khotor de Baster-kin dentro del Bosque, ya no podrían cruzar de vuelta el Puente Caído para regresar en retirada. Efectivamente, los expedicionarios y Caliphestros supieron más adelante que Ashkatar había ordenado que se atacara primero a cualquier Alto encargado de permanecer en la retaguardia de su tropa para defender el extremo sur del puente: en aquel encuentro no se pretendía tomar prisioneros, o permitir la huida de los cobardes, sino una destrucción total que, además de permitir a los Bane regocijarse con su odio especial a los hombres del Lord Mercader, serviría de aviso —de nuevo, tal como había anticipado Caliphestros— a cualquier otra tropa de Broken que fuera de camino al Bosque de Davon con el propósito de atacar y destruir a la tribu de los desterrados.

Así, los gritos que repetía el eco desde la orilla sur del Zarpa de Gato y que señalaban que ya había empezado el combate real, eran especialmente horrorosos y no procedían tan solo de los heridos y moribundos, sino de los aullidos de los hombres lanzados desde la altura de las rocas hacia el violento lecho del río. Ese horror, por supuesto, no era accidental, sino más bien parte central del plan de Ashkatar, pensado para que los Guardias perdieran la poca capacidad que el Bosque les concedía para organizarse en filas coherentes y armar una resistencia eficaz; y cumplió su propósito por entero.

Por supuesto, hubo otras variedades de horror a las que los Guardias condenados se vieron obligados a enfrentarse; ciertamente, pocos de ellos escaparon, si es que alguno lo logró. Forma parte de la peculiar naturaleza de los bosques, y sobre todo de los bosques primigenios[244] como el de Davon en particular, cambiar de aspecto en cuanto cae la noche y las amenazas se oyen, se ven o se sienten como parte de un lugar de infinitos peligros; a continuación de ese cambio, el intruso que se encuentra encallado en lo que sin duda se convierte en el reino de otras fuerzas se da cuenta del tamaño de su error. Ni siquiera los expedicionarios desde lo alto de las rocas eran plenamente conscientes de la medida en que los guerreros camuflados de Ashkatar habían establecido su presencia en cada rincón del Bosque; sin embargo, después de los primeros gritos terribles que resonaron en el desfiladero, más allá del Puente Caído, y del subsiguiente resoplar de un cuerno de carnero de Davon, dio la impresión de que de cada árbol, roca, arbusto o sombra se asomaba uno o más de aquellos valientes. Como siempre, al contrario que las tropas de los Altos, las de los Bane incluían mujeres, más que listas y entrenadas para aplicar un castigo letal a sus enemigos: sus gritos, al ser más agudos, provocaron enseguida entre los hombres del khotor de Baster-kin un tipo de miedo rayano en la locura.

Una vez establecida la confusión, la inestabilidad (de hecho, dada la oscuridad del Bosque, a la que los ojos de los Guardias no estaban acostumbrados en absoluto, la pesadilla), casi todo parecía posible. En primer lugar, por supuesto, el énfasis constante de Ashkatar en que tanto los hombres como las mujeres de su tropa emitieran perversos gritos de guerra imposibilitaba a las unidades de soldados de Broken transmitir órdenes o tomar la medida exacta de la cantidad de fuerzas enemigas involucradas de verdad en la batalla. En realidad, los Bane eran muy inferiores en número, pero el terror es un método muy poderoso para anular esa clase de desequilibrios de poder. Ese efecto no hacía más que aumentar por el hecho de que cada vez que un soldado de los Altos intentaba pedir ayuda, al instante quedaban marcados para la muerte el hombre que tenía un problema y aquellos que se atrevían a levantar la voz para responderle. El miedo de nuevo se agita hasta el pánico cuando un soldado que lucha por su vida en territorio enemigo percibe que ni siquiera puede comunicarse con sus compañeros sin enfrentarse de inmediato a la imagen de un enemigo con el cuerpo pintado para replicar las hojas y las cortezas de las plantas silvertres y árboles circundantes o, peor todavía, la piel y los dientes, plumas y picos de las más letales criaturas de la noche y cuyo ataque inmediato, en consecuencia, además de ser incomprensiblemente estridente y salvajemente sonoro, resulta tan alocado y bestial en su apariencia como en la violencia empleada. Esos métodos aterradores, practicados con la maestría propia de los Bane, podían aportar mucho a la hora de contrarrestar diferencias numéricas, siempre que estas no fueran definitivamente abrumadoras.

Y luego, por supuesto, siempre estaba el derramamiento de sangre, simpre pero supremamente eficaz sangre, que a los Guardias de Lord Baster-kin les gustaba creer que entendían, como arma, aunque en realidad nunca la habían visto usar hasta esa noche. La visión, el olor y los ruidos de los camaradas quebrados y desgarrados, desmembrados, desfigurados o liquidados de cualquier modo, robaban a los Guardias el poquito cono­ci­miento real del combate que tenían. Cuando el suelo del Bosque quedaba empapado de sangre en medio de la noche, así como cuando los colores y las visiones de las tripas humanas, curiosamente aterradores, quedaban expuestos a la luz de la Luna y las antorchas, y un soldado estaba casi seguro de que aquellas entrañas pertenecían a sus compañeros, la utilidad de ese hombre para el combate (sobre todo si no estaba familiarizado con esa visión, como les pasaba a casi todos los Guardias) quedaba rápidamente reducida a casi nada, y en vez de tener el castigo al enemigo como primera preocupación pasaba a esforzarse para garantizar que su propia sangre, sus tripas y extremidades no se sumaran a los riachuelos desatados por las espadas, cuchillos de destripar, lanzas, alabardas de puro hierro, hachas y dagas.

A menudo se oye decir, entre los estúpidos farsantes como los jóvenes que desde hace tiempo pasan la mejor parte de sus vidas en el estadio de Broken, que alguna actividad en tiempo de paz «es como una guerra» o incluso «es una guerra». Pero eso solo demuestra lo alejados y aislados que han vivido siempre de cualquier campo de batalla verdadero o de otros lugares de violencia a gran escala. Porque la guerra, como todas las actividades humanas relacionadas con la creación o destrucción de la vida, es única, única en su dolor y pavor, por supuesto, pero también y acaso sobre todo en su soledad, así como en la terrible incertidumbre —inimaginable hasta que llega el momento— que vive cada participante acerca de sus posibilidades de sobrevivir.

En aquel caso, la percepción repentina por parte de todo el grupo de que la Guardia en realidad no era rival para los Bane, y de que su tiempo asignado en esta Tierra y en esta Vida había expirado bruscamente, añadió una nota extraordinaria de horror a los aullidos que esa noche escapaban de las bocas de los hombres de Lord Baster-kin; era una manera de gritar que provocaba que incluso Stasi, que tantas muertes terribles había visto su comparativamente breve tiempo de vida en la Tierra, se acercara más a Caliphestros, Keera o incluso Veloc, tanto en busca de consuelo para su alma como para asegurarse de que sus amigos no abandonaran su posición e intentasen meterse en el combate que se celebraba en la oscuridad del bosque, por debajo de las rocas que los protegían.

Por último, la religión de los Guardias, aquella fe en Kafra de tan suma importancia, les falló en la hora final. Los soldados de la Guardia de Lord Baster-kin habían recibido una sanción especial del Dios-Rey y del Gran Layzin de Broken antes de aquel empeño particular, sanción que se exhibía en las cintas de bronce batido que llevaban ceñidas al antebrazo, pero también se manifestaba en el burdo exceso de confianza con que se comportaban al adentrarse en el bosque. Los sacerdotes habían asegurado a los miembros de la Guardia que Kafra les aportaría una protección y un poder especiales. Y sin embargo, ahí estaban ahora, golpeados por la muerte desde la oscuridad en cada recodo y a lo largo de cada camino… sobre todo, y especialmente, desde lo alto. La táctica de los Bane que consistía en saltar desde arriba para lanzar un tajo a las gargantas y otras partes esenciales de los cuerpos de sus enemigos, de un modo que resultaba aún más sorprendente y repentino que lo que podían hacer desde sus eficaces escondites a nivel de suelo, resultaba nueva por completo y especialmente aterradora para los hombres de Baster-kin; sin embargo, por mucho que estos llamaran al dios cuyo sonriente semblante lucían en las cintas que rodeaban sus brazos, Kafra permaneció sordo a sus súplicas. El número de muertos entre sus tropas —ya fuera por las heridas o porque caían lanzados desde los acantilados que daban al Zarpa de Gato, donde sus cráneos y sus cuerpos se hacían añicos y se machacaban contra las rocas mortales y las aguas veloces de las Cataratas Hafften, o de las Ayerzess-werten— aumentaba a una velocidad de asombro y aquella zona del Bosque de Davon, relativamente confinada, estaba cada vez más llena y empapada de cadáveres, vísceras y sangre de los soldados de los Altos.

En resumen, el encuentro resultó mucho más exitoso de lo que cualquier miembro de los Bane se hubiera atrevido a desear. Para Caliphestros, junto a Keera y Veloc, nada demostraba el triunfo y la alegría de las tropas Bane tanto como la risa altisonante y casi enloquecida de Heldo-Bah, quien enseguida pasó de limitarse a mantener la guardia en los alrededores de la formación rocosa que escondía a sus amigos y a la pantera blanca a echarse con alegría encima de cualquier Guardia que pasara por ahí y deleitarse en superar sus armas, o incluso en cortarlas y partirlas en trocitos, tal como había hecho Caliphestros con la suya en el primer encuentro en la cueva del anciano. El ansia de venganza que aquel Bane de dientes afilados sentía contra los siervos de Lord Baster-kin —el hombre a quien veía como encarnación de todos los males de Broken, aquella ciudad que tan mal lo había tratado en su infancia— nunca se exhibió tan ampliamente como aquella noche de la batalla junto al Zarpa de Gato, cuando su ira alcanzó alturas insensatas y jubilosas. Tras cada rápido ataque, Heldo-Bah desaparecía entre las grietas de la formación pétrea que protegía a los otros, casi incapaz de contener su lujuriosa alegría.

Dada su concentración completa y cada vez más triunfal en la aniquilación de los Guardias, era muy poco probable que algún Bane se fijara en un par de ojos y oídos solitarios que veían y escuchaban cuanto ocurría en el lado boscoso del río: pero el Guardia a quien pertenecían esos ojos, un miembro de la guardia regular que patrullaba la parte más rica de la gran Llanura, un joven inexperto a quien la gran columna había dejado atrás por atreverse a cuestionar la sabiduría de mandar a todos aquellos soldados de la Guardia al Bosque para un ataque nocturno, pronto regresó al norte entre los pastos; sin saberlo, iba al encuentro del sentek Arnem y sus Garras, que estaban a punto de llegar.