En algún lugar del camino entre Okot y su destino, los expedicionarios, Caliphestros y Stasi tropiezan con una visión extraordinaria…
La pantera blanca fue, por supuesto, la primera en detectar la presencia, aunque no mucho antes que Keera. Cuando empezó a reducirse lentamente la pendiente del grupo que tan rápido avanzaba, señal de que el valle del Zarpa de Gato estaba cerca, Stasi se detuvo tan de golpe que casi lanzó a su jinete al suelo por delante. En respuesta a las repetidas preguntas de Caliphestros acerca de la causa de su negativa a seguir avanzando, la pantera se limitó a alzar el hocico y olfatear el viento que seguía soplando del oeste; una vez determinada la dirección exacta de la que procedía aquel olor que había detectado, siguió adelante, pero no tomó para acercarse al lecho del río el mismo rumbo que habían seguido hasta allí. Caliphestros se volvió hacia la rastreadora, que seguía corriendo tras ellos.
—¡Keera! —exclamó—. Stasi no responde a mi dirección. Esto no había pasado nunca, siempre me dejaba antes a un lado. ¿Has notado algo que la haga comportarse así?
Una extraña expresión se asomó a los rasgos de Keera y Caliphestros se fijó en que era algo equivalente al comportamiento de Stasi.
—Me temo que solo tengo una idea lejana de lo que le ocurre, mi señor —respondió la rastreadora, inclinando una oreja, más que la nariz, hacia la misma brisa que tanto parecía haber excitado a Stasi, mientras seguía el ritmo de la pantera—. Solo alcanzo a oír a un oso pardo macho que emite los ruidos y los movimientos de la danza de apareamiento.[243] Pero el aroma femenino que lo provoca es extraño: artificial o, mejor dicho, recogido y colocado cuidadosamente y confinado a un área demasiado pequeña. Además de todo eso, ese aroma va acompañado del propio de…
Caliphestros había empezado ya a asentir con movimientos de cabeza y su expresión se oscurecía.
—De una hembra humana —terminó la frase de la reticente Keera. La anticipación que el anciano había sentido al ver al khotor de Lord Baster-kin recibir el castigo que tan justamente merecía pareció desaparecer de pronto—. Y apostaría a que se trata de una hembra a la que ya habías detectado antes…
Keera lanzó una mirada al anciano, tan preocupada por la expresión de su rostro como por la extraña mezcla de emociones que reflejaba su voz.
—Sí, señor. Eso es. La Esposa de Kafra… En esa extraña ocasión de la que ya te hablé. Solo que el perfume que se mezclaba con ella esa noche era de pantera, y no de oso.
Caliphestros hizo gestos de afirmación con la cabeza.
—Y entonces…
—Señor, si podemos deberíamos evitarlo —advirtió Keera—. Las batallas entre osos pardos y panteras pueden causar grandes daños a ambos combatientes.
—No temas por eso, Keera —respondió Caliphestros—. Lo que atrae a Stasi no es el oso.
—Vosotros dos, ¿qué pasa aquí? —dijo en voz alta Heldo-Bah desde detrás—. Nos hemos desviado del camino más recto hacia esas rocas de las que hablabas, Caliphestros. Y tú ya lo sabías, Keera.
Sin dar pie a que siguiera la discusión, Keera señaló a sus compañeros expedicionarios que guardasen silencio; no pasó demasiado rato antes de que el grupo llegara al borde de un pequeño claro donde la rastreadora indicó a su hermano y a Heldo-Bah que tomaran sus posiciones habituales de observación en las ramas de distintos árboles altos. Cuando Veloc preguntó con la mirada por qué no les imitaban la pantera blanca y su veterano jinete, Keera se limitó a alzar una mano para pedir paciencia.
Muy pronto, esa paciencia obtuvo recompensa: sin saber nada, aparentemente, de los actos de sus tres compañeros de viaje, el anciano y la pantera llegaron al borde del claro, en el cual los expedicionarios alcanzaban a ver ahora a una mujer familiar, aunque temida, que se movía de un modo extraño y seductor para incitar a un gran macho de oso pardo, que, en condiciones normales, ya la habría atacado rato antes.
Era una vez más la Primera Esposa de Kafra, con su túnica pegada a un cuerpo de piernas largas que seguía siendo llamativo, y con sus largos mechones de cabello negro movidos lentamente por el viento del oeste, mientras sus extraordinarios ojos verdes —ni tan brillantes ni tan hermosos como los de Stasi, pero de un color parecido— mantenían al confundido oso en su lugar, igual que habían hecho con el macho de pantera en aquella noche que a los expedicionarios les parecía ahora tan lejana.
Desde donde estaba sentado en la copa de un árbol, en el lado sur del claro, Heldo-Bah miró a Keera y a su hermano.
—Ese viejo tonto está loco —susurró—. Tendría que subirse a un árbol con la pantera, si no la bruja lo verá y avisará a las unidades avanzadas de la Guardia.
—Heldo-Bah, ¿cuándo piensas decidirte? —contrapuso Veloc—. ¿Es un tonto o un brujo que lo sabe todo?
—¿No puede ser las dos cosas? —respondió con una pregunta el Bane desdentado.
—¡Callad! —ordenó Keera con voz suave, pero en un tono que siempre provocaba la obediencia inmediata de sus compañeros de expedición.
En medio del pequeño claro, la Primera Esposa de Kafra —hermana del Dios-Rey, encarnación del esplendor del concepto de la vida de Broken—, acababa de empezar a asomar un hombro perfecto bajo el vestido negro, provocando que Heldo-Bah, una vez más, se pusiera a babear casi visiblemente entre los dientes afilados.
—Oh, gran Luna —murmuró.
Caliphestros había instado a la pantera blanca a seguir adelante y subirse a una roca robusta; luego la pareja se detuvo, aunque era evidente que la Esposa de Kafra ya se había percatado de su presencia, pese a que no se volvió hacia ellos. Con sus ojos verdes fijos todavía en las esferas negras del oso, habló con calma.
—Habíamos oído rumores de que podías haber sobrevivido al Halap-stahla, Caliphestros… —Al fin se volvió hacia el anciano y una expresión repentina de decepción, casi rayana en la repugnancia, tiñó sus bellos rasgos—. Aunque ninguno de ellos mencionaba la condición en que podías encontrarte… Y he de confesar que yo no estaba preparada para eso. —Lo estudió con más atención—. Has… cambiado mucho, ¿no?
Keera estudió con rigor la reacción de Calpihestros; a esas alturas lo conocía ya lo suficiente para ver la herida que intentaba cubrir con su orgullo.
—¿Y en qué condición creías que podías encontrarme, Alandra? ¿Después del trato que me depararon tus sacerdotes, y tras tantos años en el Bosque?
La Esposa de Kafra negó lentamente con un movimiento de cabeza.
—No lo sé —contestó lentamente. Por mucho que lo buscara con la vista y el oído, Keera no lograba encontrar señal alguna de resentimiento, sino tan solo de decepción tanto en el rostro de la mujer como en sus palabras—. Pero esto no. Esto no… Has envejecido. El mal por el que te condenaron se ha abierto camino hacia fuera desde dentro de tu cuerpo. Tu lado demoníaco anda suelto, ciertamente.
Caliphestros siguió asintiendo.
—Sí. Recuerdo bien que tuviste que condenarme por algo tan absurdo como ser un «demonio». ¿De qué otra manera podías demostrar la idea, igualmente insensata, de que tu hermano era pariente directo de un dios? Siempre has necesitado un villano en tu vida, Alandra, para justificar las perversiones a las que tanto tú como Saylal os habéis rebajado. Y cuando murió tu padre, que de hecho era un buen hombre, por muchas mentiras que los dos hayáis podido decir sobre él, supongo que yo pasé a ser la siguiente elección lógica.
La Primera Esposa de Kafra señaló a la pantera con una inclinación de cabeza.
—¿Y esa criatura? Vas montado en la gran señora del Bosque. ¿Acaso no demuestra eso tu comportamiento demoníaco?
—No voy montado en ella. La pantera me ofrece transporte. Igual que me ofreció la vida después de que tu hermano aceptara condenarme a algo que, estoy seguro, todos vosotros pensabais que implicaba la muerte.
De repente, como si fuera capaz de captar la emoción del momento, Stasi soltó un gruñido breve, pero especialmente potente —o incluso letal—, hacia la mujer y el oso pardo. Y el oso, aunque no muy complacido, hizo un par de movimientos de lado a lado y luego caminó de espaldas para alejarse del claro y al fin se movió deprisa hacia el este.
—Oh —dijo la Esposa de Kafra con tono de decepción, al tiempo que se tapaba el hombro desnudo con la túnica—. Eso no ha sido muy amable por tu… Bueno, ¿cómo llamas a esa criatura con la que te asocias, anciano?
—No eres nadie para conocer su nombre, Alandra —dijo Caliphestros—. Ni lo será ningún otro ciudadano de esa ciudad apestosa de la montaña.
De repente, aquella mujer llamada Alandra adoptó un estilo coqueto, casi ligón, con el hombre sin piernas que tenía delante y un poco por encima.
—No siempre la encontraste tan apestosa —murmuró con una sonrisa.
—Ni tú a mí —respondió Caliphestros.
—Cierto —concedió Alondra—. Pero entonces yo era solo una doncella; y tú habías sido mi tutor. Una ventaja injusta para ti… Cuando tuve la suficiente edad, llegué a ver la verdad y a preferir… otras compañías.
—Doy por hecho que con ese comentario quieres decir que terminaste por preferir el lecho de tu hermano, antes que el mío.
En la copa de su árbol, Veloc soltó un juramento lento, casi silencioso.
—Hak, ¿el anciano fue en otro tiempo el amante de esa belleza?
—¿Y por qué no? —respondió Heldo-Bah—. Entre los Altos hay mujeres que han superado que tú las tocaras, Veloc.
—¡Callaos los dos! —ordenó Keera una vez más—. Aunque no espero que lo reconozcáis, este es un momento terriblemente delicado.
Abajo, en el claro, Stasi avanzó de nuevo uno o dos pasos y provocó una mirada de inseguridad incluso en la Sacerdotisa, por lo general tan supremamente segura de sí misma.
—Pero no alteremos los hechos —siguió Caliphestros—. Puede que cuando nos conocimos yo fuera tu tutor y tú apenas una doncella, pero años después, cuando viniste a mí con tu deseo de que nos convirtiéramos en algo más, ya eras una mujer. Toda una mujer, desde luego. —Habiéndose ido el oso de Broken, el anciano se sintió lo suficientemente tranquilo para inclinarse hacia delante, apoyado en los hombros de la pantera—. Y lo sabes de sobra, por muchos inventos que hayas contado para representarme ante tu gente como un ser más demoníaco todavía de lo que ya estaban inclinados a creer. Y, sin embargo, dices haber oído rumores sobre mi supervivencia, Alandra —siguió—. ¿Debo entender que eran el fruto de las torturas que mis acólitos sufrieron en manos de Baster-kin?
La Primera Esposa de Kafra sonrió de un modo que Keera encontró muy repugnante: bello, y sin embargo cruel.
—Solo en parte —respondió ella—. Porque Baster-kin nunca se ha entregado a esos métodos con todo su esfuerzo. No pudimos estar seguros del todo hasta que nos llegaron informes de que Visimar viajaba con el sentek Arnem.
Alandra también dio un paso adelante y pareció que se esforzaba por exponer sus piernas largas y atractivas por las rajas de ambos lados del vestido negro.
—Me apena ver que tu gusto por la intriga y las estratagemas ha crecido y se ha estropeado tanto —contestó Caliphestros—. Al contrario que el resto de ti.
—Ah, búrlate una vez más —dijo Alandra, negando con la cabeza—. Recuerdo un tiempo en que mis intrigas no te molestaban tanto. Yo me fugaba de mis dependencias para que pudiéramos acostarnos juntos en tus altas cámaras del palacio.
De nuevo, a Keera le pareció ver una expresión de profundo dolor escondida en los serios esfuerzos del anciano por fingir desdén.
—¿Era todo un engaño, Alandra? ¿Incluso entonces? ¿Me engañaste con tus palabras y actos de amor?
—Hummm —masculló Alandra, insinuando por primera vez algo que no fuera pura maldad bajo las apariencias—. Tal vez no. Pero hace tanto tiempo ya… ¿Alguien puede decir sinceramente que lo recuerda? —Como si se distanciara de un recuerdo nada desagradable, Alandra siguió hablando—. ¿Y qué importa ya? Eres el enemigo del reino, y de mi hermano, una sombra, como yo digo, de lo que fuiste en otro tiempo. Así que te voy a dejar con tu nueva compañera…
Se dio media vuelta para irse, pero sus movimientos quedaron paralizados de repente por la severa nota de autoridad en la voz de Caliphestros.
—¡Alandra! —La Primera Esposa se detuvo casi contra su voluntad, pero no llegó a darse media vuelta—. No soy yo quien se asocia o se aparea con las fieras del Bosque, chiquilla, aunque tengo entendido que tú no puedes afirmar lo mismo. Y solo los cielos saben con qué se entretiene tu hermano estos días. Pero da igual. Llévale este mensaje a Saylal…
—¿Te refieres —preguntó la Primera Esposa, fingiendo indignación— al Dios-Rey de nuestro reino, hermano de Kafra, la Deidad Suprema?
Caliphestros se encogió de hombros y dio la impresión de que se daba cuenta de que acababa de obtener una victoria dialéctica.
—Llámalo como quieras. Para mí es simplemente Saylal: el chiquillo asustado y malvado al que los sacerdotes enseñaron a desear a su propia hermana. Pero sea cual fuera el nombre: dile que sus ejércitos entran en el Bosque de Davon con cierto riesgo y una probable condena. Una condena que se demostrará esta noche… —Como si hubiera previsto aquel momento, Caliphestros miró hacia el norte, igual que Alandra, cuando un cuerno de batalla de Broken resonó para dar la alarma—. Y dile —añadió Caliphestros, ahora con una sonrisa— que solo yo he resuelto la Adivinanza del Agua, el Fuego y la Piedra.
La Primera Esposa de Kafra se volvió hacia el anciano bruscamente, con la ira visible ahora en el rostro.
—Esa adivinanza es una leyenda.
—Oh, nada de leyenda —dijo Caliphestros sin perder la sonrisa ahora que el dolor y la inseguridad parecían haber desaparecido y su dominio de la conversación era incuestionable—. Y su solución implicará la destrucción de la impermeablidad de Broken. Así que vuélvete ya por cualquiera que sea la ruta que usas para regresar a la ciudad, porque dentro de no demasiado tiempo ya no podrás volver. Regresa, entonces, a tu vida de crueldad, bestialidad e incesto y sigue creyendo que se trata de una fe. Y recuerda solo esto: mi ancianidad y mi decrepitud eran inevitables… Como lo son las tuyas. Bien pronto lo descubrirás. De hecho, ahora que la Luna se ha alzado un poco más, me doy cuenta de que tal vez hayas empezado ya a descubrirlo. —Las manos de Alandra acudieron de repente a la cara mientras los ojos rebuscaban en la piel de los brazos y de la parte expuesta de las piernas—. Ve, Alandra. En nombre de todo lo que en otro tiempo compartimos, no te entregaré a los Ultrajadores de los Bane pese a las ventajas que implicaría tu captura para su tribu, aunque dudo que tú tuvieras la misma cortesía conmigo si la situación se diera al revés. Vete, entonces.
Sin nada ingenioso o cruel que ofrecerle, sin nada que mostrar ya aparte de su aspecto de simple miedo, la Primera Esposa de Kafra se volvió y se alejó rápidamente del pequeño claro hacia el sur y únicamente volvió a mirar atrás una vez, con una expresión en la que a Keera le pareció reconocer no solo algo de resentimiento, sino también un cierto arrepentimiento.
En cuanto ella desapareció, los tres expedicionarios saltaron deprisa desde sus atalayas para bajar de rama en rama hasta que se encontraron de nuevo en el suelo del Bosque. Todos llegaron llenos de preguntas, aunque Keera y Veloc se dieron cuenta de que el encuentro había dejado a Caliphestros —pese a su pose final de desafío y rabia— casi sin energía para poder responderles de inmediato y los hermanos guardaron silencio. Heldo-Bah, por supuesto, no tuvo la misma delicadeza, ni compartió sus modales.
—Viejo —dijo, acercándose a él—, tienes mucho que explicar…
—Supongo que sí, Heldo-Bah —respondió Caliphestros, con un gran agotamiento perceptible al fin en la voz. Keera y Veloc se apresuraron a sujetarlo por ambos brazos, temerosos de que perdiera el equilibrio sobre la espalda de la pantera. Sin embargo, él alzó rápidamente la mano para indicarles que estaba en condiciones de viajar sin ayuda a lomos de Stasi—. De momento, sin embargo, avancemos hacia nuestro destino antes de que empiece la batalla.
—¡Al demonio con la batalla! —respondió Heldo-Bah—. En mi vida he visto muchas batallas; en cambio, nunca he visto un encuentro tan extraño como este. No, me quedaré con vosotros para averiguar qué hay detrás de todo esto.
Caliphestros asintió con una inclinación de cabeza y, una vez más, instó a Stasi a avanzar.
—Y bien que lo averiguarás, pero ahora no estoy preparado para hablar de eso.
No mucho rato después el grupo se acercó a las rocas que ofrecían una amplia visión de los árboles y la tierra en el lado sur del Puente Caído; a lo lejos se empezaban a ver las luces temblorosas de las antorchas que llevaban los miembros de la Guardia de Lord Baster-kin. Al poco empezaron a oírse sus voces risueñas y triunfantes, ayudadas por el vino, el hidromiel y la cerveza: una clara demostración de que creían que la falta total de resistencia que habían encontrado hasta entonces no implicaba trampa o estratagema alguna por parte de los Bane, sino una muestra del terror que llenaba los corazones de sus enemigos.