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En las montañas del sur de Okot, Caliphestros y su sorprendente nueva orden de acólitos crean un infierno tan terrible como el Muspelheim; mientras tanto Keera, por primera vez, empieza a preguntarse si la pasión del anciano puede implicar algún peligro para su gente…

Los tres expedicionarios Bane habían aprendido desde mucho antes que tanto Caliphestros como Stasi tenían la capacidad de distinguir de manera casi instantánea entre las personas de calidad y compasión y los humanos más comunes, faltos de generosidad y crueles por naturaleza. Y entre la gente más fiable y generossa que pudiera encontrarse en Okot (o en cualquier otro lugar) se contaba sin duda la familia de Keera. No solo sus padres, Selke y Egenrich, que lo eran también de Veloc, sino los hijos de la rastreadora: los chicos, Herwin y Baza, recuperándose todavía, y aquella tormenta de energía, curiosidad y sabiduría juvenil que era Effi, la más joven, tan parecida a su madre en muchas cosas, aunque más circunspecta y expuesta ya a la clase de tragedia y tristeza que deja huella pese a su brevedad y que enseña a los niños a no ser amargos ni egoístas.

La mañana siguiente a la noche que Caliphestros, Stasi y Heldo-Bah pasaron junto a la casa de la acogedora familia, Keera siguió las instrucciones del anciano para reunir a todos los mineros, quincalleros y herreros que vivían en los asentamientos centrales de Okot y sus alrededores para que pudiesen escuchar los requisitos de un plan que, en cuestión de días, armaría al cuerpo central de las tropas del yantek Ashkatar para que pudieran alimentar la esperanza no solo de derrotar a los soldados de Broken, sino de hacerlo incluso en algún punto lejano al norte de Okot para lograr así que la ubicación exacta de la comunidad, escondida durante tanto tiempo, permaneciera oculta.

Por esa razón se reabrieron las antiguas minas excavadas en las laderas de los montes que se alzaban por encima de Okot, que llevaban mucho tiempo selladas y durmientes, para poderlas sumar a las pocas que seguían activas, así como para permitir a los Bane obtener un acceso más fácil a venas de un hierro de una calidad especial, propulsado desde el aire de la noche hacia la tierra en eras incontables. Además, a los mineros que cavaban en la ladera de la montaña se les dijo que llevaran todo el carbón que encontrasen en su turno de día o de noche (sustancia principal para poder fundir aquella clase de hierro especial) a Caliphestros, antes de que a nadie se le ocurriera usarlo para alimentar las nuevas forjas que había diseñado el anciano, más pequeñas, pero mucho más calientes y numerosas. El efecto fogoso de las numerosas forjas se veía aumentado por los miles de antorchas que iluminaban los caminos que llevaban a las minas y hasta su interior, creando la impresión creciente de que los Bane habían regateado con sus viejos dioses y habían obtenido permiso para abrir una aterradora puerta de entrada a su submundo: el temido Muspelheim.[238]

De vez en cuando se oía a algún trabajador preguntar por qué había que excavar tan hondo en busca de carbón cuando las montañas estaban cubiertas de árboles viejos y jóvenes de todas las variedades, árboles que podían usarse con facilidad para alimentar las forjas del viejo tullido. No era difícil entender que la ciudad de Broken también necesitaba carbón: la cumbre de la montaña de Broken, como ya se ha visto, estaba compuesta principalmente de piedra y había quedado desprovista de todos sus grupos de árboles de leña de fácil acceso durante las primeras generaciones del reino, así como de la llanura al norte del Zarpa de Gato. Evectivamente, se sabía que el control directo de nuevas provisiones de madera y carbón, así como el de los metales férreos que se encontraban en el gran bosque (sobre todo, hierro y plata) eran dos de las principales razones que tenía Lord Baster-kin para envidiar el Bosque de Davon. Sin embargo, Caliphestros no solo insistía en obtener carbón, sino que examinaba personalmente cada trozo que le llevaban desde las montañas, renunciando a buena parte del poco descanso del que tenía por costumbre disfrutar, para rebuscar incansablemente en las carretillas que los mineros Bane, con sus rostros ennegrecidos y sus manos sangrientas, arrastraban hasta su mirada experta. Él buscaba un tipo de piedra negra que estaba marcada por ciertas cualidades que los mineros tardaron días en aprender a reconocer en la oscuridad subterránea, pero al final aprendieron a identificarlas suficientemente rápido a la luz del día: cualidades de peso y textura que permitían al material transformarse gracias al fuego en otra clase de combustible, relacionado con el carbón pero no idéntico, vital para la creación del acero casi milagroso[239] de Caliphestros.

A decir verdad, sin embargo, pese a todas las habladurías de los aldeanos Bane acerca de cómo se parecían las minas y las forjas de Okot, en creciente medida, a una especie de terrible entrada al más ardiente de los Nueve Hogares,[240] un pasadizo por el que al fin asomarían los agentes destinados a causar el fin de los viejos dioses, y quizá del mundo, Caliphestros dijo a Keera en privado que todos esos cuentos eran solo mitos, mientras que el trabajo que él supervisaba en las montañas por encima de Okot, por muy siniestra que fuera su apariencia nocturna, en realidad, como todos los proyectos a los que se entregaba, estaba basado en el aprendizaje científico desarrollado y avanzado por hombres y mujeres como él mismo durante cientos de años, si no miles. Aquellos refinamientos que los ignorantes encontraban tan parecidos a las transformaciones brujeriles tenían lugar en las montañas que se alzaban por encima de Okot no porque se hubiera escogido aquel lugar como el punto en que se produciría el fin de la Tierra, o la inminente llegada de infames demonios, sino porque la posición de las cuevas en su interior permitía a los Bane que trabajaban el metal capturar los únicos vientos de la zona que tenían la fuerza suficiente para calentar el carbón y las ascuas en las forjas de Caliphestros en tal medida que al fin permitía hacer el trabajo que, en aquella hora crítica, resultaba necesario.

Mientras tanto, una cueva particular en la cumbre de la montaña se había convertido en forja privada de Caliphestros y hogar temporal del sabio y de Stasi. La pantera pasaba tantas horas durmiendo encima de la cueva como en su interior durante esos días, pues el anciano dedicaba largas horas a trabajar para producir (o eso creían los Bane) armas adicionales con la intención de seguir el ritmo de los herreros de la tribu, a quienes había contado muchos de sus secretos. Durante esas horas incansables, cuando Caliphestros dedicaba sus esfuerzos mentales y físicos a experimentos cada vez más arcanos, Keera se convertía en la única ayudante del anciano; y aun eso solo después de jurar que no revelaría lo que en realidad estaban haciendo. El trabajo en las minas de los Bane y en las forjas de la montaña se multiplicaba a diario: Caliphestros sabía que los Bane siempre habían sido gente extraordinariamente lista y hábil para la imitación y que, si se les enseñaba a hacer algo, apenas había que repetir las instrucciones para que lograran sus objetivos. Todo el carbón y las ascuas especiales que creaban lograba, efectivamente, crear el calor suficiente para permitir a Caliphestros fundir lo que los trabajadores Bane empezaron a llamar «hierro de estrella», porque la veta férrea procedía de las profundidades de las montañas y de las minas en las que, presumiblemente, llevaba cientos de años incrustada tras descender como un rayo de los cielos. Aquel hierro se combinaba, en primer lugar y sobre todo, con el carbón de alta calidad que Caliphestros había enseñado a crear a sus herreros, combinación que producía un acero capaz no solo de adquirir un filo de aterradora finura, sino también de sostenerlo. Algunos herreros Bane juraban que había rastros de otros elementos en el metal, cuento que reforzó la idea de que los orígenes de aquel «hierro de las estrellas» no eran terráqueos, aunque ninguno de esos mismos herreros podía especular siquiera con cuál pudiera ser la naturaleza de esos otros elementos.[241] Aquella nueva manera de calentar y fundir, que Caliphestros había traído del este por el Camino de Seda en su juventud, permitía que incluso el metal de la máxima calidad, como aquel al que los Bane llamaban «hierro de las estrellas», se calentara hasta alcanzar una consistencia tan uniforme que podía unirse de manera magistral con otro hierro —de igual pureza, pero más resistente a las fisuras y fracturas— con el objeto de producir unas hojas más duraderas y al mismo tiempo dotadas de una capacidad de corte asombrosa. Después, la combinación se plegaba y replegaba, se trabajaba y una y otra vez, los herreros la laminaban a golpes hasta que en cada tira continua que se convertía en un arma había cientos de capas; y cada una de esas armas podía alcanzar mayor dureza y agudeza incluso que la que Heldo-Bah había mostrado a los Groba, y superior con mucho a cualquiera fabricada fuera de los reinos de Oriente.[242]

Porque, si bien algún buscador de fortunas europeo, o algún viajero famoso como espadachín, podía viajar hasta muy lejos para traer muestras de aquel acero extraordinario desde los más distantes reinos del este a los mercados de sus patrias chicas, solo Caliphestros había entendido la fórmula para manufacturar el acero con la capacidad suficiente para registrarla por escrito durante sus viajes por el Camino de Seda. Luego se lo había traído consigo hacia el oeste y había esperado el día en que la pérdida de aquella sustancia seminal creara armas que cambiarían hasta el rango de poder entre los reinos de Occidente que pudieran usarlo, tal como ya había sucedido en Oriente.

Y, sin embargo, incluso mientras Caliphestros regalaba a la tribu de diminutos marginados de Keera la información sobre cómo crear el hierro de las estrellas, ella —acaso el miembro más perspicaz de la tribu— distaba mucho de estar tranquila al respecto de cuáles pudieran ser sus verdaderas razones. Los motivos evidentes —venganza, en su nombre y en el de Stasi, desprecio por los cambios del estado de Broken desde la muerte de su antiguo patrón, el Dios-Rey Izairn, y deseo de poner fin a los riesgos de una enfermedad que no parecía invadir la ciudad de la montaña, sino más bien emerger de ella— eran visibles y fáciles de entender; aun así, Keera se preguntaba en ciertos momentos —cuando la sangre y la ira del anciano se disparaban de verdad— si alguna vez sería verdaderamente posible, para ella o para cualquiera, comprender los sentimientos internos que impulsaban a un hombre que había vivido una vida tan larga, colorida y misteriosa como la de Caliphestros.

Como debe ser, la porción vital de la explicación del misterio que Keera había construido en su mente en torno al anciano y su comportamiento llegó, sin previa pregunta al respecto, una noche en que los vientos en la parte alta de la montaña soplaban con una furia que parecía especialmente portentosa. Cuando ya se apilaba el resultado de varios días de esfuerzo inmenso por parte de una creciente cantidad de trabajadores Bane, el horizonte del sur, más allá de Okot, pareció agrietarse con un fuego enorme y decidido. Y, como la cumbre de la montaña en que los Bane forjaban las armas con las que esperaban repeler cualquier agresión del ejército de los Altos, o de la Guardia de Baster-kin, era algo más alta que el punto de la montaña en que se alzaban la Ciudad Interior de Broken, la Casa de las Esposas de Kafra y el Alto Templo, parecía de todo punto probable que el Dios-Rey, su familia y sus subalternos (por no decir todo ciudadano medio de la ciudad amurallada) fueran incapaces de evitar una mirada hacia ese horizonte del sur y preguntarse qué estaba pasando. ¿Sería que su dios, Kafra, preparaba para los Bane algún castigo divino que hiciera innecesario el sacrificio de jóvenes de Broken, ya fuera en la Guardia o en el ejército regular? ¿O se trataba, ciertamente, de los demonios de la fogosa Novena Patria de la fe antigua, que se preparaban para entrar en el reino de la humanidad y castigar a los súbditos de Broken por haberlos abandonado a favor de la extraña Deidad que los seguidores de Oxmontrot habían importado del mundo de los Lumun-jani, debilitando primero a los infieles con la plaga para soltar luego sus poderes demoníacos por todo el reino, al norte del Zarpa de Gato?

El trabajo de Keera en secreto para ayudar a Caliphestros dentro de su cueva privada, protegidos por Stasi de las miradas curiosas, no hacía más que aumentar esa sensación de misterio; porque lo cierto era, como enseguida supo, que Caliphestros no estaba produciendo una serie adicional de puntas de lanza, dagas u hojas de espada dentro de la cueva, sino algo totalmente distinto. Cada pocas noches, la expedicionaria, el anciano y la pantera se desplazaban hasta unos cenagales de la montaña, por encima y por debajo de Okot, de los que hasta entonces Keera tan solo había sabido que representaban un peligro para los viajeros. De allí el anciano extraía cubos de un líquido de un extraño olor acre, más claro y ligero que la brea, y también más inflamable, y luego los llevaban de vuelta a la cueva, donde él los combinaba en distintas mezclas con polvos de extraños colores y extractos de la misma Tierra, siempre en busca de algún logro desconocido para Keera, que solo sabía que generaba un amplio abanico de líquidos y semilíquidos apestosos y combustibles, de los cuales el sabio hablaba de vez en cuando, aunque nunca llegaba a explicar del todo en qué consistían. Keera creía que Caliphestros solo completaba esos experimentos cuando ella se volvía a casa con sus hijos; y ese hecho le daba razones para el asombro, pero también para sentirse incómoda.

De todos modos, saber que los Altos de Broken, desde el más bajo operario hasta el Dios-Rey, podían contemplar toda esa fogosa actividad de las montañas del Bosque de Davon con auténtico miedo y pavor era causa de una gran alegría: otro tanto ocurrió —en un momento de particular furia del viento, con el fuego en todo su esplendor y el calor y las chispas de docenas de forjas de los desterrados alzándose en grandes borbotones— cuando las unidades del ejército de Ashkatar que patrullaban por la frontera del Zarpa de Gato trajeron noticias: una columna de tropas de Broken avanzaba por el río. Resultó que, cuando llegó esa información, Keera estaba fuera de la cueva de Caliphestros, al lado de Stasi en la escarpada entrada de la misma, un lugar donde solía sentarse la pantera, siempre lista para saltar adelante mientras su compañero humano permanecía en el interior para destilar y mezclar aquella extraña sustancia que tanto absorbía su atención.

Como era de prever, fueron Heldo-Bah y Veloc quienes llevaron la noticia de ese avance a la cueva del anciano, pues eran los únicos, aparte de Keera, que se atrevían a acercarse a Caliphestros cuando estaba ocupado allá dentro en sus quehaceres, aparentemente alocados.

—¡Gran hombre de ciencias! —llamó Heldo-Bah al llegar a la entrada de la cueva—. ¡Ven con nosotros! Ven a ver la columna de hombres que se acercan por la vía principal de Broken hacia la Llanura, con antorchas encendidas en plena noche para que veamos dónde están.

Caliphestros salió de la cueva con la piel tiznada por el humo y las cenizas de sus trabajos, la cara sudada del esfuerzo de avanzar con su plataforma y sus muletas; incluso a Heldo-Bah le parecía asombroso que un tullido fuera capaz de llevar adelante aquellos esfuerzos de cuerpo y mente. El viento seguía soplando con auténtica ferocidad y provocaba que la túnica se pegara al cuerpo de aquel hombre, y también la barba a su cara; en cambio el solideo permanecía en su lugar y en sus rasgos se asomó una expresión de emoción desatada como nunca le habían visto exhibir sus amigos expedicionarios.

—¿Tan pronto? —preguntó Caliphestros, tras dedicar una breve mirada al trazado sinuoso de los puntos de luz en la Llanura de Lord Baster-kin, antes de desplazarse hacia una cuenca natural formada en la roca exterior de la entrada de su cueva, llena de agua de lluvia. Al borde de la cuenca había una pastilla del mismo jabón que el anciano había insistido en que usaran los excavadores Bane durante la marcha hasta Okot—. Entonces no puede tratarse de la columna de Garras que partió de Daurawah —añadió mientras empezaba a limpiarse el polvo de carbón y otras manchas negras de la piel que se habían ido formando durante la fundición y el proceso de forja a primera hora del día.

—Si fueran ellos, no cometerían la estupidez de iluminar así el camino para que nosotros lo veamos con toda claridad —respondió Veloc—. Aunque para mí el primer misterio es cómo has podido averiguar que los Garras fueron a Daurawah, Lord Caliphestros.

—Si necesitaban hacer acopio de provisiones y forraje para los caballos, era la única dirección lógica que podían tomar —contestó Caliphestros con una sonrisa—. Además, ¿no hubo un espía Ultrajador de vuestra tribu que los vio tomar la vía del este al salir de Broken?

—Sí —contestó Heldo-Bah, con un escupitajo al suelo—. Pero fiarse de los informes de los Ultrajadores es una locura. E incluso si uno acepta que tenían razón, con eso no se explica tu insistencia en que la plaga también estaba activa en el puerto de los Altos, Lord Caliphestros.

El sabio miró de nuevo hacia las cimbreantes copas de los árboles y sonrió un poco.

—Concédeme que tenga unos pocos secretos, Heldo-Bah.

Pero Keera, que también miraba hacia las ramas superiores, mecidas en un sonoro crujido, conocía el secreto de la sabiduría del hombre en este terreno, aunque en aquel momento no alcanzaba a ver al estornino llamado Traviesillo ni la enorme (y enormemente altiva) lechuza llamada Nerthus.

—Entonces… si no son los Garras, la pregunta es: ¿quiénes son?

Tras formularla en voz alta, el anciano se movió con su única pata de madera y sus muletas para plantarse junto a Heldo-Bah, que estaba rascando el grueso pelaje de Stasi. El anciano se apoyó en el costado libre del animal para quitarse el aparato de andar, luego ató la pata de madera y las muletas y se las echó a la espalda. Ascendió con escasa dificultad por el cuello y la parte alta de la espalda de la pantera y se instaló mientras Stasi volvía a incorporarse y Heldo-Bah daba un paso atrás.

—El yantek Ashkatar debe hacer sus preparativos. Como todos los pasos que permiten cruzar el Zarpa de Gato, menos el Puente Caído, están cortados, ha de posicionar a sus mejores hombres en medio del Bosque, a este lado del paso, para forzar desde el inicio a los soldados de Broken a luchar en el terreno escogido por los Bane y según las disposiciones y maniobras más practicadas por estos. ¿Le habéis alertado?

—Ahora mismo, el yantek Ashkatar está ya inmerso en las actividades que mencionas —respondió Veloc—. Ha obedecido tu consejo por entero a la hora de preparar esta primera batalla, mi señor, pese a las objeciones de la Sacerdotisa de la Luna.

—Merece ser felicitado por esa valentía —opinó Caliphestros con una inclinación de cabeza—. En cuanto a mí respecta, yo observaría el desarrollo desde las rocas grandes que vi en nuestro viaje a Okot. ¿Sabes de qué lugar hablo, Keera?

—Sí, mi señor —respondió Keera, nerviosa en parte por la mención del lugar en que los expedicionarios habían dejado a Welferek, aquel Ultrajador arrogante, pero letal—. Tuvimos un… un encuentro allí, al principio de esta historia.

Heldo-Bah y Veloc intercambiaron una mirada, más feliz la del primero y algo avergonzada la del segundo.

Caliphestros miró con dureza a la rastreadora.

—Y estoy seguro de que tu hermano se unirá a mí, Keera, para instarte e insistir incluso en que tú vengas conmigo. Eres lo único que les queda a tus hijos de sus padres y te necesitan mucho más que el yantek Ashkatar.

Keera miró deprisa a su hermano, que se limitó a asentir con severidad.

—Tiene razón, Keera —concedió Veloc—. Y, si te sirve de consuelo, doy por hecho que me ordenarán que me sume a vosotros dos para estar en condiciones de reunir los datos para una saga que cuente la historia de esta batalla.

—Entonces, ¿iré solo a derramar la sangre de los Altos? —preguntó Heldo-Bah, orgulloso y al mismo tiempo algo incómodo ante la persepectiva de perder a sus camaradas—. Bueno, no puedo discutir tus razonamientos, Lord de la Ciencia, y mucho menos condenar los tuyos, Keera. Y como no me cabe duda de que esto enfurecerá a nuestra pequeña zorra, la Sacerdotisa, supongo que tendré que aceptar los tuyos, Veloc. Por último, lo cierto es que esto será un trabajo duro y sangriento, mejor llevado por los que verdaderamente ansiaban una oportunidad como esta.

Como si se tratara de una confirmación de lo que acababa de afirmar Heldo-Bah, sonó un único y repentino soplido de la Voz de la Luna para anunciar a todos los que trabajaban en la cadena montañosa, o en cualquier otro lugar de las afueras de Okot, que había llegado la hora de reunirse para la batalla. El estallido fue breve, pues el enemigo estaba cerca y cada vez se aproximaba más.

Una vez más, brilló en los ojos de Caliphestros una luz especial y el sabio urgió a Stasi a ascender a lo alto de su cueva, desde donde disponían de una buena vista, no solo de la lejana montaña de Broken y la ciudad que la coronaba, sino también del Zarpa de Gato a media distancia y, justo al otro lado de ese curso de agua, la Llanura de Lord Baster-kin. Los tres expedicionarios treparon para seguirlo, luchando a la vez contra la pronunciada y resbalosa ladera de la roca que albergaba la cueva y contra el viento creciente, que transmitía la agobiante sensación de que había un mareh detrás de cada árbol, dentro de cada cueva y listo para golpear desde detrás de cada roca.

Por eso pareció más extraño todavía, entonces, que cuando los expedi­cionarios lograron al fin reunirse con Caliphestros y Stasi, se encontraron al anciano con una expresión de terrible alegría en la cara y a la pantera gruñendo de entusiasmo por descender de la montaña en que estaban apostados y encaminarse hacia el enemigo que se acercaba y, más importante, hacia aquellas luces eternas tras los muros de la ciudad en la lejanía.

—Lo están haciendo de verdad —advirtió Caliphestros a los expedi­cio­narios cuando los tuvo a su lado—. ¡Mirad allí! —Señaló hacia la larga hilera de antorchas que se veían a medida que, como si fuera el fluir de un líquido, los soldados abandonaban la seguridad de la Llanura y empezaban a cruzar cautelosamente el último puente del río, iluminado por la Luna—. ¡Los estúpidos entran en el Bosque sin detenerse! Baster-kin es capaz de arriesgar la vida de lo que parece un khotor entero de su Guardia con tal de eclipsar el poder y el prestigio de los Garras del sentek Arnem, y del ejército regular en general. ¡Pretende conquistar la tierra y las riquezas del Bosque para los mercaderes y para la facción real sin ayuda! Nunca había sido tan estúpido.

Y con eso el grupo echó a correr, primero hacia Okot para que Keera pudiera despedirse brevemente de sus hijos, y luego hacia las rocas desde las que se veía el lado sur del Puente Caído (y, a media distancia hacia el sudeste, las Ayerzess-werten). Su marcha llevó unas cuantas horas, pero menos, como siempre, de lo que hubiera costado a un grupo de viajeros normales desplazarse de noche por el bosque. Y podrían haber tardado menos todavía si no se hubiesen detenido por una interrupción imprevista: una interrupción que, más que resolver el enigma de Caliphestros para Keera, trajo respuestas a viejas preguntas y planteó algunas nuevas.